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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.44 Bogotá Oct./Dec. 2022  Epub Feb 15, 2022

https://doi.org/10.25058/20112742.n44.02 

Artículos de Investigación

TRANSICIÓN DE LOS PAISAJES DE LA NACIONALIDAD BLANCA A LA SOCIEDAD INTERCULTURAL: UN ANÁLISIS DE LOS MONUMENTOS DERRIBADOS DE ALGUNOS CONQUISTADORES POR PARTE DE MOVIMIENTOS SOCIALES INDÍGENAS 1

Transitioning From White Nationality to Intercultural Society Landscapes: An Analysis of Monuments Knocked Down by Indigenous Social Movements

Transição das paisagens da nacionalidade branca para a sociedade intercultural: uma análise dos monumentos derrubados de alguns conquistadores por movimentos sociais indígenas

Wilhelm Londoño Díaz1 

1https://orcid.org/0000-0001-9791-5837 Universidad del Magdalena, Colombia wlondono@unimagdalena.edu.co


Resumen

Este artículo explora la transición simbólica que se da actualmente en varias partes de América del Sur y que está relacionada con el cambio de paradigma que indica el colapso de las narrativas fundadoras de los Estados nacionales de la región. En específico, se discute un marco para comprender las recientes iniciativas de comunidades étnicas de Colombia que exhortan a la anulación de los referentes materiales, como estatuas de los conquistadores tomados como fundadores de la cultura del Estado nación colombiano. Se discute cómo estas acciones deben ser comprendidas dentro de un proceso histórico de resistencia emanado de las comunidades locales, que inició con las dinámicas de la primera globalización en el siglo XVI. De esta suerte, los reclamos de comunidades étnicas por el derrumbe de los referentes históricos de la fundación de la nación, deben comprenderse en una perspectiva histórica y política.

Palabras clave patrimonio; indígenas; memoria; historia; arqueología

Abstract

This article explores the symbolic transition occurring across South America, related to the shift of paradigm signaling the collapse of national States foundational narratives all over the region. We discuss a framework to help understand the recent initiatives from ethnic communities in Colombia exhorting to overriding memorials, such as the statues of conquerors, who were regarded as founders of the Colombian nation-State culture. In this article, we discuss how these actions should be understood in a historical resistance process stemmed from local communities that began with the dynamics of the first sixteenth-century globalization. Thus, the claims of ethnic communities for knocking down historic benchmarks of the nation foundation should be understood in a historic and political perspective.

Keywords heritage; Indigenous people; memory; history; archeology

Resumo

Este artigo estuda a transição simbólica que atualmente tem lugar em várias partes da América do Sul e que está relacionada com a mudança de paradigma que indica o colapso das narrativas fundadoras dos Estados nacionais da região. Especificamente, discute-se um quadro para compreender as recentes inciativas de comunidades étnicas da Colômbia que exortam a anulação dos referentes materiais, como estátuas dos conquistadores reconhecidos como fundadores da cultura do Estado nação colombiano. No artigo discute-se como essas ações devem ser compreendidas dentro de um processo histórico de resistência emanado das comunidades locais, que começou com as dinâmicas da primeira globalização no século XVI. Assim, as reclamações de comunidades étnicas pela derrubada de diferentes referentes históricos da fundação da nação devem ser compreendidas em uma perspectiva histórica y política.

Palavras-chave patrimônio; indígenas; memória; história; arqueologia

El poder y el paisaje

Desde hace algunas décadas sociólogos como Bruno Latour (Latour, 2008) han venido insistiendo en que las teorías antropológicas deben confluir en una simetría donde naturaleza y cultura dejan de ser opuestos dicotómicos, para convertirse en componentes que permitan comprender ensamblajes entre humanos y no humanos. Esta simetría ya se venía explorando en la antropología fenomenológica (Ingold, 2021) que plantea que los componentes culturales de la sociedad no occidental o tribal es mejor comprenderla a través de las confluencias entre la dinámica social y la situacionalidad de esa práctica. Es decir, ninguna práctica puede comprenderse en un vacío espacial teniendo en cuenta al espacio como un agente. Cuando Tim Ingold (2021) propone la teoría del habitar en oposición a la teoría de la representación, las formaciones simbólicas dejan de comprenderse en un vacío espacial y se las concibe en su inserción dinámica en el paisaje. De esta manera, el concepto paisaje emerge como una posibilidad analítica para comprender las mediaciones entre la cultura y la naturaleza, vista desde esta óptica, no como una oposición insalvable sino, todo lo contrario, como eventuales polos de fenómenos que no pueden comprenderse de manera separada (Mesnil, 2018).

Si aplicamos los postulados de una antropología simétrica, que incluiría la teoría de los ensamblajes sociales de Bruno Latour (Latour, 2008), o el sistema de las ontologías animistas y analogistas, incluso totémicas de Philip Descola (2005), más la fenomenología del paisaje de Christopher Tilley (1994), nos encontramos con herramientas poderosas para comprender cuál es la lógica espacial, con sus correspondientes oscilaciones en las esferas simbólicas, que determina una narrativa sobre la identidad de la nación colombiana. A pesar que desde la arqueología colombiana (Gnecco, 2009) se ha hecho una crítica a los sesgos que conlleva una visión hegemónica del pasado, donde lo indígena se asocia con tiempos pretéritos sin relaciones con el presente, esa misma arqueología ha desdeñado el papel que tiene la crisis de los monumentos de conquistadores en América del Sur, para comprender sentidos de una historia contada desde abajo (Fraser, 1993).

Resulta paradójico que la arqueología, que ha propuesto que la cultura material es un epifenómeno de relaciones políticas (Binford, 1962), no haya usado estas premisas para comprender cómo la monumentalidad de la conquista moviliza imágenes que pueden resultar insultantes para los proyectos de comunidades locales que buscan perpetuar sus ontologías en medio de un contexto nacional que define, para esas identidades, un lugar en el folclore y por fuera de las disputas políticas por la representación de la identidad nacional (Gnecco, 2012). Sin embargo, si aplicamos estas premisas, la de una antropología simétrica, podemos apreciar cómo el elogio a los conquistadores que se expresa en sus monumentos, indica la existencia de marcos de representación de la alteridad donde esta es construida como un anacronismo, a lo sumo, que puede ser capitalizado en industrias culturales (Leetoy, 2016). De esta manera, la folclorización de la cultura es el lugar que le determina la sociedad tardomoderna (Rodríguez, 2011) a las comunidades locales, despolitizando sus representaciones simbólicas mientras los Estados nacionales se convierten en instrumentos para la generación de riquezas a manos de corporaciones transnacionales (Godoy, 2016).

Bajo las ideas expresadas arriba, queda claro que el paisaje patrimonial que recrea la fundación de Colombia como una consecuencia de la llegada de conquistadores en el siglo XVI, aún vigente, expresa el contenido de una ideología racial que le adjudica a la alteridad étnica valores indeseables o que son la antípoda del proyecto nacional. En todo caso, bajo esta lógica de la monumentalización de la historia se lee claramente que la entronización de personajes de la conquista en los espacios públicos colombianos introyecta un sentido de nación que se construye bajo los imaginarios de la blancura. Los estudios sobre este particular son dicientes. Por ejemplo, en un análisis que hacían Cristóbal Gnecco y Wilhelm Londoño (Gnecco & Londoño, 2008) quedaba reseñado cómo las leyes de indias generaron un paisaje en el cual la alteridad étnica, definida por valores opuestos a la civilización, fue borrada para materializar la visión de una sociedad basada en el monolingüismo del castellano, la vida sedentaria en poblaciones diseñadas bajo el esquema del patrón ajedrezado de la ciudad colonial; concomitante con esto, dichas leyes generaban una biopolítica toda vez que se prohibían las gastronomías locales y se exhortaba a la crianza de animales de corral propios de la tradición peninsular. De esta manera, el espacio iba generando un sistema de evaluación en el que las prácticas culinarias indígenas basadas en dietas locales, comenzaba a ser evaluado como abyecto generando con ellos una colonialidad (Escobar, 2003) de la alimentación (Achinte, 2010). Igualmente, este sistema de referencias permitía la creación de marcos de percepción que conducían a los sujetos a abominar partes de sus cuerpos como sus cabellos, el color de la epidermis, por ejemplo (Lara, 2020).

Si miramos los aportes de la teoría de una antropología simétrica queda claro que el paisaje monumental que recrea la gloria de personajes centrales en la conquista de los actuales territorios de América, en especial del sur, nos habla no solo de una representación de la historia, sino de poderosos dispositivos que permiten a los seres humanos convivir en un sistema de discriminaciones que basa su lógica en el proyecto civilizatorio de la primera modernidad (Yehia, 2007).

Ahora que he esgrimido este marco de análisis, pasaré a describir, para un caso concreto como la ciudad de Popayán, la lógica del paisaje de la cultura colonial que se yergue en el centro histórico de esa ciudad y que va en contravía de los paradigmas de movimientos sociales como los que componen, por ejemplo, el Consejo Regional Indígena del Cauca —CRIC—. Asimismo, tomaré datos de la ciudad de Santa Marta, donde estas configuraciones monumentales siguen el mismo curso de la lógica de la exhibición de Popayán, pero sin la existencia de una crítica del movimiento social sobre estas materialidades. También mencionaré la ciudad de Cali, en vista de que, junto con Popayán, fueron sitios donde indígenas asociados al CRIC tumbaron estatuas de conquistadores. También mencionaré otros casos para señalar que hay cierta crisis en los paisajes que representan la nacionalidad en diversos países de América Latina.

El paisaje de la cultura colonial

En la década de 1950 Julio Cesar Cubillos publicó sus investigaciones arqueológicas sobre El Morro de Tulcán. El Morro, se pensaba que era una estructura prehispánica que expresaba el dominio que tenían los señores caciques del Valle de Popayán (Cubillos, 1959). El hecho más curioso de este sitio, no era precisamente que el enterramiento que analizó Cubillos contuviera materiales coloniales, como una botija que se asocia a las importaciones que se hacían desde Popayán de vino y aceite de oliva que se traía de Perú por el puerto de Callao (Londoño, 2011), lo más llamativo era que el sitio tenía evidencias del contacto que fueron simplemente clasificadas como misceláneos. Claro, los análisis posteriores mostraban cómo Cubillos impregnado de una visión de que la arqueología solo tramita con materialidades preconquista, negó la temporalidad colonial del sitio, y propuso los materiales externos como anomalías que debían ser borradas para garantizar el carácter precolombino del sitio (Londoño, 2011). Lo más sorprendente es que, a pesar de que el Morro hace parte del paisaje sagrado de los indígenas nasa y misak, en su cúspide se instaló la figura de Sebastián de Belalcázar, el conquistador del suroccidente de Colombia (Friede, 1964).

La política de emplazar objetos de origen peninsular no era nueva. En la colonia, toda la política de extirpación de idolatrías (Echeverry Pérez, 2012) tenía la misión de convertir sitios sagrados indígenas en iglesias católicas. Esta política, seguía el viejo patrón castizo que se ejerció durante la expulsión de los moros de la península ibérica a finales del siglo XV y la cuál se trasladó a América (Villanueva et al., 2018). Así que el imperio español aplicó una política de reconfiguración de los paisajes de los vencidos haciendo un cambio de estrato que implicaba generar mecanismos para evitar que los referentes identitarios anteriores permanecieran. Tal como lo deja ver la información histórica (de La Fuente, 2021), la estatua de Belalcázar fue hecha por el español Victorio Macho en 1937. La estatua que se implantó en el Morro era una copia de la misma estatua que Macho había emplazado en Palencia, España. Es una estatua de bronce en la cual se ve un Belalcázar altivo que sostiene en su mano derecha lo que parece ser un folio, tal vez el acta de fundación de Popayán, mientras con la mano izquierda hala las riendas del caballo. La imagen, desde el punto de vista iconográfico, contiene todos los componentes del proyecto de civilización: la fuerza de la caballería transporta las letras que son la marca indeleble de la legitimad de la civilización. Y claro, esta imagen empotrada en un sitio indígena, enuncia el proyecto que se sedimenta en ese paisaje, la negación de las comunidades locales, con sus ontologías locales, ahora arrojadas a un proyecto de desintegración de sus culturas. Si echamos una mirada al contexto histórico de la configuración de la estatua nos encontramos que la misma se emplazó en Popayán en un momento histórico donde el latifundio crecía en el Cauca a costa de las comunidades nasa y misak que eran desplazadas de sus territorios; de hecho, muchas de las luchas políticas de inicios de la década de 1990 tuvieron como objetivo recuperar las tierras robadas en estos momentos históricos, lo cual implicó la devolución, por ejemplo a los nasa, de algunas haciendas en el Valle de Popayán (Londoño, 2021). Fue este contexto histórico donde personajes como Gregorio Hernández de Alba, denunciaron el asesinato de indígenas que se oponían al crecimiento del latifundio (Londoño, 2014).

Macho también hizo la estatua de Sebastián de Belalcázar de Cali en 1937 y fue erigida al oeste de la ciudad. A diferencia de la estatua de Palencia o Popayán, Belalcázar no está montado en un caballo. Con la mano derecha señala hacia el occidente, es decir, hacia el océano Pacífico, mientras con la izquierda sostiene una espada, al parecer Tizona, que es muy famosa porque recrea la caída de los moros y su expulsión (de Mesa Alcalde, 2008).

Como podemos apreciar, desde el punto de vista de la antropología simétrica, estos paisajes patrimoniales o monumentales se sedimentaron antes de la Segunda Guerra Mundial, en un momento histórico donde las elites políticas colombianas representaron la colombianidad como una expresión del proyecto civilizatorio peninsular. De esta suerte, la blancura de la cultura se impuso, de tal manera que se generó un marco de evaluación que volvía indeseable todo aquello que estuviera por fuera de esas lógicas de significación. Fue la cuota inicial para crear un contexto urbano edificado por los valores de la colonialidad del saber (Palermo, 2010).

La estatua de Rodrigo de Bastidas, en Santa Marta, fue emplazada en 1928 (Sims, 1986). Se reconoce que fue obra de José Lafita Díaz a quien se le adjudica la elaboración del primer escudo del club de fútbol Sevilla, de España (Prada & García, 2017). A diferencia de las estatuas de Macho, Bastidas no expresa nada con sus manos, pero el monumento está emplazado de tal manera que se ve a Bastidas entrando por el mar, al que le da la espalda, mientras mira hacia el frente la nueva tierra que debe conquistar. Tal como lo reseña el decreto presidencial 1500 de 2018, la estatua se emplaza en Jaba Sé que es un sitio de pagamento de los pueblos de la Sierra Nevada de Santa Marta. La estatua fue dispuesta en ese lugar como reconocimiento a los cuatro siglos de fundación de la ciudad. Un hecho que resulta particular, es que la estatua fue la antesala de otra celebración, de 1930, con la que se conmemoraba el primer siglo de la muerte de Simón Bolívar. Aunque Santa Marta fue un bastión realista, al parecer el gesto de conmemorar los 100 años de la muerte de Bolívar, se asoció con el desagravio que la ciudad hacía a la memoria del prócer republicano. Esto implicó la creación de la Avenida del Libertador que terminó comunicando el casco viejo de la ciudad, con la Quinta de San Pedro Alejandrino, lugar donde murió Bolívar, y sitio de pagamento reconocido por la mencionada resolución.

El caso de Santa Marta no tiene la misma estructura material de los casos comentados para Popayán y Cali, ya que en estas ciudades los monumentos no implicaron una extensión de la ciudad. Para el caso de Santa Marta, erigir el monumento republicano si supuso una ampliación de la ciudad, dado que antes de 1915 Santa Marta se consideraba solo el casco viejo (Londoño, 2019). Esto implicó, conectar espacios como Mamatoco con el centro de la ciudad lo que determinó el colapso de la población indígena de estos lugares y la conversión del antiguo pueblo de indios en un barrio de Santa Marta. Esto ocurrió con el antiguo pueblo de indios de Gaira, el cual fue prácticamente desmantelado en el momento en que Santa Marta se consideró la segunda Riviera Maya, lo que dio origen al balneario de El Rodadero (Díaz, Jurado & Yanes, 1992).

Como lo muestran los casos acá descritos, los emplazamientos de las figuras de Belalcázar y Bastidas fueron actos rituales de construcción de paisajes que tenían la intención de introyectar criterios de evaluación de la cultura local que implicaban un desprecio por los elementos constitutivos de esas identidades locales. De esta manera, la blancura de la cultura se supuso que era una herramienta para civilizar el país lo que implicaba necesariamente el borrar las ontologías no modernas. Estos elementos paisajísticos crearon la imagen de una nación blanca cuyo componente indígena era una cuestión arqueológica. Esto implicó una arqueologización de la cultura. De hecho, ante la pregunta por la continuidad entre los complejos arqueológicos llamados Tairona y la cultura etnográfica kággaba, los arqueólogos dijeron que los unos no tenían nada que ver con los otros (Reichel-Dolmatoff, 1975), pues se suponía que los koguis o kággaba eran el producto de mezclas étnicas en el siglo XVIII. Lo mismo se dijo de los nasa, en la década de 1950 (Londoño, 2016), que eran complejos culturales invasores que habían desplazado una sociedad de artistas responsables de los paisajes de Tierradentro.

Tal vez donde la política del paisaje de la blancura se da con más evidencia, es en el proceso de transformación corporal que se da entre algunas mujeres afrodescendientes, como por ejemplo en Quibdó, en el Chocó. Los estudios etnográficos (Mosquera, 2013) muestran que las mujeres, una vez pasan de ser niñas a adultas abandonan las trenzas de sus cabellos ensortijados para dar paso a violentos procesos de alisamiento del cabello. Esto expresa claramente lo que produce el paisaje colonial, mecanismos de transformación corporal con base en una ideología de la nación blanca.

Ahora que he esbozado a grandes rasgos la relación entre paisaje e introyección de marcos de evaluación que inducen a un desprecio por lo local, debemos revisar cómo los movimientos sociales están reclamando un colapso del paisaje colonial a favor de lo que podríamos denominar un referente intercultural de la nación. Sobre esto discutiremos en el siguiente apartado.

Crisis de las representaciones de la colombianidad

El pensamiento decolonial (Andrade, 2020) ha dejado en claro que el proceso de conquista implicó la construcción de un otro deficitario de tal manera que ese déficit debía ser administrado por el ordenamiento imperial. Sin embargo, la emergencia de ese discurso normalizador implicó también sus contestaciones que se dieron en ciertas situaciones que determinaron las formas y contenidos de esa contestación. Como lo ha mostrado la información de orden histórico, el amplio dominio militar de las huestes peninsulares, pronto hizo que se diera un bajón demográfico, de tal manera que cerrado el siglo XVI comenzó a configurarse la sociedad colonial en la cual, los grupos indígenas, vieron rápidamente útil apelar a las leyes que los protegían de las garras de los encomenderos (Owensby, 2011). La historia de las comunidades indígenas de Colombia, por ejemplo, no podría comprenderse sin la incorporación de esas comunidades a la ecúmene cristiana materializada en el vasallaje. Existe un gran volumen de información que señala que, para el caso de los Andes Centrales, las revueltas comunitarias implicaban una descolonización de los territorios, cosa que no pudo realizarse sino en el último tercio del siglo XVIII (Mișcoiu, 2018). En el caso de Colombia, si bien no se dieron revueltas como las reportadas para el Altiplano boliviano, si se dieron interesantes procesos judiciales donde los indígenas, a cambio de vasallaje, reclamaban el mantenimiento de rasgos étnicos estructurales como la comunalidad de la tierra. La serie de misivas enviadas al rey pidiendo la defensa de los territorios, desde lugares como Tierradentro, en el actual departamento del Cauca (Rappaport, 1985), o desde pueblos costeros como Taganga (Daniels, 2011), indicaban que no era excluyente operar por medio de un sistema religioso de corte cristiano, a la vez que fuera posible mantener prácticas comunitarias como el trabajo comunal, incluso la pervivencia de la lengua. Al analizar la información disponible sobre las áreas indígenas que lograron sobreponerse al intento de disolución, en la colonia, está claro que las regiones donde existieron líderes indígenas que se encargaron de pedir documentos reales que expresaran el deseo de esa institución por protegerlos, se dieron fuertes procesos de cohesión interna; estos procesos implicaron que, a la llegada de las revoluciones republicanas, que intentaron una vez más borrarlos, las comunidades indígenas tuvieran importantes recursos políticos para negociar una vez más la integralidad del territorio. En las guerras civiles del siglo XIX, nasas y misak, en el Cauca, pidieron al estado del Cauca la garantía de la integralidad del territorio a cambio de dotar a estos ejércitos de hombres (Londoño, 2003). En el caso del Caribe, los tagangueros con sus misivas quejándose de las tribulaciones a las que eran sometidos, permitieron que la corona se pronunciase sobre la necesidad de respetar estas autonomías locales (Daniels, 2011).

Podríamos aseverar que la fortaleza étnica de algunos colectivos en el siglo XIX y XX estuvo relacionada con la agencia política de estos líderes que lograron movilizar el aparato burocrático a su favor para garantizar niveles de autonomía territorial. En otros contextos estas dinámicas no fueron efectivas, e implicaron el despojo territorial como ocurrió para el caso de la sabana de Bogotá. De todas maneras, una vez nos acercamos a la línea del presente, quedó claro que, desde la década de 1960, comenzaron a consolidarse organizaciones de corte étnico que no estaban conformes con la idea de que Colombia fuera una nación monocultural. Esta crítica venía consolidándose desde las primeras proclamas de Bolívar que demandaban la supresión de la categoría «indio», categoría que él consideraba parte de un legado que había que sepultar (Londoño, 2003). Evidentemente, los colectivos étnicos no estaban muy conformes de que la república los diluyera en el crisol del mestizaje de tal manera que la documentación republicana muestra el intento de estas comunidades porque se les permita ejercer una autonomía identitaria (Londoño, 2003). Con la conformación de los movimientos sociales en la segunda parte del siglo XX, este reclamo de autonomía identitaria implicó la crítica a la visión construida por la historia hegemónica (Bolaños, 2012). Este impulso, fue el que permitió que estos movimientos maduraran en potentes organizaciones como el CRIC o en el Cabildo Abierto de Taganga, por ejemplo.

En la década de 1980, desprendido de los procesos organizativos previos, los misak comenzaron a organizar su equipo de investigación histórica que tenía como misión comprender la visión de la historia misak, con miras a consolidar procesos etnoeducativos. Fue así como se hizo en Guambia, tal vez el primer proyecto de arqueología indígena que se haya hecho en Colombia (Bianchi, 2020). Como se aprecia en los informes de este proyecto local (Santamaría, 2013) los misak buscaban cerrar la brecha entre historia y territorio, argumentando que el acceso al pasado solo es posible en el caminar del territorio. Asimismo, que a diferencia del relato lineal que define la historia de Colombia, la historia misak se desenvuelve como ocurre en los círculos concéntricos de un caracol. Para los misak no existiría, en consecuencia, separación entre tiempo y espacio, de tal manera que acceder al pasado es caminar por el territorio.

Los proyectos pioneros de una arqueología indígena misak, permitieron que en la década de 1990 emergiera una crítica a la arqueología, una suerte de arqueología de la arqueología que buscaba comprender cómo esta disciplina había construido su objeto de estudio borrando las memorias locales o simplemente tachándolas de relatos míticos (Gnecco, 2012). Estos antecedentes, motivaron otras investigaciones que involucraron arqueólogos y grupos étnicos como ocurrió con los nasa de Novirao, o los nasa de Calderas (Franco, 2019).

Muchos de estos trabajos que implicaron una arqueología de la arqueología mostraron que, al igual que otros regímenes coloniales, lo que hizo la narrativa oficial fue separar a los indígenas locales de los referentes materiales históricos. Por ejemplo, cuando se inician las primeras exploraciones arqueológicas en la Sierra Nevada de Santa Marta, lo primero que establecieron estos exploradores era que los actuales kággaba nada tenían que ver con los históricos tairona, y si existía alguna relación solo era endeble y apenas mínima para hacer analogías que permitieran comprender el registro arqueológico (Londoño, 2021). Esto mismo ocurrió con los nasa que fueron considerados advenedizos producto de oleadas invasivas y desvinculados de los complejos de Tierradentro.

A pesar de que la arqueología se encargó de desvincular a las comunidades locales de sus sitios arqueológicos, estos proyectos de arqueología indígena agenciados por nasas y misak comenzaron a cuestionar la imagen de una nación monocultural. Sin embargo, los regímenes de representación histórica hicieron una apropiación de esta crítica y permitieron la consolidación del multiculturalismo, que fue a la postre un mecanismo en el cual la diferencia cultural se despolitizó y se representó como un recurso de las industrias culturales. A pesar de ello, los pueblos indígenas como los misak, los nasa, los taganga abogan por una lucha identitaria que va más allá de la folclorización de sus tradiciones para el consumo turístico, y reclaman una autonomía plena que va más allá de la mercantilización de su cultura. Es en este sentido que deben comprenderse las dinámicas recientes en las cuales misak, debidamente organizados, orquestaron la caída de los monumentos de Belalcázar en Popayán y Cali.

Si miramos la descripción histórica de este acápite podemos apreciar que el derribo de monumentos no puede entenderse como una acción circunstancial o azarosa, sino que hace parte de un proceso de resistencia cultural que tiene profundas raíces históricas. Estas dinámicas, también se han dado en el norte de Colombia, y si bien no se ha consolidado la caída del monumento de Bastidas, se ha discutido plenamente si es necesario hacerlo.

Los monumentos caídos

El 16 de septiembre de 2020, indígenas misak derribaron la estatua de Sebastián de Belalcázar empotrada en el Morro de Tulcán, en Popayán (Dávila, 2021). Estos activistas subieron al Morro, amarraron unas cuerdas a ambos lados de la estatua y comenzaron a tirar. Prontamente, la estatua comenzó a oscilar en su eje hasta que cedió cayendo hacia la cara norte del Morro. Acto seguido, los indígenas misak comenzaron a celebrar mientras unos pocos policías eran espectadores de este hecho tan inusual. Las voces de protesta no se hicieron esperar, desde el Gobierno central se condenó el hecho señalando que la estatua hacia parte de los referentes patrimoniales de la ciudadanía de Popayán, de tal manera que el acto se calificaba incluso de criminal.

Un hecho que resulta interesante de analizar es que la manera en que se derrumbó la estatua de Belalcázar en Popayán, fue muy similar a la manera en que se derribó la estatua de Cristóbal Colón en Baltimore en medio de las protestas por el cruel asesinato de George Floyd (Samayeen, Wong & McCarthy, 2020); el derribo de la estatua de Colón fue el 5 de julio del 2020, casi dos meses antes del evento del Morro de Tulcán.

Para que no quedara espacio a la especulación, el senador nasa Feliciano Valencia escribió en su cuenta de Twitter, un día después «Cae un símbolo de 500 años de humillación y dominación a los pueblos originarios. Mis respetos para los hermanos y hermanas Misak. Como estado pluriétnico y multicultural otras simbologías deben florecer y adornar el paisaje libertario» (Valencia, 2020).

En el web site de la cadena alemana para el extranjero Deutsche Welle (2020), días después de los eventos, se hizo un interesante recuento de lo que para criterio de la cadena eran «monumentos polémicos» a lo largo de América Latina y el mundo. En Cuba está la estatua de José Miguel Gómez quien repelió alzamientos de afros, de manera violenta, en 1912; algunos sectores de la isla urgen por el desplazamiento de esta estatua. Igualmente, se menciona el cambio de nombre de la conocida Plaza Italia en Santiago de Chile, cuyo nombre oficial hasta antes del estallido social era Plaza Baquedano, aquel general chileno de la guerra del Pacífico. También menciona el diario la decapitación de la estatua de Dagoberto Godoy, piloto de la fuerza aérea chilena cuya cabeza quedó en las manos de la estatua del guerrero Caupolicán, ícono de la resistencia a la conquista, emplazado en Temuco, al sur de Santiago. Igualmente, menciona el diario los cambios que ha tenido la estatua de Colón en el Paseo de la Costanera de Buenos Aires; en 2013 Cristina Kirchner lo desmontó, pero su sucesor, Mauricio Macri volvió a emplazarla junto al río La Plata. El diario, no podría ser de otra manera, también menciona los cuestionamientos a la figura de Julio Argentino Roca, militar encargado de las sangrientas campañas del desierto. En este inventario, hay algunos casos más recientes como la retirada en 2019 de la estatua de Néstor Kirchner que presidía la entrada a la sede de la Unión de Naciones Suramericanas —Unasur—. Sin duda, este cambio estuvo relacionado con el fin del periodo presidencial de Rafael Correa y la toma de posesión por parte de su sucesor Lenin Moreno. En la misma vía de la estatua de Kirchner, está el derribo de la estatua de Hugo Chávez en Riberalta, Beni, Bolivia. Este derribo se dio en medio de las agitadas jornadas de octubre del 2020 en Bolivia. Asimismo, está la estatua de Tirofijo que fue empotrada en Caracas en 2008, lo que supuso una queja del gobierno colombiano de este entonces.

Después de septiembre de 2020, el 28 de abril del 2021 los indígenas misak se dirigieron al oeste de Cali y derribaron la estatua de Belalcázar de esa ciudad (Torrado, 2021). Los misak habían llegado como parte de las protestas que se venían adelantando en el país, como una respuesta a las reformas, en especial tributarias, que deseaba imponer el gobierno. Las protestas continuaron en Cali y se dieron bloqueos por las principales vías de la ciudad durante las semanas siguientes. Un hecho particular que se dio en estas protestas fue que civiles armados salieron, cerca de la Universidad del Valle, en Cali, a disparar contra los manifestantes dentro de los cuales se encontraban indígenas misak y nasa (AS, 2021). Defensores de derechos humanos, de Cali, denunciaron las acciones de estos civiles y pronto comenzó a funcionar un mecanismo semántico para nominar a estos ciudadanos que tomaban las armas por sus propias manos, se les llamó «gente bien». Igualmente, como la mayoría de estos ciudadanos eran del prestigioso barrio Ciudad Jardín, de Cali, en redes sociales comenzó a llamarse a ese lugar «Ciudad Balín».

Durante los eventos en Cali, ocurrió algo particular y fue que el fotógrafo caleño Jahfrann (Jahfrann, 2021) hizo varios videos en vivo que permitieron apreciar la manera como la policía, junto con los civiles armados, se encargaron de replegar a los manifestantes que hacían piquetes para lograr los cambios políticos que demandaba la ciudadanía. El Gobierno nacional, en cabeza del líder de derecha Iván Duque, respondió con un grupo antimotines que usó la fuerza de manera excesiva.

En el caso de la ciudad de Santa Marta, los intentos por derrumbar a Bastidas no han sido tan sistemáticos. De hecho, hay un cuento famoso de García Márquez (Londoño, 2019) en el que habla de esta estatua que una vez vio en el piso, en una de las innumerables veces que ha sido desempotrada para hacer adecuaciones al camellón de la bahía. La discusión sobre el papel de Bastidas en la conquista apenas comienza a emerger, y está claro que esta discusión está en manos de nuevas generaciones de ciudadanos, como ediles, por ejemplo, que públicamente comienzan a movilizar otras agendas como la lucha por la violencia machista, y la inclusión de las comunidades étnicas (Radiohoy, 2022), en lo que algunos académicos consideran como la matriz de blancura que ha permitido la fundación de la ciudad (Londoño, 2019).

Lo que si ha cambiado en la ciudad de Santa Marta es la remoción de las esculturas alegóricas a los tairona hechas por Héctor Lombana y emplazadas en 1993. Como se podía apreciar en estas representaciones, se rememoraba el mito instituido por la historiografía dieciochesca que describía a las tribus con las cuales pelearon los conquistadores en 1528, como célebres gigantes (Londoño, 2019). Esta idea, de que en América existieron gigantes antediluvianos, fue muy común en el imaginario épico de la conquista y quedó inmortalizado en obras como «La perla de América» del padre Julián (1787). Un hecho que no deja de sorprender, es que en la década de 1930 cuando comenzaron las primeras misiones arqueológicas emprendidas por estadunidenses en la Sierra Nevada de Santa Marta, estos exploradores vinieron buscando los indígenas de las más altas tallas para ver si ellos, al interpretar los sitos Tairona, podrían dar cuenta de los artefactos comprobando esta herencia (Londoño, 2019). De esta manera, Lombana, al hacer representaciones de indígenas de tallas altas recreaba el mito de los seres antediluvianos que fueron los que poblaron América.

De todas maneras, la remoción de estas estatuas fue un proceso coyuntural asociado a las obras de organización del centro histórico, y no obedeció a un reclamo de las comunidades indígenas. Igualmente, la tradición del movimiento social indígena del Caribe colombiano dista un poco de la manera como está organizado el CRIC, por ejemplo, lo que supone que no haya una agenda que abogue por transformaciones inmediatas en la manera como han sido representados los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta —SNSM—.

Cierre a manera de conclusión

Empezamos esta reflexión tomando en cuenta los desarrollos contemporáneos de la antropología simétrica. Como lo planteó Bruno Latour (2008), la simetría implica comprender las sociedades más como un conjunto de ensambles que como un ente discreto que contiene simbolizaciones que definen la cultura de una comunidad determinada. De esta manera, Latour se opone a la sociología de Émile Durkheim quien abogaba por hacer de la sociología la búsqueda de esos contenidos llamados hechos sociales. En criterio de Latour, la sociología o el análisis sociológico no debería buscar estos contenidos últimos, sino por el contrario comprender cómo se dan los ensamblajes sociales en la concatenación de actores humanos y no humanos; de estas articulaciones se dan los ensamblajes que dan sentido, profundidad, espacio y volumen a nuestra existencia.

Si tomamos los elementos de una sociología de la asociación en contraposición a una sociología de lo social, podemos comprender, y esto es muy importante, que la ideología nacionalista que constituyó la identidad de las naciones de América Latina, fue un ensamblaje de actores humanos y no humanos que terminaron definiendo los horizontes de normalidad. Si bien la población era variopinta, con diversidad de lenguas y praxis, la nación se definió bajo una idea de una herencia católica para una población blanca monolingüe. Esta definición no fue solo ideológica, sino que por el contrario implicó la construcción de un sistema de tecnologías que sedimentaban esta consideración. Las plazas con conquistadores, como Belalcázar en Cali y Popayán, o Bastidas en Santa Marta, fueron tecnologías que introyectaban la percepción de una nación homogénea. Unido a estas tecnologías, también estaban otros artefactos más complejos como la escuela, con sus detalles como cartillas de textos, rituales republicanos como la izada de la bandera, que daban coherencia, materialidad, volumen y profundidad a la idea de una nación blanca.

Si aplicamos las ideas de una antropología simétrica vemos claramente que el reconocimiento de la diversidad cultural de Colombia, vía la Constitución Política de 1991, solo implicó un cambio en uno de los eslabones de los ensamblajes, y no implicó la desestructuración de tecnologías poderosas como los museos, que seguían movilizando una representación monocultural de la sociedad. De esta manera, es posible entender los reclamos de los misak y de los nasa, en los casos presentados, ya que son conscientes de que, mientras existan monumentos que entronan a los conquistadores la sociedad nacional solo reconocerá en lo indígena el lugar que el multiculturalismo le reservó: un conjunto de diferencias culturales que pueden soportar la producción de folclore para el consumo turístico. Como ha sido mostrado por Arjun Appadurai (1996), y Marc Augé (1995) la sociedad contemporánea basada en la imaginación mediada por el mercado, ha convertido a la historia en un artefacto de consumo quitándole su poder político como un campo para nuevos ensamblajes sociales.

Podríamos usar una perspectiva histórica y comprender que así como las comunidades étnicas en el siglo XVIII formaron líderes encargados de gestionar querellas en las cuales demandaban la protección del rey ante los desmanes de los encomenderos, hoy día los movimientos sociales indígenas como el CRIC, con un componente fuerte de nasas y misak, han formado líderes que son conscientes que de no removerse el paisaje de lo blanco que formó la nación, la multiculturalidad solo será una retórica que no permitirá relaciones interculturales. Esto parece ser un campo en el que las elites políticas no desean ceder dada la idea de que la colombianidad se define por los rasgos que hemos señalado: monolingüismo, relaciones patriarcales, heterosexualidad, y depredación de la naturaleza. Estas discusiones se han expresado en el rechazo de un grueso de la población colombiana a permitir cambios como la despenalización del aborto, o el matrimonio igualitario.

Sin duda alguna, el cambio cultural supone una simetría, es decir, no solo basta con la promulgación textual de la multiculturalidad de la nación, que mejor debería ser conceptualizada como interculturalidad, sino que es necesario desmontar los paisajes que han sostenido esta idea de una nación blanca. Acá la arqueología juega un papel importante en vista de que ha sido desde esa disciplina donde se han generado los contenidos que separan a las sociedades del pasado de las del presente, siendo esto un elemento fundamental de la folclorización de la cultura. En Colombia, a diferencia de otros contextos, los arqueólogos no han explorado la manera en que las comunidades se adaptaron a los procesos de conquista, sin que ello implicara el mantenimiento de una tradición prístina, pero tampoco sin que ello se considerara rupturas insalvables tal como ha sido definido desde cierta perspectiva arqueológica. Para el caso de la SNSM, estudios recientes (Londoño, 2021) señalan cómo la memoria oral da cuenta de estos procesos de resistencia y mantenimiento de la tradición expresada en cierta estabilidad lingüística o en cierta continuidad de las estructuras de parentesco. Esto es un tema que simplemente no se ha explorado, no porque no haya potenciales de investigación en estos temas, sino simplemente porque estas desviaciones del paradigma de la blancura, harían que se generase una transformación de lo que ha significado casi un siglo de investigación arqueológica en Colombia.

En vista de los procesos agenciados por el CRIC en el Cauca, por ejemplo, está claro que el paisaje patrimonial que sustenta la nacionalidad colombiana, está fisurado, y también es claro que el multiculturalismo está agotado, lo que seguro dará paso a otras lógicas culturales que implicarán otros paisajes patrimoniales, otros referentes que, seguramente, no estarán exentos de críticas y tensiones. Pero lo que está claro, es que la ideología de la nacionalidad colombiana y sus paisajes ha entrado en una fase terminal.

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1Este artículo es resultado de la investigación «Estatuas caídas: política y cambio cultural en la Colombia contemporánea».

2Doctor en ciencias humanas de la Universidad Nacional de Catamarca.

Recibido: 18 de Enero de 2022; Aprobado: 15 de Febrero de 2022

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