Un capítulo de la investigación sobre el desarrollo de la antropología le corresponde a lo etnográfico. En el caso de Argentina, todavía se trata de una línea de estudio incipiente. Contamos, por un lado, con estudios sobre la historia del trabajo de campo en conexión con la formación de las "ciencias antropológicas" en sentido amplio (Guber y Visacovsky 2002); por otro, con análisis sobre estilos de trabajo de campo y producción textual vinculados a una constitución temprana y trunca de la antropología social en los años 1960 y 1970 (Guber y Visacovsky 1999 y 2000; Guber 2010b). Todavía la antropología argentina está esperando investigaciones acerca del curso que ha tomado la disciplina luego del retorno democrático en 1983, un período que es tratado como si fuera un todo homogéneo -como muy bien nota Hugo Ratier (2010, 42)- en el que, sencillamente, se habría producido un progreso constante sólo alterado por los vaivenes de la política y la economía. ¡Y han pasado treinta y tres años ya! Ese tiempo puede entreverse muy fugazmente en Guber (2002) y especialmente en la pintura simplificada de Perelman (2015); pero también en trabajos que reseñan la conformación de ciertos campos o áreas temáticos de investigación disciplinar (Wright y Ceriani Cernadas 2007; Frederic y Soprano 2008; Milstein et al. 2006).
Pero fundamentalmente faltan trabajos en los que se expongan y discutan los modos establecidos de pensar y practicar la disciplina en esta parte del mundo. Cuando la crítica asume un carácter público y formal, los interlocutores suelen ser académicos, teorías e investigaciones extranjeros, principalmente de Estados Unidos, Reino Unido y Francia, a los que eventualmente se suman Brasil y México. Al parecer, muchos están convencidos de que la teoría no se produce ni se producirá aquí, sino en los países mencionados. En consecuencia, el desacuerdo, el cuestionamiento a modos de pensar y practicar la disciplina por parte de colegas y equipos institucional y/o espacialmente próximos, rara vez se expresa mediante textos o eventos públicos. Seguramente, una ciencia que se ha especializado en la investigación del papel del chisme y el rumor en la vida social podría proporcionarnos una más que interesante lectura del modo de funcionamiento de las comunidades académicas locales. Pero quisiera plantear aquí la necesidad crucial de instalar entre nosotros un tipo de análisis consistente en la consideración de lo que podríamos llamar un estado de situación o balance de la disciplina en Argentina. Pretendo hacerlo a partir de mi inserción específica en la antropología social, aunque también me referiré en menor medida a ese campo más vasto e impreciso que solemos llamar ciencias sociales. Voy a limitarme a lo que conozco, a mi experiencia como investigador y como profesor, con el sesgo propio de quien estudió y trabajó como académico fundamentalmente en instituciones de la ciudad de Buenos Aires.
El núcleo de este artículo es la transformación de la valoración de lo etnográfico por parte de los antropólogos argentinos. Desde los inicios fueron practicadas distintas formas de trabajo de campo por etnólogos y especialistas en folklore (a los que se sumó un conjunto heterogéneo que en los años 1960 y 1970 gestó estilos de producción próximos a la antropología social anglosajona); pero no fue sino en los albores del nuevo siglo (como parte de un proceso de globalización de la práctica de la antropología) que el trabajo de campo basado en la observación participante y (sobre todo) la elaboración de monografías (denominadas usualmente "etnografías") se convirtió en el modo aceptado y normal de producción de conocimiento. Por un lado, mi intención es exponer este proceso de transformación mediante un relato en el que combinaré mi propia experiencia biográfica como nativo de la antropología de Buenos Aires con investigación sobre la historia de la disciplina en el país, con el fin de resaltar la importancia que tuvo la incorporación de lo etnográfico para el desarrollo disciplinar. Por otro, consideraré la situación presente como una oportunidad para interrogar nuestros modos de pensar y practicar la disciplina. Mi posición al respecto es que lo etnográfico (de acuerdo con los sentidos principales que ha asumido) ha abierto caminos sumamente valiosos para entender nuestras realidades de un modo original, pero al mismo tiempo ha postergado otros. A partir del diálogo con una literatura internacional crítica de la situación disciplinaria actual (Bloch 2005; Ingold 2008 y 2014), sugiero la revisión del modo en que estamos pensando la conexión entre lo etnográfico y lo que llamo una agenda de investigación propiamente antropológica, con la finalidad de argumentar la necesidad de subordinar los modos de trabajo a las preguntas y teorías. A mi juicio, este camino debiera llevarnos a realizar apuestas de investigación cada vez más riesgosas, que sean verdaderos desafíos intelectuales, lo que incluye hacer del mismo enfoque etnográfico algo más incierto y experimental.
La antropología de Buenos Aires en los 1980 y 1990: una versión autobiográfica
Estudié la carrera de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires (en adelante, CA-UBA) entre 1979 y 1985, o sea que una buena parte de esta ocurrió durante la última dictadura militar (1976-1983). En lo personal, 1984 fue un año importante, puesto que algunas materias se renovaron sensiblemente en sus contenidos. Hasta 1984, los programas de las materias excluían a Boas, Margaret Mead, Durkheim, Mauss, Malinowski, Radcliffe-Brown, Evans-Pritchard, Gluckman, Lévi-Strauss, Godelier, Victor Turner, Mary Douglas o Sahlins. Los autores estelares de aquellos años previos a 1984 eran, entre otros, el teólogo protestante alemán Rudolf Otto (1869-1937), con su idea de lo sagrado como lo numinoso; el historiador holandés Gerardus van der Leeuw (1890-1950), y su fenomenología de la religión; el historiador de las religiones rumano Mircea Eliade (1907-1986), y la manifestación de lo sagrado (hierofanía); el etnólogo alemán Adolf Ellegard Jensen (1899-1965); el filósofo e historiador de las ideas francés Georges Gusdorf (1912-2000); el neurólogo y psiquiatra austríaco, fundador de la logoterapia, Viktor Emil Frankl (1905-1997); el etnólogo italiano Ernesto de Martino (1908-1965); y principalmente el italiano Marcelo Bórmida (1925-1978), quien desde su lugar en el Instituto de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires apeló a la mayoría de los autores anteriormente citados para producir lo que él definió como una "aproximación fenomenológica a la conciencia mítica"1. Quienes fuimos estudiantes (y muchos de nuestros profesores, incluso mucho antes de 1976), transitamos buena parte de la carrera ignorando la crisis del estructural funcionalismo en Gran Bretaña y la emergencia de la Escuela de Manchester, el neoevolucionismo, el materialismo cultural, la Etnociencia, el estructuralismo francés o el giro interpretativo. No obstante, algunos profesores se esforzaban por abrir las persianas y dejar entrar algo de la luz del día: en mi caso, ellos fueron el arqueólogo Luis Alberto Borrero2 y los etnólogos Alejandra Siffredi y Edgardo Cordeu3.
Tras el retorno democrático, en diciembre de 1983, el Departamento de Ciencias Antropológicas formuló un nuevo plan de estudios en 1985. En aquel tiempo, además de Cordeu y Siffredi, Esther Hermitte (1921-1990) tuvo un papel relevante, aunque breve. Con Hermitte llegó al Departamento la concepción del trabajo de campo etnográfico basado en la corresidencia y la estadía prolongada, así como la antropología social de tradición anglosajona4. Para otros colegas y grupos, fueron relevantes los aportes de Hugo Ratier (antropólogo egresado de la UBA en 1964, quien retornaba de su exilio en Brasil, y fue importante para impulsar los estudios rurales), Marta Blache (doctorada en la Universidad de Indiana en 1977, que se haría cargo de la cátedra de Folklore General), Eduardo Menéndez (muy importante en la formación de un área de investigación sobre antropología médica) y Néstor García Canclini5, estos dos últimos influyendo a la distancia desde su residencia en México.
Paralelamente, el retorno de la democracia nos despertó a mí y a muchos otros un entusiasmo mayúsculo por la producción filosófica y sociológica internacional. Pensadores clásicos como Gramsci, Lukács, Adorno, Horkheimer, Althusser y, más recientemente, Foucault, Giddens, Habermas y Ágnes Heller constituyeron referencias permanentes de aquellos tiempos. Entre otras, leía la revista Punto de Vista (fundada en 1978 por la escritora y ensayista Beatriz Sarlo), que difundía los debates vigentes sobre la posmodernidad. En aquellos tiempos, la antropología y el trabajo de campo eran vistos por mí y por otros como algo menor, que no podía competir en pie de igualdad con los gigantes de la filosofía o la teoría social. Si Punto de Vista o la revista Espacios (de la Facultad de Filosofía y Letras) eran el espejo en el que había que mirarse, los asuntos antropológicos podían parecer, por contraste, poco relevantes, pequeños, hasta vergonzantes. La antropología no estaba presente en modo alguno en los debates intelectuales, y uno apenas se animaba a nombrar en voz alta a Lévi-Strauss6 por su enorme prestigio, su universalidad y su impacto en diversos campos, aunque el estructuralismo ya no era visto con la misma simpatía que en décadas anteriores7. Y la mayoría todavía desconocía a Geertz8. Prevalecía entre muchos de nosotros el gusto por la crítica epistemológica. En nuestras conversaciones de principiantes, las teorías de la antropología social y cultural eran invariablemente sometidas al bisturí de la crítica filosófica o de la teoría social.
Al mismo tiempo, imperaba en nuestra antropología una visión hostil hacia la llamada "antropología clásica". Algunas cátedras (como la de "Antropología" del CBC-UBA, cuya Profesora Titular era Mirtha Lischetti) difundían "El modelo antropológico clásico" de Eduardo Menéndez, esto es, "la perspectiva antropológica producida básicamente por el funcionalismo británico y por el culturalismo norteamericano entre 1920 y 1950, y que no sólo devino hegemónica sino que operó hasta la actualidad como parte nuclear del imaginario antropológico" (Menéndez 2002, 81)9. Con algunas excepciones, la tónica reinante por esos años era la de una reducción de las teorías e investigaciones de la antropología cultural y social norteamericana y británica a una suerte de colección de empirismo ingenuo e ideología colonialista. Tanto la lectura analítica de monografías etnográficas clásicas como el trabajo de campo y la producción de conocimiento basado en investigación etnográfica no constituían prácticas reconocidas como legítimas. En suma, dominaba a comienzos de los años 1990 una resistencia generalizada a dichos tópicos10. Como consecuencia de la desconexión respecto a otras producciones antropológicas, existían enormes dificultades para acceder a la producción académica actualizada.
Sin embargo, algunos de los profesores del Departamento traían una mirada diferente de la antropología; si bien no rechazaban la crítica a las visiones colonialistas, procuraban a la vez enseñar y practicar una disciplina recuperando su historia, sus intereses específicos, sus modos peculiares de conocer, orientados al estudio de la propia realidad social de Argentina11. Protagonistas del desarrollo de esta línea en la segunda mitad de los años 1980 fueron Claudia Briones, Mauricio Boivin, Sofía Tiscornia y Rosana Guber12. Briones realizó una importante contribución a los estudios sobre etnicidad desde enfoques analíticos novedosos. Boivin traía un profundo conocimiento de la Escuela Británica y los clásicos sociológicos y antropológicos. También Tiscornia enfatizaba el valor de los clásicos y la especificidad del conocimiento antropológico. Por su parte, Guber se había formado junto a Hermitte13, razón por la cual otorgaba un valor especial al trabajo de campo etnográfico14. Guber partió a Estados Unidos en 1988, para desarrollar estudios de posgrado en el Departamento de Antropología de la Universidad Johns Hopkins y regresó al país en 1991. Ese año publicó una obra fundamental para la antropología argentina: El salvaje metropolitano (Guber 1991), en la colección Comunicación y Sociedad de Editorial Legasa, que dirigía el escritor, periodista y teórico de la comunicación Aníbal Ford15.
A comienzos de la década de 1990, esta perspectiva disciplinar pugnaba con gran dificultad por hacerse escuchar en el espacio universitario porteño. En aquel entonces, desde un lugar diferente a la mencionada crítica ideológico-política a la antropología, Carlos Reynoso16 publicó en el primer número de la revista del Colegio de Graduados un duro ataque al presente disciplinario (Reynoso 1992), artículo que fue acompañado con un par de comentarios críticos (Guber 1992; Visacovsky 1992)17. Poco después, entre 1994 y 1997, Guber encabezó un proyecto financiado por la UBA, titulado "Antropología y Nación. La invención etnográfica de la Argentina", en el que nos propusimos estudiar la constitución del campo disciplinario como vía para comprender algunos de los conflictos del presente. Una parte medular de la investigación consistió en estudiar un desarrollo iniciado a mediados de los años 1960, interrumpido por el avance del terrorismo de Estado, primero durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón (1 de julio de 1974-24 de marzo de 1976) y luego con la última dictadura militar (24 de marzo de 1976-10 de diciembre de 1983). Los protagonistas de ese desarrollo fueron Eduardo Archetti, Leopoldo Bartolomé, Santiago Bilbao, Hermitte y Hebe M. C. Vessuri (Guber y Visacovsky 1999 y 2000). Dado que estos investigadores llevaron adelante sus indagaciones mediante trabajos de campo intensivos en diferentes zonas del país, podían constituirse en el origen de una genealogía local que permitiese legitimar un estilo de investigación empírica para conocer la propia realidad social. A la vez, ellos apelaron a enfoques diversos que podían ir desde la corriente norteamericana de economía política en estudios del campesinado (Sidney Mintz, Charles Wagley, Eric Wolf) hasta la discusión Lenin-Chayanov y el neomarxismo francés de Maurice Godelier.
Y así, a inicios de los años de 1990, yo trataba de enseñar el trabajo de campo y a la vez practicarlo, concurriendo cotidianamente a un servicio "psiquiátrico" (más tarde, renombrado "de salud mental"), pero también participando en conmemoraciones públicas, fiestas en hogares y entrevistas en cafés y consultorios terapéuticos. Por entonces, los modos de enseñar e investigar en la antropología (al menos en el ámbito de Buenos Aires) estaban cambiando, lo cual será mucho más notorio en los años siguientes.
El triunfo de lo etnográfico
Los inicios del siglo XXI ofrecieron un panorama profundamente diferente al expuesto en el apartado anterior. Liberado de las precondiciones del período previo, el trabajo de campo a menudo recibió el calificativo de "etnográfico", al punto de convertirse en el modo usual de investigación disciplinar. Aún más, ese trabajo de campo recibió una amplia aceptación más allá de los límites de la antropología, siendo practicado por sociólogos, especialistas en educación o comunicación o trabajo social. En consecuencia, a medida que fueron pasando los años fue creciendo el corpus de monografías definidas como "etnografías". Puedo ilustrar este punto a través de mi participación como jurado en 2014 en los Premios Nacionales de Ensayo en el rubro "Ensayo Antropológico", distinción que concede el Ministerio de Cultura de la Nación. En esa ocasión concursaron los autores de libros publicados entre 2010 y 2013. De los 93 libros recibidos (entre los cuales se mezclaban la arqueología, la bioantropología, la paleoantropología, la lingüística, la historiografía y hasta la poesía), 22 eran textos que fueron clasificados como "etnográficos", ya sea porque así lo consideraban los autores o por decisión del jurado, basándose en ciertos criterios. Este conjunto de obras ponía de manifiesto cómo desde el inicio del corriente siglo se habían multiplicado los temas de investigación, cómo poblaciones, regiones y escenarios nuevos habían sido transformados en objetos de atención, de modo tal que, si aún quedaban aspectos de la realidad que no hubiesen sido convertidos en focos de una indagación que recibiera el nombre de "etnográfica", era de esperar que en los próximos años fuesen objeto de estudio con todo derecho18.
Por supuesto, es necesario decir que la gran difusión y aprobación que alcanzó el tipo de producción definida como "etnográfica" en Argentina en los últimos quince años no es un caso aislado, sino que forma parte de un proceso global. Al menos en nuestro país, este éxito actual también fue consecuencia de una larga batalla librada en el terreno de la metodología de la investigación19. Es posible que la fuerte ligazón que se estableció con la antropología brasileña a partir de los años 1990 fuese decisiva para este cambio: los antropólogos argentinos tenían la posibilidad de dialogar, estudiar y/o leer a colegas brasileños formados en las principales antropologías del mundo, con las cuales mantenían un intenso intercambio científico20. Los convenios institucionales con posgrados de Río de Janeiro, Campinas, São Paulo o Porto Alegre no sólo permitieron que muchos argentinos estudiasen en Brasil, sino que algunos de los más prestigiosos profesores brasileños visitasen Argentina ofreciendo cursos y conferencias21. Eventos científicos como los de la Associação Nacional de Pós-Graduação e Pesquisa em Ciências Sociais (ANPOCS), la Associação Brasileira de Antropologia (ABA) o las Reunión de Antropología del Mercosur (RAM) fueron fundamentales para introducir agendas de investigación y estilos de discusión nuevos entre los antropólogos argentinos. Todo esto potenció y enriqueció las maestrías y los doctorados nacionales en los que se formarían los antropólogos sociales en el curso del nuevo siglo.
Por supuesto, desde los años 1980 y 1990, muchas más cosas han cambiado, no sólo la índole y la identidad del trabajo de campo. Con la expansión de los estudios de posgrado creció el número de tesis de maestría y doctorado22. También, la aparición de editoriales como Antropofagia, dirigida por Santiago Álvarez (y en especial la Serie Etnográfica, dirigida por Rosana Guber), ha sido vital para que las señaladas producciones fuesen publicadas y alcanzasen una importante difusión. Del mismo modo, fueron creadas nuevas revistas23. Y entre muchos otros efectos positivos, creció la presencia de antropólogos o de científicos sociales que llevan a cabo sus investigaciones sobre la base de un enfoque etnográfico en la esfera pública, en los medios de comunicación, y aun en la función estatal.
Para quien no conoció la situación del campo antropológico descripto en la sección anterior, la situación presente puede parecerle natural, obvia y esperable. Diría que para un nativo de la antropología argentina actual, aquella del pasado se presenta -jugando con el título de una célebre obra de David Lowenthal- como un país extraño. Vivimos un tiempo no sólo distinto, sino cualitativamente mejor. En general, hoy la etnografía no admite las mismas resistencias que en el pasado, aun cuando no necesariamente signifique lo mismo para todos. No puede sino causar beneplácito que la mayor parte de los estudiantes de antropología social o cultural (o, como ya dije, de otras ciencias sociales) se proponga llevar adelante investigación empírica y que para muchos esta implique una forma de trabajo de campo donde el investigador interactúa con personas de carne y hueso, situadas en tiempos y lugares específicos. Ciertamente es tan fantástico el lugar que ha adquirido la etnografía -sea lo que fuere lo que se entienda por ella-, que a veces pareciera que discutirla o interrogarla constituye una suerte de sacrilegio o insensatez. Sin embargo, estoy convencido de que debemos hacerlo, porque de lo contrario corremos serios riesgos de quedar sometidos al imperio de la tradición o la autoridad.
Trabajos de campo
A juzgar por el formidable entusiasmo que manifiestan por el trabajo de campo etnográfico muchos de los colegas -en especial los jóvenes-, la visión despectiva imperante antaño ha quedado atrás. Uno de los aspectos más interesantes es el de los reportes de diferentes instancias de trabajo de campo (tales of the field, según la expresión de John Van Maanen), los cuales suelen tener cierto tono heroico. En ellos se presenta a un personaje, el investigador o la investigadora, que enfrenta situaciones iniciales difíciles, tales como incomprensión, desplantes, exclusiones, indiferencia, maltrato recibido, del mismo modo que lidia con sus propios errores y torpezas. Paulatinamente, el investigador o la investigadora logra sobreponerse a través de la confianza alcanzada con sus interlocutores y el aprendizaje de las reglas implícitas, que le permite ser aceptado, mientras alcanza niveles más profundos de comprensión. Esta transformación secuencial se asemeja a la sugerida por Roberto Da Matta (1978 y 1981), quien comparaba el trabajo de campo con un rito de pasaje, que dividiría a los auténticos antropólogos de quienes no lo son. O mejor dicho: a los auténticos etnógrafos de quienes no lo son. He escuchado y leído muchas veces estas historias de campo, narradas con un singular fervor. Confieso que frente a los colegas que las narran, me siento extraño. No porque no haya hecho trabajo de campo, o porque este no haya tenido sus dosis de dificultad física o padecimiento psíquico, o porque no considere su lugar crucial en mis investigaciones, sino porque no defino mi identidad de investigador desde aquel, ni hablo con exaltación superlativa de mis anécdotas de campo. Como yo fui partícipe de la formación de muchos de estos colegas, muchas veces me pregunto qué ha pasado para que ellos sientan algo que yo no siento.
Las razones del éxito alcanzado por la "etnografía" a escala local -teniendo en cuenta el contexto de recepción descripto previamente- merecen un estudio profundo, que excede mis pretensiones aquí. Si recorremos algunas producciones de los últimos años, encontraremos recurrentemente expresiones que ponderan el conocimiento de la vida cotidiana, las prácticas sociales y el punto de vista nativo. Este conocimiento particular permitiría enriquecer los grandes problemas teóricos (Manzano 2013) o de modo directo debatir las pretensiones universalistas y normativas de otros saberes, como la economía, las ciencias políticas o el discurso periodístico, tal como lo hicieron José Garriga (2010) y Julieta Quirós (2011) al discutir los estereotipos sobre las "hinchadas" de fútbol (particularmente en su relación con la violencia) y la vida cotidiana de quienes participan en organizaciones de trabajadores desocupados ("piqueteros"), respectivamente. Aún más: teniendo en cuenta el valor concedido a la participación en la vida de un grupo social y a la posibilidad de acceder a "lo que se hace" (que, en algunas perspectivas, pareciera constituir un grado de realidad superior respecto a "lo que se dice"), algunos defienden un tipo de entendimiento "vivencial", centrado en la experiencia del hacer y el crear, por sobre otro "intelectual" o "mental", más preocupado por las concepciones y las significaciones que elaboran los sujetos. Incluso, esto constituiría un desafío que debe ser resuelto a la hora de su representación textual (Quirós 2014, 47). Está claro que la práctica del trabajo de campo "etnográfico" abre las puertas a una realidad a la que no puede accederse de otro modo. Pero de ello no se infiere que mediante el trabajo de campo es posible aprehender una autenticidad mayor e inigualable.
En efecto, hacer o no hacer trabajo de campo parece establecer los límites de una discusión académica, lo que resulta aceptable y lo que no. Sabemos que el trabajo de campo intensivo, tal como se lo conoce desde comienzos del siglo XX en Europa y Estados Unidos, nunca fue practicado en Argentina del mismo modo o, al menos, lo fue esporádicamente. Esto recibió siempre una crítica por parte de antropólogos extranjeros de visita en el país, o de argentinos entrenados en las academias de Estados Unidos y Gran Bretaña (Guber 2008, 97). Desde la perspectiva de algunos antropólogos estadounidenses, ingleses o franceses, el trabajo de campo practicado en nuestro país durante una gran parte del siglo XX se basaba en estadías breves en las zonas de estudio de población indígena o criolla, que abordaba la etnología y el folklore (el Noroeste, la región Chaqueña, la Mesopotamia, la Patagonia). Es cierto que en Argentina no ha existido una tradición de estudios que suponga el desplazamiento del investigador a regiones lejanas y la convivencia prolongada con modos de vida profundamente diferentes al propio24. Y tal vez aun esté pendiente la discusión sobre cuánto se ha modificado esta modalidad posteriormente, pese a la ya mencionada amplia difusión y aceptación del trabajo de campo en la actualidad. Quizá no sea sólo un asunto de "estilo" de trabajo: hay que tener en cuenta las conocidas limitaciones de financiamiento para la investigación en ciencias sociales, como el hecho innegable de que la mayor parte de los investigadores realizamos trabajo de campo en lugares muy próximos a nuestras residencias. Esta suele ser una manera de ver el asunto. Pero al mismo tiempo, en lugar de cuestionar la práctica del trabajo de campo por lo que no es, podríamos preguntarnos por lo que efectivamente es.
A decir verdad, bajo el rótulo "trabajo de campo" se engloban prácticas muy distintas, incluso en las antropologías llamadas "centrales" (véase, por ejemplo, Marcus 2009). En nuestro medio local sabemos muy bien que aquello que se practica en cada investigación concreta bajo la etiqueta de "trabajo de campo etnográfico" puede ser muy diferente. No es extraño encontrar cierta asimilación entre métodos cualitativos (en general) y trabajo de campo etnográfico. El objetivo común parece residir en comprender "el punto de vista nativo", aunque muchas veces se trate de material discursivo obtenido a través de entrevistas. No es este el lugar para volver a discutir los problemas que conlleva una investigación orientada de este modo. Pero también sería saludable desterrar esa fe ciega según la cual la enseñanza de la célebre introducción de Los argonautas del Pacífico Occidental de Malinowski es un mandato que encierra una suerte de sabiduría antigua inescrutable; mejor sería detenerse en las líneas en las que el gran antropólogo polaco reclamaba que cada investigador debía poner al lector en conocimiento de las condiciones en que realizó el experimento o las observaciones (Malinowski 1986, 20). En consecuencia, resulta más sensato tratar de entender lo que se hace, cómo y por qué se lo hace, qué resultados produjo lo que se hizo y qué hubiera pasado si se hubiese procedido de otro modo. Mi preocupación aquí no está centrada en la evaluación de los tipos de trabajo de campo que los diferentes investigadores en nuestro medio ponen en práctica. En su lugar, me interesa que una gama muy diversa de prácticas sean asumidas como "etnográficas" y que esto haya alcanzado una amplia difusión en nuestro medio, incluso fuera de los límites de los saberes institucionalizados como "antropológicos".
Eso que llamamos etnografía
Como he dicho, una amplia mayoría coincide en el valor de lo "etnográfico" y, en consecuencia, produce "etnografías" trabajando "etnográficamente". Los estudiantes escriben tesis que, lo sepan de antemano o no, serán "etnográficas", esto es, resultarán "etnografías"; sus materiales empíricos provendrán de trabajos de campo "etnográficos"; se preguntarán una y otra vez, entre otras cosas, cómo entraron en contacto (o no) con determinadas personas, en qué circunstancias dialogaron, cómo fueron recibidos y tratados, todo esto tratando de entender los puntos de vista nativos de un modo ni sociocéntrico ni etnocéntrico. Sus carreras de grado y posgrado consistirán, pues, en la práctica de la etnografía (o en "etnografiar", una verbalización del sustantivo que ha alcanzado bastante aceptación en América Latina, pero que me resisto a adoptar). En sus solicitudes de financiamientos y becas, informes, artículos y, finalmente, tesis y libros insistirán en que para lograr sus objetivos harán "trabajo de campo etnográfico", consistente fundamentalmente en "observación participante" y "entrevistas en profundidad" (o "entrevistas etnográficas", o "abiertas" o "no estructuradas"). No en pocas ocasiones, este trabajo de campo irá acompañado de un relevamiento documental diverso, del uso de fuentes estadísticas, de fotografía y video o la confección de historias de vida. Por cierto, este panorama no constituye una sorpresa. No difiere significativamente del que es posible encontrar en otras academias, con más o menos tradición, prestigio o financiamiento. Parece darle la razón a Clifford Geertz cuando sostenía que en "antropología o, en todo caso, en antropología social lo que hacen los que la practican es etnografía" (Geertz 2003, 20).
Pero llegado a este punto, nada he dicho acerca de qué se está entendiendo por "etnografía". Es evidente que, en gran medida, constituye algo sobreentendido, que todos quienes la practican suponen saber, aunque no sea usual explicitar una definición. No quiero decir que muchos no lo hagan apelando al trabajo de campo, pero para otros puede ser innecesario. Es cierto que los antropólogos sociales sostienen que practican "etnografía", pero no creo que estas expresiones apodícticas ayuden mucho. El término etnografía es utilizado para referirse a diversas cosas, tales como enfoques, método y texto, lo cual sólo puede implicar la existencia de problemas complejos que no han tenido aún una resolución satisfactoria (Ingold 2014, 384-385; Balbi 2012, 485). Por el contrario, Guber entiende que debe aceptarse el carácter polisémico de la etnografía; aún más, que todos los aspectos están interconectados. Desde su perspectiva, involucra un enfoque, un método y un tipo de producto textual a la vez. El enfoque tiene por meta aprehender el punto de vista nativo; el método consiste en el trabajo de campo basado en la estadía prolongada, la corresidencia y, fundamentalmente, la observación participante; y el producto textual es descriptivo, orientado a lo particular, situacional y contextual, con el propósito de interpretar, esto es, desentrañar las significaciones en juego en cada contexto (Guber 2001, 12). Siguiendo las posiciones interpretativas de Walter Garrison Runciman y Geertz, Guber sostiene que el vínculo entre las diferentes instancias se debe a la naturaleza descriptiva de la etnografía, entendiendo por esta un modo no etnocéntrico de aprehender las maneras en que los actores clasifican sus conductas y les confieren sentido (Guber 2001, 13-16).
La discusión de esta asociación entre interpretativismo y etnografía excede las pretensiones de este artículo25; de todos modos, es importante destacar que los esfuerzos por evitar el etnocentrismo corresponden a una relativización metodológica o esfuerzo de imaginación (como los llama Bloch), que forman parte del arsenal de los antropólogos desde Boas y Malinowski en adelante, incluso de aquellos no necesariamente enrolados en una perspectiva interpretativa. A su vez, la caracterización de la etnografía como texto es una consecuencia de la preocupación posmoderna por ver las monografías basadas en el trabajo de campo como una suerte de género literario, con sus propias convenciones, así como la tarea del investigador como la de un autor. La llamada "etnografía posmoderna" se presentó como un programa en el que los etnógrafos debían asumir los problemas de la representación textual del trabajo de campo, el peligro de la obliteración de voces nativas (que habría caracterizado a los clásicos) y la necesidad de una escritura diferente. En sus críticas al realismo, textos monográficos producidos desde intereses, tradiciones disciplinares, teorías y condiciones tremendamente diferentes fueron asimilados como "etnografías". En cuanto a la etnografía considerada como "método", algunos diferencian entre las técnicas de recolección (o mejor, de generación) de datos como un método y un marco teórico y filosófico (una metodología), que correspondería al enfoque en Guber (Hammersley y Atkinson 1983; Brewer 1994). No faltan quienes plantean la necesidad de relativizar el vínculo entre etnografía y observación participante y llaman a reconsiderar otros modos de investigación empírica, como los basados en entrevistas (Hockey y Forsey 2012). En la misma línea está quien manifiesta que la observación participante dista mucho de asemejarse a un método de investigación, si por tal se entiende una secuencia de procedimientos que permiten alcanzar un objetivo (Ingold 2014, 390)26. De ahí que hayan surgido exhortaciones a imaginar nuevas formas de investigación para dar cuenta de un mundo complejo y cambiante, en virtud de las dificultades y los desafíos que la realidad impone (Marcus 2009), puesto que "el trabajo de campo ya no es lo que solía ser" (Faubion y Marcus 2009). En consecuencia, el trabajo de campo debería ser menos un modelo canónico y más un ámbito de exploración respecto de cómo las condiciones efectivas que encuentran los investigadores hacen posibles determinados caminos de indagación, y no otros27. Todo esto es algo muy distinto a tratar de encontrar un sentido en nuestras investigaciones a través de nuestras biografías o de convencer y convencernos de cómo se derrumbaron prejuicios propios o de las audiencias, gracias a un incidente, un malentendido o un desplante.
El contar ahora con un corpus importante de investigaciones específicas sobre los más diversos tópicos no debiera hacernos perder de vista que el programa de investigación científico vigente (en el sentido de Imre Lakatos)28 promueve el estudio de la particularidad (Balbi 2015, 172-173), que, en ocasiones felices, se intenta trascender con la esforzada tarea de mostrar cómo el caso representa, de algún modo, una situación general o una población más amplia. Sólo para ilustrar el punto, quienes conocemos cómo se gestan las investigaciones doctorales sabemos que usualmente los estudiantes se interesan por un tema muy amplio y luego buscan un caso de estudio; o de modo directo deciden llevar adelante un trabajo de campo en una institución o un barrio (muchas veces, debido a vínculos preexistentes). A la hora de la escritura, llegarán los problemas usuales sobre qué hacer con la información registrada, sobre qué grandes temáticas puede dar cuenta el caso y cómo problematizarlo. "Lo que uno encuentra en las pequeñas ciudades y aldeas es (¡ay!) vida de pequeñas ciudades o aldeas", sostenía el mismísimo Geertz (2003, 33). Sospecho que muchos viven enamorados de sus aldeas, de sus islas, e infieren que, una vez que nos las hagan conocer, también nos enamoraremos de ellas. Seguramente, tendrán su público, pero es lícito que les pregunte qué hay en ellas que pueda despertar interés.
Etnografía sin antropología
Hasta aquí he expuesto el proceso que derivó en la autonomización de "lo etnográfico", que se ha convertido en un fin en sí mismo. Sabemos que no es algo distintivo de Argentina, pero sí tiene resonancias especiales, precisamente por la historia de la disciplina en el país. Ahora bien, uno de los aspectos más preocupantes de la actual difusión y hegemonía de la etnografía es que tanto la formulación de los proyectos que plantean su necesidad como los textos en los que se exponen los resultados de las investigaciones están, muchas veces, divorciados de una agenda de investigación propiamente antropológica. Para explicar qué es lo que entiendo por esto, quisiera empezar considerando la distinción clásica entre etnografía, etnología y antropología, tal como fue expuesta por Claude Lévi-Strauss hace nada menos que sesenta y dos años.
Siguiendo un criterio disciplinar vigente por entonces, Lévi-Strauss concebía la etnografía como una primera etapa descriptiva de la investigación; las etapas siguientes (la etnológica y la antropológica) se diferenciaban por incluir la comparación temporal y espacial y la generalización y abstracción. Incluía en la etapa descriptiva el trabajo sobre el terreno (del cual provendrían los materiales en los que se basarían las descripciones) y la descripción, clasificación y el análisis de los fenómenos culturales, que correspondería a la dimensión propiamente textual, que no quedaba reducida sólo a la producción de monografías (Lévi-Strauss 1977, 318-319). El objeto de las observaciones y los análisis eran los grupos humanos particulares, con la pretensión de restituir lo más fielmente posible sus vidas (Lévi-Strauss 1977, 2). La diferenciación entre etnografía, etnología y antropología como niveles distintos de la investigación es algo inaceptable hoy, en la medida que somos conscientes de que no hay descripción posible sin teoría. Pero lo que me atrae de este programa son sus pretensiones universalistas. Como lo que dicen que hacen los antropólogos (y otros parientes más o menos cercanos dentro de las ciencias sociales) es etnografía, los niveles de mayor o menor generalidad se deberían buscar allí29. Escucho muy a menudo despotricar contra los trabajos que divorcian la teoría de la empiria, que tales trabajos no son estrictamente etnográficos porque en estos últimos la teoría debería estar encarnada en los datos. Es una posición curiosa, si lo que se pretende es darle una oportunidad al lector de conocer los conceptos y las operaciones analíticas en juego. La autojustificación usual es que la etnografía es algo tan especial que no se parece a ningún otro saber, porque desde la experiencia de trabajo de campo, la producción textual y su recepción por las audiencias nativas, todo es único, singular, irreductible. Todo estaría allí, en la escritura, no en abstracto, sino en concreto. Pero esta aversión a la abstracción, que es incluso enarbolada en más de una ocasión como un orgulloso rasgo de superioridad frente a otras disciplinas, poco tiene que ver con la antropología, con la ciencia y con las formas de pensar de los seres humanos que son objeto de estudio. Por eso, más que nunca es necesario diferenciar antropología de etnografía.
Como sabemos, la etnografía posmoderna efectuó una dura crítica de los conceptos clásicos de la disciplina; potenciada con los estudios poscoloniales y las corrientes feministas, pareció condenar al olvido la casi totalidad del vocabulario clásico de la antropología. Sin duda, estos estudios han realizado aportes imprescindibles a la hora de replantear conceptualmente la antropología y las ciencias sociales, proponiendo un fascinante problema: cómo construir conceptos con potencialidad analítica para aprehender múltiples realidades sociales e históricas, a partir de categorías vinculadas a contextos de producción particulares. Pero la crítica al realismo etnográfico y a los conceptos antropológicos que dieron lugar a agendas de investigación sobre mitología, ritual, religión, no implica que estemos atrapados entre Escila y Caribdis: o sea, entre universalizar categorías particulares y descontextualizarlas o no trascender jamás los contextos singulares. Si es cierto que estos estudios nos previenen de usos irreflexivos de los conceptos, esto no nos debiera conducir necesariamente a un nihilismo cognoscitivo: aún quedan pendientes las preguntas que pretendieron responder. Pero el camino particularista que ha elegido la disciplina en los últimos treinta o cuarenta años ha postergado el interés por responder preguntas que han sido durante décadas medulares al desarrollo disciplinar, y que lejos están de contar con soluciones satisfactorias. Me refiero a una agenda de investigación interesada en resolver cuestiones ligadas a nuestras características como especie; diagnosticando la situación presente, Bloch (2005) se refiere a un desinterés por la naturaleza humana. Eso pretendía Lévi-Strauss cuando se propuso explicar la existencia de la prohibición del incesto, a la cual consideraba decisiva para la instauración de la cultura como una instancia separada de la naturaleza. O en el campo de investigación sobre las formas de pensar y conocer, sobre las clásicas discusiones evolucionistas y relativistas (debates que incluyen a toda la antropología desde fines del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX), cuando Jack Goody (1985) elaboró una solución original basándose en sus propios estudios etnográficos sobre alfabetización e históricos acerca del pasaje de la lengua oral a la escrita. O nuevamente Bloch (2008), al retomar los antiguos debates sobre el origen de la religión por caminos distintos a los de Edward B. Tylor, James G. Frazer, Émile Durkheim o Robin Horton, teniendo como trasfondo las teorías clásicas y sus investigaciones etnográficas en Madagascar pero añadiendo recientes estudios en primatología, teoría evolutiva y neurociencias30. Estos ejemplos comparten la preocupación por lo que es común a todos los seres humanos, un rasgo propio de la antropología evolucionista decimonónica (con todas las críticas que ya conocemos), de gran parte de los funcionalistas, de la Escuela Sociológica Francesa y el estructuralismo, el neoevolucionismo y el cognitivismo.
Al mismo tiempo, sostengo que es indispensable asumir como una tarea urgente la producción de teoría, y que esto no puede sino incluir, simultáneamente, un programa de investigación empírica. Esto implica un cambio de concepción del trabajo científico y una noción diferente de la producción de teoría. Lejos está de mis inquietudes un retorno a la situación local que describí al comienzo, donde prevalecía la lectura de textos de las ciencias sociales y la filosofía aislados de un programa de investigación empírica (con las excepciones ya conocidas). Mi apuesta por la producción de teoría tampoco tiene que ver con la abundancia de exegetas expertos en desentrañar el sentido último de las escrituras de Foucault, Giddens, Williams, Elias o Bourdieu. Ante todo, exige asumir seriamente que no deberíamos ser meros receptores y usuarios de las grandes elaboraciones teóricas sociológicas y antropológicas (o lingüísticas, historiográficas, filosóficas) producidas en Europa y Estados Unidos. Comprendo que muchos perciban en todo esto una vuelta a la dominación colonial a través del sometimiento a agendas extranjeras. También sé que hay otros problemas en juego, como las asimetrías económico-financieras, la publicación y difusión de resultados en inglés, e incluso la poca predisposición de muchos de los investigadores europeos y norteamericanos a dialogar simétricamente con los del resto del planeta. Todo esto constituye un desafío para nuestras "antropologías del sur", como las llama Esteban Krotz (1993), quien, no obstante, no reniega de un proyecto planetario para la disciplina. Pero según parece, tenemos mucho más en común hoy con las antropologías más consolidadas y antiguas que hace treinta años atrás. Como a ellas, también nos llegó la hora de interrogar el programa etnográfico vigente; esto equivale a transformar la relación entre etnografía y antropología como una de las posibles, mas no la única. Restituyendo el valor de la comparación31, es imprescindible descubrir en lo recóndito de las aldeas lo humano y universal, como si se tratase de un tesoro perdido al que debemos desenterrar.
Conclusiones
Mi pretensión en este artículo ha sido doble. Por un lado, quise mostrar cómo se transformaron los modos de pensar y practicar la antropología en Argentina en el curso de las últimas tres décadas, transformación comandada por la generalización y consolidación de lo etnográfico; este último fue entendido como un estilo de trabajo de campo, una perspectiva hermenéutica respecto a los puntos de vistas ajenos y un tipo peculiar de escritura. Por otro lado, utilicé como punto de partida esta realidad local para formularme preguntas que trascienden el caso argentino. De modo sintético, quise llamar la atención, primero, sobre el carácter autoevidente que ha adoptado lo etnográfico para quienes se asumen como "antropólogos", que resulta usualmente el único modo admisible de conocer la realidad social; segundo, procuré mostrar cómo lo etnográfico y la antropología se han confundido, al punto que el primero ha sustituido o desplazado a la segunda, desentendiéndose así de problemas, teorías, conceptos e investigaciones capitales que históricamente le han dado sentido al quehacer etnográfico; tercero, intenté señalar que la primacía de lo etnográfico sin antropología (o sociología, o historia) ha promovido un discurso relativista y moralizador, con muchos aspectos valiosos pero despreocupado de dar respuestas a cuestiones sustantivas de las agendas de investigación. Sostuve que la perspectiva actual ha dado lugar a una proliferación de estudios de caso con escasas o nulas pretensiones comparativas y, peor aún, con un desinterés por dialogar críticamente con teorías producidas en Europa y Estados Unidos, las cuales, no obstante, son usadas mayormente invocando un principio de autoridad.
En consecuencia, planteé como posible salida retornar a un estilo de investigación basado en la subordinación de lo etnográfico a la agenda de problemas que han conformado el campo de investigación que institucionalmente es conocido como "antropología". He definido algunos de estos problemas como sustantivos, aunque su significado puede conducir a algunos equívocos. En el sentido en que estoy empleando el término, se trata de cuestiones fundamentales respecto a la índole de la especie humana. Obviamente, no todos están obligados a trabajar en este nivel, pero sí resultaría importante que las investigaciones orientadas a dar respuestas más específicas, situadas en tiempo y espacio, presupusiesen tales estudios. En suma, se trata de despertar de nuevo la pasión por resolver los problemas complejos que han obsesionado a generaciones de antropólogos. Este cometido supone un cambio de programa de investigación, que yo definiría como universalista, básicamente porque su interés primordial consistiría en dar respuesta a problemas ligados a la naturaleza de la especie: la delimitación y el origen de lo que llamamos religión, el sentido de la prohibición del incesto, los fundamentos del parentesco, las relaciones entre lenguaje y percepción, los principios y desarrollo del pensamiento, las bases de la aprehensión del acontecimiento mediante el pensamiento narrativo, tan sólo para ilustrar de modo muy parcial algunas de las grandes cuestiones implicadas. Claro está que universalismo puede entenderse de otros modos, que van desde la creación de comunidades científicas transnacionales más amplias, capaces de dialogar en términos de intercambio más igualitarios, hasta la adopción de enfoques que postulan la existencia de principios invariantes, ya sea en relación con la cognición o la transformación de los sistemas sociales.
Como lo señalé, si bien el desarrollo de la antropología en Argentina tiene características específicas (incluso respecto a otras regiones de América Latina), su situación presente posee aspectos convergentes con otras antropologías, incluso europeas y norteamericanas. Entre estas últimas se han generado discusiones acerca del estado actual y el rumbo de la disciplina, en gran parte centradas en lo que muchos suponen una suerte de Santo Grial por defender a capa y espada: la etnografía. Pero como lo expresé a lo largo de este trabajo, la etnografía no puede continuar siendo una tarea irreflexiva, acrítica, no problemática. Quiero decir que en nombre de sostener una modalidad de trabajo que frecuentemente es definida como "crítica" (al menos así lo asume gran parte de quienes afirman trabajar "etnográficamente", en la medida que cuestionan los conceptos y teorías de otros saberes), su uso se ha tornado en buena medida acrítico. Evidentemente, gran parte de las prácticas de los miembros de una comunidad científica adoptan ese carácter autoevidente. Y en el caso de nuestra disciplina, la práctica de aquello que se considera como "etnografía" no resulta, a menudo, de una evaluación de varias alternativas posibles, sino más bien de una convicción profunda respecto a qué es lo que debe ser (y por ende, no debe ser) la disciplina (y en consecuencia, lo que deben ser quienes la practican). A veces, da la impresión de que estamos más preocupados por defender una identidad que por emprender el desafío de responder preguntas sustantivas. A mi juicio, esta manera de pensar y actuar no nos resulta útil si de lo que se trata es de preguntarnos por qué conocemos nuestros objetos del modo en que lo hacemos, o por qué una determinada forma de estudiar la realidad es más apropiada y fructífera frente a otras posibles. ¿Hay algo menos etnográfico que el suspender la pregunta acerca de por qué hacer etnografía? Cuando la antropóloga brasileña Mariza Peirano (1994, 218) publicó el artículo "A favor da etnografía", muchos antropólogos argentinos creímos ver allí una defensa de las luchas que llevábamos adelante en nuestro medio para que la etnografía (o lo que entendíamos por ella) fuese aceptada. En ese trabajo, Peirano sostenía que la verdadera herencia de la antropología estaba en las etnografías (es decir, las monografías), más que en las teorías que las promovieron. La afirmación parece razonable, si lo que pretendía decir Peirano es que los estudios etnográficos podían ser reinterpretados a partir de otros enfoques analíticos; claro que para ello había que discutir las perspectivas teóricas en las que habían sido generados y analizados los datos. Pero la aserción de Peirano parece ser mucho más extremista: reproducía la reducción de la antropología a la etnografía (estrictamente, a las monografías), a la vez que proclamaba una convicción antiteórica, el tipo de menosprecio hacia la generalización y la abstracción que luego será transmitido en las aulas para consagrar un estilo de pensar y practicar la disciplina. Hoy estoy convencido de que no es esta la mejor defensa de la etnografía (a decir verdad, tampoco creo que debamos atrincherarnos). A lo largo de este trabajo, he tratado de mostrar lo beneficioso que ha sido para nuestra disciplina la adopción de un estilo de producción intelectual que predomina en la mayoría de las academias donde se practica y enseña la antropología; pero en ese mismo acto (quizá por las mismas condiciones locales de recepción), adquirimos la mayor parte de las consecuencias problemáticas que caracterizan a las antropologías mundiales.
La disconformidad o el malestar con determinados aspectos de la situación disciplinar se ha expresado también en Brasil, México y Colombia. Así, algunos antropólogos brasileños han planteado diversos problemas relacionados con la etnografía: las transformaciones de la práctica etnográfica bajo condiciones de trabajo no previstas en sus formas originales; el presunto malestar resultante del conflicto entre las prácticas de investigación concretas y las autorrepresentaciones disciplinares; o su especificidad al ser utilizada fuera de los ámbitos de la antropología (de Carvalho 2002; Ramos 2007; Magnani 2009; Pacheco 2011). En México, ya Bonfil Batalla (1991) planteaba la crisis del lugar de la antropología como parte del proyecto nacional, cuestión que fue retomada por Claudio Lomnitz (2014), quien advertía sobre la pérdida de prestigio y de presencia en el debate público frente a politólogos, historiadores y economistas, y postulaba la necesidad de recuperar el terreno perdido a través de redoblar la apuesta por la etnografía y desarrollar una estrategia de cooperación y diálogo interdisciplinar. Y en Colombia, Carlos Uribe (2005) ha interrogado el rol de los antropólogos locales como mediadores respecto a las teorías e investigaciones producidas en las llamadas antropologías centrales, en tanto Myriam Jimeno (2005) sostuvo que el sesgo valioso de la antropología latinoamericana residía en su proximidad y compromiso con los grupos sociales estudiados, haciendo posible así una vocación crítica. Tal vez los temas abordados por estos trabajos sugieran que la región exige cosas muy diferentes a las que he propuesto. Que la antropología, como otras disciplinas sociales, debería enfocarse en aportar conocimientos específicos acerca de cuestiones muy concretas, en especial respecto a aspectos de la vida social que exigen soluciones vía el Estado. Pero no es este el punto. Desde hace varios años, los antropólogos argentinos abordan temas de interés público, asuntos que forman parte de las agendas del Estado, de partidos políticos, movimientos sociales u ONG. Continuamente son consultados por los medios de comunicación, y algunos han llegado a desempeñar cargos públicos merced a su condición de expertos. Por el contrario, lo que quiero interrogar son nuestros modos de pensar y practicar la antropología de cada día. Y esto, claro, incide en aquello que decimos respecto a los asuntos de agenda pública.
Estoy sugiriendo la elección de un camino riesgoso, donde no hay otro remedio que hacer apuestas. Poco tiene que ver esto con el amor por una aldea y sus pobladores a los que dedicamos nuestras vidas. Si fuese posible dialogar cada vez más con agendas más amplias, con un espacio de problemas y conceptos que se reconozcan como propios, donde fuese posible identificar y evaluar qué respuestas han dado otros a esos problemas, estoy convencido de que podríamos poner nuestros pies fuera de las aldeas y empezar a pensar y hablar otras lenguas científicas. Geertz y el programa interpretativo se han hecho fuertes aun entre quienes niegan ser geertzianos. Esto se advierte en los objetivos científicos al practicar etnografía, ya que se niega la posibilidad de explicar las razones de los comportamientos en cuanto preguntas no pertinentes, limitándose a describir las acciones y los sentidos que los actores les atribuyen; pero también sus consecuencias pueden observarse en la escasez de investigaciones en otros campos de la antropología, como los estudios cognitivos32. En lugar de buscar lugares donde hacer trabajo de campo y luego intentar hacer de ellos casos por ser problematizados, es indispensable volvernos cada vez más conscientes de las agendas de investigación disciplinar, de cómo temas específicos que están en el centro de las preocupaciones públicas (el terrorismo, la pobreza, el medioambiente, las políticas económicas de ajuste, la guerra) están asociados con problemas disciplinares y respuestas que exigen una permanente revisión. Son los problemas, en suma, los que constituyen la médula de la actividad científica, si es que así consideramos lo que hacemos bajo el rótulo de antropología y etnografía.