EL CASO: UN TEATRO DE LO ATROZ
El 18 de febrero de 2000, un grupo de 450 paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), armados hasta los dientes, incursionó en El Salado -corregimiento del Carmen de Bolívar. Aunque la masacre duró varios días (del 16 al 21 de febrero), y cobró un saldo de 61 víctimas mortales, el 18 de febrero se puede decir que El Salado vivió un teatro real de lo atroz. Ese día, un helicóptero sobrevoló desde bien temprano, disparó sobre algunas casas y asesinó al primer campesino. A eso de las 9:00 a.m., los paramilitares entraron por tres de las cuatro vías que permiten el acceso al caserío: un grupo llegó desde San Pedro, otro desde Zambrano y el tercer grupo incursionó desde el Carmen de Bolívar. El Tigre (John Jairo Esquivel), un paramilitar que dirigía la escuadra que venía de San Pedro, y quien en su camino hacia El Salado sembró el terror en Canutal, Canutalito y Flor de Monte, gritaba: "Nojoda, hijueputa, salgan parranda de guerrilleros que todos se mueren hoy"1. Y es que este pueblo, metido adentro en los Montes de María, por una serie de eventos infortunados se había ganado la fama de ser un pueblo guerrillero. En una guerra degradada moralmente como la que se libraba en Colombia, el estigma de 'guerrillero' convertía a su portador, automáticamente, en un blanco militar; es decir, lo hacía matable y/o masacrable.
Los que se quedaron aquel día, que eran alrededor de 200 saladeros, fueron reunidos en la cancha principal, al lado de una pequeña iglesia blanca y junto a dos pozos. El mismo lugar donde la comunidad se congregaba para sacar agua en las mañanas y a departir en días de fiesta. El sol era inclemente. Los hombres fueron acomodados cuidadosamente a un lado y las mujeres al otro. Y sin más preámbulos, los paramilitares iniciaron la función. La cancha sirvió como escenario y el público, los mismos saladeros, fue obligado a presenciar una orgía de goce y exceso. Los números y las escenas se caracterizaron por la variedad: jóvenes empaladas, ahorcamientos, ancianos asesinados a golpes, desmembramientos, apuñalamientos, asfixia con bolsas plásticas, violaciones. El espectáculo cruento ocurría bajo el sopor húmedo del mediodía. Cada vez que ahorcaban o degollaban a alguien, un grupo de los uniformados, y a modo de banda sonora, tocaba instrumentos musicales de la Casa de Cultura. En poco tiempo, un ambiente de fiesta y música alternaba macabramente con las ejecuciones. También sacaron los equipos de sonidos a las calles polvorientas, mientras tanto, algunos paramilitares bebían y comían como en una feria.
Algunos desertores de la guerrilla fueron obligados a señalar, a cambio de salvar sus propias vidas, quiénes eran guerrilleros y quiénes no. Otros lo hicieron voluntariamente. Y otros eran miembros de antiguos grupos paramilitares locales que conocían el territorio y revindicaban viejas venganzas familiares. Este acto deíctico y acusatorio era suficiente para realizar la ejecución sin mediación. Un modo curioso y perverso de ejercer el viejo derecho soberano de muerte. Otras víctimas fatales fueron escogidas al azar a través de rifas o sorteos. En aquel montaje todo estaba dispuesto para instigar, mortificar y hacer sentir una sensación insoportable de muerte.
De algún modo, todos los saladeros estaban llamados a ser parte de una puesta en escena donde el poder soberano-paramilitar vencía y humillaba en demasía a la guerrilla. Como advirtió El Tigre, ese día todos estaban virtualmente muertos. Los que no fueron seleccionados, además de presenciar la crueldad, tuvieron que observar cómo los cuerpos, esparcidos en la cancha, poco a poco se fueron inflando hasta volverse irreconocibles. Hijos, esposos, familiares, vecinos se desfiguraron monstruosamente por la inclemencia del trópico y empezaron a componer una instalación dantesca. Al final, atraídos por el hedor, una multitud de cerdos llegó del monte a beber la sangre y a despedazar las carnes hinchadas. La función terminó en la tarde del 18. Los cadáveres permanecieron toda la noche de ese día esparcidos en el suelo, porque los comandantes militares prohibieron derramar una lágrima o enterrarlos. Varias víctimas refieren, antes del final de la función, una llamada de radio. Una voz metálica y cacofónica dijo: "se pasaron de piña, mataron mucha gente".
Al día siguiente, antes de salir, el escuadrón dejó la orden expresa de abandonar el pueblo a todos. Los paramilitares salieron por un costado y, en cuestión de una hora, la Infantería de Marina entró por el otro. Los sobrevivientes hicieron cuatro fosas comunes. A la carrera y sin tiempo para la congoja enterraron los muertos. Tres volquetas viejas, llenas con cajas, chécheres, personas y gallinas, vaciaron completamente un pueblo que otrora fue próspero y pujante gracias al cultivo de tabaco.
INTRODUCCIÓN
En El Salado, los cuerpos de las víctimas no solo fueron marcados, castigados y obligados a moverse según las determinaciones de un poder autoritario y militar. De hecho, esos cuerpos fueron violados, torturados, mutilados y asesinados. Es decir, fueron reducidos a su condición más inerme. En el caso de los cadáveres, inclusive, fueron transformados en objetos abyectos y malditos; piezas de utilería de una instalación del terror. Ante la pregunta de Baruch Spinoza ¿qué puede un cuerpo?, en la masacre de El Salado -aquel 18 de febrero-, desde la posición de las víctimas, la respuesta tajante es nada. En esto se deja ver el exceso y la desmesura que caracteriza el caso. Adriana Cavarero (2009), que ha entendido la violencia extrema como el factor determinante y diferenciador entre el movimiento (temblar y huir) o la parálisis total (agarrotamiento) de un cuerpo, dice:
Como atestiguan sus síntomas corpóreos, la física del horror no tiene que ver con la reacción instintiva frente a la amenaza de muerte. Más bien tiene que ver con la instintiva repulsión por una violencia que, no contentándose con matar, porque sería demasiado poco, busca destruir la unicidad del cuerpo y se ensaña en su constitutiva vulnerabilidad. Lo que está en juego no es el fin de una vida humana, sino la condición humana misma en cuanto encarnada en la singularidad de cuerpos vulnerables. (p. 25. El acento es mío)
El exceso no señala solo el número de muertos o la sevicia que acompaña la incursión. Tampoco la relación del poder con la vida y la muerte, siempre disimétrica. El exceso acá se dirige, más bien, a la acción extrema por la cual un cuerpo es privado de cualquier potencia y capacidad, de cualquier reacción. Gonzalo Sánchez, director del Centro Nacional Memoria Histórica hasta 2018, en la introducción al informe sobre la masacre de El Salado, Esa guerra no era nuestra, afirmó: "En la masacre de El Salado se escenifica el encuentro brutal entre el poder absoluto y la impotencia absoluta" (Informe CNMH, 2009, p. 13).
En lo que sigue, usando El Salado como ejemplo2, trataré de caracterizar esta versión de la soberanía3 -este poder paralizante, con pretensiones de totalidad, que se ensaña sobre cuerpos vulnerables. Dos cuestiones me servirán de guía: ¿cuál es la mecánica o tecnología que hace posible esta relación disimétrica y absoluta de cuerpos? y ¿por qué este modo específico del poder soberano, no satisfecho con el aniquilamiento, busca representar espectacularmente dicha relación de dominación? Ante la primera cuestión, propongo ver el exceso como formando parte de planes, estrategias territoriales y formación militar. Quiero traer una alternativa a la perspectiva que habla del exceso como un arrebato de locura sin más o como lo otro irrepresentable. Frente a la segunda pregunta, intento revisar las condiciones del teatro soberano, y su modo llamativo de autorrepresentarse en las masacres de este tipo. Conecto el aspecto esperpéntico de la soberanía con el mandato de masculinidad.
PLANES, ESTRATEGIAS Y FORMACIÓN
Una carnicería calculada
¿Qué es un suplicio? "Pena corporal, dolorosa, más o menos atroz", decía Jaucourt, que agregaba: "es un fenómeno inexplicable lo amplio de la imaginación de los hombres en cuestión de barbarie y crueldad". Inexplicable, quizá pero ciertamente no irregular ni salvaje. El suplicio es una técnica y no debe asimilarse a lo extremado de un furor sin ley. (Foucault, 2016, pp. 42 y 42)
Cuando se está frente a situaciones límite como las de El Salado hay una tentación, apenas natural, a referirse a una violencia que rebasa todas las categorías de comprensión. Es decir, desde cierta perspectiva, no contaríamos con las palabras suficientes para hablar de lo que pasó, ya que el exceso se presenta como lo imposible. Esta línea de análisis se interesa por el aspecto más traumático de la masacre, es decir, la vivencia de horror a la que fueron expuestas las víctimas. Desde esta perspectiva, no es nimio que muchos de los que fueron obligados a presenciar la carnicería humana, para referirse a los hechos, dicen "cuando aquí sucedió lo que sucedió" o "cuando pasó lo que pasó". Por una experiencia de dolor intensa, los cuerpos de los sobrevivientes que, de algún modo vieron a la Gorgona de frente, quedan petrificados e imposibilitados para decir algo del episodio profundamente doloroso. Es una forma de hablar de un poder que cercena la potencia de los cuerpos; el trauma condena a una repetición dolorosa, fija el tiempo, el movimiento y la pena. Son cuerpos que permanecen agarrotados, fijados, sin paso del tiempo. Y en este efecto paralizante se vislumbra el carácter mórbido que puede adquirir la violencia soberana, la cual extirpa toda posibilidad y alternativa.
Ahora bien, también hay que tener cuidado con el abuso de este tipo de discursos que apelan a lo irrepresentable. Estas narrativas pueden ser usadas en favor de los intereses de los que aún les deben la verdad a las víctimas. Por dar un ejemplo, en la conmemoración de los veinte años de la masacre, en una reunión de algunas mujeres sobrevivientes de El Salado con Úber Bánquez (Juancho Dique), en el contexto de los actos que la Comisión de la Verdad organizó para recordar la masacre, el exparamilitar dijo lo siguiente:
Yo mismo me pregunto ¿qué pasó en El Salado? Eso fue algo catastrófico, parecía que íbamos a acabar con toda la población cuando las cosas se salieron de control. Yo era un mando medio, eran 400 hombres y los comandantes reales están muertos, los que estamos dando la cara somos poquiticos. (Luque y Ariza, 2020)
Apelar a una locura desbordada, a un 'fuera de control', en situaciones específicas, curiosamente, además de ser útil a los intereses del victimario, suaviza y mitiga el componente más técnico del poder; es decir, la planeación y la ejecución minuciosa que tuvieron este tipo de masacres. Digamos algo desde esta mirada que podría llamarse tecnológica (que atañe a los procedimientos, las prácticas, los saberes y las especializaciones). El Salado, como otras masacres paramilitares, respondió a un plan y a una estrategia definida. Gonzalo Sánchez habla de una "ingeniería del terror" (Informe CNMH, 2009, p. 15). Aunque no hay mucha información sobre los detalles de la organización de la matanza, es difícil obviar, cuando se revisa el caso, una disposición institucional, económica y militar de la operación. Sin esto no se puede entender cómo se transportó, alimentó, hospedó y prestó servicios de salud a un ejército de 450 hombres. Lo poco que se sabe es que la masacre fue organizada unos meses antes en la finca El Avión, ubicada en zona rural del municipio de Sabana de San Ángel del departamento de Magdalena. La reunión fue presidida por Salvatore Mancuso y Rodrigo Tovar Pupo (Jorge 40). Ambos jefes del Bloque Norte de las AUC. Carlos Castaño no pudo estar presente, por lo cual envió a un delegado, su cuñado John Henao (H2) (Informe CNMH, 2009, p. 24). Varias víctimas afirman que, unos días antes de la masacre, un helicóptero sobrevoló el lugar y, al parecer, fue obligado a aterrizar por la Infantería de Marina. En el helicóptero iría Jorge 40 y otro hombre del que se desconoce su identidad hasta el día de hoy. Se estima que esta acción buscaba hacer un reconocimiento de la zona y ultimar detalles de la incursión.
Hay otro ejemplo que brilla por el grado de medición y pla-neación. Dos años antes de El Salado, el 21 de octubre de 1997, ocurrió la masacre de El Aro, corregimiento de Ituango, un caserío de páramo en el norte de Antioquia, ubicado en una falda del Nudo de Paramillo. Javier Arboleda García fue el primero que escribió sobre esta masacre con lujo de detalle para el portal Verdad Abierta, antes de Justicia y Paz. Dice el periodista:
La masacre, planeada varios días antes, lejos de allí, había empezado tres días antes, y duró cuatro días más. La cometieron 150 hombres de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), también conocidos en la región como los 'Mochacabezas'. Con toda la parsimonia del caso, como a sabiendas de que nada les impediría su carnicería calculada, cazaron, torturaron y vejaron a sus 17 víctimas, quemaron 42 de las 60 viviendas, se robaron 1.200 reses y forzaron a 702 habitantes a salir huyendo para salvar la vida. (Arboleda, 2008)
El periodista usa el adjetivo "calculada" para calificar una matanza excesiva. Esta aparente paradoja (la que vincula la medición y lo esperpéntico) apunta con precisión a lo que quiero insinuar acá: el exceso, en ejemplos como El Salado o El Aro, está inscrito en un plan. Según expedientes judiciales y Justicia y paz, la masacre de El Aro, se planificó en semanas previas en una finca cerca de La Caucana, corregimiento de Tarazá, en el Bajo Cauca antioqueño. El testimonio de Francisco Enrique Villalba Hernández, alias Cristian Barreto, uno de los jefes que lideró la incursión y que se entregó atormentado por la culpa algunos meses después de la acción, deja en claro que Carlos Castaño y Salvatore Macuso, junto con algunos militares de alto rango (de los que no se ha podido establecer su identidad), se reunieron a planear cada detalle del recorrido, los actos de horror, el exterminio y el ulterior desplazamiento.
Según Villalba Hernández, el gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, estuvo presente en una reunión posterior en la que celebró el éxito de la operación y condecoró a los jefes paramilitares. Esta versión toma fuerza por los testimonios que hablan de un helicóptero, muy parecido al de la Gobernación de Antioquia, que apoyó a los paramilitares. La aeronave habría sobrevolado el pueblo mientras ocurría lo peor. También se dice que el hermano de Uribe Vélez -Santiago- prestó una docena de hombres de su ejército privado. Todas estas versiones no han podido ser demostradas en Justicia y Paz. La falta de claridad de la información deja ver el carácter espinoso y también político de lo que atañe a la verdad sobre las masacres paramilitares que sucedieron en el cambio de siglo en este país; un asunto con el que lidia la actual Comisión de la Verdad.
Es importante, antes de avanzar, decir algo sobre ¿quién es Francisco Enrique Villalba Hernández o Cristian Barreto? Siguiendo a Carl Schmitt, la pregunta fuerte de la soberanía es la de su aplicación concreta. Es decir, el asunto de quién es el sujeto soberano en una situación límite; esta es la razón de que el concepto de soberanía sea, esencialmente, "un concepto límite" (Schmitt, 2009, p 13). El periodista Javier Arboleda García, en la misma columna de arriba, basado en la indagatoria que el exparamilitar hizo en los juzgados de Derechos Humanos de Medellín, hace el siguiente retrato del señalado:
"Degollé a una muchacha con un machete", le dijo Villalba Hernández al fiscal al que le rindió la primera indagatoria, el 16 de febrero de 1998, tres días después de entregarse presionado por las pesadillas que no lo dejaban dormir y que repetían, una y otra vez, los gritos de sus víctimas. El cuerpo de la mujer jamás apareció. El paramilitar, una de las personas que comandó la incursión, contó que era ducho en el arte de matar, desde su ingreso a las autodefensas, en el año 94, cuando lo contrataron como escolta de un jefe paramilitar de Sincelejo (Sucre), donde nació el 6 de mayo de 1972.
Adquirió la destreza en la finca El Tomate, en el Urabá an-tioqueño, con instructores como Carlos Mauricio García, conocido como 'Rodrigo Doble Cero', quien comandó el disidente y extinguido bloque Metro de las Autodefensas y quien fuera asesinado por sus antiguos compañeros el 28 de mayo de 2004 en Santa Marta. A Villalba Hernández le enseñaron a manejar armas, pero sobre todo a matar y el entrenamiento lo cumplió con personas vivas que traían de otras regiones del departamento por sus supuestos nexos con la guerrilla. La idea era "degollarlas, quitarles un brazo o abrirlas".
[...] A El Aro, Villaba Hernández llegó como comandante de un grupo de 22 personas, que se encargó de la retaguardia, mientras adentro 'Cobra' y 'Junior', los dos principales jefes, ordenaban a sus hombres buscar a los supuestos guerrilleros que aparecían en la lista. Un año después de relacionar el nombre de Álvaro Uribe con la masacre de El Aro, Villalba Hernández fue asesinado en zona semirrural de La Estrella, al sur de Medellín, mientras gozaba de casa por cárcel, en abril de 2009. (Arboleda, 2008)
Antes de cerrar este apartado sobre la planeación hay otro ejemplo que es difícil pasar por alto. Se trata de la masacre de Mapiripán, ocurrida entre el 15 y el 20 de julio de 1997 -en el municipio del mismo nombre del departamento del Meta y que cobró la vida de 49 personas. Lo interesante del caso es el proceso preparatorio antes del exterminio. En 2011, la Fiscalía, en el contexto de Justicia y Paz, y luego de la investigación judicial y de los testimonios de varios exparamilitares, pudo hacer un bosquejo bastante preciso de la situación. Al parecer, el escuadrón se reunió un mes antes en la finca Brasil (ubicada en vereda La Cristalina, a dos o tres horas del casco urbano de Puerto Gaitán), propiedad del zar de las esmeraldas Víctor Carranza. Allí también llegaron hombres que volaron desde Urabá para reforzar la operación. En la finca recibieron un entrenamiento focalizado en técnicas de ataque y llegada por río. Efraín Pérez Cardona, alias Eduardo 400, fue el encargado de instruir y dictar los cursos. Hubo cursos de combate, y alias Pataplum enseñó armas y explosivos. Finalmente, de la finca salieron el 3 de mayo con dirección a Puerto Alvira y el 4 de mayo ocurrió la masacre -una de las más grandes y sanguinarias de la historia del Meta (Verdad Abierta, 2011).
APRENDER A DAR MUERTE Y DESMEMBRAR UN CUERPO
Llamo pedagogías de la crueldad a todos los actos y prácticas que enseñan, habitúan y programan a los sujetos a transmutar lo vivo y su vitalidad en cosas. En ese sentido, esa pedagogía enseña algo que va mucho más allá de matar, enseña a matar de una muerte desritualizada, de una muerte que deja apenas residuos en el lugar del difunto. (Segato, 2018, p. 13)
Para adquirir la destreza de matar y hacer uso del terror se hace pertinente un dispositivo de instrucción. Arriba se vio cómo Villalba Hernández fue entrenado en la finca El Tomate y tuvo de profesor a Rodrigo Doble Cero, y también se acaba de ver cómo la finca Brasil funcionó como cuartel de entrenamiento antes de la masacre de Mapiripán. Si esta práctica -la que incapacita un cuerpo o la que remata el cadáver- "se extiende en el tiempo y el espacio tiende a una especialización de las tareas, como ocurre en cualquier actividad humana" (Sémelin, 2013, p. 276). Cuando hablamos de la máquina de guerra paramilitar, existió un conocimiento especializado de lo corpóreo: técnicas de terror, procedimientos anatómicos, manejo de residuos biológicos, habilidades para atemorizar y causar persuasión afectiva.
¿Cómo se hace alguien ducho en el arte de matar y experto en reducir un cuerpo a su mínima potencia?, ¿cómo alguien hace de la muerte, el terror y el desmembramiento su trabajo? En el caso del paramilitarismo, la respuesta señala a una decena de escuelas de formación y entrenamiento. Han sido llamadas, genéricamente, escuelas de la muerte. Uno de sus diseñadores e instructores fue José Efraín Pérez Cardona, alias Eduardo 400 -el mismo que entrenó al escuadrón que incursionó en Mapiripán. El exjefe del bloque Centauros, en versión libre del 27 de octubre de 2009, de Justicia y Paz, suministró información valiosa que permite atisbar algunos elementos fundamentales de la tecnología que estaba a la base de esta forma de necropoder (Ver Verdad Abierta, 2009).
Nombres como La 35, Acuarela, Trapos sucios, Cámbulos y Tomate aluden a una época, de la guerra reciente, en la que la atrocidad hacia parte de un currículo perverso. Las escuelas tenían, en principio y de un modo general, dos fines: 1. formar política o ideológicamente y 2. entrenar militarmente para una guerra rural contrainsurgente. La mayoría fueron creadas entre 1997 y 1998, y tuvieron como precedente el programa de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), creado a finales de los ochenta e inicios de los noventa por la familia Castaño. Los alistamientos podían durar desde tres semanas hasta dos meses. Recibían clases de brújula, cartografía, técnicas de combate, vigilancia, etc. En los cursos de ideología paramilitar se hablaba de valores como la patria, el respeto, la familia y el honor. Es relevante mencionar que varios de los profesores eran exmilitares retirados y formados, a su vez, en cursos de contraguerrilla4 (Ver Verdad Abierta, 2009).
La variedad de fincas coincide con jerarquías, con agregados de estructuras regionales y formaciones específicas. Por ejemplo, en la finca Acuarela (cerca de la vereda el Tomate, en el norte de Antioquia) se daba formación a mandos medios; de ahí el nombre, ya que se trabajaba con los "cuadros". Su director fue Doble Cero desde 1998. Pérez Cardona contó que esta escuela élite ('Acuarela') recibió soldados con capacidad de liderazgo. Entre sus estudiantes destacados nombró a alias Cuchillo, quien fue enviado desde Guaviare, Careloco y Choroto, enviados por los Buitrago desde Casanare. Los tres fueron luego temidos y respetados comandantes paramilitares.
También hubo escuelas adscritas a bloques específicos. El caso más vistoso es el del Bloque Metro, con jurisdicción en la ciudad de Medellín, con incidencia en gran parte de Antioquia y el Magdalena Medio. La organización daba cursos para técnicas en la ciudad y técnicas en el campo de acuerdo con la necesidad. El Bloque Metro tuvo un circuito de fincas dispuesto para estos fines formativos: Alcatraz, situado cerca de San Carlos, La base de la pantera, en la vereda La Granja, jurisdicción de San Rafael, y en la vereda Tesorito. Pérez Cardona agrego: "Hubo otros lugares no tan conocidos, pero que también fueron sedes de formación, se ubicaron en la vereda Caracol, municipio de Angelópolis, y en el sector de Ventanas y en El Tomate de San Pedro de Urabá, conociéndose como 'La 35'" (Verdad Abierta, 2009).
Las escuelas no se limitaron a instrucción militar. Juan David Sierra Ocampo, un joven reclutado en una comuna de Medellín, conocido como Bomba, en indagatoria de Justicia y Paz, dio información valiosa sobre las jornadas de formación. "Formamos de 5:30 a 6:30 a.m. con el comandante al frente mirando que los muchachos sí lo estuvieran haciendo bien. Y a los que no cumplían con las reglas, los asesinaban en las filas" (La Opinión, 2020). Bomba estuvo en un centro de formación que se llamó Corazón; la finca se llamaba así en homenaje a un ideólogo paramilitar asesinado por las FARC. El amedrentamiento constante era la estrategia pedagógica usada para los futuros guerreros. No solo eran amenazas formativas, en no pocas ocasiones, el espacio pedagógico se confundía con la guerra real (La Opinión, 2020).
Quien no podía seguir las órdenes era asesinado en filas, y los que no aguantaban las largas jornadas eran castigados en el 'hoyo' -un dispositivo de castigo que consistía en una excavación húmeda de tres metros de profundidad, llena de insectos y serpientes, y donde tiraban restos de comida. Algunos cadetes pasaban días allí. Bomba dice que Mario Pistolas "en la formación los hacía pasar al frente, los tildaba de incapaces y les preguntaba, en medio de un trato denigrante y humillante, ¿por qué no podían pasar algo tan fácil?" (La Opinión, 2020). Nótese cómo, en las palabras de Bomba, el componente de posibilidad y potencia contrasta con la incapacidad y la impotencia. La diferencia entre ambos términos aseguraba el éxito de los futuros guerreros o la muerte en el cuartel; asunto que se vincula con lo que puede o no un cuerpo. "En la escuela nunca se debía decir que no se podía" -concluye el excadete.
En la misma indagatoria, Sierra Oampo habla de un joven llamado Diablo rojo, quien no pudo terminar el número de flexiones de pecho que se había ordenado. Luego de ser insultado, el instructor lo asesina y delante de los otros cadetes, lo toma de ejemplo y muestra -como en un anfiteatro universitario- el modo adecuado de desmembramiento de cadáveres: con un cuchillo de cocina, el profesor hizo un corte vertical desde el vientre hasta el pecho; esto ayuda a que los cuerpos enterrados no se llenen de gases y no formen pequeñas aglomeraciones de tierra. Mostró cómo los brazos se cortan bien pegados a los hombros y las piernas se cortan bien pegadas a la ingle, esto facilita el desmembramiento y la posterior distribución en la fosa (López, 2020). Esta técnica, al menos desde 2001, contribuyó con creces al número descomunal de desparecidos en nuestro país.
El entrenamiento también pasaba por la relación con los alimentos y el agua. Era común que el grupo de formación que estaba en turno (se entrenaba de 80 a 120 jóvenes) se les negara el alimento varios días y se le suministrara solo la hidratación mínima. Luego de este periodo se mostraba, delante de sus ojos, cómo se cocinaba un sancocho de perro. Algunos restos corporales del perro eran introducidos en el jugo (por ejemplo, la cabeza). Mario Pistola creía que sus subordinados, por esta disciplina, se volvían más agresivos y bravos. Decía: "El rencor que sentían por comer canes lo desquitarían con otra persona (...) se formarían con resentimiento y tendrán un corazón duro". Es decir, además de la instrucción corporal, hubo un entrenamiento sobre los afectos del futuro asesino. La Sala de Justicia y Paz del Tribunal de Medellín concluyó que
lo pretendido por los instructores se logró, de ello hablan los hechos victimizantes, hoy materia de juzgamiento, siendo los civiles las víctimas de aquella dureza con que fueron entrenados, pues el relato de quienes fueron afectados deja entrever la manera despiadada con que fueron torturados, desplazados y sus familiares asesinados y/o desaparecidos. (La Opinión, 2020)
Desde otra región, Helka Quevedo, antropóloga forense, notó que luego de exhumar 36 cuerpos, en trabajo que adelantaba como funcionaria de la Fiscalía General de la Nación, en el municipio Belén de los Andaquies (Caquetá), era trazable un procedimiento sistemático-metódico en relación con la tortura, el desmembramiento y el entierro en la fosa. Se constataba un saber transversal a todo el proceso. Este saber se podía reconstruir gracias a la información forense (marcas) que los mismos cuerpos tenían impresa. La antropóloga, de igual manera, habló de escuelas de la muerte. Así lo describe:
En el patio de la escuela del pequeño caserío, bajo el sol y colgados del árbol, sin beber una gota de agua y menos comer alimento, permanecían los «objetos» de prueba y herramientas de estudio y aprendizaje de los alumnos de la Escuela de la Muerte. A través de prácticas, como disparar al colgado sin matarlo, probaban puntería, les lanzaban cuchillos, les quitaban los dientes con pinzas, alicates, tenazas u otros instrumentos; sus rostros eran sometidos al fuego con sopletes y sin darles muerte pasaban varios días y noches. (Quevedo, 2008, p. 145 y 146)
Este proceso de dilatación antes de morir hace recordar lo que Foucault mencionaba sobre el suplicio. Decía el francés: "un arte de retener la vida en el dolor subdividiéndola en mil muertes y obteniendo con ella, antes que cese la existencia, la más exquisita de las agonías" (Foucault, 2016, p. 43). Del verdugo -acá un maestro paramilitar de novicios- dice que poseía, necesariamente, un "largo saber físico-personal" (p. 43). Justicia y Paz ha ratificado la existencia de las escuelas de la muerte y también ha hablado de un modelo que se replicó desde el Uraba, es decir, desde la casa Castaño. Por ejemplo, en sentencia del tribunal superior de Bogotá, del 1° de diciembre de 2011, en contra de José Rubén Peña Tobón y otros miembros del Bloque Vencedores de Arauca, se afirmó la existencia de 'La Gorgona'. Dice la sentencia: "Como ocurría en la escuela de reentrenamiento La Gorgona -enseñar a dar muerte y desmembrar el cuerpo, para posteriormente en la práctica provocar terror y doblegar a una comunidad" (Quevedo, 2015).
Haciendo una transliteración de Foucault, y luego de dar ese rodeo por las escuelas de la muerte, puedo decir que en las masacres paramilitares hubo un plan y una manifestación del poder que castiga, y no solamente la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los excesos de las masacres se manifiesta toda una economía del poder5. Hasta aquí hablé de los planes, ahora diré algo de la manifestación obscena de este necropoder y su vocación histriónica.
UN PODER QUE SE REPRESENTA ESPECTACULAR Y OBSCENAMENTE
¡Mandar un mensaje de terror y arrasar el territorio!
El cuchillo le proporciona una sensación directa, táctil. La violencia que ejerce repercute en él, en sus músculos, en su brazo, en su mano. Al aplastar, cortar y despedazar toca su propia violencia. Es su cuerpo el que concibe lo que va a hacer, y es su mano la que experimenta la fuerza de la destrucción. (Sofsky, 2006, p. 182)
El informe Basta ya (2016), documento histórico invaluable de memoria histórica, hace un análisis detallado de la masacre en Colombia, en el contexto de la violencia paramilitar entre 1997 y 2004. Dice el informe:
Dentro de la estrategia paramilitar, la masacre ha sido importante como modalidad de violencia. Debido a su visibilidad y crueldad, ha desafiado y subvertido la oferta de protección de la guerrilla dentro del territorio. En su función de teatralización de la violencia, lleva -desde la perspectiva del perpetrador- un mensaje aleccionador para la población. Con la disposición espacial de los cuerpos de las víctimas y las huellas de sevicia en los cadáveres expuestos advierte sobre el costo de colaborar con la guerrilla. Pero también ha advertido a las guerrillas acerca del tipo de guerra que los paramilitares estaban dispuestos a librar para obtener el control total del territorio. (Informe CNMH, Basta ya, 2014, p. 48)
La tesis fuerte del Informe, en este punto, es que la masacre debe verse como una modalidad de violencia y una estrategia de guerra definida, con fines claros. La masacre fue un arma de guerra usada por el paramilitarismo. También es un modo de representar el poder e infundir el terror. La masacre, entonces, tiene un componente simbólico importante: manda un mensaje. Desde este carácter aleccionador y terrorífico de la masacre se entiende la pertinencia de las escuelas de la muerte; en ellas se formaban los militares privados capaces de todo y dispuestos a lo peor. Carlos Mario Ospina, alias Tomate, quien participó en la masacre de El Placer, dijo algo que ayuda a entender mejor lo que está en juego:
Las órdenes exactas en el año 1999, cuando yo ingreso en septiembre, cuando ya ingresamos a El Placer, pues él [Antonio Londoño Jaramillo, alias 'Rafa Putumayo', jefe paramilitar] siempre decía que ya lo que era incursiones, incursiones como la que se hizo a El Placer, sí era dejarlos ahí [los cuerpos] para sembrar el terror contra el enemigo. En El Placer nosotros hacemos sentir la organización, como se dice. Entonces era en las incursiones, cuando se abría zona, era dejarlos tirados, no desaparecer, eso sí lo dijo él: Todos déjenlos tirados para que la guerrilla las crea; la de El Placer fue así. (Informe CNMH, Basta ya, 2014, p. 50. El énfasis es mío)
"Hacer sentir la organización", "abrir zona", "que la guerrilla las crea"; se trataba de ganarse un respeto y una reputación de malvados. Las masacres paramilitares, al menos desde 1997, responden a un proyecto de expansión y lucha por el territorio contra la guerrilla. Como el objetivo principal era el dominio territorial, a este tipo de masacres se le conoce también como tierra arrasada. La razón del nombre es que la masacre mata, destruye todo y desplaza a todos los pobladores: abre la zona. "Fue un ejercicio de terror sistemático que buscaba generar una desocupación duradera. El terror desplegado apuntó a volver inhabitable el espacio físico y social, para producir así el desplazamiento forzado masivo, el abandono y el despojo de tierras" (Informe CNMH, Basta ya, 2014, p. 53).
Por otra parte, el uso de la sevicia (la crueldad extrema), según el Informe, predominó entre el paramilitarismo y se inscribe en la estrategia de representación del poder: "hacer sentir la organización", "pa que las crean". Cuando mataron a niños, mujeres embarazadas y ancianos, buscaron mandar un mensaje claro al adversario: no tenemos límite, no tenemos freno moral, nada nos detiene, ninguna compasión nos acompaña. Como es de esperar, los paramilitares rápidamente se ganaron una reputación violenta y excesiva, inscrita en una estrategia militar precisa; la guerra se gana, primero, atacando la moral del enemigo, es una guerra psicológica, creía Carlos Castaño -una guerra afectiva. Elsa Blair (2005), desde la antropología, sostiene esto mismo, y María Victoria Uribe (2018), mientras habla de la época de la Violencia, dice algo similar. Ambas pensadoras sostienen que el terror es un mensaje cifrado a las víctimas y al enemigo. Un medio para arrasar y limpiar el territorio.
¿Por qué representar el exceso? Entre lo teatral, lo mediático y lo esperpéntico
Lo que más hace retroceder con espanto en El Salado es la representación teatral6 y sanguinaria en la cancha de microfútbol. Me concentraré en esta situación en lo que sigue. Una de las primeras acciones que realizan los paramilitares, cuando entran al pueblo, es obligar a un grupo de mujeres que cocinen para todos. Además, del peso denigrante que representa esta orden (preparar alimentos para los que están asesinando a mis familiares y amigos), el gesto devela algo más. En el imaginario de los paramilitares, este era un acto que hacían las mujeres de El Salado para los guerrilleros.
Desde una visión machista, esta es una acción que se amarra a un vínculo afectivo de tipo sentimental. En la cultura costeña machista, de hecho, si le da comida, es la querida. En vínculo con esto, uno de los testimonios de los sobrevivientes dice: "cuando dijeron aquí vamos a hacer unas preguntas, el que hable, muchos se salvarán, y si no habla, ya sabe lo que les toca. La pregunta era que si la guerrilla vivía aquí, que si la guerrilla tenía mujer aquí, que si la guerrilla bailaba aquí, que si a la guerrilla le cocinaban aquí [...]" (Informe, CNMH, 2009, p. 37). Entonces, obligar a cocinar a las mujeres -¡que se supone son las mujeres de los guerrilleros!- era una humillación dirigida directamente a la masculinidad del adversario.
En el castigo contra las mujeres, les gritaban e insultaban sobre sus supuestas relaciones afectivas con la guerrilla. Un sapo señala a Neivis Arrieta, una joven de 17 años, y comienza a interrogarla sobre su vínculo afectivo con el comandante guerrillero alias Camacho. El Gallo, un paramilitar, ya la había traído a la cancha de los cabellos. La llevan a un árbol al lado de la capilla. Ahí la desnudan y empiezan a empalarla; introducen un palo por la vagina repetidas veces mientras la insultan y finalmente muere. Otra víctima es Nayibe Osorio. Uno de los testimonios dice:
Ahí cogieron una hija del Chami, esa muchacha la sacaron de allá de la fila de la iglesia y por aquí en frente habían dos palos grandes y frondosos, esa muchacha sí tuvo una muerte también horrible, esa muchacha la acostaron boca abajo, entonces vino ese tipo y se le montó en la espalda, se le sentó en la espalda y la cogió por la cabeza y la jaló duro para atrás, la jaló duro, la estranguló y la desnucó, después de haberla desnucado, buscó unos palitos pequeños, le alzó la pollera, se la quitó y le metió unos palitos por el pan; a esa la encontraron así. (Informe, CNMH, 2009, p. 38)
Se sabe que una de estas dos jóvenes estaba visiblemente embarazada. Los testimonios no han logrado esclarecer cuál de las dos mujeres estaba en tal estado; los victimarios dicen que Nayibe Osorio y los sobrevivientes dicen que Neivis Arrieta. En ambos casos, se castiga el cuerpo de la mujer, al tiempo que se restituye la potencia sexual del victimario; lo llamativo es que la restitución es en relación con el adversario. En otras palabras, el rito de escenificar el empalamiento y el asesinato de una mujer embarazada solo tienen sentido bajo el supuesto del vínculo de las mujeres con los miembros de la FARC.
Rita Laura Segato (2018) en Contra-pedagogías de la crueldad, ha dicho algo que se relaciona con esto y lo explica bastante bien. Para la antropóloga, hay un vínculo entre masculinidad y guerra, entre masculinidad y crueldad. En todo este afán de espectáculo, curiosamente, los hombres están más preocupados por sus pares (como los ven los otros hombres) y también están preocupados por impresionar a los enemigos (también hombres). El mandato de masculinidad "encuentra en aquellas víctimas -las mujeres- a mano para dar paso a la cadena ejemplarizante de mandos y expropiaciones" (p. 15). En el fondo, hay una relación de hermandad masculina, una cofradía de machos, donde el hombre necesita medirse, probarse y reafirmarse todo el tiempo.
"La masculinidad es un estatus, una jerarquía de prestigio, se adquiere como un título y se debe renovar, comprobar su vigencia como tal" (Segato, 2018, p. 42). Hay relaciones horizontales (son para impresionar y ganar respeto dentro del clan de hombres) y unas verticales (humillar y matar a las víctimas). Las verticales, las que son de violencia soberana, además de los fines de guerra, están al servicio de las horizontales que buscan probar y ratificar. Sayak Valencia (2010), mientras habla de la violencia narcotraficante en Tijuana, de igual modo, vincula la violencia extrema con el machismo -el cual se caracteriza por el menosprecio de lo femenino y la afirmación de autoridad por encima de todo (p. 39).
Archille Mbembe, en Sovereignty as a Form of Expenditure, un capítulo incluido en (Hansen y Stepputat, 2014), también dice algo sobre este vínculo difícil de obviar, aunque reprimido en los estudios políticos y sociohistóricos acerca de la violencia en Colombia. El militarismo -dice el camerunés- se conecta necesariamente con una ética de la masculinidad (an ethic ofmasculinity) (p. 161). Mbembe cree que no se puede omitir, cuando hablamos de violencia y militarismo, la constitución narcisista del ser masculino; que tiene que ver con todos los imaginarios de seducción, de potencia sexual y virilidad (p. 162). En el contexto local, uno también podría pensar en los imaginarios de sabérselas todas, no dejársela montar, ser berraco y avispao. El privilegio de masculinidad (a masculine prerogative) pone las bases del militarismo: tener un rifle, ser jefe, tener fuerza, ser aceptado por el grupo. Y se trata de un privilegio que hay que defender, validar y ratificar. Anudado a esto, Mbembe habla de una forma de dominación y violencia fálica. Más allá de la precisión psicoanalítica del término, lo interesante es que el falo (la insignia del poder aquí), se confunde con el rifle y un pene erecto. De aquí su necesidad de teatralidad, dice el pensador africano: "Male domination derived a great part of its power and theatrical effect, not so much from the hazarding of life in the course of war as from the capacity of the individual male to demonstrate his virility" (p. 162).
Foucault, sin detenerse en el componente de masculinidad que atañe al poder7, dijo algo que, sin embargo, aporta a esta aproximación fantasiosa, narcisista y masculina. El teatro, para el francés, a la altura de Vigilar y castigar, es la representación de una contienda bélica (Foucault, 2016, p. 59 y 60). El castigo soberano debe ser resonante, debe ser comprobable por todos, es la prueba de un triunfo. El llanto y la súplica de la víctima es el signo mismo del poder que ajusticia y cobra venganza. En este sentido, es un ritual que restituye el poder. El soberano, una versión modificada del antiguo pater, despliega una fuerza invencible. Antes que re-establecer el equilibrio con el castigo, el soberano quiere mostrar la disimetría entre la víctima y su fuerza. El espectáculo, por eso mismo, debe ser un derroche de desequilibro, de sangre y exceso. "Se trata de hacer sensible a todos, sobre el cuerpo del criminal, la presencia desenfrenada del soberano" (Foucault, 2016, p. 60).
Al final del primer apartado de Vigilar y castigar, Foucault, mientras hace un comentario al libro de Kantorowitz, Los dos cuerpos del Rey, introduce una deriva en la que se deja ver la lógica imaginaria que está en la base de esta contienda. Luego de haber explicado que la soberanía despliega su brillo en la liturgia y en los rituales (coronación, castigo, la fiesta, los funerales, los suplicios), Foucault afirma que entre el cuerpo del soberano y el cuerpo del condenado se establece una relación inversamente proporcional. El cuerpo del príncipe ocupa el más del poder y el cuerpo de la víctima viene a codificar el menos del poder. El cuerpo castigado representa la figura invertida -en negativo- del monarca. El cuerpo del Rey se redobla para producir un poder excedente que se ejerce sobre el cuerpo del enemigo castigado y reducido. Todo un juego de espejos, imágenes deformadas y egos narcisistas. El poder se redobla para exhibirse y ufanarse. Lo que representa es su virilidad, su potencia y orgullo. En todo esto, por supuesto, hay una deriva paranoica que caracteriza este circo de lo atroz (Foucault, 2016, p. 38).
Hubo otro modo en que el poder soberano paramilitar, en el caso de El Salado, se valió del espectáculo. Se trata de los usos de los medios de comunicación para justificar, frente a la opinión pública, lo injustificable. Doce días después de la masacre, en una entrevista al programa Cara a Cara del Canal Caracol, en el horario familiar de las 9:00 p.m., Carlos Castaño, jefe máximo de las AUC, tiene el privilegio y la oportunidad de dar su versión sobre El Salado ante una cámara. Darío Arismendi, quien es el entrevistador, abre con la pregunta: ¿Quién es Carlos Castaño? El paramilitar responde: "Soy un hombre con vocación de paz". Luego, el entrevistador le interpela por las denuncias sobre una posible masacre en El Salado (Bolívar) y la curiosa similitud, a la postre, entre las acciones de las AUC y los hechos violentos de la guerrilla. Como si hubiese preparado la entrevista con anterioridad, el paramilitar responde apelando a una ética personal:
A mí me duele cosas como las que se presentan en Bolívar, desde luego que sí, yo quiero decir incluso al país que mi ética no admite el asesinato. Es más, no concibe acabar con la vida de otra persona sino en casos extremos de defensa propia. (Paula Andrea, 2000, min. 4:23)
Foucault (2017) en el último capítulo del primer tomo de La historia de la sexualidad había hablado de la soberanía en los mismos términos:
Desde el soberano hasta los súbditos, ya no se concibe que tal privilegio se ejerza en lo absoluto e incondicionalmente, sino en los únicos casos en que el soberano se encuentra expuesto en su existencia misma: una especie de derecho de réplica. (p. 125)
Esta alusión no es nimia, ya que Foucault inmediatamente muestra cómo se legitima, por medio de este discurso, la guerra. El soberano está avalado a hacer la guerra cuando está amenazada su propia persona. Puede exponer a sus súbditos y matar a los enemigos en situaciones de peligro. Así la soberanía funciona como un derecho indirecto de autodefensa; aquí también halla su propia justificación.
La entrevista continúa: "pero dadas las condiciones de un conflicto irregular -dice Castaño-, es casi inevitable que mueran personas que se pueden registrar como civiles, pero que eran subversivos". En las palabras del paramilitar se imbrican dos elementos: el estado de excepción8 y la existencia de un enemigo insurgente. Vienen bien las palabras de Archille Mbembe (2011), en el ya célebre ensayo Necropolítica, cuando dice: "En estas situaciones, el poder (que no es necesariamente un poder estatal) hace referencia continua e invoca la excepción, la urgencia y una noción ficcionalizada del enemigo. Trabaja también para producir esta misma excepción, urgencia y enemigos ficcionalizados" (p. 21). En el discurso de Castaño se hace explícito la situación excepcional y la existencia de un enemigo (segunda justificación de la masacre). Crear imaginariamente al enemigo es ya un modo de invocar la excepción.
Prosigue Castaño: "Es una guerrilla de medio tiempo, una guerrilla virtual. Está en la tarde y en la noche duermen como campesinos. Existen como guerrilla y al día siguiente son campesinos". Castaño, una vez más, a posteriori, marca y estigmatiza a El Salado como pueblo guerrillero. Y para que no exista dudas de que esas muertes fueron justificadas, el jefe máximo de las AUC afirma que la operación fue dirigida por desertores de las FARC. Además, afirma que durante 72 horas se mantuvo un combate y que al final, como un gesto desesperado, la guerrilla misma produjo éxodo, en el cual quiso camuflarse, pero era imposible huir. Los supuestos desertores señalaron quiénes eran los subversivos y quiénes no. Con esto, la masacre de El Salado se iguala a un combate, y el territorio, a una zona de guerra; combate en que se muestra la potencia paramilitar y los guerrilleros humillados que llaman a pedir auxilio. Sin mencionar que la operación fue dirigida por hombres desertores de sus filas; hecho que muestra que las FARC está venida a menos, reventada por dentro. Aunque se refieren a otro contexto, no muy lejano, vienen bien unas palabras de Sayak Valencia (2010) sobre la representación del poder policivo en la TV de México: "La lucha contra el crimen organizado en esta entrevista parece más un ajuste de cuentas entre machos poderosos y heridos que buscan limpiar su honor y recuperar sus territorios [...]" (p. 40).
Jean y Jhon Comaroff (2006) en Criminal Obsessions, after Foucault. Postcoloniality, Policing and the Metaphysics of Disorder, llaman la atención sobre esta deriva comunicativa del poder soberano en la poscolonia. El caso que les interesa es Sudáfrica. Luego del Apartheid, el componente teatral y espectacular es esencial en las estrategias y la organización del Estado. Se trata de un poder que, en su versión neoliberal y privada, se vale de la representación histriónica para demostrar a todos el triunfo sobre el crimen; algo que, en la realidad de las cosas, no estaba ocurriendo. Así, frente a la tesis de Foucault, en Vigilar y castigar, de que la espectacula-ridad del poder soberano se recluye en la modernidad y da paso a un poder más sobrio, burocrático, vigilante e introspectivo, los Comaroff parecen sugerir una idea más compleja y con un tamiz ligeramente opuesto. En lugares específicos de la poscolonia, el rasgo más distintivo del poder es, precisamente, su teatralidad y su necesidad de autorepresentación. El poder -que no es estatal necesariamente, a veces es de naturaleza privada- necesita tapar, por medio de la desmesura y las imágenes, la falta que lo constituye. El triunfo soberano se teatraliza en demasía y las justificaciones se despliegan en televisión. En situaciones como las de El Salado, el rasgo más visible del poder es su espectacularidad esperpéntica.
Castaño concluye la entrevista sobre El Salado afirmando que a él le da mucha pena y lamenta lo que pasó, pero dice que "se está evitando un mal mayor con una incursión como esta (...) las acciones que se impiden, con acciones como estas, a largo plazo, son muchísimas". Así, la masacre se vuelve un instrumento o medio para alcanzar un fin mayor y más digno: la restitución del orden. El soberano, esta vez con un tono aleccionador y moral, habla como un padre severo. A la final el niño agradecerá lo que el adulto sabe hacer con mano firme, pero con corazón grande.
A MODO DE CONCLUSIÓN
Sayak Valencia (2010) en Capitalismo gore habla de necroprácticas y tanatofilia. De las primeras dice: "pueden ser entendidas como acciones radicales, encaminadas a vulnerar corporalmente" (p. 147). De las segundas afirma que es el "gusto por la espectacula-rización de la muerte" (p. 148). En últimas, en este escrito hablé de necroprácticas y abordé un modo de tanatofilia, desde un caso de violencia extrema: la masacre de El Salado. Normalmente, la filosofía no habla de casos específicos, pero en El Salado hay algo que no deja de insistir sobre la estructura de nuestra política y, también, de nuestra moral. El Salado, como paradigma, nos habla de una problemática política -o, más precisamente, necro-política- más vasta y que no creo que hayamos zanjado aún. La soberanía paramilitar es un asunto de actualidad.
En la primera parte intenté mostrar cómo las masacres no son hechos apocalípticos salidos de la nada. Se inscriben en un plan y una organización. La relación de un poder total y una impotencia absoluta tiene de trasfondo un proyecto. Así, me pareció relevante evidenciar cómo se formaba para el asesinato, la tortura, el desmembramiento y la violencia extrema. Esto se enmarcó en las llamadas escuelas de la muerte, que fueron un programa de las AUC desde finales de los ochenta en nuestro país y que se consolidaron desde 1997 con el programa de nacionalización del paramilitarismo. Estas escuelas, en definitiva, formaban una sensibilidad que hacía del exceso y la crueldad algo más permisible y hasta exigido por la cofradía de los machos y guerreros. Aquí se hallan las condiciones mínimas de un poder absoluto que busca ciegamente, en los cuerpos que mortifica, la impotencia absoluta mientras demuestra -así sea imaginariamente- su potencia.
En la segunda parte pensé que era clave hablar de un gusto por la espectacularización y por la representación esperpéntica. El Salado es la materialización extrema de este gusto por el teatro atroz de la violencia soberana. Y no solo por lo que representa la cancha en la matanza, sino por el uso de medios de comunicación que hizo Carlos Castaño. En específico, en el espacio de TV, el jefe de las AUC justificó, legitimó y hasta dio lecciones morales. Lo que trato de insinuar, en esa segunda parte, es que este poder paramilitar, en su deriva más histriónica, es movido por un mandato de masculinidad. Su necesidad de teatro y de su uso desmedido de la violencia es un modo de vérselas con la falta propia, por eso representa su potencia (su virilidad) doblemente ante un cuerpo reducido también doblemente; una relación imaginaria inversamente proporcional. De ahí su obsesión con las insignias fálicas del poder y el enemigo imaginario.