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Revista Guillermo de Ockham

Print version ISSN 1794-192XOn-line version ISSN 2256-3202

Rev. Guillermo Ockham vol.22 no.1 Cali Jan./June 2024  Epub Apr 22, 2024

https://doi.org/10.21500/22563202.6678 

Artículo de reflexión

Vivencia y convivencia cultural en Chile: algunas ideas desde la filosofía intercultural

Cultural Experience and Coexistence in Chile: Some Ideas from Intercultural Philosophy

1 Departamento de Estudios Humanísticos; Universidad Técnica Federico Santa María; Valparaíso; Chile

2 Instituto de Estudios Avanzados; Universidad Santiago de Chile; Santiago de Chile; Chile


Resumen

La filosofía intercultural ha asumido como objetivo filosófico la convivencia entre culturas y, en ella, la pregunta por si las personas y comunidades de diversas tradiciones pueden entenderse y vivir juntas, trascendiendo el acto de compartir unos límites geográficos en un determinado tiempo. En efecto, la filosofía intercultural se ha preguntado por esa convivencia en un sentido más exigente que otras corrientes filosóficas naturalistas o políticas, las cuales se han quedado en la fundamentación de la convivencia desde la necesidad humana o la tolerancia. La exigencia que se ha propuesto la filosofía intercultural desde los años noventa pone énfasis en lo que Raúl Fornet-Betancourt llamó “calidad del convivir” o convivialidad. En el presente escrito, se profundiza en estas ideas, mostrando las implicancias y los desafíos que ha tenido la compresión de la interculturalidad en Chile, desde una u otra forma.

Palabras clave: filosofía intercultural; convivencia; Chile; tolerancia; diálogo; reconocimiento; mundo mapuche; cultura; democracia; multiculturalidad; interculturalidad

Abstract

Intercultural philosophy has taken as its philosophical goal the coexistence between cultures and, within it, the question of whether people and communities of diverse traditions can understand each other and live together, transcending the act of sharing geographical limits in a given time. Indeed, intercultural philosophy has inquired into this coexistence in a more demanding sense than other naturalistic or political-philosophical currents, which have remained in the foundation of coexistence from human necessity or tolerance. The demand that intercultural philosophy has proposed since the nineties emphasizes what Raúl Fornet-Betancourt called “quality of coexistence” or conviviality. In this paper, we go deeper into these ideas, showing the implications and challenges that the understanding of interculturality has had in Chile, in one way or another.

Keywords: intercultural philosophy; coexistence; Chile; tolerance; dialogue; recognition; Mapuche world; culture; democracy; multiculturalism; interculturality

A modo de introducción

El texto que se presenta a continuación surge impregnado de su contexto. Corría el año 2021 y en Chile, tras la revuelta popular inaugurada en octubre de 2019, iniciaba el proceso constituyente que tenía como objetivo redactar una nueva Constitución para sustituir la creada bajo la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet. En este marco y a propósito de distintos cuestionamientos visibilizados en relación con el carácter del Estado y sus lógicas de funcionamiento, la Convención Constitucional propuso declarar a Chile como un Estado plurinacional e intercultural.

Si bien una proclamación de este tipo ya la habían realizado países como Bolivia o Ecuador, en Chile parecía algo inédito y, hasta hace un par de años, inimaginable. Un país que solía jactarse del orden y la uniformidad en su funcionamiento -y que parecía indemne a los avatares políticos, económicos y sociales del resto del territorio, favorecido por el aislamiento geográfico- tuvo que enfrentarse de golpe al sesgo colonial que la tradición oligárquica y nordomaniaca había impuesto en los sentidos comunes, además de descubrir la diversidad de pueblos-naciones que, sobreviviendo a siglos de silenciamiento, reaparecían en la escena política, interpelaban al poder instituido y exigían el fin de su invisibilización. En este escenario, la discusión respecto a lo multi-, pluri- e intercultural es frecuente al analizar la coyuntura. Ello avivó acaloradas tensiones donde elementos como la identidad nacional, la tradición, el colonialismo y la colonialidad se volvieron temáticas ineludibles, que hasta el día de hoy siguen sin ser resueltas.

Por otro lado, en Chile la migración creció con rapidez en la última década -más de un millón de personas para una población de diecinueve millones (Aninat y Vergara, 2020)-, aumentando incluso la cantidad de nacionalidades inmigrantes que llegaron en busca de alternativas de vida que permitan dignidad y estabilidad. En ese sentido, algunos estudios sobre interculturalidad muestran que el desafío no solo emerge de la necesidad de relacionarse y convivir con los pueblos originarios de Chile, sino también con las múltiples culturas que han llegado.

Teniendo en cuenta lo expuesto, el encuentro entre culturas es una vivencia cotidiana e ineludible, la cual no siempre está atravesada por el disfrute o un intercambio provechoso. Al contrario, muchas veces son experiencias marcadas por el miedo, el rechazo o la violencia expresada en un repertorio variado. Son estas las circunstancias que interpelan a las investigadoras de manera ético-política y en donde es pertinente recurrir a la dimensión de lo intercultural y al tratamiento que la filosofía le ha dado, en cuanto apertura a un diálogo nutricio que permite recoger algunas pistas para desplegar un ejercicio de convivencia más justo y dignificador, como dice Fornet-Betancourt, que responda a la exigencia de una “calidad del convivir” o convivialidad.

“Hay una grieta que nos saluda e ilumina, avancemos por ella”

Hay una grieta que nos saluda e ilumina,

avancemos por ella, descubramos la herida,

naveguemos sus llagas, encontremos nuevos caminos

entre las cicatrices hacia el mar.

Elisa Loncón, “Discurso de apertura en la Convención Constitucional”.

Referirse a la interculturalidad conduce a los años noventa, período en que este concepto, junto al de multiculturalidad, irrumpió en los discursos y acuerdos en los que Chile, al alero del fin de la dictadura y el inicio de la transición a una sociedad más democrática, tomó importantes posiciones y decisiones. Sin embargo, no es solo el acontecer nacional lo que instaló estos términos. Existen una serie de eventos que posibilitaron la emergencia de este debate ético político. Uno de ellos es la conmemoración de los quinientos años de resistencia a la invasión, el saqueo y el genocidio perpetrado por el continente europeo al sur global. El hito del quinto centenario puso en la palestra cuestiones fundamentales como la pregunta por el nombre que mejor refiere a lo que inauguró, en 1492, el desembarco de los españoles en tierras nuestromericanas.

El repudio generalizado que se instala desde estas latitudes -tanto en el mundo intelectual como en el de las organizaciones sociales- a la noción “descubrimiento de América” obliga a visibilizar el sesgo de dominación y desprecio que esta nomenclatura esconde. Pues, tal como indica Ellacuría (1990), el descubierto es siempre del opresor, quien conquista, y como contraparte, genera un cubrimiento profundo, violento y violador de los pueblos y las culturas preexistentes. De ahí que términos como “en-cubrimiento” (Dussel, 1994) o el falaz “encuentro de dos mundos”, propuesto por España, aparezcan como alternativas para denominar dicho proceso. Cabe mencionar que este debate no solo se circunscribe a un problema conceptual, sino que incorpora análisis críticos y de recuperación histórica de las diversas acciones que protagonizaban distintos pueblos originarios de Nuestra América y África, principalmente.

En directa relación con lo mencionado y como un segundo elemento del contexto, se encuentra el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el primero de enero de 1994, en el Estado de Chiapas, México. Reconociéndose como producto de quinientos años de lucha e iniciando una guerra contra el olvido, comunidades tseltales, tzotziles, mam, tojolabales, choles, zoques y colectividades mestizas se articularon, desafiaron al mal gobierno y presentaron sus demandas. Trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz fueron los ejes del petitorio (EZLN, 1994). Desde esa fecha, viven en resistencia y, a pesar de que han declarado y consolidado como territorio rebelde zapatista una parte significativa del estado chiapaneco -donde el pueblo manda y el Gobierno obedece-, aún se enfrentan a la hostilidad y represión que el ejército mexicano y los grupos paramilitares despliegan sobre sus comunidades.

El impacto que ha tenido el neozapatismo es vasto. Desde la apuesta estética, sus figuras entrañables, como la Comandanta Ramona, el escarabajo Durito, el gato-perro o el Viejo Antonio; pasando por el papel de las mujeres y su ley revolucionaria, o la politización de la dimensión afectiva bajo nociones como la “digna rabia” y “la alegre rebeldía”; hasta el despliegue de una autonomía autogestiva radical. En síntesis, su alcance ha sido planetario. No obstante, atendiendo a lo que convoca este escrito, se resalta cómo su irrupción puso sobre la mesa dos elementos fundamentales. El primero tiene que ver con una clara denuncia de los niveles de marginación y la miseria que viven los pueblos ancestrales. Y el segundo, con anunciar que otro mundo es posible, uno “donde quepan muchos mundos” y en el que hombres, mujeres y niños vivan de manera íntegra. Es decir, el respeto por la cosmogonía de cada pueblo y la coexistencia de esas diferencias no son un impedimento para transformar la realidad. Al contrario, una interculturalidad en ejecución, que no pretenda homogeneizar ni subyugar, sino que crezca y se fortalezca en el intercambio de lo plural, es indispensable para recrear la existencia en clave emancipatoria.

Ahora, el tercer evento que instala la interculturalidad como un asunto de primer orden en el debate ético político es el incremento de la migración, con sus justificaciones geopolíticas, así como la expansión de un proyecto globalizador-neoliberal a escala planetaria. Ambos acontecimientos trastocan la uniformidad identitaria de los Estados naciones, evidenciando la multiplicidad de formas de vida que habitan y sobreviven en el globo.

Los sucesos señalados -como hiciera referencia la académica mapuche que presidió la Convención Constitucional de 2021, Elisa Loncón- se pueden leer como una grieta que -como todas- emerge tras un largo lapsus y termina por romperse, ya sea por la resequedad de la tierra o porque se ejerce tal fuerza frente a una superficie. La grieta, como metáfora de una apertura provocada por una permanente presión en el tiempo, solo puede ser vista como la posibilidad de atreverse a reconocer las pulsaciones que por tantos años ha ejercido presión entre culturas (Albertsen y Zuchel, 2019). Verse, molestarse, saberse ignorante e incomodarse puede ser la posibilidad de -parafraseando a Loncón (2021)- saludarse y verse unos a otros; estar dispuestos.

Volviendo a Chile y poniendo atención, en la alborada de los noventa, al comienzo de la transición, la ilusión de una reconstrucción democrática permite diversas conversaciones y acuerdos para asumir el liderazgo político del país. Entre estos, el entonces candidato demócrata cristiano a la presidencia de la República, Patricio Aylwin, firmó un acuerdo con organizaciones indígenas, alineándose con el Convenio 169 de 1989, de la OIT, sobre pueblos indígenas y tribales, a través del Pacto de Nueva Imperial. En este, al igual que en las promesas de su campaña electoral, se comprometió a la ratificación del Convenio 169 de 1989, a la elaboración de un marco jurídico que diera garantías de reconocimiento y estabilidad a los pueblos originarios, además del reconocimiento constitucional.

Desde ese momento, y luego de la elección presidencial de Aylwin, se avanzó con una apabullante lentitud en estos compromisos, iniciando conversaciones que duraron años para recién lograr, en septiembre de 1993, la promulgación de una ley indígena (Ley 19.253, 1993), la cual posibilitó la creación de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi). En esta se reconocían como etnias principales las aymara, atacameña, colla, quechua, rapa nui, mapuche, yámana, kawashkar, diaguita y chango. Por su lado, el Convenio 169 de 1989, que era parte de la agenda a “corto plazo”, se ratificó casi veinte años después, en 2008. Finalmente, el reconocimiento constitucional aún es una promesa pendiente y con pocas posibilidades de materializarse.

A partir de validar el Convenio 169 de 1989, se han implementado medidas para asumir la deuda histórica con los pueblos; empero, estas promesas -objetivos ministeriales de distintos Gobiernos- han propiciado actividades sin reflexionar sobre su necesidad. En directa relación con ello, Paula Huenchumil (2022) enfatiza en cómo el incumplimiento de estos compromisos es otro ámbito que la gestión de Aylwin no fue capaz de llevar más allá de la deficiencia propia de su célebre “en la medida de lo posible”. Teniendo en cuenta lo dicho, se manifiesta que, aunque hablar de multiculturalidad o incluso de interculturalidad se volvió una moda (Panikkar, 2002; Walsh, 2010), no ha habido un avance real y necesario en el reconocimiento intercultural.

Ahora, cuando se alude a la interculturalidad, se hace referencia al diálogo y reconocimiento recíproco y horizontal entre culturas, sus particulares tradiciones y cosmogonías. Esto no quiere decir que los individuos tengan que hablar todos los idiomas o deban creer en todas las divinidades que las distintas culturas veneran; sino que cada colectividad, si lo desea, pueda cultivar, mantener y modificar sus tradiciones en los espacios indicados para ello. Por consiguiente, declarar un Estado como intercultural significa que debe existir una disposición a avanzar hacia el reconocimiento, para que las diversas tradiciones que han sobrevivido a los siglos de conformación de un país puedan tener la posibilidad real, justa y digna de desarrollarse por igual. Para esto no basta una declaración de buenas intenciones, pues exige cuestiones esenciales, por ejemplo: poder hablar sus idiomas y enseñarlos; transmitir sus historias, memorias e imaginarios; educarse en su manera de comprender el mundo; o tener espacios para los cultos propios o el desarrollo de su vida espiritual. En definitiva, poseer instancias para llevar su existencia como tradicionalmente la han vivido y para modificar estas mismas prácticas y tradiciones como cualquier cultura viva del planeta. De lo expuesto, es preciso resaltar dos elementos: primero, la cultura como realidad abierta y, entonces, la interculturalidad como diálogo entre realidades abiertas; y segundo, la interculturalidad crítica, en contraposición con la multiculturalidad y la tolerancia.

Entre realidades abiertas

Cuando se habla de culturas, se aluden realidades históricas abiertas. Dicha apertura consiste en una disposición a moverse hacia aquello que las comunidades futurizan de forma colectiva. Esto significa que son dinámicas y que, al estar históricamente situadas, sus movimientos son posibles a partir de su relación con el entorno y en diálogo y reflexión interna sobre lo que la comunidad quiere ser y llegar a ser. Ese ser en permanente devenir de las colectividades las configura como entidades no estáticas. En otras palabras, las culturas vivas no están cerradas ni constituidas como una totalidad. La posibilidad de mutación -la disposición a pensarse, crearse y recrearse- es una característica que las habita per se. Este juego de teoría y praxis de las culturas no es linealmente progresivo, sino conflictivo y con una densidad temporal que conjuga movimientos que vienen y van… y vuelven.

Las culturas, en cuanto organismos vivos, se hallan arraigadas al mundo de la vida. El contexto, la situacionalidad y las maneras en que -en lo cotidiano- aquellas personas que la integran se sobreponen a los obstáculos de la existencia condicionan las formas en que cada cultura sobreviene. No se forja cultura por mera diversión, como si fuera una práctica de entretenimiento, sin otro objetivo más que facilitar el paso de los días; sino que se hace en busca de satisfacer las necesidades humanas, lo que abarca desde la sobrevivencia más primaria, pasando por los problemas sociopolíticos, hasta el sentido que se le otorga a la vida (González, 2019). De ahí que sea posible la práctica cultural, en términos de Fornet-Betancourt (2009, p. 41), como esos ejercicios de natación que una colectividad lleva a cabo para salir a flote. Este salir a flote con todas sus particularidades, aciertos, desaciertos o certezas provisorias, constituye -como indica Parker (2004, p. 87) - una segunda naturaleza humana, la cual pretende orientar acciones y sentires, al mismo tiempo que favorece el despliegue de las propias capacidades espirituales y corporales a fin de crear, cultivar y proteger el mundo.

Por su parte, Panikkar (2002) insiste en que la naturaleza humana es cultural. Vale decir, los individuos no pueden elegir hacer o dejar de hacer cultura. En la medida en que las personas se entraman con otros forjando colectividad -es decir, articulando comprensiones, percepciones, apuestas, deseos, identidades, etc.-, engendran y paren cultura. El modo particular de ser sujetos artífices de habitar el mundo, disponerse a él y en él, supone la gestión de un universo -o multiverso- cultural.

Ahora, es importante hacer hincapié en que el dinamismo de las culturas no siempre implica un proceso fluido, consensuado y unidireccional. Al contrario, las modificaciones culturales se llevan a cabo, muchas veces, cargadas de tensiones y conflictos, precisamente porque las formas de habitar o vincularse con la tradición propia y con las manifestaciones ajenas son múltiples. Así, en ocasiones la apertura permite a las culturas la esperanzadora posibilidad de crear en comunidad, de deconstruir y reconstruir futuros distintos a las líneas narrativas que proyectan un único desenlace. No obstante, hay otras situaciones en que lo tradicional puede desarmarse por una intervención foránea, la cual -más allá de las justificaciones- nada tiene que ver con los deseos y sentidos propios de las comunidades. Este movimiento se vuelve riesgoso, puesto que expone a las culturas a la oportunidad de aprehender formas globalizantes e híbridas de existencia, lo que puede llegar a ser impositivo y violento.

La pensadora y activista boliviana Rivera Cusicanqui se ha referido a esto último, siguiendo la idea de colonialismo interno de los años setenta, pero desde la visibilización de las múltiples formas de dejar-fuera que la construcción de los Estados nación ha fomentado y que ha naturalizado jerarquizaciones que imposibilitan el diálogo y la mutua transformación. Rivera Cusicanqui presenta en sus textos imágenes, prácticas y experiencias de aquellos silenciamientos, además de actividades y relaciones de convivencia que se pueden señalar como “violencias encubiertas”; esto es, una compleja red de fenómenos ideologizados y distribuidos en las estructuras de sociedades (como la boliviana), la cual se arraigó desde tiempos de la colonia y que se ha fijado a lo largo de los procesos de formación/transformación de las identidades culturales, por ende, en la convivencia. Esta explicación, descrita en la idea de colonialismo interno de la autora, es “un conjunto de contradicciones diacrónicas de diversa profundidad, que emergen a la superficie de la contemporaneidad, y cruzan, por tanto, las esferas coetáneas de los modos de producción, los sistemas político-estatales y las ideologías ancladas en la homogeneidad cultural” (Rivera Cusicanqui, 2010, p. 36).

Es propio insistir en que la apertura de las identidades culturales no solo muestra su complejidad (la presión a la superficie) o contradice la posibilidad de perennidad de estas (el resecamiento de la superficie), sino que permite la ruptura del statu quo, proponiendo direcciones de realidad (las grietas como luminosidad). De ahí que, aludir a la resistencia (como es el caso de los quinientos años de resistencia) no quiere decir defender lo estático, sino que evoca una resistencia propositiva donde la autonomía es indispensable, debido a que permite llevar las riendas de ese juego entre teoría, praxis y conflictividad que se suceden en todas las realidades, con sus propios elementos de universalidad moral y política que cobran sentido en el pasado y en el presente, pero que también se auguran en el horizonte del porvenir.

Dicho esto, hablar de interculturalidad es lo que la filósofa argentina Bonilla (2017) ha nombrado como la “universalidad de horizontes”, esto es: dejar de decir “‘esto es universal’, sino ‘esto es universal para nosotros’ y desde ahí lanzarnos al diálogo” (p. 13). O lo que Fornet-Betancourt (2014) ha señalado como la “anchura de mundo”: un equilibrio espaciotemporal que asegura las relaciones cotidianas y de realidades diversas.

Desde esa posibilidad de horizontes, en los años noventa se comenzó a hablar de filosofía intercultural como una “alternativa histórica para emprender la transformación de los modos de pensar vigentes” (Fornet-Betancourt, 2004, p. 72). Esto significaba invitar a los sujetos a asumir los desafíos de los tiempos, pasando de un pensamiento que piensa y repiensa su tradición, hacia otro que haga su tradición. Y, por otro lado, se trata de una filosofía que, abierta al diálogo entre culturas, examina críticamente la pregunta sobre por qué piensa como piensa, para explicitar la parcialidad monocultural de sus principales conceptos (Fornet-Betancourt, 1996, pp. 11-12).

Esta cuestión se vuelve central dentro del panorama actual de Chile. En 2022, se votó en un plebiscito nacional por la propuesta constitucional elaborada por representantes electos de partidos políticos y de independientes, cuyos primeros dos artículos decían:

Artículo 1

  1. Chile es un Estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, intercultural, regional y ecológico.

  2. Se constituye como una república solidaria. Su democracia es inclusiva y paritaria. Reconoce como valores intrínsecos e irrenunciables la dignidad, la libertad, la igualdad sustantiva de los seres humanos y su relación indisoluble con la naturaleza.

  3. La protección y garantía de los derechos humanos individuales y colectivos son el fundamento del Estado y orientan toda su actividad. Es deber del Estado generar las condiciones necesarias y proveer los bienes y servicios para asegurar el igual goce de los derechos y la integración de las personas en la vida política, económica, social y cultural para su pleno desarrollo.

Artículo 2

  1. La soberanía reside en el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones. Se ejerce democráticamente, de manera directa y representativa, reconociendo como límite los derechos humanos en cuanto atributo que deriva de la dignidad humana.

  2. Ningún individuo ni sector del pueblo puede atribuirse su ejercicio. (Biblioteca del Congreso Nacional de Chile, s.f.)

Por primera vez, se reconocía la existencia de diversas naciones, se posibilitaban derechos sociales desde la conformación de un Estado social -ya no subsidiario, como el actual- y se contemplaba la solidaridad entre sus valores. Sin embargo, la propuesta fue rechazada y una de las razones que más se repitió fue la división entre chilenos y la plurinacionalidad (Centro de Estudios Públicos, 2023).

A través de encuestas de importantes consultoras o de entrevistas y conversaciones en medios de comunicación, ha sido visible el argumento en contra de la plurinacionalidad y la interculturalidad, lo que se ha defendido desde una cierta división del Estado y el debilitamiento de los “valores patrios”. Todo aquello en la representación falaz de una sola nación y espíritu, que ha debido acorazarse frente a los cuestionamientos que se han levantado desde las grandes rebeldías, como lo fue la Revuelta de 2019.

En efecto, en medio de esos meses de esperanza que promovieron la redacción de la propuesta constitucional de 2022, los intelectuales escribían las urgencias que el ánimo transformador debía abordar; no obstante, en varios de estos escritos se leyó la lúcida precaución hacia el nacionalismo y el neofascismo. Así es el caso del texto de Tijoux (2020, p. 33), académica que por décadas ha escrito sobre el racismo en Chile y cómo este se puede apreciar en el actuar de las élites, aunque también en las escuelas y los barrios populares, en contra de la migración pobre o de la morenidad de los pueblos indígenas. Tijoux (2020) es la única que advirtió en el número especial de Pléyade de 2020 (Del Valle, 2020), el cual reunió textos de decenas de autores, el peligro del fascismo.

Por otro lado, Lagos Rojas (2020) lo mencionó como intrínseco al neoliberalismo, sistema instalado en Chile desde los años setenta como si se realizara una prueba de manual; es decir, reproduciendo al pie de la letra cada una de sus características -siguiendo a David Harvey-, a través de una teoría económica radicalizada e instalada con cuidado por un cuerpo bien organizado que le dé legitimidad, posiblemente por la fuerza, mediante una teoría gubernamental que despolitiza y disuelve identidades colectivas, mientras resguarda el poder de clase que da el capital. Pese a sus apuntes, Lagos Rojas (2020, pp. 79-85) no se percató de la posible implicancia de esa fuerza en la concreción de una propuesta transformadora, sino que vio, en la manifestación popular, una posibilidad de organizar y declarar una nueva historia. Igualmente, Gago (2020) aludió al “fascismo de nuestros días” (p. 201), pero con la esperanza de una revolución a la vista, en la que se distinguieran diversas imágenes de aquella revuelta popular, como las banderas y los grafitis feministas en un atónito Chile de “padres de la patria” y de una wenufoye flameando en el centro de los centros, en un arcaico Chile monoculturalizado.

Frente a este escenario, cabe preguntarse ¿cómo seguir adelante en un Chile donde ha sido tan bien instalada la tradición neoliberal y monocultural? ¿Es posible una convivencia intercultural? ¿Es factible la convivencia?

Para una interculturalidad crítica

En el mencionado proceso constitucional que finalizó en 2022, la académica mapuche Elisa Loncón lo presidió, elegida por la mayoría de los convencionales constituyentes. Eso le permitió, además, dar el discurso de apertura. En este, Loncón (2021) resaltó la historia, memoria y biografía colectiva que los representantes de los pueblos originarios llevaron a esta asamblea. En su discurso dijo:

Cuando la gente de mi pueblo se presenta, habla de los que partieron, de nuestros mayores. Es lo que nosotros denominamos kvpalme. También hablamos de los territorios de origen, el país de la infancia, es lo que llamamos tuwvn. Durante los últimos días, he podido escuchar, queridos constituyentes, los kvpalme y los tuwvn de cada uno de ustedes. Qué bello suena este palacio con todos nuestros ancestros y ancestras, con todos nuestros territorios, con toda nuestra memoria. (párr. 4)

Si bien Loncón (2021) dio su discurso en mapudungún, la acompañó una traductora que permitió que quienes no conocían el idioma, se acercaran al mensaje. Las críticas afloraron: ¿cómo era posible que hablase en su idioma nativo sabiendo español? Incluso, algunas personas pusieron en duda que, en realidad, se expresara en su lengua originaria. El hecho causó tal conmoción que se vieron iniciativas, como las que realizaron las filósofas de la Red de Filósofas Feministas, para abordar el tema y entender por qué generaba rechazo ver a integrantes de pueblos originarios con sus vestimentas y escucharlos en sus idiomas, a la vez que acercaban objetos e ideas propios de sus realidades. La conclusión de este colectivo fue “queremos saberlo todo” (Red de Filósofas Feministas en Chile, 2021), en mapudungún: “Ayufiyiñ ta kom kimael”. Así, diseñaron un afiche para las redes en ambos idiomas y con ese gesto no solo apoyaron a la convencional Loncón, sino que mostraron que las filósofas estaban atentas, que querían “atreverse a saber”, como tantas otras veces, como tantos otros momentos de realidad que han hecho que los sujetos se piensen y se repiensen en el marco de los acontecimientos. Loncón no solo abría un contexto rico en vida y experiencias a un país entero, sino a quienes hacen filosofía, poniendo enfrente elementos de su cultura que los interpelan.

Aquella tarde, la académica mapuche habló de su pasado, mostrando que en su cultura no hay presente sin las tradiciones y los contextos que posibilitaron el brote de las palabras. La esperanza que ahí se manifestó, surgía del dolor y de las heridas que alumbran los sueños, por eso, como se refiere en el epígrafe, avanzar por la grieta implica descubrir rutas entre las cicatrices de aquellas llagas, las cuales se van aliviando paso a paso. Asimismo, Loncón (2021) trajo a colación imágenes de discriminaciones y de tratos violentos, algunas explícitas, pero la mayoría invisibles, arraigadas todas en las comunidades desde edades tempranas. Lo mismo se constató en los discursos de convencionales pertenecientes a otros pueblos originarios, pues para nadie ha sido fácil conservar su idioma, sus ritos y tradiciones básicas, aun cuando la moda haya permitido algunos elementos. Ese permiso de la cultura dominante frente a las otras es motivo para prestar atención a los movimientos que cierto lenguaje institucional instala.

En el libro de Rivera Cusicanqui (2015), Sociología de la imagen: miradas ch’ixi desde la historia andina, como en otros trabajos posteriores, la autora pone énfasis en el movimiento de las culturas que se han formado a través de una praxis en permanente proceso de dislocación-posición. Para esto utiliza imágenes y trabajos audiovisuales que le permiten exponer el curso de las dinámicas de conformación de las tradiciones sobre contradicciones, revolcando el tiempo con las armas de lo paradójico y de lo olvidado (p. 30). Rivera Cusicanqui (2015), mediante relatos y fragmentos referentes a la historia boliviana, muestra los procesos de nacionalización de lo boliviano y de su historia, de cómo se edificó la imagen de un ciudadano homogéneo que “ha sido ‘liberado’ por la revolución, y el álbum lo transforma en ornamento de una nueva cultura hegemónica que lo somete a los supuestos conductores de este gran hecho colectivo” (p. 128).

Desde ahí, la autora expone lo beneficioso que puede ser para un Estado el llamarse multicultural o intercultural, cuando esto solo refiere a que existen distintas culturas. Todo ello, por cierto, si se trata de un distinto permitido, a quien llama “indio permitido”, el cual evoca al -otrora- “buen salvaje”; es decir, un personaje que beneficia al sistema de dominación, un indio certificado -como dijo en otro momento la autora- o neutralizado. Este indio pasa, entonces, a ser aceptado en cualquier lugar del planeta, a través de lo que el neoliberalismo ha aprehendido de la interculturalidad, de sus conceptos y sus efectos. Esta misma idea la explica el peruano Tubino (2011), llamando “interculturalidad funcional” a aquella que utiliza conceptos de la interculturalidad para la conveniencia discursiva y totalizadora; una interculturalidad mercantil, cooptadora y folclorizante.

“Descubramos la herida, naveguemos sus llagas”

En Chile, desde 2010, los establecimientos educativos que tienen un porcentaje superior al 20 % de alumnos de ascendencia indígena tienen la obligación de incorporar a su currículo anual un curso llamado Lengua Indígena (con un diseño para los idiomas aymara, mapudungún, quechua y rapa nui). Dichas instituciones, según datos del Ministerio de Educación del Gobierno de Chile (s.f.), son aproximadamente 1500, de un total de 9335 que, a 2016, declaraban tener estudiantes con estas ascendencias en sus aulas. El curso, de cuatro horas a la semana, cuenta con un educador tradicional, quien es responsable de dar a conocer los elementos centrales de las culturas y los usos lingüísticos de sus comunidades. La idea principal es transmitir a las niñas, los niños y los adolescentes una cierta rehabilitación del presente histórico, desde el uso y la comprensión de las palabras en sus respectivos idiomas; sin mostrar -como se hizo por décadas- la historia de estos pueblos como identidades pasadas, sino que se enfoca en sus actividades actuales.

En su implementación, es central la retroalimentación desde el contexto que conocen los estudiantes y el educador tradicional. Para ello, es fundamental aunar voluntades de diversos participantes de la comunidad educativa (directivos, maestros y familias), con tal de brindar espacios que reflejen lo propio de las culturas y transmitir la tradición. Lo mismo con talleres y actividades agregados al currículo oficial, para reforzar el compromiso con la lengua y las tradiciones. Sin embargo, las actividades y los talleres ejecutados en algunas escuelas dependen, en principio, de la disposición y las posibilidades de las comunidades, por lo que no se pueden confirmar las mismas alternativas en todas las escuelas con estas características.

Esta cuestión se aprecia en la inexistencia de un currículo intercultural que aliente la disposición general de todos los profesionales de las escuelas, inserto en los planes de estudio de las carreras de pedagogía del país. Por ejemplo, ¿de qué manera el profesor o profesora de filosofía, matemática o educación física se incorpora o aporta al diálogo intercultural en sus instituciones educativas, desde sus respectivas materias? Algunas escuelas en las comunidades mapuche, verbigracia, permiten que el curso de Lengua Indígena se realice en una ruka, por lo general, de forma circular y de materiales extraídos de la naturaleza; mientras las otras asignaturas se ejecutan en una sala de clase “tradicional”, que suele construirse en concreto y cuadrada. De esta experiencia, un educador tradicional mapuche comenta:

El mapuche tiene su kimün, “conocimiento”, al revés. El mapuche no tiene un kimün cuadrado como esta esquina de esta casa, no es así. El mapuche tiene un kimün redondo, en forma de círculo, entonces eso es lo que nosotros cambiamos ahí con la lamngen María Isabel. Hay que ver si le torcemos la mano, pero no de golpe, porque hay que pasar los planes y programas. (Castillo et al., 2016, p. 407)

Los “planes y programas” no son los únicos procesos existentes en la planificación de los objetivos promulgados por el Estado en el marco de una educación intercultural, sino que también es posible localizar una cierta praxis, que ha sido llamada gestión de la diversidad o de las diferencias étnicas. Un ejemplo de esto se aprecia en los requerimientos levantados hacia los educadores tradicionales. Pues, si bien se trata de personas, pertenecientes a la comunidad, que podrían ser elegidas por la comunidad educativa y las familias desde el reconocimiento de su sabiduría sobre las tradiciones, aparecen requisitos desde la cultura dominante, los cuales exigen competencias y saberes que imposibilitan la libre elección y, en muchos casos, impide que los acompañe un miembro de su comunidad. Como señalan Castillo et al. (2016):

Diferentes son las competencias interculturales de la educadora tradicional de la ELI [Escuela con asignatura Lengua Indígena], que ha sido descrita por los actores educativos como una gran conocedora de la cultura y la lengua mapuche, aspectos que motivaron su elección para el cargo. No obstante, el director indicó que para ejercer la docencia aún le falta dominio sobre elementos educativos no mapuche predominantes en la lógica de enseñanza de esta escuela, razón por la cual ha promovido que la educadora termine su enseñanza media y, de esta forma, pueda vincular ambos tipos de saberes. (p. 407)

A esta necesidad de que los educadores tradicionales conozcan el sistema global de educación presente -inclusive, más allá de las fronteras de Chile-, elaborado para cierto “estar en el mundo” mediante un lenguaje internacional de enseñanza, se suma que el educador tradicional deba traducirle al resto del cuerpo docente, de tal modo que pueda ser evaluado por los indicadores establecidos en el sistema.

La denominada Ley Indígena (Ley 19.253, 1993), junto a la ratificación del Convenio 169 de 1989 de la OIT, brindó cierto desarrollo de instituciones locales para el ámbito burocrático -lo que es preciso reconocer-, debido a que fue una senda inicial para la autodeterminación, como algunos textos han señalado. A pesar de ello, estas oportunidades -comenzadas hace décadas- son insuficientes comparadas con el crecimiento de las demandas trasnacionales, presentes también en la educación. El caso del pueblo Rapa Nui es muestra de ello, pues no es solo una isla alejada de los núcleos del poder oficial, sino que sus concepciones del mundo -compuesto por experiencias e imaginarios, pasados y anhelos- se han narrado de manera foránea. En consecuencia, la literatura que interpreta las razones de ciertos hechos históricos que los niños estudian responden, en esencia, a lógicas eurocéntricas. Asimismo, no ven representada su demanda de una educación intercultural en los establecimientos con educación intercultural bilingüe del Ministerio de Educación de Chile, dispuestos desde el 2000 a través del Programa de Inmersión en Lengua Rapa Nui; puesto que su necesidad apunta, como relata la educadora rapa nui Jacqueline Rapu Tuki, a tener un colegio rapa nui:

Así como hay en el continente un colegio inglés, un colegio francés, un colegio suizo, un colegio alemán, muchos de ellos formados por congregaciones religiosas o por colonias de inmigrantes, ¿por qué no podría haber un colegio rapa nui? Esto debe hacerse porque por un lado hay una deuda histórica, y por otro lado hay un quiebre en el idioma que significa una pérdida acelerada del mismo producto de las décadas de educación colonizadora. (Aravena y Laharoa, 2021, p. 138)

De ahí, cabe preguntarse de nuevo a qué “inter-” se hace referencia cuando se habla de interculturalidad. ¿A qué encuentro, reconocimiento, voluntades o disposiciones? ¿Qué se puede esperar si esta alternativa la dispensa la institucionalidad de un Estado nación atravesado por el sesgo colonial?

“Encontremos nuevos caminos, entre las cicatrices hacia el mar”

Como se ha visto, es importante subrayar el concepto de praxis histórica como momento fundamental de las dinámicas de reconocimiento; esto es, el reconocimiento no se logra sobre ideas cerradas u esencializadas, sino a partir de sujetos y comunidades vivos que narran sus contextos situados, en el ejercicio de la praxis (Fornet-Betancourt, 2001, p. 368; Zuchel y Samour, 2018, p. 89).

Pese a su fruto rechazado, la Convención Constitucional posibilitó escuchar aquellas voces que, más allá del silencio impuesto y la violencia experimentada, perviven y construyen un presente lleno de tradición, experiencias y posibilidades. A partir de ello, quizá por primera vez con tanta masividad o impacto en los sentidos comunes, se despertó la idea de que la pretensión de homogeneidad enarbolada por el Estado nación es una ficción que se sostiene con base en la invisibilización de los pueblos y las culturas que trascienden el orden cultural hegemónico, donde solo caben aquellas colectividades no-vivas que pueden ser normadas y normalizadas. Parecía un tiempo de kairós, como fueron los años noventa para muchas comunidades del mundo. En otras palabras, un momento de acción que permite trastocar la norma, la regularidad, y direccionar la historia, de modo que sea posible la participación y el reconocimiento de quienes han permanecido alejados y silenciados del orden natural del cosmos. Así pues, kairós no es cualquier tiempo, es un tiempo-para, para reconocer-realmente.

¿Cómo seguir? Es habitual encontrar respuestas a favor de la tolerancia. De hecho, es el corazón de la multiculturalidad, entendida como la posibilidad de que distintas culturas vivan en un mismo territorio, sin relación de reconocimiento recíproco ni horizontal; como tampoco de afecto, necesariamente. En síntesis, la tolerancia es una suerte de actitud provisional, como comenta Solari (2018) siguiendo a Goethe:

Caracterizada por el soportar o permitir (dulden) actitudes o prácticas que en principio se reprueban, incluso cuando este aguantar conduce, como debería, al reconocimiento (Anerkennung). En tal sentido, no habría que confundir, en Kant mismo, la tolerancia con el respeto o el reconocimiento, ni con la libertad que garantiza toda constitución republicana; y de ahí que se haya dicho que la tolerancia es esa actitud proposicional que acepta creencias y valoraciones ajenas, pero que lo hace distanciada, críticamente, justo por no coincidir con ellas sino en principio reprobarlas. (p. 313)

De esta forma, es preciso enfatizar lo que Acevedo Suárez y Botero-Bernal (2023, pp. 591-592) ofrecen en su escrito sobre la tolerancia y los acuerdos de paz en Colombia: en un escenario de posconflicto, la tolerancia facilita -como primer momento- la aceptación de las diferencias para una convivencia pacífica, pero sin entenderla como meta. En efecto, si bien es una noción abordada en la Europa medieval y en la moderna, desde la segunda mitad del siglo XVI se ha descrito como una consideración con respecto a los límites de la libertad política y religiosa (o del laicismo), desde una idea de razón universal. No obstante, como se evidencia en los diálogos de Rawls y otros filósofos contemporáneos, sería una razón -y, por ende, un razonamiento- entre seres humanos iguales, quienes han construido su tradición y que se podrían entender con facilidad. Ahora bien, lo mismo se podría encontrar entre personas de una misma comunidad, con sus tradiciones, sentidos y razones, pues la tolerancia es, ante todo, exigencia de racionalidad. Así lo explican Acevedo Suárez y Botero-Bernal (2023), en concordancia con Dussel, haciendo ver a la tolerancia como una especie de aceptación planificada que requiere de racionalidad:

Tolerar se refiere a la espera racional para que el otro mejore los argumentos y convenza, a ese tiempo que transcurre en el proceso de aceptación de una pretensión de validez. Por ende, aquel tiempo de no aceptación inicial de la postura del otro se sintetiza, con posterioridad, en una comunicación fluida que lleva, primero, a soportar la otra postura; luego, a la depuración de los argumentos; y finalmente, a la solidaridad entre los intervinientes. (p. 595)

Con base en lo expuesto, es preciso preguntar ¿cómo es posible la convivencia entre personas de distintos universos de racionalidad? O, más bien, ¿cómo es posible cuando dentro de estos hay una imposición de racionalidad, de sentido patrio y de tradición? ¿Cómo tolerar si existe una desigualdad abismal entre pueblos y subjetividades?

La tolerancia puede ser un ejercicio democrático que garantice un primer acercamiento de convivencia social, por lo cual, se ha subscrito explícitamente en el acuerdo de paz de Colombia, por ejemplo, pues es un anhelo de “armonía en la diferencia”. Sin embargo, esta no asegura en sí misma los procesos de perdón y reconciliación (Acevedo Suárez y Botero-Bernal, 2023, p. 602) ni un diálogo o una relación de convivencia horizontal, con la calidad-calidez vivida cuando hay un trato entre iguales.

Hasta octubre de 2019, en Chile, no era recurrente un debate profundo respecto a la interculturalidad -mucho menos a la plurinacionalidad-; nadie discutía por el concepto y, de manera transversal, los Gobiernos de izquierda, centro y derecha se calificaban como tal. En efecto, interculturales eran los ministerios de las culturas, de educación, de salud, de previsión social o agrícolas, entre otros; interculturales eran las fiestas, la música, los pasacalles, las ceremonias o las convivencias barriales. La explosión de diversidades en las calles -pero, aún más, la diversa y popular composición de la Convención Constitucional elegida en 2020 para redactar una nueva Constitución chilena- propició una conmoción ante el concepto que mostró que, detrás de treinta años de aparente convivencia democrática (posterior a diecisiete años de dictadura cívico-militar), dicha coexistencia no logró más que un sentido de orden racional, como los descritos sobre la tolerancia. Es decir, aquel ejercicio de convivencia social “tolerante” que cede tiempo y soporta, mas no logra procesos de perdón, justicia y reparación. El tiempo de espera, el aislamiento, el olvido, la vulneración de derechos y el negacionismo no permitieron cicatrizar las heridas ni sellar las grietas de las tierras usurpadas, de los cuerpos mutilados, de las bocas silenciadas.

Es preciso ir más allá de la tolerancia, avanzar a acuerdos que involucren más que “la razón”, porque no hay razón en singular, y porque las razones no se comunican desde el mismo peldaño del mundo. Es preciso, entonces, desplazarse desde el tolerar hacia un reconocimiento que posibilite el diálogo con calidad ética; esto es,

Como una forma de vida o actitud fundamental teórico-práctica cuyo ejercicio, yendo más allá de la tolerancia y del respeto, funda la acogida del otro como sujeto que, para intervenir y participar, no necesita pagar primero derechos de aduana ni solicitar un permiso de trabajo. (Fornet-Betancourt, 1998, p. 59)

Desafíos al cierre: hacia la convivialidad

Siguiendo lo mencionado, es relevante señalar que aquel gesto o disposición a transitar desde la tolerancia al reconocimiento dialógico con calidad ética es un movimiento intercultural, pues exige una renuncia a ese lugar preeminente y totipotencial que la razón tiene en el patrón civilizatorio inculcado. En ello, hay una apuesta que implica un riesgo y colma de incertidumbre. Inaugura la posibilidad de desplegar una apertura auténtica a la alteridad, lo que genera conmoción y deja expuesta la fragilidad que configura a los seres humanos.

El desafío de una interculturalidad crítica requiere un ejercicio anticolonial o de decolonización, debido a que la amalgama dominadora de la colonialidad -al imbricarse en las subjetividades de las personas- posiciona la racionalidad moderna como núcleo organizativo regulador de las formas de vinculación y de la construcción cultural que se despliega. En la medida en que la razón colonial ha experimentado un proceso de adiestramiento donde la primacía de la argumentación lógica y la abstracción absolutizada son dogmas, su ejercicio no solo invisibiliza la realidad, el cuerpo y las afectividades que la forjan (González, 2021), sino que se vuelve un monólogo infinito que la mantiene cautiva; puesto que pasa por alto que la razón no es un absoluto, sino una actividad que hay que propiciar desde la realidad histórica que, aparte de analizarse lógicamente, impresiona, conmueve y desafía.

En consecuencia, si se sostiene -tal como recuerda Fornet-Betancourt (2012)- que el lugar de nacimiento de la razón -su situacionalidad- dibuja el horizonte de comprensión e imaginación de lo posible, y si además se constata que se habita un mundo donde las realidades son diversas, la posibilidad de ejecutar una praxis intercultural radica en que no se establezca la existencia o validez exclusiva de una razón absoluta. De ahí la urgencia por des-civilizar el mundo para que emerja su multiversidad. Cabe mencionar que esto no es sencillo; es decir, no basta con decretarlo o concebirlo en teoría para poder llevarlo a cabo. Apostar por lo intercultural, la des-civilización o lo anticolonial, como insiste Rivera Cusicanqui (2018), es una lucha cotidiana y permanente que exige que los individuos se pongan en tensión, se miren y modifiquen muchas de las formas y los imaginarios asimilados.

Esa cotidianidad inherente a la vida humana está atravesada por lugares de intercambio, territorios de encuentros con otros que propician procesos de transformación. Esas experiencias de aproximación, confluencia, desavenencias o conflicto le dan cuerpo a la vida. Por tanto, “la vida humana es constitutivamente convivencia” (Fornet-Betancourt, 2012, p. 115); en otras palabras, no se convive porque se vive, sino que se vive porque se convive. Para el filósofo cubano, la radicalidad de esto es tal, que sostiene que la convivencia es previa a la asociación y a cualquier normatividad. De tal forma, la reflexión respecto a cómo se da esa convivencia es indispensable y posibilitaría una ética de la convivencia que apueste por una convivialidad.

La convivialidad se genera a partir del horizonte que el amor, en tanto ágape, abre; e involucraría un entramado hilado por una ética del reconocimiento, junto a una ética de la amistad -una amistad que acuerpa, encorazona, congrega afectivamente y da energía en la mutualidad de los cuerpos que muchas veces se cansan- y una perspectiva de goce en el vínculo. Dicha convivialidad necesita de un orden justo, pues lo que importa no es gestar un reconocimiento que cosifique y replique las lógicas de colonialismo simbólico con alguna cultura. Lo prioritario es la calidad de vida que produce y promueve, haciéndose énfasis en la necesidad de descentrarse, convocada por la convivencia, de la individualidad; de modo que se propicie el conjurarse por el bien común. Así, el reconocimiento avivado no restringe ni encasilla, sino que favorece la recuperación del protagonismo y de la autonomía colectiva. A partir de esto, se podría enarbolar un imperativo categórico que se sostenga en reconocer la dignidad que cualquier ser posee y que persiga la dignificación de todas las relaciones que se forjan.

Teniendo en cuenta estas consideraciones y retomando lo planteado a lo largo del artículo respecto al llamado a transitar por la grieta abierta en Chile, se sabe que los retos que se presentan son variados y que urge emprender y ponerles el cuerpo. Lejos de abrumarse y lamentar el tiempo perdido, es preciso abrazar el kairós en cuanto tiempo-para, que no se encuentra en los márgenes de cronos, sino en un destiempo, en un deslugar o en un lugar conflictual donde ya no se repite una sola melodía, sino las múltiples tonalidades de la Tierra. La interculturalidad ofrece, entonces, la posibilidad (casi siempre dolorosa) de romper con la historia contada y en la que se han formado los chilenos, rescatando las realidades de los vencidos y las vidas de quienes han muerto, mientras se postula un sentido de interpretación del tiempo y del espacio histórico que pueda asumir la tarea de reconocimiento-real de cada una de las voces-logos de la Tierra. Este llamado, que se hiciera con fuerza tras los quinientos años del “encubrimiento” de América, es un desafío para la filosofía, para Chile y para Nuestra América.

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Editor en jefe: Norman Darío Moreno Carmona, Ph. D., https://orcid.org/0000-0002-8216-2569

Editor invitado: Raúl Fornet-Betancourt, Ph. D., https://orcid.org/0009-0001-0819-8002

Copyright: © 2024. Universidad de San Buenaventura Cali. La Revista Guillermo de Ockham proporciona acceso abierto a todo su contenido bajo los términos de la licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional (CC BY-NC-ND 4.0).

Declaración de intereses: las autoras han declarado que no existe ningún conflicto de intereses.

Disponibilidad de los datos: todos los datos relevantes se encuentran en el artículo. Para más información, póngase en contacto con el autor de la correspondencia.

Financiación: el presente artículo es parte del proyecto interno de investigación USM-2023: PI_LIR_23_15 de la Universidad Técnica Federico Santa María y del Proyecto Fondecyt Regular Núm. 1230985, de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo del Gobierno de Chile.

Descargo de responsabilidad: el contenido de este artículo es responsabilidad exclusiva de las autoras y no representa una opinión oficial de sus instituciones ni de la Revista Guillermo de Ockham.

Contribución de las autoras:

Lorena Zuchel: conceptualización, análisis formal, investigación, metodología, administración del proyecto, recursos, redacción: borrador original, redacción: revisión y edición.

Lorena González: conceptualización, análisis formal, investigación, metodología, administración del proyecto, recursos, redacción: borrador original, redacción: revisión y edición.

Recibido: 30 de Septiembre de 2023; Revisado: 20 de Noviembre de 2023; Aprobado: 07 de Diciembre de 2023

*Correspondencia: Lorena Zuchel. Correo electrónico: lorena.zuchel@usm.cl

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