Introducción
La empatía ha sido definida como una respuesta emocional compartida, que resulta de la comprensión y apreciación del estado emocional de los demás (Eisenberg et al., 2010). Esta reacción es causada por ese estado emocional y genera una respuesta similar a lo que estas personas sienten (Eisenberg et al., 2001). Barnett y Mann (2014) definen la empatía como un entendimiento emocional y cognitivo de la experiencia de los demás, que resulta en una respuesta emocional del observador, la cual puede ser congruente con la opinión que tenga acerca de que los demás son dignos de respeto y compasión. Eisenberg et al. (2014) asimilan la preocupación empática a la simpatía, y la definen como una respuesta afectiva similar al estado emocional percibido de otro, que genera preocupación. Otros autores diferencian entre empatía y simpatía (Eisenberg et al., 1998): la primera es una reacción ante el estado emocional de otra persona; y la segunda, un sentimiento de preocupación como reacción al estado emocional o condición del otro. Tanto la empatía como la simpatía son emociones de interés, puesto que se ha reconocido que ambas pueden generar en otros, tanto la intención de ayudar, como de evitar causar daño a sus semejantes.(Carlo et al., 2011).
Barnett y Mann (2014) retoman lo planteado por Allport, quien denominó contagio emocional al hecho de asumir el estado emocional de otra persona. Este estado emocional es el que distingue la empatía de la simpatía. La simpatía se caracteriza por sentimientos de pena y pesar, mientras que el componente afectivo de la empatía está relacionado con experimentar o imaginar la emoción del otro. En lo que coinciden los autores es que la empatía es multidimensional y comprende dos componentes: emocional y cognitivo (Baron-Cohen y Wheelwright, 2004). El primero se refiere a la capacidad para sentir lo que otras personas sienten y reaccionar en consecuencia, como la congruencia emocional o la afectación por la situación de los demás (Wai y Tiliopoulos, 2012); y el segundo comprende la capacidad para abstraer los procesos mentales de los demás, reconocer las emociones y la toma de perspectiva que les permite entender y describir lo que otras personas sienten y por qué lo sienten de esa manera (Pacanchique, 2016; Tur-Porcar et al., 2016).
Sin embargo, hay personas que no reconocen el estrés relacionado con las emociones y, por ende, no tienen esa respuesta empática. La explicación es que se presume que el componente afectivo de la empatía es autonómico y es atribuido a la amígdala, por lo que se considera que las personas con alto grado de insensibilidad podrían tener una disfunción en esta (Blair, 2013).
Barnett y Mann (2014) plantean que el proceso empático involucra cinco factores que permiten la experiencia empática: toma de perspectiva, habilidad para experimentar una emoción, creencia de que los demás merecen compasión o respeto, ausencia de factores situacionales que podrían afectar el funcionamiento cognitivo o introducir demandas competitivas y habilidad para manejar los sentimientos de angustia que pueden surgir al comprender la situación de los demás.
La toma de perspectiva es la capacidad de entender el punto de vista de otros. Implica imaginarse en la situación de alguien más y anticipar cómo podría pensar o sentir. Los estudios en neurociencia cognitiva apoyan la noción de que los procesos cognitivos, específicamente la mentalización, afectan la capacidad empática (Barnett & Mann, 2014). El déficit en la toma de perspectiva puede presentarse en determinados grupos de personas. Hay evidencia que sugiere que los agresores sexuales, en su mayoría, presentan déficit en su capacidad para tomar perspectiva de los demás (Marshall et al., 2001). También se ha encontrado que niños con rasgos psicopáticos, y adultos con psicopatía, han mostrado una reducida respuesta autonómica ante estímulos que muestran la tristeza en otros, lo que sugiere un déficit en empatía (Shirtcliff et al., 2009).
Algunas personas se consideran empáticas hacia los otros, capaces de experimentar compasión, expresar y autorregular sus emociones negativas, tener buenas habilidades para la toma de perspectiva y ver a los demás como merecedores de respeto; sin embargo, también han experimentado situaciones en las cuales, en ese momento, no sintieron empatía por alguien en situación de estrés. Situaciones emocionales extremas, como el miedo o la rabia, pueden llevar a centrar la atención en uno mismo. La desmotivación, la falta de autoeficacia emocional y el consumo de drogas o alcohol también pueden influir en la falta de empatía, así como el percibir a la víctima como un villano que no la merece. Barnett y Mann (2014) consideran que la empatía podría ser vista, no como un rasgo, sino como una situación específica en una persona determinada.
Hanson (2003) plantea que las personas que tienen dificultades para tratar con las emociones propias y las de los demás, probablemente serán menos empáticas. Marshall et al. (2009) han propuesto un modelo teórico de la empatía, en el cual sugieren que el estrés personal inhibe la empatía, y está relacionado con el concepto de culpa, vergüenza y distorsiones cognitivas. Los problemas en la estructura o en el proceso cognitivo pueden bloquear o interferir con la habilidad para empatizar (Barnett y Mann, 2014).
La empatía por la angustia real o inferida de los demás es una de las primeras manifestaciones de las capacidades morales de los niños muy pequeños y quizás una característica central de organización de los conceptos morales (Hoffman, 2000). Rey (2003) considera que es importante desarrollar la empatía por su influencia en la promoción de las conductas prosociales.
La regulación emocional integrativa permite predecir el comportamiento prosocial que pueden asumir los adolescentes con la mediación de la empatía (Benita et al., 2016). Diversas investigaciones han mostrado que la autoeficacia para la expresión y regulación de emociones tiene un efecto directo sobre el ajuste psicológico en los adolescentes, favorece la capacidad para experimentar empatía, las habilidades interpersonales, las conductas prosociales e inhibe los comportamientos externalizantes −entre ellos, la agresividad física y verbal (Bandura et al., 2003; Gerbino et al., 2016)−. La autoeficacia para regular e inhibir emociones negativas, o para mantener sentimientos positivos, se considera fundamental para interactuar socialmente y expresar adecuadamente la empatía (Gómez y Narváez, 2020). La autoeficacia para la regulación emocional permite un mayor ajuste psicológico y, por ende, un manejo adecuado de las emociones negativas, especialmente en aquellos contextos que pueden generar conflicto (Gerbino et al., 2016; Gómez & Narváez, 2019).
Por otra parte, los adolescentes con rasgos insensibles a menudo se perciben como emocionalmente desapegados e indiferentes hacia sí mismos, muestran poca compasión por los demás y no lamentan sus acciones hostiles: son poco empáticos (De Ridder et al., 2016).
Siguiendo el modelo de la dimensión afectivo-interpersonal de la psicopatía, se cree que los rasgos de insensibilidad son un precursor del desarrollo de rasgos psicopáticos en la edad adulta. Por lo tanto, en los adolescentes, a pesar de su superposición con los problemas de conducta, los rasgos de insensibilidad se consideran características afectivas e interpersonales relacionadas con el comportamiento antisocial (Pasalich et al., 2014). Se ha considerado también que las pocas habilidades para compartir o inferir el estrés emocional de los demás es, en parte, responsable por los problemas de conducta de los adolescentes con alto grado de insensibilidad. Esta disfunción empática impide que accedan a las señales que los lleven a inhibir los comportamientos.
En este proceso de adquisición de conductas prosociales y empáticas juega un papel importante la crianza. La familia ha sido reconocida como el primer lugar para la socialización, con la capacidad para facilitar el desarrollo de conductas prosociales e inhibir las conductas problemáticas (Cuervo, 2010). Algunos estudios han señalado la disciplina inductiva como una práctica parental que favorece el desarrollo de la empatía, necesaria para la conducta prosocial (Guevara et al., 2007), y que las emociones morales son el mejor predictor de la conducta prosocial, aunque hay pocos estudios que han tenido en cuenta la influencia de la disciplina inductiva y de los factores emocionales primarios, referenciados en la literatura (empatía y simpatía) sobre el comportamiento prosocial, así como en la influencia compartida de estas dos emociones durante la adolescencia (Barr y Higgins-D'Alessandro, 2009). La disciplina inductiva ayuda a los adolescentes a entender la necesidad de las reglas y cómo su conducta afecta a los otros. Así mismo, se ha correlacionado directamente con la conducta prosocial, la autoeficacia emocional y la empatía, e inversamente con la agresividad (Garner, 2012).
En relación con la agresividad, esta involucra varias dimensiones y formas de ejercerla: física y verbal, directa e indirecta, y puede ser social, material y relacional (frecuente en el medio escolar). Puede cumplir diferentes funciones, pudiendo ir desde una ofensa a una defensa, y ser reactiva o proactiva (Little et al., 2003). La agresión indirecta se refiere al daño que se ocasiona a otros por medios encubiertos, como la difusión de rumores, las expresiones faciales y los movimientos corporales que intentan generar malestar; mientras que la directa es el ataque intencional que incluye los golpes, utilizando el cuerpo, objetos o armas (más utilizada por los hombres) (Loudin et al., 2003).
También se ha considerado que la irritabilidad es un precursor de la agresividad en la adolescencia. Es un tipo de actitud ofensiva que está asociada a una mayor tendencia a la agresividad y una actitud pasivo-defensiva o susceptibilidad emocional (Caprara et al., 1985). Varios autores hicieron un seguimiento a 500 adolescentes, desde los 12 a los 20 años (Caprara et al., 2007), y encontraron que las trayectorias de alta irritabilidad se asociaron con una alta agresión física y verbal en la juventud. Algunos estudios han mostrado una relación inversa entre empatía y agresión (Maibom, 2012), y entre emocionalidad positiva y empatía (Mestre, et. al., 2002) También encontraron que la inestabilidad emocional es predictora de la agresividad. Los sujetos con peor ajuste emocional tienden a ser más agresivos dado que disponen de pocos recursos para controlar sus impulsos (Del Barrio et al., 2012).
Una población de reclusos de Colombia evidenció carencia de patrones empáticos en la subescala de malestar personal (Pacanchique, 2016). Esta relación también ha sido reportada por la literatura empírica, teórica y clínica forense, donde se establece que hay una relación entre el déficit en la empatía y la ofensa (Barnett y Mann, 2014). Sin embargo, Parra y Carvajal (2012) no encontraron asociación entre bajos niveles de empatía y el acoso escolar en un grupo de adolescentes de Bogotá.
En Colombia se han realizado pocas investigaciones con adolescentes en situación de vulnerabilidad psicosocial. En Manizales (Caldas) se investigaron jóvenes desvinculados de los grupos armados ilegales, y encontraron una relación directa entre las tendencias prosociales, la toma de perspectiva, la regulación empática y la autoeficacia para expresar emociones positivas y regular las negativas (Gómez, 2019; Gómez y Narváez, 2017). En esta misma ciudad, en un grupo de jóvenes con antecedentes de conductas delictivas, se encontró correlación negativa entre la desconexión moral y la empatía (Gómez y Narváez, 2019).
Sin embargo, es escasa la literatura sobre el efecto de la autoeficacia emocional, la irritabilidad y la agresividad sobre las expresiones de la empatía en los menores que han estado expuestos a situaciones de vulneración psicosocial. Esta es la novedad de la presente propuesta, cuyo objetivo es analizar el efecto de la autoeficacia emocional, la irritabilidad y la agresividad sobre la empatía en adolescentes en vulnerabilidad psicosocial, ubicados en hogares sustitutos de protección del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), quienes antes de entrar a los hogares se encontraban en diferentes situaciones de vulnerabilidad psicosocial, como maltrato, abuso, abandono, deprivación afectiva y violencia, entre otras. Estas condiciones pueden inhabilitar a los niños para satisfacer su bienestar y lograr una buena calidad de vida. De igual manera, se consideran barreras para desarrollar conductas como la empatía, y esa inestabilidad emocional se ha encontrado relacionada con la agresividad física y verbal (Tur et al., 2004).
Método
Estudio cuantitativo, con la implementación de un diseño no experimental-transeccional y alcance correlacional, con la participación de 69 niños y niñas, seleccionados mediante un muestreo no probabilístico a disponibilidad. Están ubicados por el ICBF bajo la modalidad Hogar Sustituto Vulneración, en dos de sus Centros Rurales-Zonales. Se tomaron como criterios de inclusión: tener una edad en el rango de 12 a 18 años; estar bajo protección del ICBF en la modalidad vulneración; tener adecuada capacidad escritural y lectora; estar de acuerdo con la investigación y firmar el asentimiento informado.
Características de los participantes: El 52 % (n=36) son mujeres. La edad promedio fue de 15,54 (DE=1,84); con el 55, 1 % (n=38) en el rango de 12 a 14 años y el 44,9 % (n=31) entre 15 y 18 años.
Instrumentos
Índice de Reactividad Interpersonal–IRI (Interpersonal Reactivity Index) (Davis, 1983). Escala de autoinforme tipo Likert con cinco alternativas de respuesta (desde ‘no me describe en absoluto’ a ‘me describe muy bien’). Evalúa la empatía total y cuatro dimensiones: toma de perspectiva, malestar emocional, preocupación empática y fantasía. Para esta investigación se tomaron tres subescalas: toma de perspectiva, que es la propensión que tiene la persona de asumir el punto de vista de los demás; o sea, la empatía mediada por la cognición; preocupación empática, que mide la empatía mediada por lo emocional (compasión, calidez y preocupación por las otras personas) y malestar personal, generado cuando se presencian las vivencias negativas que sufren los demás. Para este estudio, la consistencia interna de esta escala, medida con alfa de Cronbach, fue de ,78, y entre ,68 y ,71 para las subescalas.
Cuestionario de Autoeficacia para la Regulación Emocional– RESE (Regulatory emotional self-efficacy) (Caprara et al., 2008; Caprara y Gerbino, 2001). Cuestionario tipo Likert (desde ‘completamente capaz’ a ‘incapaz’). Evalúa la capacidad percibida por la persona para manifestar afecto positivo (POS) y regular el negativo (NEG). La dimensión de expresión de emociones (POS) mide las creencias de autoeficacia que se tienen acerca de la capacidad para expresar abiertamente satisfacción, felicidad, alegría, cariño, entusiasmo y humor. La dimensión del afecto negativo (NEG) o de regulación de emociones evalúa las creencias de autoeficacia sobre la capacidad percibida que tienen las personas para la regulación apropiada de las emociones negativas, como frustración, rabia, tristeza, vergüenza, culpa y temor. Tiene, además, una subescala para la autoeficacia de emociones morales: vergüenza. La Universidad La Sapienza de Roma (Italia) adaptó una versión en español que se utilizó en Colombia. La consistencia interna con alfa de Cronbach para este estudio fue de ,92, y entre ,76 y ,82 para las dimensiones POS y NEG.
Cuestionario de irritabilidad–IRR (Irritability Scale) (Caprara et al., 1985). Cuestionario tipo Likert (desde ‘completamente falso’ a ‘completamente verdadero’). Mide la propensión a reaccionar de forma impulsiva y ofensiva ante la menor provocación. La irritabilidad se describe a menudo como un rasgo. Es una dimensión de la personalidad caracterizada por una tendencia a estar enojado y reactivo ante ligeras provocaciones y desacuerdos (Caprara et al., 1985). El análisis de componentes principales confirmó la estructura unifactorial de la escala y su estabilidad con respecto a grupos de diferente idioma, nacionalidad y contexto cultural (Caprara et al., 1985). La consistencia interna con alfa de Cronbach para este estudio fue de ,77.
Escala de agresividad física y verbal – AFV (Physical and Verbal Aggression Scale. (Caprara y Pastorelli, 1993). Cuestionario tipo Likert (desde ‘nunca/casi nunca’ a ‘muy a menudo’. Evalúa las conductas orientadas a causar daño físico y verbal a otras personas. Consta de 26 ítems: los primeros 20 miden la agresión física y verbal; los ítems 2, 6, 9, 14, 17 son de control; y los ítems 21 a 26 miden la participación en actos de violencia. Se ha utilizado en medios culturales similares al del presente estudio, y ha mostrado buenas propiedades psicométricas (Mestre et al., 2012). Para el presente estudio, la consistencia interna con alfa de Cronbach fue de 0,77 para la escala agresividad física y verbal, y de 0,65 para la participación en actos de violencia.
Procedimiento
Para proceder a la aplicación de los instrumentos, se obtuvo la autorización del ICBF. Después, se contactó la institución operadora del servicio de atención para socializar el estudio y realizar el trabajo de campo. Una vez reunidos los adolescentes, se les explicó el objetivo del estudio y las características de los instrumentos. Luego, firmaron el asentimiento informado y respondieron los cuestionarios individualmente, con asesoría de los investigadores. La aplicación tomó aproximadamente 40 minutos. Se tuvieron en cuenta los principios éticos y se aseguró tanto la confidencialidad como el anonimato de los participantes, según la Ley 1090 de 2006 y la Resolución 008430 de 1993.
Análisis de datos
Para el análisis de datos se utilizó el paquete estadístico SPSS, versión 25.0; y el complemento AMOS, versión 24.0 (IBM Corporation, 2017), para ecuaciones estructurales. Primero, se analizó la fiabilidad de los instrumentos mediante el coeficiente alfa de Cronbach, seguido del análisis univariado de las medidas de tendencia central y dispersión. Después, teniendo en cuenta que los datos no presentaron una distribución normal, de acuerdo con la prueba de Kolmogorov–Smirnov, se realizó un análisis comparativo por sexo mediante el estadístico no paramétrico U de Mann-Whitney. Las diferencias encontradas se estimaron mediante el estadístico de eta cuadrado (n2), y para calcular el tamaño del efecto de estas diferencias se utilizó R Studio Cloud, acorde con el procedimiento e interpretación establecidos por Fritz et al. (2012).
Posteriormente, se analizó la correlación mediante el coeficiente Rho de Spearman. Para determinar el efecto de las variables de autoeficacia emocional, irritabilidad y agresividad sobre la empatía se proponen dos modelos de rutas. La bondad de ajuste del modelo se evaluó con el chi cuadrado (χ.), en un nivel de probabilidad (p ≥ 0,05) y con los siguientes índices: de ajuste comparativo (IFI≥ 0,90 y CFI≥ 0,90), de ajuste normalizado (NFI≥ 0,90), de bondad de ajuste (GFI≥ 0,90) y su correspondiente corregido (AGFI≥ 0,90), y el de Tucker-Lewis (TLI≥ 0,90); y, finalmente, con la raíz del residuo cuadrático promedio de aproximación (RMSA≤ 0,08) (Byrne, 2016; McArdle y Nesselroade, 2014). Los efectos estandarizados totales, tanto directos como indirectos, se calcularon utilizando el método bootstrap, con un 95 % de intervalo de confianza (Byrne, 2016; Hayes, 2018).
Resultados
Se encontró que, de las dimensiones de la empatía, la variable con mayor puntaje fue la preocupación empática; y la de menor puntaje, el malestar personal. En las demás variables, la autoeficacia para la expresión de emociones positivas tuvo un promedio superior a la autoeficacia para regular emociones negativas, y la agresividad física y verbal alcanzó el mayor promedio. (ver Tabla 1).
Se analizaron las variables en función del sexo (tabla 2). Adicionalmente, se reportaron la desviación estándar, la mediana, los rangos promedios, el estadístico z de la prueba de Mann- Whitney y el valor de significancia estadística, dado que se utilizó la estadística no paramétrica. Se identificaron diferencias estadísticamente significativas (p < 0,.05) en irritabilidad (z = -2,105; p = 0,035; n2 = 0,064), con puntuaciones más bajas en los hombres, quienes también tuvieron un promedio más alto en agresividad física y verbal (.=-1,938; p = 0,05; n2 = 0,054). Se analizó el tamaño del efecto de estas diferencias, mediante el estadístico eta cuadrada (n2), identificando un tamaño del efecto intermedio (n2 < 0,039) (Fritz et al., 2012)
Nota.M= Valor medio; DE= Desviación estándar; Me= Mediana; Rp= Rango promedio; z= estadístico Prueba de Mann-Whitney; p= valor de significancia estadística.
Fuente: Elaboración propia
Para las variables de estudio se realizó un análisis correlacional mediante el coeficiente Rho de Spearman (tabla 3). Se encontró que la empatía total, la preocupación empática y la toma de perspectiva correlacionaron directamente con la autoeficacia emocional total y la autoeficacia para expresar emociones positivas. La autoeficacia para regular las emociones negativas se correlacionó directamente con la toma de perspectiva y la preocupación empática; y la empatía total y la toma de perspectiva se correlacionaron inversamente con la agresividad física y verbal. La irritabilidad correlacionó inversamente con la toma de perspectiva. No se hallaron correlaciones significativas entre el malestar emocional y las demás variables.
Por medio del método de mínimos cuadrados ponderados se estimaron dos modelos de rutas, con el fin de conocer los efectos −directos e indirectos− que ejercen sobre la empatía las variables irritabilidad, agresividad física y verbal y autoeficacia emocional. Este método permite trabajar con las variables que no aplican para el supuesto de normalidad univariante, también brinda estimaciones no sesgadas y consistentes con un tamaño de muestra pequeño (Byrne, 2016). En el primer modelo se estimó el efecto directo de las variables dependientes sobre la empatía. En el segundo se utilizó la autoeficacia para expresar emociones positivas y regular las negativas como variables mediadoras entre la irritabilidad, agresividad física y verbal, y la empatía, el cual obtuvo mejores indicadores de bondad de ajuste (tabla 4).
En la figura 1 (modelo 1) se muestra que las variables de autoeficacia para el manejo de emociones negativas y expresión de emociones positivas, irritabilidad, agresividad física y verbal explican la variación de la toma de perspectiva en un 47 % (R2=0,471, IC 95%=0,287–.693; p=0,001), la preocupación empática en un 42 % (R2=0,420, IC 95%=0,267–.622; p=0,001) y el malestar emocional en un 23 % (R2=0,235, IC 95%=0,093–.477; p=0,001).
La tabla 6 muestra los efectos directos estandarizados de las variables de estudio (modelo 1). La autoeficacia para la expresión de emociones positivas presentó los efectos directos más importantes sobre las variables de la empatía. La autoeficacia para el manejo de emociones negativas y la agresividad física y verbal presentaron efectos inversos significativos sobre el malestar emocional.
Nota: *p < .05
**p < .01
***p < .001
AFV=Agresividad física y verbal; IRR=Irritabilidad; POS=Autoeficacia para la expresión de emociones positivas; NEG= Autoeficacia para el manejo de emociones negativas.
Fuente: Elaboración propia
En la figura 2 (modelo 2) se muestra que la autoeficacia para la expresión de emociones positivas (POS) y el manejo de emociones negativas (NEG) median la asociación entre la irritabilidad, la agresividad y la empatía. Las variables independientes del modelo explican la variación de la toma de perspectiva en un 52 % (R2=0,519, IC 95%=0,318–.746; p=0,001), la preocupación empática en un 45 % (R2=0,454, IC 95%=0,307–.664; p=0,001) y el malestar emocional en un 23 % (R2=0,233, IC 95%=0,094–.477; p=0,001). También se encontró que la irritabilidad y la agresividad física y verbal aportaron efectos inversos que explican el 9 % de autoeficacia para la expresión de emociones positivas (POS) (R2=0,087, IC 95%=0,006–.310; p=0,001) y el 19 % de la autoeficacia para el manejo de emociones negativas (NEG) (R2=0,187, IC 95%=0,048–0,440; p=0,001.
Nota: *p<.05
**p<.01
***p<.001
AFV=Agresividad física y verbal; IRR=Irritabilidad; POS=Autoeficacia para la expresión de emociones positivas; NEG= Autoeficacia para el manejo de emociones negativas.
Fuente: Elaboración propia
La tabla 6 muestra los efectos estandarizados totales, directos e indirectos de las variables independientes, mediadoras y dependientes. La autoeficacia para la expresión de emociones positivas aportó el efecto total más grande sobre la toma de perspectiva (β=0,666; p<0,001), la preocupación empática (β=0,685; p<0,001) y el malestar personal (β=0,433; p<0,01). La agresividad física y verbal aportó un efecto inverso significativo sobre la autoeficacia para el manejo de emociones negativas (β=-0,328; p<0,05). La irritabilidad tuvo un efecto inverso total y directo sobre la toma de perspectiva y la autoeficacia para el manejo de emociones negativa aportó un efecto inverso sobre el malestar personal.
Discusión
El objetivo de este estudio fue analizar el efecto de la autoeficacia emocional, la irritabilidad y la agresividad sobre la empatía en adolescentes en vulnerabilidad psicosocial, bajo protección del ICBF en Manizales y tres municipios de Caldas (Colombia).
Se encontró que los promedios más altos obtenidos por los jóvenes fueron en emociones positivas y autoeficacia empática, con diferencias significativas, según el género, para la autoeficacia empática, siendo mayor el puntaje para las mujeres, quienes obtuvieron mayor puntuación (no significativa) en toma de perspectiva y preocupación empática. Esto coincide con lo reportado por varios estudios que encontraron también que las mujeres tienden a ser más empáticas y actúan motivadas por esta emoción (Guevara, et al., 2015). Este comportamiento ha sido promovido socialmente por cuanto se presiona más a las mujeres para expresar sentimientos de preocupación hacia los demás (Loudin et al., 2003). Adicionalmente, las personas que son empáticas tienen sensibilidad emocional y son capaces de comprender las consecuencias negativas de sus actos agresivos, lo que las hace menos agresivas.
En los adolescentes evaluados se encontró que la agresividad física y verbal correlacionó negativamente con la empatía total y la toma de perspectiva. Se ha considerado que el desarrollo cognitivo se consolida en la adolescencia, donde se presentan cambios importantes (capacidad para pensar de manera abstracta y tomar perspectiva, así como la habilidad para razonar de un modo hipotético-deductivo). De igual manera, durante esta etapa se presenta un incremento en las conductas prosociales, por cuanto para el adolescente son importantes las relaciones interpersonales, así como la regulación de las emociones. Aunque estos jóvenes han tenido antecedentes poco favorables para su desarrollo sociocognitivo, la interacción social que logran establecer en el nuevo contexto que los acoge les permite descubrir el significado y el valor de los sentimientos, los pensamientos y las acciones, tanto de ellos mismos como de sus compañeros.
Como lo plantea Bandura (2002), el poder internalizar las normas, las pautas y las reglas es posible gracias a la evaluación que se recibe de las personas que tienen especial significación para cada uno. Y para estos jóvenes, las madres sustitutas adquieren esa significancia que no tuvieron los padres en su infancia. Esta etapa es clave para desarrollar y afianzar los recursos cognitivos y emocionales que le van a permitir al adolescente interactuar con sus pares de una manera asertiva, previniendo las conductas agresivas (Corrales et al., 2017).
Se encontró, también, que la autoeficacia para la expresión de emociones positivas, así como el manejo de las negativas, median la asociación entre irritabilidad, agresividad y empatía. Poder regular y manejar la ira, el miedo, la culpa y la vergüenza implica una organización del afecto y la cognición, componentes de la empatía que permiten, a su vez, evitar el desajuste psicológico y social. Aunado a esto, mantener la alegría y la confianza no solo hacen parte de la autoeficacia regulatoria, sino que pueden llevar a tener una vida social más satisfactoria (Gerbino et al., 2016). Fortalecer este componente autorregulatorio en población de menores, expuestos a condiciones de vulnerabilidad, sería un aporte importante para su estabilidad emocional.
En esta población también se encontraron puntajes bajos en cuanto a la agresión física y verbal, y en la violencia agitada asistida, siendo un poco más altos en los hombres. Las variables agresión física y verbal junto con la variable irritabilidad presentan correlaciones significativas a un nivel del 5 % con la variable toma de perspectiva, pero en sentido negativo. La irritabilidad tuvo un efecto inverso total y directo sobre la toma de perspectiva.
Estos resultados contradicen lo reportado por Casey et al. (como se citó en Gómez y Narváez, 2019), quienes plantean que los niños que durante la infancia fueron sometidos a una socialización parental caracterizada por el maltrato físico y psicológico, abuso y negligencia −características comunes a la población del presente estudio−, es muy probable que en la adolescencia muestren comportamientos agresivos, falta de empatía y conducta antisocial. Cabría citar a Elorrieta-Grimalt (2012), quien plantea: “la conducta se encuentra determinada por la situación actual que el niño está viviendo; uno y el mismo cambio del entorno se hace o convierte en mil estímulos distintos, en condiciones diferentes de conducta continuada o seriada” (p. 499). Y es claro que el entorno en el cual están viviendo los menores es diferente de aquel del cual provienen.
Es necesario tener en cuenta que los comportamientos se aprenden, y las relaciones que se caracterizan por ser afectuosas, brindar apoyo y tener coherencia en la observancia de las normas potencian las conductas positivas. Algunos estudios han reportado que las prácticas parentales, más que el mismo estilo que asumen, permiten predecir la conducta prosocial. Esto confirma que el aprendizaje experiencial lleva más fácilmente a que los hijos asuman comportamientos de ayuda (Carlo et al., 2012). Este es el papel que cumplen las madres sustitutas. De igual manera, la teoría del modelado, descrita por Bandura, permite sustentar lo anterior al plantear que estas conductas prosociales se aprenden y pueden desarrollarse cuando el individuo está observando aquellos comportamientos aceptados socialmente en las personas que le rodean, pero es necesario que ese comportamiento sea repetitivo y reforzado.
Encontrar en nuestra población que la autoeficacia para regular las emociones negativas correlacionó directamente con la toma de perspectiva y la preocupación empática, refuerza lo expresado anteriormente.
Smetana et al. (2014) consideran que los niños desarrollan conceptos rudimentarios de justicia, equidad y derechos a través de las experiencias sociales. Los procesos afectivos y cognitivos juegan un papel importante en la construcción de estos conceptos morales. Los infantes están predispuestos a ser sensibles y responder a las expresiones emocionales de los demás, lo que los ayuda a adquirir conocimiento del mundo interno y social y entender las consecuencias de sus actos (Trevarthen y Aitken, 2001). Fortalecer las competencias que ayuden a regular las emociones, así como ser conscientes de las necesidades de los demás, van a influir en la manera como se actúa frente al conflicto (Orozco, 2021).
Varios autores consideran que cuando los padres estimulan y fortalecen en sus hijos el desarrollo de conductas prosociales, entre ellas la empatía y la regulación emocional, les están aportando un factor protector frente a la agresividad y la violencia (Aguirre-Dávila, 2015; Auné et al., 2014; Richaud y Mesurado, 2016). En el presente estudio se encontró que la autoeficacia para el manejo de emociones negativas y la agresividad física y verbal presentaron efectos inversos significativos sobre el malestar emocional, similar a lo reportado por Orozco (2021).
El poder regular las emociones negativas (culpa, rabia, tristeza y ansiedad), al igual que expresar emociones positivas, se constituye también en un factor protectivo ante la violencia social (Gutiérrez et al., 2011; Rodríguez et al., 2017). Ser consciente de las propias emociones, positivas y negativas, y manejarlas adecuadamente es fundamental para lograr unas buenas relaciones interpersonales. Y, como lo afirma Orozco (2021), establecer adecuadas relaciones se constituye en un factor protector frente a la agresividad. De ahí la importancia de trabajar este aspecto con los adolescentes, dado que atraviesan una etapa del ciclo vital donde aún no han logrado la suficiente estabilidad emocional que les permita controlar la agresividad y la impulsividad.
Otro aspecto importante para tener en cuenta es que, durante los últimos años de la niñez y los primeros de la adolescencia, la respuesta prosocial logra volverse estable relativamente, con cambios cognitivos y emocionales que estimulan este comportamiento (Caprara et al., 2005), lo que refuerza la importancia de los adecuados patrones de crianza, bien sea por los padres biológicos o por las personas que hagan sus veces. Los padres que apoyan y expresan afecto a sus hijos tienen buena comunicación, establecen normas y ejercen la autoridad a través del razonamiento inductivo, tienen más probabilidades de criar hijos sociables, cooperadores y autónomos.
Los resultados obtenidos podrán servir para contribuir a la implementación de diferentes estrategias orientadas a la prevención de comportamientos agresivos, así como para promover comportamientos positivos −como la empatía, la cooperación, la solidaridad, la ayuda y la tolerancia− desde las etapas tempranas del desarrollo.