Cambio climático, conflictos, impactos e injusticias socioambientales, extractivismo, desarrollo, Buen Vivir, desarrollos alternativos y alternativas al desarrollo, entre otros, son conceptos cada vez más escuchados desde la década de 1990 a la actualidad (Gudynas 2011; Harvey 2007; Quijano 2014, entre otros). Conceptos que intentan dar cuenta, en contextos contemporáneos, del modelo de relacionamiento hegemónico de humanos con su entorno, de las consecuencias y procesos que este desata. En ellos se condensa una articulación especial: la relativa a las poblaciones humanas con su entorno ambiental, cultural, político y económico en diversas escalas desde las locales hasta la mundial.
Al estar entrelazada con tan variados aspectos y escalas, la problemática socioambiental ha sido abordada desde diversas miradas y disciplinas como la ecología, la ecología política, la historia ambiental, la geografía cultural, la sociología y la antropología. Con respecto a esta última, no es nuevo el estudio y análisis desde densas articulaciones. Desde sus inicios, tanto la antropología como la arqueología, muy emparentadas inicialmente entre sí, se preocuparon por conocer cómo grupos humanos no occidentales u occidentales previos a la revolución industrial se relacionaban con su entorno, formando relaciones de parentesco amplias, asociadas a lo divino y lo cósmico, en donde plantas, animales y diversas materialidades eran parte de estas.
A pesar del etnocentrismo que los atravesaba, los estudios generados desde ambas disciplinas no desestimaron la imbricada relación entre lo ambiental y lo cultural en las diversas configuraciones humanas pretéritas y presentes. Por ejemplo, la noción de hecho social total formulada por Marcel (Mauss 1971), que definía aquellas prácticas que condensaban lo social, lo político, lo subjetivo, lo biológico y lo cultural, transgredía la ontología moderna.
Por lo tanto, si bien la antropología (en su vertiente social o arqueológica), en contraposición a la sociología se había centrado en el estudio de los grupos humanos y sociedades no capitalistas y sin escritura, debía convivir con lo que permanentemente se enredaba, es decir, lo social con lo político y económico, lo heredado (biológica o culturalmente) con lo contemporáneo, lo ambiental con las múltiples respuestas sociales y culturales. En este sentido, se puede sugerir que como ciencia humana y/o social siempre tuvo un lugar incómodo, pues no podía incorporar perfectamente el legado moderno asociado al binarismo, aquel que tornaba prioritaria la división y jerarquización entre naturaleza-cultura o antiguo-moderno. Así, como parte de los procesos de purificación y clasificación, la antropología se bifurcó y estableció el estudio, por un lado, de sociedades pretéritas (arqueología y etnohistoria) y por otro, de las actuales (antropología social). En términos metodológicos se realizaron grandes esfuerzos de distanciamiento y la etnografía se constituyó como la principal metodología de estudio de la antropología social y cultural; y los estudios tecno-tipológicos de materialidades para la arqueología. A lo largo del siglo XX, las investigaciones desde ambas disciplinas se distanciaron y fueron escasos los momentos de diálogo entre una y otra. La profecía del binarismo parecía cumplirse.
Los/as antropólogos/as y arqueólogos/as de América Latina no escaparon a estos procesos de separación y especificación binaria al clasificar sus estudios en precoloniales, coloniales y postcoloniales y al subdividir metodológicamente el estudio arqueológico para el primero, etnohistórico al segundo y etnográfico al tercero. Ello, a pesar de que los híbridos estuvieran muy presentes en la existencia de comunidades indígenas en sitios sagrados centenarios y milenarios, instituciones precoloniales y coloniales en pleno siglo XX-XXI; cosmovisiones consideradas premodernas en políticas y prácticas de poblaciones nativas actuales.
Híbridos que se volvieron cada vez más evidentes desde finales de la década de 1980, cuando diversos grupos étnicos en toda América Latina se expresaron y demandaron por la no expulsión de sus tierras, por sus derechos a vivir dignamente, por el deterioro masivo de su entorno. Su expresión conllevó a importantes movilizaciones sociales, alianzas con diversos grupos, sobre todo ambientalistas y modificaciones en políticas públicas relativas al ejercicio de la democracia y las posibilidades de concebir lo colectivo y comunitario en convivencia con lo privado. Las novedosas configuraciones políticas quedaron evidenciadas en, por ejemplo, las reformas constitucionales de Ecuador y Bolivia, así como en Argentina, Chile, Perú, Brasil, Colombia, México, entre otros. Con distintos matices, cada Estado-nación incorporó, al menos en lo discursivo, reconocimientos étnicos que permitían o avalaban la posibilidad de una diversidad sociocultural interna.
En este contexto, que los interpelaba directamente, antropólogos y arqueólogos se reencontraron. ¿Cómo entender o comprender la emergencia de comunidades étnicas? ¿Cómo las materialidades que ellas reivindican pueden tener un carácter político además de uno simbólico? ¿Cómo deberían interactuar y/o intervenir los antropólogos y arqueólogos en procesos de autonomía y empoderamiento indígena y de sus materialidades? ¿Con qué teorías y métodos se deben abordar y acompañar los complejos procesos de movilizaciones étnicas, de configuraciones espaciales atravesadas por espacios con múltiples temporalidades?
Preguntas cuyas respuestas reanudaron diálogos entre arqueólogos, historiadores y antropólogos sociales que adquirieron distintos matices en los diversos contextos nacionales y locales. Debates que se conectaron con otro gran quiebre en la ciencia y en la modernidad. Nos referimos al explícitamente planteado por Bruno (Latour 2007) en cuanto al fracaso del pensamiento moderno, aquel cuyos objetivos principales eran los de separar, clasificar y regular todo lo que estuviera a su alcance. Empresa que, como advirtió dicho autor, era técnicamente imposible.
Si el proyecto moderno nunca se concretó, si por el contrario se acentuaron sus consecuencias negativas generando derretimiento acelerado de glaciares, agujeros en la capa de ozono, movimientos telúricos no generados por el corrimiento “natural” de capas tectónicas, inundaciones e incendios desmedidos que generaron catástrofes ambientales, entre otros fenómenos “naturales”, entonces ¿qué ciencia debería abordar estos híbridos?, y nuevamente, ¿con cuáles metodologías?
Desde la antropología se destacaron los textos de (Descola 2012), (Viveiros de Castro 2004), (Ingold 2000), además de los de (Latour 2007). Sus investigaciones estimularon formas no binarias de concebir a los humanos y sus entornos. Formas que no son necesariamente novedosas para la antropología, la novedad o la actual relevancia de estas producciones se origina en su simultaneidad con la emergencia socioambiental señalada. La lectura de estos textos permitió reestablecer diálogos entre la antropología social y la arqueología.
En el presente artículo, y a más de treinta años de publicarse las principales obras de dichos autores, realizamos un breve repaso reflexivo sobre las investigaciones antropológicas y arqueológicas que de ellos se derivaron en diversos países de América Latina. En esta presentación proponemos también una revisión del concepto de paisaje, como aquel que ha permitido abordajes conjuntos entre la antropología y la arqueología. Presentamos luego los trabajos que componen el presente dossier y finalizamos con una reflexión sobre los desafíos que se presentan a la hora de reconectar metodologías atentas a enriquecer los diálogos entre ambas ciencias, pero sobre todo hacia los entornos locales donde la situación socioambiental se encuentra en profunda crisis.
Del giro a la apertura ontológica
El cuestionamiento a la división entre cultura y naturaleza, la interpelación a las dicotomías estructuralistas, la inconformidad con el giro lingüístico, o el resurgimiento del animismo en la antropología; las tendencias poshumanistas y la reflexión sobre la crisis medioambiental, parecen ser algunas de las características centrales que los estados del arte o balances bibliográficos especializados de los últimos diez años, identifican y asocian con el llamado “giro ontológico” (Arnold 2017; Costa y Fausto 2010; Dos Santos y Tola 2016; González-Abrisketa y Carro-Ripalda 2016; González Varela 2015; Heywood 2017; Kohn 2015; Rival 2012; Ruíz y Del Cairo 2016; Tola 2016).
Esta serie de revisiones exhaustivas coinciden en identificar las investigaciones etnográficas de Philippe Descola con los achuar y de Eduardo Viveiros de Castro con los araweté, ambos pueblos indígenas de la Amazonía, como referentes fundamentales para el estudio de las ontologías en la antropología. Según (González Varela 2015), la “antropología ontológica” podría organizarse en dos vertientes: la primera, dentro de la etnología francesa, representada por Descola (2012) y el replanteamiento sobre la construcción de las naturalezas (en plural) a partir de cuatro ejes: animismo, totemismo, naturalismo y analogismo. La segunda, representada por el antropólogo brasilero Eduardo Viveiros de Castro y su perspectivismo amerindio (2004), cimentado en el cuestionamiento a la existencia de un único mundo y las diversas representaciones sobre él, ha resultado en una “bomba” intelectual detonadora de ideas sobre la existencia de múltiples mundos naturales (multinaturalismo).
En el caso particular de la arqueología en América Latina, el giro ontológico ha alcanzado a aquellos arqueólogos que se han mantenido cercanos a la antropología. La influencia de los autores arriba citados, así como el regreso a la lectura de etnografías, dieron lugar a nuevos temas y problemas. También en este campo comenzó a cuestionarse el uso de algunas categorías de análisis, sobre todo aquellas subsidiarias del dualismo naturaleza/cultura, al mismo tiempo que los conocimientos locales o nativos llegaron a tener un espacio en las agendas de discusión propiamente arqueológicas. En este campo puede observarse un gran impacto del renovado concepto de animismo (Alberti y Marshall 2009). Este además, aunque en menor medida, ha motivado reflexiones sobre ontología con base en la materialidad arqueológica (Alberti 2012; Bray 2009). Lo interesante de la escala latinoamericana es que se presenta como un espacio de investigación fructífero, en un campo de estudios donde los aportes son mayormente, o al menos, apriorísticamente teóricos (ver por ejemplo Alberti et al. 2011).
Así, la irrupción del giro ontológico supone el riesgo de la incorporación de un nuevo relato que funcione efectivamente como agenda temática y marco interpretativo, sin afectar las bases metodológicas de las disciplinas, y presenta también la oportunidad de generar nuevos modos conocer en arqueología y antropología. En los términos de (Alberti 2016), un enfoque “críticamente ontológico” no solo debe ajustar el qué estudiamos sino también el cómo y el desde dónde. En este sentido, la idea de “giro” implica un cambio de dirección, pero supone que esta dirección siga siendo única. Marisol de la Cadena (2015) propone comprender este movimiento más bien como una apertura, concepto que supone la coexistencia simétrica y simultanea de múltiples ontologías en el campo académico y político, contribuyendo a repensar los paisajes regionales en Sudamérica. Estos estudios también se han alimentado de la ecología de la vida de Tim (Ingold 2011), el método ontográfico de Martin Holbraad (Alberti et al. 2011), la cosmopolítica de Isabelle (Stengers 2005) y la ontología del actante rizomático de Bruno (Latour 2008), por citar algunos de los principales exponentes que han auxiliado a los debates ontológicos contemporáneos. En este desplazamiento teórico-metodológico, el concepto de paisaje ha servido como categoría recurrente para abordar la alteridad ontológica en América Latina.
Paisajes entre la naturaleza y la cultura
A veces entendido como cosmos, espacio o entorno, el paisaje en tanto concepto articulador y mutante, condensa ciertas tensiones, negociaciones y disputas en torno a problemáticas espaciales, territoriales y/o socioambientales. Uno de los supuestos ontológicos para repensar los paisajes regionales se remonta a la noción de “áreas culturales” propuesta por la ecología cultural (Steward 1946-1950) en un contexto donde los intereses geopolíticos de Estados Unidos delineaban los temas y establecían los parámetros con los que se debía estudiar lo ambiental y lo social (Patterson y Lauria-Perricelli 1999). De acuerdo con (Cavalcanti-Schiel 2014), el modelo neo-evolucionista de “áreas culturales”, basado en el supuesto naturalista de “organización social” como respuesta a la adaptación al medio físico, ha dejado una profunda huella en la tipología del paisaje etnográfico sudamericano, vigente por ejemplo en la marcada frontera entre Tierras Altas y Tierras Bajas. En el caso particular de la arqueología amazónica -según (Schaan 2014)- el paradigma ecológico cultural fijó el concepto de “selva tropical” como unidad homogénea de una vasta región, cuyos límites “naturalmente” preestablecidos minimizaron la capacidad de los grupos sociales para transformar el paisaje al dejar de lado construcciones hidráulicas, lomas artificiales, terras pretas y otras evidencias arqueológicas(1).
En contraste a la concepción del paisaje como exterioridad naturalizada, algunos estudios han planteado la “escritura” de la historia y la memoria en el paisaje (Rappaport 2004 [1989]; Santos-Granero 2004; Sillar 2002), al otorgar al pasado inmediatez y tangibilidad a través de la sacralización de ciertos lugares y de una serie de narrativas (mitos, recuerdos, tradiciones orales, entre otros). Por caso, en las itinerantes migraciones de los yanesha desde la Amazonía hacia las estribaciones de los Andes, los elementos del paisaje han sido cargados de sentido mnemotécnico y permiten la transmisión de la historia a través de unidades espaciales significantes (Santos-Granero 2004). Este tipo de estudios, si bien han contribuido a repensar el paisaje en tanto “escritura de la historia en el espacio”, se mantienen en los límites del enfoque interpretativo y la antropología simbólica. Esto ha detonado un nuevo supuesto ontológico: el paisaje como sinécdoque cultural, es decir, una proyección subjetiva de las colectividades humanas.
En el marco de la discusión sobre la interpretación de las culturas como textos, desde las ciencias sociales se han generado interesantes propuestas para repensar el paisaje. Por un lado, algunos estudios inspirados en la semiótica peirceiana (Salatino 2012), la ecología simbólica(2) (Di Salvia 2016) o la arqueología del paisaje(3) (Arano 2017) han contribuido a la discusión sobre paisajes sociales, animismo telúrico andino y espacios simbólicamente construidos, articulando fuentes arqueológicas, etnohistóricas y etnográficas como estrategia para ampliar la mirada hacia una visión regional en el tiempo. Sin embargo, como cuestionan (Arnold 2017) y (De Munter 2016), este tipo de estudios suelen reproducir conceptos como el de “cosmovisión” o “antropomorfización” del paisaje. En otras palabras, subsiste la noción de paisaje como una proyección subjetiva (mental) de las colectividades étnicas en un continuum temporal al concebir que todas ellas guardan esquemas mentales y patrones de conocimiento comunes y preestablecidos(4) (Arnold 2017, 16). En el mismo sentido, para el caso de la arqueología, (Alberti 2010) considera que en este tipo de estudios comprenden el paisaje como una forma de inscripción donde el medio físico funciona para el asentamiento de la significación.
Paisajes entre relaciones
Desde la ontología relacional, la ecología sintiente, la antropología de la vida o la cosmopraxis, otros estudios sobre el paisaje han ido más allá de la sinécdoque cultural. Así, por ejemplo, el enfoque biográfico se ha presentado como una posibilidad para volver a unir las partes de un mundo desgarrado por el cartesianismo (Hermo y Miotti 2010). Así también se ha propuesto la “cosmopraxis” (De Munter 2016): comunidad de prácticas relacionales de coparticipación en el mundo como un continuo proceso de educar la atención para el involucramiento en los entornos de vida(5). Inspirados en los aportes Heidegger, Ingold y Thomas, los trabajos arqueológicos de (Vigliani 2013, 2011, 2007, 2004) proponen un modelo relacional centrado en la perspectiva de habitar el paisaje, en la que habitar significa estar-en-el-mundo, lo cual implica un proceso relacional de incorporación continua, una experiencia compartida de actividades y prácticas sociales.
Aquí, el giro fundamental del enfoque relacional es que estas actividades y prácticas no se limitan a los seres humanos, sino al conjunto de entidades vivas; entendiendo por ello a todas aquellas entidades con algún grado de agencia y personeidad (humanos, lugares y cosas) que participan e interaccionan (socialmente) en el habitar (Vigliani 2013). Es así como en vez de ser concebido como algo fáctico (objetivo) o como fetiche (proyección mental), el paisaje está vivo, activo, empoderado y es un espacio de sociabilidad entre actores humanos y otras entidades vivas.
En esta misma línea convergen los estudios sobre la comensalidad que vienen realizándose desde la década de 1980. El comer, el ser comido y el dar de comer se revelan como espacios relacionales en la cohabitabilidad del paisaje: así como los humanos se alimentan de plantas que recolectan en el monte o cultivan en la tierra (chacras o huertas), y de animales que pastorean, cazan o pescan, también los cerros, quebradas, cuevas, pozas, ojos de agua y minas se alimentan de humanos, animales, bebidas alcohólicas, coca, tabaco, entre otros (Arnold 2016; Gose 2004; Pazzarelli y Lema 2018; Vilca 2009). Desde esta perspectiva, las relaciones de comensalidad no se limitarían a estrategias económicas. Más bien, se trataría de la materialización de relaciones interespecíficas cotidianas, en las que prácticas sociales como visitar para compartir alimentos, cocinar para agradecer, ofrendar para pedir permiso y/o alimentar para retribuir, actualizan continuamente el estar-en-el-mundo.
Los aportes etnográficos orientados por el enfoque relacional han destacado que en estos lugares-vivientes cohabitan otras entidades (no humanas): saqras, chullpas, wak´as, sirenas (sirinus), tíos, almas de muertos y dueños (del río, de los animales, del trueno, del barro), cuya capacidad de trasformación y mutabilidad corporal les permite transitar entre diversos mundos o habitar ámbitos intersticiales, cuestionando así la concepción inmaterial atribuida a los espíritus, amos y otras entidades eventualmente invisibles (Arnold y Yapita 2018; Cruz 2012; Haber 2010; Lema y Pazzarelli 2015; Ricco 2016; Rozo 2017; Vilca 2009). Estos autores, al tomar en serio al Otro, han considerado sus conocimientos como otras formas de mundo y no como meras supersticiones o creencias sobre nuestro mundo.
Las relaciones con estas entidades transespecie, cohabitantes del paisaje, implican un nivel mayor de atención, la mayoría de ellas son peligrosas, hambrientas, seductoras, severas y poderosas; usualmente son especialistas o diplomáticos quienes pueden agenciar, intervenir o negociar campos de interacción, caso contrario es posible la aparición de enfermedades, fenómenos climáticos extremos, plagas, pérdidas y otras consecuencias. Es así que categorías como empoderamiento, potenciar y poder comenzaron a ser requeridas y útiles para hablar sobre paisajes desde la arqueología (Swenson y Jennings 2018), la cosmopolítica (De la Cadena 2015), la etnografía (Allen 2018; Di Salvia 2016), el patrimonio (Haber 2011; Rozo 2017; Villanueva 2018), la ontohistoria (Tola y Medrano 2016), el método de equivocación controlada (Pazzarelli y Lema 2018) así como para dialogar con las propias conceptualizaciones indígenas (Gose 2018; Tantaleán 2019).
El paisaje entre la imagen y el sonido
Otro supuesto ontológico en disputa es el relacionado con la concepción occidental y esteticista de paisaje. Esta concepción es predominantemente visual y heredera de la perspectiva euclidiana del arte renacentista: denota algo externo (objeto - naturaleza) que invita al espectador (sujeto racional monocular) a la contemplación pasiva y distante (Descola 2014; Vilca 2009). Frente a esta posición ocularcentrista se ha propuesto otra forma de percibir, experimentar y habitar el paisaje. En este caso, nos referimos al llamado paisaje sonoro, concepto propuesto por (Murray Schafer que hace referencia a “acontecimientos escuchados, no a objetos vistos” 2013, 25). Las compilaciones presentadas por (Hill y Chaumeil 2011), (Brabec de Mori y Seeger 2013), Brabec de Mori, ( Lewy y García 2015), sustentadas primordialmente en experiencias etnográficas en las Tierras Bajas sudamericanas, han contribuido a tomar en cuenta el rol de los sonidos y de las músicas en las interacciones sociales entre humanos y las múltiples naturalezas con las que cohabitan.
En esta línea, los artículos de (Brabec de Mori 2015) y Lewi (2015), a partir de la investigación etnográfica con los shipibo-konibo (Piedemonte amazónico) y los pemón (Gran Sabana venezolana), respectivamente, exploran las transformaciones y transgresiones sonoras entre el mundo de los humanos y el de los espíritus (no humanos), y evidencian paisajes de comunicación trans-específica en la lluvia, ventarrones y hasta en máscaras donadas por personas humanas (Brabec de Mori 2015). De esta manera, la propia concepción de perspectivismo planteada por (Viveiros de Castro 2004) ha sido puesta en debate: debido al énfasis en el punto de vista, se propone el término “sonorismo” (Lewy 2015) para argumentar el cambio de cualidad según el “punto de oído” en las relaciones de escucha(6).
Paisajes entre la etnicidad y el ambiente
El referido concepto moderno de paisaje, donde la vista fue la metáfora predominante de la ciencia, el control, la explotación del entorno, así como la formación de destinos esplendorosos (Thomas 2001), se articula a comunidades imaginadas (Anderson 1993), discursos y prácticas nacionalistas que intentan generar sentimientos de unidad e identidad comunal apelando a un pasado de fracasos y glorias y un destino próspero en común. Asimismo, y como señala Ana María (Alonso 1994), estos discursos cargados de símbolos, imágenes, rituales y escenarios comunes también clasifican y ordenan jerárquicamente a los distintos grupos humanos y a los entornos que ellos ocupan para ser incorporados a la vez que racializados en la historia y composición étnica de una nación (De La Cadena 2004; Escolar et. al. 2012; Saldi 2019)(7). Para ello, los tropos vinculados al parentesco e incluso a la botánica pueden ser cruciales a la hora de representar y justificar un cierto tipo de herencia y orden en donde determinados humanos, plantas, animales y espacios se consideran superiores a otros.
En contraposición a estos ordenamientos asociados al legado de los Estados, a finales del siglo XX se generó otro movimiento. En el contexto de crisis socioambiental ya señalado, diversas colectividades étnicas, tanto indígenas como afrodescendientes(8), hasta ese momento no contempladas o invisibilizadas por los Estados nacionales, comenzaron a demandar necesidades espaciales mediante el reconocimiento de sus territorios ancestrales como principio fundamental para la existencia(9). De la visión de paisaje como entorno natural -objeto de contemplación- se pasó a una doble concepción del territorio: espacio físico (tierra) y/o espacio sociocultural (territorialidad). Entonces, el territorio indígena resultó en la geografía depositaria de la memoria colectiva, referente de identidad étnica, espacio para la reproducción cultural y área de estudio etnográfico por antonomasia.
Desde la perspectiva institucional estatal, el territorio indígena se redujo a categoría jurídica y la titulación se convirtió en el instrumento técnico y burocrático negociable. Los planes de ordenamiento territorial, estatutos orgánicos y la gestión territorial indígena redujeron al indígena al imaginario romántico del “buen salvaje” o “indio hiperreal” (Ramos 1992). En cambio, desde ciertos círculos de la investigación antropológica se comenzó a debatir sobre las percepciones y prácticas indígenas sobre el mundo. En este sentido, la compilación presentada por (Surrallés y García 2004), en la que reúnen una serie de estudios realizados en diferentes regiones de la Amazonía, tiene como común denominador la investigación sobre la percepción del entorno: argumento etnográfico para repensar los territorios indígenas.
Este desplazamiento del paisaje y su relevo por el territorio ha estado cargado de una intencionalidad política: la etnicidad. En casos como el de los yaminawa (amazonia brasilera y boliviana) (Calavia 2004) se observa cómo los límites oficiales del territorio han condicionado las relaciones existentes a su interior, en vez que sean las relaciones emergentes (entre múltiples naturalezas) las que dinamicen la amplitud del territorio.
El surgimiento del territorio como campo de disputa de la etnicidad se ha dado a la par de otro movimiento, el caracterizado por conflictos socioambientales en prácticamente toda América Latina (Perreault 2014; Svampa y Antonelli 2009). Así, el supuesto ontológico en disputa que ha cobrado mayor resonancia en los últimos años es el del medio ambiente como espacio físico contenedor de recursos naturales, susceptible a ser explotados o conservados por las sociedades humanas. Teóricamente, este supuesto no sería más que la actualización de la ontología naturalista, al enfatizar la predominancia de la sociedad humana sobre el entorno, a tal medida que incluso se ha llegado a hablar de “antropoceno”: una nueva era geológica determinada por la intervención antrópica.
Restableciendo diálogos en tiempos de disputa
En este contexto, donde convergen la crisis de los presupuestos básicos de la modernidad, la emergencia de identidades étnicas y las urgencias ambientales, se evidenció el encuentro entre actores sociales que reivindican sentidos diversos sobre los paisajes o entornos en innumerables regiones de Sudamérica. Estos grupos se involucran en dichas disputas siendo, en varios casos, muy variados y con intereses opuestos. Esta situación impulsó una renovación en el plano de las ciencias con el surgimiento de la ecología política (Escobar 1999), desde la cual los conflictos socioambientales son conflictos de interés sobre un recurso o espacio. Desde esta perspectiva, el entorno es visto como único, aunque significado desde distintas miradas y posiciones, las cuales conllevaban a distintas prácticas y relaciones sobre ese entorno y sus recursos. Esta perspectiva de análisis si bien lograba politizar sobre la naturaleza, no cuestionaba el paradigma occidental que separa la naturaleza de la cultura.
Autores como Marisol de la Cadena y Mario Blaser (2018) y Arturo (Escobar 2016), al dialogar con y repensar la presencia de grupos y líderes indígenas que defendían sus territorios desde discursos no modernistas en América Latina, relativizaron las diferencias de significado sobre un entorno como hechos culturales. Bajo el concepto de ontología política, propusieron un encuentro conflictivo entre mundos disímiles, donde la ontología naturalista (exacerbada por la modernidad) era una entre otras y por ende no universal. Retoman así los aportes de Descola y Latour, los planteamientos de Jacques (Rancière 1999) para pensar lo político y de Isabelle (Stengers 2018, 2005), quien propone una apertura hacia una ontología que acepte y se deje afectar por otras formas de hacer política.
La preocupación central de (De la Cadena y Blaser 2018) es comprender cómo desde ontologías divergentes, grupos o actores sociales de diversos orígenes y trayectorias pueden dialogar, acordar y establecer alianzas, aun con comprensiones, significados, vivencias y prácticas en el campo de lo incomprensible. Bajo la noción de in-común, elementos tales como la montaña o el agua pueden ser considerados desde su carácter de vida y de agencia, como elementos geológicos o físicos y como elementos fundamentales en el entramado de poder político y económico (Boelens y Zwarteveen 2011; Budds 2011; Swyngedouw 2014). En el contexto actual de conflictos socioambientales, esos in-comunes, que siempre fueron considerados objetos inactivos e inertes para las ciencias duras o como centrales en las relaciones de poder, irrumpen en el entramado de una política-otra. En este sentido, trastocan la ontología binaria (como composición química o como objeto político), donde su carácter ahistórico, su larga presencia en el lugar, su carácter vivo, dinámico y hasta humano se vuelven centrales y cuestionan, a la vez que posibilitan, otros mundos posibles.
El considerar la presencia de los in-comunes en el entramado de disputas sociales renueva el quehacer etnográfico a la vez que arqueológico. Aquí retoman valor los aportes metodológicos planteados por Bruno (Latour 2008). La etnografía que se había encargado de relevar las relaciones entre humanos en el presente y la arqueología de las relaciones del pasado, ambas se reconectan al considerar cómo diversas materialidades (que desde y en distintas temporalidades) se han conectado, entrelazado y enredado en distintos entramados socioculturales y de poder. Esto lleva, como se sugiere en el dossier de Revista do Estudos de Instituto Brasileiro (2018, n.° 69), a la conformación y consolidación de una antropología no antropocéntrica, donde las distinciones entre disciplinas se entremezclan, posibilitan el diálogo entre diferentes puntos de vista y donde lo temporal también se relativiza. En el mismo sentido, una de las compilaciones más recientes (Ødegaard y Rivera 2019) ha llamado la atención sobre las ontologías políticas como una forma alternativa para aproximarse a los problemas ambientales y al extractivismo en Sudamérica.
Si bien la antropología ha atravesado una interesante renovación para abordar estos entramados, se ha mostrado poco interesada en discutir la inclusión de las materialidades pasadas en este problema, y el diálogo con los arqueólogos resulta excepcional o auxiliar a las necesidades concretas restringidas a determinar la antigüedad de ocupación o modos de vida de los colectivos estudiados. Por su parte, algunos arqueólogos se interesaron en leer o discutir con los antropólogos, pero la gran mayoría se mantuvo ajena a este diálogo; y en general, la forma en la que esta ciencia podría aportar a las problemáticas ambientales o étnicas de emergencia actual es aún difusa(10). En el presente dossier propusimos explorar las posibilidades de los diálogos en un contexto que entendemos los reclama y posibilita. Los trabajos reunidos en este tomo dan cuenta de la potencia de las alternativas de dicha premisa.
Contribuciones del dossier
Cerros hambrientos y bravos, wakas mediadoras, antiguos y abuelos cohabitantes de territorios ancestrales, evidencias arqueológicas anteriores al diluvio, apachetas trabajadoras que abren caminos, peregrinos respetuosos y dadores de flores, Virgen misericordiosa con los subalternos de regímenes feudales, joven pastora que huye de la explotación del patrón de la finca, tiempos cíclicos en el paisaje vivido al norte del Valle Calchaquí, noroeste argentino. El artículo titulado “El Cerro de la Virgen: tramas de humanos y no-humanos en torno al culto mariano y a los cerros en el Departamento de Cachi, Salta, Argentina”, abre la sección “Paralelos” y el conjunto de aportes que componen el presente dossier. El trabajo realizado por Claudia Amuedo y Liliana Vilte, posicionándose desde el analogismo de Descola, discute la visión sincrética de una larga tradición de estudios andinos, ante la cual propone que no existe el reemplazo de un elemento prehispánico, como el culto a los cerros, por otro introducido, el culto mariano, que reemplaza al primero o que se convierte en un culto mestizo, sino un potenciamiento de la agencia del paisaje en el que diversas entidades humanas y no humanas cohabitan y se relacionan.
Así como Amuedo y Vilte discuten la manera en que ciertos mundos fueron a priori unificados bajo el concepto de sincretismo, el artículo “El fin de los reinos. Diálogos entre Tiwanaku y La Aguada” de Bernarda Marconetto y Juan Villanueva busca cuestionar la división linneana entre los reinos animal y vegetal, proyectada por la analítica arqueológica sobre la iconografía Tiwanaku (Altiplano del Titicaca, Bolivia) y La Aguada (Noroeste, Argentina). El artículo sigue dos caminos a partir del análisis de objetos, imágenes, datos etnográficos y algunas herramientas conceptuales del analogismo de Descola. El primero explora la aparente ausencia de plantas en la iconografía de La Aguada, mientras el segundo analiza la presencia de ciertos animales con relación al color o al potencial de transformación en Tiwanaku. Los resultados son muy sugerentes al poner en discusión la separación de reinos en un contexto de estudio donde humanos, animales, vegetales y fenómenos meteorológicos son instanciaciones de un solo fluir. Por último, reflexionan sobre la importancia de no naturalizar las lógicas modernas, las cuales actualmente, además, por medio del avance del extractivismo ponen en jaque tanto a los principales sitios arqueológicos La Aguada y Tiwanaku, como a sus entornos y comunidades.
Así como se menciona en el texto de Marconetto y Villanueva, la composición moderna de mundo deja a los minerales relegados de la vida animada y sintiente. Esto, motiva que las legislaciones ambientales para legitimar o no el desarrollo de la minería hayan centrado su atención en la biota y poblaciones humanas actuales, siendo las rocas y los minerales y huesos humanos y no humanos, objetos no vivos, y por lo tanto sin capacidad de sentir. El trabajo etnográfico realizado desde una ontología de lo real por Carina Jofré relativiza la inercia de los minerales y de los muertos. En su texto “¿Por qué pena el mineral? Teorías mestizas fronterizas y ontologías de lo real con relación al extractivismo minero en San Juan, Argentina”, la autora centra su atención en el área de explotación minera en la cordillera argentino-chilena donde la empresa canadiense Barrick Gold tiene concesión. Entre las instalaciones de conteiners y maquinaria para dicha explotación, los trabajadores mineros y los pobladores de localidades aledañas hacen referencia a luces extrañas, espectros y fantasmas que dan cuenta de los sentimientos, sobre todo de pena y tristeza, de los minerales y de aquellos humanos que han vivido en épocas muy remotas en la cordillera. Estas experiencias contrastan entonces con lo que la prensa, científicos, profesionales y funcionarios en general aducen para rechazar o avalar la minería al negar, invisibilizar, subestimar o estigmatizar otras ontologías. Este artículo motiva a reconocer el carácter de agencia de lo que se consideró como no vivo y sin sentimientos y de su capacidad de intervenir políticamente en los conflictos socioambientales generados en proyectos extractivistas a gran escala.
Los primeros tres artículos presentados incluyen el estudio de materialidades y discuten el potencial de apertura brindado por la etnografía. Por su parte, los dos siguientes artículos exploran con mayor énfasis, las posibilidades que la materialidad arqueológica contiene en sí misma. De esta forma, Verónica Lema en su trabajo “Contenedores, cuerpos y topologías: un análisis integral de la colección arqueológica de Pampa Grande (Salta, Argentina)”, propone pensar desde los materiales, a partir de lo propuesto por (Ingold 2011). Con base en el principio de simetría, Lema analiza los contenedores como cuerpos, ya sean confeccionados con animales, cerámica o vegetales. La autora busca observar cómo estos organizaron una serie de operaciones topológicas (principalmente el romper y el voltear). Los resultados, tal como en el caso del trabajo de Marconetto y Villanueva, llevan a considerar lo fructífero que es romper las barreras disciplinares que configuran las analíticas arqueológicas. Así también, se reflexiona cómo los contenedores y contenidos son posiciones relacionales, relativas, contingentes y lógicas, lo cual redefine -sin negarlos- a animales, plantas y humanos más allá de lo morfológico y lo taxonómico. Del mismo modo, otros vínculos lógicos son detectados en una dialéctica de vitalidades y orificios entre cuerpos humanos y no humanos.
El artículo “Ontologías envueltas: conceptos y prácticas sobre los envoltorios de tejido entre los mayas” de Daniel Grecco Pacheco propone una aproximación que articula la arqueología simétrica con fuentes etnográficas a los bultos sagrados o envoltorios de tejido ceremonial, cuyas huellas pueden rastrearse en las cosmologías mesoamericanas desde el periodo preclásico en el área olmeca hasta las colectividades maya contemporáneas. Esto a partir de las ontologías relacionales, especialmente desde la noción de meshwork (malla de relaciones) de Tim Ingold, y tomando en serio la categoría ch´ul en la filosofía tzeltal, referida a formas de existencia caracterizadas por su naturaleza múltiple y su relación de tránsito entre espacios ontológicos distintos. En esta línea, interpelando la dicotomía sujeto-objeto, el acto de atar y enrollar los bultos sagrados no se trata de una metáfora cultural para significar la malla de relaciones, por el contrario, la conducción entre el espacio ordinario y el otro-lado es la agencia que materializa estas relaciones entre memoria, culto a los antepasados y poderes.
Por último, dos artículos más que se suman al número como temas libres, el primero de ellos ubicado en la sección “Panorámicas”, “El indianismo y la discusión vigente sobre la constitución política del indio en Bolivia” de Odín Ávila Rojas, se aproxima al pensamiento de diferentes organizaciones indígenas en Bolivia, en las que se tensionan los distintos lugares de enunciación del indígena como sujeto político frente al Estado, un proyecto social caracterizado por su heterogeneidad y, al mismo tiempo, por su condición inacabada que invitan a repensar esta experiencia no solo en el contexto boliviano, sino también latinoamericano. Finalmente, en el apartado “Documentos”, Julián Numpaque Moreno a través de su ensayo visual “Desaparecidos, peregrinos y cementerios: espacios y prácticas de la memoria en Colombia”, realiza un recorrido por los cementerios bogotanos y municipales del territorio nacional, en los que sitúa el centro de discusión en las relaciones trascendentes y socioculturales entre vivos y muertos, específicamente, el foco se halla en los relacionamientos entre los vivos y los des-aparecidos comúnmente denominados N. N. (ningún nombre).
Balances y desafíos
Comenzamos nuestra contribución dando cuenta del contexto disciplinar de la antropología y arqueología en el marco de la crisis socioambiental en América Latina. Ante movilizaciones, emergencias étnicas, sitios creados y significados en épocas pasadas, pero con importancia presente, nos preguntamos ¿cómo debíamos comprender estas emergencias, estos presentes cargados de pasados o la influencia de diversas materialidades en la vida política? ¿Con qué teorías y métodos abordar y acompañar los complejos procesos de movilizaciones étnicas, de configuraciones espaciales atravesadas por múltiples temporalidades y materialidades?
En este sentido, argumentamos que el concepto de paisaje puede resultar fructífero al posibilitar el diálogo entre la antropología y la arqueología, exponiendo una serie de tensiones entre supuestos ontológicos. En primer lugar y dentro del dualismo naturaleza/cultura, analizamos la influencia de los abordajes que priorizan la idea de paisaje como medio físico, frente a los que se esfuerzan por interpretar los hechos culturales imaginados o inscriptos sobre ese entorno. Luego, como una opción productiva para superar el binarismo de las ciencias modernas, y la primera tensión planteada, observamos algunos aportes de los abordajes relacionales. Estos son especialmente válidos para facilitar la incorporación de modos de conocer no modernos, en la elaboración de conceptos o propuestas analíticas sobre el paisaje. Otra tensión analizada es la del paisaje como imagen frente a otras formas experienciales como la auditiva. Esta apertura permite aproximaciones relacionales a experiencias que posibilitan apreciar nuevas formas de relación o ensamblaje de paisajes. Finalmente, observamos la tensión dada en las diversas maneras de reivindicar derechos sobre el paisaje ya sea comprendiéndolo como territorio, en la manera moderna de los Estados o en la manera indígena o, por último, las reivindicaciones de los movimientos ambientalistas.
Este repaso, nos permitió dar cuenta del estado del arte de cómo se abordan las problemáticas asociadas a los paisajes regionales en América Latina, donde las emergencias y movimientos étnicos y la ocupación desenfrenada de sus espacios y entornos de vida han generado la intervención de muy variados actores. Estos comenzaron a interactuar y permitieron abrir el problema a lo político, lo que nos permitió realizar un breve repaso de los aportes de la ontología política y las posibilidades de la antropología para aportar a la comprensión de estos fenómenos. Sin embargo, señalamos lo poco común que resulta el diálogo entre antropólogos sociales y arqueólogos y lo difuso que resulta el modo en que la arqueología podría aportar desde su especificidad al conocimiento de estos problemas actuales.
La sincronía de la emergencia socioambiental latinoamericana con las nuevas perspectivas analíticas en las ciencias sociales motivó el llamado de este dossier; los aportes que lo componen son valiosos para afianzar los diálogos entre disciplinas y para visibilizar posibilidades de analíticas sobre casos locales concretos. Cada uno de estos trabajos busca trascender las explicaciones binarias y adoptar algunas herramientas analíticas de los referentes teóricos relativos a la apertura ontológica, para lograr sumergirse en las complejidades de los contextos locales. Asimismo, ponen a dialogar el quehacer arqueológico con el etnográfico, dejándose interpelar también por otros modos de conocer.
Lo expuesto plantea algunos desafíos: construir conceptos permeables a diversas disciplinas y saberes; metodologías que posibiliten integrar lo etnográfico y lo arqueológico y que sean incluso abiertas a la agencia de diversos grupos sociales, materialidades y paisajes. Esto último, implica la capacidad de propiciar la interacción con diversos actores sociales que hacen al entramado político actual, así como a la generación de políticas públicas que reconozcan, respeten e incluyan a las diversas formas de relacionamiento con el entorno como parte de su agenda pública. Todo ello, sin perder la capacidad crítica y analítica que hacen a la esencia de estas disciplinas, potenciando el lugar incómodo en que nos sitúa el binarismo del conocimiento moderno.