Introducción
La efectividad de la psicoterapia ha sido objeto de estudio desde los años 50 debido a los cuestionamientos de Eysenck (Wampold, 2013). Sin embargo, el aumento de la diversidad en las sociedades modernas, junto a los bajos niveles de búsqueda de ayuda psicológica (Schnyder et ál., 2017) y los altos niveles de abandono psicoterapéutico de los grupos minoritarios (de Haan et ál., 2018), la práctica de la psicoterapia ha enfrentado un nuevo desafío, a saber, abordar adecuadamente las necesidades de personas de diversos orígenes culturales (Anderson et ál., 2019; Koç y Kafa, 2018; Moleiro et ál., 2018).
Las dificultades en el acceso y adherencia a tratamientos de salud mental de grupos minoritarios podrían vincularse con diversas formas de comprender o tratar las enfermedades mentales, así como diferencias culturales en cuanto a valores y expectativas sobre el vínculo con el profesional de salud (Sun et ál., 2016). Por otra parte, los objetivos terapéuticos planteados desde los diversos enfoques de tratamiento psicológico, varían en función de valores culturales subyacentes (por ejemplo, objetivos individuales versus metas colectivas, como el funcionamiento familiar) (Fung y Lo, 2017). Incluso, los factores comunes a distintos tipos de psicoterapia y que han sido relevados como componentes centrales de esta, como la empatía y la relación terapéutica, se ven altamente impactados por factores culturales (Duncan et ál., 2010).
Desde esta perspectiva se ha planteado que los tratamientos psicológicos son prácticas determinadas culturalmente, que podrían ser adecuadas con visiones del mundo y valores individualistas propagados por la cultura dominante (Sun et ál., 2016). En línea con esta idea, se ha planteado que toda psicoterapia es intercultural dado que terapeuta y paciente pueden tener constructos sobre la salud mental, las relaciones interpersonales y el proceso psicoterapéutico muy diferentes, y por tanto, es prioritario formar y entrenar la habilidad de navegar hábilmente por dinámicas culturales complejas para lograr la alianza, la sintonía y la colaboración necesarias para una respuesta positiva al tratamiento (Fung y Lo, 2017).
Aspectos históricos de la competencia cultural (CC)
En términos generales, la noción de que los servicios culturalmente competentes deberían estar disponibles para los miembros de grupos de minorías étnicas se ha articulado durante al menos seis décadas (Watson et ál., 2017), y ha sido cada vez más prevalente en la literatura de atención en salud (Flynn et ál., 2019). Ya entre los años 70 y 80 se crearon diversas organizaciones internacionales para avanzar en este campo de estudio (American Psychiatric Association, 2013). No obstante, fue en el año 2002 que el Consejo de Representantes de la Asociación de Psicología Americana aprobó las directrices sobre educación multicultural, capacitación, investigación, práctica y cambio organizacional para psicólogos, reconociendo la necesidad crítica de prestar atención a la diversidad cultural en Estados Unidos, e incorporar una comprensión respetuosa de las diferencias grupales en la práctica profesional, investigación y enseñanza, asegurando que las políticas y publicaciones reflejaran adecuadamente los pasos afirmativos hacia el pensamiento y acción incluyentes (American Psychological Association, 2003).
Lo anterior posiciona la CC como un imperativo ético, cuestión que Ridley (1985) señaló hace varias décadas, argumentando que las habilidades transculturales deben ubicarse en un nivel de paridad con otras habilidades terapéuticas especializadas. Al respecto, Hall, Iwamasa y Smith (2003) abogaron porque los estándares éticos exijan la CC, a través de la colaboración con comunidades y expertos de minorías étnicas, siendo el equivalente del enfoque de “no hacer daño" (do no harm) presente en los estándares éticos de otras profesiones de ayuda (por ejemplo la medicina).
Desde aquí, se ha puesto el foco en la adecuación de los servicios psicoterapéuticos para minorías étnicas. Inicialmente con un fuerte foco en la manualización de esas adecuaciones a los tratamientos y, posteriormente, relevando la necesidad de entrenar competencias culturales en los terapeutas. Sin embargo, aún existe incertidumbre sobre cómo aumentar la efectividad de los servicios de salud mental para estas poblaciones (Sue y Zane, 2009), y si el trabajo de ajustar culturalmente los tratamientos concluye cuando se considera a las minorías étnicas como población objetivo de estas adaptaciones.
Competencia cultural en psicoterapia
Para comprender el concepto de CC es necesario primero revisar el concepto de cultura. Un error usual es conceptualizar la cultura como equivalente a etnia, raza e incluso nacionalidad (Betancourt y López, 1993; López et ál., 2020). Triandis (2002) define la cultura subjetiva como los valores, normas, creencias y roles que son socialmente compartidos por un grupo, distinguiéndola de la cultura objetiva referida a elementos materiales compartidos (por ejemplo herramientas, ropa, comida, entre otras). La cultura subjetiva ha sido ampliamente utilizada en la ciencia psicológica, pues evidencia una vinculación importante con el comportamiento humano (Betancourt, 2015). Por otra parte, la raza (concepto actualmente obsoleto) hace referencia a características físicas o fenotípicas comunes dentro de un grupo, como color de piel, ojos, entre otros. Mientras que la etnia refiere a la afiliación a un grupo por compartir una misma nacionalidad, lenguaje, o pertenecer a la misma tribu (Betancourt y López, 1993). La etnia, por lo tanto, es una de las tantas fuentes de variación cultural existentes, que junto con otras variables (por ejemplo el nivel de educación, la orientación sexual, o la religión) contribuye a la generación de las creencias, valores, normas y expectativas compartidas dentro de los miembros de cada uno de esos grupos. Recordar estas diferencias permite salir del reduccionismo de considerar la cultura como un sinónimo de etnia, cuestión que además subestima el valor de otras fuentes de variación cultural que interactúan con la etnia (por ejemplo el nivel socio-económico), enmascarando disparidades que en realidad son de naturaleza social, económica o política (Moodley y Palmer, 2014).
Múltiples disciplinas (por ejemplo, la enfermería, la medicina, o la educación) abordan el concepto de CC, por lo que las definiciones y terminologías varían entre un campo y otro (Tehee et ál., 2020). Inicialmente la CC se definió en términos genéricos como un conjunto de conductas, actitudes y políticas congruentes que se unen en un sistema, agencia o entre profesionales, y que permite que estos trabajen de manera efectiva en situaciones interculturales (Cross et ál., 1989).
Los modelos actuales de competencia cultural han señalado la importancia del mundo sociocultural del paciente, y han cuestionado cómo integrar correctamente estos factores en la evaluación e intervención clínica (López et ál., 2020). En el área clínica, la CC se ha entendido como la adquisición de conocimientos específicos, habilidades, y actitudes para ofrecer un tratamiento adecuado, individualizado y culturalmente sensible, en donde todo el sistema sanitario y sus instituciones priorizan los temas que afectan a la diversidad cultural (Sue et ál., 1996). Esto implica que la CC se incluya que como modelo de buena práctica sanitaria con la finalidad de aumentar la participación de los pacientes, mejorar los niveles de adherencia y resultados del tratamiento (Gainsbury, 2017).
Por otra parte, Sue y Sue (1990), basándose en una revisión de la literatura, organizan las características de los terapeutas culturalmente hábiles en tres dimensiones: (a) hacerse conscientes activamente de sus propios supuestos sobre la conducta humana, valores, sesgos y limitaciones; (b) intentar comprender, sin prejuicios, la cosmovisión de sus clientes culturalmente diversos; y (c) desarrollar y practicar estrategias de intervención apropiadas, relevantes y culturalmente sensibles para sus clientes.
Es posible distinguir dos tipos de CC, primero, la genérica, referida a las competencias generales aplicables a todos los encuentros interculturales, y cuyo desarrollo es útil para cualquier profesional de la salud; y la segunda, la específica, relacionada con la atención de poblaciones culturales definidas, incluida la adaptación cultural sistemática de psicoterapias (Fung et ál., 2008), y que resulta especialmente útil para terapeutas que trabajan con grupos culturales específicos (por ejemplo, personas LGBTQ+, personas con discapacidad, entre otros).
En consideración de estas definiciones, la CC no debe confundirse con el Coeficiente de Inteligencia Cultural, definido como la capacidad potencial de un individuo para funcionar en situaciones transculturales (Fung y Lo, 2017). Mientras este puede adquirirse al tener diversas experiencias culturales, como trabajar en atención clínica con pacientes pertenecientes a grupos minoritarios, la CC, en cambio, requiere de formación y entrenamiento.
Pensar que solo la interacción con grupos culturales diversos aumentará los niveles de CC resulta erróneo, pues existe un alto riesgo de realizar comparaciones sociales y construir o reafirmar sesgos o estereotipos acerca de los miembros de ese grupo cultural (López et ál., 2020). Un individuo puede tener un cierto conocimiento del grupo cultural con el que trabaja, e incluso puede haber desarrollado técnicas de intervención apropiadas para estos grupos, pero los prejuicios, a menudo inconscientemente, pueden impedir ofrecer una ayuda efectiva. Esto se ha reportado en estudios que muestran cómo los profesionales de salud mental diagnostican más frecuentemente enfermedades mentales severas a individuos pertenecientes a minorías étnicas (Oduola et ál., 2019) o a mujeres (Salk et ál., 2017).
Por otra parte, la CC también podría confundirse con el concepto de adaptación cultural, que consistente en modificaciones sistemáticas de un tratamiento basado en la evidencia (TBE) o de un protocolo de intervención, para considerar el lenguaje, la cultura y el contexto, de tal forma que este sea compatible con los patrones, significados y valores culturales del cliente (Soto et ál., 2018). Si bien las adaptaciones culturales se relacionan estrechamente con la CC, estos son constructos distintos, pues la CC está ligada a prácticas y habilidades específicas de los proveedores de salud (Bernal et ál., 2009; Tehee et ál., 2020).
Enfoques o modelos de competencia cultural en psicoterapia
Los diferentes enfoques de CC en psicoterapia pueden agruparse en términos de las características del terapeuta, las características del tratamiento, y los procesos terapéuticos. Respecto de estos tres grupos, Huey et al. (2014) señalan que estas distinciones no son excluyentes, y que a menudo existe un solapamiento de los componentes que constituyen cada modelo; por ejemplo, un modelo predominantemente basado en habilidades puede incluir varios elementos orientados al proceso.
A continuación, se describen tres enfoques o modelos en CC en psicoterapia, que ilustran diversas formas de comprender esta competencia en el área clínica.
Enfoque pragmático
El enfoque pragmático (Fung et ál., 2012) establece la necesidad de que la CC se trabaje en tres niveles interactivos: (a) macroo nivel social, donde los terapeutas pueden participar en acciones tales como la promoción de equidad para pacientes o sus diversas comunidades, educación y otras iniciativas comunitarias de colaboración, y generar investigación para respaldar estos esfuerzos; (b) meso, nivel institucional o programático, en donde se debe, desde garantizar la provisión de intérpretes y asesores culturales, hasta proporcionar un entorno físico acogedor para la terapia; y (c) micro, nivel clínico individual, donde la educación y capacitación en CC se compone de actitudes (por ejemplo, capacidad del terapeuta de conocer sus propios prejuicios y cosmovisión), habilidades (por ejemplo, la capacidad de trabajar con intérpretes); y conocimiento (por ejemplo, comprensión del contexto sociopolítico y cultural del paciente) (Kirmayer, 2012).
Considerando lo anterior, es necesario que los tres sistemas actúen coordinadamente, dado que un terapeuta podría no ser capaz de proporcionar atención culturalmente competente si es que el sistema de salud en el que trabaja no admite la diversidad, lo que podría contribuir a peores resultados terapéuticos (Fung y Dennis, 2010). Cabe destacar que este tipo de enfoque aporta con una mirada crítica, pero ofrece pocas estrategias para incorporar estas ideas en técnicas específicas (Sue et ál., 2009).
Esquema para la Formulación Cultural
Por otra parte, el Esquema para la Formulación Cultural propuesto por la Asociación de Psiquiatría Americana (American Psychiatric Association, 2013), pretende ser una guía útil para organizar los factores culturales relevantes en una evaluación clínica. Este explora la identidad cultural del individuo, sus conceptualizaciones culturales de la angustia, de la enfermedad y de las formas en que se expresan (modelo explicativo de la enfermedad), lo que lleva a diferentes métodos de afrontamiento, conductas de búsqueda de ayuda y opciones de tratamiento. Además, indaga en los entornos psicosociales y culturales interpretados por el paciente como fuente de apoyo o estrés; y las características culturales de la relación entre el individuo y el profesional a cargo, donde las diferencias culturales, lingüísticas, sociales y de poder, pueden convertirse en barreras o facilitadores que afectan la evaluación y el tratamiento. Finalmente, propone una evaluación cultural general, donde se sintetiza dicha información, teniendo en cuenta sus implicaciones para la evaluación y el tratamiento.
A partir de lo anterior, en el DSM-V se presenta la Entrevista de la Formulación Cultural, la cual consta de un conjunto de 16 preguntas que facilitan la indagación en estos dominios. Sin embargo, se enfoca en la incorporación de estos elementos solo en el proceso inicial de diagnóstico del consultante. Además, este tipo de herramientas han sido criticadas por ser rígidas o formales, en oposición a la naturaleza cambiante y fluida de la cultura (Aggarwal et ál., 2013). De esta forma, el gran desafío es conciliar la brecha entre los enfoques de herramientas estructuradas y las posiciones clínicas de apertura, curiosidad e incertidumbre, que son los sellos distintivos de una práctica culturalmente competente (Watson et ál., 2017).
Shifting Cultural Lenses Model (“Modelo del cambio de lentes culturales”)
López et ál. (2020) se basan en este modelo, el cual concibe la CC en psicoterapia como la construcción de una relación colaborativa entre terapeuta y cliente, que implica construir objetivos y método terapéutico considerando el mundo local, social y moral del cliente, para desarrollar indicadores observables de CC en sesiones de psicoterapia. De esta forma, operacionalizan las acciones llevadas a cabo dentro del tratamiento por parte del terapeuta. Según estos indicadores, el terapeuta culturalmente competente intenta acceder, explorar y entender el punto de vista del cliente, comunica claramente su propio punto de vista al cliente, para luego crear una narrativa compartida integradora, al tiempo que trabaja en la aceptación de esta narrativa por el cliente, y en la negociación de diferentes opciones. Este modelo es aplicable a distintos grupos minoritarios, dado que no se centra en las diferencias entre grupos étnicos.
Consideraciones básicas para implementar la CC
Tomando en cuenta el desafío que implica llevar a la práctica la CC en el contexto psicoterapéutico, a continuación, se presentan algunos elementos clave o prioritarios a considerar.
Credibilidad y entrega
Sue y Zane (2009) proponen atender a dos procesos que, si bien son básicos, parecen especialmente relevantes para poblaciones culturalmente diversas, pues están relacionados directamente con las expectativas, confianza, y fe en la efectividad de la terapia: la credibilidad y la entrega. La credibilidad se refiere a la percepción que tiene el cliente del terapeuta como una ayuda efectiva y confiable, dentro de la cual está la credibilidad “atribuida por el rol desempeñado”, y “la alcanzada”, gracias a las habilidades del terapeuta. La entrega, en tanto, es la percepción de que se recibió algo del encuentro terapéutico, pues la evidencia señala que los clientes necesitan sentir un beneficio directo del tratamiento, los cuales deben darse tan pronto como sea posible. Estos beneficios deben ir más allá del aumento de expectativas en la terapia, y deben contribuir, por ejemplo, a reducir la ansiedad del consultante, otorgar mayor claridad cognitiva frente a una crisis, o facilitar el establecimiento de metas.
“Match” (“Ajuste”)
Adicionalmente, la evidencia señala que el que una persona perciba a su terapeuta (o cualquier otro profesional de la salud) como perteneciente a su grupo de referencia, puede resultar beneficioso para los resultados de su tratamiento. Es así como se ha empleado el concepto de match (coincidencia o ajuste) que implica que el tratamiento debe coincidir o adaptarse al estilo de vida cultural o las experiencias de los clientes (Sue y Zane, 2009). Además, se sugiere que aplicar este concepto al nivel de cliente-terapeuta debiera implicar que haya más terapeutas bilingües o familiarizados con valores culturales étnicos, que los terapeutas adquieran conocimiento de las culturas y comunidades étnicas, y que las formas tradicionales de tratamiento deban modificarse, pues están orientadas principalmente para los grupos mayoritarios. Chu et ál. (2016) consideran que además de un match con la realidad externa del paciente, debe haber un match experiencial a nivel de la diada terapéutica, el cual genera un sentimiento intrapersonal en el paciente de sentirse comprendido y empoderado.
Sin embargo, valorando los excelentes resultados que ha demostrado el match, especialmente en grupos etno-culturales, cabe preguntarse si será viable aplicarlo a todos los encuentros con pacientes diversos ante la enorme diversidad cultural existente. Adicionalmente, vale la pena advertir el riesgo de estereotipar a los pacientes que pertenecen a grupos minoritarios, concluyendo que poseen ciertas características solo por el hecho de pertenecer a ese grupo.
“Not-Knowing” (“No saber”)
Una alternativa a la disyuntiva que se genera con el match, es el enfoque del “no saber” en la formación de terapeutas culturalmente competentes, propuesto por Watson et ál. (2017). Este enfoque considera tres componentes esenciales: (a) la reflexión, que implica mantener la auto- conciencia, cultivando hábitos tales como experimentar genuinamente la información como novedosa, ver situaciones desde múltiples perspectivas, suspender la categorización y el juicio, y participar en el auto-cuestionamiento; (b) la humildad, que implica la autoevaluación continua, interactuando con los desequilibrios de poder en el contexto psicoterapéutico, fomentando un enfoque colaborativo del tratamiento, y entendiendo la psicoterapia como una opción más dentro de un rango de posibles prácticas culturales, que bien podría no ajustarse a las necesidades del paciente; y (c) trabajar con la alteridad, que implica explorar y valorar la perspectiva cultural del otro por divergente que sea con la propia.
Aunque hace más de seis décadas se han hecho esfuerzos por definir conceptual y operacionalmente el concepto de CC en el ámbito psicoterapéutico, aún quedan grandes desafíos para llevarla a la práctica, lo que pasa por resolver diversos problemas, tales como asegurar una formación en CC cultural en los profesionales del área, regular el ejercicio profesional, instalar el concepto a nivel macro (por ejemplo en los sistemas de salud), y posteriormente evaluar la efectividad de las intervenciones culturalmente competentes.
Discusión
Los tratamientos de salud mental pueden ser más efectivos cuando se alinean con la cultura del cliente y cuando el terapeuta demuestra CC (Soto et ál., 2018). La CC ha sido ampliamente entendida como la habilidad de trabajar exitosamente con otras culturas, involucrando las perspectivas e identidades tanto del profesional clínico como del paciente (Cross et ál., 1989). Sin embargo, parece ser que el problema más difícil que enfrenta el campo de la salud mental es operacionalizar la forma de intervenir de manera culturalmente pertinente.
Específicamente en Chile, la necesidad de visibilizar la CC en el ejercicio clínico se suma a las múltiples demandas que no alcanzan a ser cubiertas con el escaso financiamiento que recibe la salud mental a nivel del sistema de salud público (2.16 % en 2012). Por ejemplo, cifras preocupantes de depresión (15.8 % de la población con sospecha de depresión y 6.2 % con trastorno depresivo durante los últimos 12 meses) (Ministerio de Salud, 2018) y un escaso acceso a atención de salud mental de población rural y de minorías lingüísticas, étnicas y religiosas (Carreño et ál., 2020; Ministerio de Salud, 2017). Al respecto, a nivel local se advierte la necesidad de incorporar competencias culturales en contextos de salud (Bernales et ál., 2015; Pedrero et ál., 2018; Pérez et ál., 2018), cuestión que ha sido evidenciada, tanto desde los usuarios de los servicios de salud (Alarcón-Muñoz y Vidal-Herrera, 2005), como desde las autoridades y trabajadores de salud primaria (Bernales et ál., 2017). Por lo tanto, urge visibilizar el problema del acceso a la salud mental, tanto en términos de inversión en salud, como en asumir la necesidad de implementar la CC dentro del sistema y los profesionales que lo componen.
En este sentido, a nivel de la formación de psicólogos se debiera partir garantizando la adecuada articulación de estas dos grandes ramas: psicología clínica y psicología cultural. Respecto a esto, la experiencia en otros contextos es que el cursar asignaturas de psicología cultural aumenta la CC percibida de los estudiantes. Además, es relevante que los docentes o supervisores clínicos posean formación en CC, dado el impacto que tienen en los procesos de modelización de la intervención clínica en sus estudiantes (Rodríguez y Niño, 2006).
De esta forma, en la medida que se comprende la cultura como un concepto que inunda la amplia gama de intervenciones realizadas desde el área clínica, la revisión permanente de sí mismos, algo esperado durante el entrenamiento de un terapeuta, adicionalmente implicaría ser consciente de los sesgos de naturaleza cultural, entendiendo que los aspectos identitarios del consultante son reflejo de los aspectos compartidos con su(s) grupo(s) de referencia, con los cuales puede tener diferentes grados de involucramiento. Esta articulación es central para construir cimientos firmes sobre los cuales implementar formas de operacionalizar la CC, que permitan hacerse cargo del deber ético de realizar tratamientos culturalmente pertinentes y justos para grupos diversos.
Por otra parte, es necesario contar con evidencia local respecto de las creencias culturales que las personas comparten sobre los tratamientos en salud mental y específicamente sobre la terapia psicológica (Salinas-Oñate et ál., 2019), y advertir cómo estas varían dependiendo de los grupos de pertenencia. Es probable que en la actualidad, debido al aumento de la inmigración y la visibilización social de las diferentes etnias que habitan en Chile, los profesionales de la salud mental de este país estén haciendo grandes esfuerzos por enfrentar el desafío de la adecuación de los servicios a la diversidad cultural. Esto, generado por iniciativa propia y sin que exista un soporte en el sistema de salud que haga posible una intervención integral y teóricamente guiada.
El modelo familiar comunitario implementado en el sistema de salud pública chileno tangencialmente logra cubrir algunos aspectos relevantes del enfoque en CC. Desde aquí, los profesionales de la psicología se han ido implicando en acciones del nivel macro, sin que estas tengan como propósito principal la adaptación cultural de los servicios. En relación con el nivel intermedio, parece clave la inversión de recursos que faciliten acciones tales como, contar con asesores culturales o proporcionar un entorno físico más acogedor para el tratamiento. En el nivel micro en tanto, es probable que los terapeutas estén entrenando de manera autodidacta su coeficiente de inteligencia cultural, gracias a la experiencia continua de trabajo con la diversidad.
No obstante, los desafíos que plantea el nuevo Plan de Salud Mental 2017-2025 podrían abrir posibilidades de desarrollo en esta línea, pues al alero de la necesidad de una Ley de Salud Mental, aparece como objetivo estratégico el resguardar los derechos de las personas con problemas de salud mental, en lo relativo al acceso a la salud e inclusión social (Ministerio de Salud, 2017). Si bien, este no es un llamado explícito a la intervención culturalmente pertinente, sí se intenta visibilizar a los grupos minoritarios o en desventaja, haciendo referencia directa a estrategias como la utilización de grupos consultivos para evaluar la pertinencia de la normativa, y reconocer e incorporar el respeto a los derechos humanos y de determinantes sociales.
Aun cuando esto representa un avance en relación a que los tratamientos sean adaptados a poblaciones diversas, coincidentemente con mayores necesidades de atención, sorprende que este
Aun cuando esto representa un avance en relación a que los tratamientos sean adaptados a poblaciones diversas, coincidentemente con mayores necesidades de atención, sorprende que este llamado se haga 15 años después de la declaración de la APA, considerando que la multiculturalidad en Chile no es un tema nuevo, pues basta solo con observar algunas fuentes de variación cultural, como la etnia, el nivel socioeconómico y la religión, para visualizar la diversidad e identificar a los grupos que consultan menos u obtienen menores niveles de éxito terapéutico. No obstante, es comprensible que actualmente esto haya alcanzado un estado crítico, gracias a la visibilización que ha traído consigo la ola de inmigración acaecida en los últimos años, donde se estima que un 4.35 % de la población total del país corresponde a población inmigrante (Servicio Jesuita a Migrantes, 2019).
Junto con lo anterior, actualmente, se requiere evidencia empírica contextualizada que permita la toma de decisiones con base en hallazgos culturalmente pertinentes, que contribuya a la adecuada integración de teoría, investigación y práctica clínica en psicoterapia, la que sigue siendo un desafío en nuestro contexto (Espinosa-Duque y Krause, 2020). Esto se ve obstaculizado por la inexistencia de recursos permanentes destinados a la investigación en salud mental, adecuados a las necesidades de las políticas públicas (Ministerio de Salud, 2017). A la fecha, solo se cuenta con un instrumento para medir CC en personal de salud chileno (EMCC-14) (Pedrero et ál., 2020). No obstante, la investigación sobre CC en Chile sigue siendo incipiente, además de estar limitada a contextos de salud generales, de modo que existe un vacío en la literatura sobre CC en salud mental y psicoterapia.
Sobre la base de los antecedentes revisados en las secciones anteriores, aún quedan grandes desafíos para incorporar la CC en la práctica clínica. Un primer aspecto que nos gustaría destacar es la relevancia de una formación (de pre y postgrado) de psicólogos culturalmente competentes, donde se enfatice el desarrollo de actitudes, habilidades y conocimientos específicos en esta área. Como país, se requiere contar con profesionales sensibles y respetuosos a la diversidad cultural, que además tengan herramientas concretas y basadas en evidencia.
En la misma línea, se hace pertinente que los profesionales de la salud mental reflexionen sobre sus propias creencias, valores y formación profesional en diversidad cultural. Esto, tanto para evaluar sus propias necesidades de formación en el área, así como poner atención sobre la necesidad de revisar propias resonancias, que puedan ser movilizadas por estos consultantes (Polanco et ál., 2019; Rivas et ál., 2020).
Finalmente, incorporar el enfoque de CC en los sistemas de salud, especialmente en el sistema público, parece imperativo para contribuir a abordar el deber ético de entregar servicios adecuados y justos para las personas, y que, a su vez, favorezca que futuras investigaciones estudien las repercusiones de esta competencia en pro de obtener mejores resultados terapéuticos que redunden en una mejor calidad de vida para las personas.