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Tabula Rasa
Print version ISSN 1794-2489
Tabula Rasa no.6 Bogotá Jan./June 2007
Michel foucault y la colonialidad del poder1
Michel Foucault and the Coloniality of Power
Michel Foucault e a colonialidade do Poder
Santiago Castro-Gómez2
Pontificia Universidad Javeriana/ Instituto Pensar (Colombia) scastro@javeriana.edu.co
Recibido: 06 de Diciembre de 2006 Aceptado: 12 de Febrero de 2007
Resumen
Al contrario de gran parte de los planteamientos asociadas a corrientes de los estudios postcoloniales y a algunas vertientes del enfoque de la modernidad/colonialidad, en este artículo se argumenta la relevancia una teoría heterárquica del poder inspirada en las Lecciones del College de France menos conocidas de Foucault para comprender las articulaciones en diferentes planos del sistema mundo moderno colonial.
Palabras clave: estudios postcoloniales, teoría heterárquica del poder, colonialidad, sistema mundo, Foucault
Abstract
Contrary to most of the statements associated with postcolonial studies and to some versions of the modernity/coloniality perspective, this article argues for the relevance of a hierarchic theory of power, inspired by Foucault’s lesser commonly read Lessons in the College of France, to understand the articulations along different planes of the modern/colonial world system.
Key words: postcolonial studies, hierarchic theory, coloniality, world system, Foucault.
Resumo
Ao contrario da grande parte das explicações asociadas as correntes dos estudos póscoloniais e algumas vertentes do enfoque da modernidade/ colônialidade, neste artigo argumenta-se a relevância duma teoria heterárquica do poder inspirada nas lições do College de France menos conhecida do Foucault para conhecer as articulações em diferentes planos do sistema do mundo moderno colonial.
Palavras chave: estudos pós-coloniais, teoria heterárquica do poder, colonialidade, sistema mundo, Foucault.
Toda sociedad, pero también todo individuo, están atravesados por dos segmentaridades a la vez: una molar y otra molecular. Si se distinguen entre sí es porque no tienen los mismos términos, ni las mismas relaciones, ni la misma naturaleza, ni el mismo tipo de multiplicidad. Y si sin inseparables es porque coexisten, pasan la una a la otra […]. En resumen, todo es política pero toda política es a la vez macropolítica y micropolítica
Deleuze & Guatarri
Uno de los temas más importantes y discutidos de la teoría social contemporánea durante las últimas décadas ha sido la relación entre modernidad y colonialidad. Las teorías poscoloniales en el mundo anglosajón han contribuido mucho a mostrar la complicidad entre el proyecto científico, económico y político de la modernidad europea con las relaciones coloniales de poder establecidas desde el siglo XVI y los imaginarios sociales allí generados. Los Estados Unidos y América Latina tambien han producido importantes reflexiones sobre este tema, alimentadas de tradiciones intelectuales diferentes a las asumidas por los Postcolonial Studies (me refiero aquí a la red de investigación modernidad/colonialidad). Por último hay que mencionar las contribuciones hechas desde la perspectiva del Análisis del sistema-mundo desarrollado por Immanuel Wallerstein.
El objetivo de este artículo es cuestionar la influencia metodológica que en estas propuestas ha tenido lo que llamamos una representación jerárquica del poder. Me refiero con ello a la idea según la cual el poder colonial es una «estructura de larga duración» que se encuentra alojada en el corazón mismo de la economíamundo capitalista desde hace 500 años, y cuya lógica macro se reproduce en otros ámbitos de la vida social. Como pueden ver, hablamos de la influencia del marxismo y del estructuralismo en su forma de concebir el funcionamiento del poder. Argumentaremos que la dificultad de esa representación jerárquica recae en su incapacidad de pensar la independencia relativa de lo local frente a los imperativos del sistema (sobre todo en aquellos ámbitos que tienen que ver con la producción autónoma de la subjetividad).
Para mostrar en qué consiste el problema tomaré como punto de partida el modo en que Michel Foucault piensa el tema de la colonialidad. No fue este, ciertamente, uno de los temas centrales de su producción teórica, y ni siquiera uno al que haya dedicado atención en sus obras más conocidas. Sin embargo, la reciente publicación de las Lecciones ofrecidas por el pensador francés en sus cursos del College de France durante la segunda mitad de la década de los setentas nos ha empezado a revelar a un «Foucault desconocido». Me refiero sobre todo al modo en que Foucault empieza a pensar el funcionamiento de múltiples regímenes de poder que operan en diferentes niveles de generalidad, cosa que había sido completamente ignorada en libros como Las palabras y las cosas, Vigilar y castigar e Historia de la locura en la época clásica.
Mi tesis será que en sus Lecciones del College de France, particularmente en Defender la sociedad (1975-76), Seguridad, Territorio, Población (1977-78) y El nacimiento de la biopolítica (1978-79), Foucault desarrolla una teoría heterárquica del poder que puede servir como contrapunto para mostrar en qué tipo de problemas caen las teorías jerárquicas desde las que se ha pensado el tema de la colonialidad. De hecho, y aunque – como digo - no es un tema central de estas lecciones, mi estrategia será rastrear el modo en que Foucault entiende allí el problema de la colonialidad y tratar de establecer una relación con su teoría heterárquica del poder. Para ello primero examinaré la relación entre racismo y biopolítica, para seguir con un análisis del modo en que Foucault entiende el funcionamiento de regímenes globales de poder. Finalmente, haré unas precisiones en torno al concepto de heterarquía y mostraré su utilidad epistemológica y heurística.
1. Biopolítica y racismo: dejar morir a las malas razas
Consideremos primero un texto proveniente de las lecciones que Foucault dictó en el College de France durante el curso de 1975-1976, y que fueron publicadas bajo el título Defender la sociedad. Nos concentraremos en la clase del día 17 de marzo de 1976, cuando Foucault disertaba sobre una tecnología de poder surgida durante la segunda mitad del siglo XVIII que denomina la biopolítica. Su tesis es que, a diferencia de lo que ocurría en la sociedades medievales europeas, el «arte de gobernar» hacia finales del siglo XVIII ya no consistía en «hacer morir y dejar vivir», sino en «hacer vivir y dejar morir». Esto quiere decir que la autoridad del soberano ya no se definía tanto por su capacidad de quitar o perdonar la vida de los súbditos que transgredían la ley, infringiendo castigos violentos en sus cuerpos, por el contrario, ahora se definía por su capacidad de producir la vida de sus súbditos, es decir, de generar unas condiciones sociales para que los cuerpos pudieran convertirse en herramientas de trabajo al servicio del reino. La biopolítica es, entonces, una tecnología de gobierno que intenta regular procesos vitales de la población tales como natalidad, fecundidad, longevidad, enfermedad, mortalidad, y que procura optimizar unas condiciones (sanitarias, económicas, urbanas, laborales, familiares, policiales, etc.) que permitan a las personas tener una vida productiva al servicio del capital.
Foucault intenta pensar cómo la biopolítica buscaba favorecer la emergencia de un tipo deseado de población (como prototipo de normalidad) a contraluz y mediante la exclusión violenta de su «otredad».3 La biopolítica declara como «enemigos» de la sociedad a todas aquellas razas que no se ajusten a la norma poblacional deseada. En otras palabras, la biopolítica es una tecnología de gobierno que «hace vivir» a aquellos grupos poblacionales que mejor se adaptan al perfil de producción necesitado por el Estado capitalista y en cambio, «deja morir» a los que no sirven para fomentar el trabajo productivo, el desarrollo económico y la modernización. Frente al peligro inminente que representan estos enemigos, la sociedad debe «defenderse» y para ello está justamente la biopolítica.
En este contexto, Foucault introduce la siguiente reflexión:
El racismo va a desarrollarse, en primer lugar, con la colonización, es decir, con el genocidio colonizador; cuando haya que matar gente, matar poblaciones, matar civilizaciones […]. Destruir no solamente al adversario político, sino a la población rival, esa especie de peligro biológico que representan para la raza que somos, quienes están frente a nosotros […]. Podemos decir que lo mismo con respecto a la criminalidad. Si ésta se pensó en términos de racismo, fue igualmente a partir del momento en que, en un mecanismo de biopoder, se plantó la necesidad de dar muerte o apartar a un criminal. Lo mismo vale para la locura y las diversas anomalías. En líneas generales, creo que el racismo atiende a la función de muerte en la economía del biopoder, de acuerdo con el principio de que la muerte de los otros significa el fortalecimiento biológico de uno mismo en tanto miembro de una raza o población (Foucault, 2001:232-233).
Muchas cosas vienen a la mente cuando uno lee este texto. La primera es de orden conceptual y tiene que ver con la relación que Foucault establece entre racismo y colonialismo. Parece claro que en las Lecciones de 1976-1976 Foucault no se interesa tanto por el racismo ejercido por los Estados imperiales hacia fuera, como por el racismo de los Estados europeos hacia adentro, es decir al interior de las fronteras europeas. La pregunta es: ¿por quiénes y contra quiénes se ejerció este racismo intraeuropeo? Responder este interrogante demanda una lectura atenta de los argumentos ofrecidos por Foucault en su clase del 21 de enero de 1976, incluida en el ya mencionado libro Defender la sociedad. Allí, Foucault aclara que su propósito es hacer una genealogía del modo en que aparece en Europa un discurso que presenta a la sociedad dividida en dos poblaciones irreconciliables y en guerra permanente. Es un discurso según el cual el final de la guerra no puede llegar mediante una conciliación con el enemigo (a través, por ejemplo, de un mecanismo jurídico que obre como mediador neutral entre las partes), sino que sólo podrá llegar cuando uno de los oponentes destruya completamente al otro.4 Quien triunfe en este conflicto será la población que demuestre su superioridad física (energía, fuerza), étnica (limpieza de sangre) y moral (valor, entereza) sobre la población enemiga. Es un discurso que tiene connotaciones mitológicas, pues postula el retorno de una edad de oro en la que el orden social será restaurado como era al principio, como ha debido ser por siempre y para siempre (Foucault, 2001:61). Se trata, en una palabra, del discurso de la guerra de las razas, en el que la raza superior terminará, no sólo dominando, sino destruyendo por completo a la raza inferior.
Para hacer corta una historia larga, Foucault quiere trazar una genealogía del modo en que el discurso de la superioridad física, étnica y moral de unas poblaciones sobre otras, se convierte en un dispositivo biopolítico del Estado moderno. Su tesis es que este discurso aparece en diferentes momentos y con diferentes coyunturas: primero a fines del siglo XVI y mediados del siglo XVII en el seno de la emergente burguesía inglesa, luego en el siglo XVIII como arma de la aristocracia francesa en contra de la burguesía, después en el XIX bajo el ropaje del darwinismo social y, finalmente en los campos de concentración nazis y en los Gulags soviéticos durante el siglo XX. En suma, Foucault quiere presentar una genealogía del racismo como tecnología biopolítica en manos del Estado que se concretiza en diferentes situaciones. Lo que le interesa, entonces, no es el racismo «en sí mismo»5 sino el racismo en tanto que formación discursiva y dispositivo estatal de guerra sobre poblaciones indeseadas al interior de las fronteras de Europa. Poblaciones sobre las que la biopolítica no se aplica como tecnología para «hacer vivir», sino como estrategia para «dejar morir», es decir, para matar.
Ahora bien, el problema, como señalábamos, es la relación que Foucault establece entre racismo y colonialismo. Parece claro que el racismo tiene para Foucault el doble carácter de formación discursiva y dispositivo biopolítico que aparece entre fines del siglo XVI y mediados del siglo XVII. Parece claro también que esta tecnología de poder se forma en Europa y tiene el objetivo de poner bajo control la emergencia de sectores poblacionales al interior de los nacientes estados nacionales, considerados como «peligrosos» por las elites dominantes. La pregunta es: ¿qué tiene que ver el colonialismo con este fenómeno supuestamente intraeruropeo? Recordemos la primera frase del texto que recién citamos: «El racismo va a desarrollarse, en primer lugar, con la colonización, es decir, con el genocidio colonizador».
Lo que parece querer decir Foucault es que las colonias fueron uno de los laboratorios en los que se probó el racismo en tanto que dispositivo biopolítico de guerra. No está diciendo que el racismo nace con el colonialismo, ni que el colonialismo es la condición de posibilidad del racismo; lo que dice es que la experiencia colonial europea coadyuva a desarrollar el discurso del racismo. Aquí Foucault se está refiriendo particularmente al colonialismo inglés y francés del siglo XIX, tal como se deduce del contexto, ya que en el mismo parágrafo está hablando del darwinismo social y el evolucionismo (Foucault, 2001:232). Su tesis es, entonces, que la «guerra de las razas» no se lanzó únicamente en contra de poblaciones ubicadas fuera de las fronteras europeas, a quienes debía exterminarse físicamente para poder afirmar la superioridad de la población colonizadora («genocidio colonizador»), sino también, y de forma diferencial, en contra de la aristocracia en el siglo XVII, de la burguesía emergente en el siglo XVIII, de los pobres en el siglo XIX y de los judíos en el siglo XX. Todos estos fenómenos no son expresiones de una misma lógica racista, derivada del colonialismo, sino que estamos frente a racismos completamente diferentes, que deben ser entendidos en sus propios contextos y relaciones de poder. Recordemos que para Foucault, el racismo es una estrategia de guerra que asume diferentes formas según sean los actores que intervienen en la guerra. Así, el racismo colonial es una forma específica de racismo.
El texto considerado pone en claro que para Foucault el racismo moderno no es un discurso que nace con la experiencia colonial europea y luego se difumina por otros ámbitos de la vida social adentro y afuera de Europa. La razón para esta tesis antidifusionista es que el racismo es una formación discursiva que se vincula con diversos contextos de guerra social y circula por diferentes cadenas de poder. Foucault examina varias de estas cadenas y contextos. Analiza, por ejemplo, las querellas revolucionarias del siglo XVII cuando la clase burguesa en Inglaterra pretende deslegitimar la autoridad del rey, con el argumento de que su soberanía se funda en la invasión de la raza de los normandos en el siglo 11 y su dominio despótico sobre la raza nativa de los sajones, de los cuales supuestamente desciende la burguesía. La lucha de clases (aristocracia vs. burguesía) es presentada por los revolucionarios ingleses como una guerra de razas. También examina el modo en que el discurso racista se integra estructuralmente a la biopolítica del Estado moderno europeo a finales del siglo XVIII y es utilizado para el mejoramiento de la vitalidad y capacidad productiva de la población, la cual requiere que las poblaciones biológicamente incapaces sean sistemáticamente eliminadas. Por último, Foucault considera el caso del nazismo a mediados del siglo XX, que es la muestra más clara del modo en que el viejo derecho soberano de destruir la vida se junta sin contradicciones con la nueva biopolítica moderna que busca producir la vida.
2. El nacimiento de la idea de «Europa»
Consideremos ahora un texto contenido en las Lecciones tituladas Seguridad, territorio, Población, dictadas por Michel Foucault en su curso de 1977-1978 en el College de France. Recordemos brevemente que el propósito de estas lecciones era desarrollar el concepto de gubernamentalidad, trazando su genealogía desde el pastoreado cristiano de la edad media hasta la biopolítica estatal de los siglos XVIII y XIX. La tesis central de Foucault es que las técnicas de gobierno sobre la conducta humana que aparecieron de la mano del poder pastoral, se transforman con la modernidad en una tecnología de gobierno y regulación sobre las poblaciones. Pasaríamos así, de la ratio pastoralis a la ratio gubernatoria, de tal modo que las promesas de «salvación» y «seguridad» dispensadas antes por la Iglesia cristiana, son retomadas ahora por el Estado moderno en clave biopolítica. Mediante la creación de una serie de «dispositivos de seguridad», el Estado procura ejercer ahora control racional sobre las epidemias, las hambrunas, la guerra, el desempleo, la inflación y todo aquello que pueda amenazar el bienestar de la población.
En la lección del 22 de marzo de 1978, Foucault continúa disertando sobre el tránsito de la ratio pastorialis hacia la ratio gubernatoria, pero centrándose ahora en la manera en que se forma el Estado moderno. No sobra comentar aquí que Foucault se aparta de la ya clásica reflexión sobre el origen del Estado defendida por teóricos como Hobbes, Locke y Rousseau, para quienes el Estado surge como resultado de un pacto entre individuos que transfieren sus derechos naturales hacia una instancia superior capaz de mediar entre los conflictos. Ya en textos anteriores como Vigilar y castigar, Foucault había mostrado que el individuo no debe ser visto como una instancia natural y preexistente, sino como producto de ciertas tecnologías de poder que él llama las disciplinas. De modo que su explicación sobre el origen del Estado no toma como punto de referencia al individuo, sino el cambio de las tecnologías de poder. Su tesis, repito, es que hacia finales del siglo XVI y hasta mediados del siglo XVII, se realiza un cambio en el modo de entender y practicar la política y el poder político en Europa, un cambio en las tecnologías de gobierno que finalmente produce al Estado.
En medio de esta densa reflexión sobre el tránsito de la razón pastoral hacia la razón gubernamental, Foucault introduce el siguiente fragmento:
La idea de «Europa» fue hecha de una forma completamente nueva al comienzo o en la primera mitad del siglo XVII […]. Europa no es una jerarquía de Estados en la que unos están subordinados a los otros, y que debía culminar en la formación de un gran reino. Cada soberano es rey en su propio reino y no hay nada que indique que un rey posea soberanía sobre todos los demás y que Europa debiera ser una totalidad única. Europa es fundamentalmente plural […]. Pero Europa no es una pluralidad sin conexión con todo el mundo, y esta conexión marca el tipo específico de relación que tiene Europa con el mundo, a saber, una relación de dominio, de colonización, de opresión sobre el resto del mundo. Esta idea se forma al final del siglo XVI y comienzos del siglo XVII, idea que se concretiza a mediados del siglo XVII con una gran cantidad de tratados que se firmaron en aquella época. De esta realidad histórica no hemos salido todavía. Esto es Europa (Foucault, 2004:432).6
Reconstruyamos por partes este argumento para apreciar con claridad lo que Foucault quiere decir. El cambio en la forma de entender la política del que el autor está hablando postula la formación de un sistema supraestatal de seguridad como medio para incrementar la fuerza de cada Estado en particular. El mantenimiento del poder de un Estado no puede prescindir de su relación conflictiva con otros Estados, de manera que sin la aparición de un mecanismo global de poder, la existencia del Estado nación, tal como la conocemos en la modernidad, no habría sido posible. Foucault reconoce entonces – y esta es una tesis sorprendente – que la cadena de poder donde opera la biopolítica se vincula en red con otra cadena más global todavía de carácter geopolítico. La biopolítica se «enreda» con la geopolítica.
La «sorpresa» a la que me refiero tiene que ver con la tesis (muy difundida) de que la analítica del poder desarrollada por Foucault se limita a pensar los núcleos moleculares y es incapaz de pensar el funcionamiento de estructuras molares. Estoy pensando, concretamente, en las críticas hechas a Foucault desde la teoría poscolonial anglosajona. En su ya famoso texto Can the Subaltern Speak? Gayatry Spivak afirma, por ejemplo, que las teorías postestructualistas, en particular las de Foucault, Deleuze y Derrida, «ignoran la división internacional del trabajo» y, por tanto, son incapaces de pensar el modo como el sujeto es constituido en el marco del capitalismo global (Spivak, 1994:69). De hecho, la tesis de Spivak es que la microfísica del poder obra como una ideología que oculta y legitima la macrofísica del poder.7 También Edward Said, quien al comienzo había reconocido su gran deuda con el pensador francés en la articulación de su crítica al «orientalismo», se distancia posteriormente de él con el argumento de que las macroestructuras económicas son un tema «irrelevante» para Foucault y que su ignorancia de ellas es un acto, si no de cinismo, por lo menos de «irresponsabilidad intelectual» (Said, 1996:55). Por su parte, Homi Bhabha sostiene que en su crítica a la racionalidad occidental, Foucault desconoce el problema del colonialismo como experiencia indispensable para entender el modo en que el «Occidente» moderno se constituye como tal (Bhabha, 1994:196).8
Este tipo de críticas ignoran por completo el modus operandi de Foucault en la formulación de su teoría del poder. Ya en Defender la sociedad, el pensador francés había sido claro en que su teoría del poder debía tener en cuenta dos «precauciones de método». La primera es no considerar el poder como un fenómeno macizo y homogéneo, que opera en una sola dirección, sino como algo que circula en muchas direcciones y «funciona en cadena». En una palabra: el poder es multidireccional y funciona siempre en red. La segunda precaución de método es que existen varios niveles en el ejercicio del poder. Foucault prefiere concentrarse en los niveles más bajos, allí donde la microfísica del poder «transhuma por nuestro cuerpo», pero también reconoce que estos niveles bajos se vinculan en red con niveles más generales que transforman, extienden y desplazan el ejercicio infinitesimal del poder (Foucault, 2001:39). Un ejemplo de ello son sus análisis sobre la relación entre el ámbito microfísico de la disciplina y el ámbito mesofísico de la biopolítica. Aunque son dos tecnologías diferentes y entre ellas no existe una relación inmediata de causa y efecto, se vinculan en red, hacen máquina la una con la otra y forman un nodo complejo de poder.9 Lo molar y lo molecular no pueden ser pensados de forma independiente.
Tenemos entonces que Foucault distingue tres niveles de generalidad en el ejercicio del poder: un nivel microfísico en el que operarían las tecnologías disciplinarias y de producción de sujetos, así como las «tecnologías del yo» que buscan una producción autónoma de la subjetividad; un nivel mesofísico en el que se inscribe la gubernamentalidad del Estado moderno y su control sobre las poblaciones a través de la biopolítica; y un nivel macrofísico en el que se ubican los dispositivos supraestatales de seguridad que favorecen la «libre competencia» entre los Estados hegemónicos por los recursos naturales y humanos del planeta. En cada uno de estos tres niveles el capitalismo y la colonialidad del poder se manifiestan de forma diferente. Es precisamente este vínculo en red entre diferentes tecnologías de poder que operan a distintos niveles de generalidad y con distintos instrumentos, lo que ignora la crítica poscolonial de Said, Bhabha y Spivak.
Ahora bien, vale la pena examinar el modo como Foucault desarrolla su argumento sobre el nacimiento de la «idea de Europa» como producto de una tecnología supraestatal del poder. Su tesis es que la biopolítica estatal de los Estados europeos en los siglos XVIII al XX solo puede entenderse si tenemos en cuenta la red de poderes y contrapoderes generada a nivel internacional, pero esta red no ha sido siempre la misma desde el siglo XVI sino que ha sufrido cambios estructurales. Foucault afirma que el sistema interestatal se formó en el siglo XVI con el descubrimiento de América y que en él España y Portugal asumieron una función de comando. España estableció colonias en ultramar, abrió nuevas rutas marítimas de comercio, implementó leyes de intercambio y generó un dispositivo diplomático-militar que regulaba las relaciones ente todos los estados. Pero la característica de este primer sistema interestatal es que España levantaba pretensiones imperiales sobre los demás estados europeos. España se siente heredera de la idea de una monarquía universal bajo la supervisión de la Iglesia Católica y construye un imperio con la esperanza de extender su dominio sobre todos los rincones del planeta. Las otras monarquías europeas tendrían que rendir tributo al Rey de España y al Papa (Foucault, 2004:424).
Pero hacia mediados del siglo XVII se hizo claro que esta idea de la monarquía universal no podía servir de sustento para el mantenimiento del sistema de poder interestatal. La reforma protestante y su rápida expansión por Europa mostraron que el catolicismo ya no podía fungir como la «geocultura del sistema-mundo moderno» (en términos de Wallerstein). El tratado de Westfalia tenía como objetivo garantizar el equilibrio de fuerzas entre los diferentes estados europeos. Ya no un sistema interestatal comandado desde un Estado en particular y frente al cual todos los demás debieran subordinarse, sino uno en el que los estados pudieran competir unos contra otros sin poner en peligro la seguridad de ninguno de ellos y del sistema en su conjunto. Foucault afirma que hacia finales del siglo XVII el sistema interestatal pasa de una tecnología centrada en la subordinación a otra tecnología centrada en la competencia (Foucault, 2004:427). Podríamos decir entonces que este cambio en el ámbito de la macrofísica del poder se vincula en red con el cambio que tiene lugar en el ámbito de la mesofísica (el paso de la ratio pastoralis a la ratio gubernatoria), y que Foucault explorará con mayor detenimiento en sus lecciones del College de France dictadas en 1978-1979.
Es aquí, en este tránsito hacia un equilibrio de poderes que regula la interacción entre los estados que aparece la idea de Europa. «Europa», en opinión de Foucault, no existe antes del siglo XVIII, sino que es un discurso generado en el ámbito de la macrofísica del poder que nace de las cenizas de la jerarquía entre Estados. Recordemos el texto que estamos considerando:
Europa no es una jerarquía de Estados en la que unos están subordinados a los otros, y que debía culminar en la formación de un gran reino. Cada soberano es rey en su propio reino y no hay nada que indique que un rey posea soberanía sobre todos los demás y que Europa debiera ser una totalidad única. Europa es fundamentalmente plural (Foucault, 2004:432).
Esta pluralidad inscrita en la idea de Europa, esta idea de una Europa sin universalismos y sin jerarquías, se corresponde claramente con el discurso liberal de la «mano invisible» que se halla en el origen mismo de la economía política moderna (tema que Foucault abordará en sus lecciones del año siguiente tituladas El nacimiento de la biopolítica).
3. La colonialidad del poder: ¿jerarquía o heterarquía?
En las dos secciones anteriores hemos rastreado el modo en que Foucault aborda el problema del colonialismo, a la luz de una teoría del poder que plantea la existencia de diferentes cadenas que operan en distintos niveles de generalidad. He llamado heterárquica a esta teoría del poder, contraponiéndola a las teorías jerárquicas desde las cuales se ha pensado tradicionalmente el tema de la colonialidad. Pero antes de entrar a reflexionar sobre estos dos conceptos, heterarquía y jerarquía, quisiera despejar primero un interrogante que aunque parezca banal, para algunos puede ser importante: ¿es la analítica foucaultiana del poder una metodología eurocéntrica? Mi respuesta sería que sí, en consideración a sus contenidos, pero no en consideración a su forma.
En primer lugar, y como queda claro en los textos arriba considerados, Foucault entiende el colonialismo como un fenómeno derivado de la formación de los estados nacionales al interior de Europa. Esto significa, paradójicamente, que el colonialismo es un fenómeno intraeuropeo. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, para Foucault solo puede hablarse de colonialismo, en sentido estricto, desde finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, es decir, cuando se consolida plenamente la hegemonía de algunos estados nacionales en Europa (Francia, Inglaterra y en menor medida Alemania). Es por eso que el racismo es visto por Foucault como una tecnología de poder que acompaña la consolidación de la burguesía imperial y los nacionalismos europeos durante el siglo XIX, tal como lo muestran Hannah Arendt (en el tercer tomo de Los orígenes del totalitarismo) y, sobre todo, Ann Laura Stoler en su estudio titulado Race and the education of Desire (Stoler, 1995). Allende a esto, en Foucault se aprecia la tendencia manifiesta de pensar el sistema interestatal y la idea concomitante de «Europa» desde una perspectiva intraeuropea. De hecho, Foucault parece creer que las tecnologías de poder que operan en los distintos niveles de generalidad (micro, meso y macro) fueron generadas en Europa y posteriormente se extendieron hacia el resto del mundo.
Una breve comparación con el modo en que Wallerstein concibe el sistema-mundo podría ser muy ilustrativa respecto a este punto. Para Wallerstein, el sistema-mundo es un régimen global de poder que tiene las siguientes características:
Su superestructura política consiste en un conjunto de Estados supuestamente soberanos definidos y limitados por su pertenencia a una red o sistema interestatal, cuyo funcionamiento se guía por el llamado equilibrio de poder, mecanismo destinado garantizar que ninguno de los Estados que forman parte del sistema interestatal tenga nunca la capacidad de transformarlo en un imperio-mundo (Wallerstein, 2004:241).
Como podrán observar, Wallerstein describe el sistema-mundo exactamente del mismo modo en que Foucault describe el sistema-interestatal, sólo que para Foucault este sistema es Europa y únicamente Europa, mientras que para Wallerstein el sistema interestatal es algo mucho más amplio que Europa. Es por esta razón que para Foucault el colonialismo es pensado como un fenómeno derivado de Europa, de tal modo que su análisis es irremediablemente eurocéntrico desde el punto de vista de los contenidos.
Ahora bien, consideradas las cosas desde el punto de vista formal, hay que decir que la Analítica del poder en Foucault no es necesariamente eurocéntrica, sino que tiene el potencial de ser utilizada como metodología válida de análisis para pensar la complejidad del sistema-mundo y la relación entre modernidad y colonialidad. De hecho, la genealogía foucaultiana puede servir como importante correctivo de algunos postulados teóricos defendidos por el Análisis del sistema-mundo que resultan altamente problemáticos. Tomemos el mismo ejemplo que acabamos de considerar, el análisis que hace Foucault del sistema interestatal. Ya vimos cómo, para Foucault, el sistema interestatal corresponde a un nivel macro de análisis en el que el poder funciona en red pero como un mecanismo de equilibrio. Lejos de Foucault está la idea de que este nivel macro determina «en última instancia» a todos los demás niveles de la red, cosa que sí es muy evidente en los postulados de Wallerstein. Para éste, la lógica del capitalismo se juega por entero en el nivel global del sistema-mundo y todas las demás instancias (el Estado, la familia, la sexualidad, las prácticas de subjetivación, etc.) son tenidas como «momentos» inferiores al servicio de una totalidad mayor.10 Ninguna de estas instancias goza de una autonomía, ni siquiera relativa, frente a la lógica macro del sistema-mundo. El poder es una sola red que funciona con una sola lógica en todos sus niveles.11 La herencia hegeliano-marxista y estructuralista de Wallerstein en este punto es evidente y se convierte en el mayor lastre teórico que arrastra consigo el Análisis del sistema-mundo.12
En cambio, la Analítica de Foucault considera que el poder funciona en cadena pero que hay diferentes cadenas de poder. Hay cadenas de poder que funcionan a nivel molar, pero también las hay a nivel molecular, no es posible pensar las unas sin las otras. El procedimiento de Foucault, como veíamos, es decididamente inductivo. Primero analiza las cadenas de poder en un nivel molecular: la microfísica del poder. Este nivel – llamémoslo local – abarca las prácticas que afectan la producción de la subjetividad e incluye prácticas autónomas en las que los sujetos se producen a sí mismos de forma diferencial (lo que Foucault llama las «tecnologías del yo»), pero también prácticas en las que los sujetos son producidos desde instancias exteriores de normalización (la cárcel, el hospital, la fábrica, la escuela, etc.). Este es el nivel donde se juega la corporalidad, la afectividad, la intimidad, en una palabra: nuestro modo de ser-en-el-mundo que no se encuentra necesariamente determinado por la lógica del siguiente nivel de generalidad, llamémoslo semi-global, en el que opera la regulación estatal de las poblaciones. Estos dos niveles (el local y el semi-global) han quedado vinculados históricamente a través de dos tecnologías específicas de poder, la disciplina y la biopolítica, pero no hay ningún imperativo estructural que determine la necesidad de este vínculo. En principio, son dos cadenas distintas por donde el poder circula de forma diferente, pero cuyo vínculo puede romperse desde las tecnologías del yo, que son las que pueden impedir, en últimas, que la normalización y biopolítica se in-corporen, se hagan cuerpo. Recordemos que para Foucault no existe desterritorialización alguna que no pase por los flujos de creencias y deseos (que se juegan en un nivel molecular).
Lo que quiero decir con todo esto es que para la Analítica de Foucault, las articulaciones entre unas redes de poder con otras no son necesarias, son siempre parciales y su análisis parte metodológicamente de los niveles menos complejos hacia los más complejos. Por eso afirmo en este artículo que la Analítica de Foucault conlleva una teoría heterárquica del poder diferenciada en gran parte del Análisis del sistema-mundo, que conlleva una comprensión jerárquica del poder.
Podríamos caracterizar las diferencias entre estos dos tipos de teorías tomando como base las reflexiones avanzadas por el sociólogo griego Kyriakos Kontopolus (1993). Las teorías jerárquicas del poder sostienen que las relaciones más globales de poder «estructuran» a las menos globales, es decir que crean las condiciones para que los niveles inferiores queden sometidos a la lógica de los niveles superiores. Esto significa –para ponerlo en términos de Foucault- que la microfísica reproduce la misma lógica de la microfísica del poder. En un orden jerárquico, los niveles micro se someten al control de los niveles macro y difícilmente pueden escapar de él. De este modo, los regímenes globales tienen prioridad analítica, y los elementos pertenecientes a los regímenes semi-globales o locales son vistos como dependientes o subordinados a una lógica más abarcadora. Así, por ejemplo, en Marx los individuos se subordinan a las clases, el trabajo se subordina al capital, los capitales más pequeños se subordinan a los más grandes, el Estado se subsume a la estructura global del mercado, y esta estructura global tiende a optimizar su control sobre todo lo que ocurre en los niveles menos globales. El capital (o como lo llama Wallerstein la «economía-mundo») opera como el «principio estructurante» que impregna con su lógica a todas las demás instancias de la vida social. Podemos decir entonces, que el marxismo (y en particular el Análisis del sistema-mundo) ejemplifica de forma clara lo que significa una teoría jerárquica del poder.
Por el contrario, en una teoría heterárquica del poder (como la que nos ofrece Foucault), la vida social es vista como compuesta de diferentes cadenas de poder, que funcionan con lógicas distintas y que se hallan tan sólo parcialmente interconectadas. Entre los diferentes regímenes de poder existen disyunciones, inconmensurabilidades y asimetrías, de modo que no es posible hablar aquí de una determinación «en última instancia» por parte de los regímenes más globales. Tampoco es posible privilegiar analíticamente las estructuras molares. Por el contrario, la genealogía parte de los núcleos moleculares, allí donde se configura la percepción, los afectos, la corporalidad, en una palabra: la subjetividad de los actores que son en últimas, quienes incorporan las segmentaciones globales. De hecho, en una teoría heterárquica del poder no es posible hablar de estructuras que actúan con independencia de la acción de los sujetos, como si tuvieran vida propia, sino que es necesario considerar en primer lugar las prácticas de subjetivación, ya que como bien lo dice Foucault, el poder pasa siempre por el cuerpo. En lugar de reflexiones abstractas sobre el funcionamiento de la economía-mundo, sus ciclos de «larga duración» y las hegemonías geopolíticas que esta economía-mundo produce, una teoría heterárquica del poder como la de Foucault privilegia el análisis etnográfico tanto del capitalismo como de la colonialidad.13 Esto no significa en ningún momento desconocer la lógica de los regímenes más globales; significa tan sólo reconocer que estos regímenes no funcionan en abstracto sino a través de tecnologías de subjetivación y regularización como son, por ejemplo, la disciplina y la biopolítica, cuya operatividad debe ser investigada empíricamente en los niveles más locales. Es decir, en una teoría heterárquica del poder no es posible poner de un lado las estructuras molares (la economía-mundo, la división internacional del trabajo, la explotación colonial de las periferias, etc.), y del otro, las estructuras moleculares (los afectos, la intimidad, la relación que los individuos establecen con ellos mismos y con otros), como si estas fueran lógica y ontológicamente dependientes de las primeras.14
Fue precisamente un discípulo del ya mencionado Kyriakos Kontopoulos, el sociólogo puertoriqueño Ramón Grosfoguel, quien llamó por primera vez la atención sobre los peligros de utilizar una teoría jerárquica del poder a la hora de pensar el sistema-mundo moderno/colonial. Grosfoguel afirma que el poder colonial no puede ser pensado únicamente como determinado «en última instancia» por la relación entre trabajo y capital, sino como «un paquete enredado y múltiple de relaciones de poder más amplio y abarcador, que bajo una perspectiva reduccionista económica propia de ciertas vertientes del pensamiento eurocéntrico no es posible entender» (Grosfoguel, 2006). Ahora bien, ¿qué significa esto de un «paquete enredado y múltiple de relaciones de poder»? Desde la perspectiva de una teoría heterárquica, esto significa que la colonialidad no se reduce al dominio económico y político establecido por las potencias hegemónicas del sistema-mundo sobre los territorios de la periferia (es decir que hablar de colonialidad no es lo mismo que hablar de colonialismo), sino que tiene que ver también, y primordialmente, con los dispositivos de regulación y normalización que operan a nivel gubernamental (las llamadas «herencias coloniales»), así como con las tecnologías de resistencia y decolonización que operan a nivel molecular. Si bien los imperativos económicos de la economía-mundo se vinculan en red, se enredan con otras cadenas de poder que operan en otros niveles (como por ejemplo las relaciones étnicas, epistémicas, sexuales, espirituales, de género y de clase), estas relaciones no son determinadas por las relaciones de trabajo y tampoco son reducibles las unas a las otras. No hay una sola colonialidad del poder sino que hay muchas y su análisis dependerá del nivel de generalidad que se esté considerando (micro, meso o macro), así como de su ámbito específico de operación.
Tomemos el tema de la raza para ilustrar lo que estamos diciendo. Desde la perspectiva marxista de Wallerstein y Balibar, el racismo es una forma específica de dominio colonial cuya lógica depende del establecimiento de una división axial del trabajo a nivel global. De acuerdo a este argumento, no es posible hablar de racismo sino considerando, en primer lugar, la «etnización de la fuerza de trabajo» que se produjo en el siglo XVI cuando la mano de obra esclava (indios y negros) sirvió como base para la «acumulación originaria de capital» (Balibar y Wallerstein, 1991:80). Todas las formas de racismo que operan en los niveles inferiores (semiglobal y local) son simplemente extensiones o variaciones de esta primera molaridad. Pero desde una perspectiva heterárquica la cuestión es completamente diferente. En primer lugar, las relaciones de poder articuladas por la etnicidad no se generan primero en los regímenes globales sino en los más locales. Este es un principio básico del concepto de heterarquía: los regímenes más complejos emergen siempre de los menos complejos y funcionan como «aparatos de captura», apropiándose de relaciones de poder ya constituidas previamente en los niveles microfísicos para incorporarlas a su propia lógica.15 Desde esta perspectiva resulta inadecuado postular al racismo como un fenómeno cuya lógica se juega, por entero, en las relaciones globales de trabajo (sin desconocer con ello que a este nivel el racismo también pueda reproducirse y que de hecho lo hace).16
Lo que hace Foucault, como ya vimos, es mirar el modo en que el racismo opera en distintos niveles y en diferentes coyunturas estratégicas. Una cosa es el racismo de la burguesía inglesa en el siglo XVII, otro el de la aristocracia francesa del XVIII, otro el de la biopolítica estatal que se impone en el siglo XIX, y otro muy distinto el de los nazis hacia mediados del siglo XX. No existe él racismo ni existe tampoco la lógica del racismo. Lo que hay son diferentes lógicas de poder, que aparecen en diferentes coyunturas históricas y que en algún momento pueden llegar a «enredarse» temporalmente, sin que ello signifique que haya una «subsunción real» de unas en la lógica dominante de las otras. Por eso, la tesis de que el racismo es un fenómeno que se origina en el siglo XVI con el surgimiento de la economíamundo y que esa misma lógica se reproduce luego en todas las diferentes formas de racismo hasta el día de hoy, es el argumento típico de una teoría jerárquica del poder. Por el contrario, desde una teoría heterárquica diríamos que hay muchas formas de racismo y que no todas ellas son conmensurables; a veces se cruzan formando entramados complejos (sobre todo cuando se cruzan con otro tipo de relaciones también diferentes entre sí como las de género, clase y sexualidad), pero que muchas otras veces operan de forma independiente.
Otro ejemplo que puede servir para ilustrar la diferencia entre una teoría jerárquica y una teoría heterárquica del poder es el de la historicidad de los diferentes regímenes. El Análisis del sistema-mundo plantea que los regímenes globales de poder son «estructuras de larga duración», tomando este concepto del historiador francés Ferdinand Braudel, quien hacia mediados del siglo pasado reveló la importancia de pensar el cambio histórico desde una perspectiva macroscópica y no, como tradicionalmente han hecho los historiadores, desde una perspectiva microscópica que privilegia los períodos cortos de tiempo. Wallerstein toma este argumento de Braudel para mostrar que los cambios de un régimen histórico de poder como el sistema-mundo son de larga duración y no pueden explicarse sino en términos de «tendencias seculares». Varios adherentes al Análisis del sistema-mundo – como por ejemplo el sociólogo Giovanni Arrighi - han afirmado que los cambios en la hegemonía geopolítica del sistema-mundo operan como el locus de transición de todo el sistema, y suelen dividir la historia del sistema-mundo moderno/colonial en tres grandes fases, cada una de ellas marcada por un cambio estructural de gran escala. El punto aquí es que desde la perspectiva marxista-estructuralista, las tres fases históricas del régimen global determinan «en última instancia» todos los demás cambios que se dan en el nivel local y el semiglobal. Así por ejemplo, la rebelión de los comuneros en 1781 sólo puede explicarse desde los cambios macroestructurales que se venían dando en la economía-mundo de finales del siglo XVIII, cuando la hegemonía del sistema estaba desplazándose desde España hacia Francia, Holanda e Inglaterra. Los regímenes moleculares de poder (que involucran afectos, subjetividades en pugna y saberes ancestrales) no son vistos aquí como si poseyeran historicidad propia. Los ritmos de su devenir son marcados por un reloj mucho más grande y abarcador, de carácter mundial, que sirve para sincronizar todos los demás relojes existentes.17
Por otro lado, desde la perspectiva de una teoría heterárquica del poder, no es posible hablar de una subordinación absoluta de las temporalidades locales a una sola temporalidad de carácter mundial. Cada régimen de poder tiene su propia temporalidad marcada por el modo en que los diferentes elementos abarcados por ese régimen están relacionados. Por supuesto, el Análisis del sistema-mundo tiene razón en que los regímenes globales de poder tienden a comportarse de forma jerárquica, pero el control que ejercen sobre los regímenes menos complejos no es completo sino parcial. Hay elementos de los regímenes locales y semiglobales que se vinculan ciertamente a la temporalidad de los regímenes globales, sometiéndose al comando de su jerarquía, pero hay otros elementos que no lo hacen, que permanecen en una exterioridad relativa frente al sistema-mundo y que, por lo tanto, se mueven en una temporalidad diferente. Esto significa que en los niveles locales y semiglobales existe una heterogeneidad temporal, es decir, una situación marcada por la coexistencia de diferentes experiencias del tiempo.
Epílogo
Las heterarquías son estructuras complejas en las cuales no existe un nivel básico que gobierna sobre los demás, sino que todos los niveles ejercen algún grado de influencia mutua en diferentes aspectos particulares y atendiendo a coyunturas históricas específicas. En una heterarquía, la integración de los elementos disfuncionales al sistema jamás es completa, como en la jerarquía, sino únicamente parcial. Lo cual significa que el grado de control ejercido por el nivel global sobre los niveles más locales, aunque tiende a ser jerárquico, nunca es absoluto y, en el mejor de los casos, se mantiene estable sólo a través de la violencia (política, social, económica y epistémica)18 o del modo en que los niveles locales entablen resonancia con las molaridades del sistema. Diremos entonces que una característica de las heterarquías es su alto grado de indeterminación residual, refiriéndonos con ello a la proliferación de zonas grises o agujeros negros que escapan al control y que no son funcionales al sistema.
En este trabajo hemos sugerido que el sistema-mundo moderno/colonial no debe ser pensado como una jerarquía, ni como una red de jerarquías, sino como una heterarquía. Esto quiere decir, por un lado, que la «colonialidad del poder» no es univoca sino múltiple, y que en cualquier caso no se reduce a la relación molar entre capital y trabajo. Por otro lado, significa que el tema de la «decolonalidad» no puede seguir orientándonos hacia una reflexión exclusivamente macroestructural, como si de ese nivel dependiera la descolonización de otros ámbitos de la vida social. Eso conlleva una ignorancia respecto a las lógicas decoloniales que se dan en múltiples niveles y que en muchos casos se vinculan, sólo de forma residual, con la economía-mundo, y mucho más con cadenas microfísicas que afectan los cuerpos, los sentimientos y las relaciones interpersonales. No estoy diciendo que estos ámbitos locales no sean tocados por los regímenes globales, sino que es precisamente aquí donde puede apreciarse la «indeterminación residual» de los mismos.
Una de las grandes contradicciones en las que se cae cuando pensamos la colonialidad desde una teoría jerárquica del poder es que se le otorga al sistemamundo una gran cantidad de poderes mágicos, invistiéndolo así de un carácter sagrado. De hecho la palabra griega de la que proviene nuestro vocablo «jerarquía» significa «autoridad sagrada» y es precisamente eso lo que hacemos cuando pensamos el sistema-mundo moderno/colonial como una jerarquía: terminamos sacralizándolo, pensándolo como poder constituido y no como potencia de ser otra cosa. Por eso, quizás la mejor enseñanza que brindó Michel Foucault a la teoría poscolonial haya sido exponer que los análisis molares, si bien necesarios, corren el peligro de terminar en una suerte de «platonismo metodológico» al ignorar los microagenciamientos que se dan a nivel del cuerpo y los afectos, privilegiando en cambio, las «tendencias seculares» y los cambios de «larga duración».19
Parafraseando a Deleuze y Guattari diríamos que si la colonialidad es peligrosa, esto se debe a su potencia micropolítica y molecular, puesto que se trata de un cuerpo canceroso alojado en un pequeño agujero negro, que vale por sí mismo y se comunica con los otros antes de resonar en un gran agujero macropolítico y molar. Es muy fácil hablar de una «decolonialidad» a nivel molar sin ver la colonialidad alojada en las propias estructuras del deseo que uno mismo cultiva y alimenta. Debemos entender que la descolonización no depende de las revoluciones molares (aunque no las excluye), sino que conlleva la afección y la transformación creativa de aquello que Pierre Bourdieu llamó el habitus. A este tipo de agenciamiento molecular, que conlleva la creación de un habitus poscolonial y poscapitalista, quisiera llamarlo la decolonialidad del Ser, pero este es un tema que seguramente tendré oportunidad de abordar en otra ocasión.
1 Este artículo es producto de la investigación realizada por el autor, en el Instituto Pensar, sobre el Sistema Mundo, la Colonialidad y los Estudios Postcoloniales.
2 Ph.D. Universität Frankfurt (Johann-Wolfgang-Goethe), J.W.G.U.F., Alemania
3 La otrificación es, de hecho, la forma privilegiada de segmentación utilizada por las máquinas modernas de poder. Tal como lo dicen Deleuze y Guattari (2000:215), «lo propio de las sociedades modernas es la utilización de máquinas duales que funcionan como tales, que proceden simultáneamente por relaciones biunívocas, y sucesivamente por opciones binarizadas». En este sentido, la dualidad colonizador/colonizado es tan solo una de las múltiples segmentaciones binarias producidas por la modernidad.
4 Es por eso que, según Foucault, la arqueología de este discurso no puede pasar por las teorías contracturalistas (sobre todo la de Hobbes), pero tampoco por Maquiavelo (Foucault, 2001:63).
5 Como bien lo ha mostrado Eduardo Restrepo, en Foucault no podría hablarse de la etnicidad o de la raza como objetos dados de antemano, sino como objetos producidos desde unos regímenes de enunciabilidad y desde unas prácticas biopolíticas específicas (Restrepo, 2004:76- 77). Sobre esto volveremos más adelante.
6 La traducción es mía
7 “Yet we might consolidate our critique in the following way: the relashionship between global capitalism (exploitation in economics) and nation-state alliances (domination in geopolitics) is so macrological that it cannot account for the micrological texture of power. To move toward Duch an accounting one must move toward theories of ideology – of subject formations that micrologically and often erraticaly operate the interests that congeal the macrologies” (Spivak, 1994:74).
8 “By disavowing the colonial moment as an enuntiative present in the historical and epistemological condition of Western modernity, Foucault can say little about the transferential relation between the West and its colonial history. He disavows precisely the colonial text as the foundation for the relation the Western ratio can have even with the society in which it historically appeared” (Bhabha, 1994:196).
9 Sobre la relación entre el ámbito «micro» de la disciplina y el ámbito «meso» de la biopolítica moderna, Foucault escribe lo siguiente: «Me parece que durante la segunda mitad del siglo XVIII vemos aparecer algo nuevo, que es otra tecnología de poder, esta vez no disciplinaria. Una tecnología de poder que no excluye a la primera, que no excluye la técnica disciplinaria sino que la engloba, la integra, la modifica parcialmente y, sobre todo, que la utilizará implantándose en cierto modo en ella, incrustándose, efectivamente, gracias a esta técnica disciplinaria previa. Esta nueva técnica no suprime la técnica disciplinaria, simplemente porque es de otro nivel, de otra escala, tiene otra superficie de sustentación y se vale de instrumentos completamente distintos» (2001:219).
10 Wallerstein habla en este sentido de «las unidades domésticas» (la familia es la principal de ellas) como el «pilar institucional» de la economía capitalista (Wallerstein, 2004:224).
11 La coexistencia de diferentes redes de poder sólo es pensada por Wallerstein como una situación anterior a la formación del sistema-mundo en el siglo XVI, y desde este punto de vista habla de la coexistencia de diferentes «imperiosmundo » (Wallerstein, 2004:143).
12 Resulta sorprendente que a pesar de entenderse a sí mismo como «una protesta contra la forma en que quedó estructurada la investigación social desde su concepción a mediados del siglo XIX» (Wallerstein, 2004:134), el Análisis del sistema mundo sea tan ciego frente a sus propias herencias teóricas del marxismo y el estructuralismo.
13 Esto es precisamente lo que hacen Michel Foucault, Alain Touraine y Pierre Bourdieu, a quienes Kyriakos Kontopoulos coloca como modelos de la teorización heterárquica (Kontopoulos, 1993:222).
14 De hecho, los niveles molares se sostienen sobre los moleculares, ya que las estructuras más complejas emergen siempre a partir de las más simples, como lo han mostrado las teorías de la complejidad (Cfr. De Landa. 1997:266).
15 Desde luego que esto no significa invertir la tortilla y postular que los niveles microfísicos son el «origen» de los niveles macrofísicos. La cuestión es algo más compleja, ya que, como bien lo señala Kontopoulos, la lógica de los niveles globales puede, en virtud de su hegemonía, afectar (mas no determinar) el funcionamiento de los niveles menos globales, de tal modo que resulta imposible saber qué fue primero y qué fue después. La genealogía de Foucault escapa por completo a este binarismo del huevo o la gallina y a esta búsqueda por el origen.
16 En mis propias investigaciones he comprobado la eficacia de utilizar la genealogía como método para examinar el modo en que el racismo opera a niveles semiglobales o locales, antes que perderse en consideraciones de tipo molar o economicistas. Así por ejemplo, al investigar el tema de la colonialidad en la Nueva Granada del siglo XVIII, encontré que no es posible entender cómo funciona el poder colonial sin considerar su incorporación en el habitus de los actores sociales. También me di cuenta de la necesidad de examinar la articulación entre el nivel micrológico de la subjetividad colonial (el imaginario de la limpieza de sangre) con el nivel más global de la biopolítica del Estado Borbón, sin plantear en esta articulación una relación de causa y efecto. Se trata, más bien, de la relación heterárquica entre dos cadenas de poder que en principio funcionan cada una con su propia lógica, pero que en algún momento histórico (la Ilustración) quedan «enredadas» (Castro-Gómez, 2005a).
17 Reconocer que el sistema capitalista ha generado una experiencia del tiempo basada en los ritmos de trabajo y la ganancia, no quiere decir que esta sea la única experiencia histórica, ni que ella determine a todas las demás «en última instancia», sino tan sólo afirmar que ha logrado la hegemonía, lo cual conlleva el reconocimiento de otras experiencias (subalternas) del tiempo.
18 Pero en este caso, como bien dicen Deleuze y Guattari, la violencia genera su efecto contrario, ya que las molecularidades que buscan ponerse bajo control se multiplican: «Cuanto más fuerte es la organización molar, más suscita una molecularización de sus elementos, de sus relaciones y aparatos elementales. Cuando la máquina deviene planetaria o cósmica, los agenciamientos tienden cada vez más a miniaturizarse, a devenir microagenciamientos» (Deleuze y Guattari, 2000:220).
19 Una notabilísima excepción a la visión «molar» del colonialismo la constituye el estudio del psicólogo argentino Raúl García titulado Micropolíticas del cuerpo. De la conquista de América a la última dictadura militar (2000).
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