Preludio
Desde hace tres años, Álvaro Hoppe y yo, Francisca Márquez, investigamos las ruinas y escombros en ciudades latinoamericanas. Investigamos las ruinas prehispánicas bajo los sitios arqueológicos, las ruinas oligarcas, las ruinas industriales y las ruinas dejadas por la violencia política. Los primeros días de la primavera de octubre del 2019, nos encontrábamos fotografiando la vegetación ruderal que brotaba espontánea e irreverente en las ruinas de Santiago. En eso estábamos, haciendo herbarios, fotografías y registros etnográficos, cuando la ciudad comenzó a poblarse de gritos y sonidos que como tambores de guerra saturaban el aire. Esa noche del 18 de octubre, estallaba el descontento social en todo Chile.
La mañana del día siguiente, mientras recorríamos la gran Alameda, eje que organiza el centro histórico de la ciudad de Santiago, nos encontramos con un muro en el que se leía: “Gracias Ecuador por inspirarnos” . No quedaba duda de que la fuerza del movimiento ecuatoriano contagiaba a los manifestantes chilenos, adquiriendo la protesta y revuelta algunos de sus rasgos de irreverencia y rechazo al modelo económico neoliberal. Sin embargo, si el estallido ecuatoriano había durado diez días, el estallido chileno se prolongaría por largos cinco meses, dejando tras de sí, escombros, cuerpos mutilados y monumentos descabezados. La investigación sobre las ruinas urbanas que estábamos llevando a cabo se transformó en una deriva por los escombros de la revuelta en la ciudad; al tiempo que dejaba abierta la pregunta por el destino de dicha destrucción.
Desde ese día no fuimos solo investigadores, sino también actores (o espectadores emancipados, usando la sugerente fórmula de Jacques Rancière, 2010) de la mayor revuelta de las últimas tres décadas en Chile. No era posible aplicar el participar para observar, ni el observar para participar (Guber 2004), porque todos nos volvíamos parte de este movimiento.
La etnografía visual que aquí presentamos se inicia con algunos antecedentes del estallido social. Luego pasa a detenerse en tres aspectos que parecen relevantes en la construcción de un paisaje de protesta y en un horizonte de transformación social: a) los escombros dejados por la violencia del estallido; b) los cuerpos como protagonistas en la performance del movimiento; y c) los monumentos insurrectos como corolario del sentido último de la revuelta popular: la transformación y desestabilización del orden social dominante.
Evasión
Santiago, 6 de octubre del 2019, el llamado a “evadir” se hace escuchar por las calles de la ciudad. Jóvenes adolescentes vestidos con sus uniformes escolares, invitan desafiantes a no pagar sus pasajes en el metro (figura 1). La consigna es a evadir y manifestarse contra el aumento del precio del transporte público. Un gesto, que en un comienzo asemeja a una desfachatada travesura, pero que a los pocos días se contagia como reguero de pólvora transformándose en una revuelta social sin precedente contra las políticas neoliberales y la desigualdad en Chile. No era la primera vez que los jóvenes iniciaban movilizaciones, así lo hicieron los estudiantes secundarios en el 2006 con “la revolución de los pingüinos” y en el 2011 los estudiantes universitarios y secundarios. Sin embargo, dichas revueltas, en su dimensión más profunda, expresaban la oposición a la legitimidad de las ganancias y el lucro en asuntos públicos como la educación, entendida como bien común. Esta vez, el factor gatillo fue otro, el alza del transporte, expresando una subjetividad colectiva cansada del abuso del sistema económico y político.
Frente a la masividad de las manifestaciones el presidente Sebastián Piñera anunciaba que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso” (“Piñera estamos” 2019). No sería la única provocación, la elite gubernamental sumaba también su cuota de menosprecio a la revuelta. Es el caso del ministro de Economía, J. A. Fontaine, que luego de aumentado el precio del pasaje de metro , invitaba a sus usuarios a “levantarse de madrugada” (como si no lo hicieran) para tomarlo en el horario de menor precio. A cada una de las provocaciones de la elite gubernamental se contestaba con movilizaciones más masivas, carteles y gritos que anunciaban la lucha por la dignidad: “¿Y el pueblo dónde está? ¡Aquí en las calles pidiendo dignidad!”.
Escombros en el paisaje de la protesta
Días después del llamado a evadir, el 18 de octubre del 2019, la ciudad estalla: barricadas, incendios y saqueos comienzan a despojarla de sus pieles lustrosas y fluorescentes. Los cuerpos se agolpan en las calles y se descuelgan de las ventanas para dar libre curso al sonido persistente de las cacerolas y las cucharas metálicas.
La Plaza Baquedano, ombligo de la ciudad de Santiago, se transforma en el epicentro de la revuelta, allí convergen los cuerpos de miles de jóvenes para expresar su descontento y su ira. Ahora renombrada como Plaza Dignidad, “hasta que la dignidad se haga costumbre” como reza el grito recientemente escrito en cada uno de sus monumentos, se llena de escombros, sus esculturas se fisuran y se cubren de lienzos, grafitis y polvo. Cada día, la ciudad va perdiendo su forma, sus tiendas, sus pavimentos, sus colores. La ciudad del sueño higienista y neoliberal se desdibuja, cada mañana aparece un nuevo color, un nuevo enjambre, un nuevo fragmento de materialidad derruida. Desde ese día, la ciudad del “país oasis” como celebrara pocos días antes el presidente (Baeza 2019), asemeja el paso de un huracán y parece tener una presencia silenciosa y sospechosa de que algo falta aún por ser visto, la sospecha de una latencia (Didi-Huberman 1997). Aunque barrenderos y camiones municipales limpian la ciudad, desde esa fecha el destrozo, el fuego y las cenizas no cesarán. Hierros y materiales retorcidos, farmacias y supermercados saqueados, bancos incendiados, monumentos tumbados se vuelven parte del paisaje. La ciudad derruida (figura 2) se instala en nosotros como una invitación a trabajar con la mirada, pero despercudiéndola de la tentación de dominar lo que mira (Rivera-Cusicanqui 2018).
Con el paso de las semanas y los meses, caminar por el entorno de Plaza Dignidad va transformándose en una experiencia que tiene algo de fantasmagórico y espectral (Santos-Herceg 2019). Los edificios, ya sea por el polvo y los escombros que los rodean, los lienzos que cuelgan o los grafitis que los cubren, otorgan a la zona un aura y una pátina que la distinguen de la ciudad anterior. A medida que la represión policial se intensifica, esténciles y afiches con las caras de jóvenes mutilados, torturados y asesinados plasman un pizarrón de la cotidianeidad de la protesta en los muros de la ciudad (Olalquiaga 2020). En efecto, tras la protesta, no hay superficie que se libre de ser marcada, rayada o que no exhiba las cicatrices de la revuelta (Candau y Hameau 2004). Grafitis, mensajes pintados con brocha, aerosol o lápiz, crean una conversación anónima que rivalizan por el espacio de manera efímera y, a veces, poética. Como marcas disruptivas que son -grafitis, murales y arte callejero- se imponen visualmente no sólo por su colorida materialidad, sino también por ser huellas disruptivas que irrumpen y reordenan la gramática del espacio público. Despojada de sus verdes y simétricos jardines de pasto y flores, hoy la Plaza se asemeja a cualquiera de las canchas de los márgenes poblacionales de la ciudad. Pero a diferencia de estas canchas vacías, pobres, terrosas y monocromáticas en su paisaje polvoriento y pedregoso, aquí las congregaciones son multitudinarias y recurrentes, consagrando este espacio en un lugar de transgresión e insurrección (Endres y Senda-Cook 2011).
La revuelta de los cuerpos
Con el paso de los días, semanas y meses, las medidas económicas lanzadas por el gobierno del presidente Sebastián Piñera no logran terminar con la profundidad de la ira y las movilizaciones. Los que marchan son jóvenes, en su mayoría menores de 30 años, que nacieron después de 1997 (año de debacle económica). Jóvenes que no supieron de la dictadura ni de la transición “en la medida de lo posible” a la democracia, como afirmaba el expresidente Patricio Aylwin (1990-1994). Sin embargo, los carteles que los manifestantes llevan en sus pechos y pegan en los muros hablan de historias de abuso en sus familias, barrios y poblaciones. Son historias de desposesiones que vienen como herencia de las biografías de sus padres y abuelos (Butler y Athanasius 2017) . Es la herencia cultural y política que hace cuerpo y voz en las dos canciones icónicas de la protesta: El derecho a vivir en paz de Víctor Jara (1969) y El baile de los que sobran de Los Prisioneros (1984) .
En los casi cinco meses de revuelta, los cuerpos porfiados no cesan de acudir a Plaza Dignidad. Como en toda performance de rebeldía, los cuerpos reclaman el derecho a un lugar digno en la historia (figura 3). La lucha no puede hacerse en soledad y requiere de un soporte colectivo, un movimiento social (Butler y Athanasious 2017). En efecto, en la Plaza la resistencia incorpora principios de solidaridad y de igualdad. La Plaza se asemeja progresivamente a un gran campamento de ocupación organizada, donde se come, se descansa y se baila entre ollas comunes, puestos médicos, baños improvisados, juegos, danzas y cantos colectivos.
En cada baile y movimiento de los cuerpos se establecen reivindicaciones de agencia cultural, por el feminismo, el veganismo, el cuidado ambiental, la dignidad (Taylor 2015). Allí la memoria corporal se despercude y se actualiza en ese estar ahí, presente. Es una dramaturgia lúdica en una escenografía colectiva y liminal; colectivos son cada uno de los movimientos, colectivos son los ritmos, colectivos son los gritos y las acciones de representación. La presencia activa de los cuerpos jóvenes da cuenta de conductas indomables frente a las bombas lacrimógenas, a los perdigones, a las prácticas represivas de la policía. La presencia de los manifestantes encarna movimientos rápidos y espontáneos para visibilizar el malestar y el sentido de una lucha que porta la potencia de gestos de aire y de piedra en el espacio público (Didi-Huberman 2017). Dichos movimientos son danzas y performances que como actos políticos, insurrectos y efímeros desafían los dispositivos de vigilancia y control, y pasan a hablar desde la emoción y los idearios de una comunidad política que exige transformar la nación (Candau y Hameau 2004).
Aquí lo fundamental para cada coreografía insurrecta será su habilidad de reinventar y nominar colectivamente la expresión del malestar, el miedo, la ira y la alegría (figura 4). En este espacio masivo y colectivo el campo de lo posible se abre. Así como lo lúdico encuentra su lugar, también lo tienen los afectos tristes que dan cuenta de la desmesura de un sistema desigual, abusador y patriarcal (Araujo 2019; Reguillo 2017). Frente a la parálisis en el actuar y la sumisión al poder, las multitudes de los cuerpos y sus movimientos operan como potencias destituyentes (Reguillo 2017) y canalizadoras de la ira: movimientos para huir, para jugar, para encontrarse, para sentir, para actuar; hasta convertir esos afectos tristes en una fuerza de afirmación frente a la prescindencia y “desechabilidad” de las propias vidas. En este movimiento por la visibilidad, los recursos expresivos no se agotan en la palabra ni el grito; de lo que se trata es de dejar al cuerpo hablar como soporte sintiente y doliente (Urzúa 2019). En los términos de Judith Butler (2017), son las formas corporales de la política de la calle como resultado de la resistencia contra formas generalizadas de abuso social y estatal. En cada uno de esos gestos de reapropiación y rechazo, los manifestantes exponen y denuncian los modos de exclusión que organizan la nación: la explotación, la pobreza, el machismo, la homofobia, el racismo y la militarización (Butler y Athanasious 2017). Al poder destituyente de esta experiencia colectiva, sin embargo, la policía responderá disparando a los ojos y a los cuerpos (figura 5). En efecto, de acuerdo con el Instituto Nacional de Derechos Humanos -INDH- (2020) las movilizaciones dejaron, hasta mediados de marzo del 2020, 3 702 personas heridas, de las cuales 650 corresponden a lesiones oculares.
Monumentos insurrectos
A los muros y cuerpos marcados, se suman también las esculturas descabezadas, los generales caídos de sus caballos, las esculturas con ojos mutilados y cuerpos desmembrados (Mora et al. 2020). Si la cultura se define por ser una actividad creadora de objetos, habría que decir que el monumento arruinado constituye un buen ejemplo de este proceso de tatuaje y resignificación (Agamben 2006). Muros y monumentos se convierten así en pizarrones del malestar y del grito de la protesta (figura 6). Rayados y derruidos los artefactos patrimoniales y urbanos serán transformados en soportes privilegiados para el reclamo de mayor justicia social frente a las múltiples opresiones que moldean las vidas. Acciones que entre el juego y el gesto contestario se abren a una heterogeneidad de reclamos y acciones comunicativas; tan heterogéneas como los son estos públicos o contrapúblicos subalternos , en relación con el espacio público homogéneo y naturalizado del poder (Fraser 2009).
Las esculturas son desmembradas, saqueadas, reducidas a fragmentos para así perder su pedagogía original. Las que antes eran los símbolos fundacionales del Estado chileno pasan a ser un escenario de los gestos de la revuelta. El espesor significante con que los monumentos son cubiertos cada día obliga a interrogarlos más allá de sí mismos e incluso más allá de sus funcionalidades primeras. Estos objetos-monumentos ingresan en la esfera del escombro como signo de una transgresión de la regla que asigna a cada cosa un uso apropiado (Marx 2014). Sucede en ellos una violenta ‘desfechitización’ iconoclasta que permite mostrar este desplazamiento o descabezamiento del sistema de reglas que fijan las normas de uso de un objeto. Tras el estallido social, el fetiche monumental ya no tendrá una sola lectura posible debido al campo de intereses en pugna en el que habita.
El monumento al expresidente José Manuel Balmaceda (1840-1891) había permanecido en el anonimato hasta el estallido social. A partir de ese día se transformará en lugar de concentración. La virgen negra de las barricadas transforma el monumento en un altar que protege a los manifestantes de las fuerzas represivas del Estado. Se lee: “protégenos de todo mal gobierno” en la aureola de la virgen. Sobre su brazo izquierdo está escrita la palabra “marichiweu” que en idioma mapudungun quiere decir “cien veces venceremos”. Sobre su brazo derecho se lee “aguas libres”. En su mano izquierda tiene hojas de canelo, árbol sagrado del pueblo mapuche (figura 7).
Junto a los monumentos derruidos, otros contramonumentos surgen espontáneamente. Uno de estos es el museo a cielo abierto que se instala mirando al poniente y dando la espalda al general Baquedano (figura 8). Dicho contramonumento nos recuerda que la historia se escribe a múltiples voces. En el museo son instaladas por el Colectivo de Artesanos Originario tres esculturas o tótems de madera: una figura del pueblo diaguita del norte del país; una domomamüll, mujer mapuche en lengua mapudungun; y una figura del pueblo selk’nam del extremo sur austral. Tres figuras que, con gesto desafiante y decolonial, denuncian el genocidio de sus pueblos e increpan al centro histórico y su cuadrícula ordenadora. Meses más tarde, el día 8 de marzo 2020, en ocasión de la conmemoración del Movimiento de Mujeres (8M), más de un millón de mujeres se congregan en Plaza Dignidad. Como un conjuro a la historia, entre la escultura del General Baquedano y los tótems aborígenes, ellas escriben sobre el pavimento y con grandes letras blancas la palabra “históricas”. Dicha palabra al igual que las figuras -tótem de los pueblos originarios-, desnaturaliza el espacio público y patrimonial e instala a las “sujetas”, femeninas, en el epicentro de la Plaza Dignidad. Es un gesto y marca que desafía, contextualiza y tensiona el orden homogéneo y ordenado de lo patrio: “históricas” en femenino, rodeando al general Baquedano y mirando en dirección al centro de la ciudad.
Conclusiones
El 14 de marzo de 2020, el gobierno anunció las medidas de cuarentena y aislamiento por la pandemia que sumieron a la ciudad en un encierro sin precedente. Junto a este anuncio, el borramiento de grafitis y reparación del mobiliario urbano por parte de autoridades intentó vanamente ocultar todo rastro de la revuelta social. La mañana siguiente a la declaración de la cuarentena, la Plaza Dignidad amaneció “limpia”, con sus jardines regados y el monumento del General Baquedano con su pedestal pintado de color café y sin las consignas que allí se plasmaron. Esta limpieza era un gesto de gran violencia simbólica, pues mostraba cómo el gobierno se negaba a reconocer los acontecimientos de la revuelta social. Hasta hoy día, sin embargo, los jóvenes manifestantes vuelven a marcar la escena una y otra vez, para que el olvido no tenga lugar. El 25 de octubre del 2020, a pesar de la pandemia y el control impuesto por el estado de emergencia y el toque de queda, la población acudirá masivamente (51 %) a votar por el “apruebo” a un proceso constituyente que permita redactar una nueva Constitución poniendo así término a aquella heredada de la dictadura ..
Pero, ¿qué impulsó la sublevación en Chile? En los términos de Didi-Huberman (2017), habría que aventurar que es la fuerza de las memorias y la fuerza de los deseos cuando estos se inflaman. Siguiendo a Judith Butler (2010), habría que decir también que en toda sublevación la fuerza de los deseos se alimenta de las propias memorias enterradas. Difícil era imaginar un estallido y una revuelta con tanta ira como la de la sociedad chilena. Una ira y un malestar soterrado que al estallar deja entrever una memoria plagada de excesos y desigualdades largamente incubados y soportados por generaciones. Al lugar de la protesta se llegaba desde el hartazgo de décadas de abuso, pero también desde el deseo transformador (Reguillo 2017).
Lo cierto es que el estallido solo puede comprenderse por la “desmesura” de un modelo neoliberal que se levantó sobre los principios de que todo sujeto es responsable de su destino (y sus capitales), que la competencia generalizada es la que rige el día a día, y que la promesa de integración solo se hace realidad vía el consumo y el crédito (Araujo 2019, 19). De allí que no deba extrañar que sean jóvenes (los hijos de…) quienes ensayan el asalto al presente a través del uso de la calle como lugar para performances de rebeldía. Un asalto que en cierta medida permitirá revertir la pesadez de las vidas de generaciones anteriores . La ira y la esperanza expresada en la lucha social que movilizó a miles de personas entre octubre de 2019 y marzo de 2020, conforman un relato que contradice e increpa las narrativas de las elites y del gobierno. En esta narrativa lo que se disputa no es solo la redistribución del poder y de las riquezas sino, sobre todo, el fin de un modelo basado en el lucro y la desigualdad redistributiva. De allí la fuerza y la relevancia del escombro, de los cuerpos desplegados en el espacio público y de la iconoclasia sufrida por la monumentalidad. Son las expresiones visibles de una memoria que se subleva contra el orden establecido en la sociedad del orden, la higiene y el capital.
¿Cuál es la plaza y la sociedad posible de construir desde este cúmulo de escombros? ¿Cómo y quiénes definen lo que es merecedor de ser resguardado y conservado? ¿Cómo hacemos memoria de este estallido y su malestar? Sean cuales sean las respuestas a estas complejas preguntas, lo cierto es que la planificación y el diseño de nuestros espacios públicos -espejo de la sociedad que queremos- ya no podrán ser atribución solo de expertos y técnicos sentados en una oficina gubernamental o inmobiliaria. Lo que se requiere es repensar nuestra sociedad, sus ciudades y sus plazas en función de estos gestos y voces del malestar. Los escombros de la revuelta, como materialidades residuales que son, deberían ser comprendidos como una invitación a repensar y reescribir sus formas significadas. Para ello es menester aprender a leerlos y escucharlos como libros o pizarrones que contienen los manifiestos de la sociedad que queremos. En una era del temor y negación de la memoria, los escombros abren la posibilidad de recordar (Lazzara 2007); ellos inscriben la experiencia en una materialidad donde aún podemos reconocer lo sucedido. Los escombros de los edificios y monumentos saqueados operan como testigos de una sociedad hartada del abuso. Los escombros de la revuelta son la arena política, el centro del conflicto desde donde se puede leer la memoria y construir un nuevo espacio común. La plaza polvorienta es inseparable de los sujetos que testimonian y estuvieron donde los hechos (les) sucedieron (Sarlo 2005). Sabemos que la memoria histórica se reactiva y a la vez se reelabora en las crisis y ciclos de rebelión (Rivera-Cusicanqui 2018). En estos momentos no queda sino aprender a auscultar el lenguaje simbólico de lo “no dicho” y las capas de memoria que permanecen bajo los escombros de la revuelta social.
Se restauren o no los monumentos, se los traslade o se los haga desparecer, la disputa que las prácticas iconoclastas provocan en la narrativa-monumental-patria siempre interrogan la definición de lo que merece ser recordado y resguardado. La pintura o la limpieza de estatuas y monumentos no borrarán ese entramado heterogéneo de sentires y demandas que el estallido social dejó por una sociedad más diversa y más justa. La pregunta es entonces, cómo repensar la sociedad en función de esa diversidad de gestos y voces. Sean cuales sean las respuestas a esta compleja pregunta lo cierto es que los escombros, como materialidades residuales que son, deberían ser comprendidos como una invitación a repensar y reescribir sus formas significadas. Aprender a leer y a escuchar estos gestos insurrectos e iconoclastas como pizarrones y manifiestos de la sociedad que queremos parece una prioridad de estos tiempos.
Finalmente, la pregunta que parece relevante para este momento de la historia de Chile es por aquellas constelaciones significantes que permitan el paso de la ira (silenciada) de la revuelta a la sociedad que queremos. Ese desplazamiento iterativo y de gran densidad significante es lo que nos convoca a la construcción de una antropología de la memoria y de los afectos como modo de resistencia a la sociedad del olvido. Sin desconocer una cierta historicidad a la materialidad derruida que quedó tras la revuelta de este tiempo, habrá que perseverar en el aprendizaje de estos meses en el reconocimiento del lenguaje de los cuerpos de las multitudes y los lazos emocionales que allí se expresaron por la igualdad y la justicia social.