saber lo que pasa lo que se puede saber mientras se ve que pasa y lo que va a pasar lo que puede pasar pero no ha pasado pero va a pasar eso se va a saber pero no es lo que pasa lo que hay que saber es lo que nunca pasa
Daniel Winograd
Este texto está organizado en dos grandes partes que apuntan a compartir un recorrido personal por una pregunta filosófica -así como a revelar el modo como la reflexión y explicitación de dicho recorrido me han conducido a confrontarme con los límites de mi propio preguntar. Así, me gustaría comenzar por presentar, a grandes rasgos, el contexto teórico que me ha llevado a hacerme la pregunta por la conexión entre escucha, historia y memoria; un contexto que, partiendo de la filosofía en su confrontación con el trabajo de memoria histórica, me ha llevado a formular el proyecto, aún en curso, sobre "gramáticas de la escucha" (cf. en particular Acosta, 2019a). Esto me permitirá, en una segunda parte, interrogarme por las posibilidades de pensar aquella conexión y dicho proyecto desde una perspectiva descolonial -o, al menos, con la vista puesta en una descolonización de los dispositivos críticos (epistemológicos y estéticos) que me han conducido en primera instancia a la formulación del problema.
Me interesa hacer explícito este recorrido teórico porque, por un lado, considero que el contexto singular que me ha conducido a la pregunta filosófica por la escucha ayuda a entender el énfasis particular que esta adquiere en mi trabajo en su relación con la tarea de descolonización de la historia y de la memoria. Por el otro lado, porque creo que la experiencia autobiográfica, por decirlo así, de cómo ciertas categorías conceptuales se me han revelado en el proceso como insuficientes, si no algunas veces como contradictorias con la pregunta que inicialmente me han ayudado a formular, revela las dificultades a las que considero que nos enfrentamos con frecuencia en el campo de la filosofía académica para llevar a cabo un giro fundamental con respecto al lugar de enunciación que, en el caso de otras disciplinas, es casi ya una cuestión del pasado.
Propongo así llevar a cabo en lo que sigue un ejercicio de autocrítica; a saber, una revisión de mi proyecto inicial sobre gramáticas de la escucha a partir de una confrontación con una mirada descolonizadora. El objetivo de esta confrontación es al menos doble: me permite, por una parte, reconocer los límites del proyecto inicial a la luz de lo que denomino, en la segunda parte del texto, "estrategias para la descolonización de la escucha". Por el otro lado, me permite comprender un valor crítico de la pregunta por la búsqueda, identificación y producción de gramáticas alternativas de la escucha a la luz de su potencial descolonizador.1
GRAMÁTICAS DE LA ESCUCHA: UN ACERCAMIENTO DESDE LA FILOSOFÍA A LA PREGUNTA POR LA 'VIOLENCIA TRAUMÁTICA'
La pregunta por la escucha aparece en mi trabajo filosófico a raíz de experiencias en la práctica con construcción de memoria histórica -o con lo que, más recientemente, en coordinación con las comunidades afro-americanas con las que trabajo en Chicago, hemos denominado "liberatory memory work".2 Lo segundo no hace más que describir en todo caso los efectos que considero que trae el trabajo de memoria histórica con comunidades; a saber, el hecho de que en la práctica la tarea de la construcción de memoria histórica se traduce, en efecto, en un trabajo emancipatorio. Esto adquiere especial importancia en los contextos particulares en los que he tenido la oportunidad de trabajar, dado que en todos los casos ha sido con sobrevivientes de un tipo de violencia que, a grandes rasgos, calificaría aquí de "traumática".3 Y por 'trauma' aquí no me refiero a un diagnóstico que patologiza al sobreviviente, determinando de antemano su papel -generalmente pasivo- en su propio proceso de "recuperación". Me refiero, más bien, como se verá en breve, a un tipo particular de experiencia, o mejor, a un tipo particular de estructura de la experiencia que, en sus efectos devastadores, coloniza de maneras profundas las subjetividades, las identidades, los cuerpos y los lenguajes que quedan atravesados por ella de manera radical.
Así, además de las dificultades que usualmente rodean la escucha de testimonios en contextos de violencia prolongada -y por tanto, allí donde la violencia no solo proviene de causas estructurales, sino que por ello se presenta a sí misma como normalizada y ha dado forma a los espacios que se habitan, instituyendo silencios y obliterando las causas que permitirían dilucidar sus efectos históricos- surge una pregunta adicional, que suele afectar el trabajo de memoria pero tiende a no quedar explícitamente tematizada en estos contextos. Se trata de la pregunta por los mecanismos que hacen posible en primera instancia la tarea de producción de memoria en un contexto donde la violencia atraviesa de manera profunda y radical la posibilidad misma de la producción de sentido, esto es, las formas de percepción y los marcos conceptuales que, tanto desde la perspectiva de sus sobrevivientes como de quienes están dispuestes y llamades a escuchar sus testimonios, son requeridos para la elaboración del recuerdo.
Es aquí donde un acercamiento filosófico al trauma me ha parecido fructífero para hacer resonar con más intensidad lo que aproximaciones más recientes, especialmente provenientes de los estudios literarios, han querido hacer audible acerca de la relación crítica esencial entre, por un lado, el trauma y las condiciones de posibilidad de su escucha (y a esto hay que añadirle, como se verá, las condiciones de posibilidad de su "legibilidad"), y, por el otro, la estructura traumática y las concepciones de historia y memoria que la acompañan (y que obligan a llevar a cabo una revisión crítica de estos conceptos).4
Si, como propone Cathy Caruth, seguimos de cerca a Sigmund Freud en textos como Más allá del principio del placer, con lo que nos encontramos, más que con el diagnóstico particular de una patología, es con la sorpresa del mismo Freud frente al trauma como caso límite para lo que hasta entonces el psicoanálisis había instituido y dado por sentado. Y esto no tiene que ver solamente con aquello que el título señala, esto es, la puesta en cuestión de la primacía del principio del placer como principio explicativo central para el psicoanálisis. Tiene que ver además -o, insistiría yo, sobre todo- con que una de las grandes dificultades a las que nos enfrentamos en el análisis de la neurosis traumática es con el hecho de que en estos casos no es apropiado hablar, en estricto sentido, de "experiencia", pues el evento original que ha desencadenado la reacción traumática no ha sido integrado y procesado aún por la mente como evento, como algo que ha ocurrido y ha sido experimentado, y por tanto, no le es asequible al paciente -no es localizable mentalmente- en forma de recuerdo. Así, en palabras de Caruth (1996) , "lo que retorna a acechar a la víctima no es en estricto sentido la realidad del evento violento, sino la realidad del modo como dicha violencia no ha sido aún enteramente procesada" (p. 6).
Lo que ocasiona según Freud la neurosis traumática es una omisión o ausencia de formación o producción de "angustia" al momento de recibir el impacto y la fuerza del estímulo exterior: la mente no está preparada para procesar el evento, y, por tanto, su impacto es inmediato; determinante, pero ilocalizable. El evento deja así una marca indeleble en la mente de quien lo recibe, pero, al no alcanzar a recorrer los canales habituales que permitirían su elaboración, no deja tampoco tras de sí, ni alcanza a trazar, las "huellas mnémicas" que permitirían posteriormente localizarlo y llegar a él como recuerdo (cf.Freud, 1976, p. 31). De ahí la compulsión de repetición que experimentan algunos sobrevivientes del trauma: un "deseo natural de conjurar y convocar lo olvidado y reprimido" (Freud, 1976, p. 32) se liga con un retardo estructural (la latencia de la experiencia traumática), que convierte el evento (el accidente inicial) en aquello que ha sido desde siempre ya diferido, pues no ha sido aún, en estricto sentido, experimentado. Se trata así de un evento que, obsesiva y repetitivamente presente, insiste Caruth (1996), "la mente no puede simplemente dejar atrás" (p. 4), pero le es a la vez imposible traducir en pasado como recuerdo. Solo es posible "acceder" a él a partir de la repetición compulsiva del terror originario. Un terror que lo que marca, o a lo que refiere, no es a una experiencia, sino a la ausencia de dicha experiencia, a su carácter no procesado.5
El trauma, en esta lectura de Freud, se nos revela así, propone Caruth, como un encuentro paradójico entre una ausencia y un exceso de memoria. Interrumpe con ello los mecanismos que usualmente permiten explicar el tránsito del evento al recuerdo a través de una concepción lineal (y narrativa) de la experiencia. El "demasiado pronto" de la ocurrencia del evento se conjuga aquí con el "demasiado tarde" de la posibilidad de su integración, para dar lugar a una estructura y temporalidad paradójicas. Y todo esto se suma a lo que, más allá de Caruth, y adelantándome un poco a lo que en la segunda parte de este texto veremos con más detalle con ayuda de Frantz Fanon, yo llamaría aquí el aspecto o la dimensión colonizadores de la experiencia traumática; pues en el análisis de Freud esta última no solo se relaciona con una irrupción violenta en la psique y con la instauración de dicha violencia como 'inolvidable', sino que trae además ese elemento adicional de la borradura original de las huellas de dicha irrupción, lo que garantiza precisamente que dicha instauración sea definitiva en tanto inaccesible.6
Así, una relectura de Freud en clave tanto "literaria" como "filosófica" ofrece una descripción del análisis freudiano de la neurosis traumática como una experiencia que quiebra toda epistemología y estética tradicionales, al poner radicalmente en cuestión el concepto mismo de "experiencia" y las estructuras espacio-temporales que la hacen posible. Y, a la vez, introduce la idea de un tipo de violencia (la "violencia traumática", podríamos llamarla), cuya instalación en la psique depende justamente de su capacidad de borrar los trazos dejados por su transgresión, haciendo inaccesibles (ilocalizables) las causas de su operación, y con ello, garantizando que estas sean tanto o más operativas.
Ahora, si a lo que atendemos no es exclusivamente a la estructura de la (no) experiencia del trauma (de su latencia y de su compulsiva repetición), sino a los modos como esta encuentra modalidades para su comunicabilidad, habría que decir, reformulando a Caruth, que con lo que se topa la escucha de testimonios en estos contextos es con una paradójica combinación de una ausencia y un exceso de sentidos. Por un lado, lo que sucede en el caso del trauma es que hay un resquebrajamiento de los mecanismos por medio de los cuales el mundo hace sentido. Este resquebrajamiento no se debe a una especie de "incapacidad" de la mente afectada por el trauma. Se trata, más bien, de lo que Nelly Richard (2007) describe acertadamente como una "catástrofe del sentido" (p. 13). Hay ciertos tipos de violencia, destaca Richard, que ocasionan el "derrumbe de los ordenamientos categoriales" tradicionales, y con ello desencadenan un estremecimiento de todos los contornos habituales del pensamiento y de nuestros modos usuales de comprensión. A su vez, esta ausencia de sentido con la que se topan tanto el testimonio como su escucha, en el caso de la experiencia traumática, se combina con la realidad sin precedente, inaudita (en todos los sentidos que esta palabra reclama en nuestro idioma), de una violencia para la que no hay aún lenguaje adecuado, porque su exceso aún no se hace inteligible. Se trata, como decía anteriormente, de una violencia colonizadora, pues satura todo espacio de producción de sentido a la vez que despoja de toda posibilidad de participar en esta producción a no ser que sea justamente por medio de una operación de sustracción.
No es solo, pues, que la violencia, y sobre todo aquella de naturaleza traumática, traiga consigo la destrucción radical del sentido -con ello, de manera literal, la dificultad del sobreviviente por atestiguarla con su lenguaje-. La violencia también introduce nuevos sentidos, nuevas realidades, impensadas, previamente inimaginadas (sí que lo sabemos en el caso de la realidad del conflicto en Colombia), que nos confrontan con aquello que Hannah Arendt (1967), refiriéndose a los horrores de los campos de concentración nazis, describía como su "abominable originalidad" (p. 441)7. Y las introduce solo para ocultarlas -porque solo así conservan toda la fuerza de su operatividad- bajo la estrategia más exitosa de todas: quitándoles audibilidad en un régimen de lo perceptible que controla y determina de antemano, para que aquello que se hace legible se haga solo en tanto que oculte y borre el rastro de la violencia que hace posible.
Se revela aquí una dimensión del problema de la escucha que ya no es tan solo ética sino epistemológica. O, más aún, me gustaría insistir, se trata, más bien y sobre todo, de una dimensión estética (y epistemológica precisamente en tanto que estética), si por estético entendemos el ámbito de repartición de lo sensible, donde operan ya de antemano criterios que deciden qué se hace (o no) perceptible -en este caso en concreto, qué se hace (o no) audible-, y por tanto, qué cumple (o no) con las condiciones de entrada a un régimen de lo inteligible. Y es estética también porque, de alguna manera, precede a lo epistemológico y lo determina: toda producción de conocimiento es ya una producción corporeizada, en la que los sentidos que se producen son ya, de antemano, sentidos que se habitan, que se cargan en el cuerpo, que colonizan nuestras formas de percepción antes de colonizar también los conceptos, los lenguajes, las categorías de pensamiento (cf.Vallega, 2011, p. 218 y 2014, pp.106-107). Una mirada filosófica a la pregunta por la escucha en contextos traumáticos conduce así a comprender la necesidad y la urgencia de un análisis crítico de los criterios y las condiciones de posibilidad de que algo se haga audible, esto es, legible y reconocible, allí donde incluso aquello que concebimos como 'legibilidad' y 'audibilidad' deben entrar en una reformulación crítica de sus criterios de determinación. Y estos criterios de determinación pasan, en el caso del trauma -como se veía-, por la necesidad de una revisión crítica de las estructuras que determinan y hacen legible -y recordable (memorable, "llorable"8) - la experiencia, incluyendo sus marcos espacio-temporales.
Es en este contexto que surge mi proyecto de gramáticas de la escucha como una propuesta que insiste en preguntarse cómo, desde la filosofía, es posible comprender a cabalidad este aspecto de la tarea de la memoria que de lo contrario puede pasar desapercibido. Cómo a partir de allí, en segundo lugar, pueden imaginarse e identificarse en la práctica cursos de acción y estrategias de escucha mucho más responsables, inclusivas y plurales; y ante todo, adecuadas para la radicalidad de una violencia que, a la espera de hacerse audible, permanece inaudita -entendida aquí en su doble significación en español, tanto por el hecho de que no ha sido aún escuchada como por el hecho de que desafía enteramente las categorías estéticas de las que disponemos para hacer sentido de la realidad.
Se trata de responder creativamente al reto de la escucha frente a la "catástrofe del sentido", y la búsqueda de lenguajes, de gramáticas (de marcos conceptuales, de nuevas categorías), que, como lo describe Richard (2007), se muestren "solidarias de los accidentes y contrahechuras de la historia a través de su grafía dañada." (p. 125). El trauma, insiste Caruth (1996), es una experiencia que "mientras desafía toda comprensión, exige no obstante ser comprendida" (p. 5) -exige, no obstante, diríamos también, ser escuchada. Lo que llamo gramáticas de la escucha es precisamente la búsqueda y la apuesta por -la exigencia de encontrar y producir- categorías capaces de hacer audibles, y por tanto legibles, aquellas vidas que una violencia de carácter "traumático" ha logrado designar como imposibles, no solo por el tipo de destrucción al que han sido expuestas, sino porque aquella ocurre como caso límite e incluso por fuera de los marcos de sentido de los que usualmente disponemos para elaborar (psíquica e históricamente) la realidad. Una violencia que, a su vez, coloniza, al borrar el trazo de aquello que justamente una gramática de la escucha tendría que lograr hacer audible. Se trata en cada caso de un sistema de reglas y de significación que logre subvertir, haciéndolo audible, el quiebre del sentido producido por la violencia, así como sus instancias de colonización. Gramáticas entonces que denuncian la borradura, el ocultamiento, el silenciamiento, a la vez que encuentran modos de interrumpir los mecanismos por los cuales estos se han hecho inaudibles en tanto que se presentan como ilegibles ante la escucha colonizada9. Gramáticas, pues, capaces de abrir el espacio para la escucha de aquello que de otro modo permanece incomprensible (en tanto se escapa a toda categoría ya existente), y por tanto inaudito, debido tanto a su naturaleza radicalmente sin precedente como a la colonización de los mecanismos que harían audible, regresando a la expresión de Arendt, lo "abominable" de su "originalidad".10
ESCUCHA Y DESCOLONIZACIÓN: INVENCIÓN DE LA HISTORIA Y RESISTENCIA DE LA MEMORIA
Ahora, lo que me interesa señalar aquí y explorar más a fondo es la relación de un análisis como este, que proviene inicialmente de mi acercamiento a la pregunta por la experiencia traumática y los retos que esta le plantea a la posibilidad de una escucha genuina en el contexto específico del trabajo con memoria histórica, y el tipo de análisis que resulta y es requerido por la experiencia de la colonialidad, entendida esta también como una violencia que socava no solo la vida sino las condiciones de producción de sentido y legibilidad de estas vidas que designa como dispensables.11 Todo esto, por supuesto, con el cuidado de no fusionar ambas experiencias; pues el trauma, como concepto, es también una noción que en principio está cobijada por una tradición occidental ajena aún a una reflexión atenta a la violencia colonial. Sin embargo, hay conexiones que me parecen muy productivas aquí y para las que creo que el proyecto de gramáticas de la escucha puede proporcionar respuestas interesantes, o al menos contribuir en el desarrollo de herramientas críticas específicas para la escucha del tipo de violencias y borraduras históricas que provienen de y son perpetuadas por la colonialidad.
A la vez, como lo he sugerido más arriba, un acercamiento a la pregunta por las posibles relaciones entre trauma y colonialidad obliga a revisar el proyecto de gramáticas de la escucha, a reconocer los límites conceptuales que le han dado fundamento hasta ahora, y a buscar pensar con más detenimiento un aspecto fundamental del proyecto que hasta ahora no ha sido del todo formulado: el modo como la demanda por la escucha es también estrategia de resistencia, de agenciamiento y de subversión, y el tipo de reclamo ético, por tanto, que proviene de aquel lugar que irrumpe con su audibilidad forzando a desorganizar el régimen de lo estético que busca hacerlo inaudible.
Comienzo entonces por traer a colación dos citas que me han parecido hasta ahora muy esclarecedoras, y me han motivado justamente a explorar estas posibilidades de encuentro entre ambos análisis.
La primera es una cita de Gabriel García Márquez (1982) en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura. En su señalamiento de lo que yo interpreto, a grandes rasgos, como una descripción de las condiciones estéticas y epistemológicas de la situación histórica poscolonial -y de la "colonialidad del saber" que la acompaña12- nos dice el nobel colombiano:
Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no solo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza (...) Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad. (Énfasis mío)
La cita es particularmente esclarecedora porque conecta con uno de los elementos que he descrito hasta ahora como centrales para el problema de la escucha en el caso del trauma. Cuando García Márquez señala que "el nudo de nuestra soledad" no es -como suele representarse en versiones romantizadas de la situación latinoamericana- el exceso de imaginación en la interpretación de nuestra realidad, sino, al contrario, la insuficiencia de recursos o categorías para que dicha "realidad desaforada", poblada de "incontables muertes cotidianas", pueda ser aprehendida, apunta a aquello que he descrito más arriba con el proyecto de gramáticas de la escucha: la necesidad de producción de marcos de sentido que hagan audibles/legibles lo que de lo contrario corre el riesgo de permanecer inaccesible a la memoria y quedarse también, con ello, por fuera del archivo histórico, debido a su naturaleza sin precedente y al hecho de que lo que designa no encuentra aún sentido en el lenguaje "convencional".
La cita introduce no obstante un elemento adicional que se muestra igualmente crucial para la pregunta por la escucha: el problema de la audibilidad no es solo una cuestión de legibilidad, señala García Márquez, sino de credibilidad. El "nudo de nuestra soledad" no proviene exclusivamente de la falta de recursos convencionales para nombrar un tipo de violencia que, en tanto colonizadora, se asegura justamente de reducir, si no de obliterar, los mecanismos que puedan señalarla y hacer visible su capacidad de silenciar13. Esto trae además como una de sus consecuencias más devastadoras el que las vidas que quedan designadas para la colonialidad como vidas prescindibles son también, a su vez, vidas que resultan increíbles; esto es, cuyo estatus como relato aparece más cercano a la imaginación que a la realidad, quedando por fuera, con ello, de la posibilidad de su indexación histórica.
Este énfasis en la cuestión de la credibilidad, por tanto, exige una desviación de los criterios de veracidad y verificabilidad, los cuales, en el caso de las borraduras históricas operadas por la colonialidad, se convierten no solo en el obstáculo más evidente para la construcción de conocimiento histórico, sino en un modo de violencia epistémica que acalla nuevamente lo que la violencia histórica ha destruido (f Dotson, 2011). El nudo de nuestra soledad del que habla García Márquez es también el aislamiento que resulta de esta violencia epistémica, que redobla lo excesivo de una violencia que no se deja del todo contar (en los múltiples sentidos que tiene esta palabra para nosotros, pues al no poder contarla, tampoco cuenta). Producir gramáticas de la escucha en este contexto significa entonces producir modos de rememoración y posibilidades de indexación histórica cuyo criterio no sea la verificación del pasado y la dependencia del archivo, sino la apertura en el presente de un espacio de credibilidad para la producción de un pasado que aún no ha sido elaborado.14
La segunda es una cita de Frantz Fanon que nos recuerda no solo lo estructural del problema que García Márquez trae a colación en su reflexión, sino el tipo radical de exclusión -o mejor, de inclusión por exclusión- que trae consigo la lógica racista colonial (combinación que, a propósito, si somos consistentes con Fanon, es un pleonasmo: no hay colonialismo sin racismo y no hay racismo sin una lógica colonial que lo sostenga y reproduzca como garantía de su propia supervivencia (cf. también Quijano 2014, p. 203 y ss.)). Dice Fanon(1952 [2009]):
Hay una zona de no-ser, una región extraordinariamente estéril y árida, una rampa esencialmente despojada [...] En la mayoría de los casos, el hombre negro [sic] carece de la posibilidad de poder llevar a cabo el descenso a los verdaderos infiernos. (p. 42. Traducción modificada)
El drama del sujeto racializado/colonizado es justamente no tener siquiera el privilegio de escoger su propio descenso a los infiernos. Para ello, para acceder al infierno, se requiere poder nombrar el horror: habitar la zona ontológica que permite acceder al lenguaje, a las categorías que lo nombran, lo comprenden y lo hacen legible. Cuando el horror no es aún nombrado, cuando no hay aún categorías para referirse a la propia condición, o cuando todas ellas son impuestas por el mismo tipo de lógica que coloniza los mecanismos de producción de sentido, se habita en una "zona de no-ser". La radicalidad de esta afirmación debe ser tomada lo suficientemente en serio. Porque trabajar en los límites de la ontología, o mejor, desde el lugar mismo de su colapso, como lo propone Fanon, requiere reconocer la necesaria dislocación de toda categoría que, en complicidad con la historia de la colonialidad, ha hecho posible la zona del no-ser (y la requiere, a la vez, como condición de posibilidad).
El ser y la nada (Sartre), nos dice Fanon, no resultan en absoluto suficientes para dar cuenta de la condición del sujeto colonizado; o, para decirlo más ampliamente con Quijano, no resultan en absoluto suficientes para dar cuenta de las lógicas y operaciones de la colonialidad -colonialidad que no es solo la del poder, ni la del ser, sino la del lenguaje, como aprendemos muy pronto con Fanon; una colonialidad, por lo tanto, que se mueve también (y quizás sobre todo) a nivel estético y corporal. Se trata de una zona suspendida por fuera de toda posible ontología, insiste Fanon (1952[2009]):
toda ontología se vuelve irrealizable en una sociedad colonizada [...] Hay, en la Weltanschauung de un pueblo colonizado, una impureza, una tara que prohíbe toda explicación ontológica. Quizá se nos objete que es así también para todo individuo, pero eso sería enmascarar un problema fundamental. La ontología, cuando de una vez por todas se admite que deja de lado la existencia, no nos permite comprender el ser del negro. (p. 111)
El punto es entonces cómo subvertir esta condición. Cómo concebir aquello que Fanon llama la descolonización del sujeto precisamente desde esa impureza que puede ser comprendida, a la vez, como profundamente alienante y punto de partida para la emancipación. Regreso a la primera cita de Fanon más arriba porque hay algo esencial allí que he omitido intencionalmente en mi primera referencia a ella: "Hay una zona de no-ser, una región extraordinariamente estéril y árida, una rampa esencialmente despojada, desde la que puede nacer un auténtico surgimiento" (p. 42. Traducción modificada y énfasis mío). El lugar de la más radical colonización es también el punto de partida de la resistencia y la emancipación. La tarea, no obstante, no debe interpretarse aquí como la posibilidad de acceder finalmente a la "zona del ser" para dar cabida a aquello que ha quedado desde siempre constitutivamente excluido de ella. La zona del no ser no puede ser entendida y quedar reducida a ser solo negación (y, por tanto, como Fanon quiere resistirse a aceptarlo, susceptible de ser "dialectizada"), y no radical exclusión, de los marcos de sentido que sostienen y perpetúan la operación colonial. Por ello, cualquier tarea de descolonización debe estar, más bien, encaminada a la reconfiguración radical de las categorías que fundan y se encuentran en la base de los criterios de existencia y legibilidad. Tal parecería ser la única salida posible frente a un tipo de violencia ontológica que obliga a reinventar las condiciones mismas de posibilidad del sentido, allí donde la violencia no solo las ha destituido y tornado obsoletas, sino que ha introducido algo radicalmente otro al que busca negarle, por todos los medios, cualquier acceso a la comprensión.
Frente a la paralización que dicha zona límite corre el riesgo de inducir en el proceso de comprensión -y con ello, en el proceso de hacer inteligibles, audibles, creíbles, aquellas vidas que habitan, tomándose en serio a Fanon, por fuera del régimen de lo posible- es necesario, por tanto, en palabras de Axelle Karera, la inauguración de una "zona (im)posible de invención radical" (en prensa; la traducción es mía). Y continúa:
Lo que la invocación fanoniana de una "nueva humanidad" nos enseña, es que el permanente trabajo de transformación política no es el proyecto de una clarificación retroactiva mediante la cual son restauradas a sus sentidos más propios categorías socio-políticas que han sido éticamente corrompidas. [...] Para Fanon, la transformación política es la tarea casi-imposible de introducir invención en la existencia.
Ahora, es necesario tener mucho cuidado con el modo como se interpreta esta posibilidad de "invención". Entender la descolonización como una operación puramente emancipatoria -y emancipatoria pura-, como si pudiéramos aún presuponer un sujeto soberano, transparente para sí mismo, capaz de elevarse por encima de las condiciones materiales que lo determinan y socavan, es olvidar el corazón del análisis de Fanon y lo brillante de su diagnóstico. No hay en Fanon algo así como un "auténtico" ser negro a ser recuperado más allá y por fuera de la violencia que le constituye y le hace posible, en su subjetividad "impura" y "lodosa". Tampoco hay allí una historia ni una narrativa progresivas, dialectizables, que pasen de un proceso de negación a uno de recomposición -incluso allí cuando, como lo destaca Karera, la lucha emancipatoria y descolonizadora requiera estratégicamente de la "reivindicación nostálgica de un pasado irrecuperable". No hay, continúa Karera, "en el horizonte un proceso diferido de des-encubrimiento precisamente porque no hay rostro detrás de la máscara".
La descolonización entonces no debe ser entendida en el caso de Fanon como este proceso progresivo de desencubrimiento o de revelación/recuperación de un pasado perdido. Si hay una relación con el pasado, es porque este debe ser producido, 'inventado', desde el presente. Si hay una relación con la memoria, es porque esta debe ejercerse como resistencia a aquello que ha acontecido y ha sido normalizado. Invención de la historia y resistencia de la memoria -cada una en el doble sentido del genitivo- surgen aquí entonces como los dos mecanismos descolonizadores por excelencia. O, como me gustaría presentarlo aquí, como dos estrategias que apuntan a la descolonización de la escucha en tanto productora de memoria e historia, y a la apertura, con ello, de gramáticas descoloniales capaces de subvertir el control que la violencia colonizadora ejerce sobre las condiciones de producción de sentido y las estructuras de su propia representación.
Dos referencias breves a los modos como estas ideas cobran forma como estrategias descolonizadoras, dado que el desarrollo detallado de las mismas deberá quedar para una futura reflexión:
Por un lado, en relación con la idea de una invención del pasado -en el doble sentido del genitivo, esto es, como producción en el presente de un pasado que no ha sido aún elaborado y como la acción inventiva que el pasado ejerce sobre el presente- cabe destacar lo que Miguel Gualdrón (2019) rescata en su trabajo sobre Édouard Glissant: el problema de la situación colonizada es justamente -regresando a la formulación paradójica de la experiencia traumática- el encuentro entre un exceso y una ausencia de historia. Se trata de una situación en la que el pasado no solo pesa y acecha obsesivamente al presente, sino que lo hace justamente en tanto hay una ausencia de historia, de memoria de dicho pasado, que no tiene otra forma de ser y de ser recuperado que ser poéticamente 'inventado', imaginado, como mecanismo de reivindicación. Aquí se hace clave también el llamado de Saidiya Hartman a la necesidad de inventar aquello que el archivo no puede nombrar, que ningún resto puede contar, y que ninguna memoria, en cualquier caso, puede llegar a redimir (cf.Hartman, 2007, p. 116). Así también propone Gualdrón interpretar esa idea glissantiana de una "visión profética del pasado" como mecanismo descolonizador: aquí la invención no se opone a la historia, sino que por el contrario la actualiza, resistiéndose con ello a los olvidos estructurales de la violencia colonial.
La idea de una resistencia de la memoria, por el otro lado, coincide con lo que Rocío Zambrana (2019) ha descrito también como la labor descolonizadora de la memoria en el presente: si a lo que estamos atendiendo no es solamente a la violencia colonizadora, sino a su extensión en las lógicas y la operación de la colonialidad, de lo que se trata también es de reconocer, como también lo dice Hartman (2007), que "el pasado no ha pasado aún [the past is not yet over]" (p. 18). Escribe Zambrana (2019):
El presente es el pasado. Toca tornar el presente en pasado. Esa gestión requiere no solo hacer memoria escribiendo la historia de las vidas que sufrieron esa violencia originaria en su singularidad […] Hacer memoria es atender las vidas que hoy viven las modalidades de esa violencia. Atender requiere desmantelar el mundo fundado por esa violencia radical, tornar inoperante la efectividad de ese pasado que es el presente. Requiere, en fin, deshacer los modos de vincular -institucionales, normativos, perceptuales, libidinales- que articulan ese mundo, que reinstalan esa violencia originaria en el presente.
Se trata, con Zambrana, de una resistencia de la memoria entendida también, aquí, de manera estratégica, en el doble sentido del genitivo: esto es, por un lado, como una resistencia de la memoria (en clave psicoanalítica) a recordar lo que fue, a tratar el pasado como 'pasado', y a aceptar lo sucedido como historia a ser recordada, y, por el otro, como una modalidad de la memoria que se ejerce en el presente como acto de resistencia, reclamando la desmantelación de ese pasado que, en su captura del presente, lo satura con la operatividad de sus violencias.
En ambos casos, aquello que se requiere para dichas operaciones desarticuladoras, descolonizadoras, es precisamente, entre otros, de la producción de otras gramáticas, capaces no solo de escuchar y hacer escuchar lo que ha sido borrado, silenciado, obliterado por la violencia, sino de hacer legibles las operaciones de su interrupción y subversión.15 Aquí yace la diferencia clave entre la recolección archivística, dependiente de cierta noción de verdad como verificación, y la idea de una memoria entendida como el acto de "hacer creíble" lo que de lo contrario permanece completamente inaudible. Tal es el giro que García Márquez propone de la verificabilidad a la credibilidad como criterio central de la producción de sentido: en el que la verdad no es algo a ser probado, sino la posibilidad de una apertura al acto mismo de producción/invención de las estructuras que hacen posible su comunicación - con todas las interrupciones, contradicciones, subversiones que pueden llegar a venir de la mano de una voz que, hablando desde la zona del no-ser, se ve confrontada con la tarea de buscar, crear, instaurar las gramáticas que la hagan audible.
Si hasta ahora, entonces, mi proyecto de gramáticas de la escucha se había concentrado en pensar la posibilidad de una memoria capaz de -parafraseando a Glissant (1964)- "prestar oído a la ausencia de voz" (pp. 304-305), un análisis de la colonialidad, y de los retos particulares que vienen con sus propios silenciamientos, reclama pensar más allá en la posibilidad de una escucha de aquello que la historia, como dice Zambrana, debe desarticular en el presente; donde el acto de escuchar y de hacerse escuchar es a la vez el acto de producir un mundo que no fue y debió llegar a haber sido. Gramáticas de la escucha entonces también como la articulación de marcos de sentido que nos permitan acceder a esta cara ética tanto de la historia como de la memoria: la demanda ética por reclamar una memoria de aquello que no tendría que haber sucedido. Esto es, la resistencia que la memoria debe ejercer a admitir la violencia y sus formas radicales de destrucción -una resistencia, en un registro psicoanalítico, si se quiere, a admitir el mundo tal y como es- y una capacidad de imaginar y producir lo otro posible, y con ello, de "guardar la memoria de otra realidad" (Pare, 2019, p. 235). Quizás sea este, en última instancia, como creo que nos lo enseñan tanto García Márquez como Fanon, el gesto descolonizador por excelencia.