La pandemia producida por la propagación global del SARS-CoV-2, que ha afectado a diversos países desde diciembre de 2019, ha puesto de relieve las profundas desigualdades estructurales que derivan de los sistemas económicos y sociales implementados por la gran mayoría de países occidentales modernos. Cabe destacar que estas desigualdades no son homogéneas. Según la Cepal (2016), distintos ejes estructurantes, tales como desigualdades de género, étnico-raciales, los relacionados con las distintas etapas del ciclo de la vida de las personas y los territoriales, se articulan entre sí y se potencian. Esto da origen a una serie de factores de desigualdad que interactúan a lo largo de la vida de las personas, y que hacen que ciertos grupos sean más vulnerables a la pobreza, sobre todo en contextos recesivos. Específicamente, respecto a las mujeres se ha denunciado que, por efecto de la pandemia de la covid-19, se encuentran en situación de mayor vulnerabilidad que otros perfiles, lo que se expresa en diversas áreas como su salud física y mental, y en fenómenos como la fuerte disminución de sus ingresos laborales, la mayor exposición a la violencia intrafamiliar y la sobrecarga del trabajo de cuidado no remunerado, por nombrar algunos (Cepal 2020a). Así, tal como la Cepal lo anticipa, las mujeres son uno de los grupos más afectados por la crisis que se derivó de la irrupción de la covid-19.
Resulta relevante destacar que la pandemia actual no es el origen de estas desigualdades. Por ejemplo, desde antes de la pandemia, ya se registraba en Chile una disminución de la inserción laboral de las mujeres, lo cual se explica principalmente por la distribución desigual del trabajo doméstico y la carga de cuidados no remunerados (Castro 2020). Sin embargo, sí resulta acertado decir que la pandemia ha actuado como un amplificador de las desigualdades que se arrastran de larga data, al menos desde comienzos del siglo pasado, como lo han evidenciado los trabajos de Silvia Federici (1975) , Judith Butler (1990) y Nancy Fraser (1994) , quienes consideran que es con base en estas desigualdades que se fundan y sostienen la mayor parte de nuestros modelos sociales y económicos. Son estas mismas inequidades, consideradas estructurales -y por lo mismo, para muchos, tolerables e incluso defendibles-, las que hacen que la mayoría de las mujeres tengan que soportar distintos tipos y formas de vulneraciones y abusos, ahora magnificados como efecto de la pandemia; por ejemplo, a nivel laboral, la pérdida de empleos producto de la crisis económica ha afectado a más mujeres que hombres. De acuerdo con el Observatorio COVID-19, toda Latinoamericana ha visto un incremento en la brecha de desempleo por género (BID 2020). En lo concerniente a lo cotidiano de las relaciones interpersonales, las medidas de confinamiento y restricción de la movilidad han tenido un impacto significativo sobre la violencia de género. Finalmente, la pandemia ha aumentado la carga asociada al trabajo de cuidado remunerado y no remunerado (Cepal 2020b). El cierre de establecimientos educacionales y el quiebre de las redes de cuidado1, producto de los prolongados confinamientos, han implicado un incremento en las labores de cuidado al interior de los hogares, que desfavorece en gran medida a las mujeres, pues las tareas domésticas han sido tradicionalmente realizadas por ellas (OCDE 2020). Como Criado Pérez (2019) menciona, el 75 % de este trabajo a nivel mundial está feminizado. Este dato no es inocuo, ya que las tareas de cuidado muchas veces se realizan en condiciones precarias o de manera no remunerada, lo que sustenta su carácter informal y su escaso reconocimiento (Batthyány y Sánchez 2020).
Es precisamente respecto a este último eje que se centra este artículo. Si bien la crisis de los cuidados se arrastraba desde antes, el tiempo presente ofrece una posibilidad particular de imaginar un más allá de la crisis, que ilumine cómo la vida y los cuidados podrían abrirse a nuevas comprensiones. Sarah Ahmed (2010) argumenta a favor de propiciar a la imaginación un lugar central en la investigación, en tanto que muchas veces es esta la que permite ver más allá de los guiones mediante los cuales tradicionalmente nos conducimos y nos vemos atados a devenires que asumen como normales ciertos objetos, ciertos deseos, ciertas éticas. Imaginar es entonces una forma de idear un más allá, de reconstruir y repensar aquellos espacios que de tanto habitarse comienzan a parecer naturales.
Desde esta perspectiva, este artículo aborda la crisis producida por la covid-19 y su impacto en los cuidados, del modo en que lo propone Peter Redfield (2005) , esto es, entendiendo la crisis como un tiempo que moviliza una sensación de ruptura y que demanda una respuesta decisiva. Si bien esta agudización de la crisis de los cuidados parece haber repercutido a nivel global, nos orientamos a rastrear las experiencias locales, contingentes y situadas que conllevó a nivel urbano, en las ciudades de Chile. Después de todo, los fenómenos globales tienen siempre una interpretación local, una forma particular de ser puestos en escena en lugares, espacios y tiempos determinados, que les dota de una presentación específica en relación con los actores y las dinámicas presentes en las zonas donde se despliegan (Tsing 2004). Así, nuestra investigación se propuso poner los cuidados, y todo lo que estos conllevan, en la discusión pública como un elemento de importancia que ameritaba preocupación y requería ser debidamente atendido, lo que aconteció en medio de una serie de políticas nacionales fuertemente orientadas a la recuperación económica y a la esfera productiva (Energici et al. 2021; Rojas-Navarro 2021), transformándolo en un tema de reflexión y preocupación para que sea atendido debidamente (Puig de la Bellacasa 2017).
No solo se trata de resituar el cuidado en el centro de la problemática. También se trata de propiciar una aproximación desde las discusiones de género, que fuese sensible a explorar el modo desigual en que la pandemia ha afectado a las mujeres. La omisión de las dinámicas de género, por parte de los Gobiernos a nivel global, ha conllevado a que el diseño de políticas públicas de ayuda asuma que todos los individuos tienen las mismas necesidades o se benefician del mismo modo de los programas y proyectos, lo cual ha sido discutido por la evidencia internacional (Smith 2019). Por lo mismo, la investigación de la que se desprenden los resultados que se presentan a continuación intenta propiciar las condiciones necesarias para rescatar esas diferencias. El foco se pone en la emergencia de problemáticas mayormente ignoradas vinculadas a la crisis sanitaria, como el hecho de que las medidas de confinamiento y cierre de los colegios puedan tener consecuencias específicas para las mujeres, en tanto son estas quienes se hacen cargo de la mayor parte del cuidado informal. Considerando lo anterior, esta investigación se enfoca en explorar las transformaciones del cuidado dentro de los hogares, a partir del contexto que crea la crisis sanitaria producida por la covid-19 y las distintas políticas implementadas por el Gobierno chileno para enfrentarla. Indagamos los tránsitos culturales que se posibilitan y obstaculizan en el escenario de la pandemia. Llamamos a esta investigación “Cuidar: estudio sobre tiempos, formas y espacios de cuidado en casa durante la pandemia” (en adelante Cuidar), la cual consistió en la elaboración y aplicación de un cuestionario online en Chile, durante el mes de mayo de 2020.
El objetivo de este artículo es mostrar cómo el incremento de las labores de cuidado, producto de la pandemia y el quiebre de la red de cuidados, ha recaído significativamente sobre las mujeres. A partir de los resultados de la encuesta, reflexionamos sobre las consecuencias que esto tiene en distintos aspectos de la vida social e individual de las mujeres, en su calidad de vida, y en los modos en que circula la noción de cuidado.
El artículo se estructura del siguiente modo: primero se presenta la teoría de los cuidados en la que se encuadra el análisis, en el marco de una estructura social de cuidados previamente precarizada, que determina desiguales efectos derivados de la pandemia; posteriormente se expone la metodología de la encuesta aplicada y se describe la submuestra considerada para el análisis. Los resultados se estructuran en dos ejes. El primero refiere a los efectos de la pandemia en la cotidianeidad de las mujeres y complementa la evidencia levantada por otros estudios en este ámbito. El segundo reflexiona sobre los modos en que circula la noción de cuidado en la pandemia. Finalmente presentamos algunas conclusiones y recomendaciones para futuras investigaciones.
La vulnerabilidad de las mujeres: cuidados y quiebres
El cierre de colegios y jardines infantiles amplificó las disparidades preexistentes en la distribución de los cuidados y las labores domésticas en el mundo (Hupkau y Petrongolo 2020) y Chile no fue la excepción. La persistencia de los roles tradicionales de género ha conllevado a que durante el encierro la responsabilidad del trabajo de cuidado haya recaído, de modo casi exclusivo, en las mujeres. Esto no es algo nuevo, desde antes de la pandemia eran mayoritariamente ellas quienes debían sostener y realizar estas actividades, incluso al margen de variables como la edad, el nivel educacional y la ocupación (Santagostino y Arekapudi 2020; Undurraga y López 2020). Pero, a diferencia del escenario previo a la diseminación del virus, ahora apreciamos modificaciones particulares en el espacio social, que conllevan a la transformación de las prácticas de cuidado en el hogar. Así, las prolongadas cuarentenas significaron una ruptura en las redes de cuidado, tanto familiares como públicas, y de servicios domésticos (Rojas-Navarro et al. 2021). La crisis sanitaria, social y económica generada por la pandemia de la covid-19 ha resaltado la relevancia del trabajo de cuidados (Cepal 2020b) y nos ha conducido a repensar sus alcances y condiciones; los cuidados implican un entramado situado y contingente que articula y organiza prácticas e individuos para responder a preocupaciones y necesidades (Yates-Doerr 2014).
Esta concepción del cuidado como una red que articula diversos actores a nivel micro y macropolítico no resulta necesariamente evidente y, por lo mismo, ha sido tema de controversias desde hace algunas décadas. Dichas controversias se sostienen en que, si bien se intuye el cuidado fundamental, como un entramado de asuntos que atañen y sostienen -aunque sea precariamente- el modelo social occidental, mediante relaciones de interdependencia mutua y con grandes sacrificios de grupos como las mujeres, paralelamente se sigue insistiendo en la implementación de modelos de producción que atentan contra ese mismo entramado, privilegiando un visión individualista del sujeto por sobre la idea de interdependencia promovida por el cuidado, al sacrificar los lazos comunitarios por intereses económicos. Como resultado, las comunidades son cada vez menos capaces de cuidar de sí y de otros (The Care Collective 2020). En este sentido, los efectos producidos por la pandemia sobre el tejido de la red de cuidados se revelan con mayor claridad, al mostrar la precarización de la estructura social requerida para cuidar, por favorecer una aproximación económico-individualista.
Así, la pandemia ha visibilizado al menos dos cuestiones. Por una parte, la imposibilidad y las múltiples limitaciones que conlleva pensar y sostener el cuidado, como el conjunto de acciones que descansan sobre un individuo o unidad social mínima y discreta -por ejemplo, la familia- y que se encuentran desancladas de redes que permitan dinámicas de relevo, suplencia o ayuda. Como bien ha mencionado María Puig de la Bellacasa (2017) , la mayoría de nosotros necesita cuidados; somos cuidados, lidiamos con el cuidado y cuidamos a otros y otras. En ese sentido, cuidar no puede pensarse como el acto de un sujeto desarticulado de una red. Por el contrario, como diversos autores han mostrado (Han 2012; Puig de la Bellacasa 2017), el cuidado se sostiene gracias a lógicas de interdependencia e interrelacionalidad, características que se han hecho evidentes con la pandemia. La interrupción repentina de las redes de cuidado ha imposibilitado el poder transitar o ser parte de esos entramados de cuidados, ha dificultado el poder ser cuidados y descansar en otros.
En segundo lugar, esta crisis subraya los riesgos de homologar el cuidado a una orientación afectiva capaz de soportar y sortear todo tipo de dificultades. Autores como Michelle Murphy (2015) , Richard Freeman (2017) y Carlo Caduff (2019) han advertido respecto a las dificultades y limitaciones que emergen de equiparar el cuidado a una connotación “positiva” o “cálida”, a una postura moral con límites claros y definidos. Más bien, parece necesario avanzar hacia una compresión del cuidado que permita reflexionar sobre su contingencia y apertura. Más que abordarse y satisfacerse únicamente como el mínimo necesario para sostener la vida en contextos adversos, puede surgir como un concepto que permita explorar empíricamente otras vidas y posibilidades de existencia. Después de todo, tal como Vincent Duclos y Tomás Sánchez Criado (2019) han subrayado, los espacios de cuidado pueden devenir en zonas de exclusión o bien transformarse en formas de restricción. Cuidar de otros puede limitar, desgastar y sacrificar la propia existencia y, por lo mismo, involucra prácticas que deben estar reacomodándose constantemente, encontrando la distancia e intensidad correctas.
Lo anterior tiene importantes implicaciones ético-políticas. No basta con reconocer que en la mayoría de los casos las mujeres se hacen cargo del cuidado a expensas de su salud y bienestar; este es un asunto ampliamente documentado, como se mencionaba anteriormente. La pandemia y aquello que ha movilizado ponen el cuidado en otro lugar social. Este artículo es parte de dichos tránsitos; contribuye a reposicionar el cuidado como una cuestión que las mujeres padecen individualmente y desde allí invita a una reflexión pública. Estudiar los cuidados, junto con los cambios abruptos que se han tenido que enfrentar durante la pandemia, permite discutir colectivamente la sobre carga laboral -remunerada y no remunerada- que las mujeres viven en su cotidianidad. El movimiento de lo privado a lo público abre posibilidades para pensar nuevas formas de cuidar. En otras palabras, cuidar es complicado, pero a la vez permite complejizar nuestros modos actuales de existencia para desplegar otras posibilidades (Wilkie, Savransky y Rosengarten 2017). De este modo, es posible observar cómo esta problemática fue ganando importancia a lo largo del transcurso de la pandemia y, desde allí, ha posibilitado ejercicios de imaginación empíricamente sustentados que han abierto una nueva relevancia y modos de cuidar. Esto ha quedado expresado en el modo en que la temática de los cuidados ha permeado las propuestas de algunos de los actuales candidatos presidenciales en Chile, quienes han hecho de los cuidados un eje relevante de sus propuestas de programa de Gobierno. Ahora bien, esto solamente ocurrió gracias a la agudización de la precariedad de las actuales formas en que se encuentra entretejida la red de cuidados y a su fragilización por la pandemia y los motivos descritos anteriormente.
En este contexto, ante el quiebre de la red de cuidados producto de la pandemia, este artículo busca responder las siguientes preguntas: ¿de qué manera el trabajo de cuidados ha recaído sobre el grupo de las mujeres?, ¿qué consecuencias ha tenido esto en los aspectos sociales e individuales de la vida de las mujeres?, y ¿de qué manera circula la noción de cuidados en este contexto?
Metodología
Considerando que las medidas de confinamiento y el llamado a la distancia social en gran medida imposibilitaron las técnicas de investigación que implicaban presencialidad, se optó por trabajar con un cuestionario web o web survey. El uso de plataformas en línea para la aplicación de técnicas, tanto de carácter cuantitativo como cualitativo, ha sido recomendado por la literatura para casos en los que existan limitaciones de tiempo, recursos y otras situaciones (Geldsetzer 2020; Hewson 2015). El cuestionario fue dirigido a voluntarias y voluntarios mayores de 18 años residentes en Chile. Como es recomendado para este tipo de instrumentos (Pritchard y Whiting 2012), en primera instancia se aplicó un piloto para verificar el funcionamiento esperado de la plataforma y de las preguntas (n=30). El cuestionario fue autoaplicado tanto en el pilotaje como en el diligenciamiento definitivo. Esto también ha sido presentado como una ventaja de las web surveys, toda vez que pueden ser completadas en el momento que elijan las y los participantes (Callegaro, Lozar y Vehovar 2015). El diligenciamiento tanto del piloto como de la versión definitiva se llevaron a cabo durante el mes de mayo de 2020, cuando varias comunas de Chile se encontraban en cuarentena total obligatoria.
El estudio contó con un marco muestral no probabilístico y un diseño de corte transversal. Si bien el uso de Internet en la población ha aumentado exponencialmente en los últimos diez años, se ha documentado que algunos grupos etarios y socioeconómicos son subrepresentados en encuestas aplicadas por esta vía (De Marchis 2015). Los resultados que se exponen no buscan representar una realidad nacional, sino más bien detectar problemáticas emergentes en la crisis producida por la covid-19, como las que se derivan de quienes respondieron la encuesta.
Para realizar parte de la encuesta, las y los participantes debían primero leer la información de la investigación y dar su consentimiento informado. En dicho documento se detalló además el manejo que se daría a los datos recabados, a fin de asegurar la confidencialidad y anonimato del participante, previo al uso de los mismos y con fines exclusivamente académicos. Siguiendo recomendaciones de otras investigaciones, se solicitaron los correos electrónicos para validar que se completara una encuesta por persona (Brandini 2020). Conjuntamente, se ofreció a quienes participaron recibir un boletín de resultados descriptivos del estudio: el 81 % solicitó recibir esta información. Al entender la devolución como una fase más de la investigación, con esto se buscó comprometer a las y los encuestados con el estudio e incentivarles a completar la encuesta hasta la última pregunta. De quienes iniciaron la encuesta, el 87 % la completó.
La encuesta estuvo compuesta por catorce módulos estructurados en torno a tres dimensiones: espacios, tiempos y prácticas de cuidado. Estas categorías se inspiraron en la aproximación teórica al cuidado realizada por Buse, Martín y Nettleton (2018) , para quienes este debe entenderse estrechamente vinculado a las culturas materiales en las que nos encontramos inmersos, las cuales muchas veces pasan inadvertidas. De este modo, las prácticas de cuidado no pueden reducirse únicamente a un voluntarismo del cuidador, sino que deben ser reflexionadas como emergentes de un contexto material que posibilita -en mayor o menor grado- formas particulares y locales de cuidar. Para analizar los modos en que esto sucede, Buse, Martin y Nettleton (2018) proponen explorar el rol significativo que juegan objetos, materialidades y temporalidades en posibilitar cómo cuidamos y cómo entendemos los límites y potencialidades del cuidado. Además, y atendiendo al contexto del cierre de los establecimientos educacionales, a las medidas de confinamiento y al llamado de las autoridades a teletrabajar, se incluyeron módulos específicos para conocer las actividades de niños y niñas en los hogares, la ocupación y modalidad laboral, y las prácticas e interacciones con actores no-humanos, como pantallas y mascotas. Por último, se incorporó una pregunta abierta en la que pedimos a los participantes describir los cambios en su percepción del cuidado. Los datos de carácter cuantitativo fueron analizados con el software Stata/SE (versión 16), y los datos cualitativos se analizaron utilizando Atlas.ti 9. Luego de un análisis descriptivo general, se segmentaron los resultados considerando solo al subgrupo de participantes que se identificaba con el género femenino, y se tomaron como base las tres subdimensiones teóricas que orientaron la construcción del cuestionario. De este análisis se desprenden los resultados que se presentan a continuación.
Descripción de la muestra
De las 2005 observaciones validadas, el 74,3 % corresponden a participantes mujeres. En el caso de los resultados que se presentan en este artículo, solo se considera a este grupo que equivale a 1489 mujeres. De ellas, un 74,3 % reside en la Región Metropolitana de Santiago, que concentra a casi la mitad de la población chilena -según el censo de 2017, 3 650 541 mujeres de un total de 8 972 014 en todo el país-. Sin embargo, las respuestas cuentan con al menos una representante de las 124 comunas del país. El promedio de edad de las participantes fue de 41 años, con un mínimo de 18 y un máximo de 87. En cuanto a su nivel educacional, el 1,85 % declara educación primaria o secundaria incompleta, el 5,41 % educación secundaria completa, el 12,80 % educación superior incompleta, el 44,6 % educación superior completa y el 35,3 % estudios de postgrado. Este último dato nos muestra que es un grupo que presenta altos niveles de educación en relación con la población chilena, en tanto que el 76 % de la población femenina en el país tiene 12 años o menos de escolaridad, lo que equivale a educación secundaria completa o incompleta, o menos (Censo 2017).
De las participantes en el estudio, el 41,2 % declaró vivir con niños o niñas menores de 12 años a su cargo (n=615). Asimismo, el 77,9 % (n=1127) de las mujeres manifestó encontrarse trabajando remuneradamente antes de la pandemia -en jornada completa, parcial o de forma independiente-, mientras que un 54,9 % (n=795) declaró continuar trabajando en el mes de aplicación de la encuesta. En esta línea, el 7,5 % de las mujeres manifiesta haber suspendido su trabajo remunerado, 1,3 % había sido desvinculada y el 14,2 % declaró haber dejado su trabajo por otras razones. Estos resultados concuerdan con los hallazgos de otros estudios, en los que se da cuenta de la brecha de género en la reducción del empleo en contexto de pandemia (Bravo, Castillo y Hughes 2020; Thornton 2020). Entre quienes continuaban trabajando durante la pandemia, el 81 % se encontraba en modalidad de teletrabajo y, considerando el grupo de quienes declararon tener hijos o hijas menores de 12 años en el hogar, la cifra de teletrabajo aumentó a un 85,4 %.
Resultados
Los resultados que se presentan a continuación se dividen en dos partes: en la primera se argumenta el modo en que la ruptura de la red de cuidados ha recaído sobre las mujeres, mostrando los costos, complejos y diversos, que ha tenido el confinamiento para ellas. Los efectos no son únicamente individuales, sino que muestran la fragilidad de la red de cuidado al descansar únicamente sobre un pilar. Siguiendo con esta línea, en segundo lugar, se discute el modo en que la pandemia ha hecho evidente la centralidad de los cuidados en la vida individual y social. En otras palabras, la forma en que la emergencia sanitaria ha puesto en primer plano una articulación de prácticas que tendía a ser invisible, lo que ha conllevado algunos cambios en la forma en que circulan los cuidados como una temática de interés social, aunque sea aún de un modo tenue e incipiente.
La ruptura de la red de cuidados y los efectos en la vida de las mujeres
Tal como Smith (2019) menciona, a partir de su trabajo sobre la epidemia del ébola en África, tanto los Gobiernos como la literatura especializada no han considerado el género como un elemento significativo para comprender el origen, impacto, ni diseño de respuestas a las crisis sociales y sanitarias que han ocurrido en la historia reciente. Apenas hace poco es posible pesquisar atisbos de cambio en esta tendencia, como es el caso de algunos estudios conducidos en Latinoamérica, los cuales han evidenciado cómo las consecuencias sociales, políticas y sanitarias vinculadas a la covid-19 han afectado mayoritariamente a las mujeres, tanto a nivel laboral como personal, lo que ha sido relacionado con la sobrecarga que han debido sobrellevar en términos de prácticas de cuidado (Batthyány y Sánchez 2020; Cepal 2020b). Siguiendo esta tendencia, los resultados que se presentan en este artículo dan cuenta de que Chile no fue la excepción: fueron las mujeres quienes se hicieron cargo, casi exclusivamente, de todas las labores que quedaron descubiertas por la ruptura de las redes de cuidado.
De los resultados que se exponen, 7 de cada 10 mujeres que tienen a cargo el cuidado de niños y niñas menores de 12 años se encuentran al mismo tiempo trabajando remuneradamente; es decir, la mayoría de las mujeres se enfrenta a la tarea de conciliar ambas actividades. Dado el cierre de los establecimientos educacionales el 15 de marzo de 2020, las condiciones para dicha conciliación se complejizaron o al menos implicaron el rediseño de la red de cuidados. Esta acomodación no estuvo libre de costos para quienes son declaradas como las principales sostenedoras de este urdido de prácticas ni para quienes son cuidados.
El 47 % del total de mujeres ha visto disminuido el tiempo para sí mismas durante el confinamiento. Dicha disminución no se distribuye homogéneamente: afecta de manera importante a quienes trabajan remuneradamente y cuidan niños y niñas menores de 12 años; de este grupo, un 74 % reporta tener menos tiempo para sí. A esto se agrega que, a mayor cantidad de hijos, la conciliación entre trabajo remunerado y cuidado tiene más costos en términos de tiempo; el 76 % de las mujeres con dos hijos tiene menos tiempo para sí mismas, una proporción que alcanza el 86 % entre quienes tienen más de tres hijos. En consecuencia, uno de los principales costos que ha tenido la reacomodación de la red de cuidados durante la pandemia ha sido que las mujeres ven mermado el tiempo para sí mismas.
Esta disminución en el tiempo para sí mismas impacta negativamente en los hábitos de alimentación y actividad física. Entre quienes tienen menos tiempo para sí, el 43 % declara comer de manera menos saludable. Esto es consistente con estudios que muestran que la función de cuidado tiene efectos en las elecciones alimentarias: el 5 % de las madres de niños pequeños no consumen cinco frutas y verduras al día porque “se olvidan de comerlas” (Meléndez et al. 2011). También se observa que, entre quienes manifiestan tener menos tiempo para sí, el 70 % declara realizar menos actividad física durante la pandemia. La situación anterior a la cuarentena no favorecía el ejercicio de las mujeres; de las madres de niños menores de cinco años solo el 18 % se consideraba activa (Meléndez et al. 2011) y, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Hábitos de Actividad Física y Deportes (2018), el nacimiento de un hijo representa el acontecimiento más significativo para la discontinuidad de la práctica de actividad física en las mujeres. Así, la pandemia incrementa desigualdades cotidianas que ya tenían efectos significativos en la salud de las mujeres, como una tasa de obesidad y sedentarismo más alta (Ministerio de Salud ‒ Gobierno de Chile 2017; Ministerio del Deporte ‒ Gobierno de Chile 2018). De esta manera, su efecto en la calidad de vida no se distribuye de manera homogénea, sino que incrementa diferencias sociales anteriores en formas complejas e inanticipables.
Hay malestares que apreciamos en mujeres que cuidan niños y niñas, sin importar si trabajan remuneradamente. Desde su autopercepción psicológica, en el último mes previo a la aplicación de la encuesta -abril de 2020-, el 59 % de las mujeres que se encontraban trabajando declaraba sentirse peor. Paralelamente, el 67 % de aquellas quienes, además de trabajar de forma remunerada, se encontraban a cargo de niños y niñas señalaba sentirse peor; en este sentido, el cuidado incrementa este malestar. De manera similar ocurre con el empeoramiento de la calidad del sueño y el aumento de consumo de alcohol. Entre las cuidadoras el 60 % ha visto reducida su calidad de sueño y, dentro del mismo grupo, un 42 % ha incrementado el consumo de alcohol, en oposición al 24 % que no está al cuidado de niños y niñas menores de 12 años. Esto podría relacionarse con el hecho de que la evidencia muestra que el consumo de alcohol tiene un efecto sobre la calidad del sueño (Yao et al. 2008).
Por otra parte, en el momento de aplicación del estudio, se reportó una disminución del deseo sexual en todos los grupos de mujeres. No obstante, el trabajo remunerado y el cuidado de niñas y niños interactúan de manera compleja en esta dimensión. El trabajo remunerado o no hace que la presencia de cuidado de menores de 12 años incida de manera diferente en la disminución del deseo sexual. Si consideramos a aquellas mujeres que se encuentran empleadas laboralmente, un 45 % reporta una disminución del deseo sexual. Por su parte, el 51 % de quienes cuidan y trabajan remuneradamente manifiesta una disminución del deseo sexual. En otras palabras, entre las mujeres que trabajan formalmente -es decir, por un pago- la proporción que reporta disminución del deseo sexual es menor en quienes no están a cargo de niños que entre quienes sí realizan dicha labor. Por su parte, en las mujeres que no tienen un trabajo pago también se observa esta relación: de la totalidad de quienes no trabajan ni cuidan niños y niñas, la disminución del deseo sexual es del 30 %, mientras que entre quienes no están trabajando y están a cargo de menores de edad se presenta una disminución del 35 %. Es decir, en las mujeres que no reciben un pago económico por su trabajo, la proporción que reporta disminución de deseo sexual es mayor entre quienes están a cargo de niños y niñas, a diferencia de aquellas que no realizan trabajos de cuidado. En cualquier escenario, y en términos generales, la encuesta nos muestra que entre el 35 % y 45 % de las mujeres reporta una disminución del deseo sexual.
En su conjunto, observamos que la pandemia ha afectado de manera compleja y consistente el día a día de las mujeres que forman parte del estudio: en algunos casos, es la conciliación entre trabajo remunerado y el cuidado de niños y niñas menores de 12 años lo que incide en ciertas prácticas como empeorar la alimentación, disminuir la actividad física o sentirse sobrepasadas. Otras cuestiones como sentirse peor psicológicamente, dormir peor o aumentar el consumo de alcohol se vinculan con el cuidado de niñas y niños donde el trabajo remunerado no es relevante. Y, por último, encontramos otras interacciones más complejas, como la disminución del deseo sexual y su vinculación con el tipo de trabajo (remunerado o no remunerado) y el cuidado de niños y niñas. En definitiva, la modificación de las condiciones del trabajo remunerado y de los cuidados ha tenido altos y complejos costos para la vida las mujeres. Esto muestra que la red de cuidados es un embrollo de prácticas donde la modificación de una afecta de maneras impredecibles a las otras. La reacomodación del trabajo de cuidado no produce únicamente un empeoramiento de la cotidianidad de las mujeres, sino que tiene costos diferenciados y complejos respecto a distintos aspectos de sus vidas diarias.
Las mujeres son conscientes de los costos que tiene la pandemia sobre sus vidas. Tres de cada cuatro de aquellas que cuidan niños y niñas menores de 12 años, y trabajan remuneradamente, reportan sentirse sobrepasadas. Esta sensación es considerablemente más alta que otros sentimientos como miedo, frustración o estrés. La red, por tanto, al recaer substancialmente sobre las mujeres, descansa sobre un pilar que la pandemia ha debilitado de manera considerable.
En este sentido, considerando que las mujeres participan de un entramado de prácticas de cuidado, la precarización de su calidad de vida afecta la capacidad de cuidar que poseen estas redes que ellas sostienen, afectando el cuidado de sí mismas y de otros. Es decir, la pandemia no solo muestra un conjunto de prácticas que se desarticulan y reorganizan, sino que, dado su ordenamiento privatizado y concentrado en un tipo de individuo, produce una fragilización de la red al sobrecargar a las mujeres al punto de restringir o coartar sus posibilidades de reconstruirse, repensarse o rearticularse, y al no poder cuidar de sí mismas ni ser cuidadas por otros.
¿Cómo ha cambiado el lugar de los cuidados en la pandemia?
El quiebre de la red de cuidados durante la emergencia sanitaria implicó diversos cambios en el modo en que se conceptualizan y organizan los cuidados. Es posible identificar al menos cuatro movimientos que, si bien estaban presentes antes de la pandemia, adquieren centralidad y protagonismo como producto de la crisis sanitaria. Los resultados que presentamos en este subapartado corresponden mayoritariamente a las respuestas de las encuestadas a la pregunta abierta que cerraba la encuesta -¿Cómo ha cambiado su percepción de lo que es el cuidado, a partir de lo experimentado en el último mes?-, la cual estaba orientada a conocer cómo había cambiado su consideración de los cuidados durante la pandemia.
Cuidar es una tarea difícil.
El cuidado se da en interdependencia e interrelacionalidad.
Cuidar es un trabajo que moviliza miedos y angustias particulares en la pandemia.
Cuidar es un trabajo inequitativamente distribuido a nivel familiar.
Cuidar es una tarea difícil
De una agrupación temática se desprende que el primer movimiento que aparece, en relación con el trabajo de cuidado, es que este es una carga difícil de sobrellevar. Así lo declara el 36 % de las mujeres que respondieron la encuesta. En términos de bienestar, las mujeres experimentan las complejidades emocionales que se derivan de cuidar de alguien más, al focalizarse en la dimensión dificultosa del cuidado para dar cuenta de su malestar físico y psicológico como efecto de realizar el trabajo de estar a cargo de otros y otras.
El trabajo de cuidado de los que viven en el hogar es pesado. Cocinar, mantener aseo y un espacio armónico quita tiempo. Además de generar espacios para compartir y contener. Compatibilizar con el teletrabajo se hace difícil. Hay poca contención a quienes llevamos la casa. (Mujer, 40 años, Las Condes, mayo de 2020)
La viñeta muestra que el cuidado implica tareas domésticas “cocinar y mantener aseo” conjugadas con trabajo remunerado “compatibilizar con el teletrabajo”. A lo que se agrega que se debe sostener emocionalmente a quienes se cuida “mantener un espacio armónico, generar espacios para compartir y contener”. Esto en el marco de que quienes cuidan no cuentan con dicha contención “[…] Hay poca contención a quienes llevamos la casa”. Así, las mujeres experimentan una serie de crisis interconectadas, en la medida en que intentan ser el soporte de sus entornos en múltiples sentidos, sin un ámbito de contención para ellas. Su centralidad en la red de cuidados va a acompañada de la conciencia de que no hay espacios de contención para ellas.
Interdependencia e interrelacionalidad
La cuarentena ha puesto en primer plano el carácter interdependiente e interrelacional del cuidado al menos en tres ámbitos. En primer término, se reconoce la necesidad de instancias grupales o colectivas para el trabajo de cuidado. Cuidar no es una tarea individual:
Tengo una nueva percepción de cuidado que es más grupal. Un tipo de ayuda mutua que se ha establecido entre todos. Esto incluye, por ejemplo, dejar de ver a seres queridos con tal de cuidar su salud (Mujer, 19 años, La Cisterna, mayo de 2020); […] Mayor valoración de la colaboración de la comunidad en las múltiples facetas del cuidado”. (Mujer, 44 años, Providencia, mayo de 2020)
En las respuestas abiertas aparecen expresiones como “más grupal”, “ayuda mutua”, “entre todos” y “colaboración de la comunidad”, que dan cuenta de la concepción colectiva y en red colaborativa que requiere el trabajo de cuidado. Este carácter se hace más presente ante el quiebre de una articulación de prácticas que tendía a operar en el trasfondo de la vida cotidiana. Al comprender el cuidado como algo colectivo surgen nuevos significados que se adhieren, complejizándolo y rearticulándolo como una práctica compuesta por múltiples facetas y niveles de acción. No se trata tanto de deconstruir su alcance ni sus características. Más bien, lo que reflejan las respuestas es una ampliación en su comprensión, orientada por la multiplicidad de tareas, afectos y acciones que conlleva el cuidar (Puig de la Bellacasa 2017).
En segundo término, la red de cuidados no se considera como algo que se vuelca exclusivamente hacia el espacio privado; es decir, como una grupalidad que coopera para el cuidado dentro del hogar. En la pandemia se ha rearticulado como un asunto que implica a la sociedad en su totalidad:
Mi visión del cuidado se ‘expandió’, he aprendido que existen muchas formas de cuidarse y cuidar de otros (Mujer, 23 años, Las Condes, mayo de 2020); Creo que ahora mis acciones no solo me pueden afectar a mí, sino a mis seres queridos e incluso, me siento responsable del bienestar de toda la comunidad que me rodea. (Mujer, 23 años, Valdivia, mayo de 2020)
La emergencia sanitaria crea conciencia de que las prácticas de cuidado individual afectan a la sociedad en su conjunto, a otros y otras no conocidos ni identificados. La noción de cuidado se “expandió”. Frases como “mis acciones no solo me pueden afectar a mí” o “me siento responsable del bienestar” constatan el nivel social con que se concibe el cuidado en este contexto. Cuidar deja de significarse como un asunto privado, para ser comprendido como una preocupación propia del ámbito público del que todos y todas participamos.
En tercer lugar, en relación con la interdependencia e interrelacionalidad, el trabajo de cuidado de otros y otras está íntimamente ligado al cuidado de sí:
En el tema del cuidado de los niños, he valorado la labor de las tías del jardín, he tenido que encontrar espacios personales y dedicármelos, porque si no siento mucha frustración, trato de no dedicar tanto tiempo a los trabajos domésticos para enfocarme en el cuidado personal ya sea físico o emocional, tanto mío como de los integrantes de la familia. (Mujer, 33 años, Chanco, mayo de 2020)
En este extracto la mujer relata que la ausencia de la red de cuidados -en este caso el jardín infantil- le ha demandado hallar espacios para ella: “encontrar espacios personales y dedicármelos, enfocarme en el cuidado personal, físico o emocional”. El cuidado de sí y el cuidado de otros y otras se hacen presentes como asuntos interdependientes donde el límite entre ambos se empieza a hacer difuso.
No obstante, en caso de ser necesario priorizar, como se ha mostrado anteriormente, se favorece el cuidado de otros y otras. El cuidado de sí se ve importantemente entorpecido por la carga mental que las mujeres denuncian:
La carga emocional del significado de organizar un hogar, las decisiones de lo que se come o se limpia, la distribución de roles. La iniciativa siempre es mía, para los demás es ‘hacer cosas especiales’, como cocinar cosas distintas, pero lo cotidiano como un todo organizado y orgánico, depende de mí. Has esto, lo otro, aquello, y no hay problema, mientras las actividades sean solicitadas. Es tan sutil y cotidiano que es muy fácil de invisibilizar. Concentrarme en mis propias actividades laborales es casi imposible. (Mujer, 49 años, Valdivia, mayo de 2020)
Esta mujer habla de la “carga” de un “todo organizado y orgánico” que depende de ella, como “sutil” e invisibilizado. En un sentido metafórico, el trabajo de cuidado se conceptualiza como un ensamblaje que debe mantenerse activamente, donde se invisibiliza que es la mujer quien lo sostiene. Paradójicamente, la capacidad de mantener ese “todo organizado y orgánico” es justamente aquello que invisibiliza a quien lo sostiene. Por otra parte, esta característica del cuidado hace ostensible que se trata de un trabajo de creación continua -un becoming- que nunca está completo o acabado.
En cualquier caso, la pandemia visibiliza el modo en que el cuidado transita por múltiples niveles que van desde lo individual, o el sí mismo, al hogar, la comunidad y lo grupal, llegando a un nivel social más general. Es decir, el cuidado implica un equilibrio frágil entre una multiplicidad de actores y prácticas que debe sostenerse cotidiana y constantemente.
Miedo y angustia en la pandemia asociado al trabajo de cuidado
Las mujeres, dada su centralidad en su rol de cuidadoras, tienen una serie de miedos y angustias ante la incertidumbre por la emergencia sanitaria. Al preguntar por los miedos asociados a la pandemia, la mitad de quienes realizan labores de cuidado declaran sentir un considerable miedo a morir y el 56 % dice tener muchos temores asociados al virus, como quién cuidará a sus hijos e hijas, u a otros adultos a su cargo, si se enferman. Estos miedos son considerablemente más bajos en mujeres que no desempeñan trabajo de cuidado, 36 % y 22 % respectivamente. En este sentido, no es únicamente que las mujeres sean un pilar de la red de cuidados o se vean sobrecargadas, sino que son conscientes de su lugar en la red y, por tanto, sus miedos se asocian a la incertidumbre por quién las remplazará en la función de cuidados si están ausentes, sea por enfermedad o muerte. En este sentido, la afectividad no es individual, sino que se arraiga en una cuestión colectiva y social. Sin embargo, ello no hace que su distribución sea homogénea, por el contrario, se concentran en el grupo que sostiene la red.
Constatación de la distribución inequitativa de las tareas de cuidado
Si bien está documentado que las mujeres realizan la mayor parte del trabajo doméstico, la concentración de todas las tareas, remuneradas y no remuneradas en un mismo tiempo y espacio, ha hecho insostenible dicha inequidad para las mujeres. Se ha hecho patente para ellas que llevan la mayor carga del trabajo de cuidado:
[…] es un trabajo que demanda mucho esfuerzo, me ha molestado mucho por ejemplo tener que teletrabajar y a su vez cocinar, limpiar…, sin que mi pareja aporte en eso. Literalmente quiere que le pidan ‘por favor’ su ayuda. Aparentemente no se da cuenta que su rol debería ser el de apoyar y no esperar que le ‘sirvan’. Los hombres pueden teletrabajar sin problemas, pero las mujeres nos llevamos la doble carga. (Mujer, 35 años, La Serena, mayo de 2020)
Esta respuesta muestra que la pareja “ayuda”, pero esa tarea no se constituye como parte de su rol, pues participa como alguien que asiste. Hay una queja explícita que “no aporta en eso” y de que es necesario pedirle “por favor” que coopere. A esto se agrega que aun en su función de apoyo, se constituye como alguien que demanda cuidado: no asume el papel de “apoyar”, sino que espera que le “sirvan”. Esto causa que las mujeres tengan una “doble carga” de trabajo. Los resultados no permiten afirmar que la desigualdad en la distribución de los cuidados se ha incrementado -en tanto que no tenemos datos anteriores a la pandemia-, sin embargo, sí permiten afirmar que la inequidad en la distribución del trabajo de cuidado se hace más evidente y problemática para las mujeres, y se abren a la eventual posibilidad de una redistribución de esta carga que, desde antes de la pandemia, se encontraba normalizada como un asunto femenino. Ahora bien, que se abra esta posibilidad lamentablemente no implica que los cambios necesariamente lleguen a implementarse.
Discusión y conclusiones
Los resultados presentados no solamente son consistentes con la evidencia que muestra que las mujeres son las más afectadas con el quiebre de la red de cuidados, producto de la pandemia (Batthyány y Sánchez 2020; Cepal 2020b), sino que además permiten profundizar en al menos dos sentidos. En primer término, los efectos que tiene la ruptura de las prácticas, espacios y tiempos no son lineales o simples. Es decir, el trabajo de cuidado no afecta a todas las mujeres del mismo modo, en algunos casos es únicamente la sobrecarga de trabajo de cuidado lo que empeora la calidad de vida, pero en otros es la conciliación con el trabajo remunerado lo que tiene costos en prácticas cotidianas como la alimentación o el ejercicio.
Se evidencia que la red de cuidados es compleja. Los cuidados no pueden reducirse a una serie de actividades estandarizadas, que todas las personas cumplen del mismo modo, en tanto que estos no se despliegan siguiendo los mismos intereses ni orientaciones afectivas. Más bien, hablar de cuidados conlleva siempre a pensar en términos locales, en tiempos específicos y situados que dan forma y sentido a las prácticas que los materializan. Es esto lo que permite subrayar la importancia que se concede a algunas acciones particulares, y justificar la omisión de otras, y comprender por qué las participantes se encuentran dispuestas a realizar las acciones que implementan y a soportar el costo y desgaste que conllevan a nivel afectivo, ético y político. Esto implica un ejercicio constante de reexaminación del cuidado y de los modos en que circula como ideal y como práctica. Así, el cuidado no parece ser un asunto que se resuelve de una vez y para siempre, sino más bien una práctica agonística, cotidiana y constante.
Estas características del trabajo de cuidado se vinculan estrechamente con lo sugerido por algunos autores (Duclos y Sánchez 2019), quienes han enfatizado el carácter potencialmente iatrogénico del cuidado al ser cristalizado y naturalizado. El cuidar de otros, el soportar esta red de modo acrítico y la falta de ayuda en el trabajo de cuidado pueden conllevar a que aquella que cuida sea, a su vez, descuidada. Como revelan nuestros resultados, esta forma de abandono puede tener profundos y perjudiciales efectos en las cuidadoras y, consecuentemente, en las redes que ellas sostienen. Por lo mismo, resulta relevante que puedan ir surgiendo diversas reconfiguraciones de las redes de cuidado, ya sea mediante ayuda estatal, o fomentando formas creativas y emergentes de interrelacionalidad que permitan introducir más actores, humanos y no-humanos, que ayuden a sostenerlas y den un descanso a las mujeres, principales responsables de soportar las actuales lógicas del cuidado en las sociedades occidentales modernas.
En línea con lo anteriormente mencionado, una de las particularidades del estudio Cuidar es que posibilitó un tiempo y espacio para que las mujeres, que se encontraban cuidando en medio de la pandemia, pudiesen actuar reflexivamente con respecto a sus propias acciones y afectos, y tuviesen la posibilidad de movilizar el cuidado como un asunto privado a una cuestión que puede discutirse o visibilizarse en escenarios más colectivos y sociales. Como efecto, se aprecia que las mujeres son conscientes de su centralidad en la red de cuidados, al generar una serie de miedos asociados a quién las remplazará en caso de que no estén presentes. La sobrecarga, por tanto, no afecta únicamente su calidad de vida, sino que articula una serie de miedos, angustias, sensaciones de incertidumbre y fragilidad. Por decirlo de otra forma, el peso de la red recae sobre las mujeres de múltiples formas: en su conformación previa a la pandemia, en su rediseño en el confinamiento, y en la inseguridad y ansiedad que provoca el movimiento y reajuste que requieren las prácticas de cuidado para reacomodarse a la emergencia sanitaria. Asimismo, las mujeres también son conscientes de la brecha de género en la distribución de las tareas domésticas y, entre estas, las de cuidado. Los resultados presentados dan cuenta de que, durante la pandemia, el trabajo que implica sostener una red para cuidar de otros y de sí se haya hecho dolorosamente patente para las mujeres. Para ellas se visibiliza de modo más nítido cómo este proceso comprende un desgaste que afecta su vida, y cómo su existencia debe cambiar y acomodarse para afrontar y sostener el funcionamiento y las acciones que constituyen la cotidianidad de los hogares.
Por otra parte, específicamente respecto a las prácticas de cuidado, los resultados se orientan a afirmar que estas se configuran en un entramado de niveles interdependientes; las mujeres hablan de su autocuidado, de los aportes grupales o comunitarios, del cuidado del grupo más cercano y también de la sociedad. Cuidados que dependen unos de otros, donde el quiebre de uno tiene costos o requiere de reacomodar otros. Es un trabajo vital, constante, de ir sosteniendo mundos que, además de prácticas, requieren de la rearticulación de tiempos -por ejemplo, dormir menos- y espacios. En dicho sentido, se encuentra lejos de ser una relación lineal entre quien cuida y quien es cuidado.
A propósito de los aspectos más afectivos del cuidado, en concordancia con Michelle Murphy (2015) , Richard Freeman (2017) y Carlo Caduff (2019) , se ha mostrado que el trabajo de cuidado también se asocia con emociones negativas como miedo, angustia, incertidumbre y ansiedad. En ese sentido, no se trata de establecer si el cuidado se conecta con afectos positivos o negativos, sino de reflexionar sobre una emocionalidad que es compleja, en la que existen muchas veces sentimientos contradictorios y simultáneos que también son centrales a la red. En otras palabras, se invita a reflexionar sobre los aspectos afectivos de los cuidados, al considerarlos como una cuestión compleja y situada.
Los datos y reflexiones que acá presentamos son resultado de una apuesta particular y situada por abordar la crisis de los cuidados. Una problemática que, si bien se encontraba en discusión desde hace décadas, fue al mismo tiempo visibilizada e invisibilizada por la crisis sanitaria de la covid-19. Visibilizada, en tanto la crisis sanitaria hizo dolorosamente patente la centralidad de los cuidados, así como su frágil situación actual en las sociedades contemporáneas, en las que el modelo económico imperante consume incluso las propias condiciones que permiten su existencia, donde no hay cuidado siquiera de esas condiciones (Fraser y Sunksara 2019). Invisibilizada, ya que, pese a la constatación de lo anterior, las primeras y más importantes medidas y políticas del Gobierno de Chile no reconocieron, o bien dieron una importancia secundaria y marginal a estos asuntos (Energici et al. 2021). Si bien el estudio Cuidar impulsa una reflexión respecto a los asuntos de cuidado, el conocimiento que se genera solamente puede ser parcial y situado (Strathern 2005).
Al respecto, esta investigación espera operar como un punto de partida para otras investigaciones que exploren cómo, en diversas culturas materiales y en medio de distintos arreglos semiótico-materiales, el cuidado se construye, reconstruye y abre camino a nuevos y más amables modos de existencia. Y cómo, de la mano de esto, el cuidado en sus distintas formas puede ser una respuesta de los sujetos, a nivel local y global, a las diversas crisis que han experimentado individuos, comunidades, lugares y espacios. Una respuesta que permite, como menciona Puig de la Bellacasa (2017) , congregar a diversos actores con el objetivo de reparar las redes que se han roto e imaginar nuevas historias a partir de ello. En dicho esfuerzo, nos sumamos a la idea de Peter Redfield (2005) según la cual estos momentos sociales e históricos de ruptura -la crisis propiamente dicha- hacen eco de diversas tensiones de orden ético del momento presente. En ese sentido, la crisis de los cuidados y su agudización por causa de la pandemia de covid-19 no hacen más que subrayar un orden de cosas que era éticamente insostenible, la im-posiblidad de seguir cuidando como se venía haciendo, en condiciones crecientes de precariedad y abandono por parte de sociedades y Estados que se han tornado incapaces, o deliberadamente desinteresados, para cuidar de sus ciudadanos (The Care Collective 2020). Debemos hacernos cargo de las imposibilidades actuales del cuidado para generar una forma de reflexión que permita transformarlo, repararlo y, eventualmente, cuidarlo.