Introducción
Cuando en Argentina hablamos de etnografía pensamos en aquellos aportes que la definen como «una práctica de conocimiento que busca comprender los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus miembros» (Guber, 2001, p.11). Superando la metodología «clásica», aunque hoy regionalmente se la perciba como parte de la misma (Restrepo, 2016), esta acepción tan recurrida impulsó desde sus inicios una definición dialógica de la etnografía al entenderla como enfoque, método y texto (Clifford, 1983 en Guber, 2001). Seguido de ello, esta preocupación por la reflexividad etnográfica se vio nutrida por el giro posmoderno, la antropología de la experiencia y el giro ontológico[4], alcanzando a cubrir «la necesidad de un nuevo espacio intersubjetivo que supere al individuo autónomo y cerrado de la etnografía tradicional» (Wrigth, 1994, p.347), por lo que en la actualidad este tipo de idea sobre la etnografía distaría de ser novedosa entre las antropologías hechas en Argentina (Guber & Ferrero, 2020).
A pesar de estos alcances de la crítica etnográfica sobre la antropología y etnología locales, un marcado interés por la etnografía colaborativa viene caracterizando a la labor científica argentina (y latinoamericana) en los últimos años (Katzer & Chiavazza, 2019; Álvarez Veinguer et al., 2020; Cornejo & Rufer, 2020). Y no en pocas oportunidades, a estas (nuevas) tendencias etnográficas se les atribuye no haber reparado en los antecedentes metodológicos y epistemológicos producidos en América Latina en los años 60 y 70, cuya inspiración habría tenido su base en las reapropiaciones latinoamericanas del materialismo histórico[5]. Esto incluiría la recapitulación de los alcances de la teoría de la dependencia, la filosofía de la liberación, las sociologías latinoamericanas (en las que se inscribe la trayectoria de Fals Borda), y las antropologías críticas (Restrepo, 2020b). Si bien es menester señalar que los procesos dictatoriales interrumpieron muchas de estas iniciativas en su mayoría centradas en el saber popular como fuente para la transformación social (Freire, 1970; Fals Borda, 1979 en Briones, 2020)[6], es asimismo importante ubicar el impacto de las dictaduras militares también en la diversificación de las trayectorias formativas de las y los antropólogos latinoamericanos cuyo destino terminó radicando en las academias del norte, fortaleciendo así una lógica de centro-periferia (Krotz, 1993; Lins Ribeiro & Escobar, 2005; Restrepo, 2012, 2017). Me refiero puntualmente a la articulación de las etnografías colaborativas locales a la antropología crítica norteamericana (Estalella & Sánchez Criado, 2020; Rappaport, 2018) en desmérito de las antropologías críticas latinoamericanas que, aun compartiendo objetivos políticos con los estudios culturales (Navarrete et al., 2021), hoy no estarían consideradas entre la antropología contemporánea (Vasco, 1975 y Stavenhagen, 1971 en Restrepo, 2020a).
Esta dinámica geopolítica cobra importancia a la hora de diferenciar las etnografías colaborativas (Lassiter, 2005; Rappaport, 2007; Katzer & Samprón, 2012; Rodríguez & Alaniz, 2018) o la co-labor etnográfica (Briones, 2020) de la investigación-acción-participativa (Fals Borda, 1986, 1994, 2012; Fals Borda & Rahman, 1991), lo que me ocupa en gran parte de este artículo en tanto la investigación-acción-participativa está siendo resignificada actualmente en ámbitos académicos y de extensión universitaria del Cono Sur (Cladera, 2020; Herrera Farfán, 2021; Ávila Huidobro et al., 2014; Tommasino et al., 2010) afectando los tránsitos de sectores poblacionales subalternizados (populares, campesinos, indígenas, afrodescendientes) que resultan indefectiblemente interceptados en su devenir político y/o en su articulación a (antiguos o nuevos) movimientos sociales (Escobar et al., 2001).
Habiendo bregado en Buenos Aires con las mismas iniciativas colaborativas entre grupos afrodescendientes que con el correr de las décadas devinieron en movimientos u ONG, en el presente texto abarco las vicisitudes que la racialización —como forma específica y situada de producción de la diferencia— imprime a estos distintos tipos de trayectos etnográficos. Sin renunciar a los anhelos de horizontalidad y reconociendo las «distintas asimetrías que nos vinculan a los diversos/as interlocutores/as» en campo (Briones, 2020), contrasto en este artículo las posibilidades de la investigación-acción-participativa con las propuestas más contemporáneas de las etnografías colaborativas, entendiendo que en no pocas oportunidades es factible llevar adelante estos últimos procedimientos muy especialmente con grupos no movilizados, o a momentos en que los mismos ingresan en una etapa reflexiva de su accionar político, todo lo que puede ser favorecido por encuadres institucionales partidarios del estatus quo o por organismos y agencias de cooperación internacional que ven en la participación no conflictiva de las comunidades (generalmente afrodescendientes e indígenas) una oportunidad para lo que consideran justicia reparativa (ONU, 2013; Unesco, 2003, 2005). Esto se podría compatibilizar, a su vez, con aquello que Briones (2020) denomina como principio de autonomía de las agendas (académica, militante, o comunitaria, y por qué no global), lo que no se llevaría con el planteo primero de la investigación-acción-participativa (en adelante IAP).
Reconociendo mis propias experiencias etnográficas como parte de un campo racializado de estudios académicos y de trayectorias culturales y políticas afrodescendientes en las que también me he constituido (Parody, 2016b, 2017), analizo entonces algunas instancias etnográficas que a lo largo de tres décadas he transitado junto a colectivos afrodescendientes entre la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense, a fin de ubicar los distintos posicionamientos etnográficos dados en este trayecto, lo que considero como determinante para las razones del método. En el primer apartado, analizo la experiencia estética, ontológica, política y etnográfica llevada adelante con colectivos afrodescendientes a momentos de su máximo alcance político, instancia en la que tuve la posibilidad de abrazar la idea de la etnografía como «la manifestación de la intensa relación personal que se establece con la gente junto con la que se vive» (Bartolomé, 2007 [2002], p.132, en Katzer, 2019, p.187). Atribuyo la posibilidad de estas experiencias que he considerado como correspondientes con la IAP, a aquella instancia de configuración del campo caracterizada por la performance-investigación (Citro et al., 2019) y la participación radical (Jackson, 1989 en Ferreira, 1999). Estas trayectorias implican el involucramiento del «cientista» con su propia corporalidad en las performances culturales y políticas, siendo ésta una forma válida de construcción de conocimiento etnográfico (Wacquant, 2006).
En el segundo apartado, describo cómo algunos grupos afrodescendientes inscriptos en diversas identificaciones de género, clase, formación política y franja etaria, se adentraron en la elaboración del pasado proponiendo estrategias que efectivamente me permitieron replantear los márgenes de la etnografía mediante la diversificación de «técnicas» excesivamente visitadas como la entrevista en un marco de situación que pudiera corresponderse con «una antropología por demanda» (Segato, 2015). Estas experiencias etnográficas, transitadas colectivamente y en los intersticios de la antropología con la comunicación social (Grimson, 1999; Barbero, 1987; Katzer & Morales, 2009), posibilitaron a sectores subalternizados —tal como resultan los grupos afrodescendientes con determinadas inscripciones de género, clase y edad— la apropiación de espacios radiales universitarios «en voz propia» (Spivak, 2003). En este tipo de experiencias caracterizadas por la etnografía colaborativa, me remito a aquellos principios de la crítica etnográfica que vinculan el ser, la existencia y el lenguaje (Wright, 1994). A la vez, a las distinciones entre repertorio y archivo (Taylor, 2015).
Finalmente, en el último apartado, describo entonces los avatares de la IAP en el marco de las acciones propuestas por agrupaciones afrodescendientes que, diferenciándose en capital simbólico y clase social, no pudieron hallar en la universidad nacional-popular un marco institucional lícito para su accionar conjunto. Propongo que, en contextos de racialización, los horizontes pretendidamente compartidos entre grupos movilizados y academia pueden encontrar su imposibilidad en la adherencia de las instituciones a las categorías identitarias que emanan de la formación nacional de alteridad (Segato, 2007) y que operan como excluyentes respecto de otro tipo de identificaciones. En el caso argentino, se observa el rechazo a las lógicas del multiculturalismo étnico-cultural (Restrepo, 2020a) en favor de un sujeto de nación que se yergue en aquel tipo de diferencia que puede ser definida en términos de desigualdad y/o desigualdad social racializada[7] —no etnicizada ni (multi)culturalizada—.
Entiendo que en las experiencias de campo que en este artículo vierto claramente se pone de manifiesto que «la etnografía no es un método…[sino] un dispositivo de saber-poder…[u] otro nombre de lo político» (Katzer, 2019, p.202), sobre todo a momentos en que se hacen notorios, por un lado, los vacíos institucionales al que muchas veces asistimos en la labor a la que fuimos lanzados y, por otro, la trashumancia de nuestras inscripciones (éticas, epistemológicas, metodológicas) a una disciplina que en el contexto de América Latina se reconoce como plural, heterogénea y georreferencializada, a la vez que interconectada y translocalizada (Krtoz, 1993; Lins Ribeiro & Escobar, 2005; Restrepo & Uribe, 2012; Restrepo, 2012; Clarac de Briceño et al., 2017;).
Justifico haberme extendido en esta introducción en función del contextualismo radical que considero debe alcanzar no solo al contenido de nuestros trabajos sino también a nuestras disciplinas (Briones, 2020), y me sirvo por ello también de contrastar las genealogías (o historiografías) de las antropologías hechas en los distintos contextos nacionales de América Latina (Guber & Ferrero, 2020; Restrepo et al., 2017) —entre ellas especialmente las que apelan a las etnografías colaborativas— a fin de dar con los contextos de producción de aquellas metodologías que en cada tiempo y lugar históricos parecieron dar respuesta a los nuevos interrogantes de las y los antropólogos en función de estándares y preocupaciones que no pocas veces «vienen del norte» pero que también en otras oportunidades tuvieron su emergencia en los vastos desarrollos y estándares situados de la disciplina.
De la performance-investigación y la participación radical como antesalas de la IAP
El contexto en el que tomo contacto con «la cultura afro» también debe su razón a las trashumancias, en este caso vividas por migrantes afrolatinoamericanos que, tras las dictaduras de sus países, encontraron en la Argentina de la reapertura democrática (1983) un marco favorecedor para la difusión de las «performances afro» (Parody, 2016b, 2017). Diversos espacios alternativos, pero también circuitos de extensión universitaria, albergaron así en la ciudad de Buenos Aires las clases dictadas por migrantes afrolatinoamericanos en calidad de trabajadores culturales (Frigerio & Domínguez, 2002; Parody, 2016b, 2017). En dichos espacios, jóvenes músicos, bailarines, o simplemente estudiantes de las más diversas carreras de nivel superior, nos pudimos formar en danzas y músicas afrobrasileñas, afrocubanas, afroperuanas, entre otras (Citro et al., 2007; Parody, 2017). Con el correr de las décadas, esta dinámica derivó en la multiplicación y diversificación de propuestas (Domínguez, 2004; Frigerio & Lamborghini, 2011; Piña, 2014; Parody, 2016b, 2017; Lamborghini, 2017).
En dicho contexto, de la mano de profesoras afrobrasileñas primeramente[8], las «danzas afro-yorubás» o «danzas de orixas» fueron la práctica danzaria que más ha dado lugar a la apropiación de cosmovisiones vinculadas al acervo cultural de origen africano (Balmaceda, 2006; Citro et al, 2007; Piña, 2014; Broguet, 2012; Parody, 2017). Estas danzas implicaron la asunción de arquetipos conductuales en los cuerpos —es decir, no solo movimientos dancísticos— correspondientes con ontologías diaspóricas[9]. Tales procesos de enseñanza-aprendizaje se centraron en modos somáticos de atención y formas de reflexividad corporeizada cual «reflexión transformadora de las subjetividades que no se da únicamente en la conciencia, sino en un sujeto total» gracias a «un proceso de rearticulación significante que la performance posibilita como acontecimiento liminar» (Csordas, 1993, 1999 en Rodríguez, 2009, p.2).
Si bien como partícipes de estas performances (en dos períodos comprendidos entre los años 1992- 2002; y 2009-2017) no contábamos con el bagaje conceptual como para pensar nuestra participación en términos de performance-investigación, de los mismos se derivaron procedimientos etnográficos que así pueden ser hoy definidos por algunas corrientes contemporáneas:
[se trata de] estrategias metodológicas interdisciplinarias e interculturales que se caracterizan por potenciar la articulación de las dimensiones sensoriales, afectivas y reflexivas de las experiencias intersubjetivas, a través de las palabras, pero también de la diversidad de gestos, posturas, movimientos y sonoridades de los que son capaces nuestros cuerpos, con la intención de promover procesos de indagación-reflexión pero también de creación-transformación entre sus participantes. (Citro, 2019, p.280)
Este tipo de metodologías, hoy difundidas desde Argentina hacia América Latina (Citro, 2019), por entonces comenzaban a gestarse gracias a la doble inscripción de quienes comenzaron a desarrollarlas entre la antropología y sus formaciones previas en danza. En el caso que describo haber transitado a partir de «performances afro», estas prácticas de performance-investigación se diferenciaron desde un primer momento de la mera observación participante pero también de la participación observante (Bourdieu, 1991), e implicaron tramas intersubjetivas en las cuales los alumnos/as así formados dispusimos por entero nuestra corporalidad como espacio de escucha y de memoria para que en nuestros cuerpos fueran inscriptas significaciones que maestros y maestras afrolatinoamericanas/os donaron garantizando la trascendencia de su ser-en-el-mundo. Se auguraron entonces zonas de contacto, no solo efectos performativos (Rodríguez, 2015), basados en el esfuerzo colaborativo de la traducción cultural (Bhabha, 2004). Siguiendo a Citro (2003, p.7), destaco que la performance-investigación posibilita el ejercicio de una antropología de y desde los cuerpos, pues permite develar «las articulaciones entre los significantes inscriptos no sólo en los discursos de tipo lingüísticos sino también en prácticas no estrictamente lingüísticas (como son la música, la danza y el gesto en las performances…)». Asimismo, siguiendo este mismo tipo de trabajo en Ferreira (1999) cuya investigación sobre las prácticas de ejecución colectivas de tambores en la vía pública en Uruguay también implicó su involucramiento como músico-tambor, ubico en este ejercicio de comprensión y escritura somático los principios metodológicos-etnográficos de la participación radical. Esta metodología remite a aquel tipo de abordaje etnográfico que se corresponde originalmente con aquello que Jackson (1989) ha denominado como «empirismo radical», destacando la participación corporal y empírica (práctica) del etnógrafo en el trabajo de campo cual «modo de presencia y compromiso en el mundo» (Csordas, 1999, p.145). En los trayectos etnográficos que he llevado adelante en Buenos Aires tras mi inserción performática en las prácticas colectivas con tambores que son propias del candombe de estilo afrouruguayo, puedo agregar que —a diferencia de lo que se observa en Ferreira (1999, 2003)[10]—, mi posicionamiento se vio paulatinamente acentuado hacia la participación radical también en las instancias de corporalización pública de estos colectivos (Katzer, 2011 en Parody, 2019).
Una vez salidas del «boom» de la democracia, las «performances afro» pasaron de ser exotizadas (años 80) a ser demonizadas y expulsadas de las calles y de los recintos que antiguamente las albergaban (años 90), razón por la cual todo intento de localización comenzó a redundar en el desalojo[11]. Durante las siguientes dos décadas, en las que no faltaron asesinatos por racismo[12], las enseñanzas debieron realizarse en los márgenes del circuito alternativo o en la vía pública como única opción, hasta que finalmente el Bicentenario pareció otorgar el marco de oportunidades necesario para el reconocimiento de estos colectivos y sus saberes performáticos, aun cuando la afrodescendencia siempre fuera extranjerizada (Parody, 2012).
Es en dicha coyuntura que el desalojo correspondiente con el predio cultural y habitacional de los trabajadores culturales y activistas de origen afrouruguayo dio lugar a un «proceso de transformación social mediante la participación colectiva en la investigación y en la acción de los sectores anteriormente tenidos en cuenta sólo como objetos pasivos de estudio» (Salazar Camacho, 1992, p.10 en Herrera Farfán, 2021, p.110)[13].
La confrontación entre la agrupación y el Estado con motivo de la inminente ejecución del desalojo, implicó primeramente la reconfiguración del colectivo como movimiento social interracial[14]. Posteriormente, su constitución como asociación civil (ONG), permitió a la agrupación volverse litigante en términos jurídicos frente al gobierno metropolitano quien, habiendo declarado de interés cultural las actividades de la «asociación civil», igualmente procedía a desalojarla. En dicha instancia, quienes integramos la agrupación siendo a la vez maestrandos en antropología u otras disciplinas, acompañamos el desarrollo del juicio por desalojo que emprendió la agrupación bajo las características que podemos encontrar en la propuesta epistemológica de Fals Borda (1986, 1994, 2012; Fals Borda & Rahman, 1991):
la IAP se comprende como praxis, pues busca llevar a la práctica lo pensado, para no caer en la intrascendencia, el fetichismo conceptual o los abalorios teóricos. Así, la Acción se inscribe en la tradición marxiana, y a través de la inserción y el compromiso se supera la perspectiva etnográfica de la investigación participante y se quiebra cualquier tendencia cientificista y autorreferente. (Dussel, 2016a, 2016b; Sánchez Vásquez, 1999, 2003 en Herrera Farfán, 2021, p.120)
Durante los cuatro años que duró el juicio, la única agenda existente para la acción fue la agenda política cuyos objetivos eran compartidos por todo el colectivo interracial en el que cientistas, realizadores audiovisuales y abogados[15] nos insertamos junto a referentes comunitarios afrodescendientes y activistas. Para ello, dejamos de lado nuestras tesis y escrituras académicas (o proyectos audiovisuales) en función de la elaboración colectiva de argumentaciones que fueron utilizadas en el proceso judicial. Se asistió para ello a procesos de coteorización (Rappaport, 2007), lo que consideraríamos usual en la labor antropológica que trasciende «la violencia epistémica hacia la co-labor» (Briones, 2020). En reemplazo de papers académicos de autoría exclusiva del antropólogo, el expediente judicial y el juicio en sí mismo resultaron en productos de esta IAP. La autoría de dichos documentos corresponde al sujeto colectivo (a la organización), no a la sumatoria de autores-individuos. Lo que distingue a este proceso como propio de la IAP es precisamente la actividad política compartida no en términos de un «acompañamiento académico» para quienes conforman movimientos sociales, sino la condición de integrantes del mismo de abogados/as (con matrícula habilitante) y antropólogos/as en formación (con retóricas a disposición) cuyo conocimiento de causa estaba dado «desde adentro» gracias a la trayectoria previa descripta.
Seguidos del distanciamiento científico usual, también investigadores independientes del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas aportaron intervenciones directas en el juicio, e incluso una pericia antropológica[16], todo lo que sin dudas sumó a la «feliz» reubicación del «centro cultural afro» en el casco histórico de la ciudad de Buenos Aires, promoviéndose de esta forma un Bicentenario «inclusivo». Refiero con «distanciamiento» a aquellos tránsitos etnográficos que no requirieron de la participación corporal de los antropólogos en las marchas organizadas por el colectivo afrodescendiente frente al Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires; y me remito a la participación radical para dar cuenta de aquél tipo de etnografía realizada «desde adentro» (como miembro de la organización) en las infinitas reuniones desarrolladas (a partir de las 23 hs y hasta la madrugada) en conventillos y enclaves urbanos en desalojo. También refiero a mi involucramiento corporal directo, como el de todos/as los/las miembros (incluidos abogados), en las «performances afro» que facilitaron los cortes de calle frente al Ministerio de Cultura. En este tipo de propuestas, «el objetivo de la antropología deviene en la recuperación del sentido en el cual la experiencia se sitúa entre medio de relaciones y entre personas» (Jackson, 1986 en Ferreira, 1999, p.12, énfasis mío).
Siguiendo lo establecido por Fals Borda, junto con Herrera Farfán (2021, p.4) entiendo que existe una delimitación conceptual importante, primeramente, entre la IAP y la etnografía: la segunda es una metodología que es utilizada en los procesos de IAP siendo ésta un tipo de investigación que se propone un alcance político más que un producto académico. Agrego que, a la vez, como proceso de articulación entre sectores, la IAP no resiste las técnicas previstas por la etnografía clásica, con excepción de la corresidencia (Guber, 2001). De lo establecido por Fals Borda según analiza y sistematiza Herrera Farfán (2021), cuatro serían los criterios constitutivos de la IAP que pudieron verse aplicados a lo largo del juicio: la praxis o articulación teoría-práctica; la telesis o acción científica con un propósito político-social definido; la phronesis o asertividad para la toma de decisiones; y el compromiso personal, científico y militante (Fals Borda, 2017a, 2017b, 2017c en Herrera Farfán, 2021, p. 6). Estos principios habilitaron la confluencia de utopía, diálogo y participación en perspectiva comunalista (Fals Borda, 2008, 2017a, en Herrera Farfán, 2021), no posmodernista (Marcus, 1997). Entenderé aquí por perspectiva comunalista no tanto lo asociado con la idea clásica de comunidad (ligada a una «cultura» y un «territorio»), como lo relativo a la comunalización como proceso (Brow, 1990 en Parody, 2016a). Este proceso de comunalización que las «performances afro» favorecen, resulta la antesala de un terreno ávido para la IAP en tanto horizonte común de derechos a alcanzar. En este sentido, en su concepción comunalista, la IAP articula acción política y desarrollo comunal con etnografía (es decir, favorece la lógica de los comunes).
Frente a la IAP, sin embargo, la academia local[17] tendió a interpretar que algunos/as etnógrafos manteníamos en campo una posición más cercana a la del intelectual orgánico que a la del investigador en sentido estricto. Al decir de Gramsci (1986), el intelectual orgánico es aquella persona que mantiene lazos estrechos con la clase social a la que representa y a la que se halla unido orgánicamente a través de la organización a la que pertenece, sea civil o política (Herrera Farfán, 2021). Lo incierto de esta definición es que, en el caso que describo, las fronteras de género, raza y nacionalidad eran irrenunciables para el tipo de masculinidad subalterna que los referentes comunitarios afrouruguayos asumían[18] respecto de quien puede efectivamente hacer parte constitutiva de su colectivo (por el lenguaje performático compartido) sin llegar a ser jamás parte de los «propios» (por no compartir condición racial). Esto es que, en tanto los «referentes» que sostienen autoridad performático-comunitaria se yerguen tras los efectos de verdad del relato folklórico negrista, panafricanista o multiculturalista, indefectiblemente asumen una alteridad radical respecto de alguien que devenga de performer o músico partícipe en «antropóloga» siendo además argentina, «blanca», mujer y «de clase media», todo lo que a posterior terminó reconfigurando las relaciones de poder históricas del campo y que, a pesar de las pretendidas horizontalidades metodológicas, resultó de incierto reverso.
Es necesario señalar también que, a diferencia del investigador con profunda inserción en campo, el intelectual orgánico cumple tres funciones básicas: una función económica o de intereses de clase, una función hegemónica o de transformación del sentido común (paradigmática), y una función coercitiva o estratégica. Para ello, el colectivo político afrodescendiente en cuestión[19] contaba con sus propios líderes (indiscutidos intelectuales orgánicos), más allá de los niveles de representatividad que estos tuvieran para los demás colectivos y organizaciones afrodescendientes con quienes de por sí mantenían identificación racial, pero distancia de origen nacional, de género, y sobre todo de clase social[20]. Por otra parte, según Gramsci, estas funciones del intelectual orgánico se cumplen a través de cuatro roles: el rol del investigador, el de educador, el rol de organizador de la hegemonía (o liderazgo político-cultural), y el rol de organizador de la coerción (o estratega de la ofensiva). Claramente esto fue ejercido por el referente afrodescendiente titular de la causa judicial, con apoyo de los demás trabajadores/as culturales afrolatinoamericanos[21].
A pesar de que los significados culturales estuvieran performática y ontológicamente asumidos, ningún artista ni investigador/a «socialmente blanco/a» podría representar los intereses de un colectivo afrodescendiente «socialmente negro» (Ferreira, 2008), tal como las «performance afro» ejercidas por jóvenes «socialmente blancos» de clase media no necesariamente representan los intereses de clase de los grupos «socialmente negros» más marginalizados sino los propios intereses (Lamborghini, 2017). A cambio, estos roles y funciones descriptos por Gramsci respecto del intelectual orgánico, pudieron ser ejercidos por los líderes «afro», y en algunos momentos redistribuidos en lo que debe ser entendido como un colectivo interracial (Parody, 2016b) —no interétnico (Rappaport, 2007)—. Tal fue el caso, entre 2006 y 2010, del Movimiento Afrocultural como organización configurada en torno de los liderazgos sostenidos de trabajadores culturales y activistas afrouruguayos o «mestres» de las prácticas públicas militantes de candombe y capoeira como practicas performáticas que ontológicamente sustentaron la lucha político-territorial dada contra el Estado.
Joan Rappaport (2007) en Etnografías en colaboración se refiere a equipos interétnicos de investigadores (de origen indígena, colombiano y estadounidense) que, siendo considerados pares, oportunamente se conformaran como equipo para analizar las políticas «étnicas» en Colombia. Ninguno de estos investigadores puede ser considerado intelectual orgánico por las razones que Joan vierte en relación con «el adentro y el afuera», y porque nombrar como «intelectual orgánico» a algún miembro investigador en el marco de una investigación colectiva implicaría una práctica de subalternización (es decir, un claro ejercicio de poder en pos de la deslegitimación de algunas de las voces que emergen en aquel campo que es estrictamente considerado como académico).
De la entrevista, la radio universitaria, y las posibilidades de la etnografía colaborativa
Tras este tipo de procesos caracterizados por la performance-investigación y la participación radical como métodos cuyo horizonte último ha sido la IAP, para la escritura de mi tesis de maestría dedicada al análisis de la trayectoria política y cultural de tres generaciones de migrantes afrouruguayos en Buenos Aires asumí que, dado mi vínculo performático y mi compromiso político de varias décadas con dichos colectivos afrodescendientes, resultaba cuanto mínimo controvertido implementar las técnicas que en una primera titulación en antropología se requerían y que podremos remitir a la tradición etnográfica (Guber, 2001): a quienes fueron corresidentes, era realmente ficticio imponer la entrevista etnográfica de tipo «formal» con la sola finalidad nutrir mi tesis. Por otro lado, con el correr de las décadas estas generaciones afrouruguayas tenían sus propias demandas diferenciadas, y estas debieron ser articuladas al proyecto de tesis que en dicho tránsito fui definiendo. Es entonces que, teniendo en cuenta esta dicotomía insoslayable entre experiencia afrodescendiente y academia, decidí asumir la autonomía de las agendas —académica y comunitaria (Briones, 2020)—. Consideraré aquí esta distinción como la principal diferencia entre la co-labor etnográfica (Briones, 2020), y la IAP esbozada por Fals Borda cuya agenda es única. A su vez, en tanto dicha agenda es política, la IAP también se distancia del horizonte de las etnografías en colaboración (Rappaport, 2018, p.330). Según Rappaport (2018) estas etnografías proliferaron tras el proyecto Other Americas/Otros Saberes de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA), desde el que tempranamente se financiaron investigaciones colaborativas entre académicos y organizaciones indígenas y afrodescendientes de América Latina. De ello se habría derivado la antropología pública estadounidense y el marco lógico de los organismos internacionales que requieren «participación comunitaria» (ONU; Crespial/Unesco; Ilpes/Cepal, entre otros). Estas etnografías, priorizan el trabajo de campo y la coteorización que este posibilita (Rappaport, 2007), aun cuando se diferencian de la crítica etnográfica estadounidense por lo poco «dialógico» que les resulta su método en tanto las técnicas de esta escuela posmodernista (sobre todo las entrevistas) seguirían siendo unidireccionales, además de ubicar en el texto su mayor preocupación (Rappaport, 2018). Es también por esta razón que Joan Rappaport, entre otros investigadores referentes de las etnografías colaborativas de mirada latinoamericana, recurren mayormente a aquellas experiencias etnográficas colombianas que se consolidan sobre la preponderancia del conocimiento “propio” que poseen y desarrollan los grupos junto a los cuales se trabaja (Vasco, 2002)[22].
Similares planteamientos me sucedieron cuando, una vez ganado el juicio y reubicado el predio cultural afrodescendiente, comencé a centrar mi labor en la escritura de tesis. Habiendo sido músicos afrodescendientes afamados a momentos en que grabaran junto a Bersuit Vergarabat, los miembros de una primera generación afrouruguaya arribada a Buenos Aires en dictadura (con un promedio de setenta a ochenta años de edad) se acercaron a resaltarme la invisibilización de su aporte cultural en la escena porteña, y la necesidad de «no estar borrados» en el texto que yo produjera[23]. Frente a su demanda, recurrí entonces a la radio universitaria como encuadre posible para la realización de encuentros dialogados, o entrevistas co-conducidas, en las que pudieran habilitarse los relatos que durante décadas me habían confiado en espacios domésticos o semipúblicos (bares, hogares —incluido el mío—, o encuentros en toques de tambores).
Para ellos, la radio universitaria se brindó como espacio liminal, como un nuevo tipo de ritual cuya materia ya no estaba en el tambor sino en la palabra. En este sentido, la radio universitaria se constituyó como una herramienta privilegiada para la construcción de las narrativas de estos «afrodescendientes mayores»[24] que mantenían ciertas distancias con las generaciones afrouruguayas más «multiculturalizadas». Sus trayectorias políticas se correspondían con la izquierda uruguaya, sus identificaciones raciales con el panafricanismo, y sus identidades de clase con su desempeño como «trabajadores» u «obreros» calificados, todo lo que había sido favorecido por sus agencias en el Instituto Cultural Uruguayo Soviético durante los años 60 (Parody, 2016b), en pleno proceso de descolonización de África[25] —instancias cuya emergencia en el relato tuvo lugar por primera vez en la radio—.
La emergencia de estas voces fue posible gracias al encuadre dado por la etnografía colaborativa entendida en los términos en que Vasco (2002) la estima, es decir como metodología etnográfica colectiva. Esto implicó decisiones conjuntas respecto de a quiénes entrevistar y sobre qué temas incisivos, y sumó las visitas de carácter etnográfico del grupo coordinador del programa a los domicilios de los entrevistados adonde se pudo acceder a archivos fotográficos familiares y a la vez conversar sobre los temas que cada familia consideraba relevantes para decir «al aire» o incorporar al proyecto. El tipo de escucha y atención flotante que es dado al etnógrafo, una vez en la radio se vio colectivizado en los relatos conjuntos de los hechos establecidos a partir de los turnos de habla. El impacto de este dominio se vio luego reflejado en los diálogos que estos referentes comunitarios pudieron comenzar a tener frente al Estado en función de una política cultural que amparara (en vez de cercenar) el despliegue de sus expresiones performáticas. La noción de memoria performática también fue puesta en jaque en la radio cuando cada entrevistado seleccionaba previamente un breve repertorio de dos temas musicales a ser intercalados entre sus relatos durante el programa, para que luego estos fueran reversionados por el grupo en un estudio de grabación, con lo que se alcanzó a constituir un archivo de audios y fonogramas. La edición del mismo en formato CD constituyó, como cierre del proyecto, aquella versión materializada de lo que algunos autores definen como «devolución sistemática».
Al decir de Katzer (2019, p.199), «cuando se habla de la devolución de resultados […] las más de las veces termina siendo un mero protocolo con escasa injerencia en la gente involucrada y con poco impacto real». En este sentido, el soporte fonográfico fue sugerido por esta generación de afrouruguayos —que tenía desempeño musical de escenario— para la transcripción en formato oral de sus relatos y repertorios sonoros, lo que fue producido, editado y masterizado colectivamente[26]. Por otra parte, los registros sonoros realizados fueron articulados a otro tipo de productos del proceso, tales como una muestra fotográfica, cuya curaduría y relatoría fue comunitaria. Cada familia obtuvo copias de estas fotografías, de las que surgieron memorias genealógicas que resultaron en el fortalecimiento de los lazos sociales comunitarios e intrafamiliares. Finalmente, no fueron pocos los programas en los que espontáneamente la comunidad se reunía en la radio (o en el café de la universidad aledaño a la misma) estableciendo una rutina de encuentro y sociabilidad, lo que se vio facilitado por el encuadre nacional y popular que caracterizaba a esta universidad ubicada en la zona de residencia de estas familias (inmediaciones del Riachuelo).
Según Lassiter (2005, p.84), la etnografía colaborativa es aquella que puede ser entendida como «acto público», y que se hace explicita como «acto de ciudadanía y activismo»: en el trabajo de campo, en la producción de textos etnográficos, y en la formulación de proyectos. Para esta propuesta, este tipo de etnografía produce conocimiento «para públicos ubicados más allá de las fronteras del discurso antropológico». Lassiter (2005) entiende las «estrategias colaborativas» cuales intervenciones socio-culturales que remiten a grupos focales, a la transformación de los informantes clave en lectores y editores mediante equipos editoriales, equipos de consultores, foros comunitarios, o coescritura (Lassiter, 2005, p.91). El archivo fonográfico en CD fue pensado en esta clave.
Avatares de la IAP en contextos (nacionales) de racialización
Durante el ciclo radial realizado con «afrodescendientes mayores» (2014 y 2015), la ausencia de las voces de las mujeres afrodescendientes fue sumamente notoria. Así es que las mujeres más jóvenes correspondientes con nuevas generaciones afroargentinas de ascendencia cultural afrouruguaya, se vieron motivadas a generar sus propios espacios participativos a fin de expresar cuánto sus preocupaciones se alejaban del «reconocimiento» cultural anhelado por sus antecesores. Con roles claros y acuerdos contractuales, y en el marco de la formalización creciente de las organizaciones de mujeres «afro», buscaban acceder a apoyos estatales que significaran tanto reconocimiento como redistribución (Fraser, 2001).
Como grupo cuyas posibilidades económicas e inscripciones culturales se corresponden con la cultura popular negra (Hall, 2008), ellas iniciaron sus experiencias en la universidad tras la convocatoria que una asociación civil de mujeres afrolatinoamericanas —más correspondiente con una «clase media negra» (Viveros Vigoya, 2016)— le hiciera llegar en función de su participación en un proyecto para el que contaban con recursos económicos provenientes de redes globales, y en cuya redacción colaboramos —según demanda— varios de los cientistas adscriptos a este campo racializado de estudios.
En tanto a estos primeros pasos de este proyecto siguieron desacuerdos entre ambos colectivos de mujeres afrodescendientes —desacuerdos que nunca fueron gratuitos a las cientistas involucradas—, el grupo de mujeres más jóvenes (de inscripción popular y correspondiente con una tercera generación de afrouruguayos/as e hijos/as de afrouruguayos/as), se replegó en la radio como espacio de reunión semanal, y en la universidad nacional y popular como posibilidad de inclusión social. Reapropiando en parte el proyecto originalmente planteado, interpelaron a diversas áreas universitarias (observatorio, dirección de medios, secretaría de extensión) con la finalidad de llevar adelante un «censo» o pequeña «muestra sociodemográfica» con la que pudieran «certificar» su desigual acceso a derechos. En diálogo con la universidad en sus diferentes áreas, asumieron el liderazgo, y se constituyeron en asociación civil con el claro objetivo de interpelar al municipio con el informe sociodemográfico que la universidad produjera, en su aspiración a una política de cupos de trabajo y vivienda que ya habían visto llevar adelante a mujeres trans con quienes tenían alianzas de clase.
A lo largo de los dos años que duró el proyecto (2016-2017), en su discurso nacional-popular las diferentes áreas de la universidad rechazaron ecuánimemente las identidades diaspóricas de las mujeres de esta generación autoidentificadas como «afrodescendientes». A la vez que las «incluyeron» (en el informe final) entre las «organizaciones del territorio con mayores o iguales niveles de desigualdad y pobreza», consideraron que estos índices «no se encontraban en medida alguna relacionados al factor racial con el que decían identificarse», y concluyeron que sus demandas por trabajo y vivienda se correspondían únicamente con su desigualdad social «a secas».
Tal como señala el Instituto Nacional contra la Discriminación (Inadi), la racialización afecta tanto a mujeres indígenas como afrodescendientes o migrantes, cuya doble condición de mujeres y «negras» se interpone entre sus esfuerzos y los horizontes de equidad anhelados (Inadi, 2013-2014; Crenshaw, 1991; Viveros Vigoya, 2016). Sin embargo, reproduciendo procesos de desetnicización/racialización de larga data (Segato, 2007; Adamovsky, 2012, 2019), durante los dos años que este grupo de mujeres llevó adelante este estudio exploratorio junto al observatorio que le fue asignado, la universidad se debatió entre un sinfín de justificativos para conseguir desentenderse de la dimensión racial como dimensión estructurante de las desigualdades.
Como partícipe del programa radial, vi reproducir en las voces de estas mujeres los procesos de construcción narrativa llevados adelante por los «afrodescendientes mayores», sistematicé junto al grupo un archivo consistente en la transcripción de testimonios[27] de cada una de las mujeres entrevistadas, y colaboré en la redacción del cuestionario de preguntas cualitativas destinado a este espacio como también en el cuestionario censal elaborado por el grupo junto al observatorio. Como contrapartida, el Inadi entregó a la biblioteca de la universidad un primer Mapa de la discriminación (2013-2014) en el cual, además de ubicarse «el color de piel»[28] como motivo principal de discriminación de la zona urbana en cuestión, se establecía el racismo estructural como causante de las desigualdades e inequidades manifiestas de las mujeres afrodescendientes, indígenas, y migrantes. A la vez, una lectura pormenorizada del último censo nacional, ubicaba en el distrito de residencia de este grupo de mujeres «afro» uno de los mayores índices de población afrodescendiente del conurbano bonaerense (Indec, 2012). Aún con todos estos instrumentos, en favor de las lealtades político-partidarias para cuyo imaginario la desigualdad operaría solo en términos de clase (y más recientemente de género), la universidad entregó luego de dos años un informe en el cual se encontraban ausentes las categorías de análisis previamente consensuadas entre el colectivo y el observatorio a cargo, lo que redundó en la inutilidad del informe —además de en su inexactitud— como instrumento político con el cual interpelar al estado municipal en pos del acceso a trabajo y vivienda de las familias afrodescendientes en las que estas mujeres eran jefas de hogar.
Muy a pesar de que esta universidad nacional-popular se destacara por la curricularización de la extensión universitaria, es decir por instituir trayectos mediante los cuales los estudiantes son remitidos al «territorio», su horizonte político resultaba en imposibilidad en el caso en el que precisamente el «territorio» (en este caso las mujeres afrodescendientes movilizadas) se presentaba en la universidad con su propia agenda y con un tipo de lazo social que excedía a las lógicas político-partidarias (aunque las incluía). El proyecto derivó entonces en una etnografía colaborativa, más que en una investigación-acción-participativa tal como estaba planteada inicialmente, puesto que los objetivos políticos del colectivo no entraron en coincidencia con los objetivos políticos de los agentes universitarios.
Durante todo el proceso en que el observatorio y la secretaría de extensión se disputaban la radicación del proyecto (a la vez que las perspectivas sociológicas y antropológicas que deberían caracterizarlo), mis aportes etnográficos (originalmente consensuados como sustanciales para la lectura cualitativa transdisciplinaria) también fueron dejados de lado en función de la erradicación de categorías de análisis que en toda América Latina son puestas a operar a fin de interceptar el racismo (Urrea, et al., 2002; Mides, 2011). Finalmente, la secretaría de extensión, en su controvertido afán de colaboración, lo hizo explícito: «estos no son nuestros negros [en referencia a toda la comunidad que transitaba la universidad con estos proyectos referidos], nuestros negros son los negros del interior [no los afro]».
Como refiere Restrepo (2020a), la nación como razón del Estado ha sido central en la imaginación política moderna, lo que tiene su implicancia en términos de una dinámica de mismidad/alteridad (quiénes hacen parte legítima de esa «nación del Estado»). Dicho trabajo imaginario sostiene a los sectores dominantes en el poder (Anderson, 1983; Bhabha, 2010; Chatterjee, 2008; Rufer, 2012 en Restrepo, 2020a). En el caso argentino, a mediados de siglo XX esta dinámica se tradujo en una disputa racializada por la legitimación del sujeto de nación («oligarcas» vs «cabecitas negras»), dinámica de la que se hereda la racialización de las relaciones de clase tal como se hace expresa específicamente en el caso argentino (Margulis & Urresti, 1999; Grimson, 2017).
En el giro al multiculturalismo (Hall, [2000] 2010) que prepondera en América Latina, en cambio, las negridades se expresan en términos étnico-culturales (Restrepo, 2020a). Si bien en Argentina el impacto del multiculturalismo ha sido nulo o tardío (Parody, 2017), de todas formas, su «llegada» arrojó una nueva narrativa de Nación, visible al momento del Bicentenario como coyuntura (2010), intangible después. Al margen de estas inscripciones oficiales, existen agencias y subjetivaciones correspondientes con «construcciones desde abajo» que posibilitan posiciones etnicizadas de sujeto cuyo fin se dirime entre la disrupción/deconstrucción del proyecto monocultural de nación y la colonialidad que implica que la desigualdad se exprese en términos de racismo estructural (Galtung, 1969; Urrea et al., 2002; Inadi; 2013-2014). En el caso abordado en este apartado, lo que intento mostrar es la imposibilidad de institucionalización de la IAP a momentos en que no es factible construir una agenda política común en la que prevalezcan realmente los intereses del «territorio». Aun cuando es el propio Estado (mediante sus instituciones) quien propone la IAP como metodología, la tensión entre lógicas de racialización diferenciadas (negridades diaspóricas vs negridades de clase) es clausurada en vez de ser asumida como productiva en términos de conflicto, y de los desafíos científicos que implica deslindar los efectos del racismo en estas disímiles posiciones de sujeto (Restrepo, 2020a). Sin ir más lejos, el exotismo no es algo que afecte a la desigualdad social racializada cuya principal carga es el estigma. El exotismo, de allí en más, fue lo que siguió afectando a los grupos (de mujeres o mayores afrodescendientes) que continuaron siendo convocados para «performances afro» (dependiendo sitio y lugar), pero no para el análisis de políticas públicas situadas[29].
El momento en el que Fals Borda y el grupo La Rosca de Investigación y Acción llevaron adelante en Colombia lo que hoy se conoce como IAP (investigación-acción-participativa), fue un momento premulticulturalista, de identidades y posiciones de sujeto correspondientes con luchas emancipatorias que nuclearon a múltiples sectores subalternos en demandas articuladas (Bonilla et al., 1972). Las antropologías críticas latinoamericanas (Vasco, 1975; Stavenhagen, 1971), al igual que el grupo La Rosca de Investigación-Acción, han sido producto de dicho tiempo. En la IAP del grupo La Rosca no existían posiciones de sujeto étnicamente marcadas, sino un mismo horizonte político compartido entre academia y actores sociales. El momento histórico al que asistimos (en América Latina, post 90), privilegia el tipo de imaginación que es propio de los procesos de etnización/otrerización como forma específica de concepción de la diferencia (Retrepo, 2020). Las críticas al multiculturalismo son tan vastas como sus versiones (Hall, [2000] 2010), y muchas de ellas emanan de contextos nacionales (o plurinacionales) cuya conversión del sujeto de nación en estos términos ha estado dada a fines de siglo XX. En Argentina, estos constructos de otredad desafían en pleno siglo XXI a la nación moderna cuya formación nacional de alteridad, únicamente reformulada en términos de desigualdad social racializada, permanece intacta. Esto también explica la preponderancia de trabajos colaborativos centrados en etnografías cuyos sujetos revisten la condición de otros radicales (Briones et al., 2007; Katzer, 2010; Citro, 2003; Cañuqueo, 2018; Rodríguez & Alaniz, 2018; Geler et al., 2020). Lo que no siempre se estima es que el racismo (directo, discursivo, estructural) como forma de violencia (Galtung, 1969), afecta a todas estas posiciones de sujeto, dinámica cuyos efectos específicos se hace necesario analizar en función de las políticas públicas posibles y de la posibilidad de una antropología de lo público.
Conclusiones
En el presente texto he reflexionado respecto de las posibilidades de la investigación-acción-participativa y la etnografía colaborativa en contextos de racialización. Partiendo de mi inserción en campo como músico y performer, he dado el detalle de los aportes de la performance-investigación y la participación radical como modalidades etnográficas en las cuales la corporalidad del cientista es dispuesta para el registro de campo. En los casos presentados, he preferido reservar el término de participación radical para aquellos procesos en los cuales la inserción del investigador remite a instancias de corporalización pública de los grupos (Katzer, 2011 en Parody, 2019). Son estos posicionamientos los que en el caso presentado supieron favorecer el desarrollo de la investigación-acción-participativa pues es la posición de sujeto del propio investigador la que determina el devenir etnográfico (o la metodología posible de investigación), y no a la inversa.
Problematizando algunas técnicas etnográficas como la entrevista en favor de su horizontalización, en este trabajo también he dispuesto algunas experiencias que hemos podido llevar adelante en la radio universitaria dando lugar a metodologías etnográficas colectivas (Vasco, 2002) que se corresponden con la etnografía colaborativa (Lassiter, 2005). En el marco de la radio universitaria, esta labor se vio sustentada por la crítica etnográfica y los cuestionamientos al archivo.
Finalmente, en el último apartado, pude dilucidar como la racialiación puede implicar disímiles posiciones de sujeto según contexto, y estas posiciones pueden revestir identidades políticas heterogéneas. Una de estas posiciones se corresponde con el multiculturalismo étnico-cultural que es el que en América Latina ha tendido a prevalecer (Restrepo, 2020a). La segunda posición se encuentra en correspondencia con alteridades históricas sedimentadas cuya prominencia en la formación nacional de alteridad (Segato, 2007) ha inhibido otro tipo de articulaciones posibles (Laclau, 1978 en Hall, [2000] 2010).
La IAP se reactualiza en las nuevas tendencias de la extensión universitaria (Tommasino et al., 2010; Ávila Huidobro et al., 2014), sin advertir todos los factores descriptos. En palabras de Herrera Farfán (2021, p.4), «la tendencia ha sido a asimilar la IAP como metodología, lo que tiende a reducir su potencial a una serie de instrumentalidades de aspiración horizontalista desprovistas de conflictividad y de aspiración transformadora». En este sentido, la etnografía colaborativa tiende a la transformación de la asimetría etnográfica, en tanto la IAP se propone el cambio social sirviéndose del conflicto tal como en el campo se presenta. En este tipo de procesos, la IAP propuesta por Orlando Fals Borda aportaría ética, epistémica y políticamente a la «episteme de relación» y al «principio de liberación» que comparte con aquel paradigma crítico latinoamericano que busca ir más allá de la modernidad/colonialidad superando la mera recuperación instrumental de la IAP (Herrera Farfán, 2021, p.5).
Es en este sentido que algunas versiones de la etnografía colaborativa, al dejar muchas veces velado el conflicto, pueden resultar en un tipo de etnografía con horizonte político de corto plazo. Se trataría, en todo caso, de lo que —siguiendo a Stuart Hall— aquí voy a denominar como etnografías colaborativas políticamente correctas. Considero en esta versión de la colaboración etnográfica uno de los principales impactos de aquel tipo de traducción que la cooperación internacional imprime a estos procesos de «participación». Un contextualismo radical en favor de la disciplina se ocuparía de analizar las determinantes (globales y locales) de estas experiencias (Briones, 2015; Hall, 2015a, 2015b).