"La música agujerea el cielo". (Baudelaire, 1943, p. 13) .
INTRODUCCIÓN
El músico e investigador Stanislas Paczynski sostiene tajantemente que Baudelaire no se interesó por la "belleza de los sonidos" sino hasta el final de su vida (1973, p. 2). Se conoce también que no heredó la disposición o la habilidad musical de su familia. El propio poeta admite su falta de formación en este campo de las artes. En una célebre carta que escribiera a Richard Wagner en 1860 confiesa que no sabe música, y que toda su educación "se limita a oír tocar el violín a su vecino y a haber escuchado -con gran placer, es cierto- algunos bellos fragmentos de Weber y Beethoven" (Baudelaire, 2013, p. 8). Este compañero de vecindad al que se refiere es el diletante Fernand Boissard, el cual -como nos informa Téophile Gautier, gran amigo del escritor- sin abandonar la pintura, se dejó distraer por otras artes: "tocaba el violín, organizaba cuartetos [y] descifraba a Bach, Beethoven, Meyerbeer y Mendelssohn" (Baudelaire, 1908, p. 7). El sonido de las cuerdas no pasará desapercibido para Baudelaire; antes bien le llevará a anotar: "Se estremece el violín como un alma afligida" (Baudelaire, 2017, p. 102) o "El violín desgarra como una hoja que busca el corazón" (Baudelaire, 2014, p. 6). Además, se sabe que solicitaba partituras a sus amigos. El 11 de mayo de 1865 está documentada la recepción de unas obras que le interesaban y que había pedido al pintor Édouard Manet (Baudelaire, 1906, p. 435). Estas podrían tratarse de las Rapsodias húngaras de Liszt porque en otra carta firmada esta vez por Manet, fechada en París a comienzos del mismo mes y año, se lee: "Le envío la rapsodia Lizt (sic) que antes me había pedido" (Lettres à Charles Baudelaire, 1973, p. 234). Baudelaire tampoco dice ser filósofo: "Me obliga a ser filósofo y a lanzarme a cuestiones que no he estudiado", escribe, en cierta ocasión, a su editor Auguste Poulet-Malassis" (Baudelaire, 1906, p. 288).
Pero la actitud modesta del escritor no esconde su capacidad de reflexión, su conocimiento ni su pasión por la música, que no quedan fuera de su creación, bien sean tratados de forma explícita o de un modo praeter-intencional, en la que tanto sus citas directas como sus alusiones resultan siempre esenciales para el develamiento y la comprensión de su yo poético.
A través de sus versos, narraciones en prosa y cartas puede reconstruirse quiénes fueron sus compositores predilectos, poner de manifiesto su faceta de crítico y, en definitiva, averiguar el lugar que la música ocupó y los efectos que produjo en su inteligencia y sensibilidad.
Si la comparamos con la que se encarga de revelar otros aspectos de su literatura, la investigación sobre música en Baudelaire pareciera quedar en un segundo plano. No obstante, existen excelentes trabajos literarios y musicológicos que documentan con precisión la compleja y rica relación que el poeta mantiene con el universo sonoro. Entre estos destacan el excelente libro Baudelaire et la musique, de la investigadora guyanesa Joycelynne Loncke (1975), que da cuenta del protagonismo que la música juega en la vida y cursus artístico de Baudelaire, así como en su visión de la realidad. Es reseñable, asimismo, la tesis doctoral del ya mencionado Stanislas Georges Paczynski (1973), presentada en la Universidad Sorbonne Nouvelle, Paris m, sobriamente titulada Baudelaire et la musique, que recoge, a su vez, una completa bibliografía de lo publicado hasta entonces. De igual modo son destacables Baudelaire et la musique, de la investigadora en literatura Murielle Lucie Clément (2005) y Correspondencias entre música y palabra, de la pianista y musicóloga española Marta Vela (2019), un estudio sinestésico -como indica su subtítulo- sobre "Harmonie du soir" (poema, como es sabido incluido en Las Flores del mal) y Debussy, que relaciona sentidos y sensaciones transmitidos entre texto y sonido. Por último, Le cerveau mélomane de Baudelaire.
Musique et neuropsychologie, del neuropsicólogo Bernard Lecheva-lier (2010), traslada la investigación baudelairiana al terreno de las neurociencias al observar el funcionamiento del cerebro de un melómano "no entendido en música", como se autocalificó el poeta francés.
Ahora bien, sin pretender aquí exhaustividad alguna, deben dejarse de mencionar artículos de fondo como "Baudelaire e la musica" de Claudio Gallico (1955); "La musique de Baudelaire" de Jacques Péchenart (1958 -1959); "Baudelaire and Music" de Edward Lockspeiser (1970); "Baudelaire invitación a la música 'tras la muerte del gran Pan'" de Enrica Lisciani-Petrini (1996); "Baudelaire et Liszt: le génie de la rhapsodie" de Barbara Bohac (2011); o los más recientes de Pierre Brunel (2005 -2006; 2014-1015) 'Baudelaire et Schumann" y "Baudelaire et la musique; moderne ou antimoderne", todos rigurosos trabajos que exponen un gran esfuerzo investigativo.
CHARLES BAUDELAIRE: ROMANTICISMO, POESÍA Y MÚSICA
Baudelaire vive indiscutiblemente inserto en el Romanticismo, adelantándose al último periodo de este movimiento, si es que puede ser reducido -creemos que no- a tractos lineales, acogiéndose a sus principios, tendencias y gustos musicales, así como anticipándose al simbolismo, aunque de un modo prematuro y subjetivo.
Los artistas de ese tiempo, atravesados por las ideas de esta indefinible corriente, que hace referencia a una realidad ambigua, se rebelan contra la rigidez anterior, a su juicio obligada y constreñida, sintiéndose huérfanos de su presente y desheredados de un futuro incierto. Este ambiente de oposición con el pasado, crítica y negación del mañana que se respira no solo en los medios artísticos e intelectuales, sino también en el comportamiento de toda una generación, está claramente descrito por Alfred de Musset en su Confesión de un hijo del Siglo:
Tres elementos intervenían, pues, en el porvenir que se ofrecía entonces a los jóvenes: a sus espaldas, un pasado destruido para siempre, pero debatiéndose aún entre las ruinas [...] ante ellos la aurora de un horizonte inmenso, el primer fulgor del futuro; y entre esos dos mundos [.] en una palabra, el siglo presente, que separa el pasado del futuro, que no es ni uno ni otro y que se parece simultáneamente a los dos, sin saber, a cada paso, si se pisa suelo firme o ruinas. (Musset, 2002, p. 103)
El oscuro caos del que habla Musset, escritor, por otra parte, despreciado por Baudelaire, marcará a una pléyade de jóvenes, moldeará su intelecto, dirigirá sus ideas y dominará sus pasiones, tornándolos silenciosos y sombríos ante un porvenir manchado, representado, como diría el propio Musset, por un sol sangriento, sin amor que gozar y sin gloria de la que ufanarse. En este contexto [escribe]: "Los hombres dudaban de todo: los jóvenes lo negaron todo. Los poetas cantaban a la desesperanza: los jóvenes salieron de la universidad con la frente serena, la tez fresca y sonrosada y la blasfemia en la boca" (Musset, 2002, p. 111).
Resulta obvio decir que los músicos se sumergirán también en esta actitud tanto de detracción como de desengaño, intentando escapar de una realidad social que se les hacía agobiante, mezquina e hipócrita. Para ello rompieron con los géneros musicales heredados e innovaron en nuevas formas expresivas más imaginativas y oníricas, tanto etéreas y leves como de una nueva gravedad poderosa y trascendente, tal y como se aprecia en los preludios y polonesas de Chopin, las fantasías operísticas de Hoffmann, las sinfonías poéticas de Berlioz o la Inconclusa de Schubert, perfecta síntesis del pensamiento romántico.
En su mayoría, compositores e intérpretes de esta época, al igual que muchos literatos, fueron también "creadores malditos". El apelativo "maldito" debe rastrearse hasta las líneas introductorias del Capítulo I (dedicado al poeta Tristan Corbière) incluidas en la primera edición del opúsculo Les poètes maudits, especie de manifiesto publicado en 1884 por Paul Verlaine, en el que se lee:
Tendríamos que haberlos llamado Poetas Absolutos para mantener la calma, pero, aparte de que la calma no está a la orden del día en estos tiempos, nuestro título responde en justicia a nuestro odio y, estamos seguros, al de los supervivientes de entre los Todopoderosos en cuestión, al vulgo de los lectores de élite -una ruda falange que nos lo devuelve [el odio] con creces.
Absolutos por la imaginación, absolutos en la expresión, absolutos como los Reys netos1 de los mejores siglos.
¡Pero malditos!
Juzguen ustedes. (Verlaine, 1884, p. 1)
Como ya se ha mencionado, este adjetivo, que con posterioridad a este ensayo calificará también a Baudelaire,2 puede aplicarse, sin duda alguna, a los músicos coetáneos. Es cierto que unos, como Chopin o Berlioz, adquirieron más fama y notoriedad en vida, aunque en casi todos o bien la crítica se ensañó con ellos en alguna ocasión, se vieron ahogados por la pobreza o fueron despreciados por el público.
Partiendo de lo anterior, cabe preguntarse en qué medio se desenvolvían estos creadores y cuál sería el ambiente musical de París en el siglo ochocentista. Una carta de Berlioz, dirigida a su amigo Franz Liszt, fechada el 6 de agosto de 1839, recrea este escenario con el conocimiento de quien vive en él. En esta se informa sobre los acontecimientos diarios y sus protagonistas, las noticias y novedades, los gustos y preferencias, las rivalidades y las críticas que emanan del contexto cultural parisino, componiendo con todo ello la atmósfera sonora que impregnaba entonces al Romanticismo francés.
En ese tiempo, un joven Baudelaire estudia bachillerato en París en el prestigioso Liceo Louis-le-Grand, ubicado en pleno Barrio Latino, corazón de la intelectualidad y la vida artística capitalina, una institución por cuyas aulas habían pasado antes figuras de la talla de Molière, el marqués de Sade, Voltaire o Diderot, por citar solo algunos célebres exalumnos que le precedieron. Es esta, para el novel poeta, una etapa de estudio y lecturas, de construcción de un juicio propio y de oposición a las normas dictadas por el orden social instituido, al que ya desprecia y critica ácidamente.
En estos primeros años formativos la música va a jugar un papel decisivo en la educación de la apreciación estética y la sensibilidad de Baudelaire. Franz Liszt y Héctor Berlioz son los más claros exponentes de los gustos musicales del momento, a quienes luego el poeta venerará junto a Karl Maria von Weber y -por encima de todos- Richard Wagner.
La epístola de Berlioz, anteriormente mencionada, resume este ambiente conservador, adocenado y repetitivo, que tanto desagradaba ya al lycéen:
Me gustaría, mi querido amigo, [expresa Berlioz] poder contarte absolutamente todo lo que ocurre en nuestro mundo musical, o al menos todo lo que sé sobre las transacciones que tienen lugar allí, los acuerdos que se hacen allí, las minas que se excavan allí, los tópicos que allí se cometen (Correspondance inédite de Hector Berlioz 1819-1868, 1879, p. 87).
En opinión de Berlioz, la música había sido ultrajada en los salones y salas de concierto, ante la irritación impotente de los músicos que, como Liszt y él, ni siquiera podían sublevarse. La carta continúa así:
Solo intentaré darte una idea superficial de lo que ocurre en nuestros conciertos, en nuestros teatros líricos, entre nuestros virtuosos, nuestros cantantes, nuestros compositores; y esto, sin pasión, sin reproches ni alabanzas, en una palabra, con la plana calma de un adepto de aquella famosa escuela filosófica que fundamos en Roma en el año de nuestro Señor de 1830, y que tenía por título: Escuela de la indiferencia absoluta en materia universal. (Correspondance inédite de Hector Berlioz 1819-1868, 1879, p. 87)
El tono cínico de este fragmento nos remite a esta aludida indiferencia que en Berlioz provoca la falta de creatividad, lo mediocre y lo vulgar de su época. "El cinismo, por consiguiente, como prolongación del aburrimiento radical, no es sino la manifestación de una radical indiferencia y consunción de la acción" (Cataldo, 1992, p. 45). El mundo del cínico es, por tanto:
Un mundo indiferenciado e inmóvil donde todo parece, eternamente, 'dar lo mismo'. Frente al gesto altanero del rebelde, frente a la soberbia airada del insurrecto o la protesta procaz del blasfemo, comparece ahora la estrategia del gesto mínimo, la suprema indiferencia y pasividad del tedio. (Cataldo, 1992, p. 44)
Esta indiferencia es la disposición que sigue a la inconformidad que deja una actitud crítica, la cual se muestra impotente para cambiar el statu quo. Tal vez fuera este dégoût general por lo establecido lo que orillaba al poeta a adoptar una actitud cínica, displicente e indiferente con todos y todo, conducente al spleen, ese "profundo aburrimiento" del que luego, en otras coordenadas muy distintas, hablará Martin Heidegger en ¿Qué es Metafísica?,, y que fuera tan significativo para Baudelaire y sus coetáneos más intuitivos. Este aburrimiento, escribirá el filósofo de Messkirch:
Dista mucho del simple aburrirnos de este libro o aquella comedia, de esta ocupación o aquel descanso, y que irrumpe cuando «nos aburrimos», [simplemente]. El profundo aburrimiento, que se cierne de aquí para allá, como niebla flotante, en los abismos de la existencia, envuelve consigo todas las cosas y los hombres y a nosotros mismos, reuniéndolo todo en una portentosa indiferencia. Este aburrimiento revela el ente en su totalidad. (Heidegger, 1932, p. 136)
Años después de la redacción de la ya tan referida carta de Berlioz a Liszt, Baudelaire en "Cada cual su quimera", uno de sus poemas en prosa de El spleen de París, definiría esta indolencia al describir el caminar "sin saber a dónde" de unos hombres doblegados por el peso de míticas quimeras que cargaban en sus hombros. Ante semejante e incomprensible espectáculo escribe: "Y durante algunos instantes me obstiné en querer comprender aquel misterio; pero no tardó en abatirse sobre mí la irresistible Indiferencia, y me quedé más agobiadamente postrado que ellos mismos con sus abrumadoras Quimeras" (Baudelaire, 1993, p. 25). Esta cita descubre que, incluso bajo su aparente y cultivado cinismo, no existe una indiferencia radical en Baudelaire, como no la puede haber en nadie, si acaso una "indiferencia diferenciada", que se salva en la escucha de una serie de acordes que impresionan sus sentidos y estremecen su conciencia. De este modo, al igual que un siglo más tarde ocurrirá con Cioran, otro paseante indolente por la Ciudad de la Luz, la música logra canalizar esa angustiosa apatía dándole un sentido.
Cioran, contradictorio admirador de Baudelaire, tendrá una experiencia similar: la del exiliado sustancial que desea huir del hastío pese a ver en él "una especie de equilibrio inestable entre el vacío del corazón y el del mundo" (Cioran, 1997, p. 96), y solo consigue escapar de este estado a través de la música, en la que encuentra un remedio universal contra la amargura y el tedio. En palabras del pensador rumano, la música -principalmente la de Bach- "eleva la respiración hasta un umbral inmaterial, más allá de las ruinas de la sensibilidad" (Cioran, 2021, p. 50), hacia la inexistencia pura, propagando "acordes dignos de ángeles embriagados por indecibles apariencias. Todo llora..., en la irrealidad. Lágrimas vibrantes en el seno de un Inconveniente trascendente, desamparo mágico, mortaja sonora de un delicioso éxodo..." (Cioran, 2021, p. 51).
Cioran reconoce en Baudelaire al "poeta más profundo del tedio" (Cioran, 1997, p. 56), a un maestro -junto con Nietzsche y Dostoievski- del arte de pensar contra sí mismo (Cioran, 1989, pp. 10-11) y a un escritor de "postulados contradictorios", que preconiza, por ejemplo, a un tiempo, tanto el éxtasis como el horror a la vida (Cioran, 1997, p. 41); aunque, como él, se halle abducido por lo sonoro. Explica: "El encanto de la música nos colma porque esta flota por encima de la bajeza de las existencias controladas. Escapa tanto al ser como al no ser. Es el único arte que tiene que ver no con lo que existe, sino con nuestro devenir en lo irreal" (Cioran, 2021, p. 19) ¿Será la música, efímera en la grandeza de lo efímero, despojada de ideas, el medio de comunicarse con el absoluto? ¿El conector que nos lo revele? ¿Un lenguaje más allá del lenguaje? ¿O quizá será un absoluto en sí misma?
Cabría plantearse idénticas interrogantes desde la lectura de Baudelaire. Para él, en un principio, la música es el medio idóneo que proporciona el marco perfecto de la ensoñación y el delirio alucinatorio. En Los paraísos artificiales alude a la vinculación de la música con el vino y las drogas y relaciona su sorprendente efecto sobre el trabajo creativo. Cita para ello la obra Kreisleriana, de E.T.A. Hoffmann (1986),3 el "divino Hoffmann", como él llama al literato y músico alemán. Las fantásticas reflexiones hoffmanianas son puestas de manifiesto por Baudelaire cuando remite a los diferentes vinos que se corresponden con los distintos géneros musicales: champaña para la alegre ópera cómica; vino del Rhin o del Jurançon para música religiosa, Borgoña para la música heroica, impetuosa y patriótica (Baudelaire, 2008, pp. 174-175). En su texto, Baudelaire explica cómo Hoffmann se sirve también de la música a modo de "barómetro psicológico" para hablar de sus propios y cambiantes estados de ánimo, a saber:
Espíritu ligeramente irónico templado de indulgencia; espíritu de soledad con profundo descontento de uno mismo; alegría musical, entusiasmo musical, tempestad musical, alegría sarcástica insoportable para uno mismo, aspiración a salir de mi yo, objetividad excesiva y fusión de mi ser con la naturaleza. (Baudelaire, 2008, p. 175)
Tras reproducir este fragmento de Hoffmann, Baudelaire advierte un estrecho lazo entre las distintas situaciones anímicas y "las cualidades musicales de los vinos" (Baudelaire, 2008, p. 175). Además del vino, la vivencia alucinógena del hachís es un medio que permite a Baudelaire vincular y asociar sensaciones. Refiere que en su consumo:
Los sonidos tienen un color, los colores tienen una música. Las notas musicales son números, y resolvéis con una rapidez espantosa prodigiosos cálculos de aritmética a medida que la música se desarrolla en vuestro oído [...] Otras veces la música os recita poemas infinitos, os sitúa en dramas espantosos o mágicos. Se asocia con los objetos que están ante vuestros ojos. Las pinturas del techo, mediocres o incluso malas, toman una vida espantosa. El agua límpida y encantadora corre por el césped que tiembla. Las ninfas de carnes destellantes os miran con grandes ojos más límpidos que el agua y el azur. (Baudelaire, 2008, pp. 190-191)
Toda una transitoria realidad paralela se despliega alrededor del consumidor de este psicotrópico, absorbiéndolo, al mismo tiempo que amplía su percepción sensorial del mundo aviva sus emociones, ralentiza su experiencia temporal y altera sus entornos y márgenes espaciales.
En Los paraísos artificiales Baudelaire da cuenta también de los alucinógenos efectos del opio, de uso muy extendido en el siglo xix incluso con prescripción médica. Las ensoñaciones producidas por esta droga iban, la mayoría de las veces, acompañadas de música, proporcionando al consumidor, por un momento, la quimérica esperanza de fundirse en mundos nuevos y mejores. Así se expresa en los diferentes sueños de Confesiones de un opiómano inglés de Thomas de Quincey (1989),4 que Baudelaire traduce y transcribe en su libro:
El sueño comenzaba con música que oía con frecuencia en mis sueños, música preparatoria, idónea para despertar el espíritu y mantenerlo en suspenso, una música parecida a la obertura de la misa de coronación y que, como esta, daba la impresión de una amplia marcha, de un desfile indefinido de caballería y de un paso de ejércitos inúmeros. La mañana de un día solemne había llegado, un día de crisis y de esperanza final para la naturaleza humana, que sufría entonces algún misterioso eclipse y estaba atormentada por alguna angustia temible. (Baudelaire, 2008, p. 131)
Hay en todas estas prácticas psicotrópicas un predecible dandismo y un claro talante elitista, puesto que, a decir de Baudelaire:
La música interpretada e iluminada por el opio era el libertinaje intelectual, cuya grandeza y cuya intensidad puede concebir fácilmente cualquier inteligencia un poco refinada. Mucha gente pregunta cuáles son las ideas positivas contenidas en los sonidos; olvidan o más bien ignoran que la música, pariente de la poesía, a este respecto, representa más bien que ideas, sentimientos; sugiere las ideas, ciertamente, pero no las contiene. (Baudelaire, 2008, p. 105)
Si la música encierra ideas o no es cuestión debatible en Baudelaire. Aunque él lo niegue, su obra revela lo opuesto. El poema
"La musique" ("La música") es un ejemplo que contradice la anterior afirmación:
La musique souvent me prend comme une mer!
Vers ma pâle étoile, Sous un plafond de brume ou dans un vaste éther, Je mets à la voile; La poitrine en avant et les poumons gonflés Comme de la toile, J'escalade le dos des flots amoncelés Que la nuit me voile; Je sens vibrer en moi toutes les passions
D'un vaisseau qui souffre; Le bon vent, la tempête et ses convulsions Sur l'immense gouffre Me bercent. D'autre fois, calme plat, grand miroir De mon désespoir!
[¡A menudo la música como un mar me subyuga! A mi blanca estrella, bajo un techo de bruma, o por un vasto éter mis velas despliego; el pecho hacia adelante y henchidos los pulmones igual que la tela, escalo por el dorso de amontonadas olas que oculta la noche; Yo me siento vibrar con todas las pasiones de un bajel que sufre; la tormenta con sus convulsiones, la brisa en la sima inmensa me mecen. Otras veces calma chica, alto espejo de mi desespero]. (Baudelaire, 2001, pp. 286-287)5
Que su poesía es musical se constata en este poema que Baudelaire escribe no desde el conocimiento técnico-formal de la música, sino desde la pasión del "ingenuo ignorante" que, emocionado, se rinde ante ella dejándose invadir, avasallar. En estos versos la comparación de lo sonoro con el mar es clara, conformada por una multiplicidad de elementos: mecerse al ritmo de las olas, respirar intensamente, sentir la convulsión de la tormenta, dejarse llevar como un barco a la deriva, etc. Adicionalmente, el poema esconde una alusión velada a Wagner, anticipándose, de alguna manera, a la carta que Baudelaire dirigirá al compositor alemán en 1860, en la que expresa en la primera estrofa que las sensaciones que le produce escuchar música -la música de Wagner- se asemejan a flotar en la atmósfera o a verse arrastrado por el agua. Elevación, caída, arrastre, abandono: experiencias intensas de la escucha.
El que fuera su amigo, Téophile Gautier, es quien más acertadamente ha descrito esa relación poético-musical en Baudelaire:
Le gusta el entrelazamiento armonioso de las rimas que aleja el eco de la nota tocada por primera vez, y presenta al oído un sonido naturalmente imprevisto, que se completará más tarde como el del primer verso, provocando esa satisfacción que la armonía perfecta aporta en la música. Suele cuidar que la rima final sea plena, sonora y sostenida por la consonante de apoyo, para darle esa vibración que prolonga la última nota pulsada. (Baudelaire, 1908, p. 43)
PREFERENCIAS MUSICALES BAUDELAIRIANAS
En el diletantismo de los escritores románticos, las referencias a la música desde el punto de vista técnico son casi inexistentes. Así lo comprueba el filólogo y músico español Enrique García Revilla, quien asegura que la mayoría de los literatos decimonónicos no saben apenas del tema, y "su criterio se guía, por tanto, por el juicio único de un oído poco adiestrado" (García Revilla, 2012, p. 319). Este desconocimiento en opinión de los aludidos no es un demérito, sino al contrario. Baudelaire elogia el oído del no iniciado, cuya "inocencia musical" le permite captar de una manera desprejuiciada los más bellos sonidos. Como romántico, Baudelaire privilegia los sentimientos que la música origina e introduce la subjetividad de la experiencia sonora, que es diferente para cada persona.
La individualidad de la escucha es, en opinión de García Revilla, un factor diferenciador determinante en el poeta francés, posición que lo sitúa por encima de otros creadores y se expresa en el verso "La musique souvent me prend comme une mer!" (" ¡A menudo la música como un mar me subyuga!") (Baudelaire, 2001 pp. 286-287), con el que inicia el citado poema "La musique", en el cual la utilización del adverbio "souvent" ("a menudo") elimina cualquier efecto totalizador y uniformador de lo sonoro. El empleo de esta palabra abre la relación personal e intransferible que el oyente tiene con la obra musical. García Revilla insiste en este aspecto: "Baudelaire quiere dejar claro desde el primer verso que la música no requiere siempre un mismo juicio, ni produce siempre el mismo efecto en quien la percibe" (García Revilla, 2012, p. 320). Las opiniones, pues, de Baudelaire respecto de los compositores coetáneos y sus creaciones se entienden en el contexto de la impresión personal no exenta del buen criterio de un connaisseur; pero habrá que reconocer que en los textos baudelairianos se señala muy poco a los músicos a los que el escritor respeta. Weber, Berlioz, Liszt y, sobre todo Wagner, son sus preferidos. Baudelaire se refiere también, esporádicamente, a Chopin y evoca a Haydn, Mozart, Beethoven y Gluck, este último considerado el precursor del drama wagneriano.
Por ejemplo, en Baudelaire la recepción de Schumann es nula. El especialista francés en literatura comparada Pierre Brunel califica la investigación en este punto de decepcionante, y se extraña de que no haya ni una sola mención en los escritos baudelairianos de un músico muy conocido, en ese tiempo, tanto en Alemania como en Francia (Brunel, 2005 -2006, pp. 104-105).
Por el contrario, las alusiones a Karl Maria von Weber (1786-1826), aunque sucintas, no dejan de ser interesantes. En el poema "Los Faros", incluido en Las flores del mal, Baudelaire nombra explícitamente al maestro alemán, incluyéndolo entre los grandes genios artísticos de su más alta estima, junto a Delacroix, Rem-brand, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel o Goya. El cuarteto que cita al músico en el último verso es el siguiente:
Delacroix, lac de sang hanté de mauvais anges, Ombragé par un bois de sapins toujours vert, Où, sous un ciel chagrin, des fanfares étranges Passent, comme un soupir étouffé de Weber;
[Delacroix, sanguinoso lago de ángeles malos, umbrado por un bosque de abetos siempre verdes, donde extrañas fanfarrias, bajo un cielo de pena cruzan, como un suspiro sofocado de Weber]. (Baudelaire, 2001 pp. 104-105)
La relación sinestésica entre color y la música que se establece en esta estrofa es evidente: el rojo del lago de sangre y el verde, colores vinculados, colores armónicos de la paleta de Delacroix se expresan asociados a las sonoridades románticas de Weber, a las fanfarrias conformadas por alientos y percusión, que en estos versos se sugieren aceleradas, efímeras y melancólicas, las cuales, en una no contradictoria manifestación, simbolizan el dolor moral, mal del siglo romántico.
[...] lo que realmente sería sorprendente [se cuestiona Baudelaire] es que el sonido no pudiera sugerir el color, que los colores no pudieran dar idea de una melodía y que el sonido y el color fueran impropios para traducir ideas, porque las cosas se han expresado siempre a través de una analogía recíproca, desde el día en que Dios articuló el mundo como una compleja e indivisible totalidad. (Baudelaire, 2013, p. 19)
En el poema "Correspondencias", incluido en Las flores del mal, quizá el más significativo del poeta francés, la analogía entre los distintos elementos de la naturaleza es total. En su segunda estrofa evidencia esta similitud universal:
Comme de longs échos qui de loin se confondent Dans une ténébreuse et profonde unité, Vaste comme la nuit et comme la clarté,
Les parfums, les couleurs et les sons se répondent
[Como los largos ecos que de lejos se mezclan en una tenebrosa y profunda unidad, vasta como la luz, como la noche vasta, se responden sonidos, colores y perfumes.]. (Baudelaire, 2001, pp. 94-95)
A esto se suma que la sinestesia establecida entre el color y lo sonoro puede trasladarse también de los sentidos de la vista y el oído al olfato y al gusto, puesto que, a juicio del poeta "[...] los artistas pueden compararse con sabores diversos" (Baudelaire, 2013, p. 54); por lo tanto, en su obra abunda un vocabulario lleno de sazones, olores y gustos metafóricos. En Los paraísos artificiales leemos, por ejemplo, en clara referencia al hachís: "La felicidad está allí, en la forma de un trocito de confitura" (Baudelaire, 2008, p. 186); y en Las flores del mal: "[...] el perfume de verdes tamarindos, / que vuela por los aires y que invade mi olfato, / se entremezcla en mi alma con cantos marineros", escribe Baudelaire (2017, p. 77) oníricamente induciendo a escapar hacia la poesía, hasta habitar la poesía, como permite la música. Al respecto:
Un músico escribió La invitación al vals;6 ¿quién compondrá La invitación al viaje que pueda ofrecerse a la mujer amada, a la hermana de elección? [...] Los espejos, los metales, las telas, la orfebrería y la loza interpretan allí para la vista una sinfonía muda y misteriosa. (Baudelaire, 1993, pp. 51-52)
En el país de la poesía todas las sensaciones convergen y se fusionan en una sola. Una década antes, en el capítulo dedicado a Eugène Delacroix con motivo de la presentación artística del Salón de 1846, Baudelaire ya había relacionado al pintor francés con el compositor alemán en estos términos pesarosos: "Esta elevada y seria melancolía brilla con un fulgor apagado, hasta en su color, amplio, sencillo, abundante en masas armoniosas, como el de todos los grandes coloristas, pero quejumbroso y profundo como una melodía de Weber" (Baudelaire, 1999, p. 125).
De modo complementario, la edición de Las flores del mal, de 1868, publicada un año después de la muerte de Baudelaire, recoge la dedicatoria del autor a Téophile Gautier, escrita con estas palabras: "Al impecable poeta, al perfecto mago de las letras francesas, a mi queridísimo y venerado maestro y amigo Théophile Gautier, con los sentimientos de la más profunda humildad, dedico estas flores enfermizas" (Baudelaire, 1908, p. 77). Esta edición viene ampliada con una notice, o texto preliminar, del propio Gautier en la que opina de Weber:
Cuando se escucha la música de Weber, primero se experimenta una sensación de sueño magnético, una especie de calma que separa suavemente de la vida real, y luego en la distancia resuena una nota extraña que hace aguzar los oídos con ansiedad. Esta nota es como un suspiro del mundo sobrenatural, como la voz de los espíritus invisibles que se llaman. (Baudelaire, 1908, p. 75)
Para Gautier, la música weberiana provoca confrontadas ideas de paz y de inquietud, al mismo tiempo que nos traslada a un mundo inmaterial. Estas impresiones sonoras, modernas y contemporáneas son las mismas que trasmite la pintura de Delacroix y la poesía musical de Baudelaire, que remite a una concepción poética nueva que rebasa los márgenes del romanticismo literario.
Aparte de lo anterior, en el pensamiento de Baudelaire tiene un lugar importante el compositor antes mencionado Hector Berlioz, al decir del filólogo y musicólogo Enrique García Revilla, un creador total:
Una vez más se debe a su naturaleza multidisciplinar de músico integral y escritor pensador crítico, la capacidad de superar una filosofía de la música estancada en la teorización, mediante el rodaje práctico, el trabajo de campo previo a toda exposición teórica. Podemos decir que la esencia del trabajo filosófico berlioziano se encuentra en su experiencia como compositor, como intérprete, como oyente aficionado y como crítico musical. (García Revilla, 2012, p. 322)
A pesar de sus escritos musicológicos, de tipo técnico y metodológico, Berlioz se posiciona más allá de aferrarse únicamente a la defensa de la música como teoría. Así se constata, por ejemplo, en su Grand Traité d'Instrumentation et d'Orchestration Modernes (Gran Tratado de Instrumentación), dedicado a Federico Guillermo iv, rey de Prusia, en donde propone un estudio instrumental que, a pesar de estar orientado pedagógicamente, no está exento de un lenguaje muy sugerente. En el destacan bellas frases literarias como: "Hace ya mucho tiempo que se descubrieron los mediterráneos musicales y más todavía que se aprendió a navegar por ellos" (Berlioz, 1843, p. 1).
De hecho, en la descripción organológica de los instrumentos, por ejemplo, el alto o la viola, recurre a una narración sensorial, emotiva y particular, de evidente valor poético: "Es tan ágil como el violín, el sonido de sus cuerdas tiene un mordiente particular, sus notas altas brillan con un acento tristemente apasionado, y su tono en general tiene una profunda melancolía [...]" (Berlioz, 1843, p. 34). Asimismo, y como ya hemos apuntado, Berlioz es un crítico, y no solo de su oficio, sino del grado de cultura y apreciación musical de su tiempo, y al igual que Baudelaire, lo vemos quejándose de la mediocridad de la sociedad y expresando ante ella una indiferencia absoluta.
Chopin, otro de los compositores imprescindibles del Romanticismo, es igualmente nombrado por Baudelaire, pero no directamente, sino que pone en boca de su amigo Franz Liszt la opinión que sus creaciones le merecen: "[...] música ligera y apasionada que se parece a un brillante pájaro revoloteando sobre los horrores del abismo" (Baudelaire, 1999, p. 339), la misma que era capaz de adormecer plácidamente a Delacroix. Por otra parte, la reputación de Chopin como compositor resulta innegable. Liszt en Vie de Chopin, elogia ampliamente, y no sin idealización, la particularidad, audacia y estilo del maestro polaco. Dada su cercanía con Baudelaire, es seguro que el poeta compartiría idéntica valoración:
[...] no sabría aplicarse un análisis inteligente de los trabajos de Chopin sin encontrar bellezas de un orden muy elevado, de una expresión completamente nueva, y de una contextura armónica tan original como sabia. En él la audacia se justifica siempre; la riqueza, incluso la exuberancia, no excluyen la claridad; la singularidad no degenera en extravagancia barroca: los adornos no están desordenados y el lujo de la ornamentación no recarga la elegancia de las líneas principales. Sus mejores obras abundan en combinaciones que, puede decirse, forman época en el manejo del estilo musical. Atrevidas, brillantes, seductoras descubren su profundidad con tanta gracia, y su habilidad con tanto encanto, que con pena podemos sustraernos lo bastante a su atractivo arrollador, para juzgarla fríamente desde el punto de vista de su valor teórico; éste ha sido ya notado, pero se hará reconocer más y más cuando llegue el tiempo de un examen atento de los servicios dados al arte, durante el período que Chopin ha abarcado. (Liszt, 1946, cap. I)
Por cierto, las menciones de Franz Liszt en la obra baudelai-riana son muy escasas; no obstante, la relación mantenida entre ambos artistas es decisiva para la introducción de Baudelaire en los elitistas círculos parisinos. En 1861 es Wagner quien los presenta y Liszt se arroga la tarea de "apadrinar" al poeta en ciertos ambientes sociales. Los contactos directos entre ellos serán pocos, pero su interinfluencia es tan evidente como manifiesto es el respeto del escritor por el compositor austrohúngaro al calificarlo de ilustre pianista, artista y filósofo (Baudelaire, 2013, p. 17).
Al respecto, la especialista en literatura francesa Bárbara Bo-hac, en su libro Baudelaire et Liszt: le génie de la rhapsodie (Bohac, 2011, pp. 87-99), informa acerca de todo un mundo de relaciones entre estos creadores. Baudelaire, en agradecimiento por el apoyo recibido, compondrá para el virtuoso el poema en prosa "El Tirso", inserto en El spleen de Paris, y leerá, con sumo interés, su libro De los bohemios y su música en Hungria (Liszt, 2014), que le es dedicado por su autor con simpatía y admiración.
En "El Tirso", Baudelaire establece una analogía entre la forma de un tirso,7 o especie de maravillosa vara de carácter sacerdotal, y la personalidad de Liszt. Es la representación de la "asombrosa dualidad" (Baudelaire, 1993, p. 92) del pianista, de su genialidad, de su fantasiosa voluntad, de su carácter artístico, misterioso y apasionado a la vez. Al igual que este palo, el trabajo de Liszt es, para Baudelaire, análogo a una "línea recta y línea de arabesco, intención y expresión, rigidez de la voluntad, sinuosidad del verbo, unidad del objetivo, variedad de los medios, amalgama omnipotente e indivisible del genio" (Baudelaire, 1993, p. 93). El poema finaliza con esta salutación:
Querido Liszt, a través de las brumas, más allá de los ríos, por encima de las ciudades donde los pianos cantan vuestra gloria y la imprenta traduce vuestra sabiduría, en cualquier lugar que estéis, en los esplendores de la ciudad eterna o en las brumas de los países soñadores consolado por Gambrinus,8 improvisando cantos de deleite o de inefable dolor, o confiando al papel vuestras meditaciones abstrusas, cantor del placer y de la angustia eternos, filósofo, poeta y artista, yo os saludo en la inmortalidad. (Baudelaire, 1993, p. 93)
En estas líneas, la consideración de Baudelaire por Liszt es notoria, pero se agranda después de que el primero leyese el libro del segundo De los bohemios y su música en Hungria. De su lectura se desprende que las conexiones entre ambos artistas iban más allá de una amistad casual. Esta obra, publicada en París en 1859, es una recreación de la idiosincrasia de los zíngaros, así como de su apasionada música, que subyace en la base de las Rapsodias húngaras (1846-1885) del compositor austrohúngaro. La libertad de la errancia, su alegría, su orgullo, la singularidad de su lengua y sus costumbres, el rechazo institucional y normativo de todo lo ajeno, y su fuerte vínculo grupal son algunas de las características de los romanís, que han querido verse traducidas en Liszt9 en la escritura fragmentaria de una "epopeya bohemia", cargada de orientalismos, fantasías pianísticas, cambios tonales, falta de acordes transitorios y, sobre todo, individualidad y libertad estructural (Berton, 2018). En definitiva: poetización de la música y musicalización de la poesía que Baudelaire cristaliza en su literatura.
En "Las vocaciones", parágrafo de El spleen de Paris, Baudelaire refiere, por boca de un niño, la historia de tres músicos bohemios que tocaban en una feria popular así:
Eran altos, casi negros y muy altivos, aunque bien andrajosos, y tenían aspecto de no necesitar a nadie. Sus grandes ojos oscuros se volvieron totalmente brillantes mientras tocaban música; una música tan sorprendente que tanto da ganas de bailar como de llorar, o de hacer ambas cosas a la vez, y uno se volvería como loco si los escuchara demasiado rato. Uno de ellos, al deslizar el arco sobre el violín, parecía contar una pena, y el otro, al hacer saltar su martillito sobre las cuerdas de un pequeño piano colgado de su cuello por una correa, parecía burlarse del lamento de su vecino, en tanto que el tercero chocaba de cuando en cuando sus platillos con una extraordinaria violencia. Estaban tan contentos de sí mismos que continuaron tocando su música salvaje incluso después de dispersarse de la muchedumbre. Por último, recogieron sus monedas, se cargaron los bultos a la espalda y se marcharon. Queriendo yo saber dónde vivían, los seguí de lejos, hasta el lindero del bosque; solo entonces comprendí que no vivían en ninguna parte. (Baudelaire, 1993, pp. 90-91; Correspondance inédite de Hector Berlioz 1819-1868, Calmann Lévy, Paris, 1879)
Pero, de todos los compositores que impresionan a Baudelaire, Richard Wagner es su predilecto. Su relación es compleja y enormemente subjetiva; se diría que el sentimiento que el gran músico despierta en el poeta es de entrega total. Esta admiración se origina en 1860, año en el que Wagner, ya conocido y celebrado en Alemania, viaja a París para presentar en la Salle des Italiens fragmentos de sus óperas Tanhäusser, Lohengrin, El holandés errante y Tristán e Isolda. El público se arrodilla ante él, pero "los imbéciles críticos", entre los que figura el virulento François-Joseph Fétis, son despiadados en sus juicios al tacharlo de simple músico teórico, argumentando que alguien que razona tanto no puede producir obras bellas o que sus partituras son únicamente un medio para verificar sus teorías.
Avergonzado por el mal trato dispensado a su ídolo, admitiendo que en Francia la música recibe menos atención que la literatura, pero subyugado por un trabajo compositivo que califica como "música del porvenir", Baudelaire escribe una maravillosa carta a Wagner fechada el 17 de febrero de 1860, de manera desinteresada y sin esperar a cambio nada de él (Baudelaire, 2013, pp. 7-10).10
En esta carta conceptúa la creación wagneriana de ardiente y despótica, intensa, explosiva, solemne, desbordada de grandeza en sonidos y pasiones, excesiva. Es en este exceso, muy en su línea poética, en donde Baudelaire se identifica más con la música de Wagner, reconociéndola como suya y apropiándose de esta, debiéndole el haberse encontrado consigo mismo en sus notas y acordes. Paralelamente, sostiene que, tras escuchar el referido concierto, ha experimentado una epifanía, algo nuevo que apenas puede definir: "[...] vislumbré plenamente la idea de un alma moviéndose en un medio luminoso, de un éxtasis hecho de voluptuosidad y conocimiento, que se cernía por encima y muy lejos del mundo natural" (Baudelaire, 2013, p. 21). Esta impresión recibida, más cercana a la mística que al simple disfrute musical, se comprende en lo que Michel Hulin (2007) ha definido como "mística salvaje", "sentimiento oceánico" o experiencia espontánea indescriptible e inefable, alejada de la precisa tipificación religiosa. "[...] sensación de la beatitud espiritual y física, del aislamiento, de la contemplación de algo infinitamente grande e infinitamente bello, de una luz intensa que regocija los ojos y el alma hasta el desmayo", escribiría Baudelaire (2013, p. 21), intentando verbalizar sus emociones y su arrebato estético y espiritual. Regresamos, una vez más, a la aspiración de la música como "lenguaje de lo sagrado" o como absoluto. No obstante, se significa cuando en esta misma carta habla de un "éxtasis religioso" experimentado en la escucha de la "Fiesta nupcial" de la ópera Lohengrin. ¿Estamos ante un Baudelaire antirreligioso, pero creyente? Por supuesto que sí -el marchamo del catolicismo en el pensamiento francés es innegable-, al igual que lo había sido su predecesor Voltaire quien, pese a su furia anticlerical, defendía la necesidad de la existencia de un Dios como principio de orden en el mundo. El exjesuita y escritor argentino Leonardo Castellani así lo vio, al definir la posición moral del poeta francés con estas palabras:
No voy a canonizar a Baudelaire: ciertamente no es una lectura para chicas que se alimentan de bocadillos y de novelas yanquis, ni para chicas en general, ni para beatos, ni para burgueses, ni para burros, ni para sacerdotes no advertidos, ni para hombres sin percepción artística, ni para la inmensa parroquia de la moralina y de la ortodoxia infantil. Asomarse al abismo no es para todos; y el abismo está presente en Baudelaire como en ningún otro poeta de todos los siglos. (Castellani, 1955, p. 215)
Al borde de un mismo abismo, aunque moral y estéticamente antagónico, parece posicionarse Nietzsche. En la literatura de la filosofía musical, los más que elogios que Wagner recibe de Baudelaire contrastan con los ataques de Nietzsche quien, después de haber sido "el más inteligente, sensible y devoto de sus admiradores" (Gavilán, 2013, p. 49), acabaría siendo el mayor de sus detractores. Este cambio de parecer se produce con motivo del estreno de Parsifal (Aranda, 2021), la última ópera del compositor alemán, en la que el filósofo ve un cambio de sentido en la creación wagneriana que le repugna ostensiblemente, al relacionarlo con los dictámenes de la moral cristiana, basada en la compasión, la caridad, la culpa, el castigo y la redención y, por ende, contrariamente opuesta a las directrices del pensamiento trágico y la afirmación de la voluntad. Todo este aborrecimiento, de manifiesto en la obra de Nietzsche El caso Wagner (2002), acabaría con una larga amistad entre el viejo maestro y el joven discípulo.
Vincular al maniqueo y radical binomio amor-odio, que involucra a Wagner, tanto las opiniones elogiosas de Baudelaire como las despreciativas de Nietzsche es quizá reducir al absurdo las respectivas posturas vitales y concepciones creativas de tres genios. Así, al menos, parece decirlo Philippe Lacoue-Labarthe en un brillante trabajo titulado Baudelaire contra Wagner (1981, pp. 23-52), prescindiendo de semejanzas o diferencias ideológicas o afectos correspondidos o traicionados para centrase en un aspecto sustancial de su relación: la reconsideración de la literatura como concepto moderno en la comparación entre la poesía y la música (Lacoue-Labarthe, 1981, pp. 23-24).
Es Wagner quien, a juicio del pensador tourangeau, permite abrir la polémica de la primacía de las artes, privilegiando al teatro en detrimento del género narrativo y a la poesía en relación competitiva a la música, alterando la jerarquía metafísica de las artes que propone Hegel en la segunda parte de sus Lecciones sobre la Estética (2007).
Por su parte, Lacoue-Labarthe, tras el análisis de los textos wagnerianos y baudelairianos reconoce, citando a Baudelaire, cómo el poeta se ve arrastrado por la tendencia de llegar "[...] hasta los límites de su arte, límites que rozan inmediatamente los de la música y, por consiguiente, la obra más completa del poeta debería ser aquella que, en su perfección última fuera una música perfecta" (Baudelaire, 2013, p. 32). La única forma, el único lenguaje más allá del signo, de explicar realmente el mundo, es decir, la música es -tal como calificaría Nietzsche refiriéndose a la ópera Tristan eIsolda- "opusmetaphysicum". En este escenario, Baudelaire y su poesía pareciera que se someten a la superioridad de la música. No es así.
CONCLUSIONES
En suma, ¿cuál sería la respuesta de Baudelaire a Wagner? Mejor dicho, ¿de la poesía a la música? ¿En qué posición de preeminencia queda la una sobre la otra? Philippe Lacoue-Labarthe ve en esta rivalidad una solución que adjetiva de simple: "La alternativa es, pues, muy sencilla [escribe el filósofo]: o la poesía se ciñe, sin más, a su elemento, el lenguaje, y se convierte en filosofía […] o la poesía debe fundirse, «resolverse» en la música" (Lacoue-Labarthe, 1981, p. 31).
Será pues en el ámbito de la filosofía donde ambas artes van a encontrarse conciliándose, ya que no solo se ven arrastradas naturalmente a la reflexión filosófica, sino que, al igual que la poesía, la música por sí misma genera ideas, "ideas-melodías", aceptadas por Liszt y, en apariencia, negadas por Baudelaire que, en contra de lo que siente, y se expresa en su literatura, piensa que la música únicamente es capaz de sugerirlas. Sin menoscabo de ninguna de estas ideas, a la equivalencia total de ambas artes Lacoue-Labarthe pondría una condición:
Esto solo se aplica, por otra parte, en la medida en que las «ideas-melodías» de este tipo de música-escritura están bien «concatenadas». En otras palabras, es el sistema o la estructura que hace al sentido, y no el «signo» en sí. Esto implica oposición y conjunción, recurrencia, orden, en definitiva, composición. La música solo es poesía porque es, en su naturaleza y función escritural, un sistema. (Lacoue-Labarthe, 1981, p. 52)
Un sistema compartido, sí, pero más que eso: también es el imperio de los sentidos fusionados, pasión subjetiva, mismidad, huida, mística y aspiración a la trascendencia, a algo más allá de lo inmanente; más allá de este mundo. Baudelaire concluiría:
La música, otra lengua cara a los perezosos o a los espíritus profundos que buscan solaz en la variedad del trabajo, os habla de vos mismo y os cuenta el poema de vuestra vida; se incorpora a vos y vos os fundís en ella. Habla a vuestra pasión no de una manera vaga e indefinida, como lo hace en vuestras veladas indolentes un día de ópera, sino de una manera circunstanciada, positiva, marcando cada movimiento del ritmo, un movimiento conocido de vuestra alma, transformándose cada nota en palabra, y entrando el poema entero en vuestro cerebro como un diccionario dotado de vida. (Baudelaire, 2008, pp. 54-55)