Introducción
La percepción de los límites de la (in)sostenibilidad y de la gobernanza medioambiental forma parte intrínseca del discurso ecológico actual. Pero planteada esta constatación emerge una constelación de mensajes, opiniones y cuestiones que se entrecruzan de manera polarizada, lo que hace plantearse si el discurso ecológico es eficaz. Porque si bien suscita cierto interés en la opinión pública, con numerosos titulares que se hacen eco de las noticias medioambientales, paradójicamente, este interés parece declinar cuando se percibe que no hay soluciones fáciles, unánimes y definitivas.
Sin embargo, el hecho de hablar de crisis medioambiental como una crisis global, en el sentido de agotamiento del modelo hegemónico de organización económica y social centrado en la acumulación capitalista, sugiere una preocupación sobre la forma de cómo abordar acciones sostenibles de cara al futuro. La colisión de distintas cosmovisiones entre una visión ecologista y otra productivista es tanto la causa como efecto de la crisis ambiental (García, 2004).
El nuevo reto para enfrentar la crisis medioambiental pasaría por una revisión del modelo neoliberal, la eliminación de resistencias tanto políticas como económicas y una mayor participación democrática de la ciudadanía en la lógica decisional.
Sin embargo, lo que se está imponiendo es un lenguaje de la negación, materializado en movimientos de negación (denials) del cambio climático y la inacción como parte del repertorio sustantivo. Su transformación discursiva ha activado mecanismos que no tratan de negar la evidencia científica, sino que naturalizan el calentamiento global en una narrativa de carácter determinista. De esta forma, resucitar determinismos proporciona a los negacionistas un efecto liberador, un rechazo de la cuestión moral sobre los males que aquejan al planeta y exculpan al ser humano de cualquier responsabilidad sobre sus acciones de cara al futuro (Huguet, 2003).
La negación y el escepticismo del cambio climático antropogénico (anthropogenic global warming, AGW) ha cosechado cierto corpus teórico en las ciencias sociales. Incluso, se ha generado cierta discusión académica para debatir sobre el término más adecuado para captar más afinadamente la oposición a reconocer la realidad sobre el cambio climático.
Algunos sectores sociales se autodefinen con la etiqueta de escépticos, que sin negar el cambio climático cuestionan la gravedad del problema. Pero una mayoría de expertos afirman con rotundidad que el escepticismo es una forma enmascarada de negacionismo, como veremos a lo largo del desarrollo de este trabajo. Las diferentes preferencias políticas, ideológicas e intereses económicos de la gente conducen al arraigo de creencias y convicciones radicalmente opuestas sobre hechos como el cambio climático (Dunlap y McCright, 2011).
Muchas de las posiciones negacionistas o escépticas persisten en los discursos oficiales como se detecta en las conclusiones de las COP 25 celebrada en Madrid en diciembre de 20191, posiciones que eran preexistentes y que llevan décadas gestándose. Estos lineamientos de oposición al calentamiento global se pergeñaron de forma abrumadora en los Estados Unidos, país en el que ha germinado el relato de la negación más elaborado y cuya evolución ha sido muy activa con un aumento considerable de sectores sociales negacionistas.
¿En qué consiste el negacionismo y cuáles son sus principales herramientas discursivas epistemológicas?
El objetivo de este trabajo es ofrecer una panorámica de las principales posiciones antagonistas sobre el cambio climático. En primer lugar, se identifican bases teóricas que aportan consistencia a la forma de concebir las relaciones entre la sociedad y el medio ambiente centradas en el pensamiento de Barry Commoner, Hans Jonas, Iris Young y Ulrick Beck. Si bien no han investigado concretamente el negacionismo y el cambio climático, estos autores de referencia sí que han elaborado profundas reflexiones sobre la historia del pensamiento ambiental. Ello nos permite profundizar en las raíces epistemológicas sobre el pensamiento medioambiental para abordar, a continuación, la construcción de la epistemología sobre el negacionismo climático.
Con esta arquitectura conceptual, a continuación, se plantea una taxonomía de las principales categorías negacionistas y se examinan sus repertorios sustantivos. De esta forma, su conocimiento no solo aporta valor interpretativo, sino que también contribuye a un mejor entendimiento de los intereses que bucean en las aguas revueltas de lo que se conoce como la industria de la negación. Finalmente, se presentan las principales conclusiones entre las que destacan el carácter deliberado y tóxico de la desinformación y la necesidad de implementar programas de alfabetización climática en las nuevas generaciones. En esta línea de trabajo resulta fundamental desarrollar metodologías que permitan detectar la información rigurosa y separarla de la errónea.
La metodología cualitativa utilizada combina la revisión de bibliografía reciente, la consulta a fuentes institucionales y la sistematización de las taxonomías más utilizadas de la negación climática. Para terminar este epígrafe introductorio hay que aclarar que en la búsqueda de cierta agilidad semántica se han utilizado como expresiones sinónimas cambio climático, calentamiento global, crisis ecológica para eludir las inevitables reiteraciones.
Cuatro enfoques teóricos sobre el pensamiento ambiental
En este apartado se presentan de forma sumaria las perspectivas teóricas de Barry Commoner, Hans Jonas, Iris Young y Ulrick Beck que aportan formas de comprender de manera integrada las relaciones entre medio ambiente y sociedad.
En un asunto de enorme calado como es el cambio climático, son muchas las disciplinas, enfoques y perspectivas que se han orientado a su estudio. Es así que se pueden encontrar diferentes tratamientos sectoriales a los asuntos medioambientales realizados desde la filosofía, la sociología, la ética, la geografía, la ciencia política, la historia de la ciencia, las ciencias ambientales, la biología, la antropología, la psicología y la economía, sin agotar todo el catálogo de disciplinas que se ocupan y seguirán ocupándose de la cuestión ecológica.
Si todas las disciplinas realizan sustanciosas contribuciones, la ciencia económica ocupa una posición estelar en el sentido de que el lenguaje económico ha colonizado la descripción del mundo y los diferentes cursos de acción acaban por acomodarse a la lógica económica.
Por ello, parece oportuno referirse a Commoner (1978) que elaboró la idea de la existencia de un desajuste entre la biosfera y la tecnosfera. La primera es el sistema que envuelve la vida en el planeta y la tecnosfera se refiere a la esfera construida por los humanos en los que la población más rica invade los límites naturales afectando a los más pobres. La sociedad industrial y post industrial globalizada produce y consume por encima de los recursos naturales disponibles y excede la capacidad de la biosfera de absorber los desechos y la contaminación producida.
En su obra El círculo se cierra, parte de la premisa que la moderna tecnología y el modelo económico de acumulación, que busca la tecnología para aumentar sus beneficios, ha producido la degradación ambiental. El deterioro medioambiental se origina, según Commoner, del desgajamiento de las prácticas económicas de su contexto social y ambiental.
La cuestión medioambiental también es percibida como un problema ético, hasta el punto que Hans Jonas (1995) reformuló el imperativo categórico kantiano como imperativo de responsabilidad. En El principio de responsabilidad, Jonas intentó enfrentar las repercusiones morales derivadas de la intensa capacidad tecnológica de la humanidad. El equilibrio entre la naturaleza y los seres humanos se ha alterado tan profundamente y el dominio humano sobre la naturaleza la ha hecho vulnerable, la ha dejado expuesta a riesgos imprevistos con efectos perversos. Según Jonas, la amenaza de una catástrofe ecológica arroja a los humanos a la necesidad de convertir en imperativo ético una nueva relación entre lo humano y lo natural. En esa interacción entre la humanidad y la naturaleza hace falta un componente ético puesto que es nuestro deber actuar de forma responsable ante la naturaleza porque nuestra supervivencia como especie depende de ello. El temor, siguiendo la tradición hobbesiana, es un elemento que mueve a una conducta de prudencia y de responsabilidad ante la inseguridad, la incertidumbre y la inquietud. El intento de buscar fundamentos morales se inscribe en la enorme responsabilidad que supone proteger nuestro activo más valioso como es la naturaleza.
Otra forma de ver la cuestión climática es desde el punto de vista de Young (2004), que contrapone la justicia social basada en la responsabilidad política frente a la justicia como obligación o culpabilidad. Identifica cinco aspectos de su modelo de responsabilidad política que lo distingue del modelo de responsabilidad como obligación: 1) su paradigma no señala individuos singulares sino que destaca la responsabilidad colectiva de los que se benefician de las estructuras económicas y de las prácticas sociales; 2) insta a los individuos a rechazar ciertas prácticas consideradas aceptables por la mayoría pero que persiguen el autointerés y el beneficio exclusivamente; 3) la finalidad de su modelo de responsabilidad es impulsar la acción colectiva, erradicar las prácticas injustas y mirar hacia el futuro antes que acusar a individuos particulares; 4) este modelo de justicia implica una responsabilidad política para conseguir reformar prácticas e instituciones injustas y 5) al ser una responsabilidad compartida (la política) requiere trabajar conjuntamente en proyectos políticos que involucren a todos (Young, 2004; Ferguson, 2013).
Finalmente, Ulrich Beck (1998, 2008) acuñó la expresión sociedad del riesgo ante la emergencia de nuevas inquietudes sociales, por temas no asumibles unilateralmente que requieren buscar soluciones colectivas. Su idea es que en la modernidad avanzada la producción social de la riqueza produce riesgos. Muchos de estos riesgos no acaban de ser definidos y eluden la identificación de responsables o de cuantificación de los daños. En este escenario emerge lo que llama irresponsabilidad organizada, es decir, las instituciones de la modernidad reconocen la realidad, pero, a la vez, esconden sus orígenes, niegan su existencia y soslayan la compensación de daños. Por esta razón, Beck se pregunta sobre qué es lo que se considera una prueba suficiente en un mundo en el que el conocimiento de los riesgos ambientales es negado o cuestionado y, cuál sería la compensación a los damnificados y cómo se controlaría y regularían los daños futuros.
Las perspectivas presentadas problematizan determinados aspectos de la cuestión climática: crítica a la voracidad económica y tecnológica en Commoner, la ética en Jonas, la responsabilidad política en Young y el riesgo indefinido pero real en Beck. Precisamente, los negacionistas han edificado un corpus de argumentos para negar, resistir y abatir los razonamientos principales que acabamos de exponer y que se tratan en el siguiente epígrafe.
El negacionismo, el escepticismo y la inacción como resistencias al cambio climático
A pesar del amplio consenso científico en torno a las evidencias del cambio climático, existen importantes resistencias políticas, ideológicas y económicas que paralizan iniciativas para enfrentar el calentamiento global. Numerosos trabajos de investigación confirman la existencia de un movimiento de negación (denials) del cambio climático, que niega, o bien directamente la evidencia de la dinámica del cambio ambiental global, o bien el componente antropogénico del mismo y dan cuenta de los contramovimientos, de su financiación, de sus estructuras organizativas y los impactos discursivos de sus narrativas en el público (Monbiot, 2006; Hoggan, 2009; Oreskes & Conway, 2010; Kitcher, 2010; Nogaard, 2011;Dunlap & McCright, 2011; Lavik, 2016; Valdivieso, 2016 ).
El negacionismo, el escepticismo, el contrarianismo climático y la inacción, aparecen como conductas reactivas en el contexto del calentamiento global. En las traducciones al castellano de la literatura anglosajona suele utilizarse la expresión: contrarios climáticos o contrarians, para referirse a aquellos que atacan con hostilidad tanto las evidencias científicas como a los investigadores reputados sobre el cambio climático, a menudo con un importante apoyo financiero de corporaciones de la industria de combustibles fósiles y expertos de ideología conservadora (O’Neil & Boykoff, 2010). Si bien los términos anglosajones denier, skeptic y contrarian han acabado superponiéndose. No obstante, el uso del término escéptico despierta rechazo en este contexto porque el escepticismo forma parte de la investigación científica y por ello una parte de la literatura climática insiste en la denominación de contrarians. Lo cierto es que, con diferentes etiquetas, tanto escépticos, negacionistas como contrarios climáticos, han conseguido alcanzar un estatus de celebridad en las discusiones científicas, políticas y en la esfera pública, a menudo bajo la apariencia del intelectualismo (Boykoff y Olson, 2013).
Estas actitudes de rechazo al calentamiento global son perversas porque su objetivo principal es generar dudas y oscurecer la verdad, de manera que las acciones que se pudieran emprender quedan bloqueadas por la inacción (Lavik, 2016). El germen de la inacción se encuentra en la misma negación del problema climático. Al negar la evidencia se retrasa una acción efectiva global sobre el cambio climático. Y, lo que resulta más perjudicial es el daño que se hace a las generaciones futuras y a las personas que viven en países en desarrollo que no pueden hacer nada para evitarlo: unos porque no han nacido, otros porque no tienen ni influencia ni acceso a los recursos y a la información.
En su libro States of Denial, el sociólogo Stanley Cohen (2001) describió tres formas de negación2 que son: a) la negación literal, b) la negación interpretativa y, c) la negación implicatoria. La primera, la negación literal, supone el rechazo directo de lo que ha ocurrido, aunque para ello haga falta recurrir a la mentira. Es decir, de que algo no ha sucedido, que no es cierto. La segunda, la negación interpretativa, no cuestiona los hechos, sino que los interpretan de manera determinada e intencionada para distorsionar o banalizar su significado. En este caso, se les asigna un significado diferente, se emplean eufemismos o se recategorizan con desplazamientos de sentido. La tercera y última, la negación implicatoria es la más sutil porque, si bien acepta los hechos y las interpretaciones convencionales, niega las implicaciones y las consecuencias políticas, morales, psicológicas y sociales que entrañan los hechos sucedidos. La intencionalidad de esta modalidad de negación es minimizar las implicaciones que pudieran derivarse de las interpretaciones convencionales.
Estas modalidades de negación, mutatis mutandi, son aplicables al cambio climático antropogénico, como veremos a lo largo de este artículo y que en muchos casos se materializan en serios obstáculos de remover y confrontar con la realidad climática. Algunos autores (Monbiot, 2006; Kitcher, 2010) han calificado las embestidas negacionistas como la «industria de la negación», entendida como el esfuerzo concertado en difundir concienzudamente información errónea a través de los canales informativos para engañar a una parte de la opinión pública. Forma, pues parte de una estrategia diseñada para debilitar la percepción del problema y no tomar ninguna decisión.
Lavik (2016) sostiene que la clave para distinguir al escéptico del negacionista es la buena fe. Un escéptico actúa de buena fe, un negacionista no. Es decir, el negacionista climático rechaza de manera automática los argumentos sin importarle la evidencia empírica que lo respalde. Por esta razón, Shermer (2010) considera que aquellos que se autodenominan escépticos climáticos son, en realidad, negacionistas, porque los escépticos, en puridad, son aquellos que rechazan el dogmatismo y aceptan las evidencias. La negación a aceptar las evidencias abrumadoras no es escepticismo sino negacionismo (Washington & Cook, 2011).
Los mecanismos de la negación también han sido aplicados a otras taxonomías, como la de Stefan Rahmstorf (2004) que esbozó una tipología de escépticos climáticos distinguiendo tres niveles: a) escépticos de tendencia (Trend sceptics), que se refiere a los que niegan la existencia del calentamiento global; b) escépticos de atribución (Attribution sceptics), que se refiere a los que aceptan que existe el cambio climático pero lo atribuyen a causas naturales (no antropogénicas) y, c) escépticos del impacto (Impact sceptics), que aceptan el cambio climático antropogénico pero afirman que los impactos serán beneficiosos (Washington & Cook, 2011).
Estas modalidades de negación (y de escepticismo) se aplican a la cuestión climática a través de determinados repertorios sustantivos que condensan las líneas discursivas de negacionistas, escépticos y contrarios al cambio climático. A continuación, se exponen los principales repertorios temáticos que, como veremos, se retroalimentan entre sí por lo que no conviene perder la visión de conjunto.
Repertorio de negación de la ciencia
Los negacionistas sostienen que el cambio climático es un proceso del ciclo natural, que el CO2 forma parte de la vida y su impacto en la atmósfera es mínimo. Otra forma de negación es atribuir una especie de conspiración global a los científicos que se alinean para enmascarar los datos y manejar marcos analíticos sobre el clima que son provisionales y poco confiables. Este caso utiliza argumentos ad hominen cuyos razonamientos pretenden desacreditar la autoridad de los científicos. Ambos tipos de negación enlazan con las modalidades de negación literal e interpretativa de Cohen que hemos visto antes. Los ataques que recibe la ciencia como institución buscan desprestigiarla y han sido denunciados por numerosos investigadores (Oreskes & Conway, 2010; McIntyre, 2018). Por ejemplo, en Merchants of Doubt: How a Handful of Scientists Obscured the Truth on Issues from Tobacco Smoke to Global Warming, Oreskes & Conway (2010), sostienen que, en torno a la década de 1950 del pasado siglo, se produjo una campaña que negaba el vínculo entre el consumo de tabaco y el cáncer. Dada que esta campaña tuvo éxito y eficacia se siguió utilizando durante las décadas posteriores hasta llegar a la actualidad. Por tanto, es la propia experiencia la que avala la estrategia negacionista. El esfuerzo por socavar la legitimidad y el prestigio de la investigación científica sobre el calentamiento global antropogénico se intensificó desde 1990, tras la llamada de alarma The Intergovernmental Panel on Climate Change (en adelante, IPCC3). Este primer Informe de Evaluación subrayó la importancia del cambio climático como un desafío con consecuencias globales y llamaba a la necesaria gobernanza internacional. Su dictamen concluyó que las actividades humanas estaban aumentando las concentraciones de gases a la atmósfera, lo que conduciría al calentamiento de la superficie del planeta. Por otro lado, el IPCC tuvo un papel fundamental en la creación de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC, en inglés UNFCCC)4.
El incremento de la evidencia científica hace cada vez más insostenible negar la realidad, lo que ha llevado a los think thank conservadores y libertarios5 a modificar sus tácticas. De esta forma, han emergido grupos poderosos que niegan sin negar el cambio climático. Es decir, lobbies y grupos de interés que se presentan como intérpretes razonables de la ciencia y ofrecen un argumentario con tintes intelectuales que desincentivan las motivaciones de la gente para pasar a la acción en la lucha contra el calentamiento global. Los que se autodefinen como climatoescépticos, sin negar que el planeta se esté calentando, afirman que las consecuencias negativas del aumento de las temperaturas se exageran de forma alarmante (negación implicatoria). No deja de ser una forma de erosionar la agenda política medioambiental puesto que, al cuestionar la gravedad del problema, se alimenta la inacción. Esta es la razón por la que los investigadores pro cambio climático rechazan la designación de escépticos y optan por las denominaciones de negacionistas o contrarios. El escepticismo no es en sí negativo sino que se trata de una característica inherente de la ciencia, por lo que resulta inadecuada aplicarla a los que niegan el cambio climático bajo el paraguas de escépticos6.
La profundidad de los debates públicos sobre el calentamiento global antropogénico alcanza cierto nivel de sofisticación intelectual con la invocación a la filosofía de la ciencia popperiana y su criterio de falsabilidad (Mercer, 2018). Una teoría científica puede ser rechazada pero nunca aceptada de manera definitiva, o, en otras palabras, la ciencia no puede afirmar nada definitivamente por lo que todo enunciado científico es provisional para siempre (Popper, 1962). Este es uno de los razonamientos más sutiles a los que se acogen los negacionistas.
¿Qué motivos impulsan a la negación? Para Dunlap (2013), la negación del calentamiento global tiene menos que ver con la ciencia que con los intereses materiales e ideológicos. Lo cierto es que tras el discurso negacionista existe toda una constelación de intereses, de actores y estrategias para debilitar el mensaje del calentamiento global. Las nuevas tecnologías, a través de redes sociales y blogs hacen circular campañas impulsadas por escépticos y negacionistas que están muy bien financiadas y orquestadas. La negación de la ciencia no deja de ser un rechazo al consenso científico sobre el calentamiento global y al papel de los seres humanos como artífices del cambio climático.
Repertorio de la negación de base económica
La misma idea de que el cambio climático es costoso de solucionar, en el sentido económico financiero, es una forma alternativa de negación climática. En la ciencia económica, por ejemplo, han surgido dos visiones contrapuestas encarnadas en la economía ambiental y la economía ecológica que reproducen las diferencias entre ecologismo y ambientalismo. La economía ambiental profundiza en los problemas medioambientales utilizando la metodología económica, pero sin cuestionar los fundamentos del mercado y, en todo caso, trata de cuantificar las externalidades ambientales negativas. La economía ecológica, por su lado, problematiza la relación entre recursos naturales y economía, especialmente el crecimiento económico ilimitado, y cuestionan los fundamentos de la economía de mercado.
La economía de mercado afirma que la mejor manera de proteger el medio ambiente es maximizando la libertad económica y la propiedad privada. El discurso de The Heritage Foundation7 sostiene que en vez de instrumentos reguladores, lo suyo sería buscar soluciones basadas en el mercado mediante leyes de propiedad privada que, a su vez, alentaría a las personas a actuar de manera más responsable. La idea que subyace es que los derechos de propiedad privada fomentarían el buen gobierno ya que los propietarios de tierras tienen más incentivos que los funcionarios gubernamentales para cuidar la tierra, por lo que se minimizarían las burocráticas regulaciones. Enfocada así la cuestión, parece que la controversia ecológica es solo un dique más de contención en el esfuerzo por proteger a las empresas y a sus propietarios de las regulaciones gubernamentales. De esta forma, se comprende la lucha por vaciar de contenido la agenda climática como un modo de proteger la libertad individual y como una defensa del estilo de vida americano.
Los negadores que no niegan el cambio climático, pero sí sus repercusiones negativas (negación implicatoria) manejan diferentes argumentos económicos para fortalecer sus lineamientos. Por ejemplo, que las actuaciones para mitigar los efectos del cambio climático son económicamente destructivas y desde el punto de vista ambiental, insignificantes. De esta manera, se alerta a los responsables políticos de que no se dispone de la tecnología o capacidades necesarias a día de hoy para detener las emisiones de gases de efecto invernadero sin quebranto económico severo. Con ello se aplaza al futuro determinar las soluciones adecuadas para enfrentar el cambio climático. La importancia del negacionismo económico reside en que, si bien la negación que ataca los fundamentos de la ciencia ha quedado desprestigiada ante las evidencias científicas, los argumentos económicos continúan teniendo un gran peso en la política de EE..UU y sus consecuencias acaban por afectar al resto del mundo.
Repertorio de la negación de base política
Si bien el consenso sobre la importancia del cambio climático antropogénico se fortalece en la comunidad científica, en el ámbito político se sigue debatiendo. La discusión científica sobre el calentamiento global se ha trasladado a la arena política de una manera poco favorable para los defensores del cambio climático. El contexto negacionista ha bloqueado con eficacia acciones políticas, lo que en la práctica supone una parálisis política en los intentos por introducir políticas públicas para enfrentar el calentamiento global (Kitcher, 2010; Antonio & Brulle, 2011; Nerlich, 2010).
Los negadores climáticos aducen que no se pueden tomar medidas porque el resto de países no lo hacen. No es posible una estrategia unilateral en un mundo global, lo que significa que todos los países han de implicarse para minimizar los efectos del cambio climático en una gobernanza medioambiental. Los negadores que no niegan el cambio climático, pero sí sus repercusiones, suelen apresurarse en señalar la ineficacia de las acciones unilaterales. Sin embargo, tampoco simpatizan con las acciones multilaterales. En consecuencia, ambos lineamientos conducen a pensar que la inacción es la opción adecuada. Lo cierto es que, desde una perspectiva histórica, son los países desarrollados lo que tienen la responsabilidad de reconducir la reducción de emisiones.
Para Lavik (2016), la falta de intervención política es la causa de la apatía en el público, no los repertorios negacionistas per se. Es decir, la gente ve que los políticos no están tratando de resolver el problema y, por tanto, piensa que el calentamiento global no es un asunto prioritario. El argumento encierra una lógica perversa puesto que si se considera a los políticos como las autoridades más importantes y se espera de ellos una intervención pública que no llega a producirse, lo que se transmite es que la cuestión medioambiental no requiere atención preferente en la agenda pública. Determinar qué es urgente o prioritario, qué medidas han de adoptarse para alcanzar soluciones efectivas suele producir colisiones porque el foco de atención y los criterios de actuación son selectivos y sesgados, con presiones de tiempo y de espacio, con información incompleta o sobreinformación8 (Lindblom, 1991).
La agenda pública viene condicionada por el contexto, por los agentes y por la práctica discursiva, esto es, por la construcción de una narrativa potente que aporte visibilidad a los problemas. Como señalan Cobb & Elder (1983) y Elder & Cobb (1993), el proceso político no es tan abierto como para permitir que todos los problemas tengan la atención política y la selección de prioridades puede favorecer determinados intereses. Para que un asunto pase a la agenda ha de cumplir una serie de requisitos a priori: a) ha de tener visibilidad y ser formulado para generar atención; b) debe ser de interés para la opinión pública y c) ha de ser percibido como prioritario y que la toma de decisiones corresponde a los gobiernos.
La ciudadanía percibe que los líderes políticos adoptan medidas en temas como sanidad, seguridad, infraestructuras y educación; son problemas que se experimentan de manera inmediata y directa por la gente. Sin embargo, en los asuntos climáticos, ni siquiera los políticos se ponen de acuerdo para tomar las medidas oportunas ni es un fenómeno que se experimente con inmediatez. Esta combinación de circunstancias produce que no se reconozca como un gran problema social y que se difiera para el futuro.
En el contexto mediático en el que nos hallamos inmersos, parece que los mejores demócratas son aquellos que establecen cierta equidistancia con todas las opiniones expresadas. Para Lavik (2016), esta posición es peligrosa y aboga por una ley contra el negacionismo climático. De análoga forma como hay leyes contra el tabaco o la publicidad del alcohol, se podría introducir una ley contra la negación climática. La opinión pública es la clave para resolver el problema climático. Si el público no presiona sobre los políticos para que actúen, estos no tomarán decisiones ni intervendrán. En consecuencia, el negacionismo climático además de inmoral debe ser considerado ilegal.
Uno de los asuntos más espinosos se relaciona con la justicia ambiental, que ha puesto de relieve que la distribución de los riesgos y los impactos medioambientales es asimétrica, y que no toda la humanidad está amenazada por los mismos peligros o riesgos de la crisis ambiental.
Dentro del repertorio de la negación política aún podemos encontrar otro bloque de argumentos relacionados con la tendencia creciente a sustraer debates deliberativos sobre el cambio climático y reducirlos a meras discusiones técnicas. Con la justificación de que se trata de un campo sectorial que requiere un conocimiento experto tecnocrático, se impide la participación ciudadana en la definición de las políticas públicas medioambientales y la adopción de enfoques humanísticos que podrían despertar conciencias o inquietudes políticas (Nussbaum, 2010).
La estrategia (des)informativa
El fenómeno de la desinformación ha suscitado gran interés desde que los científicos sociales detectaron la existencia de una narrativa emergente contra el cambio climático con la pretensión de desautorizarla. En este contexto, se detectaron una serie de contramovimientos climáticos que compartían unas características comunes, por lo que se denominó «la negación organizada del cambio climático» (Jacques, Dunlap & Freeman, 2008; Dunlap & McCright, 2011; Dunlap, 2013; Collomb, 2014). Sus señas de identidad eran la negación de evidencias científicas, sus vínculos con las corporaciones de combustibles fósiles, expertos y políticos de ideología conservadora, grupos de bloggers y lobbies. Estos movimientos conservadores que tienen intereses en los combustibles fósiles adoptaron la estrategia de sembrar incertidumbre (ya perfeccionada por la industria del tabaco) para generar el escepticismo.
Dunlap & McCright (2011) sostienen que la campaña organizada de la negación climática ha tenido éxito, bien dotada financieramente y se ha convencido a políticos y a una parte de la ciudadanía que las acciones humanas no son la causa del calentamiento global. La conclusión es que la industria de la negación es una de las razones que apuntan para la inacción climática.
Los negacionistas, climatoescépticos y contrarians se han beneficiado durante años de una fuerte atención mediática que no han recibido los defensores del cambio climático y han creado cierta confusión en la opinión pública consiguiendo ralentizar la lucha contra el calentamiento. De este modo, las voces negacionistas se han organizado de manera unificada en el seno de la comunicación política y científica (Petersen, Vicent & Westerling, 2019). Las narrativas negacionistas han gozado de gran visibilidad, de reconocimiento público y de una meticulosa organización en los medios, lo que ha potenciado su efecto amplificador en las redes sociales.
La desinformación es un concepto que aparece vinculado a las fake news y a la posverdad. Este entramado conceptual responde a una estrategia para difundir de manera deliberada e intencional información no rigurosa que busca distorsionar la realidad, modelar (manipular) la opinión pública, influir en las actitudes sociales y desestabilizar un estado de opinión. La carga emocional de la desinformación es negativa, tóxica y su pretensión es denostar y desprestigiar un determinado objetivo.
La cuestión climática está fuertemente polarizada y una de las causas son las décadas de campañas de desinformación impulsadas ideológicamente (Van der Linden et al., 2017). Esta información errónea sobre el cambio climático se encuentra en los media tradicionales y en las redes sociales. Desinformación que abarca ataques a los fundamentos de la ciencia, manipulación ideológica, estadísticas engañosas, interpretaciones distorsionadas, intervención en el ciberespacio de bots, escepticismo disfrazado de neutralidad y equidistancia, banalización de argumentos y exacerbar el debate político ya de por sí polarizado.
En recientes artículos, Cook (2016, 2019) organizó la información errónea sobre el cambio climático en cinco categorías: a) no es real; b) no somos nosotros; c) no está mal; d) no se puede confiar en los expertos y, e) las soluciones climáticas no funcionarán. El propio McIntyre (2019) no duda en señalar que cada negación, cada parte de la desinformación, tiene su propia audiencia y alerta sobre los peligros de no desenmascarar a tiempo las mentiras. El cambio climático es objeto de complejas tramas de desinformación a las que se trata de responder racional y éticamente. Una de las respuestas ha venido del movimiento de alfabetización climática que aspira a ayudar a la opinión pública a comprender mejor el sistema climático (McGinnis et al., 2016; Shwom et al., 2017; Damico, Baildon & Panos, 2018). Con la adquisición de ciertas competencias básicas y las herramientas conceptuales adecuadas se pretende que la gente esté en condiciones de evaluar la información sobre el cambio climático y tomar decisiones informadas y responsables.
Los programas de alfabetización climática se han orientado tradicionalmente a las ciencias físico naturales, pero no han logrado integrar el conocimiento de las ciencias sociales. Las enseñanzas de las ciencias sociales contribuyen a una mejor comprensión a las crisis sistémicas como es la del cambio climático o incluso las pandemias. Esto es así porque las ciencias sociales suministran conocimientos para abordar mejor y de manera tangible los factores y las dinámicas sociales, políticas, económicas y culturales que subyacen en los fenómenos estudiados y, de esta manera, proporcionar medidas realistas. De lo que se trata es que los estudiantes sean capaces de abordar problemas globales con enfoques multidisciplinares. Comprender las similitudes y diferencias metodológicas y analíticas entre las disciplinas relevantes para el cambio climático puede mejorar aún más la alfabetización climática (McCright, Dunlap & Xiao, 2013). El rol de las ciencias sociales es fundamental para cultivar la alfabetización climática. De esta manera, estaremos mejor pertrechados para contrarrestar los discursos negacionistas y los contenidos sesgados de las noticias falsas que es siempre información intencional adulterada.
Conclusiones
Este artículo ha ofrecido los principales repertorios sobre el negacionismo climático y sus versiones en forma de escepticismo, contrarians y la inacción política. En primer lugar, se han presentado de manera sumaria los enfoques teóricos de Barry Commoner, Hans Jonas, Iris Young y Ulrich Beck. Todos estos enfoques tienen detrás un consistente edificio filosófico sobre la cuestión medioambiental desde diferentes perspectivas.
A continuación, se han establecido definiciones y diferencias entre negacionistas, escépticos y contrarios. Posteriormente, se han visto las diversas modalidades de negación de Cohen y se han aplicado a los diferentes repertorios sustantivos que sirven de base para argumentar la negación climática. Estos repertorios argumentales son la negación de las evidencias científicas, la negación de base económica y la negación política. Finalmente, se ha hecho referencia a la difusión de información errónea y tóxica como estrategia organizada y deliberada. Para terminar, se tratan los emergentes programas de alfabetización climática para neutralizar la desinformación y el necesario papel de las ciencias sociales.
Como futuras líneas de trabajo se propone continuar investigaciones sobre la implementación de metodologías y evaluación de resultados sobre los programas de alfabetización climática, el desarrollo de competencias que nos permitan defendernos de la información errónea e intencionalmente tóxica y la necesidad de las ciencias sociales en el abordaje de los problemas globales climáticos.