Nada es más común y natural para aquellos que pretenden descubrir al mundo algo nuevo en filosofía y en las ciencias, que insinuar las alabanzas de sus propios sistemas, desacreditando todos los que han sido expuestos con anterioridad.
(Hume, 1974, p. 21).
Introducción
La disciplina conocida como “Historia de las ideas” nació en la primera mitad del siglo XX. Arthur Lovejoy, en Estados Unidos, fundó la revista Journalof the History of Ideas en 1940. El programa consistía en el estudio de las ideas-unidad, donde la investigación se enfocaba en historiar la manera como estas variaban a lo largo de la historia, o cómo se presentaban en periodos distintos (Lovejoy, 1940). El ejemplo clásico fundacional fue el de “la gran cadena del ser” (Lovejoy, 1936), el cual se podía rastrear desde la antigüedad hasta los filósofos modernos. Por ejemplo, Francis Bacon (2014) decía: “el hombre tiene algo de animal, el animal tiene algo de planta, la planta tiene algo de cuerpo inanimado, y todas las cosas son en verdad biformes y se componen de una especie inferior y de otra superior” (p. 33). De tal manera que la idea según la cual hay un camino desde los seres inferiores hasta los superiores, y que, por ende, todo ser guarda la huella de un ser anterior, se encuentra no solo en el mundo griego sino en el mundo moderno. Así, la Historyof Ideas debe rastrear esa unidad que subyace y los respectivos cambios de la idea en el tiempo.
En Estados Unidos, los presupuestos de Lovejoy dieron origen a una gran cantidad de investigaciones, donde se hacía historia de las ideas literarias, artísticas, económicas, políticas y filosóficas. Su objeto de estudio fue, como puede apreciarse, bastante diversificado. En América Latina, por su parte, la historia de las ideas provenía, ante todo, de la tradición del historicismo alemán de Wilhem Dilthey, el circunstancialismo del filósofo español José Ortega y Gasset y las posteriores elaboraciones de José Gaos y su discípulo Leopoldo Zea. Aquí la idea básica es lo que podemos llamar la triple historicidad: la del objeto de investigación, la del sujeto que investiga y la de las herramientas teóricas y metodológicas utilizadas. En Dilthey, cada época produce una filosofía, una concepción del mundo que se funda en
la naturaleza del universo y en la relación del espíritu finito que las concibe […]. Así, cada una de ellas expresa, dentro de nuestros límites intelectuales, un aspecto del universo. Todas son, por ende, verdaderas. Pero todas son unilaterales […]. Solo podemos ver la pura luz de la verdad en rayos refractarios de distintos modos. (Dilthey, 1994, p. 147. cursiva agregada)
De allí que algunos hayan deducido el relativismo en el que necesariamente desemboca el historicismo, pero del énfasis añadido también se puede desprender, como lo hace Julián Marías, “la consecuencia nada relativista” a la que llega el historicismo de Dilthey (1994, p. 147, nota 121), lo que resulta evidente si se considera cierto que cada concepción del mundo expresa una parte de la verdad; así, la suma de perspectivas permitiría integrarlas después. Es el perspectivismo integrador del que hablará Ortega y Gasset (1981) posteriormente, el cual permite superar el relativismo.
Por otra parte, del proyecto cultural de Ortega y Gasset, que buscaba elevar a España a la altura de los tiempos, y de su famosa frase: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” (Ortega y Gasset, 2010, p. 77), se derivó la necesidad, no solo de aclarar la realidad, de revisar su constitución histórica, sino también, de estudiar las ideas y las expresiones intelectuales de esa circunstancia. Como ha dicho claramente José Luis Abellán:
La preocupación por la circunstancia humana, que es siempre histórica, lleva lógicamente a filosofar sobre esa historia, y dado que la circunstancia más próxima a la filosofía es su propia historia, ello supone una historia de las ideas como de las circunstancias. (Abellán, 1998, p. 147)
Hecho ese análisis, era posible pensar el cambio histórico a partir de la dialéctica entre creencias e ideas, donde las primeras eran el conjunto de representaciones solidificadas, formas aceptadas de ver el mundo, reglas prácticas para la acción, en las cuales el ser humano vive, mora. Esas creencias marmolizadas pueden entrar en crisis, y una nueva sensibilidad histórica puede producir nuevas ideas, las cuales generan otra comprensión de la realidad. Son los intelectuales, la minoría selecta, los que producen esas nuevas ideas con las cuales se opera el cambio histórico. De ahí se desprende que las ideas tienen una orientación pragmática y alumbran la acción, o son ideas-acción (Ortega y Gasset, 1971; Pachón, 2019).
Esta construcción teórica de Ortega y Gasset es la que José Gaos lleva a México, donde la teoría del circunstancialismo empata con la preocupación por “lo mejicano”, que se encontraba presente, por ejemplo, en la obra El perfil del hombre y la cultura en México, de 1934, del filósofo Samuel Ramos (1990). En América Latina, Gaos desplegó una labor que hacía necesario revisar la historia del pensamiento mejicano, lo que cristalizó en seminarios de historia de las ideas, en grupos de investigación como El Hiperiondonde el estudio de la realidad mejicana era fundamental. Hay que decir que la historia de las ideas filosóficas latinoamericanas se convirtió en un proyecto a nivel continental, que produjo obras en muchos países sobre la historia de las ideas filosóficas locales. Así aparecieron libros como El positivismo en México, de Leopoldo Zea, en 1943; El pensamiento colombiano en el siglo XIX, de Jaime Jaramillo Uribe, en 1956; La filosofía del Uruguay del siglo XX, de Arturo Ardao, en 1956; y la Historia de las ideas en el Perú contemporáneo, de Augusto Salazar Bondy, en 1965, para solo mencionar cuatro ejemplos notables.
Hay que decir que a pesar de que la historia de las ideas goza de buena salud, pues aún hoy se siguen produciendo con esta metodología decenas de obras en el continente (Pachón, 2020), en los años sesenta se constituyó la llamada Historia intelectual, la cual se propuso superar la “vieja” historia de las ideas y muchas de sus limitaciones metodológicas. Así lo señala el historiador Argentino Elías Palti (2007) en su libro El tiempo de la política. El siglo XX reconsiderado:
[D]istintos autores, entre los que se destacan las figuras de J. G. A. Pocock. Quentin Skinner y Reinhart Koselleck, aunque partiendo de perspectivas y enfoques muy distintos, encararían sistemáticamente la tarea de proveer las herramientas necesarias […] vehiculizando el tránsito de la antigua historia de ideas a la llamada nueva historia intelectual. (p. 16)
Palti, a su vez, ha creado una Historia de los lenguajes políticos, entendiendo estos, no “como un conjunto de ideas o conceptos, sino un modo característico de producirlos” (Palti, 2007, p. 17), donde no se trata de rastrear los cambios de sentido de las categorías, “sino que es necesario penetrar la lógica que las articula, cómo se recompone el sistema de sus relaciones recíprocas” (p. 17). Este aporte a la historia intelectual implica, entonces, superar la historia de las ideas.
Pues bien, el objetivo de este artículo es, en primer lugar, mostrar las críticas puntuales que la historia intelectual de Elías Palti ha realizado a la historia de las ideas, con el fin de, en un segundo momento, poner de presente lo que llamaré un conjunto de simplificaciones, similares a la falacia denominada “hombre de paja”, que consiste en la “caricaturización de la posición contraria […] de forma que resulte fácil de refutar” (Weston, 2018, p. 139). De esta forma, Palti convierte la historia de las ideas en un objetivo fácilmente atacable. Finalmente, ofreceré algunas conclusiones apelando a la importancia de asumir el pluralismo epistémico y metodológico, que le apuesta a la coexistencia de las perspectivas metodológicas. Abordaré la problemática desde la hermenéutica (Gadamer, 1992), la cual permite poner a los dos modelos historiográficos en perspectiva.
Metodología
La metodología utilizada en la investigación se centra en mostrar los antecedentes de ambas perspectivas, para, posteriormente, pasar a la descripción que la historia intelectual hace de algunos de los presupuestos metodológicos de la historia de ideas, mostrando cómo tres de sus supuestos permitían corregir esas limitaciones. Luego, se ponen de presente las simplificaciones de la crítica realizada por la historia intelectual, acudiendo a parte de los principios metodológicos y los fines propuestos por la historia de ideas desde su momento fundacional. Estas pesquisas son posibles a partir de la hermenéutica (Gadamer, 1992) y la confrontación de presupuestos epistemológicos y metodológicos.
Resultados
Los resultados de la investigación se presentan en el orden enunciado en los dos siguientes apartados, los cuales permiten ver claramente la crítica mencionada y las limitaciones aludidas, donde básicamente la historia de las ideas es simplificada, a la vez que sus implicaciones filosóficas y políticas son desconocidas.
La nueva historia intelectual frente a la vieja historia de ideas
En un texto titulado ¿Las ideas fuera de lugar? Estudios y debates en torno a la historia política e intelectual latinoamericana (2014), Elías Palti plantea en el Prólogo:
La historiografía de ideas latinoamericanas gira toda, desde su origen, en torno de un interrogante particular. En la medida en que, según normalmente se acepta, los autores locales no han realizado ningún aporte de importancia al pensamiento universal […] lo único que volvería relevante el estudio de la historia de las ideas locales sería el análisis de cómo los modelos europeos, una vez trasladados a una realidad como la latinoamericana, que no le resultaría adecuada a sus postulados, sufrieron una serie de refracciones, introduciéndose así en ellos principios que eran extraños e incluso muchas veces incompatibles con los mismos. (p. 9)
Por eso la historia de las ideas se ha embarcado en la tarea de encontrar la peculiaridad y “lo específicamente latinoamericano”, refracciones de esas ideas para diferenciarlas de las europeas y así demostrar que las nuestras no son meras copias o plagios. La empresa así concebida surgió después de 1940, tras el inicio de la Segunda Guerra Mundial, que puso de presente “la agonía de Europa”, y la crisis de su proyecto civilizatorio moderno ilustrado, tal como aparece en María Zambrano (2000) y como lo dictaminó la Escuela de Frankfurt en Dialéctica de la Ilustración (Adorno y Horkheimer, 2009). Surgió en ese entonces la necesidad histórica para América Latina de “plantar su propio árbol cultural” (Zea, 1988, p. 189). Ahora, esa idea de crear una cultura propia fue impulsada por otro debate subyacente presente en la época: el de los filósofos universalistas, como Rosieri Frondizi (1988), o Eduardo Nicol (1988) después, quienes sostenían que la filosofía pensaba problemas universales y no asuntos o temas situados localmente, como el de lo mejicano o la identidad, por ejemplo. Esas preguntas teóricas eran ajenas al campo filosófico y pertenecían, mejor, a las disciplinas de las ciencias sociales, como la sociología o la antropología (Castro-Gómez, 2011). En este sentido —decía Frondizi (1988)— en América Latina, y en obras como las de Domingo Faustino Sarmiento, Andrés Bello o José Martí, “la filosofía ha estado al servicio de preocupaciones no filosóficas” (p. 213). En reacción a este tipo de dictámenes, los historicistas se embarcaron en el proyecto de investigar la historia de las ideas en la región para encontrar en ellas una filosofía americana. No solo se trataba de encontrar una filosofía original en el pasado, sino de sentar las bases para crear una filosofía propia, rigurosa, original.
Volviendo a Palti, esa búsqueda de la peculiaridad de las ideas locales se desprende del enfoque de los “modelos” y las “desviaciones” (Palti, 2007, pp. 24-25), donde lo que se busca son las refracciones que sufren las ideas al ser trasplantadas de Europa a América Latina, refracciones, modificaciones, cambios, que quedan registrados en los conceptos. Lo que significa que el fin de la historia de las ideas es comparar los moldes teóricos europeos y las transformaciones que los mismos tuvieron en este continente, es decir, de la historización que las ideas sufrieron en su contexto natural de enunciación. Este presupuesto metodológico de los modelos y las desviaciones “aún hoy domina a la disciplina” (Palti, 2007, p. 25).
El modelo sería la filosofía europea y las desviaciones se encontrarían en las ideas latinoamericanas, en sus filosofemas. Pero este marco de interrogación, definido ahistóricamente, según Palti (2014), está condenado al fracaso, pues los “hallazgos serán siempre predecibles” (p. 9), lo que le hace totalmente improductivo. Para ilustrar su punto, alude a la historia de las ideas que se han hecho sobre el siglo XIX en Argentina, por ejemplo, a los estudios sobre Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, o los krausistas argentinos (Roig, 1969), al igual que las investigaciones sobre el liberalismo. En este último caso, frente al estudio del liberalismo latinoamericano a lo sumo se llegará a la conclusión de que este es un “liberalismo conservador”, debido al centralismo y al conservatismo presente en América Latina. Sin embargo, y en esto Palti tiene razón, esa no es ninguna peculiaridad latinoamericana, pues, en efecto, también se dio en Europa, como lo muestra Herbert Spencer en El individuo contra el Estado, de 1884. Allí dice Spencer (2001): “La mayor parte de los que se reputan ahora liberales son conservadores de una nueva especie” (p. 11). Es la misma conclusión a la que llegó José Luis Romero (2001) en su estudio “El liberalismo latinoamericano” donde asevera que “el liberalismo moderado adoptaría los caracteres de un conservadurismo liberal” (p. 165). De ahí que el fracaso de este marco de interrogación se muestra cuando nos percatamos de que
las posibles alternativas se encontrarán ya severamente restringidas de antemano (el pensamiento local solo podría resultar o bien más liberal que conservador, o viceversa, o bien, en fin, alguna conjunción más o menos ecléctica), ninguna de las cuales, evidentemente, podrá aspirar a ser una originalidad latinoamericana. (Palti, 2014, p. 10)
En conclusión: “la historia de ideas latinoamericanas genera, pues, una ansiedad por peculiaridades, que, sin embargo, no puede satisfacer” (Palti, 2014, p. 10). Y no las puede satisfacer porque se acude a un enfoque “típico-ideal”, es decir, como ha mostrado en su reciente libro —y en otros— Una arqueología de lo político. Regímenes de poder desde el siglo XVII,porque se acude a una “mitología de las doctrinas” (Palti, 2018, p. 24, nota 3). Esa mitología fue definida por Quentin Skinner, de la Escuela de Cambridge, en su artículo pionero “Significado y comprensión en la historia de las ideas”, publicado en 1969, de la siguiente manera:
Una mitología de doctrinas también puede ilustrarse, de una manera un tanto diferente, en la historia de las ideas en que el objetivo (en palabras del profesor Lovejoy, un pionero del enfoque) consiste en rastrear la morfología de alguna doctrina dada, a través de todas las esferas de la historia en que aparece. El punto de partida característicos de dichas historias es exponer un tipo ideal de la doctrina en cuestión, ya se trate de la doctrina de la igualdad, el progreso, el maquiavelismo, el contrato social, la gran cadena del ser, la separación de poderes, y así sucesivamente. (Skinner, 2000, p. 155)
En realidad, esto mismo ocurre con las corrientes como el positivismo, el romanticismo, el krausismo, el conservadurismo, etc. Y es esta operación, sustentada en estos “tipos ideales” o “modelos”, la que lleva a los historiadores de las ideas latinoamericanas a caer en muchas de las limitaciones que denunció Michel Foucault en la crítica que hizo en La arqueología del saber (2011): “génesis, continuidad y totalización: estos son los grandes temas de la historia de las ideas” (p. 181). Foucault le criticará a la historia de las ideas, y la historia en uso en Francia, su linealidad, el recurso a una filosofía de la historia, su teleologismo; la práctica de revisar influencias en los pensadores y a reconstruir tradiciones, su apelación al sujeto constituyente, su antropologismo, su humanismo, la tendencia a estudiar totalidades culturales, cosmovisiones, identidades, etc. Por eso, dice el filósofo francés: “la descripción arqueológica es precisamente abandono de la historia de las ideas, rechazo sistemático de sus postulados y procedimientos, tentativa para hacer una historia distinta de lo que los hombres han dicho” (Foucault, 2011, p. 181). De ahí que Foucault afirme: “No tendré derecho a sentirme tranquilo mientras no me haya liberado de la historia de las ideas” (p. 178). Lo que se justifica, además, porque: “No es fácil caracterizar una disciplina como la historia de las ideas: objeto incierto, fronteras mal dibujadas, métodos tomados de acá y de allá. Marcha sin rectitud ni fijeza” (p. 179).
Por eso, Foucault se centra en los documentos y los discursos tomados como una práctica ordenada en función de ciertas reglas de formación de objetos, enunciados, conceptos; donde los énfasis están puestos en la detección de rupturas, discontinuidades, el rechazo a la historia global, entre otros aspectos. A decir verdad, son estos presupuestos teóricos foucaultianos los que asumen autores como Elías Palti y Santiago Castro-Gómez para desechar la historia de las ideas. En este último caso, esa historia de las ideas es rechazada en favor de la genealogía de las prácticas, tal como aparece en Crítica de la razón Latinoamericana, texto en el cual Castro-Gómez (2011) analiza el “latinoamericanismo” tomado como un discurso-objeto.
Si el historiador de ideas asume “tipos ideales”, “modelos”, y los rastrea en el pasado, es decir, si acoge el continuismo, eso le permite decir a Palti que cuando el historiador investiga el pasado, ya sabe qué va a encontrar. Y esto no es más que una tautología que a la vez implica “proyecciones retrospectivas” (Palti, 2014, p. 31); o, lo que es lo mismo, un apriorismo. Esto explica también la tendencia de la historia de las ideas a la deshistorización en sus investigaciones, y a trasponer al pasado las convicciones y prejuicios que tiene el investigador en el presente, con lo cual no hace otra cosa que caer en lo que ya denunciara el mismo Quentin Skinner: “mitologías”. Entre ellas, la de las doctrinas ya mencionadas, donde se cae en anacronismos, y se encuentra en el pasado autores que fueron “predecesores” y “anticiparon” lo que otro dijo posteriormente, al igual que la de “atribuir con demasiada ligereza una doctrina que un autor dado podría, en principio, haber querido formular, pero que en realidad no tenía intenciones de comunicar” (Skinner, 2000, p. 154). Asimismo, cuando se estudia la morfología de una idea y se la rastrea en las distintas manifestaciones históricas, se crea un “modelo” estático desde el presente, como si la doctrina estuviera fijada de una vez por todas; de modo análogo a lo que sucede cuando se presupone la coherencia o se cataloga como sistema cerrado el pensamiento de un autor o los postulados de una doctrina. Estos son, entre otros1, los “errores filosóficos” (Skinner, 2000, p. 150) y metodológicos que comete la historia de las ideas Para Palti, estos problemas de la “vieja” historia de las ideas se solucionan con la nueva historia intelectual, asumiendo los aportes de la Escuela de Cambridge, Skinner y Pocock, así como los aportes de la historia conceptual de Reinhart Koselleck, la arqueología foucaultiana, y los suyos propios. Veamos, brevemente, las propuestas que realiza Palti.
Primera propuesta: la incorporación de la pragmática del lenguaje, que trata no solo de comprender qué decía un autor en un texto, sino, especialmente, determinar qué hacía al decir lo que dijo. Los textos mismos son actos de habla, como decía J. Austin, y con ellos se hacen cosas con palabras. Los textos no son meras representaciones de la realidad, sino que son formas de intervención práctica, simbólica, material, sobre esa realidad. Los textos incorporan el contexto. De modo que se hace necesario reconstruir el contexto pragmático del cual surgieron, quién habla, a quién le habla, cómo lo hace; el entramado de relaciones comunicativas, etc. Ello implica comprender el contexto de enunciación y tener en cuenta la dimensión retórica del mismo, es decir, cómo se busca persuadir a quien se le dice algo. Es en ese análisis donde se encuentran “las marcas que historizan los discursos, las huellas lingüísticas de sus contextos particulares de enunciación” (Palti, 2014, p. 12). Palti ha dicho que el texto mismo, tomado como acto de habla, permite superar la dicotomía entre texto y realidad, idea y realidad, pues es lo único con lo que se cuenta, luego es en él donde se pueden rastrear los sedimentos semánticos y determinar qué se podía decir y cómo se podía decir algo. El contexto no es externo al texto y lo que debe determinarse son las condiciones de posibilidad del texto mismo. Aquí no se opera con la diada modelo-desviación, por lo que no hay ideas fuera de lugar, como sí ocurre en la historia de las ideas. Por lo demás, cuando en este paradigma se habla de “contexto” se hace referencia, no al contexto social y político, sino al pragmático, a los autores con los cuales se dialogaba, el lenguaje que se usaba, lo que se podía o no decir en un determinado momento histórico.
Segunda propuesta: otro aspecto que incorpora Palti en su proyecto es la idea de que los conceptos políticos son indicadores de problemas. Aquí los aportes de la historia de Reinhart Koselleck son importantes. No se trata de tener una lista donde se indique qué significaba democracia en el siglo XIX, y qué en la antigüedad, ni de mirar la evolución de los cambios semánticos, pues esto equivale a caer en las mitologías ya aludidas. Se trata, en cambio, de descubrir las lógicas que articulan los conceptos mismos, las categorías, el modo en que son producidos en un determinado periodo de tiempo, es decir, del horizonte de sentido que articulan esos conceptos y el contexto pragmático que da cuenta de la significación. Un ejemplo de esto es la relación entre conceptos como Ilustración y progreso descrita por Koselleck (2012), pues “la ilustración se levanta sobre el concepto de progreso” (p. 209) y “prepara semánticamente lo que en el siglo XIX se llamará modernidad” (p. 208). Esto es así pues la Ilustración es un sustantivo que deriva de un verbo, ilustrar, aclarar, que denota acción, movimiento. Por eso, la Ilustración presenta un “potencial semántico y pragmático” (Koselleck, 2012, p. 203) que hará posible otros conceptos, como historia y revolución en el siglo XIX; la historia conceptual permite mostrar “no solo el cambio en el uso de las palabras y sus significados, sino el cambio en la forma de concebir las distintas experiencias” (p. 299), al igual que “los cambios innovadores a largo plazo en el conjunto del vocabulario” (p. 300). Desde el punto de vista de Palti, los conceptos usados en un determinado periodo no son una generalización o conjunto de notas sobre algo, sino que denotan un campo problemático, agonístico, y reflejan un conjunto de problemas o de posiciones en disputa. En el caso del concepto de democracia en el periodo de la independencia, se trata del problema acerca de “cómo el mismo que es soberano puede ser al mismo tiempo súbdito” (Palti, 2014, p. 13). Es ese problema el que actúa como subsuelo y sobre el que giran ciertas discusiones históricas, el cual le permite decir a X o Y autor, o actor, lo que dice; es lo que les posibilita confrontarse en términos políticos.
Si los conceptos fueran unívocos en una época, no habría disputa en torno a ellos, entonces las distintas posturas de los autores sobre la democracia en la modernidad, por ejemplo, serían solo desviaciones de esa definición unívoca. Por eso, recalca Palti (2014): “Detrás de la historia de las ideas y del esquema de los modelos y las desviaciones subyace un impulso normativo y fuertemente teleológico” (p. 14); consiste en asumir que lo que piensa un autor sobre un concepto en un momento determinado debiera ajustarse a una visión unívoca del mismo. Por eso: “Los historiadores de las ideas, en definitiva, recurrirían al pasado simplemente para encontrar en él las anunciaciones de sus propias ideas presentes” (p. 14)
Se trata, pues, de comprender el tipo de cuestiones que se habían puesto en cada caso en debate. Esos problemas son “objetivos” y no subjetivos de cada autor. Por eso la pragmática permite comprender los textos como actos del habla que atraviesa la distinción entre ideas y realidades. Así se pone en cuestión la existencia de ideas generadas en un mundo puro, y la existencia de prácticas no atravesadas por redes conceptuales.
Tercera propuesta: la historia intelectual asume que los lenguajes políticos “nos traslada[n] más allá del plano de la conciencia subjetiva, de las ideas o representaciones que los sujetos tienen de la realidad” (Palti, 2014, p. 15). Esos lenguajes circulan en las prácticas, no son independientes de ellas y operan más allá de la conciencia que los sujetos tengan de estas. Por eso:
Los lenguajes políticos no son entidades que circulan exclusivamente en la mente de los sujetos, sino que remiten a aquella dimensión simbólica inscripta en los propios sistemas de acciones; refiere a la serie de supuestos implícitos sobre los cuales se funda toda práctica política, como también social o económica, y que se ponen en juego en el ejercicio de aquella práctica, más allá de la conciencia que tengan los sujetos de ellos. (Palti, 2014, p. 15, cursiva añadida)
Lo que subyace a esta posición es el concepto de episteme de Foucault: el conjunto de principios, reglas o las condiciones de posibilidad de un discurso, de un saber en un momento histórico dado; aquello que regula y posibilita qué decir y qué no decir sobre los objetos, también cómo decirlo; las reglas que hicieron posible la constitución de “algo” (por ejemplo, la locura) como objeto mismo del saber o la posibilidad de un determinado enunciado. Se trata de entender que hay una especie de “inconsciente”, más allá de la conciencia de los propios sujetos. Por eso no interesa qué piensan los sujetos, los autores, sino qué hablan y cómo actúan. Estos presupuestos se entienden si se comprende que:
en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada, redistribuida, por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad […]. Uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. (Foucault, 2005, p. 14)
Para finalizar este apartado, hay que mencionar que, si bien Palti considera valiosos los aportes de Skinner y Koselleck, piensa que ambos caen en algunas de las limitaciones enunciadas. En el caso de Skinner, sus estudios sobre el pensamiento político moderno acuden a la “mitología de las doctrinas” pues toma el tipo ideal de Estado de Max Weber para rastrearlo en la historia. En el caso de Koselleck, su propuesta no logra expresar del todo cómo cambia un lenguaje político, además de situar los grandes cambios conceptuales de la política en el periodo 1750-1850, cuando, desde el punto de vista del historiador argentino, estos cambios ocurrieron mucho antes, entre 1550-1650, periodo en el cual nuevos conceptos políticos y regímenes de poder surgieron al interior de los lenguajes teológicos existentes (Palti, 2018).
Con estos tres nuevos presupuestos, la historia intelectual de América Latina deja de ser esa anomalía que constituye para la historia de las ideas.
Simplificaciones críticas en torno a la historia de las ideas latinoamericanas
Los acentos hechos por la historia intelectual son, sin duda, importantes. Fundamentalmente, porque ponen de presente ciertos problemas teóricos, y porque, efectivamente, en la práctica, llevarían a redefinir y a reinscribir muchos de los problemas que se abordan tradicionalmente en la historia de las ideas. Con todo, la construcción que le permite a Palti justificar su proyecto de historia de los lenguajes políticos, que tiene acentos de Skinner, Koselleck y, en últimas, de Foucault, como ya se vio, es problemática. Esto, porque Palti realiza una simplificación de la historia de las ideas o, como sostiene Yamandú Acosta (2012), acude a las mitologías de lo nuevo frente a lo viejo, al mito del giro lingüístico y a la de “los modelos” y “desviaciones”, entre otros.
Hay que decir, de paso, que las críticas planteadas por Acosta tienen sustento. En efecto, cuando Palti contrapone “lo viejo” (la historia de las ideas) frente a “lo nuevo” (la historia intelectual) cae justo en el tipo de dualismos que tan fuertemente critica en su obra. La contraposición que hace Palti entre lo viejo y lo nuevo parece reinscribir el dualismo tradición-modernidad con el que, según él, opera Francisco Xavier Guerra, uno de los autores revisionistas de la historia de las ideas que analiza en varias de sus obras (Palti, 2007). De esta manera, lo nuevo parece mejor frente a lo viejo, superior, más elaborado. Desde este punto de vista, adviene la imagen de la necesidad de tránsito desde la primera hacia la segunda historiografía, como si lo nuevo fuera mejor por ser nuevo. Esta mitología puede llamarse neolatrismo o idolatría de lo nuevo, lo que históricamente se ha presentado con bastante frecuencia en América Latina, donde las modas filosóficas suelen desfilar con primacía sobre la inexplorada tradición. El mexicano Alfonso Reyes (1994) ya se refería a esto en su clásico ensayo “Notas sobre la inteligencia americana” cuando decía:
América vive saltando etapas, apresurando el paso y saltando de una forma en otra sin haber dado tiempo que madurada del todo la forma precedente. A veces el salto es osado y la nueva forma tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena cocción. La tradición ha pesado menos, y esto explica la audacia […]. Tal es el secreto de nuestra historia, de nuestra política, de nuestra vida, presididas por una consigna de improvisación. (pp. 132-133)
Si bien la cita de Reyes remite de nuevo al teleologismo de los procesos históricos, lo interesante es resaltar el rescate de la tradición, pues es justo en este sentido que va dirigida la crítica de Acosta. Para el filósofo uruguayo de la historia de las ideas, hay en la lectura de Palti un descuido de la tradición latinoamericana, por lo menos de medio siglo. Ese descuido lo lleva a incurrir en una nueva mitología: la del giro lingüístico, pues, a decir verdad, en este continente ya se había intentado el mismo giro en dos autores, precisamente, en la obra de Arturo Ardao y en la de Arturo Andrés Roig (Acosta, 2012), giro en el cual se había incluido la dimensión pragmática del lenguaje. Roig, como se sabe, hizo énfasis en que el objeto de estudio de la historia de las ideas eran los discursos; habló de universos discursivos en posición de comunicación, es decir, deobjetivación, con lo cual incluyó elementos translingüísticos. Roig no desechó ni al sujeto, ni a la historia misma y enfatizó la necesidad de que en estos discursos el historiador de las ideas detectara las ideologías, ya fuera la liberadora o la emancipadora, al igual que las axiologías (Roig, 1993). El hecho de que Palti no discuta a fondo con Roig y con otras apuestas de la historia de las ideas, y se limite, en cambio, a Zea, argumentando que su postura “aún hoy domina a la disciplina” (Palti, 2007, p. 25), le da cierta validez al argumento de Acosta.
Sin embargo, lo que más interesa aquí es discutir la mitología que señala Acosta, pero que no trata ni debate en su artículo, a saber, la del “modelo” y “las desviaciones”. ¿De dónde saca Palti que “toda” la historia de ideas latinoamericanas se ha centrado en buscar la peculiaridad de las ideas latinoamericanas, para lo cual se ha basado en la diada “modelos” y desviaciones”? De lo dicho por Palti, se deduce que los historiadores de las ideas tienen y asumen definiciones de ciertos conceptos, o tienen una única lectura sobre, por ejemplo, doctrinas como el positivismo, el romanticismo, la ilustración, y se dedican a buscar las particularidades de esas corrientes en América Latina. Es decir, que los historiadores de ideas no problematizan esas corrientes que actúan como moldes, o que no problematizan los conceptos y el terreno común que hace posible un conjunto de discusiones históricas. Esta caricaturización es clara cuando afirma:
La historia de las ideas debe tomar acríticamente como válidas las definiciones de manual de la historia de las ideas, siempre decididamente simplistas, sin nunca cuestionarse las mismas puesto que, en dicho caso, de problematizarse las mismas, no podría ya nunca plantearse hasta qué punto el pensamiento local se habría apartado supuestamente de ellas. (Palti, 2014, p. 13)
Es decir, Palti presupone que los historiadores de las ideas son incapaces de problematizar las corrientes, los sistemas de pensamiento y los conceptos europeos o foráneos que toman, trasplantan, importan o buscan. Por eso los convierten en modelos incuestionados, que nunca son revisados y que se asumen sin más. Es decir, Palti mata la diversidad de las posturas o las reduce a algo previsible, según las ideas en América Latina se ajusten o no a los moldes o patrones europeos o americanos. Entonces, resulta válido preguntar: ¿el positivismo es un molde, una malla, con una única lectura?, ¿hay un acuerdo generalizado de los historiadores de las ideas sobre qué es la Ilustración europea, y se han dedicado a mirar las variaciones y desviaciones que esa ilustración ha tenido en América Latina?, ¿hay que prescindir de los significantes positivismo, liberalismo . Ilustración porque son construcciones unívocas y operan como tipos-ideales?, ¿la práctica de los historiadores de las ideas se reduce a encasillar en moldes previos a ciertos autores? Y, por último, ¿se han dedicado los historiadores de las ideas a cazar novedades en sus pesquisas investigativas? No lo creo. Una respuesta afirmativa sería una generalización.
Es cierto que muchas de las historias de la filosofía latinoamericana o estudios sobre pensadores del pasado corroborarían algunas de las generalizaciones de Palti. No es un secreto que la historia de las ideas filosóficas, por ejemplo, estuvo obsesionada con el tema de la originalidad de la filosofía de la región, y que, en los estudios sobre el pensamiento colombiano, se ha desembocado en preguntas como: ¿fue Rafael Núñez positivista o antipositivista?, ¿fue liberal o conservador?, entre otras (Jaramillo, 1997), pero en realidad, no han sido esas las preguntas fundamentales, ni determinar ese tipo de cuestiones lo que ha interesado mayormente a la historia de las ideas.
Leopoldo Zea en El positivismo en México decía:
El positivismo fue traído a México para resolver una serie de problemas sociales y políticos, y no simplemente para ser discutido teóricamente. Su expresión teórica fue, por supuesto, desconocida por las masas sociales de México; pero no así su expresión práctica, que fue sentida en diversas formas, tanto por los conocedores de la doctrina como por los ignorantes de la misma. (Zea, 2014, p. 37)
Es decir, si las ideas son acciones, como decía Ortega, “que el hombre realiza en vista de una determinada circunstancia y con una precisa finalidad” (1971, p. 95), lo que interesa saber es el uso y el para qué de este, en otras palabras, preguntar por su función social. En este punto, lo que se hace necesario señalar es que la simplificación de Palti nada dice de los objetivos que se propuso la historia de las ideas en los años cuarenta, entre ellos: a) recuperar y dar a conocer toda una tradición de pensamiento producido en la región, el cual, como hasta hoy, es desconocido en parte en la enseñanza europeizada de las disciplinas y en las facultades de filosofía, con muy pocas excepciones; b) rescatar autores, temas y problemas discutidos en la historia de las ideas en el continente; c) generar conciencia de la reflexión emprendida por los intelectuales latinoamericanos en aras de comprender la identidad latinoamericana, la formación de estas naciones, los procesos de liberación; d) actualizar las demandas del pasado, los proyectos históricos, las luchas, y traer todo ello al presente, para ponerlo al servicio de la descolonización; y e) ampliar el horizonte de la comprensión de lo humano, como aparece claramente en el proyecto del ya citado Leopoldo Zea.
En otras palabras, es innegable el tinte político, liberador y descolonizador de la disciplina de la historia de las ideas, donde esas apuestas no quedaban simplemente como reliquias del pasado, sino que, como en Walter Benjamin, podían ponerse al servicio de la construcción de un mejor presente y porvenir. En el fondo, no solo se buscaba un mayor conocimiento de la región, de su historia filosófica, sino también, un autoconocimiento, así como la realización de utopías inconclusas. Las ideas, las luchas, los héroes no son fósiles, pueden actualizarse y traerse de vuelta para alumbrar el futuro. Esta es una forma de valorar sus esfuerzos y sus sacrificios. Decía Benjamin:
Articular históricamente el pasado no significa conocerlo tal y como verdaderamente fue. Significa apoderarse de un recuerdo tal y como relumbra en un instante de un peligro […] el don de encender en el pasado la chispa de la esperanza solo le ha sido concedido al historiador íntimamente convencido de que tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza. (2018, pp. 309-310)
Palti desconoce el carácter político de la empresa de la historia de las ideas, al igual que su carácter filosófico. En este último aspecto, el argentino desemboca en la misma postura del pensador colombiano Santiago Castro-Gómez (2011), cuando sostiene que la historia de las ideas se convirtió en un fin en sí misma que descuidó el hacer filosofía sin más. Y no es cierto, porque muchos de ellos se dedicaron también a hacer filosofía y produjeron obras inscritas en el llamado universalismo, por ejemplo, Lógica de la razón o lógica de la inteligencia, de Arturo Ardao; o Ética del poder y moralidad de la protesta, de Arturo Andrés Roig, para citar algunos ejemplos. Otra cosa es el valor o la calidad de esas producciones.
Igualmente, si la historia de las ideas filosóficas es historia de la filosofía, como pensaba Arturo Ardao (Acosta 2012), es posible afirmar, en este caso, que esa historia de la filosofía es filosófica, y que, como en Hegel, cada doctrina o sistema puede ser considerado como una contribución parcial al despliegue total de la verdad. Pero si se va más allá de las ideas puras, pues “no hay propiamente historia de las ideas abstractas” (Gaos, 1980, p. 20), y se pasa al plano histórico de esas ideas y sus repercusiones, sus usos, etc., como decía Zea, puede decirse que “la repercusión histórica de las doctrinas […] hace parte de la historia misma de la verdad de las propuestas filosóficas” (Tovar, 2017, p. 46). Desde este punto de vista
el análisis de la validez del positivismo no se agota en el estudio de las tesis de sus fundadores y la confrontación con las doctrinas rivales como la escolástica o el vitalismo, sino que incluye la consideración sobre sus efectos históricos, pero también propiamente filosóficos en su contexto europeo de nacimiento, así como en otras latitudes, por ejemplo, los países latinoamericanos. (Tovar, 2017, p. 46)
Esto es así porque “la cuestión intra-filosófica de la verdad solo se reconoce en los efectos históricos de verdad de cada doctrina” (Tovar, 2017, p. 47). Así que, desde los puntos de vista esgrimidos, el proyecto de historia de las ideas no nació muerto, ni está muerto, sino que es un proyecto filosófico y político aún vigente.
Conclusiones
No hay duda de la hondura y la relevancia de los análisis filosóficos de Palti. Su proyecto de los lenguajes políticos como una ampliación de la historia intelectual tiene un innegable reconocimiento en la región. Sin embargo, ese interés ha marcado el tipo de análisis que realiza, donde los aspectos del lenguaje, la semántica y la pragmática tienen un rol central. Palti, por ejemplo, ha sostenido que la diada “modelos” y “desviaciones” se deriva de la concepción lingüística misma de la historia de las ideas, donde el lenguaje es reducido “a su función meramente referencial” (Palti, 2007, p. 293), con ello las ideas son concebidas como representaciones de la realidad, creándose así el dualismo “idea” y “contexto”. Por eso, la idea-molde liberalismo, confeccionada en Europa, se traslada a América Latina, aparece como una “idea fuera de lugar” (Palti, 2007, p. 259). Pero desde este punto de vista, las ideas son ideas puras, eternas, y es imposible leer en ellas la huella de los contextos, los cuales tendrían que insertárseles de manera extrínseca.
Seguir la huella del contexto solo es posible si se amplía la noción referencial del lenguaje a un aspecto pragmático, aspecto en el cual la teoría del texto, como se vio, es fundamental. De ahí que la principal falla del historicismo consista en no poder dar cuenta de la manera como se vinculan idea y contexto, y creer, propiamente, que las ideas tienen historia, cuando no la tienen, tal como también ha sostenido entre nosotros Castro-Gómez. Sin embargo, esa misma postura la sostuvieron Ortega y José Gaos, lo que los llevó a aclarar que las ideas de las cuales hablaron no eran las ideas platónicas puras, pues estas, y los enunciados sobre la realidad, se hacen efectivos en el acto mismo enunciativo, es decir, que aquí se tiene en cuenta tanto el acto mismo de enunciar como lo enunciado. Por eso, dice Ortega (1971): “Toda idea está inscrita irremediablemente a la situación o circunstancia frente a la cual representa su activo papel y ejerce su función” (p. 96); o, lo que es lo mismo, solo en esa circunstancia se capta su sentido, su concreción, de lo contrario, permanecerá como “idea pura” inaccesible.
Desde luego, no se trata de equiparar forzadamente las posturas. La historia de las ideas, como se mostró, ha mantenido un interés más práctico, político y emancipatorio, aspectos en los cuales el papel del sujeto inmerso en su circunstancia, con su razón, sentimientos y voluntad, así como las propuestas humanistas y emancipatorias (Guadarrama, 2013) y el pensamiento utópico, han sido fundamentales. Si la utopía es un faro para la praxis social, a la vez que crítica negativa del presente (Botero, 2005), su necesidad aparece impostergable en América Latina. Y lo es porque se trata de colocar al sujeto en la realidad contradictoria, tensional, determinar las limitaciones teóricas e históricas de ese sujeto situado históricamente, y detectar las potencialidades inscritas en el presente, construyendo así, en esa relación de conocimiento, una “metodología de lo posible” (Zemelman, 2005, p. 134) para cambiar la realidad misma. Este tipo de apuestas es lo que no se comprende, ni se enfatiza, o se invisibiliza en la genealogía y en el tipo de análisis que realiza Palti.
Por último, no se trata de que la historia intelectual le corrija la plana a la historia de las ideas, o de afirmar que el giro hacia el lenguaje de Roig es de carácter lingüístico realizado a medias, como sostiene Castro-Gómez (2020), pues no llega al concepto de episteme de Foucault. De esta manera, se termina cayendo en el normativismo que desde la genealogía o desde la historia de los lenguajes se suele criticar. En estricto sentido sería un “antinormativismo normativista” (Tovar, 2017, p. 55) o, en suma, una contradicción performativa con la cual autores como Skinner, Palti, Castro-Gómez, y hasta Foucault, “controvierten sus propios supuestos metodológicos” (p. 55). Por lo demás, al pasado hay muchas maneras de acercarse y cada metodología tiene sus énfasis, sus miradas y sus perspectivas privilegiadas. De ahí que no se trata, finalmente, de desechar una metodología supuestamente vieja y sustituirla por una nueva. Esto es así, porque, más bien, en las condiciones epistemológicas actuales, el pluralismo metodológico es sumamente saludable y le apuesta a la convivencia y complementariedad de perspectivas distintas.