Introducción
Bogotá, enclavada en las montañas al norte de Suramérica, es una urbe imponente de siete millones de habitantes. Su centro histórico ha sido delimitado por el Plan Especial de Manejo y Protección (PEMP) como un área de 996 hectáreas que equivalen al 2,62 % de la superficie urbana de la ciudad. Se calcula que este sector tiene una población flotante de 1 millón de personas y alberga 2.371 bienes declarados de interés cultural que corresponden al 37 % del total de los bienes declarados de la ciudad (IDPC, 2019).Figura 1
Este artículo tiene como objeto central discutir cómo el componente de patrimonio cultural inmaterial del PEMP del centro histórico de la ciudad de Bogotá, produce una realidad sobre objetos, lugares y prácticas que surge de la relación entre el aparato patrimonial y la agencia social de las personas que lo habitan. En términos generales el texto se enmarca en las reflexiones de la geografía crítica contemporánea, relacionadas con el concepto de escalas como redes y relaciones que articulan discursos globales, regulaciones nacionales, aparatos de gestión local y modos de agencia social en la construcción y significación colectiva del espacio.
Para articular esta discusión, se debe tener en cuenta que el patrimonio cultural en Colombia inicia su desarrollo normativo desde finales del siglo XIX, en consonancia con el nacimiento de un aparato patrimonial de alcance global, y que la idea de que algunos espacios urbanos podían ser considerados patrimonio inicia en 1940 con la declaratoria del casco histórico de Cartagena de Indias. Posteriormente, la ley 163 de 1959 reconoce el valor de los centros históricos para la memoria y la identidad nacional, y desde ese periodo el número de ciudades con sectores declarados bienes de interés cultural ha aumentado a 44, y los procedimientos para su manejo y protección se han ido refinando, articulándose en la actualidad con los planes de ordenamiento territorial y el Plan Nacional de Desarrollo.
Paralelamente se debe considerar que desde hace décadas la geografía ha entendido que el espacio es una construcción social (Lefebvre, 2013), y consecuentemente que las escalas que le derivan, más que una dimensión material que indica un tamaño o un nivel (Valenzuela, 2006), o incluso una categoría ontológica (Marston, 2000) deben considerarse en clave de las redes y relaciones (Valenzuela, 2006; Mosquera-Vallejo, 2020) que las crean, las activan y las complejizan en función de sus articulaciones sociales, políticas, económicas e históricas (Smith, 1995). En este escenario, el patrimonio cultural en general y los PEMP en particular, resultan siendo laboratorios del encuentro y el desencuentro entre esos aparatos supranacionales, las disposiciones normativas, las políticas urbanas, los intereses económicos y los grupos sociales que configuran escalas y las contestan.
Para producir esta discusión se parte de la información recolectada desde el componente de patrimonio cultural inmaterial del PEMP del centro histórico de Bogotá y se amplían sus horizontes de reflexión a partir de la idea de las sinécdoques del patrimonio. El trabajo etnográfico y los instrumentos participativos de coproducción de significados aplicados, tales como cartografías socioculturales, historias de vida y líneas de tiempo, hacen posible una lectura cruzada entre la construcción social del patrimonio y la construcción social de las escalas que su gestión termina produciendo2.
El concepto de escala y el aparato patrimonial
En la contemporaneidad, la escala se considera como uno de los elementos principales de la geografía (Harvey, 2018), sin embargo, su estudio como categoría de análisis hasta hace un par de décadas había recibido una menor atención frente a otras nociones de la disciplina como las de espacio, ambiente o lugar (Howitt, 1998) como si fuera algo dado por sentado e innecesario de teorizar (Reboratti, 2003). De hecho, sólo hasta los años 90 ganó un lugar de relevancia dentro de las discusiones académicas al transformar la idea de que se trataba de un concepto confuso, resbaladizo y problemático (Gutiérrez-Puebla, 2001).
El interés de la geografía por su abordaje responde a los procesos derivados de la globalización neoliberal, el crecimiento de industrias transnacionales y la creación de organismos supraestatales como las Naciones Unidas, la CAN o el Banco Mundial (Leitner, 2004), y en lo que hace referencia al patrimonio cultural, a la Unesco. En la medida que, existe un marcado interés por entender y explicar cómo los procesos económicos, políticos y culturales afectan la vida de las personas y las re-escalan (Herod, 2008). Esto, en un contexto en el que los Estados-nación tradicionales ceden su poder en función de la participación en nuevos entornos interdependientes donde las fronteras entre lo local y lo global se diluyen con facilidad (Leitner, 2004; Gutiérrez-Puebla, 2001; Herod, 2008).
Teniendo en cuenta lo anterior, se puede definir la escala como una categoría de análisis fluida y contingente (Moore, 2018), un espacio de conceptualización (Lacoste, 1976) que se construye socialmente para dar cuenta de diferentes tipos de procesos propios del mundo contemporáneo. Y que, por lo tanto, más allá de ser una dimensión de la espacialidad (Jonas, 1994) resulta una herramienta para pensar el modo en el que instituciones, gobiernos, industrias y personas significan y experimentan sus relaciones.
Ahora bien, desde la geografía humana crítica, en lo que hace referencia a los estudios sobre la escala, es posible identificar dos grandes vertientes. Por una parte, existe una concepción ontológica desde la que se entiende como una estructura real que existe materialmente, esta deriva sus postulados de un enfoque marxista. En esta línea, escalas locales, nacionales y globales existen como categorías y formas de articulación de las relaciones sociales (Gutiérrez-Puebla, 2001; Herod, 2008; Moore, 2018). Por la otra, se privilegia una concepción epistemológica en la que la escala se entiende como un marco conceptual a través del cual no sólo se nombra, sino que se conoce el mundo. O, en otras palabras, desde una concepción idealista, es un instrumento para ordenar, aprehender y entender la realidad (Jones, 1998 y Kurtz, 2003).
Sin embargo, más allá de esta distinción ontológica y epistemológica sobre las escalas, resulta clave entender que estas son el resultado de tensiones, procesos e intervenciones humanas (Marston, 2004), y que el lenguaje escalar es una poderosa herramienta para enmarcar luchas políticas (Herod, 2008). Y es que, precisamente, entender la escala como una construcción social, implica verla como el producto de procesos de cooperación y competencia entre grupos sociales (Herod, 1991) y agentes individuales y colectivos que intervienen en diferentes ámbitos, e incluso en diversas temporalidades, y que terminan interrelacionándose mutuamente. En otras palabras, la escala es un campo político por excelencia.
En esta medida hay que tener en cuenta tres grandes puntos de tensión. El primero, que la escala pone de manifiesto la existencia de relaciones políticas y económicas asimétricas, disparidades en los intercambios simbólicos y materiales, y enfrentamientos en las concepciones de desarrollo. El segundo, que la escala responde en buena medida a un principio de ordenamiento, bien sea desde lo ontológico o lo epistemológico, que depende de la fuerza de sus emisores y de la asimilación de sus receptores. Y el tercero, que agencias individuales y colectivas se enfrentan a marcos sociales que pueden tomar la forma de escalas espacio-temporales diversas.
La interrelación entre estos puntos de tensión inserta, interseca y fragmenta espacios, agencias, discursos y aparatos. Al tiempo que consolida lógicas de dominación y exclusión, también abre la puerta a múltiples formas de resistencia que encuentran en la volatilidad y mutabilidad de la superposición de capas su espacio de reproducción. Señalado lo anterior, se puede decir a título pleno que la escala es un producto social, cultural y político, en tanto que se presenta como consecuencia material de múltiples procesos y simultáneamente, como una forma de enmarcar estos mismos (Marston, 2000). O si se quiere, en palabras de Smith (1992), no hay nada ontológicamente dado en la división tradicional entre hogar y localidad, escala urbana y regional, nacional y global, más bien, la diferenciación de las escalas geográficas se establece a través de la estructura geográfica de las interacciones sociales.
Las ideas expuestas hasta este punto ponen en evidencia cómo la materialización de las relaciones entre un aparato patrimonial de carácter global, el conjunto de regulaciones que adaptan sus discursos a los contextos nacionales, sus modos de gestión en lo local encarnados en instrumentos normativos y de gestión como los PEMP, y las agencias de grupos e individuos en su cotidianidad, recrean el escenario idóneo para entender la construcción social de la escala como un fenómeno en red que integra agentes que operan a distintos niveles y profundidades de influencia y como un fenómeno relacional en el que la visión y experimentación de un mismo hecho desde distintas escalas puede generar conflictos verticales y horizontales (Gutiérrez-Puebla, 2001).
Pero, antes de desarrollar el ejemplo para el caso del centro de la ciudad de Bogotá, resulta válido traer a colación dos análisis que enriquecen las reflexiones sobre el aparato patrimonial y la agencia social a la luz de las categorías de análisis de la escala.
Por una parte, Castro & Zusman (2007), analizan cómo se van tejiendo las redes escalares con el objeto de construir lo patrimonial, en la medida que existen sujetos que desde su actuación local se asocian con otros cuyo campo de acción es nacional o global, para la nominación como patrimonio de un conjunto de objetos y lugares. Esto, poniendo en evidencia que la escala responde a procesos de construcción política, en los que, a partir de las directivas y procedimientos globales de Unesco, los gobiernos locales retoman y reinterpretan esas pautas para consolidar su poder a través de la búsqueda de ventanas de oportunidad para gestionar inversiones en materia hotelera y de infraestructura.
Por la otra, Mosquera-Vallejo (2020), en el que a partir de la concepción de escala como una construcción sociocultural altamente contingente y fluida, se invita a pensar en términos de las articulaciones espacializadas de procesos culturales, sociales y territoriales. En particular, en lo que hace referencia a los procesos de recuperación de tradiciones culturales en el valle del Patía desde los años ochenta hasta la segunda década del siglo XXI. El autor, recurre a la idea de escala como red, para poder imaginar un conjunto de dinámicas y procesos relacionales interconectados que se localizan y distribuyen en diferentes niveles, y, sobre todo, para poner en evidencia cómo se construye un juego de visibilidades e invisibilidades de la tradición y la salvaguardia directamente relacionado con la escala desde donde se observan los fenómenos.
Ahora bien, tras haber delineado el horizonte conceptual del artículo podemos pasar a identificar los diferentes actores escalares que se involucran en la caracterización y formulación del PEMP del centro histórico de Bogotá.
En primer lugar, es importante anotar que el patrimonio cultural se ha consolidado como un discurso global por cuenta de la adopción, institucionalización y regulación que sobre él ha ejercido la Unesco desde la segunda mitad del sigloXX. Así, de un concepto especializado, referido al ámbito de la restauración de monumentos, se ha pasado a un campo que regula y administra un poderoso atributo que por cuenta de la introducción del patrimonio cultural inmaterial se termina entendiendo como sinónimo de la cultura y en asociación directa con conceptos como la identidad y la memoria.
En segundo lugar, están los Estados nacionales, que encuentran en el patrimonio no sólo un modo efectivo de hacer parte de un sistema globalizado de competencia y prestigio, sino una forma de registrar, catalogar, administrar e incluso capitalizar recursos que antes hacían parte exclusiva de las comunidades locales. Y más allá de esto, de proponer un ejercicio vertical donde renuevan sus pactos con la nación a través de la patrimonialización de los lugares, los objetos y las prácticas que van en consonancia con sus proyectos nacionales. finalmente, en buena medida justifican una importante movilización burocrática en torno a su gestión y acompañamiento.
En tercer lugar, están los gobiernos locales, que deben aterrizar en clave de acciones concretas sobre el territorio y las comunidades, los postulados globales, las adaptaciones, las directrices nacionales y sus propias agendas de administración sobre el patrimonio, y por extensión, sobre las ideas de memoria, identidad, proyecto de nación y ciudadanía que permite y favorece su articulación. Estos actores ven en el patrimonio un recurso efectivo para la consecución de inversiones y consolidación de su poder, y como una posibilidad de visibilización y reconocimiento de la acción colectiva (Castro & Zusman, 2007; Mosquera-Vallejo, 2020).
finalmente, en cuarto lugar, se encuentran los individuos y los colectivos que se enfrentan a que, de un momento para otro, su cotidianidad ha adquirido el rótulo de patrimonio y que es una responsabilidad civil apropiarse de un concepto que ha transitado múltiples escalas en red y relacionalmente para terminar encarnado e incorporado en sus acciones. Así, la responsabilidad de la trasmisión de la herencia que activa el patrimonio globalizado termina impactando de forma directa a las personas y sus agencias.
El componente de patrimonio cultural inmaterial del PEMP del centro histórico de Bogotá
Los PEMP están definidos por la legislación nacional como instrumentos de gestión de los bienes de interés cultural (BIC) mediante los cuales se establecen las acciones necesarias para garantizar su protección, conservación y sostenibilidad en el tiempo. Estos están encaminados a definir las acciones a corto, mediano y largo plazo para la recuperación y el disfrute colectivo de eso que se ha nominado como patrimonio, a partir de la transmisión de las vivencias, tradiciones y memorias que se tejen alrededor de los mismos.
Estos instrumentos comprenden etapas de diagnóstico y formulación. En la primera, se establece el estado del área de estudio desde lo administrativo, financiero, físico, legal y social. Además, se hace un estudio histórico y una valoración de la comunidad frente a sus manifestaciones, así como un diagnóstico espacial que incluye el medio ambiente, la estructura urbana, la accesibilidad y movilidad, la infraestructura vial, el espacio público y equipamientos, parámetros urbanísticos, vivienda, amenazas y vulnerabilidades, un inventario de los BIC del grupo arquitectónicos y un diagnóstico socioeconómico. En la segunda se expide la norma y se armoniza su ejecución con las demás disposiciones legales vigentes, se establecen los proyectos a desarrollar, se identifican las fuentes de financiación y se priorizan las acciones.
En términos puntuales los PEMP se crean en 2008 a través de la Ley de Patrimonio, y se reglamentan mediante los decretos 763/2009, 1080/2015 y 2358/2019. En lo que a centros históricos se refiere, en el país se han aprobado 10 planes y están en proceso otros cuantos por parte de las autoridades locales para cumplir con la norma. Se considera que estos sectores tienen un valor excepcional por su urbanismo, historia y arquitectura y deben ser protegidos mitigando sus riesgos, aprovechando sus potencialidades y armonizando su desarrollo frente a otras normas.
Sin embargo, existe una importante línea de reflexión entre urbanistas como María Eugenia Martínez (2018) que ve en estos instrumentos de generación de planes únicos, costosos experimentos que no terminan de ser del todo operativos para la ciudad y que van en detrimento de la concepción integral del patrimonio. Esto, en la medida que abogan por la gestión de unidades y categorías individuales que desconocen la estructura urbana y las relaciones sociales que le dan sustento, y al tiempo reproduce un orden monumental que sobrevalora hitos arquitectónicos y fragmenta el tejido urbano.
Tras haber caracterizado los PEMP es necesario ahondar en el concepto de patrimonio cultural inmaterial para poder entrar de lleno a especificar las acciones desarrolladas en la investigación. De esta forma, se puede iniciar diciendo que el patrimonio inmaterial es un campo densamente normado a escala global, nacional y local que se ha ido incluyendo con fuerza en las herramientas de gestión a partir de las directrices que traza Unesco, que los Estados adaptan a sus realidades, y las autoridades locales tratan de hacer operativas.
Así, la configuración de la idea de patrimonio encuentra en las últimas décadas un crecimiento exponencial de acciones, mecanismos y directrices que no sólo la delimitan, sino que ofrecen una guía de manejo particular. Para el caso colombiano esto se materializa en la Política Pública de Patrimonio Cultural, en los decretos reglamentarios que la hacen operativa como el 2358/2019 hoy en vigor, y en las acciones directas e intervenciones sobre lugares, objetos y manifestaciones bajo el rótulo de la gestión patrimonial.
Sin embargo, la burocratización es un buen ejemplo de los problemas que generan las escalas relacionales en el entendido que confronta a las comunidades con los modos de administración del patrimonio, y hace que la disyuntiva entre los significados que la gente le atribuye a su mundo a escala local entren en contradicción con los valores globales que el aparato patrimonial ha desarrollado. Una cosa es lo que la gente atribuye a objetos, lugares y manifestaciones, y otra lo que los expertos y burócratas catalogan como criterios del «aura» patrimonial. Siguiendo las reflexiones de Aikawa-faure (2008), Kirshenblatt-Gimblett (1995), Lacarrieu (2008), Smith (2006), Titchen (1996) y Salge (2018), el patrimonio es espacio normado y regulado por lógicas y protocolos que debe entenderse como el producto de un aparato que legitima un patrimonio autorizado que dista mucho de lo que las personas podrían llegar a identificar como patrimonial.
Teniendo en cuenta lo anterior, el trabajo de estructuración del componente de patrimonio inmaterial del PEMP partió del principio que el patrimonio es una construcción social que se coproduce escalarmente, y, por ende, que las comunidades también deben formular sus propios enunciados propiciando una mirada desde el patrimonio vivo, con el fin de romper la brecha entre valores expertos y significados comunitarios y con el ánimo de que eso que adquiere el rótulo patrimonial sea pensado desde las comunidades. En otras palabras, que las personas a una escala local decidan sobre sus listas, criterios de valoración y mecanismos de administración.
Para lograrlo el componente inmaterial incluyó: la revisión de antecedentes normativos, académicos y administrativos sobre el patrimonio de la ciudad; la caracterización histórica de las manifestaciones culturales elaborada a partir de noticias de diarios de circulación local; el análisis del ecosistema patrimonial entendido como el funcionamiento del aparato del patrimonio en la ciudad; el desarrollo de criterios de valoración consecuentes con dejar a las comunidades decidir sobre sus manifestaciones; la aproximación metodológica en la que se define un trabajo conjunto con las personas; la exploración comunitaria, la función social y la sinécdoque en las que se trabajó con metodologías participativas para establecer el significado del espacio y las relaciones entre las diversas escalas, y finalmente, la redacción de recomendaciones de salvaguardia para ser incluidas en la formulación del PEMP3.
A continuación, se detalla el proceso correspondiente a la exploración comunitaria y la definición de la función social y la sinécdoque, por considerarla una síntesis de los resultados del proceso adelantado con la comunidad y de las consideraciones teóricas expuestas arriba.
La exploración comunitaria y las sinécdoques del patrimonio: plazas, calles y cerros
La investigación partió de la idea de entender la producción social de la escala de forma compleja a partir de las interacciones sociales que se dan alrededor de tres lugares vivos, es decir, espacios que conjugan una carga simbólica fuerte, alta interacción social y que albergan un conjunto rico de manifestaciones culturales. Dicha selección se realizó a partir de la revisión de antecedentes y del rastreo sobre el terreno de discursos globales, proyectos nacionales, comunidades y manifestaciones. Los lugares seleccionados fueron: las plazas de mercado, puntualmente las de Las Cruces, La Concordia, Samper Mendoza, Rumichaca, Paloquemao, La Macarena, La Perseverancia; así como también la plaza de Bolívar y el santuario de Monserrate.
El trabajo de investigación se estructuró en dos fases. La primera, de identificación, se consolidó a partir de un ejercicio de observación etnográfica realizada por un equipo entrenado en observación y trabajo comunitario que arrojó una selección de manifestaciones y prácticas relevantes en el espacio y la identificación de personas clave dentro de la comunidad. La segunda, de contextualización, donde se aplicaron instrumentos participativos de coproducción de significados que resultan de ejercicios de cartografías socioculturales, historias de vida y líneas de tiempo. Así, se realizaron en total más de 50 interacciones de carácter etnográfico con personas de la comunidad.
De este ejercicio se pudo establecer en primer lugar, que las plazas son la síntesis de los barrios que las alojan, son un bastión de su memoria y un referente de identidad. La plaza es el corazón del barrio y a su alrededor se teje un profundo entramado social. Las plazas son espacios de reproducción de saberes que se heredan de una generación a otra dentro de contextos familiares. Por tanto, su función va más allá del intercambio de productos comerciales. Las plazas son un escenario en el que la solidaridad se manifiesta entre vecinos.
Las relaciones campo-ciudad se explicitan en clave de tradición oral, esto no solo comporta referencias de abastecimiento comercial, sino sincretismos con tradiciones indígenas y campesinas. Hay un elemento de religiosidad y de celebración mágico religiosa compartido en la figura de la virgen. Además, en términos constructivos hay una valoración especial hacia techos y cubiertas, estableciendo vínculos con la protección y la legalización del trabajo colectivo. En otras palabras, hay una construcción social del espacio que supera de lejos la espacialidad y da cuenta de la interacción social e histórica de gentes, prácticas y relaciones.
Por otra parte, en segundo lugar, se pudo establecer que para pensar y entender la plaza de Bolívar y sus ramificaciones, no es posible limitarse a la descripción de sus fronteras o a la representación del contexto urbano en el que se enmarca. Por el contrario, está cargada de valoraciones históricas que siguen teniendo relevancia en la actualidad, alrededor de ella se tejen sentimientos y arraigos, existen fuertes construcciones simbólicas fruto de anécdotas compartidas, recuerdos o comparaciones. Particularmente, confluyen dos elementos determinantes: que es un espacio a cielo abierto y que está rodeada de las instituciones más representativas del país. Por ser el epicentro de las manifestaciones públicas escenifica el poder de expresión ciudadana y al mismo tiempo, por la presencia de las instituciones, es la materialización del poder del Estado. Siguiendo la línea de reflexión, la interacción entre lo local y lo nacional es un principio de articulación de este lugar y cada uno depende del otro para construirse y llenarse de sentido.
finalmente, en tercer lugar, el cerro de Monserrate se alza como uno de los símbolos más representativos de la ciudad. Se pueden listar varios escenarios y lugares de referencia turística y religiosa en el camino que constituye su ruta de peregrinación. Así mismo, son muchos los relatos asociados con el sendero, por ejemplo: que quien sube a pie recibe una recompensa en su vida; que en el cerro se prepara el mejor tamal con chocolate de la ciudad; y también se cuenta que la estatua del Cristo Caído de la iglesia concede milagros, es una entidad viva a la que le crece el pelo y se hace liviana o pesada de acuerdo a los pecados de quien la sostenga, y tiene la capacidad de traer la lluvia y regular el clima de la ciudad que corona. En esta medida, hay una interacción entre la efigie, la iglesia, el cerro, sus puntos de referencia y la ciudad en general; además de un cruce compartido de experiencias que articulan memorias, narraciones y prácticas, definiendo la escala de referencia de su peregrinaje.
Así las cosas, las plazas de mercado, la plaza central y el cerro articulan un conjunto no sólo de lugares específicos, sino un eje de articulación entre el pasado y el presente, entre las prácticas y sus narraciones, entre las comunidades que las habitan y la nación que se construye a partir de ellas, y entre las instituciones estatales, los bienes inmuebles, muebles y las prácticas sociales que suturan su sentido. Estos puntos en el mapa, son también puntos de relación y actualización de prácticas sociales y puntos de unión vertical de escalas que traslapan a lo largo del tiempo.
Establecido lo anterior, es momento de entrar de lleno a explicar y explorar las sinécdoques del patrimonio, partiendo de la premisa que estas se construyen a partir de la información recolectada en el trabajo comunitario como la síntesis de la coproducción de un conjunto de construcciones sociales que dan forma a la realidad urbana del centro de la ciudad y más allá de eso, que las pone en relación con otros universos de sentido. Así, en las tablas que se presentan a continuación se integran multiescalarmente los datos extraídos del análisis del aparato patrimonial de inspiración global y alcance nacional, la observación etnográfica realizada a escala local, y los resultados de la aplicación de los instrumentos participativos de coproducción de enunciados con las personas y los grupos desde su agencia social. La combinación de esta información permite no solo hallar recurrencias y continuidades que individualizan un elemento central que subyace a los lugares vivos explorados, sino que sintetizan la interacción conjunta de discursos que se producen a escala global y se administran en lo local y se incorporan en lo personal.
Comencemos aclarando que la RAE define una sinécdoque como: «la designación de una cosa con el nombre de otra, de manera similar a la metonimia, aplicando a un todo el nombre de una de sus partes, o viceversa, a un género el de una especie, o, al contrario, a una cosa el de la materia de que está formada, etc., como en cien cabezas por cien reses, en los mortales por los seres humanos, en el acero por la espada, etc.». Así, desde un orden conceptual la idea de sinécdoque recoge en un ejercicio de abstracción la interacción entre diferentes escalas, permitiendo tomar en consideración los discursos y las prácticas que coexisten en cada espacio, para finalmente encontrar un término capaz de englobar todas sus relaciones. En otras palabras, para integrar los planos epistemológicos y ontológicos en un solo principio narrativo.
No obstante, para llegar a esto debemos ir por partes. A continuación, se presentan las tablas que cruzan la información recolectada. Tablas 1., 2 3, 4, 5 , 6, 7
Ahora bien, expuesto lo anterior, podemos analizar la información obtenida para hacer el ejercicio de extraer la sinécdoque para cada una de las plazas de mercado analizadas a partir del cruce de escalas de información.
Para la plaza de Las Cruces, el elemento que se destaca es su relación con un conjunto de creencias religiosas y actos festivos que la ponen al centro de la vida del barrio. La sinécdoque es la plaza como la escenificación de una compleja vida espiritual de barrio que se encarna en ritos y celebraciones.
Para la plaza de La Concordia el elemento cohesionador de sus relaciones es la herencia de saberes y la transmisión de oficios vinculados con la transformación de elementos naturales. Por lo tanto, la sinécdoque es la plaza como el lugar de aprendizaje en el que se transmiten saberes y se afina el saber hacer.
Para la plaza de Samper Mendoza se destaca la importancia del proceso de legalización de un oficio, representado en las luchas sociales que se dieron por el reconocimiento de la plaza como el epicentro de la comercialización de las yerbas en la ciudad. En esta medida, la sinécdoque es la plaza como materialización de la lucha por el reconocimiento del oficio de saber y usar las plantas.
Para la plaza de Rumichaca la asociación persistente es el punto de contacto entre el mundo rural y la vida del Barrio Egipto en el que se ubica. Así la sinécdoque es la plaza como bisagra del campo y del barrio.
Para la plaza de Paloquemao se destaca la diversidad, la abundancia y la riqueza de los productos que se ofertan en medio de un espacio que favorece el desarrollo de relaciones que superan el intercambio comercial urbano. Así la sinécdoque es la plaza como lugar donde se concentra la riqueza campesina del país.
Para la plaza de la Macarena es la vocación de servicio de sus comerciantes para dar a los clientes un trato de calidad. La sinécdoque es la plaza como nodo de una red de afectos que vincula personas a partir del acto de atender y compartir.
Para la plaza de La Perseverancia se destaca la importancia de la mujer como líder del proceso de renovación de la plaza, y en general, la importancia de la esfera femenina en los procesos de cuidado, enseñanza y reproducción vinculados con los conocimientos sobre los alimentos y sus preparaciones. La sinécdoque que resume este espacio es la plaza como esfera femenina de cuidado a la comunidad del barrio.
Luego de hacer el ejercicio resulta claro que existen elementos que son comunes a todas, un tejido colectivo, un «adn» fundamental que es capaz de otorgarles un sentido común y compartido. La recurrencia de ideas y prácticas como la solidaridad colectiva, el buen trato a los clientes, la importancia de las imágenes religiosas, la centralidad para el barrio, la importancia de techos y cubiertas, las historias de vida que hacen de la plaza un lugar donde se crece, se aprende y se trabaja, llevan a pensar en su importancia a todas las escalas.
Así, si se piensa en una sinécdoque general para las plazas esta está asociada a la idea del cuidado. La plaza cuida a sus trabajadores dándoles una opción, una forma y un sentido de vida, las imágenes de la virgen presentes las plazas los acompañan y los amparan, lo techos los protegen de la intemperie y son el sinónimo de la legalización y el reconocimiento de su oficio, ellos cuidan los saberes que los vinculan al campo y transmiten con sensibilidad esas ideas a sus clientes, la mayoría conocidos del barrio, amigos con vínculos estrechos. Así, las plazas del centro de la ciudad son refugios donde se cuida y se protege de las contingencias contemporáneas, de la incertidumbre que producen los procesos económicos y políticos mundiales.
Establecido el ejercicio para las plazas de mercado, podemos presentar el trabajo realizado en la plaza de Bolívar y sus ramificaciones, Tabla 8:
La plaza de Bolívar es un lugar vivo en el que confluyen historias colectivas y recuerdos individuales, donde las instituciones del Estado se materializan en el espacio y ponen en escena su poder, donde se sobreponen los elementos más representativos de la ciudad y las personas buscan hacer parte de ellos. En la Plaza hay historia, rememoración, significación, construcción de identidad, ejercicio de ciudadanía. Pero también hay fotógrafos, vendedores de maíz, emboladores y artesanos. Hay obleas, chocolate, almojábanas y empanadas. En la plaza se recorre, se pasea, se camina y se descansa, se espantan a las palomas y se esquivan los charcos. La plaza es en sí misma símbolo de diversidad y unidad, del país y del barrio.
Teniendo en cuenta lo anterior, y advirtiendo el reto enorme de sintetizar sus expresiones en una sinécdoque, la plaza de Bolívar es resistencia. Se resiste a olvidar la historia que pasa y cuyos acontecimientos han marcado a la Nación, se resiste al fuego de las Galerías Arrubla, del Bogotazo y de la toma y retoma del Palacio de Justicia. Al mismo tiempo se resiste al poder de las instituciones del Estado, la ciudadanía se manifiesta de pie y por un momento ejerce sus derechos políticos y alinea sus intereses individuales y colectivos. En la plaza también resiste el fotógrafo, el embolador y el vendedor del maíz ante la incertidumbre de su oficio. Se camina resistiendo a la cotidianidad del funcionario público. El Bolívar de pie en el centro de esta plaza es un símbolo pleno de esa resistencia. finalmente, podemos concluir con el ejercicio realizado en el cerro de Monserrate, símbolo por excelencia de la ciudad. Tabla 9.
Monserrate pone de manifiesto la confluencia de múltiples manifestaciones y expresiones culturales. Conjuga escalas de religión, superstición, turismo, comercio, deporte y naturaleza. Monserrate es referencia visual, punto obligado de visita y parte de la historia oral de Bogotá. El cerro corona la ciudad y el camino que lo conduce está lleno de historias y anécdotas, de promesas y favores recibidos, de miradas sorprendidas por la belleza apabullante y distante de tener una nueva perspectiva y escala de la ciudad.
La sinécdoque que recoge este universo está vinculada al acto de contar. Se cuentan un sinfín de historias sobre el cerro, de volcán dormido a trampa para los enamorados, y sobre el Señor Caído que puede castigar con su peso o premiar con la lluvia. Se cuenta sobre los milagros realizados y los fieles agradecen su favor. Al mismo tiempo los visitantes cuentan sus recorridos, las peripecias de la subida y la bajada, se cuentan a sí mismos a través de las fotos que obturan y que comparten. Cuentan las proezas y lo tiempos de quienes suben al cerro como parte de su entrenamiento deportivo. Monserrate existe en la memoria como un cúmulo de historias de fieles, turistas, comerciantes y en general, sin temor a equivocarse, de todos los habitantes de la ciudad. Monserrate es en sí misma la escala de la ciudad y su sinécdoque. Tabla 10.
Conclusiones
Los PEMP son un tipo de herramientas de gestión, conservación y planeación urbana a partir de la administración del atributo patrimonial. Sin embargo, también pueden verse como instrumentos de enfoque monumental que diseccionan un espacio desconociendo sus tramas fundamentales. Ahora bien, más allá de este debate, su diagnóstico y formulación sigue vigente y su articulación con otros instrumentos de gestión del territorio tiene repercusiones directas sobre la forma en la que las personas habitan y experimentan su realidad. En esta medida, usando la expresión presente en Bourdieu, Chamboredon & Passeron (2002), es necesario hacer una constante vigilancia epistemológica a este tipo de proyectos, y más allá, compartir metodologías y enfoques que privilegian la participación comunitaria con el ánimo de lograr producciones conjuntas entre Estados, especialistas y comunidades.
Desde la gestión de los espacios y las prácticas patrimoniales, las menciones y los trabajos relativos a la fetichización de los patrimonios que se reinventan y adecúan para optimizar su comercialización (Harvey, 2018), o los que estudian cómo la momificación y el conservadurismo forzado de algunos lugares por parte de poderes locales se enfrenta a los deseos de las comunidades locales (Oliveira, 2011), o los que se enfocan en cómo se privilegian y patrocinan construcciones esencialistas y hegemónicas del patrimonio y se incentiva su apropiación para satisfacer los intereses de los grupos dominantes (Villaseñor Alonso & Zolla Márquez, 2012) son referentes importantes de reflexión. No obstante, es necesario pensar también desde el concepto de la escala y en particular de su construcción compartida, las relaciones que se producen entre lo global, lo nacional y lo local para dar cuenta del establecimiento de un aparato que requiere de una mirada relacional para poder ser entendido.
Así, más que hablar de lugares cargados de manifestaciones patrimoniales o de«espacios concebidos» (Lefebvre, 2013) como el resultado de la reproducción por parte de expertos, planificadores y burócratas de nociones dominantes sobre el patrimonio que producen un orden y un modo de vida, es necesario hablar en clave de espacios vivos capaces de poner en evidencia las relaciones entre instituciones, Estados, gobiernos y personas. Y en ese sentido, hablar de la apuesta del componente de patrimonio cultural inmaterial del PEMP por pensar desde la acción y la pasión, desde el aparato y las personas, desde los lugares y sus memorias, desde la norma y la cotidianidad.
En esa medida, lo que queda es una apuesta metodológica para poner a dialogar diferentes escalas y producir de forma compartida una narración sobre el espacio y los habitantes socialmente construida. Es imposible dejar de pensar en la fuerza que contienen las sinécdoques del cuidar, el resistir y el contar referidas a plazas, calles y cerros del centro de la ciudad y de las activaciones que pueden producir para su protección y salvaguardia. Basta pensar en el papel que jugó la identificación del susurro que producía la plaza de Jamma el fna en Marruecos como una de sus características sobresalientes para entender su proceso de conservación desde la gestión del patrimonio cultural inmaterial.
Así, desde una aproximación etnográfica y la aplicación de un conjunto amplio de instrumentos participativos se trató de poner en evidencia la multiplicidad de escalas que intersecan y producen las relaciones de las personas, el patrimonio y sus entornos. Sin embargo, esta investigación abre la puerta para pensar a futuro dos aspectos que valdría la pena revisar en detalle. Por un lado, los diferentes impactos que tendría sobre las personas entender las escalas en las que habitan como una construcción ontológica o como una construcción epistemológica. Y por el otro, cómo y quiénes terminan ejerciendo el poder para nominar y administrar una escala en contextos densos como los que producen las comunidades al habitar un centro histórico que es visto bajo el filtro patrimonial.