Introducción
El concepto de justicia transicional se emplea para designar tanto situaciones de conversión a la democracia desde gobiernos autoritarios, como procesos de tránsito de un conflicto armado a la paz. En sentido amplio, la justicia transicional es tan antigua como la democracia misma pues se remonta a las sucesivas restauraciones de la democracia ateniense que trajeron consigo medidas retributivas contra los oligarcas (Elster, 2006). No obstante, todas las experiencias de justicia transicional en sentido estricto inician a lo largo de la segunda mitad del siglo XX (Calle & Ibarra, 2019).
En esta perspectiva, Ruti Teitel (2003) propone un análisis genealógico de la justicia transicional en el que destaca tres fases principales que responden a tres concepciones distintas. La primera fase inicia en 1945, en la segunda posguerra. En esta etapa la concepción de la justicia respondió críticamente a los fallidos juzgamientos en el ámbito nacional posteriores a la Primera Guerra Mundial y a las sanciones colectivas impuestas a Alemania. Así, se buscó la responsabilidad criminal a nivel internacional del III Reich unido, no obstante, a un enfoque más liberal de enjuiciamiento basado en la responsabilidad individual. Esta fase se corresponde con el apogeo de la justicia a nivel internacional por la incorporación de la imparcialidad unida al Estado de derecho. No obstante, la tipificación de crímenes de Estado constituye el principal aporte de esta etapa de la justicia transicional al desarrollo de un Derecho de los derechos humanos.
La segunda fase de posguerra fría, que tuvo lugar al final del siglo XX, se caracterizó por la oleada de transiciones hacia la democracia a partir del colapso y desintegración de la Unión Soviética, así como las ocurridas después de 1989 en Europa del Este, África y Centroamérica. Y, finalmente, la tercera fase, caracterizada por la expansión y normalización de la justicia transicional, cuyo símbolo es la creación de un tribunal penal internacional permanente (Corte Penal Internacional) que da cuenta de la normalización de las guerras pequeñas, los conflictos permanentes y los Estados débiles, aunado a la expansión del Derecho de la Guerra y la importancia del establecimiento del Derecho Internacional Humanitario.
De otra parte, el desarrollo de la justicia transicional se ha clasificado en tres tipologías básicas: (a) el perdón y olvido que se practicó cuando los Estados eran soberanos absolutos y no se admitía la intromisión de la comunidad internacional en los asuntos internos (Westaflia); (b) la prevalencia de la justicia penal como respuesta a los abusos de los Estados (juicios de Núremberg) y (c) la exclusión de la justicia penal tradicional que se reemplaza por comisiones de la verdad. El caso paradigmático de este último modelo es el proceso de Sudáfrica que permitió que los graves crímenes consumados durante el régimen del apartheid fueran susceptibles de amnistía a cambio de la verdad completa sobre las atrocidades perpetradas (Calle & Ibarra, 2019).
Este artículo se ocupa del modelo de justicia transicional colombiano que privilegia la verdad y la reparación sobre el castigo. Sistema que surgió de la terminación del conflicto armado del Estado con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Ejército del Pueblo Farc-EP y se materializó en los llamados “Acuerdos de La Habana”, hoy “Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera” (en adelante Acuerdo Final), firmado el 24 de noviembre 2016 (Huertas, 2017).
El conflicto armado interno colombiano es casi tan antiguo como el Estado mismo, pues desde la guerra de independencia, con mayor continuidad o discontinuidad, el factor bélico para dirimir las diferencias políticas ha estado siempre presente (Calle & Lacasta, 2019). Como antecedentes se cuentan las guerras civiles del siglo XIX y específicamente la Guerra de los Mil Días (1899-1902). En el siglo XX, la guerra regional político religiosa en la república liberal (1930-1938) y a la guerra civil no declarada, entre liberales y conservadores, conocida como La Violencia (1948-1953). Ahora bien, la guerra revolucionaria propiamente dicha se declaró en la década del sesenta cuando surgieron varios grupos guerrilleros de orientación comunista tales como el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el Ejército Popular de Liberación (EPL), el Movimiento Armado Manuel Quintín Lame y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia Farc. Posteriormente, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y el M-19, nacidos bajo el régimen del Frente Nacional (1957-1980), el cual excluyó de la participación en el poder a los partidos políticos diferentes al Liberal y Conservador (Calle, 2014).
En 1990 se logró la “paz política” mediante la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Con la promulgación de la Constitución de 1991 se sentaron las bases de una paz fundada en los consensos sobre las reformas necesarias para tener más democracia (más elecciones para cargos públicos, más mecanismos de participación popular y un tercer partido, de izquierda, diferente al Liberal y Conservador) y más derechos humanos (fin del abuso de los decretos de estado de excepción incontrolados). Así se logró una desmovilización de gran valor, en términos simbólicos porque fueron guerrillas diezmadas o pequeñas, del M-19, del EPL, el PRT y el Quintín Lame (Lamaitre, 2011).
En la Constitución de 1991 se declaró a Colombia como un Estado social de derecho, fundado en el respeto de la dignidad humana, con el fin esencial de asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo (Artículos 1 y 2). Sin embargo, este fin no se había logrado cabalmente, entre otras razones porque las Farc-EP y el ELN, junto a una disidencia del EPL, agrupados en la Coordinadora Nacional Guerrillera Simón Bolívar, se quedaron por fuera de la paz en 1991. Ello se debió a diversas razones: eran guerrillas fuertes militarmente y tenían financiación proveniente de la extorsión y del narcotráfico; no contaban con líderes interesados en la negociación de la paz; el gobierno confiaba en el poder legitimador del proceso constituyente y en el fin del narcoterrorismo mediante la negociación penal, y las Fuerzas Armadas confiaban en el triunfo militar (Lamaitre, 2011).
Ahora bien, durante la presidencia de Juan Manuel Santos (2010-2018) se realizaron las negociaciones de paz que concluyeron con la firma del citado Acuerdo Final con el cual se logró la desmovilización de la guerrilla más grande y antigua de América Latina. En el punto cinco de dicho documento, titulado “Acuerdo sobre las víctimas del conflicto” se configuró el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (SIVJRNR) compuesto por la Jurisdicción Especial para la Paz, la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas (UBPD) (Huertas, 2017, p. 171). Este modelo de justicia fue posteriormente positivado en la Constitución colombiana de 1991 en virtud de la reforma constitucional No. 1 de 2017 (Acto Legislativo).
La Jurisdicción Especial para la Paz tiene la misión de administrar justicia e investigar, esclarecer, perseguir y sancionar las graves violaciones a los derechos humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario cometidos en el contexto del conflicto armado. Sus objetivos son satisfacer el derecho de las víctimas a la justicia, ofrecer verdad a la sociedad, proteger los derechos de las víctimas, contribuir al logro de la paz y adoptar decisiones que otorguen plena seguridad jurídica a quienes participaron en el conflicto armado respecto de hechos que supongan graves infracciones al Derecho Internacional Humanitario y a los Derechos Humanos. Los órganos que integran esta jurisdicción son: la Sala de Reconocimiento de verdad y de responsabilidad, el Tribunal para la Paz, la Sala de Amnistía o Indulto, la Sala de Definición de situaciones jurídicas y la Unidad de Investigación y Acusación, según los artículos 2 y 70 de la Ley 1957 del 6 de junio de 2019, Estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz (en adelante Ley Estatutaria).
El Tribunal para la Paz es el órgano de cierre de esta jurisdicción, las sanciones que puede imponer son de tres tipos: (a) Las sanciones propias de la JEP que comprenden restricciones efectivas de libertades y derechos, tales como la libertad de residencia y movimiento, con un mínimo de cinco y un máximo de ocho años; (b) Las sanciones alternativas consistentes en penas privativas de la libertad entre cinco y ocho años y (c) Las sanciones ordinarias que comprenden penas de privación efectiva de la libertad entre mínimo quince y máximo veinte años. Estas sanciones tienen como finalidad esencial satisfacer los derechos de las víctimas y consolidar la paz, y deberán tener la mayor función restaurativa y reparadora del daño causado en relación con el grado de reconocimiento de verdad y responsabilidad, según el artículo 125 de la Ley Estatutaria.
Este tema es abordado aquí desde la perspectiva del Derecho Penal. En especial se estudian las sanciones establecidas en el modelo de justicia transicional y el cambio que ellas implican respecto de la concepción tradicional de la pena y de sus fines retributivos. La justicia transicional es, por definición, excepcional y temporal y sus mecanismos deben ser igualmente peculiares. Además, el Estado implicado en procesos transicionales tiene la tarea de rediseñar las penas y sus fines. Pero, el Estado no debe apartarse de sus obligaciones internacionales derivadas del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y del Derecho Penal Internacional.
Así se llega a los siguientes interrogantes: ¿cuáles son las diferencias más notables entre las sanciones, y sus fines, de la justicia transicional colombiana y las penas tradicionales del Derecho Penal? y, ¿las sanciones del sistema transicional colombiano, y sus fines, son acordes a la Constitución de 1991 y a los estándares del Derecho Internacional?
La hipótesis de esta investigación es que las sanciones, y sus fines, del sistema de justicia transicional colombiano, comportan una superación de la función retributiva típica del Derecho penal, pero, al mismo tiempo, son respetuosas de la Constitución de 1991 y de los estándares de Derecho Internacional.
Método
La estrategia metodológica se basa fundamentalmente en la recopilación, análisis y síntesis de la normativa internacional, nacional y doctrina, para desarrollar de forma condensada los objetivos propuestos desde un enfoque explicativo y propositivo. La investigación que se realiza es de corte cualitativo, la cual según Perelló (1998) tiene como finalidad interpretar la realidad desde contextos particulares y concretos. En este caso interpretar el corpus iuris internacional y lo dicho por la doctrina para analizar el contexto colombiano actual.
A continuación, primero se revisarán las teorías tradicionales de los fines de la pena y sus críticas desde el Derecho Penal clásico; luego se abordará el componente penal de la justicia transicional como mecanismo restaurador y reparador; seguidamente se estudiarán los estándares en materia de derechos humanos y Derecho Penal Internacional que rigen en esta materia y, finalmente, se analizarán los fines de las penas del Acuerdo Final a la luz de dichas normas.
Resultados
El Derecho Penal clásico y la transformación de los fines de la pena
En adelante se analiza el concepto de pena, su transformación a través de la historia, las teorías de los fines de la pena y sus críticas.
La pena, su significado y su transformación en el Derecho Penal.
La pena es la consecuencia más característica del Derecho Penal ya que forma parte de su esencia (Feijóo, 2016); y consiste en un castigo impuesto conforme a la ley por los jueces o tribunales a los responsables de un delito o falta (RAE).
Herlinda Rubio (2012) estudió las fases de transformación de la pena según la función que cumplió en cada periodo histórico. Aquí se presenta una síntesis de dichos cambios con base en el análisis de Rubio.
La fase vindicativa propia de los pueblos primitivos en los que predominó la Ley del Talión y comprende también la venganza teocrática en el Antiguo Régimen.
La fase expiacionista o retribucionista en la función de la pena fueron determinadas por la consolidación de organizaciones religiosas que legitimaron el poder político y la imposición de sanciones penales fundadas en la conciencia de que el infractor debía redimir la culpa mediante el dolor ante los representantes de la divinidad: rey o jueces.
En los siglos XV, XVI y XVII, caracterizados por la expansión colonialista hacia América y África y la acumulación primaria de capital previa a la revolución industrial, la expiación tuvo otra modalidad: la redención se alcanzaría a través del trabajo cuyo producto aliviaría el daño producido a la colectividad por la conducta delictiva. De este modo, la función de la pena se desplazó hacia una cultura de lo racional, de lo justo y de lo útil. Las formas que acogió la sanción penal en esta fase fueron: las galeras, los presidios, la deportación y los establecimientos correccionales. La finalidad retribucionista prevaleció a lo largo del siglo XVIII en los llamados establecimientos correccionales, concedidos por el Estado a particulares, destinados a transgresores de la ley, así como a mendigos, prostitutas, vagos, homosexuales, alcohólicos y enfermos mentales; todos recluidos y obligados a trabajar de manera forzada en beneficio de los particulares.
En el siglo XVIII, en la época de la Ilustración, pensadores como Voltaire, Montesquieu, Morelly y Beccaria, entre otros, desarrollaron un interés por reformar la práctica judicial pugnando por la humanización de las penas y la aplicación de castigos proporcionales al delito, abriendo con ello la posibilidad de que el Derecho Clásico o Liberal se consolidara en el siglo XIX.
El marqués de Beccaria defendió la idea que el fin de las penas no es atormentar y afligir ni tampoco deshacer un delito ya cometido:
¿Se podrá en un cuerpo político que, es el tranquilo moderador de las pasiones particulares, abrigar esta crueldad inútil, instrumento del furor y del fanatismo o de los flacos tiranos? ¿Los alaridos de un infeliz revocan acaso del tiempo, que no vuelve, las acciones ya consumadas? El fin, pues, no es otro que impedir al reo causar nuevos daños a sus ciudadanos y retraer a los demás de la comisión de otros iguales (Beccaria, 2015, p. 33-34).
A finales del siglo XVIII, la Escuela Clásica o Liberal del Derecho Penal marcó el inicio de la fase correccionalista en la que la medición del tiempo fue el criterio de proporcionalidad.
En el siglo XIX se extendieron por Europa occidental y las repúblicas americanas cambios significativos producto de los postulados del liberalismo: el delito y el castigo pasaron a considerarse como faltas al contrato social y a la sociedad; los criminales contaron con protección jurídica y el castigo debía ser proporcional al delito. Asimismo, se adoptó el concepto de “régimen penitenciario” con un trasfondo terapéutico basados en las concepciones médicas del fenómeno criminal. Asimismo, las teorías positivistas crearon la Criminología y el estudio del criminal con fundamento en la pena considerada como medicina del alma.
Así se configuró la pena privativa de la libertad como prototipo de castigo y se desarrollaron los regímenes de privación de la libertad de Filadelfia en 1790 (aislamiento permanente), de Auburn N. Y en 1821 (castigos corporales) y el panóptico creado por Jeremy Bentham en su obra Tratado de legislación civil y penal en 1802 y de gran aceptación, en especial, en Norteamérica y España (edificio circular, a lo largo de cuya circunferencia se ubicaban celdas, y en un nivel superior se encontraba la torre desde donde se vigilaba a todos los recluidos, sin que ellos se percataran).
Tiempo después el tránsito de la fase correccionalista a la resocializadora se inició en los Estados Unidos con el “Congreso Nacional sobre la Disciplina de las Penitenciarias y Establecimientos de Reforma”, llevado a cabo en Cincinnati, Ohio, en octubre de 1870 en el cual se estableció que el fin primordial del Derecho Penal debía ser la regeneración moral del penado. Desde ese momento la tesis de la resocialización se constituyó en la principal legitimación, y se introduce un nuevo concepto extrapolado de la ciencia médica: el “tratamiento” que debe recaer sobre el penado.
El siglo XX se desenvolvió así dentro de un contexto impregnado por una visión medicalizada de la pena y la idea de cura que confiere a la prisión un rostro de humanismo y de generosidad. En este marco se formuló uno de los más importantes documentos internacionales en esta materia, las Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos, presentado en el Primer Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, en Ginebra en 1955 y vigente hasta nuestros días. Otros acuerdos internacionales que insisten en la resocialización como principal función de las sanciones penales son: el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos del 16 de diciembre de 1966 o la Convención Americana sobre Derechos Humanos, entre otros (Rubio, 2012).
En la segunda mitad del siglo XX surgió una corriente teórica que promueve la idea del abolicionismo penal en cuyo seno la prisión como parte del Derecho Penal es sometida a la crítica, mostrando cómo funciona realmente y cuáles son las consecuencias de su articulación. Los abolicionistas afirman que la prisión no es buena para los prisioneros (Rubio, 2012).
Por último, el Derecho Penal de ultima ratio, cuyas claves conceptuales se encontraban en la obra de Beccaria desde hace más de doscientos años, se inspira en la idea de una respuesta penal alternativa a la pena privativa de libertad y es más acorde con el nuevo Estado social de derecho, desarrollado en las constituciones contemporáneas de países como España (1978) o Colombia (1991). Sin embargo, en la actual sociedad del riesgo se produce una expansión del alcance del Derecho Penal que va en contravía del principio de ultima ratio (Huertas, 2017).
La evolución de los tipos de castigo o pena, descrita en los párrafos anteriores, ha ido acompañada del desarrollo de las teorías sobre los fines de la pena. Las teorías retribucionistas o absolutas y las teorías utilitaristas o relativas sobre los fines de las penas y sus críticas.
Para la teoría de la retribución, la pena es un fin en sí misma y encuentra sentido porque con la imposición de un mal “se retribuye, equilibra y expía la culpabilidad del autor por el hecho cometido” (Roxin, 1976, p. 81-82). Mientras que la teoría utilitarista le otorga a la pena el fin ulterior de prevenir futuros delitos.
La teoría de la retribución ha tenido una influencia científicamente predominante gracias a su fundamentación a través de la filosofía del idealismo alemán que ha sido trascendental para el desarrollo de la historia de las ideas del Derecho Penal alemán (Roxin, 1976). Como representantes del retribucionismo penal, Kant y Hegel centran la pena en la culpabilidad del hecho, por ello el autor del delito debe recibir una compensación de acuerdo con la gravedad de su ilicitud (Ferrajoli, 1997).
En el caso de Kant, el fin de la pena es absoluto y consiste en la satisfacción de la justicia, lo que a su vez significa el resultado incondicional de toda acción contraria a la ley práctica (Lesch 1999). Kant (1989) defendió las ideas de retribución y justicia como leyes inviolablemente válidas contra todas las interpretaciones utilitaristas: “La ley penal es un imperativo categórico y ay de aquél que se arrastra por las sinuosidades de la doctrina de la felicidad para encontrar algo que le exonere del castigo… Porque si perece la justicia, carece ya de valor que vivan hombres sobre la tierra” (Kant, 1989, p.166).
Hegel coincide con Kant, pero sustituye el Talión por la equivalencia entre delito y pena. Para Hegel, la anulación del delito mediante la pena es retribución en la medida en que la pena es una lesión de la lesión (Hegel, 1968).
El mérito de la teoría de la retribución radica en que marcó un límite al poder punitivo del Estado al proporcionar una gradación para la pena que debe corresponder a la magnitud de la culpabilidad. No obstante, ya no se puede sostener científicamente porque la retribución exige también una pena allí donde no sería rigurosamente necesaria y así pierde su legitimación social. Además, la retribución tiene consecuencias indeseables en la política social porque la ejecución de la pena al perseguir la imposición de un mal no contribuye a solucionar las causas sociales del delito y, por tanto, no es adecuada para luchar contra la delincuencia (Roxin, 1976).
Otra de las críticas al retribucionismo se basa en la incompatibilidad entre la idea de justicia absoluta e instituciones como “la libertad condicional, prescripción, amnistía, indulto, perdón del ofendido” (Córdoba & Ruiz, 2001, p. 57).
Por su parte, las teorías relativas consideran la pena como medio para una finalidad jurídica (Lesch, 1999, p. 17), y justifican la pena afirmando que el daño que se le impone al responsable solo puede ser legítimo si de la misma es posible obtener consecuencias útiles en algún sentido. Estas ideas sobre el castigo nos las habían legado filósofos clásicos como Platón, quién en sus Diálogos revive la reflexión de Protágoras: “nadie castiga a un hombre malo sólo porque ha sido malo, el que castiga con razón, castiga, por las faltas que puedan sobrevenir, para que el culpable no reincida y sirva de ejemplo a los demás su castigo” (Platón, 1871, p. 36).
Las teorías de la prevención general y la prevención especial son dos vertientes de las teorías relativas de los fines de la pena.
Según la teoría de la prevención especial, el fin de la pena apunta a la prevención que va dirigida al autor individual (especial). Su máximo representante fue von Liszt (1851-1919), quien señaló tres formas de actuar de la prevención especial: el encierro, la intimidación y la corrección del autor del delito. Esta teoría sigue el principio de resocialización y cumple muy bien con la tarea del Derecho Penal en cuanto a la protección del individuo y de la sociedad. Su defecto más grave consiste en que no proporciona un baremo para la pena, sino que debería conducir a retener al condenado el tiempo necesario hasta que estuviera resocializado, lo que limitaría la libertad del individuo más radicalmente de lo que pueda ser permitido en un Estado liberal de derecho (Roxin, 1997).
La teoría de la prevención general sitúa el fin de la pena en la influencia que debe causar sobre la sociedad que, mediante las amenazas penales y la ejecución de la pena, debe ser instruida sobre las prohibiciones legales y apartada de su violación. Fue desarrollada por Feuerbach (2007), considerado como el fundador de la moderna ciencia del Derecho Penal alemán. Esta doctrina constituye fundamentalmente una teoría de la amenaza penal y una teoría de la imposición y de la ejecución de la pena, puesto que de esto depende la eficacia de su amenaza. Las críticas se refieren el exceso en el que incurren al buscar obtener un efecto intimidatorio sobre la colectividad con el fin de lograr la disminución de las conductas punibles, pues no han logrado una real eficacia y, por el contrario, sí mantienen el dilema sobre qué comportamientos puede o no el Estado ejercer la intimidación (Roxin 1997).
Los fines de la pena en el Derecho Penal tradicional, tal como han sido descritos arriba, difieren sustancialmente de los fines de las penas y sanciones de la justicia transicional. A continuación, se estudiarán las penas y sanciones que se contemplan en la justicia transicional en general, así como su relación con los estándares del Derecho Internacional. Seguidamente se abordarán las penas y sanciones en el modelo de justicia transicional colombiano.
Las penas y sus fines en la justicia transicional
La justicia transicional es aquella que actúa en el tránsito desde un régimen político de excepción, o en una situación institucional de violación sistemática de las garantías y libertades y de guerra, a un sistema democrático de plena protección de los derechos fundamentales y de paz. Como su objetivo principal es la garantía de los derechos de las víctimas no puede ser más represiva que la jurisdicción ordinaria, sino que debe constituir un proceso de búsqueda de la verdad, porque saber la verdad de lo ocurrido en su perjuicio es el primer interés de las víctimas. Este es un hecho sociológico que se ha verificado en muchos casos, como en España, Perú o Colombia (Lacasta- Zabalza, 2021).
El filósofo español José Ignacio Lacasta-Zabalza (2021) ha expresado de forma aguda la naturaleza de la justicia de transición, relacionada con el Derecho Premial Penal y que denota un aspecto híbrido coactivo-premial:
La justicia transicional está relacionada en su fondo con una parcela procesal más pequeña y escueta conocida como Derecho premial penal… (Angulo Arana, 2020). Así que esta justicia de transición ofrece un aspecto híbrido coactivo-premial, en tanto que es producto de elementos de distinta naturaleza jurídica. Por un lado, es un proceso racionalizador de la sanción o coacción; carácter coactivo que no se pierde en esta actividad, pero que se pondera junto a los criterios constantes de “verdad, justicia, reparación y no repetición” propios de las recomendaciones de la ONU, la legislación internacional en esta materia y del Derecho Internacional Humanitario (DIH).
De esta forma, en la senda de Norberto Bobbio (1990), la justicia transicional ha superado la función represiva típica del Derecho en general como mecanismo de control social:
(…) desde una perspectiva de las técnicas jurídicas de control social, se puede afirmar que toda esta justicia transicional ha superado, en no pequeña medida, la hegemónica función represiva típica del Derecho. Ha utilizado mecanismos propios del Derecho premial para fomentar,... remover (obstáculos), garantizar,… para poner en acción la función protectora y alentadora del Derecho (Lacasta-Zabalza, 2021).
De otra parte, la transición implica obligaciones para el Estado muy diferentes al tradicional castigo de los responsables de crímenes. En la transición colombiana, por ejemplo, se destaca la garantía del pluralismo y la participación política, cuya ausencia estructural ha sido identificada como una de las causas históricas del conflicto armado interno (Calle, 2014).
Así lo expone igualmente el profesor Lacasta- Zabalza (2020):
Pero no todo es Derecho penal…; por ejemplo, en los Acuerdos transicionales entre las FARC y el Estado colombiano, éste se compromete a “garantizar el diálogo deliberante y público” y a “garantizar el reconocimiento, fortalecimiento y empoderamiento de todos los movimientos y organizaciones sociales” (Huertas, 2017, p. 67). Se reconoce de esta manera que la fragilidad democrática, la ausencia de pluralismo político e ideológico y la falta de cauces para la participación política, han sido algunas de las causas profundas del conflicto armado colombiano. Pero, en el plano técnico, se trata a su vez de una lógica normativa nueva, de serio parentesco o similitud con el derecho creado por el Estado social, a veces también llamado de Bienestar (expresión algo equívoca), que ya no emplea sólo reglas prohibitivas para sus fines si no que, estas normas: “buscan fomentar, promover y asegurar ciertos valores e intereses sociales mediante el establecimiento de obligaciones para los poderes públicos y la legalización de las relaciones sociales”.
De esta forma, los procesos de transición requieren la toma de medidas extrajudiciales y judiciales. Las primeras encaminadas a la creación de políticas, instancias e instituciones no judiciales y las segundas dirigidas a imputar responsabilidad a los actores de las violaciones de derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario dentro de un proceso judicial.
Ahora bien, los modelos de transición varían de acuerdo con los países y a las épocas. Una clasificación útil (Uprimny, 2016), hecha en función del contenido penal de las distintas fórmulas adoptadas es la siguiente:
(i) Perdones “amnésicos” o amnistías generales que no contemplan procesos penales, como en España, donde en el paso de la dictadura a la democracia (1978) se desconoció el imperativo de justicia. (ii) Perdones “compensadores”, como en Chile (1990) y El Salvador (1992), que comprendieron amnistías generales, comisiones de la verdad y reparaciones a las víctimas, pero no incluyeron procesos penales en sentido fuerte. (iii) Perdones “responsabilizantes”, como el fin del régimen del apartheid en Sudáfrica (1994), que logró cierto equilibrio entre justicia y perdón mediante amnistías generales, comisiones de la verdad, reparaciones, perdones individuales, exigencia de la confesión total de crímenes y responsabilidades penales para algunos crímenes. iv) Transiciones punitivas en las que se crean tribunales para castigar a los responsables, como en Núremberg (1946), Ruanda (1993) y Yugoslavia (1994). Este tipo de procesos imponen fuertes penas a los autores de violaciones a los derechos humanos y así favorecen el imperativo de justicia, pero dificultan la reconciliación (Calle & Ibarra, 2019).
La justicia transicional supera el escenario judicial tripartito del proceso penal tradicional, protagonizado por el juez como máxima autoridad, el fiscal y el imputado. En los procesos transicionales se construye un sistema circular sin relaciones de jerarquía (Tonche & Umaña, 2017, p. 233). En Sudáfrica se desarrolló el modelo Zwelethemba que se centró en la mediación, con la participación de víctimas y victimarios, con el objetivo de encontrar la verdad.
La justicia transicional comporta la imposición de sanciones y penas, pero sin que su fin principal sea retributivo sino restaurativo. Ambos y Elsner (2009) señalan que las penas impuestas en el marco de la justicia transicional son objeto de atención en las sociedades en conflicto y posconflicto y su éxito depende del grado de aporte que hagan a una auténtica reconciliación y consolidación del orden democrático.
Ahora bien, la función de la pena eminentemente restaurativa y reparadora en la justicia transicional en contraposición con la retribución responde a un eje central; los derechos y garantías de las víctimas. Al tener como objetivo primordial el resarcimiento de sus derechos, puede no devenir consecuencias penales en la jurisdicción ordinaria sino constituir una decisión ponderada por la reconstrucción de lo sucedido, que permita la reparación y la reconciliación.
En desarrollo del principio de centralidad de las víctimas, la justicia restaurativa, de acuerdo con el criminólogo estadounidense Zehr (2007), debe desarrollarse desde tres conceptos fundamentales o pilares: (i) daños y necesidades de las víctimas, (ii) obligaciones de reparación y (iii) participación.
El primer pilar consiste en que el crimen, más allá de una ofensa contra la ley, es visto como un problema porque representa una herida en la comunidad, una ofensa o daño, lo que implica concentrar la preocupación en las necesidades y roles de las víctimas. Esto a su vez origina el segundo pilar, las obligaciones, pues no basta con la culpabilidad o con atribuir castigos a los ofensores, sino que se requiere enmendar y reparar el daño causado generado a las víctimas. Como último pilar, la promoción de la participación involucra a víctimas, ofensores y miembros de la comunidad en un esfuerzo por enmendar el daño.
En este sentido, las penas ordinarias están encaminadas realmente a que los infractores reciban su justo merecido, lo cual poco aporta a la construcción de paz pues desde la cosmovisión de la justicia transicional, el centro son las necesidades de las víctimas y la responsabilidad activa del ofensor en la reparación del daño.
Así, se destaca aquí que la pena en un proceso de transición que persigue la paz debe tener como objetivo final la reparación colectiva y la reincorporación. Es decir, la recuperación y reconstrucción del tejido social. Luego, la garantía de los derechos de las víctimas mediante la reparación de los daños causados de manera colectiva y grupal y, por último, la reintegración de los actores de la guerra a la vida civil (Hernández, 2017).
La pena en los procesos transicionales deberá tener, también, un fin reformador y de comunicación que permita involucrar a todos los actores sociales relevantes. El centro del proceso transicional no es el perpetrador de los crímenes sino la víctima y la totalidad de la sociedad que busca la reafirmación de sus valores. Como resultado del proceso, la sociedad puede conocer cuáles son los comportamientos que requieren ser reformados para lograr la paz (Seils, 2015).
En resumen, los fines de la pena en la justicia transicional, a diferencia de los fines de la pena en la justicia penal ordinaria, son amplios y variados. En conjunto comprenden la verdad, la restauración, la reparación, la reconciliación de la sociedad, la consolidación de la democracia, la reparación colectiva y la reinserción. Además, tienen un fin reformador y de comunicación que involucra a la sociedad en su conjunto y persigue la garantía de un orden social y pacífico. Además, la pena con fines exclusivamente retributivos en un proceso de transición es ineficaz: primero, porque se limita a la imposición de un castigo y se olvida de la víctima, lo que puede dar lugar a rencores en la sociedad. Y, segundo, porque puede servir para cumplir el imperativo de la justicia, salvadas las debilidades demostradas en materia de eficacia del Derecho Penal, pero el castigo absoluto no tiene la capacidad de contribuir al restablecimiento de la democracia después de una dictadura o a la consecución de la paz después de un conflicto armado. A las dificultades que comporta una tarea tan ambiciosa como la descrita, se añade que la justicia transicional debe cumplir rigurosamente con las exigencias del Derecho Internacional relativas a los derechos de verdad, justicia y reparación de las víctimas.
El Derecho Penal Internacional y estándares en materia de derechos humanos frente a los fines de las penas en épocas de transición.
La justicia transicional debe buscar fórmulas para conciliar la tensión entre los valores de justicia y paz y puede significar la primacía de uno de estos valores (Uprimny, 2006).
No obstante, existe un límite para conciliar esta tensión establecido en los estándares del Derecho Penal Internacional y el Derecho Internacional de los derechos humanos, las obligaciones de los Estados de investigar, juzgar y sancionar.
En materia de justicia transicional cada Estado tiene la autonomía y el poder de diseñar un modelo de justicia transicional y hacer negociaciones para lograr la paz como fin último. Pero no puede desconocer los estándares en materia de garantías de derechos humanos y Derecho Internacional Humanitario ni incumplir sus obligaciones internacionales.
Los Estados tienen una responsabilidad internacional y obligaciones sobre la comisión de crímenes internacionales: investigar, juzgar y sancionar para garantizar los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición. El Estado que ha suscrito tratados internacionales como el Tratado de Roma no puede renunciar al cumplimiento de estas obligaciones, aunque se encuentre en un proceso de transición (Cortés, 2018). El contenido de estas obligaciones tiene, por tanto, su fundamento en el corpus iuris internacional.
Los estándares internacionales del Derecho Penal Internacional y del Sistema Interamericano de Derechos Humanos
Los estándares internacionales se han desarrollado en los tratados, resoluciones y jurisprudencia de organismos y tribunales internacionales, y en el sistema universal de protección de derechos humanos y desde los sistemas regionales. Sin embargo, aquí interesa revisar especialmente aquellos estándares aplicables para Colombia como firmante del Tratado de Roma (1 de julio de 2002) (ONU, 1998) y de la Convención Americana de Derechos Humanos (18 de julio de 1978) (OEA, 1969).
En el artículo 1 del Estatuto de Roma se instaura la Corte Penal Internacional (CPI) como una institución permanente y facultada para “ejercer su jurisdicción sobre personas respecto de los crímenes más graves de trascendencia internacional”, y se crea con carácter complementario de las jurisdicciones penales nacionales. En su artículo 7 define el crimen de lesa humanidad como “cualquiera de los actos siguientes cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”, y enumera los siguientes: asesinato; exterminio; esclavitud; deportación o traslado forzoso de población; encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional; tortura; violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada u otros abusos sexuales de gravedad comparable; persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional; desaparición forzada de personas; el crimen de apartheid; otros actos inhumanos de carácter similar que acusen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física.
En relación con la posibilidad de persecución penal de estos delitos, en 1968 la comunidad internacional adoptó la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad, que establece la necesidad de represión de ambos crímenes y su imprescriptibilidad (ONU, 1968).
Asimismo, en el artículo 25 del Tratado de Roma se regula la responsabilidad penal individual y establece que “la Corte tendrá competencia respecto de las personas naturales”, por tanto, quien cometa un crimen de la competencia de la Corte será responsable individualmente y podrá ser penado.
El Estatuto de Roma es, en consecuencia, un instrumento internacional que para los Estados que lo han suscrito y, por tanto, se han obligado a cumplirlo, como Colombia desde el 1 de julio de 2002, establece las “normas que determinan los crímenes, las formas de atribución penal, y las condiciones procesales para dicha atribución” (Acosta & Idárraga, 2019, p. 65).
El artículo 77 de este Estatuto determina como pena máxima la reclusión hasta por treinta años y a su vez permite la imposición de medidas accesorias a la pena principal. No obstante, el artículo 80 dispone que las decisiones de la CPI no deben predisponer las leyes nacionales sobre la imposición de penas. Por tanto, los Estados no están obligados a imponer las mismas penas que las establecidas en el Estatuto.
De otra parte, el Estatuto fija el estándar de imprescriptibilidad de la pena y las penas a imponer, que se corresponden con los fines tradicionales enmarcados en el ideal kantiano y hegeliano retribucionista y tan solo denotan un relativo acercamiento a la prevención general y prevención social (Elhart, 2003). Sin embargo, el vicefiscal de la Corte Penal Internacional, James Stewart, puntualiza que las penas pueden fijarse fines más allá de la retribución como “la disuasión, el reconocimiento del sufrimiento de la víctima y la comunicación de la condena pública” y que los Estados pueden aplicar penas alternativas a la privación de la libertad (El Tiempo, 2015).
En resumen, el Estatuto de Roma demanda obligaciones a los Estados en materia de investigación y juzgamiento, pero no establece ni limita las penas que deben imponerse. El Estatuto tampoco se ocupa de las sanciones alternativas que pueden implementarse en contextos de transición ni de los fines que deben perseguir las mismas, o de los elementos necesarios para entenderse cumplida la obligación de los Estados de investigar, juzgar y sancionar. Los Estados parte tienen por tanto un margen amplio de autonomía sin que puedan, no obstante, desconocer el imperativo de materialización de la justicia.
Estándares desde el Sistema Interamericano de Derechos Humanos
El Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH, s.f.) comprende los estándares establecidos por la Convención Americana de Derechos Humanos suscrita el 22 de noviembre de 1969 en San José en Costa Rica, en vigencia el 18 de julio de 1978 (CADH), artículos 1.1., 8 y 25, según los cuales los Estados parte tienen la obligación de investigar con debida diligencia las violaciones de los Derechos Humanos y las infracciones del Derecho Internacional Humanitario, DIH, con el propósito de satisfacer los derechos de las víctimas. Sin embargo, al igual que en el Estatuto de Roma, en la CADH no se determinan las sanciones y los fines de las mismas.
Asimismo, la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, adoptada el 10 de diciembre de 1984, en vigor el 26 de junio de 1987, obliga a los Estados parte a tipificar en su legislación penal el delito de tortura y a castigar esos delitos con penas adecuadas según su gravedad (artículo 4.2). No obstante, esta Convención no desarrolla el término “adecuadas” por lo que corresponde al Estado definir la proporcionalidad e idoneidad de las penas.
De otra parte, el SIDH solo se ocupa tangencialmente de los conflictos armados internos. Igualmente, son pocas las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en estos contextos. Sin embargo, una de las más representativas es la sentencia de la Corte en el caso de Masacres de El Mozote y lugares aledaños vs. El Salvador. El magistrado Diego García observó que un conflicto armado y la solución negociada del mismo plantea enormes exigencias jurídicas y éticas para armonizar justicia penal y paz negociada y resaltó la necesidad de “encontrarse rutas para penas alternativas… de acuerdo tanto al grado de responsabilidad en graves crímenes como al grado de reconocimiento de las propias responsabilidades” (Corte IDH Sentencia 25 de octubre de 2012, párr. 30).
Este fallo respalda la interpretación, según la cual no es condición sine qua non que se dicten las penas más severas para entender que el Estado está cumpliendo con su obligación de condenar los hechos delictivos ocurridos durante el conflicto armado (García & Giraldo, 2016, p. 137).
Por último, se resalta que en el marco de la jurisprudencia de la Corte IDH, la Corte ha desarrollado cuatro medidas de reparación integral relacionadas con el uso de la fuerza. La primera en relación con las garantías de no repetición, que implican que el Estado realice capacitaciones a los funcionarios públicos encargados de hacer cumplir la ley; la segunda, que prevé la adecuación de la legislación interna a la Convención Americana, incorporando los estándares internacionales sobre el uso de la fuerza por los funcionarios encargados de aplicar la ley; la tercera, que enviste la obligación del Estado de reabrir investigaciones con el fin de individualizar, juzgar, de ser el caso sancionar a los responsables, así como establecer medidas efectivas para conocer los hechos y determinar el paradero de quienes han sido desaparecidos y, por último, las medidas de rehabilitación que incluyen brindar de forma gratuita e inmediata tratamiento médico y psicológico a las víctimas, previo consentimiento, durante el tiempo que sea necesario, incluyendo el suministro gratuito de medicamentos (Calderón, 2013).
Los fines de las penas en el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera en Colombia
Según la doctrina de la Corte Constitucional colombiana, el Estado cumple con sus obligaciones para la obtención de justicia y del fortalecimiento del Estado social de derecho si realiza todos los esfuerzos posibles para investigar, juzgar y sancionar las graves violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario. Además, debe llevar a cabo una investigación seria, imparcial, efectiva, en un plazo razonable, con la participación de las víctimas e imponer sanciones que comporten una pena proporcional y efectiva (Corte Constitucional, 2016). Asimismo, si bien el Estado tiene autonomía y alto margen de apreciación para determinar el tipo y la duración de las penas, éstas deben satisfacer objetivos adecuados como la condena pública de la conducta criminal, el reconocimiento del sufrimiento de las víctimas y la disuasión de conductas criminales ulteriores (Corte Constitucional, 2017).
El sistema de justicia transicional se compone de tres instrumentos principales: (i) las amnistías o indultos, (ii) la renuncia a la persecución penal y (ii) las sanciones. La amnistía o indulto se puede otorgar a los miembros de las Farc-EP y civiles por delitos políticos y conexos. La renuncia a la persecución penal es aplicable a los agentes del Estado (sujetos no amnistiables), por delitos que no constituyan graves violaciones a los derechos humanos. Estos tratamientos comparten dos elementos esenciales: ambos extinguen la acción y la sanción penal y ninguno de los dos puede ser otorgado en los casos de graves violaciones a los derechos humanos (Comisión Internacional de Juristas, 2019).
Asimismo, el modelo transicional colombiano, Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, SVJRNR, incorporado a la Constitución mediante la citada reforma constitucional No. l de 2017, desarrolla un régimen sancionatorio que hace prevalecer los componentes restaurativos y reparativos de las penas sobre el componente retributivo (Artículo transitorio 13).
La Ley 1957 del 6 de junio de 2019, Estatutaria de la Administración de Justicia en la Jurisdicción Especial de Paz (Ley Estatutaria) regula en su artículo 125 la finalidad y las funciones de las sanciones de esta justicia transicional. La finalidad esencial es satisfacer los derechos de las víctimas y consolidar la paz. Mientras que su función es reparar y restaurar en el mayor grado posible el daño causado en relación con el grado de reconocimiento de verdad y responsabilidad realizada en las declaraciones individuales o colectivas ante la JEP. Asimismo, la Ley Estatutaria desarrolla una tipología de sanciones compuesta por tres modalidades: las sanciones propias, las alternativas y las ordinarias.
Las sanciones propias son los principales correctivos del sistema transicional colombiano, proceden cuando los actores contribuyen a la verdad y reconocen su responsabilidad de forma plena y exhaustiva. Consisten en trabajo comunitario, trabajo en apoyo a la reparación de estructuras y reparación integral a las víctimas. Implican restricción efectiva de libertades y derechos necesaria para su ejecución, tales como la libertad de residencia y movimiento. La restricción efectiva significa que haya mecanismos idóneos de monitoreo y supervisión para garantizar el cumplimiento de estas medidas. Su duración es de mínimo cinco y máximo ocho años para la totalidad de las sanciones impuestas incluso en los concursos de delitos.
Las sanciones alternativas se aplican para infracciones muy graves cuando los actores contribuyan a la verdad y reconozcan responsabilidad de forma tardía, antes de que se profiera sentencia y ante la Sección de Enjuiciamiento. Su función es retributiva, consisten en privación de la libertad intramural, su duración es de mínimo cinco y máximo ocho años.
Por último, las sanciones ordinarias tienen lugar cuando los actores no contribuyen a la verdad ni reconocen responsabilidad, también incluyen privación efectiva de la libertad como cárcel o prisión y su duración es mínimo quince y máximo veinte años. Los tres tipos de sanciones antes descritas que puede imponer la JEP se ilustran a continuación (véase Tabla 1).
Las sanciones propias son las siguientes:
Participación/Ejecución, en/de programas de reparación efectiva para los campesinos desplazados.
Participación/Ejecución en/de programas de protección medio ambiental de zonas de reserva.
Participación/Ejecución en/de programas de construcción y reparación de Infraestructuras en zonas rurales: escuelas, carreteras, centros de salud, viviendas, centros comunitarios, infraestructuras de municipios, etc.
Participación/Ejecución en/de programas de desarrollo rural.
Participación/Ejecución en/de programas de eliminación de residuos en las zonas necesitadas de ello.
Participación/Ejecución en/de programas de mejora de la electrificación y conectividad en comunicaciones de las zonas agrícolas.
Participación/Ejecución en/de programas de sustitución de cultivos de uso ilícito.
Participación/Ejecución en/de programas de recuperación ambiental de las áreas afectadas por cultivos de uso ilícito.
Participación/Ejecución en/de programas de construcción y mejora de las infraestructuras viales necesarias para la comercialización de productos agrícolas de zonas de sustitución de cultivos de uso ilícito.
Participación/Ejecución en/de programas de construcción y reparación de infraestructuras en zonas urbanas: escuelas, vías públicas, centros de salud, viviendas, centros comunitarios, infraestructuras de municipios, etc.
Participación/Ejecución en/de programas de desarrollo urbano.
Participación/Ejecución en/de programas de acceso a agua potable y construcción de redes y sistemas de saneamiento.
C) Limpieza y erradicación en/de restos explosivos de guerra, municiones sin explotar y minas antipersona de las áreas del territorio nacional que hubiesen sido afectadas por estos artefactos.
Participación/Ejecución en/de programas de limpieza y erradicación de restos explosivos de guerra y municiones sin explotar.
Participación/Ejecución en/de programas de limpieza y erradicación de minas antipersona y artefactos explosivos improvisados.
Sanciones aplicables a quienes reconozcan verdad y responsabilidades por primera vez en el proceso contradictorio ante la Sección de Primera Instancia del Tribunal para la Paz, antes de dictarse sentencia (Huertas, 2017, p. 173).
De esta forma, de los tres tipos de sanciones que contempla el Acuerdo Final solo las propias no implican cárcel mientras que las alternativas y ordinarias comportan privación de la libertad.
En consecuencia, las sanciones propias tienen un fin restaurativo y responden a la razón de ser del Acuerdo Final en cuanto a la construcción de verdad y al reconocimiento de responsabilidad plena, como elementos de una paz estable y duradera. Son, así, un componente innovador porque incluyen como eje central la reparación, de forma que las personas juzgadas en la JEP deben realizar actividades restauradoras en materia de desarrollo territorial, mejoramiento de la economía, restitución y retorno de las víctimas a sus tierras y mejora en la construcción del tejido social (Galaviz, 2018).
Las sanciones ordinarias comportan un fin retributivo, están reservadas a quienes no cumplen con el fin reparador pues los actores no contribuyen a la verdad ni asumen responsabilidad. Las sanciones alternativas sí cumplen un fin reparador, pero se aplican a los actores que solo contribuyen a la verdad y reconocen su responsabilidad de forma tardía. Por esa razón comportan privación de la libertad.
La Corte Constitucional colombiana explicó que las penas alternativas de la JEP estarán condicionadas de forma que el enjuiciado “reconozca la verdad completa, detallada y exhaustiva, dependiendo del momento en el que (se) efectúe tal reconocimiento, y siempre que cumpla las demás condiciones del sistema respecto a la satisfacción de los derechos de las víctimas a la reparación y a la no repetición” (Corte Constitucional, 2017).
Estos dos últimos tipos, las sanciones ordinarias y las alternativas, se asemejan en sus fines a la justicia penal ordinaria. Pero, el quantum de la pena es significativamente bajo porque no pueden desconocer los objetivos de la justicia transicional.
En resumen, de conformidad con lo expuesto antes, los fines de las sanciones que puede imponer la JEP constituyen una fórmula híbrida ya que el sistema contempla tanto fines restauradores como retributivos. Esta modelo se representa a continuación (véase Figura 1):
Una vez revisada la tipología de sanciones, el análisis de la naturaleza de sus fines se centra a continuación en las principales esto es, las sanciones propias, y desemboca en la pregunta sobre su idoneidad.
La Corte Constitucional (2016) ha defendido la adopción de una versión moderada del criterio de adecuación técnica de las penas que busca establecer si el medio escogido conduce al resultado deseado. En el caso de la justicia transicional el medio son las sanciones propias y los fines son la justicia y la paz. Estos fines son constitucionalmente legítimos por cuanto están previstos en la Constitución de 1991. Los artículos 2 y 22 constitucionales establecen la paz como un fin del Estado y derecho-deber de obligatorio cumplimiento, y la justicia transicional fue incorporada a la Constitución en la reforma constitucional 1 de 2017.
De acuerdo con lo anterior, la pregunta que debe responderse es ¿de qué forma las sanciones propias de la justicia transicional contribuyen al logro de la paz y de la justicia? En cuanto a la paz, la respuesta se encuentra en el contexto del conflicto armado interno. Esto es, las sanciones de la justicia transicional son correctivos contemplados en el Acuerdo Final como mecanismos para finalizar la guerra y la violencia (Blanco, 2019), porque tales castigos, que no contemplan la cárcel, motivaron a los exguerrilleros a dejar las armas. Pero, además, favorecen que los exguerrilleros, y demás responsables del conflicto, como los agentes del Estado, cuenten la verdad y reconozcan su responsabilidad en la comisión de graves crímenes y violaciones a los derechos humanos, de un nivel altamente insoportable, en términos de Radbruch (1974). Delitos, que, de otra forma, ya había resultado muy difícil de conocer por parte de las víctimas y en general por la sociedad colombiana en su historia reciente (Calle, 2019 (b)). Así, las sanciones propias contribuyen a garantizar los derechos de las víctimas a la verdad, a la reparación y a la justicia, lo que no había sido posible sin las negociaciones y el Acuerdo Final, pues los responsables en todos los ámbitos hubieran continuado ocultando la verdad y evadiendo la justicia (Blanco, 2019).
Conclusiones
La justicia transicional colombiana ha superado los límites retribucionistas del Derecho Penal clásico, pero no por ello es contraria al Derecho Penal internacional ni al Derecho Internacional de los derechos humanos. Asimismo, Colombia, como Estado suscriptor del Tratado de Roma, tiene autonomía en el cumplimiento de sus obligaciones de investigar, juzgar y sancionar en procesos de transición.
Los fines de la pena en la justicia transicional, a diferencia de los fines de la pena en la justicia penal ordinaria, son amplios y variados. En conjunto comprenden la verdad, la restauración, la reparación, la reconciliación de la sociedad, la consolidación de la democracia, la reparación colectiva y la reinserción. Además, tienen un fin reformador y de comunicación que involucra a la sociedad en su conjunto y persigue la garantía de un orden social y pacífico.
Las penas y los fines de las sanciones del Acuerdo Final de paz y las normas que lo desarrollan configuran un sistema de justicia original con fines fundamentalmente restaurativos. La restauración es más consonante con el derecho penal de ultima ratio, inspirado en la idea de una respuesta penal alternativa a la pena privativa de libertad, y más coherente con el principio del Estado social de derecho de la Constitución de 1991. Sin embargo, este modelo transicional también incluye un grado de pena retributiva que contribuye al logro del imperativo de justicia y a la construcción de una paz estable y duradera.
Las sanciones del sistema transicional colombiano son idóneas porque contribuyen al logro de los fines de paz y de garantía de los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación. Lo primero porque los exguerrilleros se motivaron a dejar las armas teniendo en cuenta que los correctivos de este modelo no incluían la cárcel, pero también a contar la verdad y a asumir la responsabilidad en la comisión de graves crímenes que no se hubieran reconocido sin las negociaciones y el Acuerdo Final.
Ahora bien, los objetivos de justicia y de paz de la transición están condicionados por una transformación sociopolítica necesaria. La solución de los problemas locales no depende exclusivamente de la labor de los jueces. Además del juzgamiento y sanción de los máximos responsables de la violación masiva y sistemática de los derechos humanos, durante el conflicto armado, se requiere cambiar sectores amplios de la clase política, excesivamente viciados y corruptos. Es urgente que quienes asuman el poder en las próximas décadas destinen los dineros públicos a la satisfacción de las necesidades básicas de las personas, tal como lo prescribe el principio constitucional del Estado social de derecho fundado en el respeto de la dignidad humana. Así se podría comenzar a reducir la injusticia social en el país que en el 2020 alcanzó, según el Índice de Desarrollo Regional para Latinoamérica (ICHEM, 2020), el vergonzoso ranking de ser el más desigual de la región1.