Introducción
Las memorias del conflicto son parte fundamental en la reconstrucción del tejido social afectado por la degradación de la violencia. El cómo abordar la memoria y adoptarla como herramienta activa en procesos de verdad, justicia y reparación son interrogantes indagados de forma interdisciplinar por diferentes áreas y ramas del conocimiento (Uprimny, 2011; Jiménez, Infante y Cortés, 2012; Arenas, 2015; Castrillón, Villa y Marín, 2016)1. “En Colombia, la confrontación armada discurre en paralelo con una creciente confrontación de memorias y reclamos públicos de justicia y reparación” (Grupo de Memoria Histórica, GMH2, 2013: 13). Tras más de cinco décadas de conflicto armado, los últimos veinte años se han caracterizado por la aparición de grupos y minorías que exigen reconocimiento en calidad de víctimas y que reclaman, desde organizaciones civiles y colectivos sociales, un espacio para sus memorias por parte del Estado y los grupos armados. Dos procesos de desmovilización, políticas de reparación, leyes para la integración de la memoria al sistema educativo, debates e iniciativas de toda índole3 en torno al conflicto construyen, en la actualidad, una red multidisciplinar para pensar y promover la transición histórica hacia un verdadero estado de pos-conflicto.
En el presente artículo de reflexión nos ocuparemos de explorar los procesos adelantados por Chile y Argentina, en el marco de trabajo con la memoria, para la reparación y garantía de no repetición de los episodios históricos acontecidos durante las dictaduras entre las décadas del 70 y 90 del siglo XX. Del mismo modo, enunciaremos algunos de los retos y los avances dados en Colombia. Para los fines de este trabajo, ahondaremos en el papel de memoria colectiva en las fases de transición de conflictos que implicaron abusos a los derechos humanos, violencia sistematizada y colectivos de víctimas. Esbozaremos la responsabilidad de la Escuela en complementariedad con el Estado para la divulgación de las memorias en la generación presente y futura; y la importancia de la Sociedad Civil articulada con los dos primeros estamentos.
En cuanto a lo metodológico, este trabajo, que deviene de una tesis de maestría en proceso de implementación, se mueve por un interés eminentemente comprensivo y desde un enfoque histórico-hermenéutico; en dicho afán, la hermeneusis que aquí buscamos se adhiere a los rasgos que para ella propone Martínez:
Descubrir los significados de las cosas, interpretar lo mejor posible las palabras, los escritos, los textos, los gestos y, en general, el comportamiento humano, así como cualquier acto u obra suya, pero conservando su singularidad en el contexto de que forma parte (Martínez, 2010: 102).
En este propósito se enmarca el diseño de la investigación documental que fundamenta las reflexiones aquí propuestas; la base de dicho análisis la constituyen fuentes primarias (documentos oficiales, informes especializados e investigaciones divulgadas a través de libros, capítulos y artículos en revistas académicas4) que se ajustan a las condiciones que, para consulta estratégica de fuentes, plantean Cisneros y Olave, en términos de la pertinencia, pluralidad y credibilidad (2012: 66-68). Dicho proceso supuso cuatro momentos: selección y consecución de fuentes; lectura del corpus; identificación de categorías; y análisis y construcción textual, fase que da paso a la elaboración de este artículo.
Memoria e historia: dos rutas para el recuerdo
Podemos decir que memoria es un concepto plural e interdisciplinar. Para Traverso (2007: 22) “memoria es una construcción siempre filtrada por conocimientos adquiridos con posterioridad, por la reflexión que sigue al suceso, por otras experiencias que se superponen a la originaria y modifican el recuerdo”. Una visión del pasado siempre matizada por el presente. La memoria es una evocación de un suceso, interpretado por las circunstancias de presente que le permiten al individuo dibujar una identidad y conectarse a través de él a un suceso colectivo. Halbawchs (2011) distingue dos tipos de memoria: una que se relaciona con lo personal -autobiográfico-, y otra con lo social, colectivo e histórico. Ambas se muestran estrechamente relacionadas: la individual apoyada en la colectiva, y la colectiva responsable de las identidades que surgen en grupos y sociedades enteras. De esta última Wertsch y Roediger (2008) mencionan que hay tantas definiciones como investigadores y solo existe acuerdo en que es una forma de memoria que trasciende lo individual y es compartida por un grupo. En este sentido, Villa y Barrero (2017) categorizan tres líneas de investigación a partir de la memoria colectiva, de la cual nos ocuparemos en este artículo: dos referidas a los contenidos y procesos sociales de memoria: qué se hace, cómo se hace, quién lo hace, por qué se hace y para qué se hace; y una tercera de corte terapéutico.
Hablaremos, entonces, de la proyección del pasado sobre el presente y las formas de elaborar recuerdos. Por un lado, lo ya definido como memoria y por otro, un término ampliamente usado para referenciar el pasado: Historia. Ambos conceptos emergen en torno a lo acontecido; para Traverso, la historia es una representación problemática, incompleta, que se esmera por la objetividad, retrospectiva y fundada en la distancia. En otras palabras, un relato universal que busca ser construido a través de hechos concretos, razonables y demostrables para la comprensión de lo sucedido. La memoria, por el contrario, tiene una “vocación singular” (Traverso, 2007: 29); es filtrada siempre por el presente y las experiencias posteriores que modifican su comprensión, interpretación y su misma narración. Se trata, en consecuencia, de dos maneras de proyectar el pasado. Traverso nos advierte que ambos términos no son lineales o consecutivos: aunque de las memorias nazca la historia, pueden existir no contemporaneidad o discordancia de los tiempos; memorias que tardan en ser concebidas en historia, a consecuencia del no reconocimiento o legitimación de las mismas.
El primer paso para la elaboración de un esquema histórico sobre los hechos dados en un marco de conflicto sería, entonces, recoger las memorias de los implicados, contrastar, encajar, debatir y aclarar. Construir un relato polifónico que permita la participación y consideración de todos los actores y sucesos. En esta instancia, tomaremos las dinámicas de las memorias como proceso paralelo o previo a la Historia, una instancia necesaria para descubrir y legitimar la pluralidad y diversidad del pasado.
Estado: entre la imposición y el reconocimiento de la memoria
La custodia y reconocimiento de las memorias se han dado en medio de una lucha desbalanceada de poder, recursos y resistencia. Coinciden las investigaciones en el campo de la sociología en la premisa de que el Estado, en cabeza de los gobiernos o líderes de la época, han desconocido y silenciado a quienes tensan las versiones de lo que acontece en los diferentes hechos por los que se cuestiona su proceder. Sin embargo, “la memoria de los oprimidos no deja de protestar contra el tiempo lineal de la historia” (Traverso, 2007: 39); de esta forma, la presión de actores civiles o internacionales, el trasegar de los mismos gobiernos y la superación de los conflictos llevan a responsabilizar al Estado, a través de la promoción de políticas, para la creación de espacios y proyectos que posibilitan la expresión y exaltación de las memorias subversivas o silenciadas. Para Jelin (2003) las conmemoraciones, monumentos, lugares de memoria y fechas de celebración son portadores de relatos sociales que implican una disputa por los sentidos y las identidades. Desde esta perspectiva, quienes eligen lo que debemos recordar colectivamente definen también nuestra identidad social, los valores y los objetivos del grupo que habitamos; esto, en ultimas, se trasfigura en identidades nacionales, idiosincrasias y la misma cultura. De allí la importancia de la polifonía5 de las memorias para garantizar de participación y diversidad. Rothberg (2009) identifica tres posibles roles del Estado y sus respectivas dinámicas para construir memorias: la liberal, la multidireccional y la unidireccional. En la primera, el Estado se aparta y permite que los actores civiles compitan en la imposición de memorias; una competencia que privilegia a las mayorías y que extiende la inequidad. En la segunda, el Estado equilibra la balanza habilitando plataformas de participación a las minorías, ofreciendo recursos y facilidades para que esas memorias sean reconocidas. En la tercera, el Estado asume un papel activo premiando sus intereses y silenciando a sus opositores. En este apartado, exploraremos el rol y la dinámica adoptadas por los Estados de Chile y Argentina después de la dictadura; luego, observaremos la posición del Estado colombiano durante los años críticos del conflicto armado interno y lo que pretende trasformar con la actual legislación.
El primer caso que revisaremos será el de Argentina. Cueto (2019: 124) en su trabajo sobre DDHH en la dictadura militar describe el suceso en estas palabras: “El 24 de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas argentinas ocuparon los edificios de gobierno y el Congreso Nacional, dando un golpe de estado e instalando un gobierno militar que se extendió hasta diciembre de 1983”. Asimismo, describe que “una de las características principales de este período dictatorial fue la feroz represión ilegal que el estado desató contra los opositores” (124). Torturas, desapariciones, robo de hijos a mujeres aún embarazadas, intimidación y represión fueron modalidades de violencia efectuadas de manera sistemática6. Siete años de régimen deja solo cifras aproximadas y poco confiables, el informe Nunca más en su prólogo enuncia “hemos podido constatar cerca de nueve mil- desaparecidos-. Pero tenemos todas las razones para suponer una cifra más alta, porque muchas familias vacilaron en denunciar los secuestros por temor a represalias” (1984: 5). Después de la restauración de la democracia, el presidente electo Raúl Alfonsín reúne a un colectivo diverso de representantes civiles y estatales para recoger las memorias de las víctimas. Este grupo denominado Conadep7 publicaría para el año de 1984 el informe Nunca Más. Crenzel (2008), tras un estudio cuidadoso del informe, concluye que este documento de carácter oficial “enmarcó la verdad en una nueva lectura del pasado” (53); y agrega que, a pesar de las limitaciones analíticas e históricas, el informe privilegia “los testimonios de los familiares y sobrevivientes para reconstruir en detalle y, de manera realista, la materialidad de las desapariciones” (2008: 53). Condensó, además, no solo la perspectiva oficial respecto del pasado de violencia política en Argentina, sino una serie de premisas compartidas por diferentes actores -sobrevivientes, colectivos de familiares de desaparecidos, defensores de los derechos humanos- acerca de esos procesos.
En Chile, la dictadura militar de Augusto Pinochet tuvo lugar entre 1973 y 1990 tras el golpe de Estado al gobierno democrático de Salvador Allende. La disrupción militar afectó todas los procesos políticos, económicos y sociales; para Lira y Castillo, “sus procedimientos más extremos fueron la muerte, el desaparecimiento de personas estigmatizadas como enemigos de la sociedad y la tortura sistemática y generalizada de los detenidos” (Lira y castillo, 1993: 100). Se dice que en diecisiete años de control, el régimen no dejó un estimativo claro de las víctimas; al respecto, el prólogo del informe Valech las calcula, según la información recuperada, en “más de treinta mil personas”, a lo que agrega textualmente que tal número de víctimas “han desfilado frente a nosotros, las hemos visto y las hemos escuchado” (2004: 9). Los Informes de Verdad -Rettig8 (1991) y Valech9 (2004)- han contribuido a la construcción de una verdad pública, y han definido los marcos históricos e interpretativos sobre el pasado reciente en Chile. Oteíza y Pinuer (2010) analizan los discursos políticos implícitos en ambos informes, registrados en los prólogos de dichas publicaciones. Ambos textos han despertado controversia por la levedad de los juicios; en palabras Oteíza y Pinuer, “los victimarios son relegados a representaciones colectivas, sin que se asocien a ellos juicios morales explícitos (inscritos) de Sanción Social” (2010: 97). Sin embargo, apoyados en Hiner (2009), reconocen contribuciones a la reparación simbólica y monetaria de algunas de las víctimas.
Ahora bien, en medio de estas dinámicas conmemorativas para la reparación, Traverso, a propósito de dichas dictaduras del Cono Sur10, acota que el mecanismo de transición hacia las democracias no permite el paso de las memorias de la dictadura y la violencia a la categoría de hecho histórico. Pues si bien se ha reconocido a las víctimas y se han abierto los espacios para la apropiación de las memorias en esferas sociales relevantes -Sociedad civil y Escuela- el Estado no ha cumplido a cabalidad con los procesos de justicia y reparación. La mayoría de los victimarios han desaparecido discretamente de la escena pública sin sanciones, llevándose consigo una parte de las memorias. En resumen, “no se ha podido establecer una distancia frente al pasado: ha habido un alejamiento cronológico, pero no una separación marcada por fuertes rupturas simbólicas” (Traverso, 2007: 47).
Hasta aquí hemos esbozado las características de los conflictos sociales en torno a las dictaduras que se presentaron en Chile y Argentina. En Colombia, si bien no se registra el mismo contexto dictatorial, el extenso conflicto armado nos hace pensar en ciertos traumatismos de la memoria nacional. Se trata, según las investigaciones, de un fenómeno social, político y económico que ha atravesado varias generaciones; el inicio de este se consensa desde el año 1958 hasta la fecha, y aún después de haber llevado procesos de desmovilización con los principales grupos armados, el país vive episodios de violencia política, atentados a la población civil y enfrentamientos con las Fuerzas Armadas; situación agravada por la incertidumbre que rodea el cumplimiento de dichos procesos de desmovilización, el narcotráfico y la aparición de nuevos grupos armados. Hasta el 2018 el país registraba, según los informes del Centro Nacional de Memoria Histórica, 353.531 hechos de violencia que arrojan 262.197 muertes. Las formas de violencia identificadas en el conflicto nacional corresponden a asesinatos selectivos, masacres, sevicia y tortura, desapariciones forzadas, secuestros, desplazamiento forzado, extorsiones, violencia sexual, reclutamiento ilícito y acciones bélicas contra la población, entre otros. El derecho a la memoria del conflicto en Colombia tiene antecedentes en la Ley No. 975 de 2005 -la llamada Ley de Justicia y Paz11-; sin embargo, el Estado hablaría con claridad sobre su responsabilidad con la memoria en la Ley 1448 de 2011 -Ley de víctimas y restitución de tierras12-; con esta ley, se crea el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) que retoma las funciones del Grupo de Memoria Histórica convertido en ente nacional13.
El CNMH reúne los testimonios y trabajos realizados por otros organismos relacionados con la construcción de la memoria, liderados por diferentes organizaciones civiles, grupos de víctimas, instituciones estatales, grupos académicos y medios de comunicación. Las cifras de su trabajo hasta el 2018 aseguran la custodia de más de 381.545 unidades documentales puestas al servicio en el Archivo Virtual de los Derechos Humanos y Memoria Histórica. Esta documentación ha servido para que el equipo del CNMH construya su propia biblioteca con un número importante de informes, guías metodológicas, orientaciones pedagógicas, testimonios ordenados y material audiovisual de gran valor. De ese acervo documental, el más conocido y contundente -en el mismo nivel del Nunca Más, el Rettig y el Valech, en los países comentados- es el Colombia ¡Basta YA! Memorias de guerra y dignidad. Al respecto, adherimos a los análisis de Padilla y Bermúdez (2016) que comparan las narrativas tradicionales del conflicto condensadas en libros de texto de circulación nacional con la narrativa propuesta en el CNMH. Al respecto, encontraron que la narrativa del ¡Basta ya! está -al contrario de los textos tradicionales- centrado en el problema de la violencia; en otros términos, integra la perspectiva de distintos actores, cuestiona tanto la violencia de actores ilegales como el uso desmedido de la fuerza por parte del Estado, y describe las consecuencias de la violencia y la perspectiva de las víctimas.
A modo de cierre, podríamos indicar que una mirada comparativa entre los informes argentino y chilenos ya comentados, y el desarrollado por los académicos colombianos en el CNMH, arroja un balance favorable en torno a la claridad descriptiva de los hechos violentos, lo que posibilita al lector conocer, de manera global y polifónica, el estado de la memoria del conflicto.
La sociedad civil: memorias que sobreviven
Las sociedades en Argentina, Chile y Colombia guardan en su historia reciente profundas heridas en su memoria colectiva. Las generaciones enmarcadas en estas violencias han gestado en los colectivos y organizaciones no gubernamentales movimientos de gran impacto que movilizan al Estado y repercuten en la Escuela. Para Arenas (2015), “las narrativas de luto son creadas por personas o colectivos que vivieron eventos catastróficos o sobre regímenes de represión” (2015: 193); a esto le podemos agregar que dichas narrativas de luto, resultado de las experiencias de violencia, inician la tarea social de la memoria para la búsqueda de reconocimiento, justicia y reparación. En este apartado hablaremos sobre algunas ONG -plataformas culturales y de participación para la protección y promoción de los DDHH- que tienen origen en los colectivos de víctimas, y han logrado espacios y lugares públicos para sus memorias.
En Argentina, la red digital de información Human Rights Organizations14 agrupa a algunas de las ONG de mayor relevancia; 24 organizaciones que se originan por la necesidad de denunciar las violaciones a los DDHH durante la dictadura, y que permanecen para resguardar memorias y participar en ambientes públicos y jurídicos. Algunas de estas organizaciones son de reconocimiento internacional; tal es el caso de las Abuelas y Madres de la Plaza de Mayo, dos de varias organizaciones de familias de desaparecidos, a la cabeza de madres y abuelas que reclaman dos generaciones: los hijos desaparecidos y los nietos robados y entregados en adopción por la dictadura. Desde 1977 estos colectivos se reúnen cada jueves a marchar alrededor de la plaza de Mayo, símbolo de presencia y resistencia15. Esta permanencia pública ha garantizado -según la revisión documental adelantada- logros importantes de la Sociedad Civil, representada por las víctimas, en el camino de la memoria. En el ámbito argentino, en el 2014, el gobierno entregó edificios y predios, los cuales fueron escenarios de la violencia dictatorial, al servicio de la memoria; para el caso de Las Abuelas de la Plaza de Mayo, quienes sostienen su causa por el derecho a la identidad, les fue asignado uno de los centros clandestinos de detención y exterminio más emblemáticos de la Argentina, la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA); lugar donde actualmente se conserva la narración del quehacer de este colectivo: origen, acciones, avances y derrotas, en el marco de la historia reciente argentina16.
En Chile, el informe Rettig (1991) en sus consideraciones finales sugiere la promoción de una cultura respetuosa de los DDHH; de allí la creación del Instituto Nacional de Derechos Humanos17 en el año 2005 que reúne y categoriza las organizaciones sociales que hacen presencia en las diferentes esferas nacionales. En total, son 168 colectivos ordenados en 19 categorías, de los cuales 3 tienen relación directa con la afectación a los DDHH por consecuencia de la dictadura: tortura (1), memoria (26), verdad, justicia y reparación (28). En este sentido, la movilización de la sociedad chilena en torno a la memoria se ordena con apoyo del Estado para actuar con mayor contundencia a través de organismos nacionales. Los colectivos chilenos tienen, al igual que los argentinos, un alcance público significativo al lograr sitios para la memoria en lugares donde se cometieron abusos y reclutamientos. Destacamos el caso de Villa Grimaldi, una vieja casona convertida en restaurante y centro cultural de Santiago de Chile que fue adquirido con presiones por una agencia de la dictadura18; en este lugar funcionó un cuartel de tortura hasta 1978. Posterior a su cierre, los vecinos no permitieron su demolición por el valor histórico, y en asociación con otros colectivos y actores políticos, movilizaron al Estado para la expropiación del bien por parte del Ministerio de Vivienda y Urbanismo. El 10 de diciembre de 1994 este espacio abre sus puertas como recinto de memoria y en 1997 finalizan algunas obras de remodelación y adecuación; a partir de ese momento adopta el nombre de Corporación Parque por la Paz Villa Grimaldi, un espacio diseñado para compartir memorias, pero también para promover los DDHH. Este lugar forma parte de un conjunto19 de sitios de memorias que son financiados por el Gobierno de Chile, a través del Servicio Nacional del Patrimonio Cultural y acompañados por los diferentes colectivos civiles.
En Colombia, “las iniciativas de memoria del conflicto armado son diversas entre sí y responden a significados y propósitos variados, de acuerdo con las metas de los grupos sociales y comunidades que las impulsan” (GMH, 2013: 391). Esta diversidad descrita en el informe ¡Basta ya! sintetiza la plural manifestación de memorias y resistencias en Colombia que nacen por la extensión temporal del conflicto y las múltiples formas ejercidas de violencia. También podemos afirmar que los contrastes y matices culturales de las diferentes regiones enmarcan las mismas memorias, las diversifican, al punto de convertirlas en una manifestación de la idiosincrasia. Otro factor importante en esta idea es el accionar del conflicto en zonas periféricas y rurales, lo que fragmentó las narraciones y dejó memorias sueltas, aisladas e impunes por gran parte del territorio nacional. En este contexto, las organizaciones sociales toman relevancia al liderar rutas para la resistencia y la participación, de manera que “la memoria se torna en reclamo cuando la impunidad prevalece” (GMH 2013: 392). La Defensoría del Pueblo20 registra en su directorio oficial 555 organizaciones sociales que trabajan en el plano comunitario en la dinamización de procesos sociales, empoderamiento de comunidades y productividad territorial; lo anterior, mediado por el resguardo y la apropiación de la memoria. Tomaremos de ejemplo para el escenario colombiano el caso del Municipio de Trujillo, protagonista del primer informe21 de memoria recopilado por el CNMH en el 2008. Este municipio ubicado en el norte del Valle del Cauca vivió entre 1988 y 1994 la desaparición, tortura y asesinato de 342 de sus habitantes a manos de diferentes grupos armados y fuerzas militares estatales. Este lugar encarna el terror de las masacres vividas por la población civil en Colombia. El reconocimiento de esa memoria se realiza por intermediación de organismos internacionales, que dan visibilidad y presionan al Estado para reconocer su responsabilidad en 1995. Luego, en 1996 nace la Asociación Familiares de Víctimas de Trujillo -AFAVIT-, quienes liderarían el proceso de memoria encabezado por la construcción del Parque Monumento en Trujillo22, inaugurado en el 2002. El parque reúne elementos físicos que se convierten en monumentos conmemorativos, lo que hila un telar de narrativas que evocan los sucedido en la masacre. Los lugares de memoria en Colombia aún se encuentran en construcción y los existentes no son equivalentes a las memorias por contar. En virtud de lo anterior, en el 2018, los miembros de la Red Colombiana de Lugares de Memoria23 expusieron frente a representantes estatales y empresas privadas su preocupación por la sostenibilidad de la iniciativas existentes y en proyección, pues, a pesar de la tenacidad de las comunidades y el apoyo actual del gobierno, no existe un marco normativo que asegure la autonomía y sostenimiento de los lugares de la memoria frente a los intereses y cambios políticos de futuras administraciones.
La escuela: un punto de encuentro
La Escuela reúne, en esencia, el pasado, el presente y el futuro. Las construcciones sociales que se logran a través de las dinámicas escolares marcan el rumbo individual y colectivo de las sociedades; por esto, las decisiones sobre el qué enseñar deben ser un consenso mediado y contextualizado. Los maestros asumen la responsabilidad de trasmitir conocimientos, pero también identidades asociadas a metas colectivas. Escuela y memoria se tornan lejanas; la historia reciente, que con frecuencia narra hechos debatidos y controversiales, representa un reto didáctico y social. Para González (2011), “la llegada de la historia reciente a la escuela es una cuestión que refiere no solo a las decisiones político-educativas (o a sus reformulaciones curriculares y didácticas), sino también a las instituciones escolares en general y a los profesores en particular”. El hablar de conflicto en la escuela exige un ambiente abonado con tolerancia y empatía, pues el tinte político y emocional que entraña los ejes temáticos atraviesa la esfera emocional y personal de estudiantes, familias y docentes. En los procesos posteriores al conflicto, con generalidad, se decretan desde el Estado políticas y orientaciones para llevar las memorias al aula; sin embargo, este esfuerzo no representa un trabajo de fondo en las escuelas. El ingreso de la memoria en el aula depende, entre otras condiciones, del sentir y hacer del docente.
En Argentina y Chile se han realizado numerosas investigaciones sobre la memoria de la dictadura en la escuela; algunas de corte analítico curricular y otras de carácter reflexivo sobre el rol del docente y el estudiante en esta situación didáctico-pedagógica (Magendzo y Toledo, 2009; Oteiza y Pinuer, 2010; Rivera y Mondaca, 2013; Larralde, 2013; Bertola et al., 2015; Adamoli, Farias, Flachsland, 2015; Rubio, 2016; Rubio y Osorio, 2017; Méndez, 2017; González, 2011; González y Garate, 2017; Mardones, 2018; Torres y Amaya, 2015; Díaz y Rojas, 2018; Villalón y Zamorano, 2018; Crenzel, 2008; Toledo y Magendzo, 2013; Pagés y Moralla, 2018). A partir de estos trabajos, sintetizaremos dos elementos: la memoria en el currículo y la legislación educativa para la memoria
La memoria en el currículo es adoptada, con apoyo del Estado, por medio de políticas y orientaciones legislativas. En Argentina, la reactivación de la memoria es un logro de la Sociedad Civil que se cristaliza en el Estado con el ascenso de Néstor Kirchner en el 2003, época en la cual los DDHH se convierten en eje de políticas para la Argentina y se abre la participación a los colectivos de memoria en la vida pública nacional. Esta gesta de cambios llega a la escuela argentina en el año 2006 con la Ley de Educación Nacional N.º 26.206 (2006). Allí, en el artículo 92, se explicita la inclusión de la historia reciente - Guerra de las Malvinas y Dictadura Militar- y se reconocen, a su vez, los crímenes de Estado, lo que remplaza la tradicional concepción memorial de “la teoría de los dos demonios24”. En esta misma línea, la resolución N.º 269/15 establece compromisos y acuerdos para la integración curricular de esta temática. En este orden de ideas, el marco legal educativo fue traducido en Argentina en los NAP25 que estructuran los aprendizajes en contenidos. A propósito del abordaje de la historia reciente y las memorias dictatoriales en el currículo argentino26, Pagés y Moralla (2018) concluyen que “la perspectiva desde la que se trabaja la memoria reciente, es la de la reconciliación y el énfasis en la importancia de la protección de los Derechos Humanos a nivel global, sin dar ejemplos sobre los hechos traumáticos vividos por la sociedad argentina” (2018: 171). Sin embargo, este déficit en el desarrollo de contenido descrito por Pagés y Moralla, parece compensarse con un insumo que llega al aula para apoyar el trabajo con la memoria: el informe Nunca más como herramienta pedagógica. La investigación de Adamoli, Farias y Flachsland expone cifras sobre el impacto de la estrategia emprendida en las escuelas con el Nunca más en un periodo de 10 años:
El programa produjo más de cuarenta publicaciones entre libros, revistas, afiches, cuadernillos para trabajar en el aula, dípticos y folletos, que fueron distribuidos en todas las escuelas para los distintos niveles educativos y también en múltiples instancias de formación docente. A la par de diez convocatorias en las que 45 mil estudiantes, junto a otros tantos docentes, se preguntaran por las marcas regionales y generacionales del pasado reciente (Adamoli, Farias y Flachsland , 2015: 232).
En tal sentido, podemos inferir cierta complementariedad en los procesos didácticos, lo que permite equilibrar la ausencia de ejemplos situacionales reales de la dictadura y la intención de promover los DDHH que se plantea en los NAP, con el trabajo pedagógico llevado a cabo a partir de los relatos del informe Nunca más. Esto arroja un resultado positivo en el análisis de la escuela argentina.
En Chile, la recolección de las memorias y la construcción de estas narrativas han desplegado diferentes debates sobre la proyección de pasado que construyen los informes difundidos para la verdad pública (Rettig y Valech). Rubio (2016) ha estudiado en su quehacer las dimensiones sobre las que es narrada la dictadura; del informe Rettig, por ejemplo, sostiene que la narrativa de perdón que prima en el informe es la vía para la restitución democrática, reconciliación y cierre de una época de violación de los DDHH; concepción que deja por fuera a los actores (víctimas y victimarios), al punto de minimizar lo ocurrido en un devenir histórico consecuente del panorama mundial, inevitable y transitorio. En este sentido, la dictadura chilena es justificada en tres tesis: la crisis republicana, el determinismo e inevitabilidad de la violencia y la Guerra Fría. Las anteriores tesis son reconocidas y ordenadas en el currículo para el desarrollo de la memoria. Durante los años posteriores a la dictadura en Chile, el sistema educativo se reforma para la adopción del valor de la democracia y el respeto a la pluralidad, a través de reformas y publicaciones ministeriales de 1998, 2009 y 2013, que se condensan en orientaciones y bases curriculares. Sin embargo, se conserva la simplicidad del relato, excluyendo de la memoria la oportunidad para la formación del pensamiento crítico. Es decir, “el currículo no habilita la trasmisión de una memoria responsable que integre los derechos humanos como un principio de comprensión de la experiencia social del pasado reciente y no potencia la discusión de la violación de derechos como hechos históricos reconocidos y abordables” (Rubio, 2016: 71). Por su parte, Pagés y Moralla (2018) agregan que el sistema educativo chileno no problematiza ni tensiona los hechos, lo que lleva a que este contenido pase por las aulas sin mayor reflexión.
Es importante para este trabajo resaltar las investigaciones realizadas en Argentina y Chile que describen el rol del docente orientador de la memoria pos-dictatorial. Generacionalmente, los docentes fueron testigos y vivenciaron, en diferentes niveles de experiencia, los episodios de violencia suscitados por las dictaduras, lo que representa un factor determinante sobre la percepción y proyección de este tema en el aula. Bertola et al. (2015) indagaron en un grupo de docentes encargados de este eje temático en Argentina sobre las herramientas, retos y concepciones que supone la historia reciente en la escuela. Los resultados se pueden precisar en tres ideas: 1) los docentes niegan la posibilidad didáctica del tema por considerarlo complejo y poco factible en la edad escolar primaria; 2) los docentes no logran concretar núcleos temáticos significativos para el trabajo didáctico; 3) el tema genera incertidumbre, desconfianza y, en virtud de corresponder a hechos ligados a experiencias personales, no es objetivo su tratamiento. Otra postura sobre la acción del docente es la descrita por Toledo y Magendzo (2013): los resultados de la investigación se construyen a partir del estudio de caso de un docente chileno que secuencia el contenido de la historia reciente en interacción con las memorias de sus actores, con la intención de propiciar el dialogo y la reflexión. Los investigadores concluyeron que la disposición del docente y la preparación para asumir y adaptar la propuesta curricular es determinante para la apropiación significativa por parte de los estudiantes. A esto, sumaron otro punto interesante: los estudiantes por las vivencias familiares están inmersos en las narrativas de violencia, desarrollan posturas y toman juicios, aunque en el aula estos se vean matizados por presencia del docente; en palabras de Toledo y Magendzo (2013: 157), “dos memorias se reproducen en la clase y aparecen en conflicto en los espacios no directamente controlados por el profesor: cuando los estudiantes trabajan en grupo”. Se infiere, entonces, un vacío didáctico que descuida los relatos familiares y se centra en los relatos académicos. Integrar las memorias personales a un marco colectivo histórico podría potenciar procesos de empatía y reconocimiento del otro. Para estos autores, la intuición y agudeza del docente define la relevancia del paso de la memoria por la escuela. En este caso, descuidar los procesos formativos subyacentes de la historia reciente relacionados con la tolerancia, el respeto, la pluralidad, la individualidad, la democracia, la ciudadanía y el pensamiento crítico sería limitar una valiosa oportunidad de aprendizaje a la narración secuencial de hechos dolorosos.
En Colombia la memoria en la escuela es un tema temprano, un fenómeno reciente generado por el contexto socio-político del país, configurado en un estado de posconflicto, incierto en el plano legal, pero sin duda, latente en la Sociedad Civil, que inquieta al Estado y a las comunidades. Por consiguiente, el terreno de la escuela se muestra poco explorado en Colombia. En este punto es importante abordar a Jiménez, Infante y Cortés (2012), quienes desarrollaron una investigación para la elaboración de un estado del arte, en el que interactúan tres elementos: escuela, memoria y conflicto. Los resultados encontrados toman importancia por la caracterización que realizaron de las investigaciones hechas en Colombia y en algunos países de Sudamérica en los últimos veinte años, lo que permite agruparlas en tres grandes segmentos: Historia y narrativas a través de la oralidad (2000); Memorias colectivas, entornos y comunidades (2005); Memoria para la justicia y reparación (a partir del 2006), a raíz del proceso de desmovilización de grupos paramilitares. Se trata de tres categorías mediadas por actores comunitarios, en su mayoría inherentes a los procesos escolares, que tienen en cuenta el valor dinamizador de las escuelas en los contextos rurales, principales afectados por la violencia. Con la renovación de la Constitución Política (1991), la Ley General de Educación (1994), los Lineamientos Curriculares (2002) y los Estándares Curriculares (2004), el Estado afianza la responsabilidad de la escuela. Sobre el entramado legal y curricular que se elabora en estos documentos, Torres y Amaya (2015) comentan que la enseñanza de la historia reciente en el plano nacional se desdibuja en el conglomerado de disciplinas que se agrupan en el currículo de las ciencias sociales, hecho que relega los espacios curriculares de la historia a una secuencia de hechos trabajados desde lo memorístico, sin procesos de reflexión, análisis o conexiones con otros hechos. Al detallar el contenido curricular planteado por el Estado para el eje temático que nos ocupa, podemos puntualizar que la verdad pública implícita en las orientaciones curriculares está centrada en las manifestaciones de violencia consecuentes de acciones bélicas de grupos al margen de la ley, contrarrestado por acciones de defensas gubernamentales; un enfrentamiento sin contexto socio-político que limita su comprensión. Otra preocupación es la exclusión de relatos y memorias polifónicas del currículo colombiano, dado que “los programas siguen una estructura cronológica tradicional para presentar la historia reciente, y no se exponen las perspectivas de los sujetos” (Pagés y Moralla, 2018: 175). Actualmente, con la Cátedra de Educación para la Paz (MEN, 2010), Estado, Sociedad Civil y Escuela se reúnen para pensar sobre la memoria en las aulas; desde este aún reciente lineamiento se dan directrices para la promoción integral de una cultura democrática en la escuela, ideal que no ha sido del todo materializado, pues, en palabras de Díaz y Rojas (2018), el currículo se ha preocupado por realizar “actividades para cumplir con la ley sin fortalecer la participación escolar” (2012: 22).
Conclusiones
Al cabo de este recorrido por los tres estamentos descritos -Estado, Sociedad Civil y Escuela- conviene precisar para cada uno de ellos, una reflexión a modo de cierre.
Si nos apoyamos en Traverso (2007), en el sentido de que la memoria es visión del pasado asumida desde el presente, no es fácil interpretar el papel del Estado en los procesos de reparación del tejido social afectados por el conflicto. Según lo expusimos, ante las exigencias de facilitar los procesos de construcción de memoria colectiva, el papel del Estado oscila entre la imposición y el reconocimiento, entre el mutismo y la confesión de los errores propios; en suma, entre el silencio cómplice y la denuncia autocrítica. La dificultad de trascender a actitudes gallardas de reconocimiento y contrición se verifica en los casos argentino y chileno aquí estudiados. En efecto, para el primero, no son suficientes los trabajos de la Conadep que insinúan, desde el informe Nunca más, caminos para que el Estado asuma posturas proclives a la justicia y a la reparación. Para el segundo, tampoco bastan los informes de verdad -Rettig y Valech- en su intento por contribuir a la reparación simbólica y monetaria. El resultado aún insatisfactorio de estas tentativas de construir memoria desde el Estado arroja, para el caso colombiano, un panorama de inevitables desafíos. Sin embargo, a pesar de la diferencia en años con respecto a los procesos de Chile y Argentina (con 29 y 36 años, respectivamente), las incipientes dinámicas que empieza a jalonar el Centro Nacional de Memoria Histórica -con su informe Colombia ¡Basta YA!- abren la luz a una construcción global y polifónica de la memoria del conflicto. Al veredicto de los años venideros quedará el juicio sobre el papel del Estado en dicho proceso; el papel del Estado frente a la memoria será completo si a la par de la difusión de las memorias del conflicto, se desarrollan procesos de justicia que permitan la reparación; un futuro no muy lejano nos dirá si, en la construcción de la memoria del conflicto, el Estado ha asumido una postura reivindicativa con quienes llevaron la peor parte de la guerra o una actitud complaciente con quienes favorecieron el terror y la violación de los derechos humanos. Será el tiempo futuro el que, en nombre de un presente para interpretar el pasado, nos diga si la memoria estuvo del lado de un Estado que la reconoció o que la impuso, que la promovió o la condicionó, que la favoreció o la acalló.
Los hechos de violencia y abuso crearon memorias traumáticas en las comunidades afectadas que las unieron en la tragedia. Al revisar las experiencias documentadas de las sociedades argentinas, chilenas y colombianas, fue posible identificar puntos de acción en común: primero, que los colectivos buscan validar la memoria de su tragedia a través de identidades; es decir, se toman elementos cargados de significados como representación de lo acontecido para conmemorar y visibilizar su lucha -los pañuelos de las Madres y Abuelas de la Plaza de mayo, la imagen mutilada del Cristo de Bojayá, la tribuna del Estadio de Santiago de Chile, entre muchas otras manifestaciones-, lo que enmarca los relatos como cantos, narraciones, lugares de memoria, murales, monumentos… Segundo, la necesidad inminente de buscar reconocimiento, de resistir y sanar por medio de la participación pública. Alineado a esta premisa, el informe ¡Basta Ya! concluye que “las acciones que conmemoran y dignifican la memoria de las víctimas y sensibilizan a la sociedad civil sobre lo que pasó han sido parte constitutiva del vivir y sobrevivir una guerra prolongada” (2013: 387). Si se enlazan la identidad y el reconocimiento, encontramos el sentido de estos esfuerzos: el reclamo de justicia y no impunidad que finalmente es el propósito de recordar colectivamente.
En cuanto al tercer núcleo, bien podríamos volver a la conjetura expresada en el subtítulo que lo encabeza: el de la escuela como punto de encuentro; un lugar para dinamizar los procesos de construcción de memoria; un lugar para la discusión crítica más allá de las interpretaciones oficiales; un lugar para la argumentación razonada en torno a las interacciones suscitadas por el docente, los estudiantes y su contexto. De este recorrido es preciso concluir que el docente y sus vivencias, como sujeto de memoria, interviene en el aula, no solo en su rol profesional, sino también en su papel como individuo conectado a un colectivo y su historia. Es de esperar que en Colombia los docentes también involucrados en procesos violentos tan sensibles muestren un despliegue similar al de sus pares argentinos y chilenos. Esta tarea abre la posibilidad a otras investigaciones para determinar con exactitud cómo las memorias individuales del docente pueden afectar la construcción de las memorias colectivas de los estudiantes. Bien podemos colegir que ante este desafío es la escuela el mejor punto de encuentro.