Introducción
El presente trabajo tiene como principal propósito presentar algunas de las dinámicas de la violencia directa y estructural de siete departamentos de frontera que, en los últimos años, se han erigido como algunos de los escenarios en los que concurren una suerte de variables que pueden experimentar nuevas violencias en el marco del posconflicto armado en Colombia que serán prioridad para el Acuerdo de Paz suscrito con la guerrilla de las FARC-EP. Y es que, en un escenario en el que la centralidad de la seguridad se fue definiendo y consolidando paulatinamente desde principios de la década pasada, una vez que llega Álvaro Uribe a la presidencia (2002) y fruto de una ingente movilización de recursos, las fronteras y la periferia geográfica colombiana -que no es solo geográfica- se fueron construyendo a su vez como el nuevo escenario de disputa en el que se inscribieron diferentes manifestaciones, directas o indirectas, de violencia armada en el país.
Este tipo de afirmaciones, planteadas en varios trabajos de referencia académica como los de Echandía (2006; 2013), Echandía y Bechara (2006), Salas (2007; 2010; 2015), Cabrera (2009; 2012) o Ríos (2016a; 2016b; 2017a) muestran bajo diferentes miradas causales de qué modo la violencia en Colombia se ha territorializado y ha respondido a un proceso de periferialización (Ríos, 2016c) cuya superación, muy posiblemente, será una de las principales exigencias del Acuerdo de Paz suscrito con las FARC-EP en noviembre de 2016. Un Acuerdo que enfatiza en la dimensión territorial de la paz (Cairo et ál., 2018; Lederach, 2017) pero que es allí, en la resignificación del territorio y la superación de las barreras sociales, económicas, simbólicas y culturales, en donde encuentra el mayor sustrato del que se sirve la violencia y el debilitamiento del proceso de construcción de paz.
Así, este trabajo se presenta en torno a cuatro partes claramente diferenciadas si bien, siempre con el propósito de presentar de manera más descriptiva que causal la relación entre el conflicto armado colombiano y su representación en los departamentos de frontera. En primer lugar, se aborda una revisión de la literatura más relevante en torno a los estudios territoriales y fronterizos de la violencia en Colombia, haciendo énfasis en los trabajos focalizados entre conflicto armado y frontera, además se destacan algunas recientes aportaciones que ya han arrojado resultados y reflexiones sobre lo que en estos escenarios representa abordar un proceso de construcción de paz. Posteriormente, se presentan las características metodológicas de este artículo, es decir, sus principales aportaciones y consideraciones, las reflexiones sobre la que se construye además de las fuentes de información y el origen de los datos y cifras analizadas. Después, se aborda la dimensión de la violencia directa y la estructural en los departamentos de frontera, presentando un lapso particular de tiempo que se concentra entre 2013 y 2016, de tal manera que requiere para sí de una investigación ulterior que analice lo transcurrido en los últimos dos años. Ello se acompaña de una valoración por diferentes alcaldías de estos departamentos de frontera que fueron parte de un trabajo de campo realizado. Por último, las conclusiones hacen de corolario, no solo de las dimensiones espaciales de la violencia en los departamentos de frontera, sino que plantean posibles líneas de investigación y análisis que distan mucho de agotar un objeto de estudio que en Colombia sigue siendo tan necesario como puesto en valor.
Marco teórico y estado de la cuestión
Los estudios sobre violencia armada y geografía política arrojan una prolífica literatura sobre cómo las insurgencias y, en general, los conflictos armados tienden a concentrarse territorialmente en contextos espaciales que presentan ventajas comparativas. Ventajas que según Collier (2000), Collier y Hoeffler (2004) o Collier, Hoeffler y Rohner (2009) comprenden lo que se denomina como “maldición de los recursos” o que para Le Billon (2001), Lujala, Gleditsch y Gilmore (2005), Snyder (2006) o Findley y Marineau (2015) representan los denominados recursos saqueables (lootable resources).
Es decir, son fuentes de poder económico provenientes de la minería legal, el control de oleoductos o la producción cocalera que, si bien no deben ser la explicación causal de un conflicto, como sugiere el propio Collier, u otros como Kalyvas (2006), permiten entender cómo evoluciona y se transforma un conflicto armado con vistas a su indisociable disputa por el poder.
Desde una perspectiva territorial, la imbricación de escenarios favorables a la resistencia de las insurgencias en la lucha contra el Estado en donde se hallan recursos que sirven de soporte para la misma, cuenta con una amplia literatura al respecto, en que se ha denominado como innaccesibility, y que tiende a poner su acento en la estrecha relación que existe entre violencia y frontera. Por ejemplo, Tollefsen y Bauhaug (2015) destacan la necesidad de analizar de qué modo se dan las particularidades locales en contextos de violencia armada, lo cual se entendería, mayormente por la concurrencia de factores tales como la distancia con la ciudad, la disponibilidad de corredores y refugios selváticos o montañosos, o la distancia sociocultural, e incluso identitaria, entre las zonas fronterizas y los centros políticos y económicos del país.
Es decir, las insurgencias y los conflictos armados, en cierto modo, responden a mayores probabilidades de surgimiento, o de resistencia, cuando acontecen fracturas regionales sustantivadas por las carencias de conectividad, física o tecnológica, así como la concurrencia de fronteras inestables, porosas, alejadas del control del Estado, y donde se suman, por ejemplo, imaginarios distanciados en clave de unidad nacional (Salehyan, 2007; Cunningham et ál., 2009).
Lo anterior, igualmente, iría en consonancia con lo propuesto por Buhaug y Rød (2006), quienes en su trabajo consideran que las grandes distancias de regiones alejadas con el centro nacional son el factor clave para la aparición de un conflicto interno. Expresado de otro modo, y de acuerdo con O’Loughlin et ál. (2012), los conflictos internos tienden a una mayor fronterización, habida cuenta de que es ahí donde las prácticas y continuidades de la violencia encuentran escenarios favorables frente a la disputa con el Estado.
Quizá, también, porque en línea con lo argüido por Cederman et al. (2013), es sobre escenarios fronterizos en donde la construcción de comunidades con códigos y símbolos culturales pueden encontrar mayores distancias y diferencias con la estructura mononacional y monocultural del Estado. En definitiva, pobreza, falta de institucionalidad, carencias identitarias, falta de tejido productivo e inversión o una endeble presencia del Estado contribuyen, para todos estos autores, a entender la relación particular que tienen los conflictos internos en contextos de frontera.
Los estudios en Colombia ofrecen tres dimensiones distintas. Es decir, por un lado, están los estudios centrados en el análisis de la relación de la violencia con los recursos saqueables y las fuentes de financiación que están detrás de la supervivencia y resistencia de los grupos armados. Por otro lado, los estudios focalizados en las regiones periféricas del país, esto es, sobre los departamentos y corredores de la violencia más alejados de los centros decisorios del mismo. Por último, integrando estos dos, están los trabajos que han explicado, en los últimos años, de qué modo periferia territorial y recursos saqueables, pero también violencia estructural, se insertan en dinámicas de cambio espacial de la violencia.
Entre los estudios centrados en la relación entre recursos y violencia armada en Colombia se encuentra una prolija literatura al respecto. Por ejemplo, entre narcotráfico y presencia guerrillera (Echandía, 2006; Ríos, 2016); narcotráfico y activismo paramilitar (Duncan, 2006); paramilitarismo y despojo de tierra (Reyes, 2009; Ronderos, 2014) o guerrillas, bandas criminales y minería ilegal (Idrobo, Mejía y Tribin, 2014, Rettberg y Ortiz-Riomalo, 2016). Así, en la mayor parte de estos trabajos la variable independiente que explica la violencia es, precisamente, la existencia de recursos económicos que dan muestra de la presencia territorial de la mayor parte de los grupos armados.
Por otro lado, los trabajos con enfoque regional han proliferado en la contribución explicativa del conflicto armado interno en Colombia, sobre todo, desde inicios de la década pasada. No pueden pasarse por alto, sobre todo, los trabajos elaborados por el CINEP, los cuales han tratado de contribuir a la explicación de la violencia sobre la base de una atención particular sobre el territorio. De este modo, pueden destacarse aportaciones como las de Vásquez et ál. (2011) sobre el sur del país, especialmente, el trabajo de Torres (2011) sobre Putumayo; García y Aramburo (2011) atendiendo el oriente y la región del Urabá antioqueño; González et ál. (2012) sobre el oriente colombiano, muy particularmente, respecto de los departamentos de Antioquia, Boyacá, Santander, Norte de Santander y Arauca y, por último, el mismo González et ál. (2014), en relación con la región Caribe y Rodríguez Cuadros (2015) respecto al Pacífico nariñense, dan buena cuenta de lo anterior.
Igualmente, por fuera de las investigaciones del CINEP, han de destacarse otros trabajos como los del PNUD (2003), regionalizando particularmente las dinámicas territoriales del conflicto armado; el aporte de Medina (2011), centrado especialmente en la evolución espacial de la violencia de las FARC; o el de Bechara (2012), quien a través de un obra colectiva, integra atractivamente diferentes metodologías cualitativas y herramientas cartográficas para explicar la territorialidad, las dinámicas de la violencia y la conducta de los actores armados sobre escenarios específicos del país. Por último, se añaden también los trabajos sobre la geografía del terror en el Pacífico colombiano de Oslender (2007, 2008) o Krakowski (2015) o de Ballvé (2012) y Ríos (2017b) en relación con la región Caribe.
Asimismo, en relación específica con los estudios de frontera sobre el conflicto armado interno cabe destacar aportaciones tales como las de Martínez (2017), quien muestra la intensificación del activismo de las FARC bajo los años de mandato de Hugo Chávez en Venezuela, y, particularmente, en el caso de La Guajira, de acuerdo con Trejos y Luquetta (2014). Asimismo, sobre la frontera con Ecuador, el trabajo de Medina y Ardila (2015) o de Forero (2016), están centrados en poner en valor no solo el impacto de la economía política de guerra, sino el caldo de cultivo que para ello supone la ausencia de experiencias de cooperación transfronteriza. Finalmente, y al margen de las fronteras de Ecuador y Venezuela que, en relación con el conflicto armado colombiano, han sido las más estudiadas, recientemente, sobre la frontera colombo-panameña se han publicado interesantes aportaciones como las de Cabrera (2016) o Niño (2018).
Por último, otra línea de investigación ha integrado las dos anteriores para mostrar de qué modo, especialmente, en la última década y media, se han transformado en Colombia las dinámicas espaciales de la violencia, con una marcada transición, como sugiere Salas (2007, 2010, 2015), en la que ha gravitado el centro de la violencia desde los Llanos Orientales hacia la región Pacífico, sin obviar la importancia que en el nororiente del país representan, sobre todo, los departamentos de Arauca y Norte de Santander (Echandía, 2006; Ríos 2017c).
Así, sobre la base de una periferialización producto del impacto sobre las guerrillas de la Política de Seguridad Democrática y del Plan Colombia, de acuerdo al concepto que propone Ríos (2016c), para entender la evolución de la violencia armada en Colombia de los últimos años, y de acuerdo con los debates identificados en estas páginas, es que este trabajo busca presentar los contextos de violencia de siete de los departamentos fronterizos que, a través de un particular proceso de transformación espacial de la violencia, se han erigido como algunos de los enclaves más violentos del país. Enclaves que, como se verá, integran economías ilícitas, factores fronterizos, y una violencia estructural y violencia directa con algunos de los registros más elevados del país.
Lo anterior, en tanto que no hay que olvidar que los 15.000 millones de dólares invertidos en Seguridad y Defensa en la década pasada permitieron incrementar en un 40% el número efectivos de la Fuerza Pública en Colombia, que pasó de 313.000 a 478.000 militares y policías, además de modernizar y ampliar sus capacidades en el combate contra estos grupos insurgentes. Ello, hasta el punto de que, por ejemplo, las FARC-EP pasaron de 18.000 combatientes a poco más de 8.000 y el ELN, de 5.000 a menos de 2.000 (Ríos, 2017b). Esto, en paralelo a un proceso de reducción de su presencia territorial en más de un 50% con respecto al número de municipios en los que se encontraban a inicios de los 2000 -entre los dos, por debajo de los 200- y de una disposición de recursos económicos, los cuales se han reducido en la misma década pasada, hasta en casi dos terceras partes.
En definitiva, este trabajo tratará un conjunto de elementos que, en todo caso, han de ser puestos en valor, visibilizados, problematizados y politizados debidamente en el marco de la implementación del Acuerdo de Paz, si de lograr una paz territorial e integral se refiere.
Metodología
La pregunta de investigación sobre la que se construye este trabajo es la siguiente: ¿bajo qué circunstancias se encuentra la violencia armada en Colombia, particularmente, atendiendo al escenario actual de implementación del Acuerdo de Paz suscrito entre el Gobierno de Colombia y la guerrilla de las FARC-EP, específicamente, en los departamentos fronterizos que tradicionalmente presentaron mayores niveles de violencia? A modo de respuesta, y en cierta manera, de planteamiento hipotético de partida, cabe presumir la existencia de un escenario periférico y fronterizo con un importante rezago socioeconómico, al que se une la presencia ingente de recursos económicos provenientes de la economía ilegal y la persistencia de grupos armados, como el ELN, continuidades de las FARC-EP o grupos posparamilitares.
Una situación que alienta la necesidad de una atención prioritaria habida cuenta de la especial imbricación de condiciones estructurales y directas de violencia que tienen todo a su favor para desvirtuar un efectivo proceso de construcción de paz y reproducir nuevas -o no tan nuevas- condiciones de violencia. Por su parte, estas serán descritas y expuestas en las siguientes páginas con respecto a siete departamentos que, en Colombia, concitan perfectamente la violencia armada y la condición periférica de frontera -no solo en términos fronterizos terrestres-: Arauca, Cauca, Chocó, Nariño, Norte de Santander, Putumayo y Valle del Cauca.
La aproximación a esta especial situación de violencia periférica, en cualquier caso, se realizará desde una triple perspectiva. En primer lugar, se presentará la situación de estos departamentos de acuerdo con la noción de violencia directa, entendida esta, según Galtung (1969, 1990), como la violencia manifiesta, producida por los grupos armados intervinientes en el conflicto -en este caso, las FARC, el ELN y otros grupos criminales-, con base en el número de acciones violentas transcurridas en los últimos años, tanto en las cifras facilitadas, ex profeso, por el Observatorio de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario (ODHDIH) adscrito a la Presidencia de la República, como de la información proveniente de la Revista Criminalidad y el Observatorio del Delito, pertenecientes a la Policía Nacional de Colombia.
En cuanto al análisis de la violencia estructural, esta se entiende como la derivada de las condiciones socioeconómicas y de vulnerabilidad que, a su vez, se corresponden con la violencia directa (Galtung, 1969, 1990), las cuales son abordadas a partir de varios indicadores tales como el índice de necesidades básicas insatisfechas o el coeficiente de Gini por ingresos o por propiedad de la tierra. Todos estos, comprendiendo igualmente el periodo que transcurre entre 2013 y 2016, y gracias a la información favorecida, en algunos casos de manera directa por el Departamento Nacional de Estadística, el Departamento Nacional de Planeación, el Instituto Geográfico Agustín Codazzi, entre otros.
A estos se añade el análisis de la concurrencia de fuentes de poder económico (Mann, 1997), que sirven de financiación ilícita para la persistencia y activismo de grupos armados, tal y como sucede con la presencia cocalera y de minería ilegal, también son abordados, por ejemplo, en el caso de los cultivos ilícitos, a partir de las hectáreas cultivadas con base en el censo elaborado por UNODC para Colombia. Ello, con el fin de abordar su consabida relación con la persistencia y transformación espacial de la violencia producida por el conflicto armado en Colombia (Ríos, 2016, 2017). Algo que, particularmente, responde a lo que Collier (2000) y otros como Snyder (2006) han denominado la maldición de los recursos, y por la cual, también se evidencia la presencia de otros grupos criminales aparte de las guerrillas tradicionales (Ministerio de defensa, 2015).
La escala geográfica de ambas dimensiones de la violencia son los departamentos de frontera, habiendo sido seleccionados, de acuerdo con Ríos (2017a), aquellos que acumularon el mayor número de violencia derivada del conflicto armado en los últimos años; por este orden, Cauca, Nariño, Norte de Santander, Arauca, Putumayo, Chocó, Valle del Cauca y que se encuentran muy alejados por tal cuestión de otros como La Guajira, Cesar, Vichada o Vaupés (ODHDIH, s. f.).
Por último, las violencias directa y estructural no serán abordadas solo en términos descriptivos por la información que muestran todos los indicadores expuestos, pues se añadirá un análisis de percepciones locales inicialmente diseñada para 246 alcaldes de los que en total 47 alcaldías pertenecen a los departamentos objeto de estudio: 11 municipios de Cauca, 11 del Valle del Cauca, 10 en Nariño, 5 de Chocó, 4 en Norte de Santander, 3 en Putumayo, 3 en Arauca.
A todas ellas se les realizó un cuestionario personal e individualizado que, sobre la base de una escala de Likert, busca medir valoraciones personales a diferentes cuestiones relacionadas con el conflicto armado interno colombiano. Cuestiones tales como la percepción con respecto a los principales problemas del municipio, tanto en términos de violencia directa como estructural; evolución de las capacidades institucionales en relación con problemas derivados del conflicto armado interno además de expectativas con respecto al posconflicto.
Todas las encuestas se realizaron a los responsables de las alcaldías, gracias al apoyo brindado entre enero de 2014 y diciembre de 2015 de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI Colombia) y la Federación Colombiana de Municipios. Lo anterior, en la medida en que ambas entidades colaboraron activamente en el acceso a la mayoría de las alcaldías, aprovechando diferentes encuentros nacionales y regionales de alcaldías colombianas durante el tiempo del estudio, como es el caso del Congreso Nacional de Municipios de 2014, celebrado en Bucaramanga o el Congreso Nacional de Municipios de 2015, acontecido en Cartagena.
Presentación de la violencia directa en los departamentos de frontera en Colombia
Las siguientes páginas se centran en mostrar al lector el porqué de la importancia de la frontera en la evolución de las dinámicas de la violencia producida en relación con el conflicto armado interno. Lo anterior, en la medida en que, como ya han planteado varios trabajos recientes y de referencia como Ríos (2017), Echandía y Cabrera (2018) o la Fundación Ideas para la Paz (2017), son los departamentos de frontera -y particularmente Cauca, Nariño, Putumayo, Chocó, Arauca, Norte de Santander y Valle del Cauca, junto a Antioquia y Caquetá- los que mayor presencia guerrillera y acciones armadas unilaterales han recogido en los últimos años. Lo anterior, añadido a ser, igualmente y en buena parte, tal y como se observará en las siguientes páginas, los departamentos con mayores rezagos en términos de indicadores como el índice de necesidades básicas insatisfechas, que asimismo conecta con otros tales como pobreza, inequidad o generación de recursos.
Presencia de actores armados
De este modo, los siete departamentos objeto de análisis responden a idiosincrasias totalmente distintas, si bien con factores y características de la violencia, en ocasiones, muy similares. Chocó, tradicionalmente, ha sido un área con notable presencia del Bloque Noroccidental de las FARC-EP, a partir del desdoblamiento, a inicios de los ochenta, del Frente 5, y del que se desprendieron, a su vez, frentes como el 34, 37, 57 o 58. Asimismo, hace presencia el Frente de Guerra Occidental del ELN, comandado por “Fabián”, y que hoy en día es la segunda estructura más activa del ELN. En la actualidad, además, se trata de uno de los escenarios con mayor proliferación de las bandas criminales toda vez que tienen lugar importantes afectaciones de violencia producto del negocio de la minería ilegal. Esto sucede en municipios como Riosucio, en la frontera con Panamá, disputados por el Clan del Golfo y los remanentes guerrilleros de las estructuras mencionadas (Ríos, 2017a).
Por su parte, Arauca y Norte de Santander son los dos departamentos del oriente colombiano en los que se condensa el mayor activismo del Frente de Guerra Oriental del ELN, al frente del cual se destaca la figura de “Pablito”, allí también operaron los bloques Magdalena Medio (Frente 33) y Oriental (Frentes 45, 10 y 28) de las FARC-EP. Particularmente, en Norte de Santander, por ejemplo, la mayor violencia armada se da en la región del Catatumbo, una de las de mayor densidad cocalera de todo el país, en donde, además, de las disidencias del mencionado Frente 33, se han presentado acciones en los últimos años del ELN y del EPL en 2016 -aún vigente en el departamento a pesar de la muerte de su líder, alias “Megateo”, así como de la banda criminal de “Los Pelusos”-. (Ríos, 2017c)
Igualmente, en Arauca, cuya ubicación fronteriza con Venezuela es clave tanto en el contrabando como en ciertas rutas del narcotráfico, aparte del negocio del petróleo y la extorsión sobre el tejido empresarial extractivo, son disputadas tanto por las estructuras presentes del ELN -como el Frente Domingo Laín, el Frente José Adonai Ardila Pinilla, la Compañía Simacota y el Batallón Héroes y Mártires- como por las disidencias de las FARC-EP. Estas disidencias siguen siendo el actor hegemónico porque son herederas de los Frentes 10, 28, 38 y 45, además de la Columna Móvil Alfonso Castellanos (Ríos, 2017a).
La influencia en el Cauca está, especialmente, copada por el activismo de los Frentes 6 y 8 de las FARC, con alguna pequeña continuidad del ELN. En la actualidad, con base en la Fundación Ideas para la Paz (2017) cabe apreciar disidencias herederas de estos dos frentes en el departamento, junto a grupúsculos de los antiguos Frentes 60 y 64 de las FARC-EP y de las columnas móviles Jacobo Arenas y Manuel Cépeda, especialmente, activas en los municipios de Piamonte, El Tambo, Puerto Tejada Santa Rosa, Miranda y Caloto. Del mismo modo, en el último año se ha registrado, especialmente, una mayor presencia del ELN, activo en el Cauca a través del Frente de Guerra Suroccidental, también protagonista y activo en municipios como Buenos Aires, Caldono, Corinto, Guachené Guapí e Inzá.
Por su parte, en el Valle del Cauca, además de los tradicionales grupos narcotraficantes y bandas criminales afincadas en este departamento, se incluye el activismo del Frente 30 de las FARC-EP, además, especialmente, en el último año, de diferentes bandas criminales como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, el Clan del Golfo o “La Constru”, quienes ocupan con sus redes buena parte del territorio. (Comisión Nacional de Derechos Humanos (2017).
Finalmente, en el sur (Nariño y Putumayo) presenta una condición hegemónica derivada de la notable presencia de las FARC-EP, sobre todo, del Frente 29 en Nariño, de la cual se han registrado disidencias de la Columna Móvil Daniel Aldana o del Frente 64, en disputa con la tradicional presencia del ELN, organizada en torno al Comuneros del Sur y al Cártel del Golfo, siendo especial objeto de disputa la capital nariñense de Tumaco, el conocido como “Triángulo del Telembí” y el municipio de Policarpa. Del lado de Putumayo, la tradicional presencia de las FARC-EP, organizada alrededor de los Frentes 32, 48 y 63 ha quedado desdibujada, por ejemplo, entre 2016 y 2017, por la cooptación de los enclaves cocaleros y mineros del departamento por parte de disidencias del Frente 64, de la banda criminal conocida como la “Constru”, y originalmente, por una presencia relevante y creciente de los Comuneros del Sur del ELN, sobre todo, en torno al municipio de Puerto Asís.
La intensidad del activismo armado
Sobre la base de los datos proporcionados por el ODHDIH de la Presidencia de la República de Colombia, se puede apreciar una suerte de enquistamiento territorial y especial focalización de la violencia armada acontecida en los últimos años. Tomando en consideración los últimos registros disponibles, entre el 1º de enero y el 31 de diciembre de 2015, se puede dar cuenta de qué modo la violencia guerrillera se ha periferializado (Ríos, 2016b). Ese año se registraron un total de 122 acciones armadas de las FARC-EP y del ELN que, bajo una mirada departamental, de acuerdo con la tabla 2, mayormente, hasta en dos terceras partes, se concentran en Arauca (18), Cauca (21), Nariño (16), Norte de Santander (20), Putumayo (6) y Valle del Cauca (1). Todos ellos, departamentos de frontera que ofrecen ventajas comparativas para la continuidad de un escenario de violencia y el desarrollo de actividades ilícitas.
De esta manera, en el desglose por grupo armado que realiza Ríos (2016a) con base en esos datos, se puede observar cómo de las 94 acciones guerrilleras atribuidas a las FARC-EP en 2015, 61 se contabilizaron en los cuatro departamentos mencionados. Una relación espacial de la violencia mucho mayor para el caso del ELN, dado que, de las 28 acciones armadas contabilizadas, 19 sucedieron en dos departamentos de tradicional arraigo guerrillero como son Arauca y Norte de Santander y una en el departamento de Cauca.
Desde otra perspectiva, si se observan las últimas cifras también proporcionadas por el ODHDIH, del total de secuestros contabilizados en el marco del conflicto armado entre el 1º de enero de 2013 y el 31 de diciembre de 2014, cuya cifra ascendía a 475, los niveles más altos se observan en los departamentos de Valle del Cauca (55) y Arauca (47) -en donde acontece uno de los escenarios con mayor impacto de este delito- por la especial relevancia que tiene para las finanzas del ELN. A ello, se añaden otros 33 en Cauca, 32 en Norte de Santander y, en menor medida, 24 en Nariño y Putumayo y 11 en Chocó. Igualmente, los desplazados entre el 1º de enero de 2012 y el 31 de diciembre de 2014 se elevan a 830.193 casos, de los que casi la mitad se concentra en los siete departamentos objeto de estudio: 92.938 en Valle del Cauca, 66.594 en Nariño, 60.613 en Cauca, 24.928 en Chocó, 17.319 en Norte de Santander, 15.175 en Putumayo y 5.181 en Arauca.
Recurriendo a otra fuente como es, en este caso, el reporte anual que realiza la Revista Criminalidad, perteneciente a la Policía Nacional, y cuyas últimas estadísticas, igualmente, llegan hasta el 31 de diciembre de 2015, se puede apreciar el factor preponderante que representan los siete departamentos de frontera abordados, en su relación con las actividades ilícitas. Así, por ejemplo, en 2015 se contabilizaron 295 actos de terrorismo en Colombia de los cuales 50 tuvieron lugar en Nariño, 38 en Putumayo, 34 en Chocó, 23 en Norte de Santander, 12 en Chocó, 10 en Arauca, y 8 en Valle del Cauca. Es decir, más de la mitad de la violencia directa producida por el conflicto armado tiene lugar en los siete departamentos abordados.
Algo parecido sucede con el número de acciones subversivas, específicamente, contra la Policía Nacional, pues de las 119 acciones identificadas en 2015, 18 fueron en Arauca, 21 en Cauca, 16 en Nariño, 20 en Norte de Santander, 6 en Putumayo y una en Valle del Cauca. Esta misma tendencia se evidencia en 2016, cuando según la DIJIN de la Policía Nacional, se contabilizaron 54 acciones subversivas de las que 22 en Norte de Santander, 14 se dieron en Arauca, 4 en Cauca y 4 en Nariño. De la misma manera, en el número de actos terroristas se aprecia idéntica tendencia. Sobre 155 actos terroristas registrados en todo el año 2016 se dieron 27 en Arauca, 20 en Nariño, 12 en Norte de Santander, 8 en Putumayo, 4 en Chocó, 3 en Cauca y 3 en Valle del Cauca, lo cual supone, en total, casi la mitad de los actos terroristas de todo el país (Buitrago y Norza, 2016).
Presencia de economías ilegales
Algo que explica la presencia tanto de FARC-EP como del ELN en estos escenarios ha sido la concurrencia de bases de apoyo, pero, sobre todo, de fuentes de financiación. Fuentes de poder económico que, en buena medida, provienen de recursos extractivos como la extorsión a la industria petrolera, la minería ilegal o la presencia de cultivos ilícitos. Por ejemplo, lo anterior puede identificarse, de acuerdo con Ríos (2016b), con base en un paulatino proceso de narcotización, el cual muestra una tendencia creciente de concentración del activismo de las guerrillas en escenarios cocaleros.
De este modo, para diciembre de 2015, los departamentos fronterizos analizados representaban más del 90% de la superficie cocalera del país. Es decir, sobre el total de 96.084 ha cultivadas según UNODC (2016), los cuatro primeros departamentos cocaleros -concentran el 73% del total de la superficie cocalera-, por este orden, fueron Nariño (29.755 ha), Putumayo (20.068 ha), Norte de Santander (11.527 ha) y Cauca (8.660 ha). Departamentos con tradicional arraigo guerrillero y muy por encima de los registros de Chocó (1.489 ha), Valle del Cauca (690 ha) y Arauca (17 ha). De hecho, si se desglosa municipalmente las acciones de las guerrillas, por ejemplo, en 2015, puede verse cómo existe una yuxtaposición entre los mapas de la violencia directa ejercida por estos grupos y los mapas de cultivo cocalero.
Así, de los 94 municipios con acciones de las FARC-EP contabilizados en 2015, 83 se dieron en enclaves cocaleros, del mismo modo que de las 28 acciones protagonizadas por el ELN, 26 fueron en municipios con presencia de coca. Una correspondencia favorecida por la menor presencia del Estado y la concurrencia de variables sociales, económicas y estructurales que favorecen la persistencia del problema que supone el cultivo cocalero.
También, a lo anterior hay que añadir la importancia que, especialmente, para el ELN, en Arauca tiene el oleoducto que une Caño Limón con Coveñas, en el departamento de Sucre, descubierto a inicios de los ochenta, ya que es fruto de continuas acciones de esta guerrilla, y al que se suma el pozo de La Heliera, en el municipio araucano de Puerto Rondón. Un escenario que se trata de otro de los centros nucleares para la actividad extorsiva y sobre los hidrocarburos que ejerce este grupo armado en un departamento en el que el petróleo es su principal renglón económico, hasta representar en los últimos años las dos terceras partes del PIB departamental, según el DANE (2018).
De la misma manera, aunque en menor proporción, en Putumayo, Cauca, Nariño y Chocó resulta destacable la importancia de la minería legal e ilegal de oro, en buena medida, por el alza de los precios del oro en la última década. La verdad es que este tipo de actividades extractivas se desarrollan en estos enclaves sin ninguna regulación y sin importar su ubicación, es decir, indistintamente sobre áreas ambientalmente protegidas, selvas tropicales o territorios donde habitan grupos étnicos, ocasionando, en cualquier caso, daños irreparables en el territorio.
Es más, si bien estos departamentos periféricos nunca han representado grandes porcentajes de la economía nacional, las variaciones en el PIB derivadas de la extracción de metales preciosos sí que ha experimentado una relación positiva con el peso de estos en la economía nacional. Por ejemplo, en cuanto a la actividad de minería legal, contabilizada en el PIB departamental, la economía de estos departamentos adquiere mayor importancia en la nacional a medida que la minería incrementa, del mismo modo que sucede con los cientos de miles de millones de pesos -incluso en una proporción, según algunos estudios, de 1 a 5- que representa la minería ilegal, con respecto al cultivo cocalero (Niño, 2016).
Análisis de la violencia estructural en los departamentos de frontera
Del mismo modo, como se ha podido apreciar en la descripción expuesta hasta el momento, a la vez que los departamentos periféricos han sido especialmente afectados por el fenómeno de la violencia directa de los grupos armados y de la violencia criminal, estos se han consolidado, salvo excepciones, como enclaves en los que, indistintamente, concurre una altísima violencia estructural. Esta, de acuerdo con Colletta y Cullen (2000), ha lastrado el aparato productivo, el acceso a bienes públicos y las condiciones de los derechos de propiedad de estas regiones. Lo anterior, afecta la pérdida efectiva de capital social y, por extensión, de confianza social e institucional además de la reproducción de pautas de exclusión, marginalidad y frustración, directamente relacionados con la reproducción de la violencia (Stewart 2005; Sánchez, Restrepo y Galindo, 2009). Algo que, para Pécaut (2017), se traduce en la falta de presencia del Estado, pobreza, desempleo o inequidad que desembocan, en todo caso, en una suerte de desprotección y déficit de derechos básicos que determinará las circunstancias bajo las que se implementará, de manera prioritaria, el Acuerdo de Paz suscrito entre las FARC-EP y el Gobierno colombiano.
Inequidad y pobreza
Si particularmente se analizan los niveles de desigualdad en los departamentos de frontera abordados, de acuerdo con los datos suministrados por el Departamento Nacional de Estadística (DANE, 2014; 2016) y el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC, 2012), es posible vislumbrar la magnitud de las condiciones de vulnerabilidad que acontecen en estos lugares. Sobre la base de un análisis agregado de la desigualdad de ingresos a nivel departamental para los años que transcurren entre 2012 y 2015, se puede ver cómo Nariño presenta un coeficiente de Gini del 0.50 junto a una tasa promedio de pobreza del 29.9%, y un nivel de pobreza extrema del 5.2%.
Norte de Santander revela, por su parte, un coeficiente de Gini menor si se compara con los departamentos limítrofes (0.44), si bien tal diferencia no resulta notoria si se tiene en cuenta que las cifras de evolución son muy bajas. De hecho, en el año 2012, la tasa de pobreza departamental era del 32% e, incluso, ha ido tímidamente ascendiendo, de manera progresiva, en los últimos tres años, por encima del 34%, a este resultado se suma una pobreza extrema, igualmente creciente, que en 2015 ascendía al 7.1%.
Nada que ver con Arauca, con una tasa de pobreza reducida (21.3%), en buena parte por el factor corrector que recibe el departamento en materia de regalías y por la notable presencia de industria extractiva, ya que en todo caso hay que matizar si se observa el ingente nivel de desigualdad del departamento, por encima de 0.60.
El departamento de Chocó es el que peores registros estructurales presenta, al ser el segundo con mayor desigualdad de los territorios fronterizos (0.54), igualmente, el que tiene una mayor tasa de pobreza (49.3%), dentro de la cual se integra, en promedio, durante los años 2012-2015, un 17% de pobreza extrema.
La mayor desigualdad de los departamentos fronterizos estudiados la presenta Arauca, y es que según la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria (UPRA, 2015), adscrita al Ministerio de Agricultura, el coeficiente de Gini departamental asciende a 0.70 durante los años 2012 a 2015, a lo que se añade un índice de pobreza que supera el 60%, el cual llega al 93% en las zonas rurales, en donde se condensa buena parte del activismo guerrillero (PNUD, 2015:19).
De la misma manera, con base en las cifras del DANE es que el promedio del coeficiente de Gini presenta mejores registros en todos los casos anteriores, al ascender de 0.49 a un 23.5% de pobreza, con menos del 5% de pobreza extrema. Esta realidad contrasta con los datos de Cauca, con un coeficiente de Gini, en promedio, superior a 0.50 y una tasa de pobreza, en su mejor registro, del año 2015, que aún afecta a uno de cada tres habitantes del departamento, ya que el 8% está bajo condiciones de pobreza extrema ya que en los últimos años se ha incrementado dos puntos porcentuales.
Por último, Putumayo representa otro de los niveles de desigualdad más elevados del país, con un coeficiente de Gini de 0.58 y una tasa de pobreza que supera el 66% y que, de acuerdo con el Departamento Nacional de Planeación (2015:66), en algunos de los municipios más importantes del departamento supera el 90%: Villagarzón (94.48%), Puerto Guzmán (93.88%) o Puerto Leguízamo (93.70%). Niveles agregados que, en cualquier caso, superan muy ampliamente los registros medios del país, que están en 0.44 para la desigualdad, y en el 28% para la tasa de pobreza.
Necesidades básicas insatisfechas
Otro indicador, junto a la inequidad en el ingreso y la tasa de pobreza, es el índice de necesidades básicas insatisfechas. Un perfecto medidor para caracterizar, clasificar y analizar el perfil socioeconómico en cada unidad demográfica, comparándola con la población general (Kaztman, 2000). Este índice considera pobres o carentes los hogares si presentan una de las siguientes características: vivienda inadecuada, ya sea paredes de tela o desechos; vivienda sin servicio, con carencias de agua, sin conexión de sanitaria o alcantarillado; hacinamiento crítico; alta dependencia económica e inasistencia escolar (PNUD, 2013).
Según el DANE, las necesidades básicas insatisfechas muestran un conglomerado de cifras que contrastan, nuevamente, la realidad de los departamentos expuestos con las cifras del promedio nacional. Lo anterior, porque el porcentaje de NBI en los departamentos de Norte de Santander, Arauca, Chocó Nariño, Putumayo, Cauca y Valle del Cauca es del 37.26%, es decir, casi diez puntos porcentuales por encima del promedio nacional, el cual presenta un valor del 27.78%. Relacionado con ello, el promedio de personas que se encuentran en situación de pobreza extrema con base en el NBI es del 12.72%, esto es, un 20% más que el promedio nacional, ubicado tímidamente por encima del 10%.
Particularmente, Norte de Santander, Arauca y Putumayo muestran índices no muy variables y cambios poco relevantes con respecto a la media nacional en casi todos los indicadores estudiados, hasta el punto de que, por ejemplo, en el acceso a la vivienda, el registro del indicador es menor (9.55%) que el promedio nacional (10.41%). En contraste, en Nariño más del 43% de sus ciudadanos viven por debajo del umbral de necesidades básicas insatisfechas. Una cifra ampliamente superada en Chocó, al evidenciarse un índice que supera, como puede observarse; por su parte, demuestra mayor NBI que ningún otro departamento (79.19%), de modo que casi el 72% de su población no tiene acceso a servicios y uno de cada tres chocoanos vive en términos de pobreza extrema (DANE, 2017).
También son preocupantes las cifras que muestra Cauca, pues casi la mitad de su población vive bajo condiciones de necesidades básicas insatisfechas, duplicando (20.58%) el umbral de población que para este indicador representa la pobreza extrema con respecto del promedio nacional: Valle del Cauca, como se puede observar en la tabla 1, es el único de los departamentos fronterizos con situación de necesidades básicas insatisfechas mejores con respecto del promedio nacional.
Asignación eficiente de tierras
Finalmente, se presenta el análisis de la asignación eficiente de tierras, en tanto que se trata de un importante determinante respecto del buen funcionamiento del sector agropecuario o la estructura agraria, predominante en el país. Y es que, además de la inequidad histórica del país, hay que tener en cuenta el bajo nivel de tecnificación y la escasa línea de crédito que resulta extensible en buena parte del continente (Carrillo & Cuño, 2018).
Si bien en las últimas décadas el acceso al crédito agropecuario subsidiado ha mejorado notablemente, continúa siendo incipiente e inequitativo, tanto por el tamaño del predio o productor, como cuando se analizan los datos por regiones. Así, de acuerdo con las cifras de Finagro (2016), de los $8.486.607 billones en créditos otorgados al sector agropecuario, Nariño, Putumayo, Arauca, Norte de Santander, Cauca, Valle de Cauca y Chocó apenas acumulan el 20% ($1.711.747 billones de pesos) de los que, más de la mitad, se condensaban en el Valle del Cauca, dirigidos a la industria azucarera. Esta realidad contrasta con lo acontecido en los departamentos de Boyacá, Cundinamarca, Tolima y Antioquia, los cuales casi concentran la mitad de los créditos otorgados en 2015 para el desarrollo y la inversión agraria.
A la incipiente y escasa inversión sobre departamentos de manifiesta vocación agraria hay que añadir ingentes niveles de concentración sobre la propiedad de la tierra, con respecto del cual, Colombia presenta un coeficiente de Gini de 0.84 -entre los más desiguales del mundo- ya que resulta especialmente relevante en buena parte de los departamentos analizados (IGAC, s. f.) porque debido a la profunda inequidad ha dejado un deterioro en la capacidad de crecimiento ágil y sostenido del sector agrícola y de la economía en general.
A esta problemática se le añade el descontento de las poblaciones campesinas y una situación creciente de vulnerabilidad. De hecho, tomando en cuenta el último Censo Nacional Agropecuario, puede observarse la estructura de las unidades agrícolas productivas y no productivas en función de su tamaño, de manera que se puede comparar el número de unidades productivas frente a las hectáreas que acumulan, tal y como se revela en la siguiente tabla.
Al estudiar los departamentos periféricos presentados de forma desglosada en la tabla 2 puede apreciarse, de manera particular, el problema de la desigualdad que, de acuerdo a Gómez (2000), está detrás de buena parte de la explicación académica sobre la aparición y consolidación de violencias armadas en el territorio. Es así que no existe un departamento en los que la mayoría de las unidades rurales censadas haga parte de la pequeña o mediana propiedad.
A contrario sensu, sí encontramos una similitud entre algunos de los departamentos pues, por ejemplo, Cauca, Valle del Cauca y Nariño muestran una similar tendencia en la que sobre el total de hectáreas repartidas en unidades con tamaños menores a 10 ha superan el 20% del total del departamento (en Cauca llega incluso al 25%). En estos mismos departamentos se aprecia, igualmente, el mayor porcentaje de microfundios (menores a 3 ha y, por lo tanto, incluidos en el primer grupo), los cuales están muy por encima del promedio nacional.
Menor desigualdad, en este ámbito, tienen Norte de Santander y Arauca, pues casi la mitad de su extensión se encuentra en manos de las unidades de producción, entre 10 y 499 ha; mientras que algo más del 30% pertenece a la fracción de 10 a 99 ha y el otro 15% restante está sobre fundos de entre 100 y 499 ha -la propiedad mediana en Colombia, por lo general, se conoce como extensiones menores a 200 ha-.
Finalmente, Chocó y Putumayo, ambos característicos por una vegetación espesa y por ser lugares aislados con dificultades en su acceso, se caracterizan por tener, a diferencia de lo que sucede en el nororiente colombiano, la mayor concentración de su territorio en las unidades rurales de mayor extensión, toda vez que el microfundio alcanza apenas a representar 1% de la extensión total. Una tesitura que, en cualquier caso, en términos agregados, ayuda a visibilizar de qué modo, además de las dificultades de acceso al crédito, la baja tecnificación y la precariedad de la economía campesina en estos contextos, aflora mayormente una condición de marginalidad que se corresponde con ingentes niveles de inequidad, pobreza, o necesidades básicas insatisfechas que terminan soportando condiciones favorables a la reproducción de la violencia, incluso, en un escenario como el actual de implementación y construcción de paz en Colombia.
La visión de las alcaldías sobre la violencia de los departamentos fronterizos
De un trabajo de campo elaborado en 2014 y 2015 con las alcaldías se obtuvo una importante información derivada de preguntar sobre los diferentes problemas que, relacionados con la institucionalidad local y la violencia, tenían lugar en ese momento. Haciendo uso de la escala de Likert (1-10) se solicitó a los encuestados que puntuasen con base en esos registros su preocupación por el impacto en el municipio -siendo 1, la calificación más positiva (menor preocupación) y 10 la más negativa (mayor preocupación)- de una serie de situaciones o fenómenos predefinidos: desempleo, pobreza, inequidad, ausencia del Estado, presencia de grupos armados, corrupción y cultivos ilícitos.
Inicialmente, se toma como referencia una población total de 246 alcaldías, según las cuales, de manera desagregada arrojaron los siguientes resultados: la preocupación preponderante era sobre los problemas de desempleo (6.53) y pobreza (6.50), seguidos de los de inequidad (5.81) y ausencia del Estado (5.37), siendo la menos relevante la corrupción -entendido por ser la misma institucionalidad la encargada de (auto)valorarse (4.01)- además, los problemas derivados del conflicto armado tales como presencia de grupos armados (5.04) y presencia de cultivos cocaleros (3.74). Empero, como se puede ver en la tabla 3, lo anterior ofrece distintos resultados cuando se trata de observar, particularmente, lo que acontece en las 47 alcaldías pertenecientes a los departamentos fronterizos abordados.
Tal y como puede observarse, todos los problemas en los departamentos periféricos colombianos presentan notables diferencias, sobre la base de los peores registros, en comparación con el promedio nacional, con la única particularidad de la corrupción, ya que paradójicamente, ofrece mejores resultados. Al respecto, no obstante, se aprecian otras cuestiones.
En primer lugar, en promedio, el problema más acuciante en estos departamentos -aunque resulta significativo- es la presencia de grupos armados. Después, junto al desempleo, destacado en el ámbito nacional, está la falta de presencia del Estado. Posteriormente, los de carácter socioeconómico, como la pobreza y la inequidad. Por último, los cultivos ilícitos y la corrupción.
Sin embargo, esto con una excepción, pues el valor promedio que ocupa la presencia cocalera en estos departamentos presenta un registro de 5,51, es decir, dos puntos más que el promedio nacional. Algo nada desdeñable. A esto se añade el hecho de que en Arauca apenas haya presencia de cultivos ilícitos, de modo que, si del análisis se excluyese este departamento, la magnitud del problema ascendería a un valor de 6,10, es decir, incluso superior al de inequidad.
Las mismas impresiones se pueden extraer cuando se evalúa otra de las preguntas integradas en el cuestionario, la valoración sobre dos aspectos netamente subjetivos, aunque marcados por la dimensión del contexto local: la evolución de las capacidades institucionales en la última década acumuladas por el municipio y las expectativas frente al posconflicto armado en cuanto la situación socioeconómica del municipio.
De acuerdo con lo que se puede observar en la tabla 4, el promedio nacional de las 246 alcaldías entrevistadas arroja un doble valor. Siendo de 1 a 10 preguntados los representantes de las alcaldías, y suponiendo 1 el valor menos satisfactorio y 10 el más satisfactorio, cuando se pregunta sobre la valoración del proceso de fortalecimiento del nivel municipal es de 5,91. Asimismo, en cuanto a las expectativas del posconflicto, decae hasta un 4,79.
Tal y como sucediera en el caso anterior, los siete departamentos de frontera abordados repiten el peor registro que el promedio nacional, tanto individualmente como en grupo. Sin embargo, la diferencia es de casi de un punto de valoración cuando se les pregunta sobre la evolución de las fortalezas institucionales en el marco de la violencia, se duplica cuando la pregunta se orienta en términos prospectivos.
Es decir, si sobre el trabajo inicial se podía extraer un relativo pesimismo en cuanto a los horizontes que, eventualmente, deja el posconflicto armado en Colombia para la institucionalidad local, con una valoración de 4,88 sobre 10; esta decae hasta 3,31, cuando se pregunta específicamente a los departamentos abordados, todos ellos, fuertemente afectados por la violencia en los últimos años. Algo que, en definitiva, da buena cuenta, no solo del diferente y significativo impacto que tiene la violencia producida por el conflicto armado en los escenarios fronterizos sino, igualmente, el menor nivel de expectativas que el posconflicto implica para las alcaldías que hacen parte de este nivel local.
Discusión
Como se ha podido observar a lo largo de estas páginas, las violencias directa y estructural integran una realidad que invita a diferentes consideraciones. Por un lado, es importante atender que los departamentos de frontera -integrantes del Pacífico colombiano, del suroccidente del país, así como el nororiente-, desde antes del Acuerdo de Paz con las FARC-EP o del diálogo de negociación fallido con el ELN, ya se habían consolidado como enclaves de la presencia de la violencia producida por el conflicto armado.
Esta realidad ha sido constante hasta el punto de que las economías extractivas ilícitas, como la minería ilegal o el negocio alrededor de los cultivos cocaleros, encuentran un factor favorable tanto por la condición fronteriza de estos contextos como por las ventajas competitivas que, en general, presentan para la continuidad del activismo armado y los comportamientos delincuenciales.
De este modo, se encuentra que en el caso de Colombia, y en la particular la transformación espacial de la violencia producida por el conflicto armado interno es un ejemplo significativo de cómo las fronteras, su porosidad y los déficit de gobernabilidad (inaccesibility), asociados a la pobreza, el rezago económico o la débil institucionalidad, terminan por constituir un especial caldo de cultivo en favor de las dinámicas de continuidad de la violencia fruto del conflicto armado interno y de sus particulares mutaciones.
De igual manera, no se puede pasar por alto la relación directa que representa, a efecto de lo anterior, la violencia estructural, desde los indicadores como la inequidad por el ingreso de la renta o la concentración de la tierra o el índice de necesidades básicas insatisfechas. Con base en una prolífica literatura ya se ha puesto en evidencia cómo se reproducen y soportan las dinámicas de la violencia, además de las políticas públicas de seguridad reactivas contra la violencia directa.
Es imprescindible crear políticas públicas preventivas, más justas, más incluyentes y sociales, desde las cuales paliar la afectación estructural que conecta la violencia y la delincuencia. Expresado de otro modo, violencia directa y violencia estructural, de acuerdo con los términos propuestos por Galtung, confluyen de manera distintiva en los escenarios fronterizos, sobre todo, en el nororiente y suroccidente colombianos. Una convergencia que no solo llama la atención con respecto a los escenarios priorizados, por ejemplo, en el marco del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, sino que igualmente, tiene todo a su favor para experimentar lógicas de continuidad de la violencia en el actual escenario de construcción de paz.
Todo lo anterior, resulta ratificado igualmente por las percepciones de las alcaldías integradas en este artículo, las cuales dan cuenta de la necesidad de atender y entender la situación de la periferia fronteriza colombiana. Abordar un proceso de construcción de paz integral debe ir más allá de entender la paz como la ausencia de guerra -lo que deposita buena parte de su responsabilidad únicamente en el papel de la Policía Nacional-. Así, lo anterior difícilmente puede ser eficaz si no se acompaña de políticas de generación de recursos, inversión y fortalecimiento institucional que intervengan sobre las condiciones estructurales que sostienen la violencia y que coadyuvan las respuestas reactivas y preventivas que provienen de la Fuerza Pública en su lucha contra este tipo de criminalidad.
Muy posiblemente, buena parte de la descripción que se ha planteado necesitará ser correspondido y ampliado en su alcance y conocimiento una vez se dispongan de los datos y las fuentes de información correspondientes a 2017 y 2018, pues ello arrojará mayor luz a la comprensión de la hoja de ruta que ha de guiar a las políticas públicas del país a efecto de estar a la altura de las exigencias y necesidades que demandan el actual proceso de construcción de paz y de redefinición de la violencia y de la seguridad en el que se encuentra inmerso Colombia.