El presente número de Tabula Rasa incluye estudios etnográficos recientes que intentan entender la diversidad cultural del área comprendida por la baja Centroamérica (Creamer & Haas, 1985; Lange & Stone, 1984; Linares, 1979; Stone, 1966) y la parte central del noroeste de Suramérica. También conocida como área chibcha (Kirchhoff, 1943), intermedia (Costenla Umaña, 1991; Haberland, 1957; Langebaek y Cárdenas Arroyo 1996), región histórica chibcha-chocó (Cooke, 1992) o parte del área circuncaribe (Steward, 1948). A partir de los años 2000, con la voluntad de abandonar las categorías meramente lingüísticas y la idea que era una tierra sin entidad propia, empezó a recibir el nombre de área istmo-colombiana3 (Hoopes & Fonseca, 2003). En comparación con otras áreas culturales -como la amazónica o la mesoamericana-, a pesar de ser constantemente renombrada y captar la atención de genetistas, arqueólogos y lingüistas, ha sido vagamente definida y poco considerada en los actuales debates antropológicos.
Se trata de un área difícil de caracterizar por varios motivos: primero, por sus límites, especialmente difusos en sus fronteras sur y sureste; segundo, en razón de las formaciones socioculturales que han adoptado los pueblos del área, quienes se han estructurado en torno a jefaturas complejas, algunas de las cuales, como la muisca y la tayrona, incluso han llegado a ser erróneamente asemejadas a reinos o Estados premodernos (Langebaek, 2019). Al mismo tiempo, se trata de una región que ha conocido un gran desarrollo del comercio transregional (Kurella, 1993; Langebaek & Cárdenas Arroyo, 1996) que ha estimulado el contacto y la comunicación de formaciones sociopolíticas diversas. Por último, el área, como tantas otras regiones del continente, tiene una larga historia de profundas transformaciones que hace que la caracterización antropológica de los grupos indígenas que alberga sea especialmente espinosa. Muchas sociedades formalmente complejas y jerárquicas se extinguieron tras la conquista y los grupos contemporáneos, fruto de procesos de etnogénesis todavía hoy poco conocidos, muestran, en términos cosmológicos, diferencias significativas con el animismo amazónico estándar.
Si bien la mayoría de especialistas que han trabajado etnográficamente en la región están de acuerdo en que en el plano cultural el área difiere de las áreas vecinas -Mesoamérica, los Andes y el Amazonas-, una propuesta general convincente sobre cómo dar sentido a una cierta unidad istmo-colombiana, sin negar la heterogeneidad regional interna, apenas está formándose. Considerando que el área es parte de un espectro más amplio de socio-cosmologías amerindias e indigeneidades transformadas por el colonialismo y los Estados-nación modernos, cualquier intento de caracterización es arriesgado. Más todavía cuando tenemos en cuenta que la región desafía los conceptos clásicos de área cultural basados en la delimitación de entornos ecológicos relativamente homogéneos con formaciones socioeconómicas asociadas. Y es que las formaciones socioculturales de la zona se encuentran en una geografía y ecología extremadamente heterogéneas. En el área istmo-colombiana los Andes más septentrionales se topan con el mar Caribe, el semidesierto de la península de la Guajira se conecta con las cumbres de la Sierra Nevada de Santa Marta, y las densas selvas tropicales del Darién y la costa del Pacífico contrastan fuertemente con las arenosas islas caribeñas de Gunayala o las montañas de Talamanca en Costa Rica. Para llegar a caracterizar el área debemos obviamente ir más allá de las nociones clásicas de homogeneidad y centrarnos en la interconexión específica de formaciones socioculturales bastante distintas con transformaciones en curso. En los trabajos clásicos, como el de Julian Steward, la falta de una base ecológica común se compensó con un énfasis en los cacicazgos como rasgo característico de la región. Sin embargo, ante la desaparición de los cacicazgos históricos, los grupos contemporáneos fueron en muchos aspectos equiparados a las culturas de los bosques tropicales dominantes en la Amazonia (Halbmayer, 2020b).
Aunque, en las últimas décadas, desde la antropología no se ha logrado caracterizar culturalmente el área, otras disciplinas como la arqueología y la lingüística si han avanzado en su estudio desde un punto de vista comparativo (Pache, Meira & Grinevald, 2020; Hoopes & Fonseca, 2003; Cooke, 2015; ver Clados & Halbmayer, 2020). A pesar de que en un inicio la historia precolombina partía del supuesto que la región se había desarrollado gracias a múltiples contactos, migraciones e influencias mesoamericanas y sudamericanas, los enfoques más recientes sostienen que el área conoció un cambio endógeno y que existe una unidad difusa de rasgos genéticos, lingüísticos y culturales comunes derivados de los grupos lingüísticos chibchas y chocoes (Hoopes & Fonseca, 2003; Cooke, 2005, 2015). Definida de esta manera tan estrecha, la región istmo-colombiana ya no incluiría las lenguas y culturas de la región del Cauca ni los grupos de habla barbacoa de la región andino-pacífica que se extiende hasta la costa ecuatoriana, ni los grupos de habla arahuaca o caribeña del noroeste de América del Sur.
Los datos genéticos y lingüísticos muestran que durante milenios existió una marcada coherencia histórica entre todos los hablantes de lenguas chibchenses (Cooke, 2015). Costenla Umaña (1991) distinguió y describió tres subregiones lingüísticas dentro del área intermedia. La primera, el área colombo-centroamericana compuesta por las lenguas chocoes4, misumalpan y chibcha forma el núcleo central del área y coincide en gran medida con la llamada área istmo-colombiana. La segunda, el área venezolano-antillana incluye el arawakan, wayuu y caribe yukpa. La tercera, la subzona ecuatoriano-colombiana abarca las culturas y lenguas del Cauca y la familia de lenguas barbacoa.
Mientras la lingüística y la arqueología teorizaban sobre las dinámicas internas del área, la antropología, a pesar de contar con la publicación de varias etnografías destacadas (Bozzoli Vargas, 1979; Howe, 1986; Isacsson, 1993; Losonczy, 1997; Osborn, 2009; Perrin, 1987; Young, 1971) y partir de una rica tradición etnográfica asociada a la labor de Nordenskiöld y Wassén (p.e. Nordenskiöld & Pérez Kantule, 1938; Holmer & Wassén, 1963), Reichel-Dolmatoff (p.e. 1985;1950) y Stone (p.e., 1962), no se interesó en entender aspectos supralocales de las culturas del área durante más de seis décadas (Halbmayer, 2020b).
Para poner fin a este desinterés, en 2018 organizamos un simposio en el 56º Congreso Internacional de Americanistas (Salamanca). Un buen número de los artículos aquí compilados fueron elaborados a partir de ponencias presentadas en este simposio organizado por los editores de este número. Concretamente los textos de Anne Goletz, Ernst Halbmayer, Mònica Martínez Mauri, Gemma Orobitg, Mauricio Pardo y Julia Velásquez Runk resultan de este encuentro. El simposio reunió a especialistas en sociedades indígenas ubicadas en el área istmo-colombiana con el fin de reflexionar sobre los modos de relación, específicamente formas del don (ofrendas, pagos, sacrificios), pero también formas de intercambio, protección, predación, producción y transmisión entre humanos y no humanos. Las contribuciones seleccionadas contrastaron datos etnográficos propios con conceptos teóricos generales como animismo, analogismo, perspectivismo o multinaturalismo, y tuvieron en cuenta la antropología simétrica, así como teorías en torno al área macro-chibcha o istmo-colombiana. Con todo conseguimos agrupar a once ponentes que, por un lado, aportaron datos muy relevantes acerca de las formas de apropiación sobre humanos y no humanos, y, por el otro, documentaron intercambios en el marco de prácticas chamánicas y sueños en las sociedades embera, zenú, yukpa, guna, wounaan, tsachila, bribri y pumé.
La organización de este simposio se enmarcaba en un esfuerzo más amplio: estimular una reflexión profunda sobre el carácter diferencial y específico de la región istmo-colombiana, tomando en consideración las dimensiones ontológicas comunes a las sociedades indígenas que la habitan. Nuestro objetivo era volver a poner de relieve una región que había sido en gran medida descuidada por la antropología de las últimas décadas.
Un esfuerzo que ya ha empezado a dar sus frutos. Desde que en el año 2012 empezamos a desarrollar una agenda de trabajo común en torno a la etnografía del área istmo-colombiana, hemos organizado cuatro simposios en congresos internacionales, publicado algunos artículos seminales (Halbmayer, 2019; Martínez Mauri, 2019; Velásquez Runk, Peña Ismare & Peña Conquista, 2019) y un primer volumen monográfico dedicado a las sociocosmologías amerindias del área (Halbmayer, 2020a). Este número de Tabula Rasa constituye nuestra primera publicación sobre esta temática en una revista académica de la región.
El primer intento para organizar un encuentro que pusiera en contacto a los etnógrafos que trabajan en el área fue el workshop: Between the Andes, Amazonia and Mesoamerica: Cultures and Ontologies of the Intermediate Zone, celebrado en el marco del 6th German Research Meeting on South America, Mesoamerica and the Caribbean (Bonn, 2013). La ponencia de Ventura i Oller sobre la familia lingüística barbacoa (2018) fue presentada en este evento y otras contribuciones fueron reelaboradas y expuestas en 2015, en el 55º Congreso Internacional de Americanistas celebrado en San Salvador, en el cuál organizamos el simposio Culturas y ontologías de la zona intermedia: entre los Andes, Amazonia y Mesoamérica. Algunas de las ponencias que resultaron de este encuentro fueron publicadas en el Journal of Latin American and Caribbean Anthropology (JLACA) (Halbmayer, 2019; Martínez Mauri, 2019; Velásquez Runk, Peña Ismare & Peña Conquista, 2019), otras, como la de Barbara Kazianka forma parte del presente número. Estos trabajos abordaron cómo las cosmologías locales conceptualizan a los seres humanos y cómo éstos se relacionan con los animales, los muertos o los espíritus. Al abordar estas cuestiones bajo el prisma de las proposiciones teóricas desarrolladas por Eduardo Viveiros de Castro, Philippe Descola y otros (véase Velásquez Runk, Peña Ismare & Peña Conquista. 2019), empezamos a constatar que el animismo y el perspectivismo formulado a partir de ejemplos etnográficos amazónicos no podía ser replicado sin ajustes importantes en nuestros análisis (Halbmayer, 2012a, 2012b). Las relaciones entre los seres humanos y los no humanos -sobre todo aquellas que involucraban a los muertos o implicaban metamorfosis o incorporación física de capacidades no humanas- diferían considerablemente respecto a los ejemplos amazónicos.
En 2017 nuestros encuentros continuaron con un taller internacional en Lyon, organizado por Ernst Halbmayer como becario del programa EURIAS (Institutos Europeos de Estudios Avanzados), titulado Socio-cosmologías en el área istmo-colombiana, financiado por el Collegium de Lyon - Instituto de Estudios Avanzados, la Red Francesa de Institutos de Estudios Avanzados (RFIEA), el Laboratorio de Dinámica del Lenguaje (DDL) - CNRS-Université Lumière Lyon 2, y el Departamento de Antropología Cultural y Social de la Universidad de Marburgo. En todos estos encuentros debatimos sobre porqué el área intermedia, a diferencia de otras, había sido vagamente definida y poco considerada en los actuales debates antropológicos. Pero también reflexionamos ampliamente sobre la continuidad de ciertas prácticas, instituciones o elementos simbólicos en el ámbito supralocal.
A este esfuerzo también se sumaron Juan Camilo Niño Vargas, Manuel Lizarralde y Stephen Beckerman con la organización de un simposio sobre los chibchas en el pasado congreso de la Society for the Anthropology of Lowland South America (SALSA) (Viena, 2019). El encuentro, que agrupó a genetistas, lingüistas, arqueólogos y antropólogos, giró en torno a la existencia de rasgos compartidos por todos, o casi todos, los pueblos chibchas. Se discutió si uno de los elementos que podían constituir el núcleo duro de esta cultura podía ser la ausencia de guerra interna o la pervivencia de principios cosmológicos que difieren de los de las áreas vecinas.
Recientemente ha sido publicado el principal resultado del taller celebrado en Lyon, el libro: Amerindian Socio-Cosmologies between the Andes, Amazonia and Mesoamerica: Toward an Anthropological Understanding of the Isthmo-Colombian Area (Halbmayer, 2020a). A partir de las contribuciones etnográficas y la propuesta de Juan Camilo Niño Vargas (2020) de pensar en una ontología chibcha, en este volumen identificamos los primeros elementos de un posible «conjunto istmo-colombiano»5 (Halbmayer, 2020b). Entre los elementos que parecen ser comunes a las sociedades del área se encuentran las cosmologías antropocéntricas. Sin negar la diversidad interna fruto de la combinación etnohistórica de ciertos rasgos característicos, los artículos aquí reunidos contribuyen a la búsqueda de estos aspectos distintivos. En términos generales la evidencia etnográfica apunta que en el área istmo-colombiana las sociedades indígenas contemporáneas operan bajo algunos de estos principios (Halbmayer, 2020b): 1.) Humanos y animales tienen interioridades distintas (p.e. Pardo, en este número; Martínez Mauri, 2019; Niño Vargas 2020; Velásquez Runk, Peña Ismare & Peña Conquista, 2019; Mancuso, 2020) y en varios casos se puede observar una relación continua con los muertos (Kazianka, en este número; Bozzoli Vargas, 1979; Halbmayer, 2013, 2019; Perrin, 1987; Losonczy, 2020). 2.) La metamorfosis entre humanos y animales es evitada (Goletz y Halbmayer, ambos en este número) y si ocurre es irreversible (Halbmayer, 2019; Martínez Mauri, 2019; Velásquez Runk Peña Ismare & T. Peña Conquista. 2019; Niño Vargas, 2020). 3.) La separación entre sustancia y espíritu o entre fisicalidad e interioridad no es neta (Orobitg, Goletz, Arenas Gómez y Parra White, todos en este número; Arenas Gómez, 2020; Martínez Mauri, 2019; Velásquez Runk Peña Ismare & T. Peña Conquista. 2019). 4.) Las sustancias pueden servir para transmitir habilidades y conocimientos entre diferentes seres y pueden nutrir a los seres espirituales (Arenas Gómez; Parra White, Orobitg y Rosique-Gracia et al., todos en este número; Martínez Mauri, 2019). 5.) Existen formas de identificación basadas en el homologismo (Halbmayer, 2020b), es decir, en una ontología integradora en la que todos los seres comparten un mismo origen y una cierta identidad. Un homologismo que, como apunta el artículo de Parra White (en este número), puede venir acompañado de la idea de organismo. Como sucede en la Sierra Nevada, el territorio es concebido como un organismo vivo y pensante que genera y sostiene todas las cosas, al mismo tiempo que integra su materia y espíritu. Se trata de un organismo en el que se generan cuerpos y cosas, gobernado por un pensamiento universal, un ser que al final es el cosmos en sí mismo. 6.) La personalidad es conceptualizada de forma gradual y diferenciada (Orobitg, en este número, con enfoque de género). 7.) El destino de los colectivos humanos es asociado al de los vegetales (Martínez Mauri, 2020, y en este número sobre la primordialidad de los árboles; Niño Vargas, 2020) y en algunas ocasiones los humanos son concebidos como semillas sembradas o cosechadas por deidades (Bocota: Peña, 1994; Bribri: Bozzoli Vargas, 1979, p. 167; Ette: Niño Vargas, 2008, p. 120; Kogi: Reichel- Dolmatoff, 1985 [1950-1951]; U’wa: Falchetti, 2001, p. 115, 135, 138; Osborn, 2009); 8.) A partir del cultivo, el cuidado agrícola y la alimentación se hace evidente una simbiosis jerárquica entre diferentes seres (Niño Vargas, Parra White y Arenas Gómez en este número; Niño Vargas, 2020; Halbmayer, 2020b). 9.) Se percibe una temporalidad específica del cosmos (Niño Vargas, en este número, 2020) y 10.) La relación entre los humanos, los seres deificados y a veces los muertos, es privilegiada y expresada en el chamanismo vertical (Parra White y Arenas Gómez sobre los mamos de la Sierra de Santa Marta, ambos en este número), en detrimento de la relación con los animales. Como muestra Niño Vargas (en este número) esta temporalidad y las diferencias entre los seres deificados, los humanos y las bestias también se reproducen en la agricultura.
Las once contribuciones que integran este número de Tabula Rasa abordan la realidad etnográfica de nueve pueblos indígenas del área istmo-colombiana, ampliamente definida, cuyos idiomas pertenecen a diferentes familias lingüísticas. Se trata de pueblos que han sido lingüísticamente clasificados como chocoes (embera, waunaan), chibcha (ette, guna, ik’u, kogi), arawakos (wayuu), caribes (yukpa) y pumé (relacionados con los idiomas chocoes, pero sin una clasificación exacta desde el punto de vista lingüístico, ver Pache, 2016). Los temas centrales del presente número son los modos de relación y las relaciones entre humanos y no humanos. Como bien muestran los casos aquí expuestos, formas específicas de ofrendas, oscilando entre el don y el intercambio, juegan un papel importante. Los artículos aquí reunidos parten del trabajo clásico sobre el don de Marcel Mauss (1923-24, Arenas Gómez; Pardo; Velásquez Runk, todos en este número), retoman las formas de reciprocidad de Sahlins (1972), Pardo en este número), tienen en cuenta el género de los intercambios, los procesos de eclipsamiento y objetivación de Strathern (1988, Pardo en este número), dialogan con la economía simbólica de la predación, el perspectivismo (p.e. Viveiros de Castro, 2004;1996) y la predación familiarizante familiarizing predation (Fausto 1999, 2012; Arenas Gómez, Halbmayer, Velásquez Runk), se inspiran en las ideas acerca de la convivencia (p.e. Overing & Passes, 2000, Arenas Gómez, Velásquez Runk), se sirven de los modos de relación de Descola (2013), p. e. Parra White, Arenas Gómez, Martínez Mauri, Orobitg, Niño Vargas, Kazianka) y dan un primer paso para relacionar los tipos de ofrendas que se producen en la región con los que perviven en los Andes y Mesoamérica (Parra White, Arenas Gómez). Pero al mismo tiempo se interesan en analizar el cambio en las relaciones con los antepasados (Kazianka), los enemigos (Halbmayer), los seres de los sitios sagrados (Rosique-Gracia et al.), los árboles (Martínez Mauri) los seres espirituales vinculados a procesos rituales (Velásquez Runk), o las madres y los padres espirituales de la Sierra Nevada de Santa Marta (Arenas Gómez, Parra White).
Las ofrendas, este aspecto nos parece central, asumen muchas veces el significado de una alimentación del otro (Parra White, Arenas Gómez, Velásquez Runk, Rosique-Gracia et al., Orobitg, todos en este número). Mientras en unos grupos las ofrendas son una forma central de interacción con los otros y, como en el caso de los wayuu, pueden traducirse en el sacrificio de animales, en otros grupos, la lógica de la ofrenda es limitada, como sucede entre los yukpa, solo aparece en relación al dueño del maíz, Osema, cuando se nutre de la carne de los animales cazados (Goletz, en prensa; Halbmayer, 2016, p. 169, Fn 24; Ruddle, 1974, p. 89) y de la chicha ofrecida a los árboles antes de ser talados. Por ello consideramos necesario seguir interesándonos en las formas que adopta la alimentación, preguntarnos quienes son los seres que son mantenidos por los humanos y de quienes se nutren los humanos.
A grosso modo, tres son los elementos que resaltan al analizar los modos de relación entre diferentes tipos de seres. El primero de ellos es la continuidad entre pensamiento y substancia (sangre y substancias vitales). Esta dimensión se hace relevante en el trabajo de Kazianka cuando sugiere que entre los wayuu cada clan matrilineal está asociado a unos animales con los que comparte la misma substancia -el e’irukuu (carne) y el ataa (envoltura, piel)-, pero con los que al mismo tiempo comparte interioridad. Entre los wayuu se hacen evidentes algunos rasgos normalmente considerados analogistas. Kazianka cita como ejemplos la institución del sacrificio, el oráculo y la interpretación de símbolos oníricos, relaciones por similitudes y diferencias con efectos importantes en la vida de los wayuu.
El trabajo de Pardo también muestra esta dimensión al referirse a la capacidad curativa de las plantas. Los especialistas en plantas medicinales reconocen que su potencial, por un lado, se manifiesta a través de su fisiología, pero que, por el otro, tiene mucho que ver con su fuerza mística. Esta doble potencialidad condiciona sin lugar a dudas el tipo de relaciones que se mantienen con ellas, implicando prácticas tanto en el plano simbólico como en el físico.
Orobitg, centrando su artículo sobre el mundo pumé en la circulación de la sangre, además de mostrar que es un diferenciador biomoral entre los géneros, se percata sobre el hecho que las cualidades de la sangre también marcan la corporalidad. La sangre establece una continuidad cosmológica entre diferentes seres. En la Sierra Nevada de Santa Marta (Arenas Gómez y Parra White, ambos en este número) la conversión de sustancias en alimentos para los padres y madres espirituales a través del pensamiento y la confesión implica no solo la sustancia, sino también el contenido o aspecto cualitativo de lo que se da. Los pagos y la confesión tienen que ver con sustancias, pero también con flujos tanto materiales como espirituales.
El segundo elemento que sobresale está relacionado con los intercambios entorno a la alimentación. En muchas sociedades istmo-colombianas se hace necesario nutrir a los seres no humanos para poder gozar de un equilibrio vital en el que los humanos, junto a los otros seres del cosmos, no pongan en peligro su supervivencia.
Alimentando y cuidando a los otros se alimentan relaciones necesarias para la vida. Un buen ejemplo de estas prácticas las encontramos entre los gunas de Panamá, quienes alimentan a los espíritus auxiliares que conviven con ellos ahumándolos con cacao y los bañan con plantas aromáticas para que cuiden de ellos. Desde la misma lógica, entre los pumé las mujeres alimentan con su sangre mala los seres predadores para mantener en equilibrio el cosmos. De esta manera, a partir del don, las mujeres tratan de integrar a estos seres predadores (Orobitg, este número).
Respecto a los embera, el artículo de Rosique-Gracia et al. muestra que la entrada a los sitios sagrados que están bajo el control de otros seres potencialmente peligrosos requiere de una negociación onírica regida por una reciprocidad equilibrada. Los jaibanás, maestros del pensamiento, conducen los intercambios del pueblo embera con sus homólogos de drua wa͂ndra y prescriben diversas fórmulas de reciprocidad que neutralizan su peligrosidad. Gracias a su mediación, obtienen su benevolencia y se hace evidente que todos están «en el mismo pensamiento». También entre los embera, Pãkðré -una entidad poderosa de los sitios sagrados, concebida como una parienta afín- es sometida a reglas de reciprocidad a partir de actos de armonización. Aceptando el intercambio recíproco -o incluso un intercambio generalizado que solamente será compensado a largo plazo- enemigos peligrosos se convierten en aliados o en parientes por filiación. La dimensión alimentaria de esta relación se hace presente cuando la guacamaya pide en sueños sembrar semillas de árboles frutales que en el futuro alimentarán a los animales del monte.
Por su parte, con los llamados pagamentos, los mamo de los kogi e ik’u materializan pensamientos y alimentan a las madres y los padres espirituales. Las personas depositan su pensamiento en el material que están ofreciendo como alimento. Un alimento que es una fuerza espiritual primaria y se manifiesta adoptando distintas formas: comida, información, música, cantos de pájaros, sustancias corporales, comunicación o pensamiento. Los sitios sagrados son entidades conscientes, «madres y padres» que sostienen el mundo, pero también «piensan». Ellos «comen» pagos/confesiones kogi, pero también «escuchan» y entienden lo que se les dice/encuentran. Este intercambio obligatorio expresa al mismo tiempo una relación ecológica con la Sierra Nevada de Santa Marta.
Velásquez Runk centra su trabajo en el chamanismo wounaan y el ritual haaihí jëeu nʌm, el primero asociado a la figura del trickster (ditsö) y el segundo a la deidad Hewandam. Podemos entender ambos rituales como expresiones de chamanismo horizontal y chamanismo vertical (Hugh-Jones, 1994). Tomando en cuenta el cuidado, la convivencia y la moralidad, Velásquez Runk argumenta que «el cuidado recíproco es evidente en ambos rituales». Los chamanes deben alimentar continuamente sus espíritus auxiliares con alcohol de maíz, sin estas atenciones, huirían y dejarían al chamán sin su capacidad de curar. De forma paralela, el chamán debe nutrir a sus pacientes y a los participantes de la comunidad durante los rituales, proporcionándoles comida y bebida en medio de la noche.
Otro ejemplo del protagonismo de la alimentación en los intercambios lo encontramos en algunas de las narrativas incluidas en el trabajo de Kazianka sobre los wayuu. En estos fragmentos se hace alusión a momentos en los que alguien sueña con un familiar muerto que le pide comida. Ante este tipo de revelaciones, los vivos preparan comida para evitar mayores males. Esta situación contrasta con lo que sucede entre los yukpa, para quienes los muertos por mucho tiempo no piden comida, sino que la pueden ofrecer en sueños a sus parientes vivos. En este contexto, los que aceptan la oferta de los difuntos enferman o mueren.
Las ofrendas parecen obedecer a una lógica que intenta incluir seres potencialmente peligrosos a partir del don, la comensalidad y el intercambio. Con el fin de sujetar, y al mismo tiempo cultivar y armonizar las relaciones, los humanos ofrecen tabaco, hojas de coca, o incluso dinero a los no humanos (Pardo, este número). En esta área no todos los otros no-humanos necesariamente son considerados predadores. Más bien existen relaciones de protección y de cuidado de los muertos, seres ancestrales y deidades con las cuales existen relaciones de descendencia y filiación. La alteridad, en otras palabras, no queda reducida a colectivos teriomorfos -seres humanos transformados, parcial o totalmente, en animales- como sucede en el animismo venático6. En este sentido es oportuno referirnos a las diferencias que ha señalado Århem (2016) entre el animismo amazónico, centrado en las relaciones con el entorno -animales y plantas-, y el del Sureste asiático, mucho más focalizado en los ancestros y el mundo del más allá. La principal diferencia entre el llamado animismo jerárquico sacrificial (Århem, 2016, p. 25) y el amazónico es que mientras en el primero los seres son ontológicamente equivalentes, comparten un mismo espíritu, pero no un cuerpo, en el segundo los seres parten de una intersubjetividad asimétrica entre almas desiguales y operan bajo el principio «diferentes grados de espíritu/potencia, cuerpo diferente». Esta jerarquía entre humanos y no humanos condiciona los modos de relación, favoreciendo el sacrificio en detrimento de la predación, es decir, en lugar de cazar, se sacrifican animales domésticos para entablar relaciones con los espíritus. Una lógica más acorde con un sistema dominado por la agricultura que por la predación.
Con todo, en la región istmo-colombiana parece prevalecer una lógica relacionada con la agricultura y la idea de jerarquía, pero compatible con los principios de comensalidad presentes en la Amazonia (Brightman, Fausto & Grotti, 2016) y Mesoamérica (Pitarch, 2012; Pitrou, 2014). En contraposición a la lógica depredadora, en las sociedades agrarias para sujetar es necesario cuidar, alimentar y proteger, también a los seres espirituales. Los humanos y las deidades comen lo que cuidan y cultivan. La gente, en otras palabras, se da «a sí misma» como ofrenda a las deidades -no necesariamente en términos de un sacrificio humano- sino con sus pensamientos-sustancias para fertilizar el mundo, o con sus animales o cultivos para ampliar el dominio de sus dueños. Al abordar esta realidad en términos de ofrendas y sacrificios se abre una perspectiva comparativa entre el área istmo-colombiana, Mesoamérica y los Andes centrales (Parra White y Arenas Gómez, ambos en este número) que debería ser elaborada en futuros trabajos.
Todo parece indicar que estamos ante un tipo de interacción socio-cosmológica en la que dos entidades de distinta naturaleza, con un origen común o una relación de afinidad, establecen una relación de sujeción que les proporciona beneficios mutuos. Las entidades que conforman el cosmos mantienen tanto vínculos de dominación y protección, como de subordinación y dependencia. Aunque la relación establecida es jerárquica y asimétrica, no conduce a la diferenciación y el conflicto, sino a la identificación y una cierta continuidad ontológica.
A diferencia del animismo depredador documentado en la cuenca amazónica, no se trata de sociedades basadas en el establecimiento de relaciones asimétricas para la apropiación de entidades y sustancias humanas y no humanas ubicadas fuera del colectivo (Halbmayer, este número), y, por lo tanto, no se fundamentan en instituciones altamente desarrolladas en torno a la caza, la guerra o el canibalismo (Chaumeil, 1985; Descola, 1993; Fausto, 2012; Santos-Granero, 2010; Vilaça, 1992). La predación, donde ocurre como modo de relación importante, no tiene las mismas implicaciones que en la Amazonia y el chamanismo no es de tipo metamórfico, sino que es mediado por espíritus sujetados, controlados y alimentados por el chamán. En el área istmo-colombiana existe una simbiosis jerárquica que estimula el establecimiento de vínculos asimétricos que integran entidades dominantes y dominadas. Al mismo tiempo existen estrategias para crear una similitud ontológica (Goletz, este número) entre entidades diferentes, una sincronización de diferentes espacios temporales (Halbmayer, 2013) o una co-actividad ritual (Pitrou, 2016) que permite una transmisión de conocimiento y capacidades similar a la metamorfosis amazónica.
El tercer aspecto que es necesario tener en cuenta es la presencia de una fuerza vital que vincula todos los seres del cosmos a partir de la idea de intercambio y equilibrio (diferente de la predación). Esta fuerza une la totalidad de los seres que habitan el universo y hace que los otros, en lugar de ser concebidos como enemigos, sean categorizados bajo distintas formas: padres de animales o plantas, madre, aliados, enemigos, antepasados. Esta pluralidad de formas de ser y relacionarse, implica que no exista una sola lógica de relación.
Bajo este prisma podemos entender la relación que se establece en el mundo de los ette entre las Pléyades y los ciclos agrícolas. Tal y como nos muestra Niño Vargas, cuando las estrellas aparecen por oriente a mediados de junio, los humanos se alegran por la aparición de las mazorcas verdes. En diciembre, cuando alcanzan su cénit, celebran la abundancia de mazorcas secas elaborando y consumiendo bebidas embriagantes con ellas. Finalmente, en mayo con la desaparición de la constelación, empieza la época de escasez de alimentos. Los ette se sirven de los paralelos entre la visibilidad de las Pléyades y la maduración del maíz para vincular el cielo con la tierra y evidenciar la reunión de deidades y humanos en torno a una cosecha producida mancomunadamente.
En el caso de los gunas la relación que mantienen con el mundo vegetal a través de la fabricación de nudsus, tallas de madera antropomorfas o zoomorfas que albergan espíritu, pone en evidencia nuevamente la existencia de lazos basados en la idea de intercambio y equilibrio con otros seres del cosmos. Una situación ciertamente parecida a la que viven los jaibanás embera, quienes conducen los intercambios de su gente con los seres no humanos de drua wa͂ndra y prescriben diversas fórmulas de reciprocidad que neutralizan su peligrosidad. Y es que solo de esta manera es posible que los humanos puedan tener éxito en la caza, la pesca o puedan acceder al conocimiento necesario para usar las plantas medicinales.
A parte de estos ejes de reflexión más genéricos, cada artículo aporta luz sobre aspectos etnográficos más particulares. La conceptualización y la circulación de las substancias corporales en las sociedades del área istmo colombiana, son abordadas en el artículo de Gemma Orobitg a partir de la experiencia de los indígenas pumé (Venezuela), y el protagonismo que adquiere la sangre a la hora de establecer relaciones entre los seres. Orobitg, quien presta especial atención a la dimensión de género en la circulación de la sangre, muestra hasta qué punto el cuerpo femenino y sus prácticas constituyen el modelo sobre el cual los pumé entienden el lugar de cada ser en el cosmos y las relaciones que existen entre ellos. La sangre, una substancia que se transforma con la interacción social, se convierte en un marcador bio-moral de género y establece diferencias y continuidades entre distintos tipos de seres. En función de sus características -temperatura, color, consistencia y cantidad- la sangre identifica a los seres que componen el cosmos (mujeres, hombres, animales y espíritus).
En su artículo Orobitg nos muestra cómo, entre los pumé, el cuerpo se construye a partir de la fisiología de los seres, de la necesidad constante de equilibrar las cualidades sanguíneas. Esta construcción de los seres contrasta con lo que sucede en la Amazonía, donde tal y como indica Viveiros de Castro (2004), los «afectos, inclinaciones o capacidades» de los cuerpos son los que singularizan cada tipo de ser. También difiere respecto a lo que ocurre en Mesoamérica, donde tal y como observa Pitarch (2012), el cuerpo -a través de la alimentación, la indumentaria o el gesto- es modelado dejando de lado la fisiología. Aunque es arriesgado afirmar que estamos ante una manera de entender la persona y el cuerpo común a todas las sociedades del área, observamos que, en otras sociedades del área, como entre los gunas (Martínez Mauri, 2019), algunas substancias vitales también tienen un componente biológico y moral. Podríamos afirmar que la sangre no solo es conceptualizada bajo el prisma de la fisicalidad, sino que contiene experiencia, conocimientos, pensamientos, memoria, creencias y habilidades. Con todo podríamos preguntarnos nuevamente hasta qué punto la dicotomía fisicalidad vs. interioridad opera de forma clara en el área istmo-colombiana.
Uno de los temas poco abordados en las etnografías del área istmo-colombiana es la posición que ocupan las mujeres en relación a los hombres y el resto de seres del cosmos. En este ámbito, el artículo de Orobitg constituye una excelente aportación. A partir de la consideración de la sangre femenina, no solo analiza las prácticas cotidianas y rituales, sino que también hace alusión a la mitología que relaciona la pérdida natural de sangre de las mujeres con su poder de visión y creación del mundo. Con todo, acaba concluyendo que entre los pumé el modo de relación fundamentado en el don que practican las mujeres a partir de la sangre menstrual y la «sangre buena» garantiza el funcionamiento ideal del cosmos.
Los dos artículos fundamentados en etnografías istmeñas, el de Mònica Martínez Mauri sobre la relación de los gunas con los árboles y el de Julia Velásquez Runk, sobre los rituales chamánicos y haaihí jëeu nʌm entre los wounaan, reflexionan sobre prácticas que presuponen intercambios y relaciones de crianza entre humanos y no humanos. En ambos casos, los seres tanto espirituales como materiales provenientes del mundo vegetal desempeñan un papel protagónico en la salud y el bienestar de la población. Las similitudes entre los dos sistemas ontológicos son numerosas. En un tiempo pasado, en las dos sociedades, aparecieron personajes, Dösãt y Hẽwandam entre los wounaan, Bab Dummad e Ibeorgun entre los gunas, que transmitieron un valioso conocimiento a los humanos para mantener la convivialidad con los no humanos. Este conocimiento implicaba una serie de preceptos para llevar a cabo rituales, habilidades para transformar materias arbóreas en espíritus auxiliares tutelados por los chamanes, consejos para pintar sus cuerpos con substancias vegetales con fines protectores o curativos. En ambos contextos culturales los árboles parecen preceder la existencia humana: por un lado, entre los gunas son considerados seres primordiales, por el otro, la tradición oral Wounaan narra como Hẽwandam y su hijo intentaron construir las personas humanas con madera. Los gunas emplean los troncos de los árboles para fabricar cayucos no solo para navegar, sino para bañarse con plantas medicinales; entre los wounaan el haaihí jëeu nʌm tiene como elemento central una canoa ritual. Además de estas similitudes, en las prácticas chamánicas de los dos grupos se utilizan figuras antropomorfas y zoomorfas talladas en madera, muy habitualmente con balsa (Ochroma spp.) y con los espíritus auxiliares que albergan estas tallas se mantienen relaciones de intercambio que pueden ser asimiladas a las de crianza.
Estos elementos comunes muestran que algunas sociedades istmeñas conciben la humanidad de forma parecida a los pueblos chibchas. Tal y como ha mostrado Niño Vargas (2020), en estas sociedades la humanidad ocupa una posición central, pero al mismo tiempo transitoria, en el universo. Estamos ante una humanidad creada, y en cierta manera elegida por unas divinidades, que para vivir necesita conservar un equilibro con los otros seres del cosmos. Por último, se trata de una humanidad cuyo destino está sujeto a su comportamiento moral.
Esta posición de dominio, pero también de dependencia, de lo humano respecto a lo no humano, también se hace presente en el artículo sobre los drua wa͂ndra (sitios sagrados) embera de Javier Rosique-Gracia, Aída Gálvez-Abadía, Sandra Turbay, Nataly Domicó, Arnulfo Domicó, Plinio Chavarí, Justico Domicó, Fernando A. Alzate, José Fernando Navarro y Sneider Rojas-Mora. Como nos muestra el estudio etnográfico de estos espacios habitados por los dueños de los bosques, animales, espíritus y con abundosos caudales de agua, para entrar en ellos es necesario respetar una serie de preceptos, fortalecerse con baños medicinales y tener buen corazón. Todo ello ilustra de nuevo la voluntad de los humanos por mantener una relación de equilibrio, fundamentada en la reciprocidad, con los seres del drua wa͂ndra.
En estas relaciones con los seres wa͂ndra, la mediación de los jaibanás, los chamanes embera, es fundamental. A partir de los sueños y la acción ritual son los únicos capaces de entablar intercambios con los wa͂ndra que permiten neutralizar su peligrosidad y asegurar la cacería, la pesca y la recolección de plantas para fines medicinales. Una vez más, constatamos que en este sistema ontológico los seres vegetales son pensados como seres con agencia, necesarios para facilitar la vida humana.
Las selvas del Pacífico son también el escenario donde se desarrolla el trabajo etnográfico de Mauricio Pardo, en este caso fundamentado en un análisis de la compleja red de intercambios dentro del multiverso embera dóbida. Con el objetivo de dilucidar los procesos de resiliencia y adaptación de las dinámicas internas de esta sociedad, en su artículo se tienen en cuenta los intercambios entre los humanos y los no humanos mediados por el chamán, sin dejar de lado la articulación de la economía tradicional con el mercado. Siguiendo el enfoque de Strathern (1988), basado en la importancia de las capacidades productivas y reproductivas de los seres del multiverso en los intercambios de la unidad doméstica con parientes y vecinos, Pardo sostiene que la relación con los jai (espíritus) está fundamentada en la idea de intercambio. Además de identificar variados intercambios a la luz de los tipos de reciprocidad -generalizada, balanceada, negativa- propuestos por Sahlins (1972), su aportación reflexiona sobre el papel del dinero en esos intercambios. Inspirándose en las teorías de Parry & Bloch (1989) sobre la oscilación de las transacciones monetarias entre un orden individualista de corto plazo a un orden social, o cósmico, de largo plazo, Pardo encuentra explicaciones a la limitada monetarización y mercantilización de la sociedad embera.
De nuevo, la etnografía de un pueblo embera nos muestra la importancia de los seres vegetales para las sociedades del área istmo-colombiana. Pardo describe como durante los rituales chamánicos embera dóbida la casa del paciente es decorada con hojas de palma y con figuras talladas en madera de balso. Estos elementos, no solo ocupan una posición central en el espacio doméstico, sino que tras el ritual son descartados por su carga espiritual. Pero la importancia de estos seres no humanos que podríamos catalogar como tradicionales no está reñida con la presencia del dinero. Como bien muestra el artículo, los pagos en dinero a los jaibanás, o según la versión de los jaibanás mismos, las ofrendas en dinero a los jai para solicitar sus favores, son frecuentes. Pardo considera que estamos ante una resemantización de la transacción monetaria dentro del orden cósmico del largo plazo, se trata de la oferta de intercambio de un objeto valioso comparable a otras ofrendas de origen exógeno (p.e. aguardiente, cigarrillos, alimentos industriales). Con todo, otra vez constatamos que las culturas indígenas del área no solo comparten rasgos culturales comunes, sino que también cuentan con una larga historia de contacto e inserción a la economía capitalista que las singulariza.
Juan Camilo Niño Vargas reflexiona sobre la centralidad de las prácticas agrícolas ette, que reproducen los principios cosmológicos chibchas (Niño Vargas, 2020) y van más allá de la esfera propiamente humana. Su artículo muestra la existencia de una gradación jerárquica entre órdenes suprahumanos asociados a lo divino y órdenes infrahumanos vinculados a lo bestial. Mientras los ette personifican a la verdadera humanidad en este nivel del orden cosmológico, los progenitores míticos, el padre Yaau y la diosa Numirinta que merecen respeto y reverencia, representan el orden suprahumano y celeste. Los animales encarnan a las criaturas infrahumanas localizadas debajo de la tierra en un antro infrahumano ocupado por civilizaciones extintas y animales inmundos.
Niño Vargas muestra las labores realizadas anualmente por los humanos, como la siembra, el desbroce, el desyerbe y la recolección y la sucesión de estados atravesados por los campos a lo largo de los años. Estos ciclos están sometidos a la temporalidad cosmológica que conduce de lo divino a lo humano y de lo humano a lo bestial. El movimiento se inicia con la construcción de palizadas kajbragga abiertas en los hogares de los espíritus selváticos, que vehiculan lo divino con lo humano. Los cultivos de tumba y quema kañña materializan un orden propiamente humano, un mundo ideal, ordenado y armónico, en el que los hombres asumen el liderazgo de los procesos transformativos y ocupan el lugar de las divinidades de tiempos míticos. Los rastrojos kaarawagga acaban con los cultivos tras la invasión de seres incultos. La progresiva degeneración del terreno expresa la transformación de lo humano en lo bestial. Entre los ette, los campos de cultivo participan en los órdenes ontológicos que fundan el universo y en los procesos transformativos a los cuales están sometidos.
Los artículos de Anne Goletz y Ernst Halbmayer sobre el mundo de los yukpa muestran alternativas a la metamorfosis y la transformación entre los humanos y no-humanos en el plano onírico (Goletz) y la producción de una actitud guerrera. El artículo de Goletz examina la transmisión de conocimiento a partir de los sueños. Los estudios antropológicos generalmente describen los contactos oníricos con otros seres como un viaje del alma, que abandona el cuerpo y se encuentra e interactúa con las almas de seres distintos. En contraste, entre los yukpa el papel del soñador es más bien pasivo, ya que el contacto es iniciado con la visita de seres no humanos. El alma del soñador no abandona el cuerpo y no cruza los límites ontológicos. Goletz muestra un caso de transmisión del conocimiento entre el armadillo Kamashrhush y una mujer sabia, discutiendo la relación entre ambos en el contexto de otras prácticas humanas relacionadas con el armadillo. La transmisión se caracteriza por visitas del Kamashrhush que se acerca a la soñadora, impregna su vida cotidiana dejando huella en su hábitat ordinario y su condición de ser. Goletz propone la «similarización ontológica», procesos para crear una similitud entre áreas ontológicamente distintas, como medio para las interacciones entre diferentes seres. Esta similarización no implica una transformación o metamorfosis o cruce de fronteras ontológicas, elementos básicos de la comunicación entre especies en las teorías antropológicas amazónicas. Más bien proporciona una base para la comunicación entre diferentes seres y para la mediación entre humanos y otros seres humanos. Las relaciones descritas en el artículo van más allá de las teorías clásicas del sueño, basadas en la idea que se da un viaje del alma. Más bien estamos ante la visita de no-humanos similarizados a los humanos con agencia propia y apariencia humana. El evento onírico basado en la visita y un proceso que crea la similitud implica toda la condición de ser y socava la dicotomía cuerpo-alma tan dominante en la antropología del sueño.
El artículo de Ernst Halbmayer examina la «danza de los niños» entre los yukpa, un ritual que estimula las capacidades predadoras y especialmente guerreras. El ritual asegura que el niño se convierta en un guerrero fuerte, intrépido y valiente. A diferencia de las teorías amazónicas y mesoamericanas, el recién nacido de los yukpa ni se caracteriza por su animalidad, ni es concebido como un enemigo o cautivo de guerra. El niño es humano desde el principio y la transformación del cuerpo humano se conceptualiza en el lenguaje vegetal. Por lo tanto, los yukpa no dan a luz a enemigos, ni a personas dividuales (Strathern, 1988) concebidas tanto como personas humanas (yukpa) y no-humanas (enemigos o animales) (Vilaça, 2005).
El ritual, que implica violencia entre los propios yukpa, supone la muerte simbólica y la sujeción de enemigos encarnados, por ejemplo, en plantas. Por lo tanto, la capacidad guerrera juega un papel importante pero no es adquirida por una «exopráctica» de incorporación de los Otros o afines simbólicos, más bien es un ritual «endopráctico» que transforma las relaciones internas, ejemplificándolas con procesos que implican plantas cultivadas y animales domésticos. Se trata de una transformación vital que es ilustrada con la elaboración y fermentación de la masa de maíz. La alteridad externa es evitada, como en el caso del jaguar y los muertos, o ritualmente asesinada y subyugada, como en el caso del agave y la avispa. Lo que se transforma ritualmente y se distribuye entre la comunidad es el maíz de los campos familiares, sus animales domésticos y las posesiones de la familia, incluyendo sus hijos. El ritual establece y evita relaciones con Otros específicos, y transforma las relaciones en el seno de grupo produciendo así formas de agresión interna y violencia que aumentan gradualmente. En contraposición con los yukpa y muchas sociedades de habla Caribe, los enemigos humanos no ocupan un lugar destacado para la mayoría de los grupos contemporáneos del área istmo-colombiana. Sin embargo, es común que surjan distintas posiciones de alteridad. Las relaciones hacia los diferentes animales, los enemigos, los muertos y los dioses o los creadores primordiales no son homólogas y no pueden ser sometidas a una única lógica común.
El artículo de Barbara Kazianka retoma el tema de la relación continua entre los wayuu y sus muertos (Perrin, 1987) y se pregunta cómo se transformó en los últimos tiempos examinando la experiencia de evangélicos wayuu. Entre los wayuu no-cristianos los antepasados se comunican por medio de los sueños; son seres benignos que alertan a los familiares, son protectores, pero también pueden ejercer venganza y exigir obediencia. Su relación tiene como base la protección, el intercambio (sacrificios y pagos), y formas especiales de transmisión (como el conocimiento para hacer remedios).
Los wayuu no cristianos no practican ningún ritual para adorar solo a Maleiwa, entidad creadora primordial, pero existen rituales que se refieren a todas las deidades, para llamar a la lluvia, para calmar entes malvados o satisfacer seres trascendentales. Estos actos son considerados como intercambios, no como adoraciones, pero los wayuu evangélicos si adoran a Maleiwa por su condición de «Dios superior».
El sacrificio del rebaño del muerto y su repartición entre los invitados según el rango constituye un elemento central en la relación con los muertos. Las almas de los animales sacrificados conformarán el rebaño del muerto en el más allá, Jepira. Estos sacrificios establecen relaciones asimétricas intersubjetivas, son considerados «pagos» a los espíritus. Además, son substitutos de sus dueños porque comparten el mismo aa'in (alma, fuerza vital, espíritu) y están vinculados a través del e'irukuu (substancia corporal). Según la interpretación cristiana, Yolujaa, el espíritu de alguien recién fallecido, es el diablo. Maleiwa y Yolujaa son polos opuestos en el eje del bien y del mal. Yolujaa se convierte en el otro y los parientes muertos dejan de ser benévolos, abandonando el papel de mensajeros o emisarios. El segundo entierro marca un cambio significativo: de Yolujaa como espectro «individual» a ser más anónimo que se convertirá en lluvia o Wanülüü para finalmente regresar al mundo de los vivos. Este ciclo transformativo se convierte en una línea. En la interpretación wayuu evangélica el alma es eterna por estar sin pecado y no se convierte en parte del entorno. El cuerpo se vuelve polvo. En el cristianismo el segundo entierro es importante como acto social, por respeto a las creencias de los familiares no-cristianos, pero no es considerado necesario ya que al morir el alma regresa al reino de Dios.
José Arenas Gómez y Falk Parra White analizan en sus respectivos artículos los pagamentos, como forma central de relación con los padres y madres espirituales entre los kogi (Parra White) e i’ku (Arenas Gómez) de la Sierra Nevada de Santa Marta. Ambos trabajos llegan a resultados similares y comparables en temas centrales, sin embargo, difieren en aspectos cruciales. Mientras que Arenas Gómez analiza los pagamentos en el contexto de las estrategias indígenas para tratar los desafíos del Estado-nación y los entiende como mediación cosmológica en el sentido de Stengers, Parra White los analiza en términos de una ecología práctica y un principio de reciprocidad ecológica, que integra el cosmos, el paisaje y la sociedad. Ambos autores muestran que los llamados pagamentos son el alimento de los padres y madres espirituales a través de pensamientos manifestados en sustancias corporales, llevados a cabo por los mamos en ciertos lugares espirituales. Representan una compensación por todo lo que los padres y madres espirituales proporcionan.
El pago como alimentación se hace para que los padres espirituales, los lugares sagrados o los elementos naturales se nutran. Los kogi descargan («confiesan») mentalmente (en aluna) esencias personales como pensamientos, emociones, sueños, acciones pasadas, y recuerdos en pequeños trozos de algodón sostenidos entre los dedos. Las esencias de las personas constituyen energías e información que «nutren» el lugar sagrado, son «alimento espiritual» utilizado para pagar a los padres espirituales. Ambos autores resaltan las similitudes de estas formas de relación mediadas por ofrendas como las que se encuentran en los Andes y Mesoamérica.
«La naturaleza alimenta a los hombres. Los hombres alimentan a los dueños de la naturaleza. Los dueños de la naturaleza alimentan a la naturaleza», esta cita de Villegas (1999, p.91) en Arenas Gómez (este número) ilustra el principio de simbiosis jerárquica. Arenas Gómez piensa esta relación a partir de la alteridad diferenciándola de las formas de dominio basadas en la predación. Siguiendo a Gudeman y Descola, diferencia entre el intercambio y el don, teniendo en cuenta que son formas distintas de reciprocidad que constituyen esta alteridad. Mientras que en el intercambio la reciprocidad es obligatoria, en el don es opcional. Sostiene que con los padres y madres espirituales la reciprocidad es obligatoria, mientras que entre los humanos ik’u es voluntaria y se acostumbra a practicar el don.
Según Arenas Gómez, por un lado, la comensalidad tiene una función familiarizadora, por el otro, los padres y madres espirituales comparten la misma interioridad pero tienen diferentes cuerpos. Refiriéndose a Viveiros de Castro, Fausto y a Descola se inspira en el esquema animista, aunque no clarifica si los animales comparten la interioridad de los humanos. Con todo, en este número algunas evidencias etnográficas (Kazianka para los wayuu, Pardo para los embera, Halbmayer para los yukpa) indican que no es así en la región istmo-colombiana (Niño Vargas, 2020; Mancuso, 2020; Martínez Mauri, 2019; Velásquez Runk Peña Ismare & T. Peña Conquista. 2019) ya que los animales poseen cuerpos e interioridades distintas.
Desde una perspectiva un tanto diferente, Parra White, sin distinguir explícitamente entre el don social y el intercambio cósmico, se centra en el intercambio como reciprocidad cósmica fundamental y plantea explícitamente la cuestión de la ontología de los grupos de la Sierra Nevada. En su artículo argumenta que el intercambio kogi no se basa en el analogismo, sino que puede ser mejor entendido como organicidad. Una organicidad que integraría conceptos de interioridad y fisicalidad a través de una organización común, generativa «alimentada» y que mantendría una continuidad genealógica entre la madre universal, los padres espirituales y los kogi. Más que analogías, se trata de estructuras cosmológicas que se manifiestan como un orden ontológico de correspondencias vividas a través de relaciones ecológicas y conocidas como hilos a seguir (shibʉlama). En última instancia, toda la creación comparte esencia y sustancia. Parra White argumenta que la propuesta de entender esta relación como homologismo (Halbmayer, 2020b) debe ser complementada con la noción de organismo. Los kogi se relacionan con la Sierra Nevada como el cuerpo de la Madre, cuyo crecimiento y formación fue la creación del mundo. En este sentido, argumenta que en un sistema orgánico los «modos de identificación» y los «modos de relación» no pueden ser separados. Los pagos kogi son un mecanismo para fortalecer y dar vitalidad a hilos específicos (shi) o relaciones a través de intercambios recíprocos en el fluir de la vida. La alimentación es, por lo tanto, una materia inherentemente ecológica «atada» a los espacios territoriales. Lo que une a los seres, puntos de referencia y objetos son principios y formas compartidas inherentes al entorno.
Tras esta breve presentación del contenido de los artículos que integran este número especial de Tabula Rasa, dedicado a los modos de relación en las socio-cosmologías istmo-colombianas, solo nos falta concluir recordando que todavía sabemos poco sobre los elementos que parecen ser comunes a las sociedades del área y nos queda pendiente sistematizar los que las diferencian. Aunque durante la década del 2010 hemos logrado articular una red de especialistas con amplia experiencia etnográfica en el área, y hemos compartido nuestros datos en varios espacios académicos, el camino por recorrer sigue siendo largo. Ante el panorama actual marcado por la pandemia, la amenaza que significa para las sociedades indígenas y la imposibilidad de acceder a los territorios indígenas para investigar colaborativamente, en el corto plazo no hay lugar para el optimismo. Es difícil, y seguramente desaconsejable, predecir qué efectos tendrá la pandemia sobre las sociedades indígenas, como será concebida y qué relación tendrá con cataclismos ya existentes en sus cosmologías. Pero estamos seguros que después de este triste periodo sus cosmologías antropocéntricas seguirán operando bajo principios que les son comunes. Esperamos seguir escuchando, pensando y tejiendo relaciones para contribuir tanto a la visibilización como a la vitalización de los mundos del área istmo-colombiana.