Introducción
Una elegía es un poema lírico que plasma un canto a la desgracia o al lamento. En el caso de la canción de música popular colombiana conocida como Baracunátana, se trata de un poema de lamentación por la pérdida de una mujer poseída y, tal vez, querida. El intérprete llora el extravío de aquella que tiene como su mujer, quien se ha ido con otro, a la par que arremete contra ella con toda clase de epítetos ofensivos que buscan degradarla hasta destruirla. No es solo una canción sobre la malquerencia o el despecho ocasionado por un desengaño amoroso, también es un canto al poder que responde violentamente ante la insolencia de la rebelión.
Esta canción popular es un retrato de la cultura machista dominante en Colombia y en América Latina, y muestra la reacción masculina contra la transgresión y la rebeldía que se condensa en el acto simple de una mujer que abandona a un hombre para irse con otro. Este acto plantea en el trasfondo el rompimiento de la relación de poder, más concretamente la ruptura del poder masculino sobre lo femenino. Poder que, desde el punto de vista masculino, se traduce en propiedad sobre el cuerpo y el espíritu de la mujer y que, desde el vértice femenino, debe mutar en sumisión.
El problema social, por ende, es la fractura de las relaciones de poder y no el desamor. En estos términos se puede construir el perfil ideal de una víctima del machismo, la cual es más vulnerable cuando la persona es de clase baja, menor de edad, negra o mestiza. Un ejemplo de ello lo observamos en la película El color púrpura (1985) de Steven Spielberg, en la que la protagonista renuncia a resistirse al abuso al describir su marginalidad con una frase lapidaria: “soy mujer, pobre, fea y negra” (Spielberg, 1985).
El primer propósito de este artículo fue explorar la cultura machista como fundamento de un tipo específico de relaciones de género que se desarrollan, y que además legitima las reacciones o respuestas violentas que suelen producirse. En otras palabras, la cultura popular machista, de la cual Baracunátana (Meza, 1981) es un buen ejemplo, por una parte, defiende las relaciones de poder dominantes de lo masculino sobre lo femenino, y, por otra parte, justifica las reacciones violentas, con frecuencia delictivas, contra aquellas mujeres que intentan una ruptura para asumir una posición de autonomía. Luego de examinar la cultura machista mediante el relato de los orígenes y significados de esta canción, el segundo objetivo fue hacer una revisión panorámica de las consecuencias sociales de la cultura machista en los ámbitos de interés penal. Esto, por cuanto la divergencia social violenta en las relaciones de género suele convocar la intervención del control penal. Por último, el tercer objetivo de este documento fue exponer y discutir las principales medidas de control penal que han sido adoptadas en Colombia durante los últimos años para combatir el fenómeno, con el fin de extraer algunas conclusiones sobre la situación.
Al cumplir estos objetivos se pretendió demostrar que los intentos por combatir la violencia de género han sido infructuosos, ya que, las medidas se han centrado en el populismo punitivo, mediante la creación de nuevos tipos penales, el aumento de las penas y la reducción o supresión de garantías y beneficios. Se podría afirmar que dichas medidas han sido una demagogia penal, ruidosa, pero bastante ineficaz. Además, el texto buscó probar que la problemática de la violencia en las relaciones de género es cultural, por lo que las políticas públicas para combatirla deben concentrarse en ese núcleo. Por ende, medidas racionales de política penal, si bien son necesarias de un modo complementario, aquí son secundarias frente a las políticas sociales. Las dos dimensiones anteriores sirven al propósito de responder la pregunta de fondo: ¿cómo entender y contrarrestar la violencia de género?.
Entonces, este estudio partió de un plano microsocial en el que se examinaron las interacciones sociales en un contexto cultural machista mediante el análisis del caso de las relaciones en Baracunátana, para desde allí hacer una extrapolación a un plano macrosocial en el que se observaron las consecuencias para la sociedad que tienen la violencia machista y las respuestas penales previstas por el Estado.
Asimismo, este trabajo corresponde al objeto de estudio de la criminología (Silva García et al., 2018) o sociología jurídica penal (Silva García et al., 2019), y partió de la perspectiva teórica de la criminología del Sur Global (Carrington et al., 2016; Carrington et al., 2019; Silva García et al., 2021), desarrollándose en una cosmovisión concordante con ese enfoque (Silva García et al., 2020; Silva García et al., 2022). Igualmente, es importante mencionar que sus métodos de indagación fueron el analítico y el dialéctico.
Desde un punto de vista metodológico, se trató de seguir un procedimiento de investigación y análisis que sostiene la necesidad de examinar de modo simultáneo dos dimensiones estrechamente relacionadas. Por una parte, la divergencia social de interés penal expresada acá en relaciones de género violentas, que deben ser comprendidas como un fenómeno cultural y de poder político. Y, por otra parte, el control social penal, que reacciona ante esa divergencia para intervenirla, pero que según se verá lo hace de modo populista e ineficaz. Adoptar este procedimiento está justificado en que las dos dimensiones se influyen y afectan mutuamente, por lo que ninguna se entiende sin la otra. A la vez, en el mismo campo metodológico, el procedimiento utilizado hizo un seguimiento de la continuidad que existe entre lo microsocial, aquí retratado en la canción Baracunátana, y lo macrosocial, reflejado en instituciones como la cultura y el derecho.
Antes de avanzar sobre lo anunciado, es importante aclarar algunos conceptos ya mencionados que se repetirán de manera continua a lo largo del documento. Primero, las relaciones de género deben ser entendidas como relaciones entre hombres y mujeres (Blanco Lobo, 2006), que desde luego involucran lo sexual como un elemento importante, pero que también comprenden todos los demás aspectos sociales de esa interacción. Segundo, el poder es entendido como la capacidad que tiene una persona para hacer que otra persona obre de acuerdo con las propias pretensiones a pesar de toda resistencia (Silva García, 2013a). Es común que el poder comparezca en las relaciones de género elevando la posición masculina a un lugar de predominio, lo que no solo significa desigualdad, sino sobre todo discriminación y privación de derechos. Esto es facilitado por el machismo o sexismo. Otro concepto por definir es machismo, el cual lo entendemos como una construcción cultural que emerge para definir los roles sociales de hombres y mujeres, con el efecto específico de agudizar sus diferencias en términos de la superioridad masculina (Rodríguez Kauth et al., 1993), la cual termina por describir una cultura patriarcal.
Por otra parte, la cultura es entendida como una construcción social que recoge las distintas visiones articuladas, es decir, sería el conjunto de formas o maneras sociales que se traducen en normas, hábitos, conocimientos, estilos, gustos y productos (Testa et al., 2015; Podestá, 2006; Altieri Megale, 2001). Esta proviene de la socialización o educación (formal o informal) y está relacionada con los ambientes propios del origen social y de las estructuras escolares. Tiene la cultura, pues, una enorme importancia, tanto en cuanto presiona a los individuos a actuar en determinados sentidos, como en cuanto componente intrínseco de lo que son las mismas personas. De este modo, la cultura patriarcal coadyuva a configurar el contexto que rodea las situaciones de divergencia social, y también apoya la definición del sentido y la legitimidad de las prácticas divergentes que involucran las relaciones de género.
Ahora, por divergencia social entendemos aquellas situaciones en las que los individuos actúan de modo distinto motivados por intereses e ideologías dispares, pretendiendo imponerse sobre el otro y produciendo el efecto de generar un conflicto social que condensa una situación de diversidad (Silva García, 2000). El último concepto para tener en cuenta es la lucha, la cual será examinada en el siguiente apartado, y la definimos como la búsqueda por la subordinación femenina con respecto a lo masculino, lo cual también representa una insurrección femenina contra el poder patriarcal, y termina por exponer una situación de divergencia social.
Baracunátana en la cultura patriarcal
Baracunátana es una canción de ritmo vallenato que fue inicialmente interpretada por Lisandro y compuesta por Leónidas Plaza. Esta se escuchó por primera vez en 1981 (Meza, 1981), y en ella se aludía a una mujer que había dejado al cantante para marchase con otro hombre, y que, por ello, era objeto de improperios, entre los que resalta el hecho de ser una Baracunátana. Con posterioridad, la canción tuvo una nueva versión que fue tan exitosa como la primera, esta fue lanzada específicamente en el año 1996. Dicha versión fue escrita por el grupo de rock Aterciopelados, y fue interpretada por Andrea Echeverri (Aterciopelados, 1996).
Sobre los motivos de la canción, Leónidas Plaza expresaba que quiso retratar a una mujer de la que se murmuraba que escogía los hombres de modo oportunista, y que para evitar llamarla “mujer barata” (aunque ese apelativo no tiene que ver con su explicación), optó por usar la jeringonza de la región guajira (Fernández, 2018). Por su parte, al ser indagado sobre lo que significaba Baracunátana, Lisandro Meza relata otra explicación distinta, proveniente del dicho de un conocido en la ciudad de Maicao (Guajira, Colombia), que narraba su vivencia con una chica y apuntaba que a esta “le gusta el monte” (Martínez Polo, 2020).
Posteriormente, la letra fue modificada por Aterciopelados, únicamente para agregarle una cantidad mayor de adjetivos calificativos, entre los cuales podemos resaltar: “garulla”, “retrechera”, “abeja”, “bergaja”, “fulera”, “guaricha” y “cucharamí”. También se suprimieron algunos pocos en comparación con la versión original, como por ejemplo “turucunocolo”, “locurucutu”, “culata”, “cucharambi”. Sin embargo, a pesar del apodo de Lisandro Meza que lo hizo conocer como el “Macho de América”, la versión de Aterciopelados era bastante más machista, no solo por la mayor cantidad de adjetivos, sino por su superior sexismo y ofensividad.
La letra de la canción, en la versión de Aterciopelados (1996) rezaba:
No llevo para mi casa. Una mujer baracunátana Porque pueden pensar. Que estoy loco, loco, loco-lo Anoche te vi. Había otro que te chequeaba Montaste su moto. Te brindó chicle, también galleta Prendió su motoneta. Y te marchaste con el mono. Del jean, el overall y la chaqueta.
Lalaralala, lalaralala. Lalaralala, lalalala.
Por eso tú eres. Garulla, retrechera, Abeja, bergaja. Fulera, guaricha Baracunata, cucharamí. Baracuna- ta, baracunátana Y con el mono de la moto. Eran nueve que tenía. Y le ponían serenata.
La canción en las dos versiones de su letra trata sobre una mujer que es definida como promiscua, puesto que, con el mono de la moto1 descrito en la canción, sumaría nueve hombres en su cuenta. Por ello, el personaje que recita la canción asume que ya no es debido ni adecuado cortejarla. Esto muestra un aspecto inicial, a saber, que la mujer de todos o de muchos no puede ser propiedad, es decir, poseída con exclusión de otros, tal como se entiende en el concepto de derecho de dominio. Por tanto, no es digna y debe ser rechazada. En realidad, para el tenor del relato la falta imperdonable de la mujer que protagoniza la canción es haber salido con otro hombre, lo que basta para vituperarla con un lenguaje especialmente procaz.
Pero, ¿qué designan exactamente esas palabras? Luego de hacer un rastreo por el significado de estos calificativos, se encontró lo siguiente:
Primero, encontramos que varias de las palabras tienen una traducción en el diccionario de la Real Academia Española (2019), como por ejemplo garulla la cual se aplica a un ‘conjunto desordenado de gente’. También está la palabra retrechera que señala una forma de indicar a alguien ‘que con artificios disimulados y mañosos trata de eludir la confesión de la verdad o el cumplimiento de lo debido’. Igualmente, encontramos que la palabra fulera denomina a alguien que se comporta de manera ‘falsa, embustera’. Por otra parte, la palabra farisea se refiere a una persona ‘hipócrita, injusta y cruel’. En cuanto a la palabra garosa, esta hace referencia a una persona hambrienta, mientras que la palabra morronga alude al ladrón que hurta con astucia y engaño.
Sin embargo, es importante no perder de vista que estas palabras son colombianismos que tienen sentidos significativos singulares de gran alcance dentro de contextos sociales específicos, por lo que resulta más ilustrativo indagar sobre sus significaciones en tales escenarios donde pervive la lengua real. Por ejemplo, una garulla es una ‘persona viciosa y degenerada’ (Diccionario Latinoamericano, 2020), una garosa es una persona con una ambición excesiva (Instituto Caro y Cuervo, 2018), y una morronga es una persona que oculta sus verdaderos propósitos (Instituto Caro y Cuervo, 2018). En cuanto a la palabra cucharamí es notable destacar que esta no tiene una traducción, pero una palabra parecida fue registrada en la versión original de la canción, y de ella Lisandro Meza afirmaba que es la mujer que se siente atraída por otras de su mismo sexo (Martínez Polo, 2020), lo que debe ser reprendido como una negación de lo masculino. Por su parte, gorzobia, a su vez, califica de esta manera a una mujer como ‘zorra, mujer fácil o libertina’ (Diccionario Abierto, 2020), mientras que retrechera es alguien desconfiado o que se resiste (Instituto Caro y Cuervo, 2018).
Con respecto a la palabra guaricha esta es una expresión muy utilizada y presenta la cualidad de tener significados bastante paradójicos. Inicialmente era una palabra indígena que significaba ‘princesa virgen’, pero desde la colonización los españoles procuraron darle un sentido perversamente inverso, al usarla como sinónimo de puta (Silva García, 2013b). Luego, bajo el imperio republicano, blanco y criollo, además de mujerzuela se empleaba para referirse a una mujer mal intencionada, lo que podría ser un sinónimo de una prostituta (Instituto Caro y Cuervo, 2018). Acerca de vergaja, escrita como Bergaja, es una expresión también usada en Bogotá para referirse a una persona difícil, malvada, dañada, traviesa o indisciplinada (Instituto Caro y Cuervo, 2018).
Como es evidente, muchas de estas definiciones están cargadas de una connotación negativa y ofensiva, y muestran una forma de violencia simbólica que es extrema y notablemente agresiva. Este tipo de violencia busca ganar la aceptación del violentado, generar vergüenza y autodescrédito, agregar significaciones e inculcar clasificaciones (Dávila et al., 2020).
En el caso analizado, la situación de divergencia social emana de la reacción de un hombre en situación de aparente primacía sobre las mujeres, derivada del estado de cosas propio de la cultura patriarcal, el cual propone una lucha de poder frente a la rebelión de una mujer que se ha insubordinado contra el sometimiento de su voluntad y los derechos de propiedad que se ejercen sobre ella. La forma de reaccionar es recurriendo al lenguaje verbal con una violencia simbólica intensa, como parte de una estrategia biopolítica que busca estigmatizar a la mujer díscola y desobediente.
Esa biopolítica se erige como un sistema de control sobre la autonomía, el cuerpo, la sexualidad y el erotismo de la mujer. Y supone que cuando “hay un sujeto que transgrede los márgenes establecidos, se pone en marcha un complejo sistema de mecanismos encaminados a reaconductar dicha acción trasgresora” (Perafán del Campo et al., 2020, pp.186-187). En este caso el objeto del control son los órganos reproductivos femeninos y, a partir de allí, se hace necesario controlar el resto de su cuerpo, la sexualidad, el erotismo, la libertad y toda su vida como ser social (Silva García, 1998). Históricamente, lo anterior es el origen del machismo, el cual se introduce en la cultura con el objeto de legitimar con distintas narrativas el control patriarcal antes descrito. Aunque, de nuevo, no debe perderse de vista que el tema es el poder.
En el ámbito macrosocial, las estadísticas sobre la violencia ejercida contra las mujeres evidencian un estado crítico. En los 13 primeros días de 2021 fueron asesinadas 16 mujeres, varias de ellas niñas, muchas torturadas y violadas, lo que augura que los 227 feminicidios acecidos en 2020 serán excedidos en el año 2021 (Quintero Martínez, 2021). De hecho, en América Latina el homicidio “pasional” es la primera causa de las muertes violentas femeninas (Alarcón Rodríguez, 2017).
Como ya ha sido muchas veces advertido, la mayoría de los actos de violencia en las relaciones de género ocurren en el entorno de la familia, en la propia residencia, a manos de familiares y conocidos cercanos. Existe, por esto mismo, una intensa relación entre el feminicidio y la violencia intrafamiliar, ya que ambas son originadas en el mismo escenario. Empero, el contexto de esta violencia no se encuadra en el hogar, está ubicado en la sociedad, y en la gran mayoría de eventos son los hombres los agresores. La violencia intrafamiliar, las lesiones personales derivadas de ataques con ácido, la violencia sexual, el matrimonio infantil, la mutilación genital femenina y el acoso sexual son, desde luego, parte del mismo problema, en razón a dinámicas y lógicas idénticas que comparten los mismos supuestos.
Políticas y acciones de protección
Las prácticas sociales analizadas suponen la negación de la equidad en las relaciones de género, la cual debería ser el propósito principal de las políticas que se aplican a los entornos familiares para producir el cambio social y cultural (Vega-Robles, 2007). Esto debido a que la equidad en las relaciones de género no solo significaría eliminar la violencia en dichas relaciones, sino que, sobre todo, permitiría edificar escenarios en términos constructivos que siembren las condiciones para que las personas puedan promover y ejercer sus derechos para alcanzar sus metas.
Empero, las políticas no suelen tener la dirección indicada, ya que plantean, casi como única opción para solucionar el problema, la implementación de acciones penales de carácter sancionatorio represivo. En este punto es necesario precisar que la dimensión penal no puede resolverlo todo, ni debe ser la primera y última instancia para solventar los conflictos provocados por la divergencia social en materia de relaciones de género. Para ello, son indispensables políticas sociales que puedan introducir un cambio sustancial en la interacción entre las personas y la cultura. En ese sentido, pese a los avances jurídicos, es indispensable transformar el paradigma cultural machista (Puche Acendra, 2019).
Asimismo, la protección de los derechos de las mujeres en las relaciones de género supone la materialización de un proyecto político democrático y social que está condensado en la Constitución Política (Schwartz & Meinero, 2019). Esta, identificada de modo estrecho con la figura del Estado social de derecho, encuentra en los derechos fundamentales su epicentro y razón de ser esencial (Velasco Cano & Llano, 2015), y son estos la guía primordial, para edificar las políticas de salvaguarda de los derechos de las mujeres. En el caso específico de Baracunátana, pero también en aquellos que engrosan las estadísticas de violencia sexista contra las mujeres, los derechos fundamentales a la igualdad, la integridad, la libertad y la dignidad resultan vulnerados. Es importante recordar que la subordinación desequilibra la igualdad, que la sumisión al poder masculino desaparece la libertad y la reemplaza por la obediencia, y que por ello es que, sin los dos derechos anteriores, la mujer es sometida como un apéndice, ve derruida su dignidad y se le lesiona su integridad personal.
En este sentido, las políticas jurídicas son un complemento de las políticas sociales de promoción de relaciones de género equitativas, en tanto atienden laboriosamente los temas relacionados en los ámbitos civiles, administrativos y laborales. Por otra parte, en el campo penal la política pública debe jugar un papel complementario para erradicar las prácticas violentas. Todo esto es importante debido a que la violencia contra la mujer ha alcanzado cotas notoriamente elevadas, por ello es indispensable adoptar medidas eficaces y prontas.
En términos generales, la definición y las prácticas de las políticas penales en Colombia se han caracterizado por varios defectos ampliamente acreditados, entre los cuales se encuentran la improvisación, el autoritarismo, el populismo penal, la colusión con los poderosos, el carácter antidemocrático y el maximalismo punitivo, (Velandia- Montes, 2018; Gómez Jaramillo, 2018; Carvajal, 2018; Velandia-Montes & Gómez Jaramillo, 2018; Silva García & Pérez Salazar, 2019; Silva García, 2019; González Monguí, 2019; Vizcaíno Solano, 2019; Velandia-Montes & Gómez Jaramillo, 2020). De allí la necesidad de propiciar una revisión crítica de las políticas penales dispuestas y ejecutadas para luchar contra la violencia en las relaciones de género. En los siguientes párrafos será examinada la forma como las políticas penales han sido definidas y desplegadas para enfrentar este problema, por medio de la revisión de dos de sus principales instrumentos.
El derecho incide en las relaciones de género violentas, ya que los reclamos ante las autoridades y las mismas intervenciones estatales pueden afectar la renegociación de las relaciones de poder, y pueden generar rupturas definitivas o gestar la cooperación entre los integrantes de la pareja (Pineda Duque & Otero Peña, 2004). Esto ocurre porque divergencia social violenta en las relaciones de género acontece bajo los supuestos propios del conflicto social (Silva García, 2008). Sin embargo, para que el derecho tenga las posibilidades de cumplir en mayor o menor medida con los papeles antes indicados dependerá de su eficacia potencial, lo que resulta problemático ya que, como se ha señalado anteriormente, las políticas “para la convivencia familiar son muy frágiles” (Amézquita Romero, 2014, pp. 57).
En el contexto anterior se encuentra el feminicidio. Con ocasión de la promulgación y la entrada en vigor de la Ley 1761 de 2015 (Congreso de la República, 2015), llamada Ley Rosa Elvira Cely2, se tipificó por primera vez en nuestro ordenamiento jurídico penal sustantivo el delito de feminicidio3. El cual comprende la muerte causada a una mujer como manifestación clara de misoginia, esto es, de aversión u odio a las mujeres, o como un acto de poder sobre ellas o, incluso, simplemente, cuando la muerte acaece dentro de determinadas circunstancias de modo.
Fue precisamente en 1976, ante el Tribunal Internacional de Crímenes Contra las Mujeres, cuando la psicóloga social sudafricana Diana Russell acuñó el término para de llamar la atención sobre la violencia de género que ocurría en todo el planeta (Jiménez Rodríguez, 2011). En esa ponencia, la psicóloga dijo que el feminicidio debía ser entendido como una forma de violencia extrema contra la mujer. Más adelante Caputi y Russell (1990) estructuraron de nuevo el concepto y mencionaron que el feminicidio es el asesinato de mujeres por hombres motivados por odio, desprecio, placer o sentido de posesión sobre ellas. Otra expresión, tal vez menos amplia, pero muy precisa, define el feminicidio como “el asesinato misógino de mujeres cometidos por hombres” (Viveros Castellanos et al., 2017). Con todo, como bien lo han indicado los tribunales y fue señalado antes, la cuestión involucrada aquí es el poder (Corte Suprema de Justicia, 2015 (Sentencia 2190, 2015)), que puede tornarse en extremo tiránico y cruel. Tal como ocurre en Baracunátana.
Antes de la creación de la norma, sus propulsores sostenían su necesidad a fin de visibilizar la violencia contra mujer (Jiménez Rodríguez, 2011; Pineda, G. 2018). Empero, de manera contemporánea es muy difícil afirmar que esa violencia sea deliberadamente ocultada. Para otros, la introducción del feminicidio se justifica debido a que sanciona una violencia progresiva contra la mujer (Bejarano Celaya, 2014), y, ciertamente, el homicidio de una mujer ocurre con harta frecuencia como el desenlace de la espiral ascendente de violencia, pero también es claro que no siempre es así y que, en cualquier caso, la muerte violenta e injustificada de una mujer debe ser sancionada con severidad. Por ello, hacer una distinción invocando el continuum de esa violencia, tal como lo hace el tipo penal colombiano, resulta inútil. Mayor atención e intervención demandarían los hechos previos de violencia con una dirección ascendente en intensidad y frecuencia, porque es ese el proceso que debe ser interrumpido.
El objeto de la norma en el ordenamiento jurídico colombiano está en relación directa con la legislación internacional, especialmente con la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia Contra la Mujer o mejor conocida como la Convención de Belem do Pará. Dicho ordenamiento jurídico está orientado a la prevención y a la sanción de la violencia contra la mujer por motivos de género, y se encarga de adoptar estrategias de sensibilización y al desarrollo de una política penal consistente en elevar las penas privativas de la libertad (Pineda, G. 2018). Sin embargo, como ha sucedido con otras muchas disposiciones penales, esta no ha tenido el efecto real de contener o prevenir la violencia contra la mujer.
El tipo penal colombiano del feminicidio tiene un sujeto pasivo cualificado, lo cual significa que únicamente puede ser cometido contra una mujer, solo admite el dolo como modalidad de culpabilidad, y supone un móvil de género. Ha superado el juicio de exequibilidad (Sentencia C-297, 2016). Se configura con la privación de la vida a una mujer y admite la tentativa. El interés jurídico protegido es, por tanto, la vida. Hipotéticamente, se advierte que no toda muerte violenta contra una mujer puede ser considerada feminicidio porque existen casos en donde la causa penal puede tener su origen en un fundamento diferente.
No obstante, dadas las características de la extensa descripción del feminicidio, que abarca circunstancias modales desvinculadas al concepto antes expuesto, como, por ejemplo, privar a la víctima de su derecho de locomoción, también ocurre que algunos de los elementos de la descripción son vagos. Esto ha ocasionado que en la práctica cualquier muerte violenta de una mujer termine siendo considerada un feminicidio. Además, la complejidad y otras características del tipo penal hacen complicada su gestión en términos probatorios. Asimismo, en concordancia con la ausencia de capacidad intimidatoria o disuasiva del tipo penal, es también evidente que la creación del delito era innecesaria, ya que podía ser sancionado bajo otros tipos penales, en particular, bajo la figura del homicidio agravado. En ese caso, la pena mínima sería superior y la máxima apenas un poco menor. Pese a lo cual se ha defendido la idea de que en el ordenamiento jurídico no existía una norma que estipulara todo el desvalor resultado de la conducta (Munévar, 2018).
En verdad, por regla, con muy pocas excepciones que además caerían en el terreno de la ininputabilidad (impidiendo su persecución penal), nadie mata a una mujer por ser mujer, tal como lo señaló el penalista argentino Eugenio Raúl Zaffaroni (Cerruti, 2015). Se mata a la mujer porque se rebela contra el poder masculino, que ha buscado poseerla, violarla, abusarla o despojarla. De este modo, en realidad, el feminicidio cumple una función simbólica. Condensa, como una representación, la supuesta determinación de proteger los derechos, en particular, a la vida, de las mujeres. Por ello, es un nuevo evento de populismo penal. En cambio, al legislar sobre una conducta que ya estaba criminalizada con otra denominación, se desvía la atención sobre cuestiones cruciales y de mayor importancia real. En concreto, es encubierto el problema de la operación discriminatoria por razones de género de la administración de justicia penal, que con frecuencia por razones machistas excusa la violencia sexual contra las mujeres, que impone penas más severas a las mujeres que atentan contra sus parejas en comparación con los hombres que hacen lo mismo, y que sumen en la impunidad los casos de violencia contra la mujer. Todo esto sin contar los escenarios no penales, en los que la discriminación y el trato desigual a las mujeres es patente, como en la vida política del país, en la provisión y remuneración de los empleos, en el acceso a cargos públicos, etcétera. Sin embargo, el movimiento feminista optó por buscar la expansión de la punitividad con la reforma del feminicidio como estrategia (Cruz Gutiérrez, 2019).
En años anteriores al concepto de feminicidio, las reformas penales habían introducido el delito de acoso sexual. Como muestra de ello, la Ley 1257 de 2008 (Congreso de la República, 2008) había establecido:
Artículo 210A. Acoso sexual. El que en beneficio suyo o de un tercero y valiéndose de su superioridad manifiesta o relaciones de autoridad o de poder, edad, sexo, posición laboral, social, familiar o económica, acose, persiga, hostigue o asedie física o verbalmente, con fines sexuales no consentidos, a otra persona, incurrirá en prisión de uno (1) a tres (3) años.
El acoso sexual es una práctica notablemente frecuente en la vida social latinoamericana y colombiana. Además, es bastante obvio que constituye una forma de divergencia social con una gigantesca subrepresentación en las cifras registradas de criminalidad (Gacham Eljach, 2018). De hecho, una encuesta sobre el acoso sexual en el escenario laboral determinó que era algo común, que la mayoría de las víctimas no lo percibía como delito, y que no lo denunciaba a ninguna autoridad (solo el 3%) (Ministerio del Trabajo, 2021). Por ello, es notable cómo la simple tipificación del delito tampoco ha logrado tener un impacto importante en la disminución de la infracción.
Ahora, con independencia de los múltiples defectos técnicos en la redacción de la norma, la cuestión principal era su procedencia4. Es decir, desde la perspectiva del derecho penal mínimo, que supone que los mecanismos penales deben utilizarse cuando comparezcan sólidas razones de necesidad -ausencia de otros medios disponibles (Ferrajoli, 1997), no era recomendable legislar sobre acoso sexual en el ámbito penal. Se agrega que, por razones culturales y psicológicas, la tipificación penal podía no ser el instrumento más eficaz para combatir el acoso sexual, puesto que en muchos casos los operadores jurídicos pueden mostrarse reacios a sancionar de modo drástico comportamientos que han sido históricamente admitidos o tolerados por la sociedad. Probablemente, la adopción de severas medidas en lo laboral, administrativo y civil, serían bastante más eficiente para combatir el acoso sexual, como también el laboral y también la discriminación racial.
Discusión
De lo expuesto se deriva que la cultura machista, promovida en casos como el retratado en la canción Baracunátana, tiene una incidencia significativa en la violencia contra la mujer en Colombia. De hecho, la canción en sí misma es violencia. Por otra parte, esta problemática no ha sido combatida con políticas sociales y culturales que sean agresivas, integrales y ambiciosas, sin embargo, los mecanismos penales han sido privilegiados. Tal como hemos mencionado previamente, de nada sirve promover reformas penales de “mano dura”, mientras al mismo tiempo continúa el imperio de la cultura sexista con la difusión de discursos y prácticas machistas que favorecen la violencia de género.
Entretanto, dicha violencia ha alcanzado cotas bastante elevadas (Valencia Londoño & Nateras González, 2019). Ello también ha producido en los últimos años una legislación penal que no disminuyó los atentados contra las mujeres. Su papel fue, esencialmente simbólico, intentando proveer un imaginario de la existencia de acciones y medidas para combatir esa violencia. De manera adicional, esa legislación ha trasmitido la idea de que las fórmulas penales son la clave para la resolución de los problemas de la sociedad. Aunado a esto, la mayoría de los legos tienen escasa información fiable acerca de los delitos, la ley penal y las autoridades penales, y su acceso a la información está en gran medida distorsionado por los medios de comunicación (Aguilar Jurado, 2018), lo que termina entonces por favorecer actitudes punitivas entre la población. Esto se traduce en creencias que apuntan a pensar que la llave es la creación de delitos, el incremento de penas, la restricción de beneficios penales a procesados o condenados, junto al aumento de poderes para las agencias de control penal. En pocas palabras, alimenta el populismo penal.
El populismo penal aprovecha con propósitos electorales y políticos las necesidades emocionales de la población, las cuales son expresadas como indignación, ira, frustración, incertidumbre y miedo respecto al delito, y termina por producir la aprobación o promoción de medidas penales severas, que son populares, aunque usualmente ineficientes, dada su carencia de soporte sociojurídico, constitucional o dogmático penal. En tanto que el populismo penal cumple con la función social de sobredimensionar el valor de las estrategias penales para luchar contra la violencia de género, actúa en detrimento de la posibilidad de desarrollar políticas sociales que enfrenten la cultura machista con mayor éxito como medida contra este problema.
Suele acusarse a quienes invocan el derecho penal máximo, centrado en la represión para mantener el orden por el orden, de echar mano del populismo penal para legitimar sus fines. Empero, de un modo bastante paradójico, se ha visto que quienes desean proteger a grupos sociales vulnerables contra los abusos y la discriminación que han enfrentado de manera histórica, a veces, como en este asunto, terminan por reproducir las mismas políticas populistas. La diferencia es que a los primeros el fracaso de las políticas populistas poco les importa, pues su interés es el escándalo para ganar apoyo político; mientras que los segundos sí tienen un interés genuino en ayudar a los desprotegidos, por lo que el fracaso de esas políticas es más perjudicial. Sin embargo, el efecto más importante del fiasco de las medidas de populismo penal no es la decepción que ocasionan cuando se prueba su inutilidad, sino que su aprobación significa el bloqueo de otras alternativas a la solución de estos temas.
En este sentido, las consecuencias de las medidas populistas no tienen en cuenta la realidad social, por tanto, no poseen la capacidad para mejorar la vida de las mujeres y romper su vulnerabilidad a la violencia y la discriminación machista. De allí que los derechos constitucionales de las mujeres a su integridad, igualdad, libertad y dignidad estén en entredicho con demasiada frecuencia. Un giro radical en la situación supondría enfilar el arsenal de las políticas públicas a un amplio plano social para concentrarse en combatir la cultura machista. El propósito debe apuntar a generar múltiples rupturas en los dispositivos de poder que imperan en el mundo de las relaciones de género. De cumplirse este escenario, las medidas de política penal ejercerían un papel complementario, y de hecho serían secundarias lo que les permitiría no quedar abandonadas al populismo penal. En pocas palabras: se requieren más acciones de política social menos acciones de política penal.