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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.37 Bogotá Oct./Dec. 2019

https://doi.org/10.7440/antipoda37.2019.03 

Paralelos

El fin de los reinos: diálogos entre Tiwanaku y La Aguada*

The End of the Kingdoms: Dialogues between Tiwanaku and La Aguada

O final dos reinos: diálogos entre Tiwanaku e La Aguada

María Bernarda Marconetto **  

Juan Villanueva Criales ***  

** Doctora en Ciencias Naturales por la Universidad de La Plata, Argentina, y licenciada en Ciencias Antropológicas (orientación en Arqueología) por la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Investigadora del Instituto de Antropología de Córdoba, Conicet, Argentina y profesora de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Entre sus últimas publicaciones están: “El jaguar en flor. Representaciones de plantas en la iconografía Aguada del noroeste argentino”, Boletín del Museo Chileno de Arte Precolombino 20, n.º 1 (2015): 29-37; y (en coautoría con Mariano Bussi) “Fines de mundos ‘otros’. Seca y sequía en conflicto”, Chungara. Revista de Antropología Chilena 50, n.º 2 (2018): 319-329, http://dx.doi.org/10.4067/S0717-73562018005000901 «bernarda.marconetto@gmail.com»

*** Doctor en Antropología por la Universidad Católica del Norte y la Universidad de Tarapacá, Chile, y licenciado en Arqueología por la Universidad Mayor de San Andrés, Bolivia. Jefe de la Unidad de investigación del Museo Nacional de Etnografía y Folklore (Musef), Bolivia, y profesor de la Universidad Mayor de San Andrés, Bolivia. Entre sus últimas publicaciones están: (en coautoría con la Comunidad de isla Pariti e Isaac Callizaya Limachi) “En el margen de los márgenes. Tres arqueologías del hallazgo cerámico Tiwanaku de la isla de Pariti, lago Titicaca, Bolivia”, Thakhi Musef n.º 1 (2018): 67-82; y “Las calabazas cerámicas. Imitación de materiales vegetales y culto al agua en la cerámica Tiwanaku de la isla Pariti”. La rebelión de los objetos, cestería y maderas. Anales de la reunión anual de etnología, editado por Musef Editores, 97-118 (La Paz: Musef Editores, 2017). juan.villanuevacriales@gmail.com


Resumen:

Objetivo/contexto:

Este escrito pone de nuevo a dialogar las iconografías de Tiwanaku (altiplano del Titicaca, Bolivia) y La Aguada (Noroeste de la Argentina), a más de 40 años de los trabajos de Rex González y de Ponce Sanginés. Lo hace en un contexto enteramente diferente con un énfasis decolonial. Objetos, imágenes, información etnográfica y arqueólogos de ambos lados de una frontera entre “naciones”, se ensamblan con la clara intención de cuestionar supuestos subyacentes muy profundos de la arqueología.

Metodología:

A partir de los caminos que plantean las imágenes y colores, se amarran en estos nudos también los humanos y las cosas, las experiencias chamánicas y los fenómenos meteorológicos, todos enlazados de modo relacional.

Conclusiones:

Tras poner a dialogar a La Aguada y Tiwanaku, con base en nuestras trayectorias investigativas, la discusión desemboca en una reflexión acerca de las consecuencias presentes de naturalizar miradas segmentadas y funcionalistas de los mundos animales y vegetales en el pasado, que se originan en los subyacentes ontológicos de nuestra propia modernidad.

Originalidad:

El texto apunta a abordar la crítica decolonial a partir del estudio de casos concretos y a aportar a esos debates desde materialidades arqueológicas.

Palabras clave: Andes sur-centrales; arqueología decolonial; fenómenos meteorológicos; iconografía; ontología; plantas.

Abstract:

Objective/context:

This paper once again brings the iconographies of Tiwanaku (Titicaca high plateau, Bolivia) and La Aguada (Northwest of Argentina) into discussion, more than 40 years after the works of Rex González and Ponce Sanginés. It does so in an entirely different context with a decolonial emphasis. Objects, images, ethnographic information and archaeologists from both sides of a border between “nations” are assembled with the clear intention of questioning very deep underlying assumptions of archaeology.

Methodology:

Beginning with the paths posed by images and colors, these knots also bind humans and things, shamanic experiences and meteorological phenomena.

Conclusions:

After bringing La Aguada and Tiwanaku into dialogue, based on our research trajectories, the discussion leads to a reflection on the present consequences of naturalizing segmented and functionalist gazes of the animal and plant worlds in the past, which originate in the ontological underpinnings of our own modernity.

Originality:

The text aims to approach decolonial criticism from the study of concrete cases and to contribute to these debates on the basis of archaeological materiality.

Keywords: Decolonial archaeology; iconography; meteorological phenomena; ontology; plants; South-Central Andes.

Resumo:

Objetivo/contexto:

Este texto coloca em diálogo as iconografias de Tiwanaku (planalto de Titicaca, Bolívia) e de La Aguada (noroeste da Argentina), há mais de 40 anos dos trabalhos de Rex González e de Ponce Sanginés. Isso ocorre em um contexto completamente diferente, com uma ênfase decolonial. Objetos, imagens, informação etnográfica e arqueólogos de ambos os lados de uma fronteira entre “nações” se unem com a intenção de questionar pressupostos subjacentes muito profundos da arqueologia.

Metodologia:

A partir dos caminhos propostos pelas imagens e pelas cores, são amarrados nesses nós os humanos, as coisas, as experiências xamânicas e os fenômenos meteorológicos, todos ligados de modo relacional.

Conclusões:

Após colocar em diálogo La Aguada e Tiwanaku, com base nas nossas trajetórias de pesquisa, a discussão desemboca em uma reflexão sobre as consequências presentes de naturalizar visões segmentadas e funcionalistas dos mundos animais e vegetais no passado, que são originados nos subjacentes ontológicos da nossa própria modernidade.

Originalidade:

Este texto aponta a abordar a crítica decolonial a partir do estudo de casos concretos e a contribuir com debates a partir de materialidades arqueológicas.

Palavras-chave: Andes sul-centrais; arqueologia decolonial; fenômenos meteorológicos; iconografia; ontologia; plantas.

Relatos de Reinos

En 1936, Pedro Linares López, un cartonero mejicano, se enfermó, perdió su consciencia y en su sueño profundo se encontró en un apacible bosque lleno de árboles, rocas y animales, cuando repentinamente esos elementos comenzaron a transformarse en extrañas criaturas. Burros con alas, gallos con cuernos de toro o leones con cabeza de perro habitaron su sueño. Todos esos animales fantásticos gritaban una palabra al unísono y cada vez más fuerte: ¡Alebrijes! Cuentan que Pedro despertó en medio de su propio funeral y decidió usar sus artes de cartonero para enseñar estas criaturas a su gente. Hoy, los alebrijes pueblan la artesanía mexicana y desfilan imponentes por las calles del D. F. Las brujas de los cuentos juntan también partes de diferentes animales en sus conjuros. Uñas de urraca, ojos de sapo, cuernos de dragón, pelos de gato negro y plumas de cuervo se mezclan en los calderos y fluyen los sortilegios. Sin embargo, a nosotros los modernos, esto nos está vedado más allá de la imaginación y estamos obligados a habitar del lado real de la dicotomía real/imaginario, fabricamos pasado a nuestra imagen y semejanza.

En nuestra moderna infancia, María Elena Walsh nos cantaba que hay un reino del revés, donde nada el gato y vuela el pez y donde cabe un oso en una nuez, donde los gatos no hacen miau y dicen yes porque estudian mucho inglés(1). Y allí, entre otras cosas, es posible que una araña y un ciempiés vayan montados al palacio del marqués en caballos de ajedrez. Así, en memoria de nuestras infancias en el sur, donde las monarquías solo cabían en los cuentos (aunque algunas dictaduras eran bastante reales), nos disponemos a pensar nuestra experiencia en contextos arqueológicos con los que hemos trabajado, al intentar despojarnos de los reinos en los que Linneo ordenó un mundo con Dios, con Rey y con Ley, allá por el siglo XVIII.

Érase una vez Occidente

En la Grecia del siglo IV a. C., Aristóteles propuso diferenciar lo vegetal de lo animal basándose en dos tipos de alma: el “alma vegetativa” a través de la cual logra su reproducción, crecimiento y nutrición, diferenciable de otro grupo de seres cuya “alma sensitiva” les otorgaría además percepción, deseo y movimiento. Aristóteles sentó las bases de lo que actualmente se conoce como sistemática, al dividir al reino animal en dos géneros: anaima para los animales sin sangre (invertebrados) y enaima los animales con sangre (vertebrados) y, estos a su vez, en géneros y especies (Ferigolo 2014). Linneo, varios siglos más tarde, sumará a estos dos el reino mineral.

En 1735 se publicó Systema naturae, sive regna tria naturae systematice proposita per classes, ordines, genera, & species ( 2 ) , y quien haya pasado por alguna formación en ciencias naturales no olvida la regla mnemotécnica de la sistemática “el rey es un tipo con mucho filo (dinero) que dio la orden a su familia de buscar géneros de distinta especie”.

Linneo buscaba en su obra dar cuenta de la grandeza de Dios y su creación, al tiempo que un sistema de clasificación era requerido por la naciente Modernidad (y el colonialismo) que necesitaba catalogar todo aquello que encontraban en las nuevas tierras. Así comenzaba a funcionar un mundo compuesto por cuerpos naturales divididos en tres reinos: el mineral, el vegetal y el animal. Los minerales crecen, los vegetales crecen y viven, los animales crecen, viven y sienten. Cuerpos naturales, todos ellos, puestos a disposición del hijo predilecto de Dios, el hombre. Hombre europeo y cristiano.

Este esquema madre ha ido variando a lo largo de los siglos, la categoría de hijo de Dios devino algo más amplia, el reino mineral se aisló, los reinos de la vida fueron ampliándose junto con las técnicas que permiten indagarlos en profundidad (cinco, siete, e incluso hay propuestas de la existencia de 26 reinos). Sin embargo, la matriz moderna continuó estable y rígida.

Podemos destacar algunos elementos cuya relevancia en este escrito está dada por el hecho de que nuestro campo, la arqueología, no los ha puesto en cuestión a la hora de utilizarlos como herramienta descriptiva. Se entraman en la problemática arqueológica, la puesta a disposición de los cuerpos naturales en favor de los hombres; la dicotomía entre lo que está vivo y lo que no lo está; y la impermeabilidad entre las categorías taxonómicas establecidas.

La naturalización de la noción de recurso por parte de la arqueología ha sido ya ampliamente discutida en trabajos anteriores (Marconetto y Mafferra 2016; Marconetto, Gardenal y Barría 2017). Hemos señalado que la percepción de lo que no es humano como recurso suele teñir fuertemente la discusión de nuestros resultados. Esta lógica, que prima en la sociedad occidental moderna al ser extrapolada a las interpretaciones sobre el pasado, da lugar a un uso de cierta analogía que no hace más que naturalizar por fuera de su contexto histórico específico los presentes modos extractivos de relación con el ambiente.

Por su parte, la etnografía da sobrada cuenta de los equívocos en torno a la dicotomía biótico/abiótico, en particular entre poblaciones andinas (ver Pazzarelli 2016). Si bien no asociada directamente a la cuestión vida o no vida, la arqueología establece la dicotomía artefactos/ecofactos basada en si los objetos recuperados han requerido de la intervención humana para cobrar existencia. En contraposición a este punto, (Petry Cabral 2017), en un trabajo donde analiza el abordaje de una excavación que realizó junto con la comunidad Wajãpi en el Amazonas, confronta la idea fundante de la arqueología, al concebir un registro arqueológico resultante de la actividad humana en un mundo en el que lo humano desborda la frontera del Homo sapiens. El último punto que particularmente nos interesa, e intersecta, tiene que ver con el estatus de infranqueable de las categorías taxonómicas empleadas en la clasificación de las entidades en la esfera de lo que definimos como natural. En la arqueología se ha cuestionado largamente el pensamiento y los modelos tipológicos, sin embargo, rara vez se ha puesto en duda el uso de aquellas taxonomías que clasifican a animales y plantas, naturalizadas en la ilusión de que justamente pertenecen al mundo de lo natural.

Sin lugar a dudas, la clasificación binomial linneana es una herramienta útil de comunicación entre miembros de la comunidad académica global. Habituados a la misma, resulta muy dificultoso leer, por ejemplo, floras antiguas escritas en siglos anteriores a la publicación del Species Plantarum (1753). Aunque, lejos de ser natural, el sistema de nomenclatura de seres vivos es un proceso que implica política. Ilustra este punto el Código Internacional de Nomenclatura Botánica (ICBN), compendio de reglas que rigen la nomenclatura taxonómica de los organismos vegetales a efectos de determinar, para cada taxón vegetal, un único nombre válido internacionalmente.

La promulgación y corrección del Código está a cargo de los Congresos Botánicos Internacionales (CIB), específicamente la Sesión Nomenclatura, organizada por la Asociación Internacional para la Taxonomía de Plantas (IAPT). Cada Código deroga al anterior y el vigente es el correspondiente al CIB de Melbourne 2012. Un comité de la IAPT decide sobre las propuestas de los investigadores acerca de por qué conservar o rechazar un nombre -existe una serie de tomas de decisión por parte de determinados grupos- y votan los socios de la IAPT, los delegados de herbarios con sigla registrada y se considera asimismo un sistema de subdelegados regionales. En nuestro mundo naturalista, un vegetal puede franquear el límite y pasar de una especie a otra, o incluso cambiar de familia, pero requiere ser habilitado por una serie de especialistas. La oficina de migraciones es complicada y el pasaporte difícil de conseguir en esta composición de mundo, aunque no así en otras fronteras laxas y funcionarios de otra índole.

Abrir la puerta y salir a jugar

La forma de componer mundo que acabamos de describir es acotada en tiempo y espacio, aun habiendo devenido hegemónica. Hay que destacar que en otras composiciones de mundo la permeabilidad parece ser norma y no excepción (ver Bourget 2007; Bouysse-Cassagne 1997; Bugallo y Vilca 2016; Cruz 2006; entre otros). Nos proponemos hacer dialogar nuestras propias experiencias de trabajo en contextos Tiwanaku (Bolivia) y La Aguada (Argentina), en las que las categorías modernas resultaron poco adecuadas y nos hemos permitido abrir la puerta a otras posibilidades. Este diálogo se basa en el lenguaje gráfico de ambas sociedades, cuya interpretación arqueológica moderna delata las limitaciones del esquema de los reinos de modo especialmente tangible.

Partir de la iconografía plantea una trampa moderna común, que eludimos o al menos visualizamos de inicio: pensar que estas imágenes de animales o plantas son representaciones mentales, semióticas, logocéntricas, de una realidad externa. Sin embargo, las imágenes no tienen por qué estar condenadas a ser la cara, con el reino de las ideas como cruz. Desde su presencia material en las cosas, las imágenes pueden plantear involucramientos y relaciones con la realidad, más que representaciones mentales distantes. Arturo (Escobar 2013) enfatiza esta idea, donde las prácticas -en este caso la creación de imágenes- implican una enacción, una co-creación relacional del mundo que afecta a los seres humanos y no humanos del entorno.

El ejercicio propone suspender esta incipiente composición de mundo moderna de la cual solemos tomar herramientas para describir elementos de la iconografía prehispánica, para ensayar el uso de algunas herramientas conceptuales de una composición de mundo que (Descola 2012) describe como analogista. El autor refiere a un mundo que reconocería una discontinuidad general entre fisicalidades e interioridades, poblado de singularidades. Mundo que sería difícil de habitar y de pensar en razón de la enormidad de diferencias que lo componen, si no nos esforzáramos por encontrar entre los seres existentes redes de correspondencia que permitan conectarlos. La ontología analogista se apoya sobre esta experiencia repetida de singularidad e intenta calmar el sentimiento de desorden que resulta de la proliferación de lo diverso a partir de un uso casi obsesivo de correspondencias. Cada cosa es particular, pero podemos encontrar en cada una de ellas una propiedad que la vinculará a otra, y esta otra a otra más, de modo que partes enteras de la experiencia del mundo se encuentran tejidas por la cadena de la analogía (Descola 2011, 87).

Tomamos esta definición que condensa este modo de hacer mundo, no obstante la etnografía andina ha dado sobrada cuenta y presenta una profusa casuística con particularidades de diferentes pueblos a lo largo de los Andes (Arnold y Yapita 2000; Bouysse-Cassagne y Harris 1987; Bugallo y Vilca 2016; Cavalcanti-Schiel 2007; Cereceda 1988; Lema 2014). Con esta posibilidad de encadenamiento en mente, argumentaremos acerca de la existencia de tramas que involucran transformaciones, humanos, animales, plantas, fenómenos meteorológicos, chamanes, formas, colores, así como habilitar la existencia de otras temporalidades.

¿Por qué intentar escribir este ensayo apelando a esta particular composición de mundo que propone la etnografía? La respuesta requiere de otras preguntas ¿Por qué dar por supuesto que los pueblos abordados por la arqueología suscribían a los postulados que sustentan nuestras propias ciencias, nuestros Estados, nuestros mercados? ¿Qué sucede si atendemos a otros modos de componer esos mundos que no se circunscriban a la historia de la modernidad occidental?

En este punto es imperante refundar el diálogo entre arqueología y etnografía, complejo divorcio que lleva largas décadas. Fundado, por un lado, en el recelo hacia la analogía etnográfica, aunque pareciera no existir al establecer analogías con el mundo moderno, por ejemplo, al concebir acríticamente a lo no humano como mero recurso. Por otro, el divorcio está cimentado en la división de bienes que este implica: las cosas para los arqueólogos, las personas para los etnógrafos. Cosas y personas definidas en términos occidentales y modernos, de más está decir no universales. Entendemos que la arqueología y la etnografía son potentes herramientas para quebrar sentidos propios y traicionar nuestra imaginación conceptual, negarles esa potencia nos niega la posibilidad de, en palabras de Bruno (Latour 2010), permitirnos heredar otro pasado y así poder imaginar otro futuro.

De un mundo sin plantas a un mundo en flor

“La Aguada”. La mención a este nombre en el seno de la arqueología argentina y del Cono Sur resonará en una iconografía poblada de felinos y diversidad de figuras de humanos y no humanos, a veces fácilmente reconocibles, a veces en transformación (ver iconografías publicadas en Bedano, Juez y Roca 1993; Fernandez Chiti 1998; González 1998, 1977; Gordillo 2009; Goretti 2007, 2006; Kusch 1991). En diferentes momentos, sus figuras han sido descritas por los arqueólogos como dragones, guerreros, sacerdotes, chamanes y diversos animales. Sin embargo, ante la riqueza y diversidad de los diseños, el silencio de las plantas resulta ensordecedor. “Sólo una única representación”, señalaba Alberto Rex González (1998, 199, figura 143). Luego, una publicación de Fernandez Chiti (1998) presentaba algunos diseños Aguada como representativos de plantas psicoactivas como los frutos de Datura stramonium “chamico” y ciertas formas que asignó al llamado “cactus de los cuatro vientos” o “San Pedro” Trichocereus pachanoi.

No pasa desapercibido que para los occidentales, los vegetales ocupen en la escala de los seres vivos del planeta un lugar poco relevante, “crecen y viven” como mencionamos anteriormente, y esto se ha reflejado en la práctica arqueológica. Los estudios arqueobotánicos son recientes con relación a otro tipo de análisis y también se reducen en la mayoría de los casos a un abordaje ligado a su uso como recurso. Los análisis iconográficos, exceptuando algunos trabajos, tampoco han prestado demasiada atención a su representación en relación con otros elementos. Sin embargo, es destacable que las herramientas descriptivas de los diseños se centran en la morfología. La fitomorfa es una clase, disociada de aquellas catalogadas como antropomorfa y zoomorfa, y en esta clase suele distinguirse un tipo de vegetal cuando es posible. Esta práctica no se desliga de la clasificación de los seres vivos según semejanzas morfológicas que estableció Linneo, y en la que se basa el actual sistema nomenclatural, ni de la dicotomía fundante de la modernidad naturaleza/cultura y su correlato inmediato, humanos/no humanos.

El lugar pasivo de las plantas occidentales contrasta fuertemente con el lugar preminente que cobran las mismas en ámbitos que podrían ser definidos como no modernos. Más allá del usu(fructo) de sus frutos, fibras, maderas y sombra, las plantas se entraman en el tiempo, marcan a la vez que resultan de ciclos vitales y, por sobre todas las cosas y el contrapunto más potente, algunas plantas en particular ocupan un lugar central en el conocimiento del mundo que contradice el paradigma occidental. “¿Por qué el mundo se ordena de tal modo? Porque la planta lo dijo”, es la respuesta (Kounen, Narby y Ravalec 2008). Esta posibilidad epistemológica es la base de la deconstrucción misma del binomio naturaleza-cultura en tanto solo cabe en una composición de mundo multinaturalista, en términos de Viveiros de Castro (2010).

La construcción moderna de categorías como “animal”, “vegetal” o “humano”, en tanto esferas disociadas, nos lleva a buscar en el registro arqueológico animales, y/o plantas, y/o humanos, y a perdernos en las interrelaciones surgidas de una comprensión del mundo que asumimos debió ser diferente a la propia. Las transformaciones son señaladas como posibilidad descriptiva, sin embargo, son abordadas como pasos entre una y otra categoría (de humano a felino, de llama a felino) y no necesariamente como una categoría en sí. A fin de no caer en la trampa interpretativa naturalista, en el caso de La Aguada resultó productivo indagar el lugar de las plantas en ámbitos no occidentales, al tiempo que explorar el lugar de lo ambiguo.

El mundo andino está cargado de sentidos múltiples y la etnografía ha dado cuenta de esta particularidad y ha apelado a diversos conceptos para discutir esta cuestión como multireferencialidad o intertextualidad (Arnold y Yapita 2000). Como ya hemos mencionado, se trata de un espacio en el que la singularidad y la analogía son protagonistas. En este contexto entendemos que lo ambiguo, definido como pasible de ofrecer más de un significado, juega un rol no menor. Algunos términos ligados a las plantas presentan sugerentes ejemplos: Mallqui designa tanto a los árboles por su asociación con los antepasados, a las semillas y también a las momias; igualmente existe una asociación entre antepasado-momia-semilla en el vocablo mallqui como una unidad conceptual. Asimismo, uno de los nombres más recurrentes dado a las semillas, Anadenanthera, Willca o Vilca, también refiere al sol, lo sagrado y al árbol de semillas psicoactivas en aymara, por citar solo un par de ejemplos.

Los contextos arqueológicos de La Aguada, en los que se ha recuperado el material con los diseños a los que aludimos aquí, pueden asociarse a ámbitos que involucran prácticas chamánicas (Laguens y Gastaldi 2008; Pérez Gollán y Gordillo 1993) y las plantas en ese mundo están lejos de ocupar un espacio marginal, en particular las plantas psicoactivas. La etnografía abunda en esta cuestión entre diferentes grupos americanos (Belaunde y Echeverry 2008; Faguetti 2012; Kounen, Narby y Ravalec 2008; Kopenawa y Albert 2010; entre otros). Entre estas plantas, el cebil o Anadenanthera ha sido largamente señalado como vehículo de las transformaciones de los personajes en La Aguada (Pérez Gollán y Gordillo 1993). Asimismo, como señala (Torres 2013, 23) la amplia distribución temporal y espacial de Anadenanthera y de otras plantas visionarias atestigua su relevancia en la conformación, mantenimiento y modificaciones en la ideología precolombina en Sudamérica.

Relataba un chamán de la zona del Pilcomayo en el norte de Argentina a C. Dasso: “Son semillas, cosas muy fuertes que se aspiran y a los quince minutos el que lo usa ya cambia: mira, pero no ve lo que nosotros vemos, sino que ve cosas que nadie ve, cosas que van a pasar” (1985, 23-24, tomado de Arenas 1992). Refrendan estas palabras el particular lugar epistemológico de las plantas en este caso del Cebil. Asimismo, señala que “cuando se aspira el Jataj, el alma se cambia, toma la forma de un animal, de un pájaro, el alma se cambia a cualquier forma. El cuerpo no, él se queda” (1985, 23-24, tomado de Arenas 1992). Ilustra aquí la posibilidad de comunicación y transformación de los chamanes a través de la planta. Porque son las plantas las que permiten el diálogo y el entendimiento entre las especies como señalan una gran diversidad de etnografías (Narby y Huxley 2009), entre ellas una de las más potentes etnografías autobiográficas escritas en los últimos tiempos por (Kopenawa y Albert 2010). Y en La Aguada, el cebil posiblemente estableció ese diálogo.

En línea con estas ideas, los círculos concéntricos recurrentes en los cuerpos de las figuras Aguada, asociadas en la literatura arqueológica a manchas de jaguar, pudieron ser repensados como semillas de cebil. En un trabajo previo (Marconetto 2015), uno de nosotros argumentó esta idea con base en las siguientes cuestiones. Los motivos parecen mostrarnos que cuando en La Aguada quisieron presentar un jaguar, lo hicieron. Están allí con sus manchas múltiples, como son las manchas del jaguar, siendo este personaje un elemento que se repite. Sin embargo, muchas otras veces vemos seres que nos resultan o no familiares, humanos, animales o transformaciones. Y en esas ocasiones los círculos remiten plausiblemente al vehículo de la transformación: las semillas de cebil.

Las semillas de las legumbres del árbol de Anadenanthera colubrina (Vell.) Brenan, que crece en el noroeste de Argentina así como en otras regiones de América del Sur, son de forma circular a subcircular, aplanadas, de color marrón obscuro, de aproximadamente un centímetro de diámetro, su endocarpio presenta la particularidad de mostrar una suerte de diseño circular interno, dando una forma semejante a un círculo concéntrico. No resulta extraña la idea de que en ocasiones el jaguar portara la impronta del cebil y llevara esa marca al igual que humanos, serpientes, monos, sapos, aves o camélidos. Se suma a esto el hecho de que los círculos concéntricos no solo marcan los cuerpos, sino que se ubican en el lugar de (y reemplazan a) los órganos sensoriales: ojos, boca, orejas. Así, de pronto, ese sordo silencio de plantas gritaba a todas voces no solo su presencia, sino su importancia (ver figura 1).

Fuente: imagen del archivo personal de María Bernarda Marconetto, Córdoba, Argentina, 2015.

Figura 1 Círculos concéntricos replicados en órganos sensoriales 

Una vez florecidos los jaguares, varios animales y los humanos, podemos avanzar con otros seres, al aludir a un punto de ambigüedad que resultó notable y que en su momento llamamos “armas-plantas” (Marconetto 2015). En la publicación de (Yacovleff y Herrera 1934), El mundo vegetal de los antiguos peruanos, donde los autores reseñan diversidad de motivos y representaciones de vegetales en los Andes, sobresale un personaje que se presenta recurrente y que atrae la atención, es el llamado “portador de vegetales”: un personaje parado de frente con plantas de diversas especies en ambas manos. Es destacable que el gesto de estos personajes se repite en diferentes diseños de la iconografía andina en personajes portadores de cetros, de cabezas trofeos, de hachas o de armas.

Por su parte, algunas imágenes recurrentes en diseños Aguada y zonas aledañas en el noroeste argentino muestran ciertos personajes cuya gestualidad en La Aguada remite a los portadores de vegetales que ocurren a lo largo de los Andes. Estos personajes han sido descritos en general como guerreros portadores o flanqueados por armas. Sin embargo, son notables algunas particularidades en la representación de estas “armas” cuya flexibilidad en algunos casos remite a lo vegetal, así como a la presencia de potenciales raíces que, en diversas oportunidades, la morfología resulta fácilmente asimilable a plantas (ver por ejemplo figura 2).

Fuente: archivo personal de María Bernarda Marconetto, Córdoba, Argentina, 2015.

Figura 2 Guerrero flanqueado por “armas/plantas” 

En esta posibilidad de permutar estos elementos -armas y plantas- resuenan con fuerza etnografías que describen el rol ambiguo de las plantas que, al igual que los chamanes, pueden curar o matar (Kounen et al. 2008). Pierre (Clastres 1974) pone en cuestión la universalidad del concepto occidental de poder mientras discute el rol de la palabra en quien ejerce el poder menciona un llamativo dato, los mbyá hablan de la flor del arco para designar a la flecha ([1974], el resaltado es nuestro). Y no parece ser un dato excepcional. Enrique López mencionan que en el pueblo Mosetén en las tierras bajas de Bolivia, las flechas deben enmangarse en el lugar de la floración de la caña (López et al. 2017). En la zona chaco-santiagueña en Argentina, el árbol llamado quebracho colorado (Schinopsis spp) cuenta con la capacidad de ocasionar daño mediante la flechadura. Según relatos populares, otros árboles también hacen daño, por ejemplo, el Molle (Lithraea molleoides) que crece también en el norte y centro de la Argentina, o el Litre (Lithraea caustica) en Chile. El término “flechar” es sugestivo, no es una acción cualquiera, se trata de un quehacer digno de un cazador o un predador (Marconetto, Gardenal y Barría 2017), también flechan los brujos con flechas invisibles.

Este argumento basado en ese espacio liminal entre armas y plantas habilita a estas últimas a escapar de su jaula en el reino vegetal y, más allá de la posibilidad de filtrarse en y entre humanos y animales, le permite devenir un artefacto. Pero no en un artefacto de esos definidos por nuestras normas arqueológicas que requieren de la intervención de un Homo sapiens, sino en uno definido en términos de una humanidad cuya frontera se extiende mucho más allá de él. También las plantas devienen humo y facilitan la comunicación con los muertos o con los fenómenos meteorológicos (Pazzarelli, Marconetto y Bussi 2015). Las plantas salen de su reino, las fronteras se abren, aprovechemos a conversar con nuestros vecinos del norte.

Seres inmersos en atmósferas coloridas

Nombrar a La Aguada en Bolivia también conlleva fuertes resonancias. La presencia de seres antropomorfos en posición frontal tanto en La Aguada como en Tiwanaku permitió a (Ponce Sanginés 1972) sugerir que el imperio Tiwanaku se había extendido hasta el noroeste argentino. Esta visión comparte la agenda política del nacionalismo revolucionario de 1952, donde Tiwanaku cumple el rol de referente de orgullo patrio y bolivianidad. Desde la década de 1980, se ha cuestionado esta narrativa desde muchos ángulos, tanto a partir de nuevos datos y construcciones arqueológicas (Albarracín 1996; Browman 1981; Janusek 2005), como de reflexiones sobre la carga política de sus conceptos (Albarracín 2007; Ángelo 2005; Villanueva 2017). El nacionalismo boliviano es en sí una empresa modernista y la conexión Tiwanaku-La Aguada implica una mirada moderna sobre el registro arqueológico. En virtud de esta, una imagen puede simbolizar una cultura y el mundo material puede ser colapsado en modelos abstractos de organización social humana, como el de revolución urbana de Childe, en el caso de la narrativa ponciana (Albarracín 2007).

Poner de nuevo a dialogar a Tiwanaku y La Aguada a 40 años de Ponce, solo adquiere sentido si pensamos que otro síntoma de la empresa modernista mencionada es concebir un registro arqueológico subdividido en reinos. Al acercar a Tiwanaku y La Aguada en esta ocasión, no planteamos una conexión en el pasado alócrono, remoto. Conscientes de la herencia modernista de nuestros predecesores, replanteamos esta conexión en un esfuerzo decolonial. Esta conexión entre Tiwanaku y La Aguada es evidentemente artificiosa. En el sentido de (Hamilakis y Jones 2017), un ensamblaje efímero de información, objetos, imágenes y arqueólogos, cuya intención es afectar a ciertos supuestos ontológicos que la arqueología suele emplear acríticamente. Esto es posible porque el lenguaje gráfico de Tiwanaku y La Aguada los ubica en una situación parecida, donde la ambigüedad de las imágenes animales o humanas es un punto de partida para el diálogo en torno al final de los reinos.

En el mundo de la imagen Tiwanaku, junto con los motivos humanos de frente y de perfil, los felinos, aves, peces, camélidos y serpientes son los más abundantes en escultura lítica (Agüero, Uribe y Berenguer 2003; Makowski 2001; Posnansky 1945), la cerámica (Alconini Mújica 1995; Burkholder 2001; Janusek 2003; Villanueva y Korpisaari 2013; Wallace 1957), las tallas en madera (Torres 2004; Llagostera 2006), la textilería (Agüero 2007) y otros, a tal punto que este tipo de imágenes se entiende como un marcador clave de “lo Tiwanaku”. El uso de esta abundante imaginería animal en arqueología suele ser estilístico o cronológico, mientras los acercamientos al registro arqueofaunístico son funcionalistas y se perciben como alimentos tanto para peces (Capriles Flores 2003) como para camélidos (Webster y Janusek 2003).

En los escasos acercamientos a los sentidos que se despliegan desde la imaginería animal, destaca la discusión sobre las especies animales que serían objeto de “representación” en el arte Tiwanaku, especialmente los motivos de felino y ave. En una primera identificación, (Posnansky 1945) entiende que estos motivos son íconos de un puma (Felis concolor) y un cóndor (Vultur gryphus), idea replicada más recientemente, por ejemplo, por (Manzanilla, Barba y Baudoin 1990). A estas identificaciones subyace un preconcepto occidental: que el signo animal debe simbolizar un poder bélico atemorizante, como los leones y las águilas de la heráldica europea.

Sin embargo, una mirada detenida a la anatomía de estos signos animales sugiere problemas en dicha identificación: el felino tiene la cola listada y el ave carece de cresta y collar. Las incongruencias son más notorias en la iconografía pintada sobre cerámica, donde se observa que el felino es gris y el ave dorada. Estas ideas sostienen la identificación alternativa de (Alconini Mújica 1995), para quien estos animales son un gato montés andino o titi (Oreailurus jacobita) y un halcón o waman, incluso un gavilán (Buteo polysoma) o un águila mora (Geranoaetus melanoleucus). Tras sistematizar la presencia de estos motivos en la cerámica votiva Tiwanaku de la isla Pariti, se sugirió que el felino gris, como lo refiere la etnografía local, sea asociado al granizo, las nubes cargadas y el agua lacustre en virtud a su color (Alconini Mújica 1995; Villanueva 2007). El ave dorada, entonces, sería una contraparte referida al brillo solar, las alturas y la sequedad (Villanueva 2015a).

Se propuso que, en la cerámica Tiwanaku comúnmente empleada en el comensalismo político, el felino gris y el ave dorada atraviesan etapas de relacionamiento que van desde la completa separación, pasan por la yuxtaposición y la hibridación, hasta la fusión total en torno al motivo de rostro frontal de báculos (Villanueva y Korpisaari 2013). Esta idea presupone la existencia del felino y ave como entidades esenciales y predefinidas, pero al observar la imaginería animal Tiwanaku (sin disecciones) se evidencia que felinos o aves “puros/as” son sumamente excepcionales. Los felinos con alas y cabezas de ave, las cabezas de ave, felino, humano o pez -o plumas, círculos concéntricos y otros- que brotan de ojos, patas, cabezas, alas o colas, los brazos o cabezas humanas que de pronto aparecen en idéntica situación, permiten sugerir que un animal sea la instanciación efímera de algo que cambia constantemente. Los objetos se suman a este nudo: aunque en Tiwanaku es infrecuente retratar armas, los báculos, collares, pendientes, coronas y aureolas son objetos y animales (ver figura 3).

Fuente: ilustración realizada por Juan Villanueva, La Paz, Bolivia, 2005.

Figura 3 Animales, humanos y objetos se anudan en una imagen de escudilla Tiwanaku de Pariti 

Y por supuesto también están las plantas. Una semejanza notable entre Tiwanaku y La Aguada es la aparente ausencia de iconografía fitomorfa. Casos excepcionales de imágenes vegetales incluyen ciertas esculturas de amarros de totora (Typha sp.) (Janusek et al. 2013) y de papas (Solanum tuberosum) (Ponce Sanginés 1972). A nivel de imágenes en cerámica, se añaden algunas mazorcas de maíz (Zea mays) (Villanueva 2007) y un motivo que se ha interpretado como vilca o cebil (Anadenanthera colubrina) (Knobloch 2000). Estos dos últimos rasgos son compartidos con la formación social Wari, contemporánea en la sierra de Ayacucho, hoy Perú.

Es curioso que en las narrativas arqueológicas de Tiwanaku, como imperio o estado burocrático, las plantas jueguen un rol mayor. La sociedad Tiwanaku se caracteriza por ser fundamentalmente agrícola, y su origen y fin tienden a ser explicados, del modo procesual, a partir del auge y ruina de grandes sistemas de cultivo (Ortloff y Kolata 1993; Janusek 2005). De esta manera, se ha enfatizado un acercamiento funcionalista también a las plantas, percibidas como recurso (Wright, Hastorf y Lennstrom 2003), o en el caso del maíz, como un cultivo de uso político a través del procesamiento y consumo de chicha (Anderson 2009; Goldstein 2003). La sociedad Tiwanaku empleó también extensivamente materiales vegetales, como tabletas e inhaladores de madera (Llagostera 2006; Niemeyer et al. 2015; Torres 2004), cestería (Agüero 2007) y corteza de calabaza (Cordero 1967). Con estos antecedentes, la ausencia de plantas en el mundo de la imagen Tiwanaku resulta notable, pero es solo aparente y se sustenta en nuestro empeño arqueológico moderno por encontrar taxones de un reino vegetal separado.

Al igual que en el caso de La Aguada, la ambigüedad de los motivos Tiwanaku permite que la imagen de la villca o cebil y la de pluma o cola de ave, sean permutables en los repertorios iconográficos. Entonces, si de un extremo de un báculo puede emerger una cabeza de felino, del otro pueden salir semillas. Aun las imágenes más sencillas de felinos suelen tener alas doradas de las que emerge una cabeza de ave o una mazorca (Villanueva 2015a). El ejemplo más diciente es el de ciertas imágenes de llamas comunes en la litoescultura y la talla de madera, de cuyos lomos emergen ramificaciones que florecen en plumas o en semillas de villca. Esto evoca mucho a la etnografía del pastoreo altiplánico (Dransart 2002), donde el agua alimenta a los pastos y estos a las llamas que producen la lana para la textilería, en un ciclo fluido. Por lo tanto, si el mundo vegetal no se presenta iconográficamente a modo de taxones, es porque animal y vegetal son instanciaciones de un solo fluir.

Retornemos por un momento a los animales y sus marcadas características de color. Líneas arriba se sugirió un sentido atmosférico para el gris húmedo del felino y el dorado brillante del ave. Es necesario incidir en el carácter relacional de una atmósfera y su ligazón indisoluble con la experiencia de una situación espacio-temporal, lo que el mundo andino resume adecuadamente mediante el vocablo pacha. El tiempo como experiencia no es solo el tiempo en el sentido meteorológico (el “clima”), sino en un sentido literal: la experiencia del clima cambia temporalmente y la percepción del color es fundamental. Cambia además a diversas escalas: a lo largo del día se alternan atmósferas rojizas, rosas y negras; a lo largo del año, cielos dominados por el sol o por las nubes grises. Incluso en la relación entre presente y pasado, el presente está iluminado mientras el pasado es oscuro, pre solar o subterráneo (Bouysse-Cassagne y Harris 1987; Pauwels 1998).

Al respecto, existe un tipo particular de cerámica Tiwanaku, los ch’alladores, que son vasos embudo orientados a convidar bebida al subsuelo. Estos tienen fondos negros o rosas, a diferencia de la cerámica más común de Tiwanaku. Las figuras se han interpretado como motivos estelares, motivos “del pasado” como sapos o manos, reinterpretados desde esculturas o arte rupestre del período Formativo o Arcaico y sobre todo seres que mezclan desordenadamente características anatómicas de varios animales, o que presentan una anatomía deliberadamente amorfa, casi un esfuerzo por dibujar lo desconocido, lo potencial (Villanueva 2015b). Ver figura 4.

Fuente: fotografía cortesía de Jédu Sagárnaga, La Paz, Bolivia, 2005.

Figura 4 Un vaso embudo o ch’allador de Pariti con ser amorfo 

Es importante recordar que desde la etnografía andina, los ancestros, el pasado y los lugares oscuros, donde se ubican frecuentemente -el subsuelo o la noche-, poseen un carácter potencial y germinador de la vida (Arnold y Hastorf 2008; Bouysse-Cassagne y Harris 1987; Sánchez Canedo, Bustamante Rojas y Villanueva Criales 2016), como una suerte de flujo vital que no ha definido su forma. Esto implica que se entable una relación social con el lugar del pasado, mediante formas cerámicas que permiten alimentar al subsuelo. Además, puede tener implicaciones más profundas para la cuestión vegetal. Los únicos vegetales de la iconografía Tiwanaku -cebil y maíz- son de uso psicotrópico y ceremonial, pero estos usos pueden estar orientados a fomentar el bienestar del mundo agrícola. Lo hacen a través de la interacción social con el subsuelo como lugar de germinación y pasado y también con entidades atmosféricas, como la lluvia y el sol, durante un ciclo estacional.

Sería erróneo plantear la ligazón entre el mundo animal/vegetal y lo atmosférico a partir de teorías semióticas o representacionales, donde la materia y la mente son ámbitos separados. La etnografía andina es rica en casos donde el color de un animal -o de un objeto- ocasiona efectos en el ciclo estacional: se danza con tocados hechos de plumas grises de ñandú para atraer a las nubes cargadas de lluvia, o con objetos hechos con plumas verdes de loro para lograr que la tierra reverdezca (Jaimes 2015). Este mundo viviente, que parece ser un nudo, donde se instancian, relacionan y modifican animales, vegetales, humanos y objetos, incluye a la atmósfera. Nos permite pensar que la construcción de las imágenes en Tiwanaku -y posiblemente en otras sociedades andinas prehispánicas- no es un fenómeno de distanciamiento mental del mundo, sino de involucramiento profundo en la experiencia sensorial del mismo, al estilo de la “poética del morar” de (Ingold 2000), e incluye aquellas experiencias que nuestra modernidad nos impulsa a considerar “irreales”, como la onírica o la psicotrópica.

El espejo roto

Afirma un colega brasileño “que la ciencia que practicamos, la Arqueología, tiene un mágico poder que casi siempre olvidamos. El poder de cruzar el puente entre lo visible y lo invisible. Crea realidades utópicas y así como en un espejo nos pone en un ‘lugar sin lugar’, en un lugar donde no estamos ni nunca estuvimos” (Pellini 2014, 33). Sin embargo, creemos que estos lugares, abren la posibilidad de (re)crear y (re)definir el lugar donde sí estamos. El modo en que creamos memorias nos obliga a posicionarnos, si la idea es pensar en un espacio académico decolonial, se impone desnaturalizar algunas de nuestras categorías y prácticas. Aportar a la llamada crítica decolonial desde casos concretos y apeando a materialidades se vincula a la idea vertida al principio. Las imágenes convocadas pueden plantear involucramientos y relaciones con la realidad, más que representaciones mentales distantes, la co-creación relacional del mundo que afecta a los seres humanos y no humanos que si bien debió operar en el pasado, apelamos con nuestro trabajo a que opere en el presente.

En los dos casos mencionados, la posibilidad de escape a los reinos naturales está dada por el hecho de que humanos, animales, vegetales y fenómenos meteorológicos son instancias de un solo fluir. Hemos intentado enredar nuestros argumentos en términos de lo que se ha definido como ontología analogista, cuan si habitáramos ese mundo nos esforzáramos por encontrar redes de correspondencia que permitieran conectar aquello que la modernidad separó.

No es un rol político menor el que jugamos los arqueólogos al (re)crear el pasado. Las aproximaciones funcionalistas e utilitarias son peligrosas, paradójicamente son más peligrosas las plantas-recurso (o animales-recurso) que las plantas-armas. Hoy, la Estancia La Rinconada en Catamarca, Argentina, ocupada a lo largo del primer milenio por poblaciones que los arqueólogos hemos llamado La Aguada, está tapizada de soja, durante la década de 1990 un proyecto de diferimiento fiscal de un gobierno neoliberal taló monte, destruyó sitios arqueológicos y pobló la tierra de pistachos que nunca darían fruto, más tarde se reemplazaron por nogales. El Round up acompaña desde hace tiempo todo este proceso. Hoy también está desapareciendo la comunidad de Isla Pariti, donde se realizó el hallazgo más importante de cerámica votiva Tiwanaku. La implantación de truchas que depredan a los peces autóctonos, la proliferación de totora como efecto del cambio climático y la contaminación del lago Titicaca por desechos domésticos e industriales de la ciudad de El Alto en Bolivia, precipitan su fin (Comunidad de la isla Pariti, Callizaya y Villanueva 2018).

No enraizar estas lógicas al pasado contribuye a no naturalizarlas en el presente. Cuesta imaginar a Alberto Rex González excavando en la Rinconada, en condiciones adversas durante la dictadura militar y guardando cuidadosamente sus hallazgos arqueobotánicos en sachets de leche, pensar siquiera en avalar estas prácticas. Puestos a elegir optamos por jugar el juego de argumentar en otros términos, en otras posibles lógicas que aun si no fueron las “reales”, no replican ciegamente las nuestras. Es preferible romper el espejo y enfrentar los siete años de mala suerte

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Cómo citar este artículo: Marconetto, María Bernarda y Juan Villanueva Criales. 2019. “El fin de los reinos: diálogos entre Tiwanaku y La Aguada”. Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología 37: 43-73. https://doi.org/10.7440/antipoda37.2019.03

*Parte del artículo se basó en las investigaciones del proyecto boliviano-finlandés “Chachapuma”, dirigido por Antti Korpisaari y Jédu Sagárnaga, y financiado por la Universidad de Helsinki, Finlandia, entre 2004 y 2006. También ha sido financiado con fondos del Proyecto “Arqueología y Naturalezas Decoloniales”, de la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.

1La canción está disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=MfGITK3n9I8

2Sistema natural, o la exposición sistemática de los tres reinos de la naturaleza por medio de clases, órdenes, géneros y especie.

Recibido: 08 de Diciembre de 2018; Aprobado: 26 de Junio de 2019

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