El proceso de individuación para Gilbert Simondon
Gilbert Simondon1 (1924-1989) fue un filósofo francés conocido por su teoría sobre la individuación del ser en general y del ser humano en particular. Fue profesor de filosofía y física a la vez, y dirigió durante 20 años un laboratorio de psicología general y tecnología. Su primera obra, La individuación a la luz de las nociones de forma y de información, escrita en 1958 como tesis doctoral, solo fue publicada en su totalidad hasta el año 2005, dado que en la actualidad se están recuperando los aportes del autor y se le está dando una amplia acogida a su pensamiento. Su segundo trabajo, titulado Sobre el modo de existencia de los objetos técnicos, sí fue publicado el mismo año (1958). En su obra La individuación. A la luz de las nociones de forma y de información ([2005] 2009), critica las dos vías principales según las cuales puede ser abordada la realidad del ser como individuo: el sustancialismo, que considera al ser como una unidad indivisible, y el hilemorfismo, para el cual el individuo surge a partir del encuentro entre una forma y una materia. Estas dos concepciones proponen que existe un principio de individuación anterior a la individuación misma, es decir, las condiciones de existencia del individuo ya están dadas de antemano y este se esfuerza por alcanzarlas (Henao, 2016). Así, “en los dos casos existe una zona oscura que recubre la operación de individuación” (Simondon, 2009, p. 25).
Simondon propone adentrarse en esta zona oscura al estudiar el proceso mismo de individuación (Penas, 2014). Según Heredia (2015), Simondon se embarca allí en la construcción de una ontogenética distinta al enfoque estructuralista y holístico, a partir de una visión psicosocial desde la cual se piensa entre lo psíquico y lo colectivo, más que solo el individuo o la sociedad y más que la interacción de ambos. Para estos autores no hay que pensar al individuo aisladamente ni en términos estáticos, sino a partir de las relaciones que lo entretejen y el devenir (Heredia, 2012; Penas, 2014). La ontogénesis consistiría entonces en el estudio del devenir del ser, más que solo el estudio de la génesis de los individuos y del ser como algo ya dado (Penas, 2014; Vargas y Gil, 2015).
La individuación no produce como resultado únicamente al individuo, sino que forma también al medio asociado. El individuo es, entonces, una cierta fase del ser que posee una realidad preindividual con unos potenciales que la individuación no alcanza a consumir. El ser está en devenir y por lo tanto tiene la capacidad de desfasarse en relación consigo mismo y de resolver sus tensiones, entendido el desfase como el cambio de un estado a otro, es decir, el devenir (Zuluaga, 2014). En palabras de Simondon:
El devenir es una dimensión del ser que corresponde a una capacidad que tiene de desfasarse en relación consigo mismo, de resolver al desfasarse; el ser preindividual es el ser en el cual no existe fase; el ser en el seno del cual se consuma una individuación es aquel en el cual aparece una resolución por repartición del ser en fases, que es el devenir; el devenir no es un marco en el cual existe el ser; es dimensión del ser, modo de resolución de una incompatibilidad inicial rica en potenciales. (2009, pp. 26-27)
Las fases en las que se distribuye el ser son: lo físico, lo viviente, lo psíquico y lo colectivo. Los individuos son soluciones parciales a tensiones entre niveles o discontinuidades del ser (Bardin, 2015a; 2015b; Combes, [1999] 2013). Para Heredia, “el individuo es la instancia a partir de la cual dos órdenes de magnitud dispares (micro y macro) se comunican -en el marco de una realidad de magnitud media asociada al individuo: el medio-” (2012, p. 54).
El individuo no es siempre idéntico a sí mismo, aunque siga siendo él mismo, sino que su identidad está en devenir y puede transformarse y transformar su medio de acuerdo con la relación con este y la resolución que haga de las tensiones mediante la transducción: una operación que se da a nivel físico, biológico, psíquico y colectivo, en la cual una actividad se propaga a través de un dominio específico, permitiendo que se estructuren regiones que servirán de principio de constitución a otras regiones y darán pie a nuevas transformaciones; así, una fase del ser encuentra en otra su principio de constitución, actuando la fase anterior como germen estructural que permite iniciar el proceso (Chabot, 2003; Toscano, 2006); se trata de una dialéctica entre lo instituido (lo que se conforma) y lo instituyente (el devenir) (Henao, 2016). En esta misma vía, Simondon propone la allagmática, del griego allagè ‘cambio’ y màthema ‘conocimiento’ (Bardin, 2015a), como una teoría de las operaciones que producen o modifican una estructura y promueven metaestabilidad (Penas, 2014). “La operación es el complemento ontológico de la estructura y la estructura el complemento ontológico de la operación” (Simondon, [2005] 2014, p. 470). Así, la operación permite la transformación de la estructura en otra, pero esta nueva estructura está investida, permeada, por la anterior.
Justamente, la individuación no se corresponde con el despliegue del ser de acuerdo con una sustancia, sino que tiene como base otras individuaciones anteriores y mantiene la posibilidad de desfasarse. Para Vargas, la individuación implica “el desfasamiento; el darse del ser por fases” (2014, p. 37). El ser no se opone al devenir, deviene al resolver sus tensiones, se desfasa para continuar o comenzar su proceso de individuación en relación con su medio (Heredia, 2012); el ser y el devenir son mutuamente interdependientes, la individuación es el encuentro entre estas dos dimensiones, donde la existencia de una posibilita la otra (Chabot, 2003). Para Zuluaga, “el devenir es el transcurso del ser (conjugado equivaldría al siendo), el ser es el presente del devenir” (2014, p. 20). De igual forma, para Ramírez:
Si llamamos pasado a ese antes que ya no persiste y porvenir al desarrollo del comienzo que se da en el ahora, comienzo que es el principio del futuro y el germen del porvenir, el presente sería “la intersección del pretérito y el futuro”, esto es, el ser que, sumado a lo contingente o accidental que va ocurriendo, constituye el devenir. (2012, p. 117)
A nivel físico, el proceso de individuación se da en relación con la materia y la forma, o más bien describe la operación a través de la cual una materia ha adquirido forma en un cierto sistema de resonancia interna; para Chabot (2003), se combinan la forma y la acción en una sola idea: la formación. Por ejemplo, el ladrillo de arcilla no es tal únicamente por su materia o su forma, sino a partir de unas especificidades de la arcilla y del molde, como la plasticidad, la flexibilidad, etcétera, o incluso algunas particularidades microfísicas o moleculares; y a partir también de asuntos externos como la temperatura, la actividad del hombre que lo forma, etcétera, se constituye como tal, es decir, a partir de la relación entre lo intrínseco, lo extrínseco y lo azaroso (Cfr. Cárdenas, 2013, p. 8). Así, “la individuación como operación no está ligada a la identidad de una materia, sino a una modificación de estado” (Simondon, 2009, p. 108).
En este caso, es necesario que la energía potencial contenida en este sistema disminuya en su totalidad (aumento de la entropía) para que el individuo pueda pasar a un estado de estabilidad, es decir: se emplea toda la energía del sistema en esta estructuración, se efectúan todas las transformaciones posibles y ya no existe ninguna tensión. Esta sería la individuación completa, sin embargo, los individuos no son sistemas cerrados, sino que están en constante relación con su medio, esto es, a su vez pertenecen a un sistema (Bardin, 2015b). Por tanto, no existe el individuo perfecto y completamente individuado, este es una abstracción, pues cuando un sistema consume toda su energía potencial solo le queda el deterioro, como en el caso del ladrillo de arcilla ya terminado o del ser humano cuando muere. Asimismo, plantea Simondon que:
Para un objeto, el hecho de formar parte de un sistema define la posibilidad de acciones mutuas en relación con los demás objetos que constituyen el sistema, lo que hace que la pertenencia a un sistema se defina por una reciprocidad virtual de acciones entre los términos del sistema. Pero la realidad de la energía potencial no es la de un objeto o una sustancia consistente en sí misma y “que no tiene necesidad de ninguna otra cosa para existir”; ella tiene necesidad, en efecto, de un sistema, es decir, al menos de otro término. (2009, p. 93)
Entonces, no se puede analizar la génesis de un individuo solo en relación consigo mismo, sino que su singularidad se ve influida por el sistema y la información que recibe de este (Vaccari, 2010); además, se necesita que en un sistema haya fuerzas en tensión y energía potencial para que este se mantenga. En tal sentido, “un sistema contiene energía potencial cuando no está en su estado de mayor equilibrio” (Simondon, 2009, p. 96). Ahora bien, los individuos no se encuentran en estado de equilibrio estable sino metaestable, es decir, mantienen un resto de energía potencial que les permite seguir desarrollándose y complejizándose (Styhre, 2010). Para Stiegler (2012), el individuo se mantiene en tensión, que quiere decir inacabamiento; en el caso del individuo psicosocial, esto es una ralentización de su fin.
Así, los objetos que constituyen un sistema solo pueden llegar a efectuar individuaciones incompletas, es decir, grados de estructuración que no consumen toda la energía potencial del estado inicial no estructurado; solo pueden devenir en un equilibrio metaestable pues siempre conservan energía potencial. Esto sucede, por ejemplo, en algunas estructuras cristalinas las cuales, dependiendo de la relación entre las condiciones del medio y las condiciones internas, es decir, del intercambio energético que exista, pueden devenir en un equilibrio metaestable, pueden guardar potenciales capaces de llevar a un cambio de forma o de estado,2 lo cual evidencia que además de la estructura de la forma y la materia, el sistema contiene potenciales energéticos que conforman su singularidad o realidad preindividual.
Para Gil, “en lugar de lo eterno y el fluir continuo, en la individuación acontecen equilibrios metaestables sucesivos, dentro de un sistema que está compuesto por el individuo y el medio del cual emerge” (2016, p. 46). El individuo es rico en potenciales, está en vías de individuación a partir de una realidad preindividual que lo articula con su medio, así, el ser es relación; el individuo completo, totalmente individuado, sustancial y vacío de sus potenciales es una abstracción; el individuo está en devenir, posee una relativa coherencia en relación consigo mismo, una relativa unidad y una relativa identidad, es un resultado parcial del proceso de individuación, además de ser agente del mismo (Bardin, 2015a; Penas, 2014). Se podría hablar mejor de niveles de individuación más o menos elevados, en la medida en que la realidad preindividual del individuo da cuenta de una mayor articulación con su campo o su medio, es decir, cuando se han podido realizar mediaciones que desarrollan las potencialidades de la realidad preindividual en relación con su entorno.
Por otro lado, en los seres vivientes, a diferencia del ladrillo de arcilla, la individuación no posee un único resultado, sino que el resultado obtenido en una primera operación de individuación se convierte en principio de individuación posterior; por esta razón se hace la analogía con algunas estructuras cristalinas (Penas, 2014). Para Henao “el común denominador entre el cristal y el viviente es que para crecer dentro de un campo o medio es necesario que cada capa o fase sirva de principio o apoyo para la siguiente” (2016, p. 23). “El ser viviente, luego de haber sido iniciado, continúa individuándose él mismo; es a la vez sistema individuante y resultado parcial de individuación” (Simondon, 2009, pp. 62-63). Los seres vivientes realizan continuamente procesos de individuación y de transducción para resolver tensiones o problemas existenciales, así:
Lo viviente resuelve problemas, no solamente adaptándose, es decir modificando su relación con el medio (como puede hacer una máquina), sino también modificándose él mismo, inventando nuevas estructuras internas, introduciéndose él mismo completamente en la axiomática de los problemas vitales. El individuo viviente es sistema de individuación, sistema individuante y sistema individuándose; la resonancia interna y la traducción de la relación consigo mismo en información están en este sistema de lo viviente. (Simondon, 2009, p. 31)
En el caso de los seres vivos, estos organizan la información que reciben del medio continuamente mediante procesos de integración y de diferenciación. La integración corresponde al uso de la representación para almacenar información que es recuperada de acuerdo con la necesidad, y la diferenciación alude a la actividad que emplea las energías adquiridas y almacenadas.
La resolución de las tensiones con el medio o transducción se realiza en los seres vivos mediante los diferentes sistemas que existen en ellos, por ejemplo, mediante la afectividad o la emoción. El viviente se sostiene resolviendo sus tensiones por medio de la individuación y de la transducción, llevándolas a un estado de metaestabilidad en lugar de anularlas en el equilibrio total y la estabilidad, pues solo la muerte resolvería todas las tensiones. La individuación vuelve compatibles las tensiones por medio de la mediación entre ellas, teniendo en cuenta que una tensión solo puede volverse significativa a través del descubrimiento de un conjunto estructural y funcional más elevado, es decir, por medio de una articulación que vaya en la vía de la complejización del individuo (neguentropía). Para Heredia, “los sistemas vivos implican neguentropía, es decir, conjuran la entropía de su sistema incorporando energía del exterior y reproduciendo un orden metaestable que es condición de vida” (2012, p. 61). Al respecto, plantea Simondon que:
Si la aparición del individuo hace desaparecer este estado metaestable disminuyendo las tensiones del sistema en el cual aparece, el individuo deviene por entero estructura espacial inmóvil e inevolutiva: es el individuo físico. En cambio, si esta aparición del individuo no destruye el potencial de metaestabilidad del sistema, entonces el individuo es viviente, y su equilibrio es el que mantiene la metaestabilidad: se trata en este caso de un equilibrio dinámico, que supone en general una serie de estructuraciones sucesivas nuevas, sin las cuales el equilibrio de metaestabilidad no podría ser mantenido. (2009, pp. 351-352)
Justamente, cuando la transducción ya no puede realizarse más desde lo afectivo-emotivo, puede organizarse y efectuarse mediante funciones perceptivo-activas propias de lo discursivo o lo psíquico; por ejemplo, en la vida cotidiana el ser humano toma decisiones y resuelve tensiones de forma automática mediante la afectividad o la emoción, sin embargo, cuando no logra resolverlas de esta manera puede pasar a una toma de decisiones deliberada o consciente, caracterizada por incluir funciones perceptivas e incluso el razonamiento. Para Gigerenzer (2007), sería erróneo asumir que todos nuestros procesos mentales son conscientes o deliberados pues muchos de ellos están basados en instintos o intuiciones. Asimismo, para Bargh y Chartrand (1999), la mayor parte de la vida de un sujeto no está determinada por sus intenciones conscientes y decisiones deliberadas sino por procesos mentales automáticos que se activan por ciertas características del entorno. También, para Damasio ([1994] 2007) existen unos marcadores somáticos que son señales en el cuerpo y representaciones disposicionales que pueden llevarnos a rechazar automáticamente un curso de acción, de manera que son adaptativos pues aumentan probablemente la precisión y la eficiencia del proceso de decisión, lo cual permite elegir entre un menor número de opciones mediante un proceso posterior de razonamiento y análisis, aunque no es necesario llegar hasta el razonamiento en todos los casos. Igualmente, para Heredia (2012) no siempre se llega hasta lo perceptivo pues puede haber una transducción afectiva. Simondon explica que:
Todos los problemas de lo viviente no pueden ser resueltos por la transductividad simple de la afectividad reguladora; cuando la afectividad ya no puede intervenir como poder de resolución, cuando ya no puede efectuar esta transducción que es una individuación perpetuada en el interior de lo viviente ya individuado, la afectividad abandona su papel central en lo viviente y se organiza junto a funciones perceptivo-activas; una problemática perceptivo-activa y una problemática afectivo-emocional llenan entonces lo viviente; el recurso a la vida psíquica es como una ralentización de lo viviente que lo conserva en estado metaestable y tenso, rico en potenciales. (2009, pp. 241-242)
El psiquismo se pone en juego cuando el individuo está obligado a intervenir él mismo para resolver su problemática a través de su acción, es decir, como sujeto; el sujeto es, entonces, “la unidad del ser en tanto viviente individuado” (Simondon, 2009, p. 33). El ser humano es a la vez un elemento y una dimensión del mundo, por tanto, los problemas que resuelve no se quedan únicamente en sí mismo, sino que integran una serie de individuaciones que comprometen cada vez más realidad preindividual y la incorporan en relación con el medio. Para Heredia (2015), la realidad es siempre psicosocial y está en constante devenir, por lo tanto, el sujeto es a la vez “teatro y agente de individuación” (Simondon, 2009, p. 394) y condensa las tres fases del ser: lo físico, lo biológico y lo transindividual. De acuerdo con Montebello (2013) y Vargas y Gil (2015), para poder ser, se participa activamente en las dimensiones del Ser: a mayor participación, mayor individuación. También para Gil (2014), la individuación está referida al proceso mediante el cual un sujeto singular se despliega, es decir, deviene y actualiza sus potencialidades en interdependencia con su entorno. “La categoría sujeto, en la teoría de Simondon, excede al individuo y solo se despliega como experiencia colectiva a través del potencial no realizado en cada singularidad” (Vargas y Gil, 2015, p. 72).
Los procesos singulares de afectividad y percepción pueden regularizarse y comenzar a funcionar a nivel social; por ejemplo, ha llegado a regularizarse la especificidad de las tensiones que se resolverían desde lo psíquico, como el hecho de que existe un instinto de muerte complementario a otro genésico, y estas mismas tendencias se encuentran en lo social o colectivo. Ramírez (2011) se refiere a esto mencionando que lo peculiar alude a lo azaroso o aleatorio que ocurre en una singularidad, y cuando este evento interactúa con las condiciones y regularidades del entorno singular va produciendo una peculiaridad con nuevas regularidades, y a su vez estas pueden perpetuarse y replicarse en otras singularidades que, incluso, podrían volverse universales.
Para Gil (2016), cuando una peculiaridad logra ser articulada en el entorno, esto puede ser tomado como el culmen de la singularización: aportar lo propio sin imponerlo, sin decir que todo es susceptible de ser articulado o de estar en armonía con lo colectivo. La individualidad no la determina, entonces, la separación biológica de la madre, sino la autonomía funcional que posteriormente deriva en interdependencia, la cual conlleva una posibilidad no solo de modificar el medio, sino de que el individuo se modifique a sí mismo y a los objetos mediante su actividad. La información que el individuo recibe del medio y el desarrollo de las potencialidades propias se oponen a que haya una degradación total de la energía potencial en el sistema, por tanto, le permiten continuar viviendo y desarrollándose en su medio. Para Stiegler, “la metaestabilidad da cuenta de la individuación psicosocial como diferimiento de una identidad individual nunca plenamente constituida” (2012, p. 137). De este modo, la percepción es un proceso esencial en lo psíquico, implica inventar y mantener una organización o una forma, es decir, desarrollar los potenciales en conjunto con el medio, pues este no es una realidad exterior completamente constituida y separada del sujeto. Entonces, “el individuo se individúa en la medida en que percibe seres, constituye una individuación a través de la acción o la construcción fabricadora, y forma parte del sistema que comprende su realidad individual y los objetos que percibe o constituye”
(Simondon, 2009, p. 366).
La acción materializa la percepción como la emoción materializa la afectividad. Para que la acción y la emoción sean compatibles o evidencien una sinergia, deben estar acompañadas de una individuación de nivel superior: la individuación de lo colectivo o lo transindividual.
Al constituirse una individualidad, se integran lo somático y lo psíquico, haciendo que no exista un estado puramente somáti co o puramente psíquico. Esta es la individuación primera a partir de la cual se comienza un proceso de individualización, que es una prolongación de la individuación vital pero que no está totalmente determinada por esta. Este proceso es el que da cuenta de las características particulares de un individuo (Penas, 2014). El individuo es, entonces, portador de cierta carga de realidad preindividual y encuentra en otros una carga distinta de dicha realidad; la individuación que surge de allí puede articular a varios individuos y hacer surgir estructuras y funciones que antes no podían producirse, esto es lo transindividual: “aquello que está tanto en el exterior del individuo como dentro suyo; de hecho, lo transindividual, al no estar estructurado, atraviesa el individuo” (Simondon, 2009, p. 453). Al respecto menciona Combes (2013) que solo existen dos tipos de individuos: los físicos y los vivientes, por lo tanto, no hay como tal una individuación psíquica sino una individualización del ser vivo que da lugar a lo psicosomático. Para Gil (2014, 2016), cada sujeto tiene una historia y unas determinaciones biológicas y discursivas que se conjugan con eventos azarosos y contingentes. Para que esta singularidad se despliegue o se actualice se requiere la participación de otros, recordando que se está en interdependencia con ellos; la convergencia entre estos factores determinantes y contingentes es la singularización, la cual atraviesa varios niveles: conformación, individuación, individualización, transindividuación. En este mismo sentido, Heredia (2012) menciona que Simondon distingue tres niveles del proceso psíquico: la individuación psíquico-colectiva, la individualización y la personalización, que constituye un compuesto de individuación e individualización, de aquello que cambia y permanece en la personalidad. Y a lo anterior Gil agrega que “lo transindividual comienza con la propia individuación: no es posible devenir en verdadera colectividad si cada uno no se ocupa, también, de sí mismo” (2016, p. 76).
Se podría llamar naturaleza a la realidad preindividual que el individuo lleva consigo y que es posible articular con otros. Para Bardin (2015b) y Heredia (2012, 2015), esta es del orden de lo potencial, lo energético y lo indeterminado, no está determinada teleológicamente. Lo colectivo es una individuación que se da gracias a que existe una carga energética en los sujetos que no puede ser resuelta desde su interior, sino que debe ser desplegada hacia el colectivo; allí se da, entonces, una articulación de lo potencial en los sujetos, esto es, una cooperación sociopolítica (Virno, [2003] 2004); así, los grupos se conforman no solamente a partir de lo que los individuos ya son, sino también de lo que pueden llegar a ser.
Para Vargas y Gil (2013) y Virno ([2006] 2011), la naturaleza se refiere a algo colectivo que se expresa en una multiplicidad de sujetos singulares que le añaden a lo común su singularidad o su peculiaridad, es decir, una sinergia o generación de energía que es más que la suma de las partes: una multitud. El individuo no alcanza en sí mismo a encerrar todo lo común, sino que esto se evidencia en el ‘entre’ de los individuos (Virno, 2009).
No obstante lo dicho anteriormente sobre la naturaleza, para Ramírez (2011), en la peculiaridad hay un resto que no se regulariza ni se transmite, es lo peculiarísimo, como la impronta del azar sobre el cuerpo, jamás susceptible de ser articulada y que constituye uno de los aspectos diferenciadores entre un individuo y otro (Gil, 2016).
Lo colectivo no se refiere entonces a algo universalizante ni individualizante, sino al entre que se encuentra en los individuos, es decir, un intento por conformar un nosotros que no niega las diferencias, sino que busca que sean una tensión creativa que permita una posible articulación, esto es, una transindividuación (Gil, 2016; Vargas y Gil, 2013, 2015). Para Stiegler y Lebedeva (2009) y Stiegler y Rogoff (2010), la transindividuación es un proceso de co-individuación en el que lo singular (psíquico) y lo colectivo se transforman mutuamente.
La angustia, como estado afectivo negativo, evidencia el esfuerzo que hace el sujeto para resolver la tensión entre lo individuado y lo preindividual dentro de sí mismo sin mediación, pero esta carga preindividual no puede ser resuelta desde lo individual, sino solamente en la relación con otros; es, entonces, una experiencia que impulsa al individuo a asumir lo transindividual y se vivencia como una incompatibilidad entre la problemática afectiva y la problemática perceptiva (Combes, 2013; Gil, 2016; Heredia, 2012).
La patología, desde esta perspectiva, existe cuando el sujeto no puede formar con otros una red de significaciones en lo transindividual; cuando se piensa como individuo puro, indivisible, terminado y aislado (Cfr.Bustos, 2012, p. 2; Corripio, 1979, p. 245); cuando se siente por fuera de la red, solo o aplastado completamente por ella, o dueño y amo de todo, y por tanto se relaciona con los otros como si fueran objetos, no tiene en cuenta las convenciones sociales y se guía únicamente por sus instintos tanáticos (Chabot, 2003). En otras palabras, no se con-forma con los demás, con el medio, no adquiere forma con otros. Para Heredia (2015), los actos significativos son aquellos que resuenan en esta red de significaciones e instituyen normas desde una perspectiva y con un sentido psicosocial (ético). Co-construir normas implica que, después de analizarlas, exista una resonancia interna con ellas, ya que se tiene la convicción de existencia y utilidad. También para Gil (2014), en lo psíquico el otro es agente de individuación (transindividuación), y ambos pueden ir más allá de sus propias determinaciones como sujetos responsables de lo que dicen y de lo que hacen gracias a que el lenguaje les permite tener autoconsciencia y memoria colectiva o cultural, es decir, les permite acceder a una dimensión ética. Desde la perspectiva de Gil: “para Simondon, un individuo maduro es quien participa y crea lo colectivo, favorece el entre de los individuos, el encuentro que permite dar significación” (2016, p. 79) pues:
La independencia llevada al extremo conduce fácilmente al egoísmo y al aislamiento que no valora su entorno como contexto y motor del desarrollo propio; la dependencia sin autonomía inhibe las potencialidades y delega la responsabilidad en el otro. La ética de la individuación es individuarse, es desplegar potencialidades y realizarse: para sí, desde sí, con otros y para otros. (Gil, 2014, p. 3)
De esta manera, decimos que no hay un único estado posible en el cual un ser puede organizarse y realizarse. Por ejemplo, el ser humano existe en lo físico, atraviesa lo viviente y llega hasta lo psíquico y lo colectivo; es esta la capacidad que tiene de desfasarse con respecto a sí mismo, pues no es sustancia sino que está en devenir. Para Gil (2016), lo dicho anteriormente converge en lo que se ha denominado etiología psíquica: factores biológicos, discursivos y ocasionales que conforman el alma, entendida como cultura encarnada, y agrega que la identidad se entiende más como proceso que como estado, que acontece y se encarna como individualización en cada quien, con sus determinaciones (biológicas, discursivas, históricas) y sus posibilidades de elegir dentro de unos márgenes de indeterminación siempre presentes. Así, “una verdadera ética sería aquella que tomara en cuenta la vida corriente sin adormecerse en lo corriente de esa vida, aquella que supiera definir a través de las normas un sentido que las supere” (Simondon, 2009, p. 496). Se trata de tener en cuenta las normas presentes pero también de permitir que continúe el proceso de individuación para que, tal vez en el futuro, puedan darse equilibrios metaestables más armoniosos (Landes, 2014; Vargas y Gil, 2015).
La ética es, entonces, metaestable pues está en devenir y no es anterior al sistema conformado por el individuo y el medio, sino que se constituye a medida que surgen nuevos problemas en vías de resolución (Gil, 2014; Parra, 2014).
En el siguiente apartado, profundizaremos en la imaginación, la percepción y la invención como conceptos claves que evidencian la comunicación que se da entre los distintos niveles del ser, pues atraviesan lo físico, lo biológico y psíquico, y por ende dan cuenta de la individuación a un nivel transindividual. La capacidad de invención, que se da gracias a la representación de imágenes, concretiza la institución de nuevas normas en el devenir, y por tanto es necesario revisar estas nociones desde Simondon para posteriormente contrastar su propuesta con el proceso de individuación tal como ha sido entendido por algunos autores desde determinadas tradiciones psicológicas y psicoanalíticas.
La invención como una forma de individuación
Imaginación e invención ([2008] 2013) es una obra de Simondon basada en un curso que llevaba el mismo nombre y que fue dictado entre 1965 y 1966. Allí plantea la importancia de las imágenes físicas, biológicas y mentales, y propone un ciclo del devenir de las mismas desde la anticipación hacia la invención.
Para Simondon (2013), la motricidad precede a la sensorialidad, es decir, la relación entre el individuo y el medio no se da en un principio a partir de respuestas a estímulos, sino que esta relación ya ha sido preparada por la actividad espontánea del individuo en el curso de su crecimiento. Esta motricidad espontánea se da gracias a una capacidad del sistema nervioso de hacer surgir movimientos que no son respuestas a estímulos, pero que permiten conformar esquemas de conductas para poder abordar posteriormente la relación con el medio de manera activa. La primera forma de la imagen tiene, entonces, un contenido motor y cumple una función anticipatoria de la percepción.
Así, el encuentro entre los estímulos que el individuo puede recibir como informaciones del medio, junto con la iniciativa propia del individuo, a partir de una fuente endógena motora que va al encuentro con dicho medio, dan lugar a una relación perceptivamotriz con él, y este encuentro contiene un componente azaroso pues ni la información del medio que recibe un individuo ni la forma en que la recibe están totalmente determinadas.
La actividad psíquica se desarrolla solamente en un medio ya explorado y organizado según el modo biológico; este medio se ha convertido en territorio, es decir, ha sido inventariado y ordenado según categorías primarias de ataque, de defensa, etcétera. De este modo, la actividad psíquica del individuo no requiere de su entero compromiso en cada situación, sino que apela al sistema nervioso y a los órganos de los sentidos para su funcionamiento de forma automática.
Cuando el medio ya se ha convertido en territorio, es tratado por el individuo según un modo secundario (psíquico), es decir, aquél pasa de imaginar las situaciones sin un objeto específico a representar los objetos. Luego, el modo lógico o formal aparece cuando los objetos son tomados como soporte de diversas formas de relación con el medio. La función anticipatoria y motriz de la imagen permite despegarse del presente y moverse hacia el porvenir buscando realidades que el presente no entrega: este es el primer ciclo de las imágenes, la imagen como anticipación. Para Simondon, la imagen es presentada como “una mediación, o más precisamente, como una realidad intermedia entre sujeto y objeto, concreto y abstracto, pasado y porvenir” (Montoya, 2006, p. 43).
Además de anticipatoria, la imagen tiene asimismo un contenido perceptivo cognitivo que se emplea cuando el medio ya se ha convertido en territorio, cuando actúa con mayor frecuencia un funcionamiento psíquico: este es el segundo ciclo de las imágenes. La percepción, a través de la constancia, permite captar los objetos como formas con características definidas, más allá de la relación variable y cambiante que ellos mantienen con el individuo y a pesar de otras condiciones del medio, como la orientación, la iluminación, etcétera. La imagen es como un objeto virtual cuya aparición es anticipada a partir del entorno, con cierto color, tamaño y forma; el objeto es percibido y comparado porque existe esta imagen, pudiéndolo captar como constante aunque esté en desplazamiento. Lo que se podría llamar ‘intuición’ sería la capacidad de captar un gran número de datos sutiles y tomarlos en cuenta sin tener que nombrarlos o enumerarlos, porque ya se tiene un gran conocimiento del objeto o del territorio.
Las distorsiones perceptivas no provienen del objeto como tal, sino de la introducción de imágenes por parte del individuo, esto quiere decir que las imágenes perceptivas se encuentran aún en estado metaestable. La propia percepción puede no corresponder con el estado más probable del objeto, pues aquélla incluso puede ser reversible, puede cambiar espontáneamente. Lo que hace imagen en un conjunto perceptivo no son los elementos que componen el objeto, ni el conjunto resultante, sino el grado de compatibilidad del objeto con la realidad que lo rodea. Una imagen puede ser ‘pregnante’3 en la medida en que aporta novedad en la forma de ordenar sus regularidades y diferencias, es decir, en su singularidad, teniendo en cuenta aspectos accidentales. Lo pregnante no debe ser siempre lo más irregular, pues en los casos en donde hay un ambiente caótico, lo pregnante sería la regularidad, aquello que juega en un momento el rol de mediador entre términos extremos para volverlos compatibles o articularlos, pero sí se requiere que haya heterogeneidad para que surja algo nuevo pues “sin diferencia no puede haber génesis” (Penas, 2014, p. 231).
Gracias a que la imagen aporta nueva información, permite resolver las tensiones con el medio de diversas formas; por ejemplo, en el desarrollo del niño la incorporación imaginaria de un objeto o persona amada u odiada constituye la base para posteriores reacciones afectivo-emotivas en determinadas situaciones. Así, la adquisición de valencias afectivo-emotivas podría instituirse en todas las ocasiones en las que el sujeto se encuentra en una situación nueva, donde la falta de estructuras previas deje cierto margen de indeterminación a la conducta. Este contenido afectivo-emotivo es el inicio del tercer ciclo de las imágenes. Al respecto menciona Simondon que:
En las situaciones de urgencia y de inquietud, o más generalmente de emoción, las imágenes toman todo su relieve vital y conducen la decisión; estas imágenes no son percepciones, no corresponden a lo concreto puro, puesto que, para elegir, hace falta estar a cierta distancia de lo real, no encontrarse ya comprometido; lo semi-concreto de la imagen conlleva aspectos de anticipación (proyectos, visión del porvenir), contenidos cognitivos (representación de lo real, ciertos detalles vistos u oídos), finalmente contenidos afectivos y emotivos; la imagen es una muestra de vida, pero permanece parcialmente abstracta a causa del aspecto incompleto y parcial de dicha muestra. (2013, p. 16)
Cuando existe un intercambio intenso entre el individuo y una situación, el individuo guarda una imagen-recuerdo de ella que integra tanto contenidos cognitivos como afectivo-emotivos; a esta imagen-recuerdo se le llama símbolo. El símbolo posee en sí mismo una tendencia a desarrollarse en acción y es más complejo que la imagen pues evidencia la tensión constante entre caracteres divergentes, como son lo individual y lo social. Las imágenes tienen un carácter a la vez objetivo y subjetivo y pueden emerger y desarrollarse de forma no consciente en el sujeto.
Dada esta tendencia del símbolo a desarrollarse en acción, la invención en la actividad humana no es una novedad absoluta o brusca, sino que se da de manera progresiva mediante el recurso a objetos intermediarios: el propio cuerpo, la imitación simbólica, luego pequeños objetos concretos y así sucesivamente. La imagen se convierte en símbolo cuando no se queda únicamente como imagen-recuerdo sino que permite tensión y compatibilidad entre dos posibilidades; así, lo que estaba en otros puede pertenecer virtualmente al individuo, al mismo tiempo que él pierde lo que estaba en su pertenencia. El símbolo se manifiesta solo como poder de acción, aunque no todas las imágenes-recuerdo se formalizan en símbolo. En la enfermedad mental, por ejemplo, los símbolos son tomados como lo real objetivo (no se metaforiza), o bien pueden habitar al sujeto, quien se siente poseído y pierde su libertad de acción. Esta imagen a posteriori, o símbolo, finaliza el tercer ciclo de las imágenes y provee las bases para el cuarto: la invención. Resumiendo, dice Simondon que:
La imagen mental es como un subconjunto relativamente independiente al interior del ser viviente sujeto; en su nacimiento, la imagen es un haz de tendencias motrices, anticipación a largo plazo de la experiencia del objeto; en el curso de la interacción entre el organismo y el medio, se convierte en sistema de recolección de las señales incidentes y permite a la actividad perceptivo-motriz ejercerse según un modo progresivo. Finalmente, cuando el sujeto es separado nuevamente del objeto, la imagen enriquecida con aportes cognitivos e integrando la resonancia afecto-emotiva de la experiencia, se convierte en símbolo. Del universo de símbolos interiormente organizado que tiende a la saturación, puede surgir la invención que es la puesta en funcionamiento de un sistema dimensional más potente, capaz de integrar más imágenes completas según el modo de la compatibilidad sinérgica. Tras la invención, cuarta fase del devenir de las imágenes, el ciclo recomienza por una nueva anticipación del encuentro con el objeto, que puede ser su producción. (2013, pp. 9-10)
La invención corresponde a la resolución de una situación problemática a partir de la información (anticipatoria, cognitiva y afectivo-emotiva), que el individuo puede activar por medio de la imaginación dado que se diferencia de la situación y no está implicado totalmente en ella. La mejor situación para realizar una elección que dé lugar a la invención es aquella que permite el empleo de imágenes mixtas: abstractas y concretas, pues las realidades puramente cotidianas y concretas no son tan fuertemente normativas. Una situación problemática es aquella que carece de término medio, por tanto, la invención es una mediación. “Simondon reconoce un saber implícito en la imagen, una carga de presagio que puede servir, llegado el momento, para resolver problemas” (Montoya, 2006, p. 43).
El problema es resuelto cuando es establecida una comunicación entre la acción del sujeto que plantea el problema y la realidad, en la que el sujeto puede producir un resultado a partir de su acción mediadora. Además, al ser la invención un proceso cíclico, permite recomenzar el ciclo de las imágenes y abordar el medio con nuevas anticipaciones y novedosas formas de adaptación.
Pero existen diferentes niveles de mediación: si la invención consiste únicamente en el uso de una conducta operatoria, es menos compleja que si utiliza un objeto intermediario que sirve como instrumento para la resolución del problema, pues esto es característico de la inteligencia.
La invención pretende casi siempre la resolución de un problema para llegar a un mayor nivel de organización; no es una simple asociación de recuerdos o símbolos, sino que se da gracias a una imagen pasada que surge a partir de una situación actual y que lleva consigo asuntos implícitos de información necesaria para mediar en la situación actual. El ser humano, además de poder resolver los asuntos prácticos de la vida cotidiana, puede solucionar problemas abstractos y teóricos gracias a la formalización y a la generalización. La invención da lugar a modos colectivos de expresión y de comunicación, como la ciencia, los tratados, etcétera, por medio de un descubrimiento de compatibilidad entre modos de existencia que no tenían sentido en estructuras precedentes. Igual sucedería en lo relativo a los valores o la axiología: inventar una moral, o más bien una ética, sería hallar un sistema lo suficientemente simple y cercano al sujeto para que sea anterior a todo caso complejo sometido a decisión normativa. También se podría formalizar el proceso de invención mediante la creación de una obra transmisible e independiente del sujeto, interpretable y utilizable por otros en el futuro pues esto permitiría el progreso, que consiste en retomar las invenciones anteriores y englobarlas en lo presente.
La invención no tiene como objetivo un fin específico pues, aunque se hace con la intención de resolver un problema, el objeto creado sobrepasa esta intención resultando eficaz para la resolución de varias situaciones y teniendo diversos efectos (Chabot, 2003). El creador es, entonces, sensible a las necesidades del porvenir, sobrepasa el aquí y el ahora de las necesidades; permitiendo que se produzcan efectos a futuro, tiene en cuenta la resonancia interna y externa. Para Heredia (2015), Montoya (2004), Vaccari (2010) y Virno (2004), el objeto técnico, por ejemplo, pertenece a lo transindividual pues su invención reúne cargas preindividuales, es decir, es mediador entre lo psíquico-colectivo y la naturaleza y el mundo, y también, entre generaciones humanas.
Los objetos producidos por el hombre son, entonces, objetosimágenes, son portadores de significaciones latentes cognitivas, conativas y afectivo-emotivas que pueden desarrollarse en otros sujetos y más allá de estos, en nuevas invenciones. “Es una tarea filosófica, psicológica, social, salvar los fenómenos reinstalándolos en el devenir, reponiéndolos como invención, mediante la profundización de la imagen que contienen” (Simondon, 2013, pp. 20-21). Para Gil (2016), la individuación de los seres vivientes consiste en una síntesis entre adaptación e invención, o capacidad de acoplamiento entre lo interior y lo exterior. La patología se daría cuando la invención no puede producirse ni desarrollar un nuevo ciclo, cuando no hay posibilidad de progreso y transformación en la relación con el medio. Del mismo modo, en el apartado anterior se mencionaba la patología como la incapacidad de formar una red de significaciones con otros en lo transindividual. Además, al estar el ser en devenir y tener la capacidad de desfasarse, negar esta posibilidad de transformación con el medio de acuerdo con la variación en las circunstancias externas e internas se relacionaría igualmente con la patología (Lopera, 2016).
Hasta el momento se ha explicado grosso modo en qué consiste el devenir del ser en cuanto al proceso de individuación, el ciclo de las imágenes y la capacidad de invención; no obstante, algunos otros autores han explicado asimismo el proceso de individuación, por tanto, es importante conocer algunas de estas perspectivas y contrastarlas con la propuesta de Gilbert Simondon.
Otras perspectivas de la individuación
En psicología, el término individuación se ha empleado para referirse a un momento esencial del desarrollo humano. Para Bleichmar y Leiberman ([1989] 2010), refiriéndose al pensamiento de la psicoanalista y pediatra Margaret Mahler (1897-1985), el nacimiento biológico no coincide con el nacimiento psicológico. Si nos remontamos hacia el momento en que el niño sale del vientre materno, podemos decir que él se vive a sí mismo y al mundo como un todo completamente indiferenciado. Durante el primer mes de edad, el infante atraviesa por una fase psicológica denominada autística. Después del primero y hasta los cuatro o cinco meses de edad, el niño pasa por una fase que se ha designado como simbiótica, en relación con su madre o quien cumpla la función maternante. Alrededor de los cinco meses de edad, el niño comienza a diferenciar preliminarmente los objetos del mundo que lo rodea y los límites de su propio cuerpo, entonces distingue tanto estímulos del exterior como del interior del cuerpo. A partir de estos procesos es posible que el niño vaya adquiriendo una individualidad y una identidad, a esta fase se le llama separación-individuación, y puede darse de forma gradual hasta los dos años de vida aproximadamente. Este es un momento en el que el infante se enfrenta con el final de la simbiosis con la madre, una nueva experiencia de nacimiento, el nacimiento psicológico (Mahler, Pine y Bergman, [1962] 2002). “El proceso normal de separación-individuación es el primer requisito decisivo del desarrollo y conservación del ‘sentido de identidad’” (Mahler, [1979] 1990, p. 12).
El proceso de separación-individuación normal se evidencia en una disposición del niño para el funcionamiento independiente y cada vez más autónomo, lo cual constituye una fuente de placer. Hacia el final del tercer año, este proceso culmina en una diferenciación relativamente estable entre su sí mismo y lo que no hace parte de su sí mismo (Mahler, 1990; Mahler, Pine y Bergman, 2002). Otra perspectiva de la individuación la encontramos en la teoría del psicólogo y psicoanalista Carl Gustav Jung (1875-1961), autor muy influyente en Simondon. La individuación para Jung hace referencia al proceso de llegar a ser un individuo, una unidad indivisible en el sentido psicológico, con una individualidad que hace referencia a lo peculiar de uno mismo. Se refiere también a llegar a ser lo que uno es, a un proceso de transformación que incluye tener en cuenta tanto al propio yo como a los otros. La individuación no excluye el medio sino que lo incluye (Jung, [1962] 2002).
Según Jung, en la infancia, es decir, desde el nacimiento hasta la pubertad, somos un problema para los demás, no podemos ocuparnos de nosotros mismos y no hemos desarrollado totalmente nuestra consciencia. Se llega a tener conciencia4 de los propios problemas en el transcurso de la juventud y la madurez. Además, es necesario que primero haya un período de ajuste a la realidad exterior para que posteriormente haya individuación. La individuación involucra todo el ser, es un proceso de transformación (Glover, 1951).
La individuación hace referencia, entonces, al desarrollo de la individualidad, la cual necesita, por un lado, que existan factores biológicos, sociales y psíquicos, y por otro, que haya un ajuste a los hechos universales, pero conservando la libertad de la propia determinación. El desarrollo de la personalidad necesita de una motivación intrínseca, es decir, no puede evolucionar a partir de una orden externa sino de acuerdo con una necesidad propia. Un desarrollo de la personalidad que no esté motivado de este modo llevaría al individualismo y no a la individuación, al desconocimiento de lo colectivo, mientras que en la individuación el sujeto se articula con lo colectivo (Jung, [1934] 2005).
La individuación implica también una integración de los aspectos conscientes e inconscientes en el individuo, es decir, la articulación de algunos aspectos oscuros o desconocidos en la personalidad (Jung, [1952] 1993). Para Stein (2006), basándose en Jung, el proceso de individuación en el adulto se lleva a cabo a partir de dos grandes movimientos: el análisis y la síntesis. El primero implica descomponer los contenidos inconscientes para analizar las identificaciones que hemos tomado del exterior y poder separarnos y diferenciarnos de ellas, es decir, de nuestro medio o pleroma, y así adquirir cierta singularidad. El segundo implica la emergencia de contenidos arquetípicos o colectivos y su integración en la consciencia; sin embargo, puede darse una identificación con estos contenidos arquetípicos que impida igualmente la individuación, por esta razón es un proceso de vida que nunca termina.
De este modo, la individuación consiste en una separación y un logro de la individualidad psicológica, pues la individualidad física está dada desde el nacimiento. Sin embargo, el individuo se encuentra con valores o principios colectivos en el proceso de individuación que, por lo tanto, no lleva al aislamiento sino a una intensa y general conexión con lo colectivo; por ende, conlleva un ensanchamiento de la consciencia colectiva y de la propia identidad (Jung, [1921] 1985).
La última perspectiva de la individuación que expondremos en este apartado es la del psicólogo y psicoanalista Erich Fromm (1900-1980), para quien el ser humano no se reduce a impulsos innatos biológicos ni a normas culturales a las cuales se ajusta, sino que es también producto del desarrollo. No obstante, hay unos factores que en su naturaleza son fijos: la necesidad de satisfacer los impulsos biológicos y la necesidad de evitar el aislamiento y la soledad. En el desarrollo del niño, aunque al nacer se separa biológicamente de su madre, desde un punto de vista funcional sigue dependiendo de ella durante un tiempo considerable (Fromm, [1941] 2008). Así:
El individuo carece de libertad en la medida en que todavía no ha cortado enteramente el cordón umbilical que -hablando en sentido figuradolo ata al mundo exterior; pero estos lazos le otorgan a la vez la seguridad y el sentimiento de pertenecer a algo y de estar arraigado en alguna parte. Estos vínculos, que existen antes que el proceso de individuación haya conducido a la emergencia completa del individuo, podrían ser denominados vínculos primarios. Son orgánicos en el sentido de que forman parte del desarrollo humano normal, y si bien implican una falta de individualidad, también otorgan al individuo seguridad y orientación. […] Una vez alcanzada la etapa de completa individuación y cuando el individuo se halla libre de sus vínculos primarios, una nueva tarea se le presenta: orientarse y arraigarse en el mundo y encontrar la seguridad siguiendo caminos distintos de los que caracterizaban su existencia preindividualista. La libertad adquiere entonces un significado diferente del que poseía antes de alcanzar esa etapa de la evolución. (Fromm, 2008, p. 50)
El proceso por el cual el individuo se desprende de sus lazos originales para lograr la integración de su personalidad se denomina individuación. Este proceso contiene dos aspectos: el primero es que el niño se hace más fuerte, desde el punto de vista físico, emocional y mental; el segundo consiste en el aumento de la soledad, es decir, el proceso de individuación lleva a que exista una tensión entre la autonomía que se adquiere cada vez más y la soledad, y debido a estos sentimientos ambivalentes se da el miedo a la libertad (Fromm, 2008).
El individuo pasa de ser pasivo a ser activo en la relación con su medio: crea, inventa instrumentos, y al mismo tiempo que domina la naturaleza, se separa de ella cada vez más para adquirir consciencia de sí mismo. El individuo adquiere libertad para actuar, sin embargo, esto le produce al mismo tiempo un sentimiento de miedo e inseguridad (Fromm, 2008).
A partir de este esbozo general de otras propuestas de individuación se pueden encontrar algunas similitudes y diferencias entre ellas. Los tres autores coinciden en que el infante al momento de nacer no ha desarrollado su individualidad y, por lo tanto, tiene que atravesar por un período de simbiosis con la madre y de ajuste al mundo para posteriormente lograr ser autónomo y constituir su propia individualidad. Asimismo, Mahler y Fromm consideran que es un proceso complejo para el infante y que puede conllevar sentimientos ambivalentes, pues el niño desea separarse de su madre para conseguir su propia individualidad, pero al mismo tiempo teme tener que enfrentarse al mundo por sí solo y pasar de una posición pasiva a una posición activa en relación con este mundo. Por otro lado, un aporte importante de Jung respecto a la individuación es que está referida a un proceso que continúa a lo largo de la vida, al igual que la formación de la personalidad. En efecto, para este autor la individuación no implica solamente la constitución de una individualidad psicológica con respecto a la madre, o el final de la simbiosis, sino que implica, además, el encuentro con lo colectivo o transindividual, en el cual el individuo pasa de ajustarse a unas normas preestablecidas a poder desplegar sus potencialidades mediante la modificación de normas existentes o la creación de otras nuevas. En este proceso se ha de tener en cuenta el medio pues de lo contrario se caería en el individualismo. Se propone, entonces, un ensanchamiento de la consciencia individual, en la que se incluye lo colectivo. A diferencia de lo que propone Fromm, esto no conllevaría un sentimiento de soledad, sino una mayor libertad de elección y de acción, pues se adquiere una autonomía superior para actuar y tomar decisiones, pero teniendo en cuenta al colectivo.
Contrastando estas tres propuestas con la de Gilbert Simondon, se podría decir que en todas se halla la posibilidad de considerarse en devenir y de resolver las tensiones con el medio; sin embargo, Mahler enfatiza el proceso de individuación que realiza el infante, aunque posteriormente algunos autores basándose en su pensamiento han propuesto que la individuación es un proceso que continúa a lo largo de la vida (Bedoya, 2012; Grupo de trabajo OPD, 2008). Además, los autores tienen en cuenta el desarrollo de las propias potencialidades y la capacidad de desfasarse en el ser humano, aunque Mahler y Fromm no mencionan la posibilidad de llegar a lo transindividual o interdependencia con lo colectivo, lo que sí señala Jung. Así, para Jung, Fromm y Simondon el proceso de individuación no se agota en la constitución de una individualidad, sino que a partir de esta hay posibilidades de complejizarse cada vez más teniendo en cuenta la información que se recibe del medio y el desarrollo de las propias potencialidades.
Finalmente podemos concluir que el proceso de individuación en el ser humano presenta ciertas características. Primero, la capacidad que este tiene de desfasarse, pues comprende lo físico-químico, atraviesa lo biológico y puede llegar hasta lo psíquico y lo transindividual o colectivo. Segundo, que este proceso no se agota en la constitución de la individualidad, aunque es necesario separarse del objeto para poder continuar individuándose, sino que esta individuación provee la base para futuras individuaciones; el ser humano se encuentra siempre en constante relación entre lo individuante y lo individuado. Por último, que la patología sería la imposibilidad de formar con otros una red de significaciones en lo transindividual que permita inventar nuevas normas teniendo en cuenta a los otros en una interdependencia; en otras palabras, sería la incapacidad de transformarse y desarrollarse de acuerdo con el devenir del entorno, teniendo en cuenta que el individuo es su centro y su núcleo