Introducción
Durante los últimos años hemos presenciado un auge de expresiones políticas calificables como populismos de extrema derecha, un alza que parece tomar por sorpresa a los estados que se ubican dentro de los márgenes del mundo globalizado, para quienes la lógica de la democracia liberal era una suerte de camino sin sobresaltos en el que la vida política se desarrollaría cada vez más como una tecnología de la eficiencia en lugar de ser un terreno de elaboración del antagonismo. La realidad se ha encargado de sacarnos de este sopor. Al menos este sorpresivo y poco feliz despertar ha tenido la virtud de volver a poner sobre el tapete de la vida colectiva -una vida que parecía reducirse a la capacidad de participar con mayor o menor suerte del mercado- la relevancia de la política. La aparentemente tersa superficie de la vía democrática liberal, mucho más centrada en una economía reducida a técnica despolitizada que a la tramitación del conflicto ideológico, dio paso abruptamente a una accidentada senda por la que vuelve a transitar la confrontación política. Lo que parecía ser objeto de consenso en el orden del funcionamiento neoliberal se presenta de pronto como un terreno en disputa y que requiere forzosamente un retorno de la política (Zürn, 2014).
Ya sea en su versión de centroderecha o socialdemócrata, el imperio tecnocrático del liberalismo y el neoliberalismo se ha visto cuestionado (Sanahuja, 2019). El problema es que esta repolitización, que podría parecer una buena nueva en el marco del adormecimiento general de la vida política en las democracias de cuño liberal, ha tomado un talante sombrío al abrazar una serie de ideales que, tanto en términos retóricos como materiales, suponen la exclusión del otro y la revaloración de una lógica del enfrentamiento entre amigos y enemigos, entre ellos y nosotros. Como lo ha hecho ver Zürn (2014), el oscuro revés de la repolitización de las democracias liberales es la instalación de discursos anti cosmopolitas, nacionalistas y de ultraderecha, dirigidos no a las elites, sino a los olvidados por la bonanza de la globalización. Se trata de una cuestión preocupante en la medida que en este escenario ideológico se pone en juego la validación de la violencia como medio de instalación de los objetivos políticos de ciertos colectivos.
Este contexto nos desafía a volver a poner en marcha el trabajo de la crítica y la interpretación, un trabajo que algunos suponían agónico e impotente ante la supuesta evidencia del fin de la historia. Si efectivamente estamos ante la presencia de un retorno de lo político, nos vemos confrontados al desafío de alcanzar alguna inteligibilidad del conflicto. A este reto responderemos desde lo que podría parecer una particular vereda: la perspectiva que el psicoanálisis puede aportar para comprender el resurgimiento del autoritarismo y la violencia en el seno del juego democrático. Podría parecer extemporáneo responder a este llamado, a la labor de la interpretación desde una disciplina a la que se le supone un saber sobre las particularidades intrapsíquicas de los sujetos y que, aparentemente, tendría más que aportar en el terreno de la experiencia subjetiva individual y los malestares del alma. Veremos que este supuesto es históricamente inadecuado en tanto el psicoanálisis desde muy temprano abordó el problema de la interpretación de fenómenos socioculturales, dando cuenta de una relación de imbricación y continuidad entre las condiciones de la cultura, el funcionamiento social y los modos en que estos fenómenos encuentran un lugar de encarnación en la experiencia del sujeto. Esta arista del psicoanálisis ha puesto de manifiesto el valor heurístico de sus estrategias interpretativas para arrojar luz sobre los conflictos y malestares de la cultura.
La obra freudiana nos ofrece ricos ejemplos de los intentos del padre del psicoanálisis por aplicar su método en la interpretación de fenómenos culturales, propuestas que encontraron eco en la conocida teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, de la cual destacaremos en el presente trabajo los aportes de dos autores en particular, Wilhelm Reich y Theodor Adorno, quienes se aproximaron al arsenal conceptual aportado por Freud, a fin de profundizar la crítica marxiana de la economía política, y cuya reflexión sigue aportándonos esclarecedoras ideas para pensar la actual oleada de autoritarismo político. También tomaremos los aportes de Walter Benjamin, quien mantiene una relación más indirecta con el psicoanálisis que los autores antes mencionados, pero que sin embargo abordó el concepto de inconsciente desde la perspectiva de su función estratégica para sostener una crítica de la modernidad.
El afianzamiento de discursos de extrema derecha no solo se ha producido en la Europa contemporánea (Wodak, 2015), sino que también ha encontrado expresión en América Latina, con los casos de Bolsonaro, en Brasil, y Kast, en Chile, como algunos de sus ejemplos más conspicuos. Un aspecto que resalta en el análisis de las razones de esta creciente ola de autoritarismo político es que entre sus fundamentos se encontrarían fuertes corrientes subjetivas. Como han planteado Pippa Norris & Ronald Inglehart (2019), el actual afianzamiento de populismos autoritarios de derecha sería la manifestación de un cultural backlash, en la que se expresaría una reacción de naturaleza identitaria ante la amenaza que los valores liberales representan para ciertas concepciones tradicionales de la realidad social. En el núcleo de esta respuesta, encontramos el apego apasionado a ciertos valores, que revela su contracara; es decir, el intenso temor que se ve movilizado ante aquello que es percibido como una amenaza a un núcleo identitario -profundamente mítico e imaginario- investido de un profundo valor afectivo. Este apego se expresa, entonces, bajo la forma de una intensa valoración de una supuesta tradición, como también en una respuesta de agresión defensiva hacia lo que viene a poner en riesgo el amado núcleo identitario.
Estos apegos apasionados a los que apela el populismo de extrema derecha para desplegar su influencia política son indicativos de lo que cabría llamar el factor libidinal, puesto en juego en el escenario político actual. Como lo ha hecho ver Barnaby Barratt (2020), el aporte esencial que el psicoanálisis puede hacer para la comprensión del resurgimiento del autoritarismo político es su capacidad para dar cuenta de la singularidad erótica que alimenta nuestra adherencia apasionada a un sentido de identidad, una fuerza que se orienta hacia el dominio y anulación sobre cualquier cosa que percibamos como representante de la alteridad. Para Barratt, el aporte de las ideas de Reich sigue siendo valioso ya que sus argumentos acerca de cómo el temor hacia nuestros diversos impulsos eróticos -con la consecuente represión que esto implica- alimenta el apego a los compromisos autoritarios, lo que nos permite comprender el oscuro y poderoso encanto que ejercen los discursos neofascistas de la extrema derecha contemporánea.
Los aportes de Benjamin nos permitirán apreciar la relevancia de situar la memoria y la historia para el ejercicio de una consciencia política del presente. En un gesto teórico que guarda una serie de relaciones con el concepto de la Nachträglichkeit freudiana, las ideas de Benjamin nos mostrarán la relevancia de un reconocimiento crítico del pasado en el presente, a través del cual se rompe la ilusión continuista de la repetición o el apego melancólico a un pasado que debiera actualizarse sin variaciones, tal como propugnan los discursos de la derecha extrema a través de una apología de la tradición, la que no sería sino la repetición incesante de ciertos ideales que se enraízan míticamente en un pasado puramente ficcional, pero que opera como una poderosa barrera que pretende detener la operación de la crítica y la transformación del presente. El pensamiento benjaminiano nos permitirá criticar la naturaleza de la estrategia de memorialización puesta en juego por la extrema derecha, la que por un lado propugna un apego a cierta tradición nacional fantasmática, mientras que por otra parte pretende renegar y anular la evidencia histórica y el trabajo mnémico en que se ve representada su colusión con diversas formas de violencia y autoritarismo. Una crítica de la violencia por la vía del reconocimiento del papel desacralizador de la memoria, una recuperación de la memoria que permite confrontar la mito-política de la extrema derecha.
Antecedentes conceptuales sobre psicología de masas del fascismo
Para pensar el fenómeno del auge de discursos de extrema derecha en Chile, vehiculizados por el líder político del reciente Partido Republicano, José Antonio Kast, sostendremos la tesis de que la teoría crítica del fascismo europeo, surgida de la escuela frankfurtiana en la década de los 30 -en particular de Wilhelm Reich y Theodor Adorno-, es un antecedente teórico fundamental. Para construir lecturas posibles de la emergencia de nuevos modos de radicalismos de derecha en el siglo XXI, en el marco del cono sur, y específicamente en Chile, sin duda habrá que situar el actual contexto geopolítico y las particularidades de la sociedad chilena, evitando con ello una asimilación directa de las tesis europeas. Se trata, entonces, de desplegar algunos argumentos de los autores mencionados con el propósito de contribuir con ciertos eslabones fundamentales para tejer pensamiento e hipótesis al respecto.
Para Reich (1989), escribiendo en la Alemania de los años 30, la pertinencia del psicoanálisis para el estudio de los fenómenos sociales, que es lo que lo convierte en psicología social, radica en el abordaje de lo que constituye la conducta irracional del ser humano.1 Hay que dejar claro, no obstante, que la concepción de Reich sobre lo irracional que pretende ser dialéctica no es separable de lo racional, ni de las condiciones que lo configuran, ya que “lo irracional tiene también su razón de existir” (p. 51).
Por su parte, Theodor Adorno (1972) sostendrá un argumento similar para pensar fenómenos sociales como el fascismo. Adorno plantea que no es que el fascismo manipule a los seres humanos, sino que los toma por lo que son, al apelar a una libido de la cual el yo y la racionalidad no pueden hacerse cargo. La irracionalidad de la propaganda fascista pasa a ser racional desde el punto de vista de la economía pulsional que promueve la gratificación por medios identificatorios. Pero no se trataría para Adorno de que las masas sean fascistas por su estructura pulsional sino de que “el fascismo define un área psicológica que puede ser explotada con éxito por las fuerzas que lo promueven a partir de intereses propios, y que no son en absoluto psicológicos” (p. 379). Para Adorno “el fascismo no es solamente la reaparición de lo arcaico, sino su reproducción por la civilización y en el propio seno de esta, que actúa desviando una energía primaria libidinal en el nivel inconsciente hacia objetivos políticos” (p. 411). Siguiendo las tesis de Freud (1921) relativas a psicología de las masas, el autor sostendrá que el individuo satisface, entonces, estos impulsos inconscientes libidinosos y agresivos estableciendo un lazo erótico-identificatorio con el padre primitivo personificado en la figura del líder (fascista). Relativo a las técnicas de propaganda masiva del relato fascista lo fundamental es producir agitación sugestiva bajo técnicas hipnóticas propias de la lógica de esta psicología de masas.
La afinidad con Reich en este punto es clara. De hecho, la definición del fascismo planteada por Reich es fundamentalmente psicológica, lo que crea enormes problemas conceptuales, ya que, por ejemplo, involucra una subvaloración de la problemática ideológica, historiográfica y política implicada. El problema que investiga Reich (1933) no considera -al menos protagónicamente- la emergencia del fascismo en relación con los procesos de concentración y centralización concomitantes a la creciente monopolización del capital, la competencia entre las potencias capitalistas rivales, y también los intentos de revertir y sofocar las olas revolucionarias marxistas que se presentaban en Europa durante y después de la Primera Guerra Mundial. El fascismo es definido por el autor como: “la expresión políticamente organizada de las estructuras del carácter del hombre medio, de una estructura que no está ligada ni a determinadas razas ni naciones ni a determinados partidos, sino que es general e internacional”. (p. 11)
Los mitos nacionales movilizadores de emociones son un elemento que Reich considera centralmente en su lectura -al igual que buena parte de la escuela de Frankfurt-. Dahmer (1983) señala que Reich tiene una perspicaz lectura del papel de la manipulación de lo irracional en la política y de la fuerza social del irracionalismo expresada en el movimiento nazi mediante la fantasía. Por ello Reich (1933) ubicaría la lucha antifascista no sólo en las elecciones, los sindicatos, la lucha por el poder político, sino también en la familia, en la iglesia, en la sexualidad. La batalla de Reich está en la cotidianidad de la cultura.
En la concepción de Reich (1989), el fascismo es producto de un ambiente moral, cuya célula germinal central es la familia patriarcal, que el nazismo recupera como símbolo. Esta línea analítica trazada por Reich lo lleva a prestar especial atención a la situación de la niñez y el desarrollo psíquico, la juventud y la mujer en el fascismo. Especialmente, sostendrá que en la familia patriarcal2 se reprime sexualmente a los niños y a las mujeres, y se educa en la obediencia. Esto lleva a una idealización de la madre, asexuada, que es retomada como símbolo con fuerza por el nazismo. La sacralización política versa: “La patria es la madre de la vida, no lo olvides jamás, sentencia Goebbels” (Reich, 1933, p. 92).
En este sentido, las metáforas que ligan la dimensión familiar con la política implican sacralizaciones de ciertos símbolos tomados de la exaltación y el honor que encuentran lugar en la familia patriarcal. Por caso, la figura del hombre como representante de la ley y el Estado autoritario. Ello contribuye en la comprensión de la dependencia e identificación con personajes masculinos autoritarios como Hitler. El Führer, encarnaría al padre severo, pero también protector. “No se trata por lo demás, de una figura que apabulla, ante la que se busca establecer distancia, sino todo lo contrario la identificación lleva a sentirse-una-misma-cosa-con-el-Führer” (Reich, 1933, p. 96). De modo que esta suerte de sacralización de la política funciona no sólo por los rituales y la sugestión, que son facilitadores, sino fundamentalmente porque las personas ya han sido socializadas para esta sumisión. La familia patriarcal sería así “el más importante lugar de producción del hombre reaccionario y conservador” (Reich, 1933, p. 138).
En lo que se refiere a los imaginarios derivados de la idealización de la madre, del honor patriarcal y de otros elementos de la ideología fascista encontramos, por ejemplo, el análisis de un escrito de Goebbels, De verfluchen Hakenkreuzler, en que respondiendo a la pregunta de si un judío era un ser humano escribe:
Si alguien le da a tu madre latigazos en la cara, le dirás ¡Muchas gracias! ¡Él también es un ser humano! No es un ser humano, ¡es un monstruo! ¡Cuánto peor han tratado los judíos a nuestra madre Alemania y siguen haciéndolo hoy día! Los judíos han corrompido a nuestra raza, minado nuestras fuerzas, socavado nuestras costumbres y roto nuestra energía. (Reich, 1933, pp. 92-93)
Esta lógica del enemigo3 que instala el discurso fascista se asienta sobre mecanismos psicológicos inconscientes e irracionales. Lo fundamental de la psicología de masas será, entonces, considerar la dimensión espiritual que atraviesa a la política.
Benjamin y lo inconsciente colectivo en contra de la clausura del pasado como un devenir causa-efecto
La naturaleza inclasificable, hermética, original y oscura de la obra fragmentaria de Benjamin es considerada en un lugar especial dentro de escenario político intelectual del siglo XX (Arendt, 1990; Löwy, 2002; Agesta, 2011), principalmente, por distanciarse de las corrientes de pensamiento sobre un saber histórico que caracterizan la época.4 El pensamiento benjaminiano “consiste, antes bien, en una crítica moderna de la modernidad (capitalista e industrial)” (Löwy, 2002, p. 14), donde el cuestionamiento se centra en la “concepción historicista del desarrollo social basada teóricamente […], en el supuesto de un tiempo homogéneo y vacío como continente del progreso técnico, la expansión económica y el paulatino cumplimiento de las metas progresistas de índole social y cultural” (Sazbón, 1996, p. 33). La intención de Benjamin (2004) es no clausurar el pasado a una relación causa-efecto, a diferencia de lo planteado en la lectura de la historia del siglo XIX por parte de la dialéctica de la ilustración, que supone el advenimiento inevitable del fascismo como consecuencia de la construcción ideológica previa en términos de progreso y capitalismo. Sin embargo, lo que aparece como una tesis adversa a la de Benjamin es planteado por Traverso (2017) al referir que en el mundo, al inicio de los 90 “el fin del socialismo real paralizó y, en cierto modo, prohibió la imaginación utópica, promoviendo el éxito efímero de una visión escatológica del capitalismo como «horizonte insuperable» de las sociedades humanas” (p. 87); esto a su vez “ha favorecido el redescubrimiento de una visión melancólica de la historia como rememoración (Eingedenken) de los vencidos -de la que Walter Benjamin ha sido el intérprete más destacado- que pertenece a una tradición oculta del marxismo” (p. 79).
Más allá de la dimensión melancólica que acuña Traverso sobre la intención benjaminiana de reivindicar la historia de los vencidos, es su particular concepción sobre la historia subyacente a esa premisa la que nos permite sostener un inconsciente de lo político. En una historiografía positiva, el presente se construye con base en una concatenación de eventos en una línea de tiempo que toma un acontecimiento como algo estable, mientras que el giro copernicano en la comprensión historiográfica en Benjamin invierte esa relación, el reverso dialéctico del pasado, hasta que permite el despertar de la conciencia (Naishtat, 2016).
Como refiere Agesta (2011): “El materialismo dialéctico de Benjamin pretendía aniquilar el mito de una continuidad reificada, de una repetición permanente de lo mismo que aseguraba el desarrollo “natural” de los acontecimientos” (pp. 11-12). La dificultad es planteada en abstraerse de pensar el acontecimiento como una consecuencia del orden de las cosas y desde aquí situar el Jetztzeit,5 como categoría filosófico-histórica que implica recuperar el pasado olvidado, las experiencias límite para la construcción de una conciencia colectiva que permita hacer saltar el continuum de la historia sostenida en los discursos sobre el progreso: “No se trata, por ende, del recuerdo muerto, estereotipado, repetido a saciedad, sino de la memoria involuntaria, que es singular, que nos asalta en un «shock», de improvisto y suspende el presente” (Naishtat, 2016, p. 132).
Benjamin (2000) sostenía que “la historia se descompone en imágenes, no en historias” (p. 151), lo que implicaría, en este sentido, que la construcción de la historia en tanto imagen es resultado del entrecruzamiento de diversos discursos sobre el progreso, sin olvidar, como menciona Gérard Noiriel (2022), que “en realidad, la derecha, la mayor parte del tiempo ha sido hegemónica, puesto que ella dispone de los medios de producción y de comunicación”6 (p. 51). Pero no es solo relevante la cara visible de la imagen, sino también su reverso, lo que cabría llamar el negativo inconsciente de la imagen histórica. Este negativo inconsciente está marcado por el movimiento del pasado, no solo en una corriente de exégesis de este, sino que se mueve velozmente en camino hacia el presente (Benjamin, 2000). La rememoración en Benjamin (2004), donde “la política obtiene el primado sobre la historia” (p. 394), supone una lógica análoga al Nachträglichkeit (après-coup) en Freud (1900 [1899]), la reelaboración en el trabajo de análisis, puesto que ambos son modos de vincular el pasado con el presente en un ejercicio reflexivo y de implicación de la conciencia.
Del mismo modo, el pasado, que nos vuelve en Benjamin a través de las ruinas, que son como vestigios involuntarios, va a permitir la rememoración como actividad interpretativa y reflexiva, esto es, la restitución del pasado oculto, que va a sustraernos del presente dado para abrir otro presente posible (Naishtat, 2016, p. 133).
Tanto Benjamin como Freud cuestionan la temporalidad lineal de la historiografía sostenida en la idea de un cientificismo, en la misma medida que se ocupan del trabajo del despertar de la conciencia, aunque para el primero refiere que su distancia respecto del segundo es un interés puesto entre lo psíquico individual y lo colectivo.
Es en la correspondencia entre Adorno y Benjamin (1998) que emerge la crítica que el primero hace en temas relativos a la concepción del inconsciente colectivo como una herencia de Jung. En esto refiere a la importancia que da Benjamin más al contenido manifiesto de la relación con los objetos que a las características inconscientes. Sin embargo, Benjamin trabaja sobre diferenciar consciente e inconsciente sin caer en dualismos psíquicos; así construye inconscientes asociados al reverso de lo orgánico (viscerales, pulsionales, sensoriales, ópticos y colectivos) que permiten el acceso a la imagen y su reverso (Mabille, 1936). Es a raíz de esto que la dimensión colectiva del inconsciente benjaminiano está constituida por los borramientos de memoria de los individuos, para en su lugar enfatizar las experiencias constitutivas de la cultura que pasan a ser parte de los grupos sociales y que, con formaciones simbólicas del arte, de la cultura del Yo, etc., se transmiten entre generaciones:
Poniéndose al paso de los surrealistas, Benjamin transforma profundamente la idea freudiana de inconsciente: lo que le interesa es la idea de un inconsciente colectivo, inscrito en la arquitectura, los gestos y posturas. Este inconsciente colectivo no tiene nada de los arquetipos jungianos, es profundamente histórico, incorporado a la estructura y la superficie de las cosas7 (Fabbri, 2012, p. 143)
Para Fabbri, la distinción entre el inconsciente freudiano y aquel planteado por Benjamin radica en que el primero supone una división dualista entre inconsciente y conciencia, la que se opondría a la propuesta teórica de Benjamin, quien se orienta hacia la conceptualización de una conciencia colectiva: “Este colectivo es el que tenemos que investigar para interpretar el siglo XIX -en la moda y en la publicidad, en las construcciones y en la política- como consecuencia de la historia onírica” (Benjamin, 2004, p. 394). En palabras de Ibarlucía (1998): “Freud busca explicaciones para la vida íntima del paciente o leyes universales del trabajo onírico individual, Benjamin rastrea la fisonomía de la cultura material de una época, las configuraciones ideológicas concretas de los procesos económicos en el cuerpo social” (p. 64).
Fantasmagorías de la dictadura y las “políticas del olvido” como escenario del resurgimiento del fascismo
Benjamin plantea que la creación de fantasmagorías como materiales culturales del pasado se ha impuesto sobre el telón de la interpretación del Tiempo homogéneo (vacío); en otras palabras, plantea una relación del Tiempo presente, como momento fugaz, Jetztzeit, con el Tiempo pasado y latente, relación de la cual fluirán las imágenes y sus reversos, como huellas (mnémicas), dispuestas para el futuro. Pero ¿qué pasaría si en el marco de la historia construida por los vencedores se niega al acceso a la construcción de memoria por parte de los vencidos?: Traverso (2017) responderá afirmando que “no se trata de erigir un monumento […]. A diferencia del discurso humanitario predominante que sacraliza la memoria de las víctimas ignorando, incluso rechazando, sus compromisos, la melancolía revolucionaria dirige su mirada a los vencidos” (p. 80); es decir, lo anterior implica abrir las posibilidades (voluntarias) para la emergencia del recuerdo (involuntario)8 posibilitando así la redención de los vencidos.
En Chile, desde el retorno de la democracia, en la coyuntura política entre 1990 y 1995, existió una suerte de “política del olvido”, un ejercicio de negación que pretendía producir una borradura de la memoria reciente. Es decir, una ejecución que recorre un sendero específico que implica la administración de los medios y recursos posibles para la instrumentalización del olvido como agente activo de una solución política.
Primer gobierno de Aylwin y una estrategia donde hacer política consistía en andar en puntillas […] por una especie de consenso de olvido, de silencio, de negar muchas cosas, de no insistir en la crítica a la dictadura, ni iniciar juicios contra la dictadura; de soportar a Pinochet que seguía jugando un papel político, de tratar con suavidad los intentos de Pinochet de polarizar la sociedad durante el gobierno de Aylwin y, posteriormente, en el gobierno de Frei Ruiz Tagle, de generar situaciones que tenían que ver siempre con cuestiones personales, pero que las convertía en fenómenos políticos que movilizaban a las fuerzas armadas. Mostraba su poder”. (Moulian, 2008, p. 164)
Junto a lo anterior, la Ley de Amnistía (1978) que pretendía dejar impunes a los autores intelectuales de los delitos de lesa humanidad ocurridos en la dictadura, a lo que podemos sumar como la aprobación y publicación en democracia de la Ley Valech9 19.992, la cual, junto con medidas de reparación a las víctimas, impuso que “los documentos, testimonios y antecedentes aportados por las víctimas ante la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura […] son secretos durante el plazo de 50 años” (Art. 15). Es decir, es un marco que regula y administra las decisiones políticas y jurídicas a propósito de lo que está permitido recordar. Es en este contexto que la articulación político-jurídica del recuerdo se constituye, en términos benjaminianos, como una
fantasmagoría, en cuanto se la reterritorializa desde el pacto entre los representantes políticos de la dictadura, los partidos políticos de centro derecha, las izquierdas legalizadas y la social democracia, especialmente desde la representación neoliberal de la propiedad y la libre movilidad del capital. (Hernández Gutiérrez, L. 2018, p. 129)
Por una parte, hacer saltar el continuum de la historia supone el enlace del Jetztzeit con el tiempo pasado que implica la construcción de obras que permiten el acceso al despertar de la conciencia, pero, por otra parte, el acontecer político en el marco de las políticas del olvido impone el ejercicio de la negación del pasado como clara articulación del poder, el resultado anula el enlace fantasmagórico posibilitando, en ausencia de una condena verdadera, el resurgimiento del fascismo como devenir político posible. Es decir, aquello que está a la base de una concepción del inconsciente colectivo en Benjamin, como una “construcción histórica auténtica basada en la experiencia de la clase oprimida [estaría cercano a la posibilidad]10 del estar consciente del proceso de autoalienación característico del capitalismo” (2004, p. 137), y por ello no es extraño que, el resurgimiento posdictadura de una extrema derecha se asiente sobre el fondo de la figura negacionista de José Antonio Kast, como representante de un mecanismo de imposibilidad del recuerdo, del despertar de la conciencia de la opresión.
Auge del discurso de extrema derecha en Chile y surgimiento del Partido Republicano
Para pensar esta constelación de ideas aplicadas al caso de Chile,11 plantearemos una serie acotada de elementos que sitúan un contexto particular de política contingente.
La revuelta popular, desplegada desde octubre de 2019, reveló la profundidad de las transformaciones culturales en la sociedad chilena, las que se reflejan en demandas populares que se orientan hacia tendencias más liberales en lo moral y más estatistas en materia de derechos sociales. Asimismo, la apertura de un proceso constituyente formal evidenció el multitudinario deseo de provocar cambios estructurales y superar sustantivamente las variadas desigualdades sociales (Campos, 2021). En el contexto actual, marcado por el éxito de la opción apruebo en el plebiscito de entrada del proceso constituyente, y por la crisis sanitaria y económica desencadenada por la pandemia, se ha producido una radicalización del sector de la centroderecha hacia expresiones más conservadoras y autoritarias. En este contexto hemos de examinar algunos elementos ideológicos y simbólicos característicos del reciente Partido Republicano de Chile.
Cabe señalar que este partido surge desde la coalición tradicional de centroderecha operativa por décadas en Chile, como una nueva fuerza política que representa una derecha de corte radical, que pretende reinstalar en la sociedad medidas conservadoras, como el modelo hegemónico de familia o la negación de derechos sexuales y reproductivos,12 y otras medidas autoritarias, nativistas13 y ultraliberales económicas, desafiando con ello el reordenamiento de las fuerzas políticas.
Los orígenes del Partido Republicano se remontan a la candidatura presidencial independiente de José Antonio Kast, en 2017, quien renunció a las elecciones primarias de “Chile Vamos” (coalición de centro derecha) como forma de protesta contra el sector. Tras obtener el 7,93 % de los sufragios en la primera vuelta (Servicio Electoral de Chile, 2020), en abril de 2018 fundó el movimiento político-social Acción Republicana, actual base social del partido. En junio de 2019, el partido fue inscrito sobre una declaración de principios radicalmente tradicional en su concepción de sociedad: conservadores en temas morales; en defensa del libre mercado; y propulsora de la subsidiariedad -focalizada- como relación ideal entre los individuos y el Estado (Partido Republicano de Chile, 2019).
El radicalismo de derecha sostiene una disputa ideológico-política, no sólo con sectores progresistas y de izquierda, sino también con los sectores moderados de la derecha liberal. Ahora bien, cabe decir que la radicalidad experimentada por la centroderecha chilena evidentemente no es un fenómeno puramente doméstico.14 Para Ignazi (1995) la expansión del multiculturalismo provocó tanto la radicalización -y polarización- de las posiciones progresistas, como la acumulación de demandas y frustraciones en los sectores conservadores, propiciando las condiciones adecuadas para la emergencia de partidos de extrema derecha. Como consecuencia, el sistema partidista en Europa occidental se reconfiguró estableciendo una nueva era política. Por el lado de la derecha, ocurrió una fragmentación entre partidos convencionales tendientes a la moderación y movimientos de extremas derechas reactivos a estos procesos. Para Campos (2021), este marco de análisis expone dos dimensiones clave para comprender el caso chileno. Por un lado, que al conflicto socioeconómico se suman nuevos clivajes posmateriales (elementos culturales y valóricos) que movilizan tanto a los sectores progresistas como neoconservadores y, por otro, que la emergencia de la ultraderecha se puede entender como un contramovimiento opuesto a la generalización de valores progresistas.15
De acuerdo con Rovira (2014, 2020) efectivamente, durante el giro progresista latinoamericano, la derecha regional, lejos de verse debilitada, profundizó el despliegue de estrategias de adaptación y lucha hegemónica por medio de mecanismos de acción no electorales -movimientos sociales, fundaciones o think tanks- y opciones electorales o liderazgos no partidistas.
En este concierto político podemos establecer ciertos interrogantes politológicos: ¿Acaso la constelación de elementos que en Chile han anudado neoliberalismo, estallido social-revuelta popular y pandemia, no representan las condiciones de posibilidad para la agudización de contradicciones en la lucha hegemónica política?: léase, radicalizar la revuelta emancipatoria y los procesos de socialización de la economía, o bien agudizar la lógica del capital bajo medios autoritarios.
Estos interrogantes surgen en el contexto de Chile del 2021, donde se han presentado coordenadas que configuran un difícil momento: estallido social, inestabilidad institucional, pandemia, crisis migratoria, conflicto chileno-Mapuche, ausencia de referentes éticos en el campo político, incertidumbre respecto del porvenir económico, entre otras. En dicho escenario, José Antonio Kast ha sostenido un discurso que apela a calmar ansiedades primarias de la ciudadanía, ofrecer la ilusión de certeza, seguridad y estabilidad psicológica. Es decir, apelar a la emoción, tal como Reich y Adorno describen en la narrativa fascista europea del siglo XX.
La coyuntura de la ola migratoria en el norte y la crisis con el pueblo Mapuche, en el sur de Chile, potenciaron la visibilidad de José Antonio Kast, en tanto que logró capitalizar políticamente dichas contingencias a su favor,16 instalando una narrativa de soluciones rápidas y eficaces al respecto. De hecho, la dimensión performativa del líder fascista aparece como algo central, caracterizándose por “el uso de una retórica antintelectual y de urgencia frente a los diagnósticos de crisis, clamando por medidas enérgicas y soluciones de sentido común” (Mudde & Rovira, 2019, p. 115).
Conclusiones
La aparente estabilidad de las democracias liberales de Occidente, en las postrimerías del siglo XX y al menos una parte del siglo XXI, proyecta la percepción de una política edulcorada, sin demasiadas fisuras, asegurada por la ahora malograda concepción del fin de la historia, con la que algunos teóricos quisieron lapidar forzosamente la dialéctica histórica de los procesos sociales.
El fenómeno de la globalización desembocó en una “imagen del mundo”, semblante de una sociedad “despolitizada”, que parece reducir a su mínima expresión las tensiones ideológicas, políticas y éticas que alguna vez caracterizaron los conflictos geopolíticos del siglo XX.
La idealización y la búsqueda activa de una democracia sin asperezas, tributaria de un modelo político y económico eficientista y tecnocrático, sin contrapuntos acentuados e inserta en la idea de una cultura global posibilitada por el propósito de un acceso universal a la tecnología, ha logrado mantener la frágil ilusión de un sujeto social monocromático, que se inserta adaptativamente en una sociedad de alto rendimiento y escaso malestar, rápidamente satisfecho por los alicientes del consumo y una participación ciudadana mediada por el poder de compra y la capacidad de endeudamiento.
Este escenario, en apariencia dócil y fluyente, se ha visto minado en los últimos años del siglo XXI por diversas crisis políticas, sociales y humanitarias a las que recientemente podemos agregar una pandemia sin precedentes, una crisis económico social en ciernes y diversos focos bélicos que enuncian la amenaza de una guerra a mayor escala.
Los efectos psicológicos de estas crisis han develado un nuevo modelo de administración de la vida (o la muerte) y han llevado a la necesidad de repensar críticamente lo político o re-politizar el escenario en que se juegan los conflictos del mundo contemporáneo.
Los procesos psíquicos del sujeto inscrito en la sociedad, o el problema del lazo social y su componente psicológico, están ampliamente abordados por diversos autores que, desde la psicología de las masas de Freud, en adelante, no abandonan los esfuerzos por dilucidar las complejas interacciones entre el sujeto y la sociedad, mediadas por mecanismos inconscientes que inciden en un incontrarrestable malestar, ínsito en la cultura.
Las sociedades contemporáneas occidentales han sido testigos de una revitalización de lo político que conlleva a modo de contraluz, un matiz tanático, donde discursos aparentemente superados o moralmente cuestionables, adquieren nuevos bríos y retornan en sociedades de todo el orbe, encontrando asidero en un gran número de ciudadanos, fuertemente identificados con valores conservadores, paradojalmente defendidos a través del ejercicio de una violencia fascista que halla su reflejo ya no en las élites, sino en el sujeto que padece estructuralmente la exclusión social, residuo de la anunciada y otrora esperanzadora bonanza neoliberal.
Tanto el psicoanálisis como el marxismo, que encuentran puntos de convergencia en el pensamiento crítico de la Escuela de Frankfurt, ofrecen múltiples claves para comprender este fenómeno, cuestión que debe ser leída considerando la brecha sociocultural e histórica que distancia al sujeto actual de los procesos vividos en la Europa del siglo XX.
En la reflexión que recae sobre el fenómeno particular vivido en América Latina, se han sumado al ya consabido método interpretativo de Freud, algunos aportes conceptuales de Reich, Adorno y Benjamin que facilitan la relectura de algunas ideas del pensamiento marxista y que permiten echar luz sobre la re-emergencia de los discursos de extrema derecha, particularmente llamativa en un país que ha querido incluso forzar la necesidad de una “transición pactada”, reflejo de los significantes de “pacificación” con los que fue abordado, por ejemplo, el conflicto de la Araucanía por parte del Estado chileno.
La búsqueda política de una estabilidad funcional ha desplazado los efectos de un trauma dictatorial muy reciente y particularmente violento, haciendo emerger diversas manifestaciones que podrían ser pensadas incluso como sintomáticas, en el sentido psicoanalítico del término.
En Latinoamérica, los discursos de la ultraderecha han persistido en ofrecerse como señuelos de un retorno a los valores más sólidos de la fundación del ideal patrio, mitos nacionales que movilizan complejos de emociones, escenificaciones de una pacífica coexistencia unitaria, que parecen ser el pilar de la constitución mítica de los países de la región, identificados con la tradición europeizante de la república que escotomiza el conflicto manifiesto vivido en territorios multiculturales, violentamente transformados en “países unitarios” a través de la ley.
En Chile, el ideal portaliano, retomado como el légamo moral de la dictadura de Pinochet, es una clara manifestación del apego apasionado al populismo de derecha, que insistía en la generación de un proyecto país propio, en las antípodas del sueño bolivariano, sostenido en una moral férrea y una institucionalidad proba, sumada a una identificación totémica con el discurso del padre de la patria y estrechamente vinculado a una Iglesia y un ejército marianistas que permanentemente proyectaban una sombra sobre el Estado y su alcance político, cuestión que durante los siglos XIX y XX se transformó en un claro intervencionismo de la Iglesia sobre el Estado y contribuyó a la construcción del imaginario de una nación fuertemente moralista, frecuentemente refrendado por sus constituciones políticas.
La pregunta por el resurgimiento del autoritarismo político es una nota sostenida en el aire, asimilable a la idea del retorno de lo reprimido. Se puede rastrear como una cicatriz que recorre toda América Latina, en la expresión de un estado de latencia de naciones que han sostenido su proyecto, su entrada a la modernidad y, podríamos decir, su supervivencia en gestos autoritarios y mitos moralizantes, como el apego a los valores tradicionales, de narrativas que, paradójicamente, provienen de otras culturas.
Las veces que la estabilidad de tales identificaciones valóricas se ha visto amenazada ocurren fenómenos donde la misma ciudadanía le demanda al poder político el ejercicio de una “mano dura” que devuelva la estabilidad de los procesos democráticos, cuestión hábilmente manejada por la dictadura de Pinochet, en su particular retorno a la democracia tutelada.
Podríamos, incluso, aventurar que el autoritarismo parece sostener los diques de una tendencia melancólica, autodestructiva, que tan claramente se palpa en el goce de un modelo económico que, al mismo tiempo, se desea rechazar permanentemente, pero que rebrota como una compulsión al consumo y las lógicas extractivistas de las economías latinoamericanas.
En la noción reichiana, la incidencia de los discursos autoritarios o fascistas se sostienen en el temor que el sujeto tiene respecto de su propio impulso, o el miedo a la masa, lo que robustece la necesidad del vínculo con una autoridad que imponga límites al descontrol propio del ser humano.
Si hacemos un ejercicio simple de observación histórica, apoyados en las ideas de Benjamin, es posible reconocer en el presente una serie de hitos donde la memoria autoritaria es sacralizada hasta la irracionalidad. Basta ver la cantidad de monumentos que inundan las ciudades en América Latina y que proyectan el ideal militar viril, de alta moral, que guía a su pueblo hacia la libertad y la luz.
El estallido social y la revuelta popular en Chile, vividos a partir del año 2019, permiten rastrear la estructura misma de las repeticiones que develan los elementos inconscientes del conflicto. La irracionalidad que obliga al sujeto a aferrarse a una cierta noción de la memoria histórica y que está marcada por la investidura libidinal depositada, por ejemplo, en el símbolo de una plaza visiblemente significada por la ciudadanía como un hito que marca la distribución de clase en la ciudad de Santiago de Chile: la Plaza Italia, reconocida por décadas como la bisagra que marca y divide al territorio en la clase alta y la clase baja (“Plaza Italia pa’arriba y Plaza Italia pa’abajo”).
Durante el desarrollo del estallido social y la revuelta popular en Chile, el Gobierno de Piñera desplegó una serie de actos que tenían como propósito la protección del monumento característico de la plaza, la tumba del soldado desconocido de la guerra del Pacífico, tutelado por la estatua del general Baquedano.
Como muy acertadamente apunta la idea de Benjamin, se puede percibir el apego irrestricto a la tradición, defendida con violencia irracional a través del cuerpo armado de la Policía chilena, con un alto contingente de efectivos que vigilaban casi permanentemente el hito. Los discursos de la derecha se enraizaban en una ficción del pasado, aquello que no es sino un fantasma de la tradición nacional, el mito de un solado anónimo ahora altamente investido y signado como un defensor de la patria, muerto heroicamente en una guerra que, como bien sabemos hoy, se desarrolló al servicio de intereses extranjeros.
La secuencia de gestos irracionales que rodean las decisiones políticas sobre el monumento de Baquedano llegó casi al paroxismo, se instalaron como formas de “memorialización” forzada que fragmentan y desplazan los trabajos de la memoria y seleccionan sólo aquellos hitos que mantienen viva la idea de una tradición conservadora. Tales gestos se ejercen ante la eventual amenaza que impone la “turba social” respecto del valor que encarna el símbolo.
Ante el terror que impone la posibilidad de disolución o refundación que anuncia la masa irracional, la decisión política consiste en arrancar el monumento de su pedestal, haciendo literalmente un agujero en lo simbólico, reforzado además por un muro que se erige para que su espacio vacío denote la relevancia del símbolo, como si su desaparición implicara un riesgo a la estabilidad misma de la tradición republicana.
Es sobre esta idea del “vandalismo irracional” que ejercen los grupos de izquierda organizada sobre un pueblo enceguecido, que se construye la necesidad de preservar el antiguo esplendor de la “otrora” Plaza Italia, rebautizada por la revuelta como “Plaza de la Dignidad”.
La posterior secuencia de gestos cosméticos que siguen el derrotero de actividades y discursos que se construyen en torno a la plaza son particularmente llamativos como apologías de la tradición e implican actividades tan prosaicas como reestablecer los jardines que embellecían la plaza.
En términos de economía pulsional, lo relevante es el evidente desplazamiento del conflicto de origen. Ya no se trata de un conflicto social producido por condiciones estructurales de inequidad, sino de la necesidad de reestablecer un país sumido en la amenaza de su propia disolución, cuestión que Adorno problematiza acertadamente, al indicar que la irracionalidad del discurso fascista adquiere una racionalidad a posteriori, dada por objetivos propiamente políticos.
Algunos líderes de derecha, como Kast, sostienen la defensa de su opción democrática sobre el territorio yermo, devenido de la política del olvido que se estableció en la coyuntura posdictatorial entre 1990 y 1995. El negacionismo que encarna su discurso pretende una borradura de la memoria reciente, ya cultivada en una articulación político-jurídica del recuerdo que le devuelve a la derecha su representatividad a partir de la idea de propiedad y libre movilidad del capital. Sus resultados electorales son una prueba del hábil manejo de un discurso basado en la amenaza latente del despojo absoluto de la libertad en manos de los “vándalos y delincuentes” del estallido social.
La posibilidad de constitución y permanencia del Partido Republicano reivindica un retorno a la idea de familia patriarcal, que educa en la obediencia y transforma a la patria en la madre asexuada y virginal, ahora malograda, humillada y dañada por el descontrol pulsional de sus propios hijos. La idea de salvación es proyectada mediante una sola vía: la restauración de la autoridad perdida del padre caído.
En la otra vereda, y a pesar de la fuerte identificación que genera este discurso neoautoritario, Chile se encuentra en vías de un proceso constituyente que muestra un manifiesto deseo de cambios estructurales, instigado por ideas progresistas que se contraponen fuertemente al mito fundacional de Chile.
Lo que resulta fundamental es la evidente ambivalencia de los actos políticos que surgen de este conflicto, la tensión entre los impulsos que pretenden una liberación y un cambio estructural de estas sociedades autoritarias y patriarcales en el mismo espacio-tiempo en que se desarrollan intensas defensas de la tradición y los valores que constituyen la patria.
La particular visión histórica de Benjamin permite pensar en un inconsciente de lo político, en clave colectiva no arquetípica, sino estrictamente histórica. El problema no está en una progresión reificante de la historia, sino más bien en un entramado dinámico de fuerzas que se abren a la interpretación y desde ahí llama a nuestras conciencias a una implicación interpretativa y reflexiva, que es sin duda una responsabilidad ética de los cientistas sociales en la actualidad, no con el propósito de predecir los efectos del conflicto sino de elaborar aquellos elementos del pasado que no deseamos repetir.