Guantánamo para los haitianos: un limbo de pesadilla
La migración haitiana a Estados Unidos a inicios de la década de 1990 inauguró infames prácticas de parte del Gobierno estadounidense respecto a los migrantes que, aunque hoy en día se presentan como novedad y se van normalizando, no son novedosas ni mucho menos normales. Entre ellas se destacan su concentración en campamentos y la condición de que los solicitantes de asilo no se encuentren en el país al momento de hacer la petición. Estos dos requisitos fueron estrenados por el Gobierno estadounidense como respuesta a la inédita migración haitiana por mar entre 1991 y 1996: con esos miles de migrantes haitianos se inauguró la función de la Base Naval de Guantánamo como centro de detención y fue con ellos, igualmente, con quienes -en un complejo tira y afloje entre activistas, abogados, jueces y legisladores- se experimentó con desplazar a territorio “no estadounidense” la aplicación de asilo (Kahn 2019; Shemak 2011). Los actuales campamentos de ICE (Immigration and Customs Enforcement) son, entonces, parientes lejanos de ese ensayo.
El sesgo racista de estas medidas sobre los haitianos está documentado prolijamente (Charles 2016; Dayan 1995; Farmer 2003). También lo está el impacto del rol militar en el escenario grancaribeño -por ejemplo, en la multifacética y ambiciosa colección de trabajos de Puri y Putnam (2017)-. Existen, así mismo, estudios etnográficos sobre migrantes repatriados -una situación que en el periódico objeto de este estudio es constantemente mencionada- (Zacaïr 2010), que son importantes porque cartografían las múltiples dimensiones sociopolíticas del fenómeno migratorio en Haití y muestran lo complejo de sus motivaciones, aquellas que Estados Unidos cobijó como meramente económicas para así negar el asilo a la mayoría de los solicitantes de refugio político en ese momento. No obstante, lo que ocurría dentro de la Base Naval de Guantánamo terminó siendo un misterio, debido al aislamiento casi natural propiciado por su entorno y por su demarcación militar. Aun en circunstancias muy limitantes, hombres y mujeres haitianos confinados en los primeros años de esa década en la base lograron desplegar acciones para habitar temporalmente un medio inhóspito intentando plegarlo a las condiciones de su humanidad. Los números del periódico Sa k pasé, objeto de este artículo, permiten asomarse privilegiadamente al escenario cotidiano, a las acciones y sensaciones, a las tensiones entre migrantes y militares, si bien, al ser un órgano controlado y editado por la fuerza naval, ha de ser leído a contrapelo.
La Base Naval de Guantánamo tiene una historia extensa, pero en lo relacionado con su función como centro de detención, esa historia solo comienza en los años de 1980 cuando algunos cubanos llegaban hasta allí, por mar o por tierra, a través de la cortina de cactus, con el ánimo de solicitar asilo (Hansen 2011; Mason 1984). Cabe recordar que esta instalación militar fue resultado de una de las disposiciones de la Enmienda Platt, firmada por el presidente estadounidense McKinley en marzo de 1901 e inscrita en la Constitución cubana en 1902 “como condición para la retirada de los estadounidenses” (Chomsky, Carr y Smorkaloff 2003, 147)3. Mediante esta disposición, Estados Unidos se aseguraba el papel de presunto garante para con la naciente república cubana. Pero, en realidad, fue un golpe estratégico en el explosivo escenario geopolítico de la guerra hispano-estadounidense que les permitió materializar una ambición largamente acariciada: tener un asiento territorial para controlar el comercio y la política de lo que luego se llamaría la cuenca Caribe (Hansen 2011). A partir de 1903, Estados Unidos “alquiló”4 este trocito de la provincia de Guantánamo, que se convirtió en la primera base naval de Estados Unidos en el mundo.
El peculiar emplazamiento de la bahía de Guantánamo, con colinas que la aíslan de su entorno y la protegen a su vez, y la profundidad abisal que alcanza -pasa rápidamente de los 60 a los 5 760 pies cerca de sus orillas, una característica exclusiva en todo el mar Caribe que configura el llamado Paso de los Vientos, entre Haití y Cuba- la vuelven geoestratégica y apetecible. Esa profundidad, en especial, la hace propicia para el entrenamiento naval en submarinos. Esta es una de las razones que explican que la Base Naval siga activa en calidad de puesto de entrenamiento y centro de reclusión, pese a los cambios de Gobierno en Cuba y Estados Unidos y a los múltiples clamores pasados y presentes (Walicek y Adams 2017-2018) para que se le ponga fin. Desde 1991 y hasta el día de hoy, la base ha servido como “centro de operaciones migrantes secretas donde se ha retenido a personas en busca de asilo y a otros migrantes” (2017-2018, xiv). Así, por ejemplo, “entre el 2003 y el 2006, el contrato del centro estuvo a cargo de una corporación privada y [en ese periodo] entre los retenidos en las instalaciones se encontraban guyaneses, cubanos y chinos” (xiv). Todo eso sin contar con el infausto lapso posterior al 11 de septiembre de 2001, mucho más mediático, cercano en el tiempo y, por eso, creeríamos, más conocido por el público en general.
Ubicado en el extremo suroriental de Cuba, este centro de detención y de entrenamiento parecería físicamente inmediato a Haití. Sin embargo, no es por esto por lo que, entre 1991 y 1993 y luego entre 1994 y 1996, miles y miles de haitianos fueron a dar allí. No fue una acción intencional estrictamente hablando, a diferencia de lo que ocurrió antes y después con los cubanos que buscaron abiertamente llegar a la base, pues en cuanto enclave estadounidense en la isla y dada la política diferencial de Estados Unidos hacia ellos, aquello les representaba un paso casi ganado frente al ingreso al país.
¿Quiénes eran, entonces, esos haitianos y haitianas que fueron llevados a la Base Naval de Guantánamo entre 1991 y 1993 y por qué terminaron allí?
Tras los casi treinta años de autoritarismo combinado de los Duvalier -de 1957 a 1986-, clausurados con el golpe de Estado a Baby Doc, en diciembre de 1990 fue elegido en las urnas -por primera vez en la historia de la república de Haití- como nuevo presidente el sacerdote salesiano Jean Bertrand Aristide. Se posesionó en febrero de 1991 y enseguida se desató una campaña de persecución y acoso hacia él y sus seguidores, aupada por los militares locales y con ayuda estadounidense. Como consecuencia, en septiembre de 1991, apenas ocho meses después de su posesión y tras un golpe de Estado encabezado por el general Raoul Cédras, Aristide salió del país. Acorralados por la violencia, la persecución política y una muy precaria situación económica, miles de haitianos buscaron huir por mar primordialmente. Según las fuentes castrenses estadounidenses, entre el 1 de octubre de 1991 y mayo de 1992, los militares guardacostas llevaron a la Base Naval 34 000 haitianos, dentro de la llamada Operación GTMO -iniciada oficialmente ese 1 de octubre, concluida el 1 de julio de 1993 y dedicada en exclusiva a los migrantes haitianos-. En palabras de la mayor Melinda Hofstetter (1999), quien participó en esta operación, tras la partida de Aristide, “[l]a Guardia Costera de Estados Unidos estuvo rápidamente abrumada recogiendo migrantes” (8)5. El verbo recoger es bastante elocuente sobre la postura coyuntural militar, pues poco tenía esto de humanitario: no se trataba de un intento de velar por los derechos de los migrantes. En cambio, se trataba de contener y detener a estos denominados balseros o botpipol en creol.
No era la primera migración de personas de Haití a Estados Unidos ni a otras partes del Caribe y del mundo. En uno de los mejores estudios dedicados al tema, Icart (1987) trata en detalle una secuencia de migraciones de diversa magnitud y con población de distinto nivel social entre 1908 y 1980. Después de los cerca de 20 000 esclavizados o huidos que se reagruparon en la provincia de Oriente de Cuba y Estados Unidos en medio de la Revolución haitiana en el temprano siglo XIX, Icart registra una primera gran migración de braceros a Cuba y a República Dominicana en lo que llama la “trata verde” o migración azucarera entre 1908 y 1937. Luego, vendrá una segunda ola, en lo que se puede considerar una migración escolar, cuyos destinos principales fueron Europa y Estados Unidos; esta se agudizó después de 1946, cuando el Gobierno haitiano, en respuesta a una huelga de bachilleres, les otorgó becas en el exterior. En los años de 1960, la migración haitiana fue predominantemente de personas cualificadas: médicos, enfermeras, profesores, administradores, técnicos:
Entre 1959 y 1967, emigraron cada año cerca de 300 técnicos y profesionales. Entre ellos, un poco más de un tercio tenían un diploma universitario, lo que representa el segundo porcentaje más alto entre los emigrantes de diecisiete países latinoamericanos estudiados por la OEA […]. La cantidad de personas salientes de Haití pasará de 19 316 en 1963 a 53 587 en 1969. (Icart 1987, 39)
De modo que, hacia mediados de los años 1960, “el 80 % de los profesionales haitianos se encontraban en el exterior” (39). De resultas, la migración fue “una verdadera industria, y una muy floreciente” (43) por el monto de las remesas que, junto con la ayuda internacional, eran las fuentes más importantes de ingreso del país. Estos profesionales eran altamente apreciados por instituciones internacionales como la ONU, que “reclutó un número importante de expertos” (39) a los que encargó de asesorar a los Gobiernos africanos en proceso de descolonización. En los años de 1970, a raíz de convenios entre Francia y Haití, recibió incentivos la migración hacia Guayana, Guadalupe, Martinica, Saint Martin y Surinam, así como hacia Quebec, países todos de habla francesa. Igualmente, hubo otros haitianos que fueron hacia Venezuela, República Dominicana, las islas Turcos y Caicos y las Bahamas.
Para 1974 se calculaba [que vivían en las Bahamas] entre 30 000 y 40 000, en apoyo a su floreciente industria turística. El periodo duvalierista está marcado por la diversidad de destinos y por la coexistencia de prácticamente todos los tipos de migración: migraciones escolares, migraciones de relevo, migraciones por temporada, migraciones permanentes, migraciones de exilio, migraciones legales, migraciones ilegales, fuga de cerebros, “trata verde”, etcétera. (Icart 1987, 38)
Ya desde 1972, Estados Unidos es uno de los destinos importantes. En la década de 1980 se da la primera gran ola migratoria en balsas hacia Estados Unidos: 20 000 haitianos navegarían en el mar Caribe, en paralelo con los 125 000 cubanos que salían del puerto del Mariel.
A finales de 1991, viéndose entre el mar y la persecución política -cuya otra cara era la pobreza-, miles de haitianos escogieron de nuevo las aguas azarosas. A diferencia de migraciones anteriores, en las que el transporte aéreo fue importante, esta vez era el mar el medio de desplazamiento principal y masivo.
En noviembre de ese año, por orden del entonces presidente Bush, se retuvo en el barco guardacostas estadounidense Pensacola a estos migrantes “recogidos” en altamar, que buscaban asilo político, mientras se acondicionaba con tiendas de campaña el campo Bulkeley, el primero en la Base Naval para los migrantes que por alguna razón no pudieran ser mantenidos en el barco. El guardacostas se ancló junto a la base. Posteriormente, circularían otros barcos guardacostas por las aguas del Caribe en los que, con escasas garantías legales, se detenía y se procesaba expeditamente a los migrantes. Sería ese el inicio de
un nuevo régimen carcelario oceánico -un sistema de detención móvil, sobre el mar- que transformó los barcos guardacostas en campos flotantes mientras los diplomáticos trataban de identificar sitios de procesamiento potenciales en terceros países a lo largo y ancho de la región. (Kahn 2019, 88)
Se preveía que los migrantes estarían detenidos máximo un mes. Sin embargo -como apunta el mismo Kahn- “[a]tascadas las repatriaciones, los barcos guardacostas rápidamente se transformaron en prisiones flotantes gravemente sobrepobladas” (89), así que el Gobierno tuvo que empezar a transferir a los migrantes a la Base Naval. En consecuencia, a ese primer campamento se sumaron luego varios más en el año y medio que siguió: McCalla, el Campamento VII… todos precarios en cuanto campamentos, máxime considerando los términos de la obligada estadía. Campeaba la incertidumbre respecto a la solicitud de asilo, lo que implicaba una espera sin esperanza, con impacto físico y psicológico sobre los migrantes. El hacinamiento era innegable y planteaba desafíos de salud, alimentación y disposición de residuos. La división en campamentos clasificados según criterios medicalizados, como en el caso de los migrantes diagnosticados con VIH, no solo introducía terror, sino que también fracturaba los grupos de apoyo afectivo entre amigos y familiares. Estaba, además, el sofoco, el calor de las tiendas de campaña en un lugar con escasa vegetación; estaba el tedio de los largos días para los migrantes. No de poca importancia, había también una fuerte barrera lingüística -entre el inglés, de un lado, y el francés y el creol, de otro- y, como si eso fuera poco, un conjunto de percepciones que cimentaban la diferenciación cultural construida sobre vectores imaginados en torno a lo haitiano desde tiempo atrás por los estadounidenses. Entre estas ideas sobresalían la de un país violento y proclive a la dictadura -no hay que olvidar que Estados Unidos ocupó el país desde 1915 hasta 1934-, y la de un pueblo dado a las prácticas presuntamente bárbaras y sangrientas del vodou.
Los haitianos que buscaban asilo se vieron desamparados entre un conjunto de situaciones: la legislación en su desfavor que dictó Estados Unidos, pese a haber firmado el acuerdo internacional de 1961 que incluía el artículo 33 de la Convención sobre el Estatus de Refugiados; la pasividad o la connivencia de los Gobiernos vecinos ante la situación de Haití y su población; y la crisis concomitante en Cuba, que empujaba al mar a miles de balseros en el mismo momento y a quienes Estados Unidos sí daba refugio político.
Este trato diferencial era posible porque Estados Unidos se amparó en un decreto del 24 de mayo de 1992 sobre la obligatoriedad de hacer exámenes de VIH a cualquier persona -y a todo haitiano, en particular- y en una distinción sesgada tácita en la ley estadounidense entre Gobiernos de izquierda y Gobiernos autoritarios -siendo Castro un ejemplo del primero y Duvalier del segundo-, así como en la Ley de Interceptación de 1982 (Shemak 2017) que autorizaba a los guardacostas a interceptar cualquier embarcación con balseros en el Caribe, aun si no tenían como destino Estados Unidos. Esa distinción en la ley torcía la comprensión del migrante como alguien que huye de una situación de cualquier orden y la limitaba a quienes sufrían persecución política. Siendo así, solo los cubanos se veían amparados. Al ubicar a los haitianos en el espectro de quienes migran exclusivamente por razones económicas, Estados Unidos se liberaba de cumplir el acuerdo de 1951 y, a la vez, se permitía intervenir para evitar la llegada de las balsas a sus costas. En uno de los momentos críticos (mayo de 1992), Estados Unidos llegó incluso a plantar varios barcos guardacostas frente a las costas mismas de Haití para impedir que los haitianos se hicieran a la mar, en lo que -según Hansen (2011, 293)- Paul Farmer describió como “a floating Berlin Wall” erigido por el presidente Bush. Entre una medida y otra, por primera vez se convirtió la Base Naval de Guantánamo en un limbo geográfico y legal, inicialmente para los haitianos.
Un periódico para migrantes
Como un mecanismo en apariencia meramente pragmático de comunicación con los haitianos que a partir de septiembre de 1991 habían sido detenidos en Guantánamo, empieza a publicarse tres meses después, en enero de 1992, Sa k pasé (“¿Qué tal? / ¿Qué ha pasado?”), un informativo sencillo y rudimentario, diario, de escaso paginado, cuyo eslogan era “Información y noticias del día a día”. Al frente del equipo que lo edita aparece el “Dr. Stephen Brown, analista de inteligencia militar especializado en Haití”, según la descripción proporcionada por la biblioteca de Duke, que alberga el archivo del periódico. Así como del resto del personal involucrado en la producción del periódico, de él no hay huellas en el diario, donde los artículos no tienen autoría explícita. Esto es comprensible, pues lo que allí viene se trata como información práctica y no como opinión periodística. En el primer número, sin embargo, Brown da una bienvenida y explica el propósito del periódico. Hay una foto formal suya que acompaña esa presentación.
El primer número de Sa k pasé salió el 18 de enero de 1992 y el último, el 13 de marzo del mismo año, para un total de 56. Por lo regular, cada número consta de cuatro páginas y, en contadas ocasiones, cuando incluyó una traducción total del periódico al inglés, alcanzaba las cinco o máximo seis. Las secciones son fijas desde el inicio y concuerdan con las intenciones y con la función del periódico. Dado su pequeño formato (tamaño carta), el contenido de las secciones es breve. La única página cuyo formato y tipo de contenido no cambia es la última. En ella hay una miscelánea de la vida cotidiana de los campos de detenidos: información relacionada con pacientes en el hospital, horario de misa, advertencias-recomendaciones-respuestas a inquietudes de los detenidos, horario de partidos de fútbol y resultados de torneo, pautas informales de un programa de radio de la base llamado Nouvel Gaye (“Noticiario”), plegarias y oraciones, minicartelera de cine. La primera y la segunda páginas están reservadas a asuntos de migración (novedades legales, anuncios y explicaciones, noticias sobre Haití). Estas dos páginas suelen estar en inglés y, en ocasiones, incluyen algo en francés. La tercera página, denominada “Nouvel lakay” (“Noticias de Haití” / “Noticias de casa”), trae noticias del país, en correspondencia con el nombre y los destinatarios del periódico. La página cuarta, escrita siempre en creol, está sistemáticamente reservada a una miscelánea de asuntos relacionados con la vida cotidiana de los campos de detenidos.
El periódico -en el sentido de que aparece a diario- cumple unas funciones de urgencia: en el caos de un campamento con miles y miles de personas, da informes sobre migrantes hospitalizados; en el marasmo de un lugar donde pasan los días inciertos, comunica horarios para ver una película o jugar un torneo de fútbol, brinda una sopa de letras para matar el tiempo o difunde una caricatura para provocar la risa. Como todo órgano oficial, trasluce también una agenda. La de Sa k pasé se alinea cabalmente con la postura gubernamental respecto a los migrantes haitianos. Hay, por tanto, numerosas entradas donde se les conmina en inglés, en creol y en francés a regresar a Haití por voluntad propia -es decir, a desistir de su petición de asilo- o se insiste en describir una presunta calma política en el país, sustentada en excursiones oficiales estadounidenses a los pueblos de partida de los migrantes, con lo que buscan desfondar el temor de que quienes regresen pondrán en riesgo la vida. Las fuentes no militares contradicen la existencia de tales garantías y, más bien, dan cuenta de que a menudo, para muchos migrantes, el regreso a Haití entraña la muerte (Hansen 2011). En todo caso, este retorno representaba una clara violación del artículo 33 de la Convención sobre el Estatus de Refugiados, según el cual estos “no pueden ser repatriados si regresar a su país de origen pone en riesgo su vida” (Shemak 2017, 346).
Un archivo sobre migraciones marítimas contemporáneas
La historia de la Base Naval de Guantánamo posterior al 11 de septiembre de 2001 ha vuelto imposible negar las múltiples formas de violencia que recorren y constituyen ese sitio de detención y confinamiento: la violencia física como tortura, como vacío legal, como prisión indefinida. Sin embargo, porque Guantánamo está constituido precisamente como un limbo geográfico, militar y político, esa violencia múltiple está sometida a borraduras, olvidos y negaciones en un maremágnum de esquemas legales rápidamente cambiantes (Kahn 2019). Como lo dicen Walicek y Adams (2017-2018) en un reciente y necesario número en torno a la Base Naval y las humanidades:
La mayoría de los lectores saben que la base naval estadounidense en la bahía de Guantánamo es controvertida por sus lazos con varias formas de violencia, pero la información que da cuenta detallada de esa violencia es a menudo vaga e incluso los recuentos generales de violaciones pasadas a los derechos humanos están sujetos a agresivas fuerzas de borradura. (xiii)
Ahora, en la medida en que los haitianos fueron el laboratorio de ensayo estadounidense para el tratamiento de los migrantes y otros detenidos en la Base Naval -así como en otros centros y modelos de detención migratoria hasta hoy en Estados Unidos, en la frontera, en Puerto Rico e incluso en otros países-, estas “agresivas fuerzas de borradura” son aún más notorias por varias razones. La primera es el hecho de que estos miles de migrantes eran creolófonos; es decir, su palabra se perdía, tenía menos posibilidades de ser registrada oficialmente por sus vigilantes y llegarnos hasta hoy. La segunda razón es que estuvieron incomunicados y solo posteriormente algunos se hicieron vocales; fueron otros haitianos ya residentes en Miami o en Nueva York, por ejemplo, y algunos estadounidenses sensibles al tema quienes en marchas, juicios en las cortes y luchas por modificar la política migratoria podían hablar por ellos en inglés para una audiencia anglófona (Kahn 2019). La tercera es que muchos eran migrantes de raigambre campesina, rural (Richman 2018). La borradura central, sin embargo, tiene que ver con el lugar “racial” que los haitianos han ocupado en la imaginación estadounidense (Dash 1997; Hurbon 1995). Como resultado, lo ocurrido en esos campamentos durante ese año salió de la base sumamente tamizado, contado luego si acaso como testimonio.
Este es uno de los intereses que ofrece el periódico Sa k pasé: que nos permite asistir con cierto grado de inmediatez al desarrollo de hechos, a represiones y acomodos de parte de los migrantes detenidos, si bien trasvasado por la mirada estadounidense y la voz militar. En otras palabras, el seguimiento “noticioso” del periódico a preguntas, inquietudes y reacciones de los detenidos proporciona una puerta condensada a la intimidad colectiva vivida por los haitianos en ese momento en la base.
Es de resaltar que una fuente “periodística” de este tipo es escasa entre los escenarios para el análisis y reflexión sobre las migraciones en general y, en particular, es inédita para el caso que nos ocupa. El periódico ha sido puesto al público recientemente como parte del rico archivo documental y fotográfico The Caribbean Sea Migration Collection (1959-2014), del departamento de bibliotecas de la Universidad de Duke, algunos de cuyos materiales están en línea a disposición del público general (https://archives.lib.duke.edu/catalog/caribbeansea). Las posibilidades de análisis y perspectivas que ofrece este archivo -y, en el caso de este artículo, las que brinda el periódico Sa k pasé para entender esta migración en concreto, sola o en contraste con la migración cubana del mismo periodo, entre otros temas- son sumamente ricas y están a la espera de más investigaciones. Por lo extraordinario de esta colección, me permito traducir la descripción del contenido, provista por la biblioteca en su portal:
Materiales de (o relacionados con) la migración por mar de cubanos, dominicanos y haitianos, incluyendo el campamento de refugiados para balseros cubanos y haitianos que existió en la bahía de Guantánamo, Cuba, principalmente correspondientes al lapso entre 1991-1996. La colección incluye periódicos del campamento y arte creados por refugiados […]; materiales de la guarda costera estadounidense y otras fuentes militares, como periódicos escritos en creol haitiano, fotocopias de reglas de campamento y procedimientos de registro de refugiados, y una transcripción de un video introductorio mostrado a los refugiados a su llegada a los campamentos; revistas y cubrimiento mediático de la situación de los refugiados, incluyendo algún material sobre Elián González; fotografías y diapositivas de refugiados, personal guardacostas y condiciones en los campamentos en Cuba. Incluye refugiados llegando a Miami, al igual que fotografías del trabajo del Programa de Servicios y Asistencia al Refugiado en Guantánamo, de Miami, y en los campamentos de la bahía de Guantánamo. (Duke University 2021)
Lo que Sa k pasé nos ofrece, entonces, es un murmullo colectivo, un hervidero de emociones en choque, la confrontación desigual entre estadounidenses y haitianos cautivos, a veces choques de género, que son inaudibles de otro modo. En vista de la naturaleza y las condiciones de la detención, el sentimiento que prima es el del pavor, entendido como un “miedo intenso relacionado con la aparición de lo imprevisto o de lo peligroso” (Marina y López 2001, 123). Comprendo como una forma de violencia la producción de ese sentimiento.
Es oportuno enfatizar que, aunque el pavor es tal vez la vivencia consuetudinaria más fácilmente asociable a la migración -especialmente de poblaciones empobrecidas que tienen que enfrentar la incertidumbre en el lugar de salida, en el lugar de llegada y durante travesías azarosas-, lo que busco espulgándolo y concentrando su ocurrencia en torno a los cuerpos es resaltar los contornos más propios o específicos de la vivencia de aquellos haitianos en esta particular coyuntura de la ola migratoria pos-Aristide. De esta vivencia, ha sido la literatura la que mejor cuenta ha dado, en virtud de su capacidad de llevarnos a terrenos de penumbra y del hecho de que escritoras y escritores haitianos intervienen en la esfera del debate migratorio desde el ángulo creativo con muchísima fuerza. El caso representativo puede ser el de Edwidge Danticat, pero una obra de teatro como DPM Kanntè (“Directo a Miami”), escrita por Jan Mapou -fundador de la emblemática librería haitiana Mapou, situada en el corazón de la Pequeña Haití en Miami-, es igual de potente, aunque sea poco conocida fuera del ámbito creolófono, pues aún no está traducida. Sa k pasé nos brinda una muestra fehaciente de esa zona borrosa, turbia, por haberse producido in situ, al calor de los acontecimientos y, quizás también, por provenir del agente dominante en la situación.
Los cuerpos
La voz de los migrantes está tamizada en este periódico. Está encapsulada en las respuestas, mandatos y exhortaciones que produce la voz editorial militar que se dirige a ellos. Es lógico, por tanto, que en el periódico sea frecuente el uso del ustedes/usted y, en algunas ocasiones, de la palabra migrante en sí. En ese sentido, la singularidad de cada viajero parece perderse en la masa homogénea, anónima, amorfa de ese plural: migrantes. Aunque no sea de utilidad analítica ni acaso histórica, la aparición de nombres concretos en la cuarta página de cada número, esa lista de personas que entraron o salieron del hospital, de personas enviadas al campamento de los considerados “problemáticos”, consigna una presencia corporal constante. Para nada vaporosa, esa presencia es, sin embargo, ya una huella escrita y, en este sentido, aunque los migrantes no sean cosa de ficción en la Base Naval, en el periódico adquieren una consistencia de actantes que se deja leer en términos de constructo temporo-espacial narrativo. Paradójicamente, entonces, lo que queda es esa voz potente agazapada fantasmagóricamente bajo la palabra oficial, las quejas y los temores, la oposición que el periódico no transmitirá como noticia, pero que está ahí. Con las personas visibles en las fotos ocurrirá justo lo contrario: en tanto que no hay pies de foto ni nombres de los hombres y mujeres fotografiados, pierden un poco de su histórica concreta y se vuelven contenedores de la palabra migrante, cuerpos icónicos, sin especificidad, alegorías de la noción.
Abstractos y sin embargo carnales, los cuerpos de los migrantes son el escenario de una fuerte contienda. Los detenidos no viven su confinamiento pasivamente. Su protesta no es solo en forma de manifestaciones; es cotidiana. Y muy ambigua, al punto de no parecerlo. Está totalmente localizada en lo único que tienen: su propio cuerpo; en tal sentido, este migrante es una cierta encarnación extraña, forzada, del proteico migrante desnudo glissantiano: despojado de todo, metido en un entorno hostil a su lengua y a su historia (Glissant 2002). En los campamentos de la Base Naval, hay huelgas de hambre, uno de los mecanismos puestos en marcha por los prisioneros in situ mientras los abogados y defensores de la causa luchaban en las cortes estadounidenses para rectificar el desafuero de que eran víctimas en lo legal. Esta forma de arriesgar la integridad corporal como mecanismo político ya había sido usada por los haitianos migrantes retenidos en los centros de detención estadounidenses en 1980 (Icart 1987) en lo que Velásquez-Putts (2019) denomina atinadamente como una protesta encarnada.
En el Sa k pasé no se habla de las huelgas de hambre que los migrantes mismos están haciendo en los campamentos, pero sí de la realizada por la bailarina Katherine Dunham en Estados Unidos: “Una bailarina de 82 años de edad hace huelga de hambre en pro de Haití”. En el número 42 del 28 de febrero de 1992, en la página 2, viene la noticia en creol con este titular. Se describe que ella está en condiciones graves, pero controladas, en un hospital de Miami, y que aunque varias personas le han pedido que suspenda la huelga, ella ha insistido. Según la noticia -y traduzco-: “De 82 años, Katherine Dunham decide jugar con la muerte para demostrar el sufrimiento de Haití, el país más pobre del continente”. El encuadre despectivo (“decide jugar con la muerte”) y la ridiculización de la edad de la bailarina (como si dijera “¡Huelga de hambre a los 82!”) no importan tanto como la frase trillada (“Haití, el país más pobre del continente”), que en este contexto no lo es tanto porque uno de los escudos para no otorgar el asilo a los haitianos era la afirmación de que se trataba de refugiados económicos, no políticos; que no huían de un país que vivía las sacudidas de un larguísimo régimen ayudado por Estados Unidos, sino que huían de la pobreza. Citando el amor de la bailarina por Haití -como dice el titular en inglés: “82-year old dancer on hunger strike cites love of Haiti” (3)-, la noticia borronea la huelga que se está llevando a cabo en la Base Naval y el hecho de que Dunham no está haciendo huelga por un Haití abstracto, sino por varios miles de haitianos detenidos en ese momento en la base misma. Quizás los haitianos en los campamentos no supieran quién era esa “una bailarina”, presentada como una persona cualquiera del común. Pero en Estados Unidos este nombre sí que acarreaba una serie de connotaciones asociadas a la reivindicación afro. Gracias a Katherine Durham nació la primera compañía de bailarines afro en Estados Unidos en la década de 1940. Su investigación como antropóloga, bailarina y coreógrafa tenía lazos estrechos con el Caribe. De hecho, sus relaciones con Haití tenían historia, si juzgamos el hecho de que en 1953 quien fuera su secretaria personal, Maya Deren, publicaba Divine Horsemen, uno de los libros más fértiles para la comprensión de las prácticas del vodou haitiano hasta el día de hoy.
Además de la huelga de hambre, en la Base Naval y en los barcos en que los haitianos eran repatriados, la protesta no escaseó: en ese caso, hubo por ejemplo quien saltó del guardacostas al mar, prefiriendo las olas y los tiburones que regresar a Haití. Esto, en el periódico, se recoge bajo la noción de problema y se va aglutinando y confinando también en el “Campamento 7”. En la página 4 del Sa k pasé aparece con regularidad alguna alusión a ese campamento. En los últimos números se llama solamente “Dossier Camp VII”. Aquí el periódico pierde su función informativa -si verdaderamente la tenía-, pues no hay nombres de quienes son enviados allí, como sí los hay para el caso de los pacientes hospitalizados, por ejemplo. En los últimos números, hay amenazas que vinculan ser enviado a ese campamento con la imposibilidad de aplicar a una visa estadounidense y obtenerla.
En general y con mayor potencia, se filtra en el Sa k pasé el pavor de los prisioneros a los estadounidenses, no por la fuerza que puedan ejercer sobre sus cuerpos, por el confinamiento, el control del movimiento y demás, sino principalmente por los efectos de su tecnología, por lo que puedan hacerle subrepticiamente al cuerpo sin que uno mismo lo sepa o lo perciba. Ya en el primer número de Sa k pasé esto está presente. En la página 4 tenemos un texto corto que es una respuesta. Con el titular “Likid pou touyé bet” (“Líquido para matar bichos”), la noticia reza:
Hay un montón de gente que nos ha preguntado por qué el helicóptero equipado rocía líquido por todo el campamento. No hay ninguna razón para preocuparse: el líquido ese no hace daño a las personas. Lo utilizamos simplemente para controlar los bichos. El líquido mata los insectos y acaba con la enfermedad que los bichos transmiten. Si se fijan, no hacemos nada diferente cuando rociamos el líquido. Hacemos todo lo posible para mejorar su vida mientras están aquí. El líquido que rociamos es una cosa muy buena y seguiremos rociando ocasionalmente mientras ustedes estén aquí. (Sa k pasé 1992, 4)
Este mensaje reaparece con variaciones pocas en los números 4 (“Pestisid pour tchictchiorit” / “Pesticida contra los murciélagos”), 5, 6 y 7.
Aunque en la redacción del periódico dé la impresión de ser un temor pueril, algunos antecedentes se ponen del lado de los haitianos para sustentar este miedo como algo fundado. Los largos años de invasión estadounidense dejaron muchísima tela que cortar en este terreno en las historias populares en Haití. Pero para ceñirnos estrictamente a lo relativo a migrantes, vale volver a Icart (1987), quien detalla lo ocurrido en cinco centros de detención con 168 haitianos migrantes, todos hombres, durante la migración de los años 1980 a Estados Unidos, quienes presentaron ginecomastia. Si bien los afectados interpusieron demandas mediante sus abogados, el crecimiento mamario fue explicado por los centros de detención como un efecto colateral del estrés o tal vez del cambio de alimentación, desestimando así los temores de los haitianos a ser objeto de alguna manipulación médico-química subrepticia. Esto, por fantástico que suene, podía ser enlazado con antecedentes como el negocio de venta de sangre en forma de plasma que la compañía de propiedad estadounidense Hemo-Caribbean tuvo en Puerto Príncipe alrededor de los años de 1970 y que exportaba al mes entre 5 000 y 6 000 litros de sangre vendida por haitianos (Dayan 1995, 810).
En los números sucesivos, la reiteración de la explicación sobre el helicóptero y sus aspersiones no deja lugar a dudas respecto a la preocupación que sembraba esta fumigación entre los haitianos en los campamentos: el rumor seguía; la respuesta tranquilizadora reaparecía. En un par de inquietudes recogidas por el periódico, a las que se responde con las sucesivas explicaciones sobre el helicóptero, los detenidos se muestran inquietos respecto a los posibles efectos esterilizantes de esa fumigación. El mensaje de la cita anterior, con su tono amigable, busca compensar ese temor tanto como una imagen con un pie de foto algo burlón, publicada en uno de los números de marzo. Son contrapuntos a estos primeros momentos. En la fotografía se compara al helicóptero con un insecto: “Quiero sentir ese insecto” (podemos refinar: “Quiero sentir la picadura de ese insecto”), una asociación entre el helicóptero y el zancudo, imposible y de honda connotación colonial (Burke 2002), en la cual la tecnología militar y la tecnología médica siembran sospecha y terror y la respuesta colonial-militar intenta proyectar esos miedos como ingenuos: “El insecticida ese no es un veneno ni mata a las personas”, insiste la edición 4 (21 de enero de 1992) -dos veces en la misma página con información diferente- y la 5 (22 de enero de 1992).
La inquietud de los migrantes con estas fumigaciones obliga a los editores a declarar, igualmente, que estas no son una forma de asperjar el virus del VIH. La serie importante de textos dedicados en el periódico a explicar los mecanismos de contagio vibra sobre esos cuestionamientos, tanto como sobre el hecho de que hubiera un campamento para personas diagnosticadas con el virus. Este pavor a la manipulación biomédica era fundado, pues para el caso de las mujeres, por ejemplo, hubo tratamientos anticonceptivos forzados (Farmer 2003; Paik 2013). Otro escenario de este pavor a ser manipulado corporalmente, a ver invadido el cuerpo, se trasluce en las explicaciones sobre la vacuna del tétanos (“Pikur Tètanòs”), que también es proporcionada en el periódico con el mismo tono didáctico y tranquilizador:
Si se cortó con la cuchilla de afeitar o con cualquier objeto filudo en la zona del campamento, debe ir por ayuda a la carpa médica. Esa herida, si no es tratada por un doctor, puede podrirse y puede ocasionarle la enfermedad llamada tétanos. Un medio fácil de reconocer el tétanos es que la mandíbula no funciona. […]. El doctor le da un remedio para tratar la enfermedad de tétanos. […] En el periódico siguiente les enseñaremos las ventajas de la medicina. (Sa k pasé, 6, 23 de enero de 1992)
Fuente: Sa k pasé, 54, 11 de marzo de 1992, 2. The Caribbean Sea Migration Collection, David M. Rubenstein Rare Book & Manuscript Library, Duke University.
La noción de balsero -que se asume como un hecho para el caso cubano y que se ha difundido sin cuestionamiento en películas con ese nombre y en documentales respecto a los migrantes de la crisis del 94- precisa ser cuestionada, aunque en creol exista el botpipol, equivalente al boat people. En lugar del botpipol, los teóricos de la migración haitiana y los activistas del momento recurrieron a la noción de migrante, y se decantaron finalmente por la de prisioneros, pues técnicamente lo fueron. Detenidos (detainees) es apenas un tecnicismo militar convencional.
La razón de esta reticencia al botpipol hay que encontrarla en un intento por defender alguna forma de humanidad de quienes migran. El problema con esas nociones popularizadas es que deshumanizan a los migrantes hombres, mujeres, infantes. Yendo un poco más lejos en esta búsqueda conceptual, Jerry Philogene (2015) articula la compleja noción de dead citizen, el muerto ciudadano. En el contexto de su artículo, dedicado a repensar los modos de representación de los haitianos en la prensa y la industria audiovisual estadounidense a lo largo del tiempo como una serie de aberraciones, anormalidades y excentricidades que “refuerzan la no-humanidad de los haitianos” (105), esta noción es contrastada con la de ciudadano muerto. El muerto ciudadano podría evocar al zombi, al muerto-viviente, esa noción tan estrechamente vinculada a la historia cultural haitiana y que debe gran parte de su espectacularidad precisamente a la invención estadounidense (Hurbon 1995). Salvo que, a diferencia del muerto, ella está tematizando la representación de gente viviendo-en-la-muerte social: gente que ha sido “borrada, cancelada, pero a diferencia del zombi, tiene voluntad y agencia” (103). Aunque la noción de cuerpo esté bajo escrutinio (¿hablamos de algo físico solamente?, ¿solo matérico?, ¿heredero de visiones ilustradas?, ¿recortado de su entorno?) en una situación coyuntural donde se masifica la existencia, concentrar el esfuerzo interpretativo sobre una unidad de registro legal (migrante x, en la bitácora del guardacostas), una singularidad -así sea ficcional- (un nombre, un rostro, en un espacio y un tiempo), es útil para señalar fuerzas de oposición y resistencia, de “protesta encarnada”, al tratamiento militar dado a los detenidos, migrantes, en la Base Naval.
En clave pictórica, una foto como la de la figura 2 vibra sobre el pavor, precisamente por la proliferación de los cuerpos tanto como por la uniformidad de las vestiduras, ambas productoras de una masa indistinta, de un solo cuerpo imposible.
Fuente: The Sea is History, The Caribbean Sea Migration Collection, David M. Rubenstein Rare Book & Manuscript Library, Duke University.
Hay que recordar que, una vez aprehendidos, los haitianos eran despojados de todo lo que llevaran encima. El testimonio de Yolande Jean, una de las detenidas, es elocuente: “Quemaban toda nuestra ropa, todo lo que tuviéramos, el bote, nuestro equipaje, todos los documentos que lleváramos”, sin explicación (Farmer 2003, 224). “Solo empezaron a llevarse nuestras pertenencias, y lo siguiente que supimos fue que el bote estaba en llamas. Fotos, documentos. Si no tenías bolsillos para guardar tus documentos, los perdías” (224). Entraban al campamento, entonces, metafóricamente desnudados. Y a veces podían decirte que tu cuerpo no era tu cuerpo familiar. El caso más extremo de expropiación del cuerpo propio fue el que se justificó con las pruebas de sangre exigidas para detección de VIH y la aplicación de medicinas y anticonceptivos forzados. Quienes dieron positivo para VIH -a veces sin saberlo desde antes y, en ocasiones, desconfiando del diagnóstico- fueron reunidos en un solo campamento. Esta medicalización de los migrantes y su aislamiento doble -como migrantes y luego como migrantes con VIH- hace parte de la lógica de lo que la maravillosa Joan Dayan (1995) ha denominado la fábula de la sangre, parte central de los “rituales de exclusión inventados para los haitianos por el Departamento de Estado” (807).
La otra cara de esta deshumanización toca al apresamiento. A diferencia de lo que ocurría y ocurrió con los migrantes cubanos después de septiembre de 1993, los haitianos no tenían un gran margen de movimiento dentro de la Base Naval. Su confinamiento era visualmente innegable. Era imposible acercarse al mar, por ejemplo. El alambre de púas es omnipresente en recuentos y en material visual (ver el excelente trabajo de Paravisini-Gebert y Kelehan 2008).
Entre el material gráfico incluido en Sa k pasé -y en las fotos disponibles en los archivos militares (figuras 3, 4 y 5)- hay pocas imágenes donde, en las vistas panorámicas de los haitianos, no sean perceptibles los alambrados -vale subrayar que no es así en el caso de los cubanos-. Se incluyen en Sa k pasé varios dibujos hechos por personas del campamento. En la edición 30 del 16 de febrero se incluye este dibujo (figura 3) de un tocayo de Aristide, a quien le publican otras ilustraciones en distintos números del periódico:
Fuente: Sa k pasé, 30, 16 de febrero de 1992, 3. The Caribbean Sea Migration Collection, David M. Rubenstein Rare Book & Manuscript Library, Duke University.
Pero incluso cuando quiere parecer más festivo, como cuando promociona la lectura del mismo periódico entre los detenidos, los alambrados son inevitables. En la figura 4, el relajamiento de los cuerpos, en pose para la foto, no logra eliminar la presencia ominosa de los alambres de púas.
Fuente: Sa k pasé, 54, 11 de marzo de 1992, 2. The Caribbean Sea Migration Collection, David M. Rubenstein Rare Book & Manuscript Library, Duke University.
En la figura 5 (escena de las protestas del campamento McCalla ya aludidas), esta tensión entre el cuerpo de metal y la carne se deja sentir con suma potencia por la proximidad de los cuerpos entre sí y por la paradoja visual de que los alambres -casi puro espacio negativo- tengan el poder de retener a una masa de cuerpos masculinos en clara actitud de protesta.
¿Por dónde o cómo se evaden de estos alambres y de la rutina del campamento acompasada por la vigilancia?
Woods, teniente a cargo de uno de los campamentos que tuvo en un momento unas 3 000 personas, escribió un informe donde detalla la rutina diaria:
Cada mañana aproximadamente a las tres de la madrugada, el personal de Asuntos Civiles del campamento acompañaba a 20-30 migrantes cocineros a las áreas de cocción justo afuera del perímetro del campamento. […] A las 6 a. m. el líder del campamento (elegido por haitianos), denominado por sus electores como “general del campamento”, daba un saludo matinal por los altoparlantes del campamento e informaba a los líderes subordinados del campamento los detalles de trabajo del día. Los generales del campamento eran líderes haitianos mayores a menudo seleccionados por consenso general de los migrantes; cada uno era responsable de un campamento. […] El desayuno se servía de 7 a 8 a. m. Los soldados de Asuntos Civiles organizaban grandes paracaídas de mercancía colgados de astas de banderas y amarrados en las esquinas, para hacer áreas de comida sombreadas. (Woods 1993, 39) A eso de las 3 de la tarde un anuncio por altavoz que llegaba a todo el campamento indicaba el inicio de la cena. La comida de la tarde generalmente consistía en arroz y fríjoles, junto con carne desmechada, pollo o pasta con carne. (Woods 1993, 40)
En este confinamiento, donde las actividades más sencillas -como un partido de fútbol- están pensadas para mantener “una calma básica” (Woods 1993, 40), en medio del calor abrasador, la enfermedad y la comida repetitiva -y en ocasiones dañada-, el agua entra en escena como una vía de escape, como una mediadora para recuperar algo de esa humanidad negada.
Retrocedamos un instante hasta el alambrado. Hablando de la carpa donde se recluyó a las personas diagnosticadas con VIH o a sus familiares (el campamento Bulkeley), la misma Yolande Jean, una de las mujeres allí detenidas y vocera radical contra el tratamiento recibido por los prisioneros, que además fue puesta en confinamiento solitario durante semanas, dio este testimonio:
Era un espacio acordonado por alambre de púas. Donde te pusieran, ahí tenías que quedarte; no había espacio para moverse. Las letrinas estaban desbordadas. Nunca había agua fresca para beber, para humedecerte los labios. Solo había agua en una cisterna, hirviendo bajo el sol ardiente. Cuando la bebías, te daba diarrea… Las ratas corrían sobre nosotros por las noches… […] Les habíamos estado pidiendo que removieran el alambre de púas; los niños jugaban por ahí, se caían y se hacían daño con el alambre. La comida que nos servían, incluyendo el pollo en lata, tenía gusanos. Y aun así insistían en que nos la comiéramos. Porque no tenías elección. Y fue por esas razones que empezamos a hacer protestas pacíficas. (Farmer 2003, 229)
Sostengo que las estrategias empleadas por los migrantes para recuperar-se a sí mismos, de modo individual como persona y de modo colectivo como haitianos, tienen marcas de género. En el Sa k pasé aparecen fotografías de algunos hombres leyendo el periódico; hay también caricaturas de puño de algunos. Hay pocas mujeres en esas fotografías. En la descripción que hace Woods de la rutina diaria, se deja entrever que podía haber mujeres liderando algunas tareas diarias. Y, por testimonios como el de Yolande Jean, sabemos que fueron activas en las protestas. Esa manifestación en particular fue duramente reprimida y la misma Jean dudó poder salir con vida de Guantánamo.
Los resultados materiales a posteriori de las luchas tienen la consistencia del pasado. Sin embargo, me interesa concluir este artículo con una reflexión sobre las posibilidades de evasión mínima, cotidiana, articulada a la fisicalidad del cuerpo, a mantener la vida. Además de la protesta, en los últimos números de Sa k pasé podemos entrever uno de esos escenarios donde con nitidez, a mi juicio, se recupera de modo descomunal -aun guardando las proporciones de lo posible en las condiciones hasta aquí ilustradas de los campamentos de la Base Naval- un poco de esa vida del cuerpo a secas.
Esto ocurre por la vía del agua. El uso que los detenidos le dieron a este elemento en los campamentos planteó problemas técnicos -de encharcamiento, por ejemplo- que obligaron a la realización de obras y produjeron una constante preocupación de los militares por implementar pedagogías para controlar y disciplinar su uso. Woods (1993) lo recalca en su informe:
El personal de Asuntos Civiles también se movía por los campamentos, deteniéndose en las carpas para calibrar los ánimos de los migrantes, incentivar una mejor higiene y prácticas adecuadas de uso del agua y ayudar a los migrantes en la resolución de conflictos. Este contacto también ayudaba a reducir la posibilidad de cualquier intimidación causada por la presencia de soldados uniformados. (40)
En Sa k pasé se leen de continuo persistentes recomendaciones al respecto, con indicaciones sobre cómo usar las bañeras y las letrinas portátiles. Pero sobre todo, hay una insistencia categórica en no usar el agua para lavar la ropa y, en cambio, utilizar la pequeña dotación de lavadoras y secadoras de ropa de los campamentos. Como para subrayar la admonición y no dejar espacio a que no se entienda el mensaje, el periódico ilustra la situación en su edición 27 del 13 de febrero de 1992, en la página 1, con dos fotografías (figura 6 y 7).
Fuente: Sa k pasé, 27, 13 de febrero de 1992, 1. The Caribbean Sea Migration Collection, David M. Rubenstein Rare Book & Manuscript Library, Duke University.
La explicación de Reynolds sobre por qué los detenidos se empeñaban en usar el agua de ese modo inesperado recae en la visión de una Haití precaria y premoderna, antihigiénica incluso -como en la cita previa de Woods-. Citando los documentos de un mayor al frente del campo, Reynolds (2003) sostiene lo siguiente:
El agua -su origen y su disposición final- fue una preocupación central para los ingenieros de marina de la operación GTMO. La mayoría de los migrantes haitianos nunca habían tenido tal acceso gratuito a agua limpia y potable. Se bañaban en ella, lavaban la ropa con ella y la bebían -24 horas al día-. Esto creó un desafío sobre el control del vertido, del agua “gris” residuo de jabón y de tierra. Los ingenieros celebraron la llegada de una zanjadora que posibilitaba cavar rápidamente cunetas de drenaje al pie de una loma empinada, que era el perímetro occidental del campamento McCalla. Desde ahí, el agua escurría hacia la bahía de Guantánamo. Una planta de purificación por ósmosis reversa, de fabricación israelí, producía toda el agua para Guantánamo. La capacidad de la planta era suficiente para la cantidad relativamente pequeña de migrantes de la Operación GTMO. Racionar el agua nunca fue necesario en 1991, pero se haría crítico unos años después. (18)6
Incluso, sin desconocer la realidad de los desafíos que Reynolds señala, su asunción de que el uso del agua por parte de hombres y mujeres haitianos respondía a que nunca antes habían tenido tanta agua limpia a su disposición es un supuesto curioso, cuando menos, si pensamos en que muchos de estos migrantes eran de raigambre campesina y que, aun en una tierra algo árida, los ríos fluyen.
Creo que podemos contraponer a esta mirada de los militares la que nos propone Yolande Jean y, en ese contexto, es sensata otra lectura. Es otra la razón de ser de algunos de los usos del agua por parte de los haitianos y haitianas prisioneros en la Base Naval. Podemos entender ese uso del agua como uno de los pocos momentos en que refrescarse y sentirse limpio es una manera de sentirse y reivindicarse como cuerpo: humano, vivo y autónomo. Podemos compartir el sentimiento de comunidad que se crea en una acción de lavada colectiva, como lo atisbamos en la figura 6 en la imagen del periódico Sa k pasé. Esto contrasta con una visión moderna concentrada en el uso de ciertas tecnologías y organizada en torno a nociones no necesariamente de limpieza, sino de higiene. Por su parte, la espléndida foto de la figura 7 nos lleva más allá, al materializar, con suma nitidez, formas de descomponer el paisaje herido por el alambre de púas; formas de reapropiarlo y de intervenir el paisaje carcelario del campamento, el propio cuerpo encarcelado y maltrecho, con una evocación del tendedero de ropa familiar, con la modificación de un horizonte perpetuamente alambrado, incluso con el respiro y la calma momentánea que puede producir el rumor de la tela que detiene el viento.
Fuente: Sa k pasé, 27, 13 de febrero de 1992, 1. The Caribbean Sea Migration Collection, David M. Rubenstein Rare Book & Manuscript Library, Duke University.
Estas imágenes de las mujeres en particular no escapan a la relación de poder que la fotografía como documento contiene, pues sabemos que “como objetos socialmente construidos, las fotografías revelan la vulnerabilidad de quien está siendo fotografiado y el dominio de quien toma la foto” (Philogene 2015, 112). Esto es tanto más cierto en cuanto que toda fotografía de los migrantes en el campamento cumple -aunque no se declare- una función de documentación militar. La Base Naval contaba, de hecho, con un departamento de documentación visual, encargado de las fotografías de rescates, entre otras cosas. Esa función documentalista, archivística y de control potencial fluctúa entre los usos de la fotografía científica decimonónica -como prueba de una degeneración de grupos etnizados- y la crónica visual de los viajeros -distante culturalmente y llena de extrañeza-. Ciertamente, sobre lo que está fotografiado reverberan las metáforas que Estados Unidos ha construido sobre Haití: narran la extrañeza de un mundo visto por estadounidenses. Pero también, así como esas sábanas que recubren los alambres, despliegan visualmente un espacio metafórico de veladura y escape.
Conclusión
En la mejor tradición de los usos destinados a las islas en el mundo imperial caribeño, la Base Naval de Guantánamo -pero en el siglo XX, en la coyuntura de 1991- sirvió para poner a los haitianos “más allá del alcance de cualquier ley” (Hansen 2011, 299). Sirvió como isla prisión y como leprocomio -esta vez para pacientes con VIH y para personas vistas en el imaginario estadounidense como manchadas (Dayan 1995)-. En el año 2003, dirigiéndose a la Asociación de Estudios Americanos, la historiadora Amy Kaplan advertía de los futuros que vaticinaba este centro de detención:
corremos el riesgo de que esta colonia flotante [el centro de detención de la Base Naval de Guantánamo] se vuelva la norma antes que una anomalía, que seguridad nacional dependa cada vez más de hacer proliferar estos espacios móviles, ambiguos entre lo doméstico y lo extranjero. (Citada en Walicek y Adams 2017-2018, xvi)
La actualidad de la frontera mexicana con Estados Unidos (los circuitos de ACE, las concentraciones de migrantes haitianos en Michoacán, los puertos atiborrados de migrantes a la espera) es suficientemente elocuente respecto a esa previsión.
He propuesto algunos momentos donde es posible deshilvanar las sospechas, inquietudes y desobediencias de haitianos detenidos en la Base Naval de Guantánamo en 1992, desprendiéndolas de la voz oficial militar que produjo el periódico Sa k pasé. Cuando esa voz insiste en dar certezas, tranquilizar y llamar al orden, es porque debajo suyo hay rumores, castigos y prácticas de rebeldía. La inquietud que ha guiado este texto ha sido cómo el cuerpo abstracto en que se convierten los migrantes hombres y mujeres adquiere alguna concreción, en cierto modo apenas narrativa, en un espacio en contienda (ordenado/caótico) que es principalmente su propio cuerpo, el escenario de toda violencia. Si bien la noción de cuerpo (humano) va perdiendo su relevancia analítica en un contexto teórico poshumanista y hablar de cuerpo-casa -o de migrante desnudo, para los mismos fines- ya parece un anacronismo, la potencia de la noción de muerto ciudadano -de migrante silenciado pero no mudo, para nuestro caso- invita a mantener abierta la puerta para lecturas en clave etnográfica y quizás narrativa de contextos tan elusivos como la vida cotidiana de miles y miles de migrantes por mar o por tierra, incomunicados y, aún hoy, en otras aguas. Una fuente como este periódico destinado a migrantes, de parte de quienes los tienen confinados, es de una riqueza incomparable en este sentido. Para el caso de los haitianos y de esta migración en particular, es invaluable, en cuanto el despliegue político y periodístico que cubrió la crisis de los balseros cubanos fue tan potente que opacó esta otra.
En el Gran Caribe no solo han migrado masivamente los cubanos y los haitianos; este ha sido básicamente un escenario migratorio. Está lejos de ser una realidad que el derecho a la vida de quienes migran -o lo intentan- valga por sobre las fronteras nacionales que los atajan y, como en meses pasados ocurrió con migrantes venezolanos que intentaban llegar a la isla de Trinidad, ocasionan su muerte. Los testimonios tácitos de la sobrevivencia pueden ser lecciones camino a resistir la proliferación de esos sistemas móviles carcelarios cada vez más comunes, para hombres y mujeres que dejan su hogar y se llevan solo a sí mismos a cuestas, afrontan la dureza de los caminos, lo insondable de las aguas y las puertas cerradas de la casa nacional.