La noción de “ser/estar afectado”1 fue introducida en 1990 por Jeanne Favret-Saada como parte de su investigación de la brujería en Francia. Si bien se elaboró como un dispositivo metodológico para describir la dimensión no representacional de la experiencia de campo, es parte de un proyecto conceptual más amplio que propone “repensar la antropología” (1990, 3)2. Especialmente, lo que Quirós ha llamado “la obsesión etnográfica por la palabra dicha -y, en muchos casos, la reducción de lo que se registra en campo a lo que la gente dice” (2014, 50). En una dirección distinta, la propuesta de Favret-Saada se enfoca en el carácter involuntario del trabajo de campo, producto de habitar otro lugar y ser “bombardeado con intensidades específicas (llamémoslas afectos) que generalmente no se significan” (1990, 6).
Por un lado, la afectación no se debe confundir con las emociones del etnógrafo -lo que se siente en el campo- ni con la empatía -lo que imaginamos que sienten los otros-. Antes bien, se corresponde con el hecho de ocupar la “posición de los nativos, sacudida por las sensaciones, percepciones y pensamientos” (Favret-Saada 1990, 6) de quienes habitan ese lugar o son habitados por este. Sin embargo, al ocupar ese otro lugar, los etnógrafos no lo hacemos de la misma forma que nuestros interlocutores, porque ocupar un lugar en el sistema nativo “no me informa nada sobre los afectos del otro; ocupar tal lugar me afecta, es decir, moviliza mi propio bagaje de imágenes sin instruirme sobre aquello que le ocurre a mis compañeros” (1990, 6).
Pero, ¿qué son las “intensidades”, “cargas energéticas” o “quantum de afectos” propios de la experiencia de campo? Favret-Saada (1990) los define como signos no verbales y desprovistos de intencionalidad, que modifican el comportamiento y la apariencia de aquellos que son ‘tomados’ por un sistema relacional particular. En su trabajo etnográfico, estas intensidades fueron puestas en circulación por el sistema de brujería que estaba investigando, el mismo que la introdujo en un régimen de “comunicación involuntaria y no intencional” (1990, 9) con sus interlocutores. En ese momento, su lugar en el campo pasó a depender de las posiciones e interpretaciones disponibles dentro del sistema que estaba intentando analizar.
Por otro lado, la afectación remite a un tipo particular de conocimiento que se aleja de la “desafortunada sujeción de la práctica antropológica a una indagación de aspectos intelectuales de la experiencia humana” (Quirós 2014, 49). Para Favret-Saada, las representaciones son “una de las formas más empobrecidas de la comunicación” (1990, 8), inadecuadas para indagar la dimensión pragmática de las relaciones sociales3. Esta crítica concluye con la afirmación de que los afectos -siempre vinculados a una posición en un sistema relacional- “presentan un tipo específico de objetividad” (1990, 7); disociando la “palabra indígena” de lo “simbólico”, “lo imaginario” y “la creencia”, nociones que tienen en común “la descalificación de la palabra nativa y la promoción de la del etnógrafo” (1990, 5).
Al asumir la dimensión objetiva de los procesos de afectación, la praxis local deja de ser el objeto pasivo de una teoría exterior, para convertirse en un agente constitutivo de los instrumentos descriptivos y analíticos del investigador/a. En otras palabras, a partir de ser/estar afectado, las prácticas y enunciados -verbales y no verbales- de nuestros interlocutores son los que orientan la forma en que debemos hablar de los mundos que investigamos y no al revés. Una especie de conocimiento que asume que “los procedimientos que caracterizan la investigación son conceptualmente del mismo orden que los procedimientos investigados” (Viveiros de Castro 2002, 117).
En ese sentido, los datos que extraemos de la experiencia de campo no pueden ser previstos o estructurados con antelación por ningún marco teórico; solo podemos estar abiertos a la sorpresa y la imprevisibilidad que nos deparan los mundos que visitamos (Stolze 2013). A diferencia de otras vertientes metodológicas, como la “reflexividad” (Guber 2014), orientada por la vigilancia epistemológica4, la afectación dispone al etnógrafo/a a dejarse atravesar por las fuerzas no representacionales que movilizan el universo social que está interesado en aprehender. Tal disposición solo es posible a través de la experimentación directa e involuntaria.
Por lo anterior, Favret-Saada define dos marcos temporales en la producción de conocimiento etnográfico. Uno a corto plazo, donde lo importante es encontrar respuestas a cuestiones que surgen en las interacciones cotidianas del campo -“¿Por quién me toma X persona? ¿Qué quiere de mí?” (1990, 5)-, para responder a exigencias pragmáticas. Otro a largo plazo, donde es fundamental el registro “maniático” de los eventos experimentados, más allá de nuestra capacidad de comprenderlos en el momento, para que al retorno del campo y el posterior proceso de escritura puedan producir efectos de conocimiento5.
La distancia que Favret-Saada toma de los métodos convencionales de la investigación científica y social quizás sea la causa de que su introducción en la antropología de la región, como comentan Zapata y Genovesi (2013), haya sido lenta y reciente; específicamente, con los trabajos de Goldman (2005,2003), Escolar (2010), Barbosa (2012), Quirós (2014), entre otros/as. Aunque la noción de afectos es frecuente en los discursos antropológicos actuales, por lo general es tratada en el marco de una reflexión sobre la dimensión subjetiva e intersubjetiva de la investigación etnográfica (ver Beatty 2013; Bourdin 2016; Calderón 2012).
A diferencia de este uso, mi recuperación de “ser / estar afectado” se basa en las reflexiones metodológicas que introdujo Favret-Saada, previamente comentadas. En síntesis, como un instrumento de registro y descripción analítica de las posiciones de un sistema relacional dado. En el caso que voy a presentar, dichas posiciones relacionales remiten a las prácticas asamblearias de la comunidad aborigen de San Miguel de Colorados, en el Noroeste argentino6, un tipo de organización local con la que establecí una comunicación involuntaria, a raíz de mi doble relación como investigador y gestor. Esta relación, entre otras cosas, incluyó el acompañamiento etnográfico de procesos organizativos por conflictos territoriales y la corresponsabilidad de un proyecto editorial para producir un libro con la historia de la comunidad.
En este contexto, las afectaciones de las que voy a hablar se expresaron a través de una circulación constante de quejas, frustraciones y malos entendidos entre las familias coloradeñas y yo. Es decir, a veces tomaban la forma de críticas y reclamos por parte de mis interlocutores, mientras que en otras oportunidades remitían a estados anímicos de mi persona, motivados por la necesidad de encontrar respuestas a las interpelaciones del campo. En todo caso, estas afectaciones no pueden ser comprendidas por fuera de la relación entre mi forma de pensar, percibir y ejercer mis prácticas organizativas de la investigación y del proyecto de edición, y las prácticas de colectivización comunitaria.
Por esta razón, mi propósito no es analizar la dimensión subjetiva de mis percepciones -y, mucho menos, las supuestas representaciones detrás de los reclamos de mis interlocutores-, sino las posiciones relacionales que fundamentan estas afectaciones y la forma en que se expresan. Estas posiciones responden a dos pragmáticas organizativas distintas y, por momentos, divergentes: una que define la acción colectiva como resultado del consenso representativo; otra, donde las decisiones comunitarias se forman por medio del ‘alineamiento’ temporal, y muchas veces conflictivo, de los puntos de vista de las familias, que representan una unidad fundamental de la organización coloradeña, como describiré en este artículo.
En el primer apartado, voy a presentar mi vínculo con la comunidad aborigen de San Miguel de Colorados, las condiciones del trabajo de investigación y el origen de un proyecto de edición para la producción de un libro a su nombre. Aquí me detendré en algunos de los reclamos y malentendidos que se dieron dentro y fuera de las asambleas comunitarias, los obstáculos organizativos que estos implicaron para el desarrollo del proyecto y las distintas soluciones que fui elaborando a partir de mi convivencia. Cabe aclarar que el formato de presentación de los datos no es la transcripción de la palabra dicha, ya que para comprender las afectaciones en juego hace falta evocar las atmósferas de estos reclamos y estados. Por tal razón, me voy a apoyar en la descripción de las situaciones y sus efectos, no en la cita textual del cuaderno de campo7.
En el segundo apartado, voy a hacer un recorrido por otros contextos coloradeños, vinculados a las actividades productivas y a los procesos de territorialización comunitaria, con la intención de conectar la experiencia del proyecto con otras prácticas locales de organización que tienen a la familia como punto de referencia. Su importancia como perspectiva organizativa aparece tanto en las asambleas como en la organización del espacio, el trabajo y los rituales. Una de las principales características que quiero destacar de esta forma de organización es la presencia constante de disputas y la posibilidad siempre latente de revertir los consensos establecidos.
En el tercer apartado, voy a elaborar una serie de consideraciones sobre la dimensión relacional de la afectación y su implicación en el trabajo de campo y la producción de conocimiento etnográfico. A pesar de que desde la década del ochenta la antropología ha incorporado la subjetivad de el/la investigador/a como objeto de análisis y de que en la actualidad existen varios trabajos orientados por la perspectiva de Favret-Saada, todavía hay una fuerte tendencia a enfatizar la experiencia de el/la etnógrafo/a, dejando en un segundo plano las de sus interlocutores.
Mi estadía en San Miguel de Colorados, por el contrario, explicita la dimensión relacional de los procesos de afectación, recalcando que, así como el universo local impacta sobre el nuestro, lo contrario también es cierto. Con este señalamiento, quiero hacer un aporte a la comprensión de las objetividades que las prácticas etnográficas introducen en los mundos que participan de sus investigaciones. Esta reflexión cobra un peso especial en Colorados, debido a los conflictos territoriales y socioambientales que la asolan desde hace más de una década. Conflictos que se caracterizan porque una diversidad de organizaciones y agrupaciones externas sitúan a la comunidad en complejas articulaciones, en las que estas deben responder a múltiples demandas y expectativas en pos de defender su territorio.
Afectaciones descontroladas: hacer el libro
La comunidad de San Miguel de Colorados está ubicada en la puna jujeña (Noroeste de Argentina), sobre un extenso territorio que abarca desde parte de las sierras de Chañi hasta Salinas Grandes. Se compone de aproximadamente ochenta familias, dedicadas a un amplio abanico de actividades productivas que incluye labores agrícolas, ganaderas, salineras, empleos estatales y el turismo comunitario. Además, como resultado de la creciente demanda internacional de litio, este salar se ha convertido en el objetivo estratégico de una serie de proyectos neoextractivistas (Svampa 2008). Desde hace una década los coloradeños, junto a más de treinta comunidades indígenas de la cuenca de Salinas Grandes y laguna de Guayatayoc, están involucrados en una disputa territorial con el Gobierno de la Provincia de Jujuy y varias empresas privadas por proyectos de minería de litio en el salar (ver Göbel 2013; Miranda 2021; Miranda y Pazzarelli 2020, 2019; Pragier 2019).
En 2018 comencé la recopilación de material etnográfico junto a la comunidad en el marco de mi proyecto doctoral, acompañado de la tarea de editar un libro de difusión con la historia de San Miguel de Colorados. Esta propuesta fue resultado de un acuerdo que me permitía trabajar con las familias, si con la misma información recolectada para la investigación producía un libro que quedara a nombre de la comunidad, con su historia. Este acuerdo es reflejo del mayor control que algunas comunidades indígenas tienen sobre sus territorios, a raíz de las transformaciones políticas y legales de la década del noventa (Espósito 2017; Weinberg 2019). Así mismo, es reflejo de la actual dinámica de los conflictos socioambientales, que las obliga a establecer relaciones con organizaciones no comunitarias para fortalecer la defensa del territorio (Li 2017; Weinberg 2005, 2004).
La intención de los/as coloradeños/as es utilizar este libro como un documento escrito que apoye su ocupación ancestral, en un escenario de amenaza permanente por los intereses mineros en la zona. El proyecto sigue en desarrollo y se espera poder finalizarlo en el transcurso de 2023, aunque ha sido objeto de múltiples inconvenientes organizativos que fueron retrasándolo y que pasaré a comentar a continuación.
Mi estancia en Colorados se caracterizó, desde el comienzo, por una doble posición: como etnógrafo, conviviendo por varios meses con las familias anfitrionas y participando de sus actividades cotidianas -pastear animales, arreglar acequias, colaborar en la siembra y cosecha, cortar sal, atender turistas y asistir a diferentes tipos de reuniones-, y como aliado, un experto de afuera encargado de ayudar a la comunidad, participando en asambleas y siendo objeto de decisiones comunitarias. En diferentes momentos, esta situación se volvió problemática, debido a la dificultad de utilizar la información recolectada para avanzar con el proyecto del libro. En principio, por los constantes desacuerdos entre las familias y su impacto en los consensos obtenidos.
Una de las primeras dinámicas que me encontré al comenzar a trabajar fue la inestabilidad de las decisiones asamblearias. No tardé en darme cuenta que lo establecido en las asambleas rara vez se cumplía, por lo menos no de la forma en que se acordó originalmente. Lo más común era que las decisiones fuesen vueltas a discutir fuera de los espacios comunitarios, familia por familia, para ser nuevamente puestas en consideración en otras asambleas, repitiéndose las veces que fuese necesario. Esto convertía la gestión de permisos y actividades en un proceso largo e incierto.
Cuando la asamblea determinaba una acción, por ejemplo alojarme en una casa o acompañar una labor productiva en el campo, en la práctica casi siempre debía volver a negociar los pedidos de forma particular. Tal situación se volvió frustrante, en los casos en que se organizaron actividades que eran después canceladas, porque fuera de la reunión las familias expresaban estar en desacuerdo.
Este recurrente escenario me introdujo en uno de los aspectos más característicos de las decisiones comunitarias en San Miguel de Colorados: su posibilidad de cambiar según las circunstancias, ser revocadas o desconocidas si las personas se sienten comprometidas de más. A pesar de que expresé abiertamente el impacto de este hecho en la factibilidad del proyecto, la comunidad nunca ha dejado de criticar mis métodos de trabajo y exigir mejores y más rápidos resultados.
Estas demandas son formuladas en las asambleas y reuniones mensuales, en las que el libro y otros temas comunitarios son tratados8. En estas instancias presento mis avances, dejándolos a consideración para correcciones y cambios. También es el lugar y momento donde se coordinan las visitas y actividades para seguir con la recopilación de información. Aunque las discusiones deben centrarse en el material presentado, en realidad se hace una evaluación colectiva sobre mi forma de trabajar.
Por lo general, estas intervenciones solían apuntar a que el proyecto no avanzaba porque yo no trabajaba con el suficiente compromiso. En una ocasión, uno de los asistentes, acusándome de muy lento, propuso que debía comprometerme a escribir veinte páginas diarias sin excepción, para que en dos meses el libro esté listo y demos por concluido el proyecto (diario de campo, Colorados, 2018). En otra oportunidad, se exigió que siempre tuviera la libreta en la mano, para que anote todo lo que vea y escuche mientras esté en la comunidad, porque no podemos confiar en su memoria para guardar la información (diario de campo, Colorados, 2019).
La atmósfera que caracteriza las asambleas, más allá del tema que las convoca, es de reclamos y desacuerdos. Es normal que estas reuniones se extiendan por muchas horas, incluso cuando se trata de asuntos aparentemente anodinos, como la organización de la fiesta de final de año de los estudiantes de la secundaria. No importa lo que se discuta, la dinámica es siempre la misma: cada miembro que lo desee expone su punto de vista durante el tiempo que considere conveniente, para después pasar al voto colectivo.
En Colorados nunca vi utilizar el método de la mano alzada para tomar una decisión comunitaria. Generalmente, se discute todo lo que sea necesario, con la intención de elaborar una voz unánime. No obstante, esta unanimidad es permanentemente obstaculizada por la usual resistencia de las familias a resignar sus opiniones -o lo que, a veces, también llaman sus posicionamientos-. Más de una vez fui testigo de cómo, ante la imposibilidad de consensuar, se decidió hacer otra asamblea para seguir discutiendo. Con algunos asuntos, como los límites territoriales entre las parcelas familiares o las comunidades colindantes, estas discusiones nunca se cierran del todo.
Debido a que la medida local de gestión de toda actividad colectiva es la familia9, el establecimiento de cualquier consenso o acción comunitaria depende, en última instancia, de sus voces y votos. Hasta los talleres del libro, especialmente realizados en coordinación con la asamblea, han sido objeto de múltiples discusiones que han obligado a postergar cuestiones apartemente sencillas, como la aprobación de un boceto de índice. La situación se complejiza en mi caso, si tenemos en cuenta que la comunidad me exige anotar hasta la última palabra expuesta en cada reunión -es decir, cada opinión-, para que después lo escriba bonito para el libro. Con esta actitud, se asume que el encargado de establecer los consensos soy yo.
Un típico foco de desacuerdo es el tema del territorio, que abarca desde su defensa contra los proyectos de litio hasta las divisiones internas del espacio comunitario. Cabe aclarar, que la distribución de los parajes, campos, rastrojos y lotes que conforman a San Miguel de Colorados es de carácter familiar; lo que respeta, en la mayoría de los casos, la organización precomunitaria. Como me dijeron una vez: la comunidad se hace cargo cuando se trata de un daño que nos amenaza a todos, sino se respeta la tradicional división de antaño. En ese sentido, al hablar del origen o los límites de un paraje o campo en particular, cada familia expone un relato distinto asociado a su experiencia y a lo que sus abuelos contaron.
Por esta razón, a pesar de que todas las familias están emparentadas y comparten múltiples vínculos cotidianos, suelen tener puntos de vista que muchas veces ofenden a los demás, porque no se sienten reconocidos. Cuando un asunto exige la elaboración de una respuesta que represente a toda la comunidad, como tiende a suceder con el Estado10, las familias se ven obligadas a hablar de lo que saben. Así, convierten las intervenciones de unos en el objeto de críticas de otros, cuestión que eventualmente puede devenir en peleas.
En las ocasiones en que las disputas entre dos o más familias suben de tono, comúnmente a raíz de la exposición pública de conflictos parcelarios de larga data, la atmósfera de la asamblea cambia por completo. En ese momento, el resto de los miembros abandona su rol impugnador y pasan a ‘mediar’ entre las familias en conflicto, moderando la escucha atenta de cada punto de vista e induciéndolas a dejar las cosas del pasado atrás. Cabe aclarar que, si bien la dinámica que describo es común a las asambleas -y a otros tipos de colectivización, como mostraré en el siguiente apartado-, las motivadas por la presión exterior -sea de las empresas, el Estado o ¿el etnógrafo?- son las que más peleas generan.
Durante el transcurso de los talleres del libro, me di cuenta de que algunos asistentes se negaban a darme información sobre el territorio, como los nombres de ciertas vertientes o cerros que debía marcar en el mapa. Me contestaban que no sabían el nombre, porque no andaban por ahí. En la medida en que pasaban los meses y me hacía consciente de los lazos entre las distintas familias, caí en la cuenta de que esta renuencia se intensificaba según la relación de parentesco con quienes vivían en los lugares por los que preguntaba. Mientras más distantes fueran, más fuerte era la negativa a responder.
Me tomó un tiempo darme cuenta de que no se trataba de una negación a cooperar conmigo, sino que para los/as coloradeños/as hablar del territorio es, necesariamente, hablar de las personas que lo habitan. Es hacer comentarios de los parajes en los que viven, de los modos que tienen de trabajar y llamar a las cosas, incluyendo caminos, vertientes y cerros. Además, como acabo de exponer, hacer un comentario público sobre estos temas puede ser motivo de fuertes discusiones. Por eso, muchas familias optan por guardar silencio en esas instancias, al menos cuando es una opción. Así, cuando preguntaba por los nombres de algunos sitios, la respuesta muchas veces era: no sabemos. Ante mi insistencia, me aclaraban: no sabemos cómo les dicen sus dueños. Sí conocemos pero con otro nombre y es el nombre que le dan sus dueños el que tiene que ir en el libro para evitar peleas (diario de campo, Colorados, 2019).
En algún punto indeterminado de este proceso, se hizo evidente que el proyecto ponía en contacto dos formas de hacer, por momentos muy distintas, sobre lo que aparentemente era un mismo objetivo: elaborar el libro. Los requerimientos de mis estrategias de trabajo colocaban a las familias en una situación incómoda, al insistir en la exposición de sus opiniones y posicionamientos. El silencio, que podía ser considerado un obstáculo desde la perspectiva de la gestión, era desde su perspectiva, una técnica de cuidado de las relaciones cotidianas del territorio comunitario. En ese sentido, la negativa de los talleres -así como los reclamos y las quejas en las asambleas- son, en términos de Favret-Saada, parte de una “comunicación involuntaria” (1990, 9) que se estableció entre los coloradeños y yo debido a la posición que empecé a ocupar en la comunidad, al convivir y participar de sus formas de colectivización.
A lo largo de un lento aprendizaje, inscrito en el propio ritmo de las relaciones que iba construyendo en el campo y que más de una vez se tornó en desencanto, fui probando gestos, actitudes y acciones para lidiar con esta situación. Mi objetivo era simple: elaborar respuestas que tuvieran sentido para mis interlocutores y me permitieran ‘desacelerar’ las interpelaciones -y la consecuente frustración que me generaba-. Para ello, usé como referencia mis interacciones cotidianas con las familias coloradeñas. Visto en retrospectiva, algunas de estas medidas, aunque aplicadas en un clima de incertidumbre experimental, funcionaron y me ayudaron a encontrar un frágil -pero útil- equilibrio en mi relación con la comunidad.
Por ejemplo, gracias a la convivencia, pude aprender que las quejas no siempre buscaban producir cambios y que quejarse es una manera, efectiva y localmente aceptada de lidiar con las inconformidades. Ante los reclamos de usted no avanza con el libro, yo empecé a responder, ustedes no se ponen de acuerdo en nada. Esta eficacia descansa en que este tipo de reclamos no se dan entre extraños, sino entre conocidos o parientes, y son un signo, entre otros, de que las relaciones están bien. Los reclamos forman parte de un modo de sociabilidad que busca reconocer las maneras de pensar y hacer de cada uno.
También aprendí que la vía más adecuada de hablar sobre ciertas cosas era mientras se hacían. Por ejemplo, acompañar a sacar las cabras me permitía aprender más sobre los límites de un campo familiar que preguntando en un taller. Esto no solo debido a la inclinación de las personas a no hablar de aquello que no están experimentado en lo inmediato, sino a que el contexto más propicio para escuchar las historias familiares es la casa, lejos de las asambleas y la obligación de estar de acuerdo.
Experiencias y posicionamientos familiares: hacer territorio
San Miguel de Colorados se autodefine como una comunidad salinera, especialmente en relación con la extracción tradicional de panes de sal. Esta actividad productiva que se remonta más allá del tiempo de los abuelos y se sigue practicando hasta el día de hoy11. La vinculación entre el trabajo y el salar es crucial en las motivaciones y argumentos que los/as coloradeños/as esgrimen en contra de los proyectos neoextractivistas (Miranda 2022). Actualmente, a las canteras de sal se ha sumado un proyecto de turismo comunitario que tiene un lugar destacado en la defensa del salar.
El parador turístico de Salinas Grandes inició en 2014. Es un emprendimiento gestionado por tres comunidades indígenas, entre ellas Colorados12, que se convirtió en pocos años en una importante fuente de recursos económicos para las familias que trabajan diariamente en este espacio. Ofrece comidas y artesanías regionales a los turistas, pero su mayor atractivo son las visitas guiadas a las piletas de sal y los ojos de agua en el interior de la salina. El circuito dura aproximadamente una hora e incluye una presentación de los tipos de extracción de sal realizados por las comunidades, así como un speech donde se enfatiza la relación de pertenencia, cuidado y respeto con el salar. Adicionalmente, el parador es considerado un espacio desde donde se vigila el territorio y se establecen contactos con potenciales aliados: turistas, activistas, periodistas, artistas, etc., algunos de los cuales llegan hasta el salar con el propósito exclusivo de ofrecer su ayuda a las comunidades.
Durante mi estadía, a través de este espacio se articularon varios proyectos que, a pesar de sus distintos objetivos e intereses, eran considerados por los coloradeños/as buenos para la comunidad. Hubo desde una propuesta colaborativa de arte contemporáneo que tenía entre sus fines visibilizar la lucha indígena contra el litio (Fly with Aerocene Pacha s. f.), hasta campañas publicitarias de ropa y automóviles que utilizan el salar como escenario de sus productos. A pesar de este fin comercial, estos casos también son considerados importantes para la comunidad porque reactualizan una relación buscada con los otros; una que desde la mirada local los reconozca como dueños de la salina y que, por ende, los lleve a pedir permiso.
El trabajo en Salinas Grandes no puede separarse de las tareas vinculadas al cuidado y resistencia contra el extractivismo. Los coloradeños/as se refieren a esta indisociabilidad como posicionarse en el territorio, una expresión común en asambleas y reuniones que se apoya en un tipo de relación particular con el espacio, cuyo origen está en el trabajo productivo: ser dueños. En principio, son las familias las que son consideradas dueñas de sus campos y animales, en función de la capacidad que despliegan para volverlos fértiles, productivos y ricos, para así afirmar su pertenencia. De hecho, las familias que abandonan por mucho tiempo sus parcelas pueden dejar de ser consideradas dueñas, independientemente de sus títulos de propiedad (Lema y Pazzarelli 2015). Cuando los coloradeños afirman la necesidad de posicionarnos en salinas porque somos dueños, se refieren específicamente al trabajo diario que realizan en el parador y en las canteras de sal. Estas relaciones productivas reactualizan las condiciones que permiten a la comunidad presentarse como legítima dueña de la salina; un gesto que, desde su mirada, constituye la primera línea de defensa del territorio.
En San Miguel de Colorados, como en otras regiones del Noroeste argentino, las actividades productivas son inseparables de un conjunto de entidades no humanas que pueblan el territorio y que lo definen como un “espacio vivo” (Bugallo y Vilca 2011, 3). En consecuencia, los trabajos en los rastrojos, los cerros y las canteras requieren del establecimiento de relaciones de reciprocidad con estos seres, a través de la práctica ritual de pedir permiso y dar de comer (como ha sido extensamente registrado en los Andes peruanos, bolivianos y argentinos: Bastien 1978; Flores 1977; Gose 1994; Merlino y Rabey 1978; Nash 1979). En este artículo no voy a profundizar sobre este aspecto, solo comentar que estas entidades son consideradas, en muchos casos, dueñas de los animales y los minerales de los que dependen las familias para su reproducción. Por esta razón, los rituales son tradicionalmente ejecutados en las casas, rastrojos y corrales familiares. Si bien estos comparten una estructura común, se caracterizan por pequeñas variaciones en los elementos utilizados y los pasos a seguir, según la experiencia particular de cada ejecutante. Estas diferencias son siempre tenidas en cuenta y se consideran irreductibles entre sí:
Cada familia tiene su manera, cada abuelita tenía su forma. A todos nos han enseñado diferente. Si tú me preguntas a mí cómo hacen ellos, capaz que te digo que mal, porque acá nosotros hacemos distinto. Pero si yo estoy allá no voy a decir nada, que si es la manera correcta o no; como hacen ellos no se discute. La experiencia de una familia nunca es igual a la de otra. (Diario de campo, Colorados, 2018)
De modo similar que con las opiniones y los posicionamientos, las prácticas rituales dependen de una perspectiva familiar en su organización. Son parte de un conjunto de relaciones con el territorio, que tiene a las familias como eje de referencia, rasgo que también se manifiesta en los conflictos en Salinas Grandes. Por ejemplo, las comunidades no solo se organizan para defender un lugar de pertenencia identitaria y una fuente de trabajo local, sino para defender sus vínculos filiales con un espacio que consideran vivo y que, como afirman los/as coloradeños/as, es como familia (Miranda 2022).
Los posicionamientos familiares en los campos y los posicionamientos comunitarios en el salar apoyan su pertenencia al territorio en el trabajo productivo. No obstante, el trabajo no es considerado de modo abstracto, “sino a través de formas concretas y referencias empíricas del hacer” (Pazzarelli 2021, 12). Cada familia despliega un repertorio singular de conocimientos formados a lo largo del tiempo, denominados experiencias, que no solo son importantes para la ejecución de las actividades productivas y rituales, sino que también orientan la gestión de las opiniones y posicionamientos que las asambleas comunitarias coordinan, sea para el mantenimiento del parador turístico, para la defensa del territorio o para el establecimiento de los contenidos de un libro.
A pesar de este rol organizador, posicionarse no implica ponerse de acuerdo. Este aspecto es destacado en otros contextos de coordinación colectiva, como la limpieza de acequias o la administración de turnos de riego. Después de una reunión entre regantes en la que se manifestaron múltiples desacuerdos, una coloradeña comentó a modo de sanción: cuando uno se junta tiene que tomar posición; no se puede ceder en nuestras razones cuando sabemos que son verdad (diario de campo, Colorados, 2018). Esta equivalencia entre posición y verdad es la que promueve el sostenimiento de puntos de vista irreductibles, muchas veces motivo de conflictos en la organización y ejecución de las tareas conjuntas. Por esta razón, se considera que las acciones de coordinación colectiva son necesarias, pues no se pueden hacer solo, pero poco deseables, porque confrontarse es habitual.
Cabe aclarar que las familias tienen opciones en los contextos productivos y rituales para lidiar con los posicionamientos sin recurrir a los consensos -como mandar un peón, ausentarse, reconciliarse temporalmente o simplemente pelearse-, que no tienen en los conflictos territoriales externos. En estos casos, la necesidad de elaborar acuerdos para defenderse de la agresión del Estado o de las empresas es innegociable.
En una oportunidad, durante mi estadía, el Gobierno de Jujuy anunció el tratamiento de un proyecto de ley para expropiar una parcela familiar y construir un centro de interpretación turística en Salinas Grandes (“Salinas Grandes: Morales pretende expropiar tierras…” 2019). En la vorágine de recolectar información, con asesoramiento de su abogada y junto con la familia afectada, las autoridades de Colorados escribieron dos cartas para exigir al Gobierno que suspendiera el tratamiento del proyecto, por haber incumplido el derecho de las comunidades indígenas al consentimiento libre e informado. En una asamblea extraordinaria convocada a los pocos días, el comunero informó las medidas, disculpándose de antemano por las urgencias del caso.
Para mi sorpresa, esta declaración desató una ola de denuncias, que lo acusaban de haber pasado por encima de la asamblea. Aunque se reconocía que las acciones tomadas eran correctas, se condenaba no haber pedido primero su autorización. La discusión se extendió por varias horas y devino en un conflicto entre varias familias por desacuerdos en los límites parcelarios del área en cuestión, que exigían decidir las acciones a llevar adelante. A partir de este momento, la asamblea pasó a girar en torno de estos reclamos y se convirtió en una ronda de oradores, donde cada coloradeño/a expuso su punto de vista, cuidando no cuestionar el de las familias en disputa. La reconciliación pasó a convertirse en el principal objetivo de la reunión. Finalmente, al único acuerdo al que se llegó fue que nunca más el comunero y la comisión podrán tomar una decisión solos.
Los posicionamientos territoriales, que se fundamentan en ser dueños, y los posicionamientos asamblearios, con verdades que no se resignan, emergen de las familias y su relación con los espacios que habitan y trabajan. Cuando alguien en Colorados toma posición, no lo hace como un individuo aislado, sino como parte de un conjunto de experiencias que tienen a la familia y al territorio como horizonte. Cuando la comunidad se ve amenazada, estos posicionamientos no desaparecen: se ‘realinean’ a través de prolongadas negociaciones que tienden a reforzar sus particularidades y diferencias. La necesidad de acuerdos no es objetada, pero los desacuerdos no pueden ser sacrificados para su obtención. En el conflicto por el proyecto de expropiación, por ejemplo, fue necesario escuchar la opinión de cada persona-familia-parcela para reajustar los vínculos territoriales, lo que llevó a que la disputa familiar reemplazara por momentos al conflicto con el Estado.
Así, las asambleas coloradeñas buscan elaborar consensos para tomar medidas, al mismo tiempo que permiten a las familias negociar el reconocimiento de sus relaciones, lo que inevitablemente da lugar a la aparición de posiciones diferenciales, no exentas de tensiones o disputas. Algunos temas urgentes pueden requerir varias reuniones, hasta que todas las posiciones en juego hayan sido expuestas y, a partir de ahí, tomar una decisión colectiva. Este proceso es crucial, porque el vínculo entre familias, trabajo y territorio funda la relación de dueños, que moviliza a la comunidad a defender Salinas Grandes ante una agresión externa. Mantener vivas estas relaciones es indispensable para la acción comunitaria en los momentos de conflicto.
Todos somos afectados
Las “fricciones colaborativas” (Tsing 2005) que introduje al inicio de este artículo, y que suponen un obstáculo para mi gestión, son expresión de una “equivocación” (Blaser 2018; Viveiros de Castro 2004) entre dos modos diferentes de concebir y ejercer la organización y el trabajo. Ahora, me voy a detener en cómo esta ‘diferencia’ impacta sobre la comunidad.
Para empezar, el proyecto del libro plantea exigencias que lo conectan con el tipo de situación descrita arriba. Cada taller busca obtener una decisión representativa que pueda ser transcrita como un relato comunitario, igual que las cartas que el comunero envió al Gobierno de Jujuy y que después la asamblea denunció. Esta búsqueda se funda en mis prácticas organizativas, pertenecientes al mundo urbano, académico y político del que provengo; son expresiones de un modo de comprender las decisiones colectivas como resultado de consensos representativos. Este es el punto de convergencia entre los conflictos territoriales y el proyecto del libro: ambos demandan acuerdos, sin importar que sea a través de las ficciones consensuales. Quienes estamos familiarizados con prácticas democráticas occidentalizadas, sabemos bien que los consensos no representan a todas las posturas, pero también que eso no es lo importante. El objetivo es atenuar la opinión de la minoría para lograr una decisión satisfactoria para la mayoría, una mayoría que, finalmente, nos representa a todos.
La equivalencia entre mayoría y todos es fundamental, porque legitima la operatividad de la representación consensual. Como he mostrado, esto solo coincide parcialmente con las formas de elaborar la acción colectiva en San Miguel de Colorados, que dependen de posicionamientos que resisten una perspectiva englobante (Stengers 2014). Si bien podemos hablar de un todo comunitario -los coloradeños/as lo hacen-, este es un todo no englobante. Dicho de otra manera, un todo que no pretende abarcar a las familias bajo un consenso representativo, lo que las obligaría a suspender sus diferencias en favor de la mayoría. Es un todo divergente, parecido a un mosaico de piezas heterogéneas, donde cada una tiene el mismo nivel de importancia y que, según las circunstancias, se acomodan de una forma u otra, siempre con la posibilidad de cambiar o deshacerse para volver a comenzar. Por esta razón, las asambleas prefieren dilatar el tiempo para reajustar los vínculos interfamiliares y alinearlos de forma parcial y provisoria. Así mismo, se inclinan a ignorar la escala de los asuntos, pues tratan cada postura con igual importancia.
Al igual que muchas comunidades indígenas involucradas en conflictos territoriales, Colorados se articula con una amplia gama de organizaciones no comunitarias -movimientos sociales, partidos políticos, ONGs, abogados, académicos, funcionarios, artistas-. Esta red de aliados ha tenido la tarea de elaborar documentación legal, científica y audiovisual en diferentes momentos, que ha facilitado ante el Estado y la opinión pública la imagen de una comunidad unida, consciente y con pruebas que justifican sus reclamos. Aunque los/as coloradeños/as no se inclinan por los consensos englobantes, son conscientes de que el Estado, las empresas y los aliados los demandan.
He sido testigo del enojo de investigadores, empresarios y líderes políticos ante los silencios y desacuerdos de las asambleas comunitarias. Como escuché una vez afirmar a dos geólogos, en un intento por concientizar a las familias coloradeñas de la importancia del conocimiento científico para que acepten una propuesta de investigación: para algunas cosas tenemos que confiar solo en la ciencia: si a mí se me malogra el vehículo, no voy a acudir a la Pachamama sino a la mecánica (diario de campo, Colorados, 2019). El propósito de mis colegas era aplacar los intensos desacuerdos que su presentación había generado, por medio de apelar al consenso de la verdad científica/objetiva -torpe o maliciosamente contrapuesta a la de Pachamama-. Esta estrategia no funcionó y la comunidad rechazó el estudio, bajo el argumento de que no habían pedido ni su opinión ni su permiso antes de escribir el proyecto (diario de campo, Colorados, 2019).
A pesar de estas negativas, los conflictos en una zona asediada por proyectos mineros obligan a los coloradeños a adaptarse, al mismo tiempo que intentan mantener sus formas de colectivización. Aunque parezcan opuestas, las asambleas en defensa de una agresión territorial y los talleres que buscan información para el libro plantean el mismo dilema para la comunidad: respetar los posicionamientos familiares y producir, al mismo tiempo, decisiones que la representen como un todo ante los otros.
Existen varias prácticas locales para afrontar esta situación: la delegación de requisitos, documentación e incluso consensos a agentes externos es una de ellas. Otra, es el aplazamiento indefinido de la toma de decisiones comunitarias, expresado en convocar reuniones tras reuniones hasta que todas las familias opinen igual o la urgencia se vuelva impostergable. Sin embargo, se trata de un campo muy amplio que no desarrollaré en el presente artículo.
En concreto, mi intención es enfatizar lo siguiente: los coloradeños/as también son afectados por su relación con los modos no locales de organizar la acción práctica. Mucho se dice de la afectación que padece el etnógrafo/a al vincularse con las lógicas del mundo que investiga; poco sobre aquella que produce. No obstante, los afectos integran un sistema de posiciones, es decir, son inherentemente relacionales (Favret-Saada 1990). He descrito cómo el proyecto del libro forma parte de una realidad ajena y simultáneamente conectada a la comunidad. Si bien responde a un contexto que vincula comunidades indígenas y organizaciones no comunitarias en procesos de movilización, no por eso la diferencia de posiciones deja de existir -y la afectación es una forma de registrarla en la experiencia de campo.
Soy un aliado en la tarea de ayudar a la comunidad, algo que no sucede sin provocar fricciones que expresan la mutua afectación de formas distintas de hacer, obligadas a lograr cierta eficacia para ambas partes. Las quejas sobre mi falta de compromiso, las decisiones que cambian fuera de las asambleas y los constantes desacuerdos sobre los contenidos del libro son reflejo de que los coloradeños/as también se afectan y toman posición con respecto a las condiciones que el proyecto les plantea. Por ejemplo, elegir un solo nombre para aquello que tiene tantos nombres como familias -como es el caso de las vertientes, caminos, cerros, etc.-. También se ven obligados a ensayar estrategias para lidiar conmigo y avanzar con la recopilación de información, que son modificadas según mis reacciones; nos afectamos juntos y reajustamos la relación en función de esta correspondencia. Tal fue el caso cuando respondí las quejas con más quejas, una práctica que me permitió dialogar con las familias del proyecto en sus propios términos, pero a riesgo de volverlo inoperativo debido a los tiempos programados por la gestión.
También hay algo que me diferencia como aliado: la práctica etnográfica, que me ubica en una posición análoga a la de los coloradeños/as. En las asambleas y talleres también debo defender y sostener mis posicionamientos, al tiempo que procurar dar espacio al de los demás, así como contribuir en la toma de decisiones que permitan al proyecto existir. Es importante señalar que análogo no refiere a igual ni a equivalente; lo que quiero decir es que, si bien mi reacción a los modos en que la comunidad produce sus decisiones no es la misma -y no puede serlo-, la condición de afectación sí lo es. Ambos estamos tomados por el mismo sistema de relaciones. Experimentamos de forma diferencial el mismo peso de las obligaciones, frustraciones y soluciones de quienes estamos involucrados en la vida comunitaria, dentro y fuera de las asambleas; el peso de estar obligados a producir consensos no englobantes.
Dicha posición me permitió relacionarme con una forma externa, la mía, y otra local, la de ellos, de fundar la verdad y la acción colectiva. También me llevó a reconocer que ser dueño produce un tipo de pertenencia territorial que depende de las experiencias, entendidas como un conjunto de formas de hacer, siempre particular y específico a la relación de cada familia con sus rastrojos, parcelas, animales, vertientes y pachas. En resumen, este proceso local de territorialización problematiza la oposición entre lo individual y lo colectivo en favor de lo ‘singular’. Sin esta categoría, es imposible comprender el gesto de las familias cuando afirman que son dueñas del salar ni dimensionar su papel en la defensa comunitaria13.
La afectación, entendida como una condición sine qua non de las relaciones, no puede darse de forma unilateral: afectamos a los otros en la medida en que los otros nos afectan. Esto no tiene que ver con la empatía u otro ejercicio identificatorio, porque los efectos producidos en los distintos polos de la relación no tienen que ser los mismos -y la mayoría de las veces no lo son-. Para los coloradeños, las exigencias de los acuerdos asamblearios de despluralizar sus puntos de vista y el territorio producen otras formas de pluralizarlos: silencios, aplazamientos, delegaciones, peleas. En cambio, para mí -y para otros aliados-, la imposibilidad de establecer consensos representativos dispara juicios de valor y explicaciones sobre lo que realmente está pasando (Latour 2004).
A su vez, la afectación como experiencia y método afirma una característica del conocimiento etnográfico: “no se trata de afirmar la relatividad de lo verdadero, sino la verdad de lo relativo […] la verdad de lo relativo es la relación” (Viveiros de Castro 2002, 129). El cuidado de evitar una perspectiva englobante que subordine las verdades familiares y sus relaciones al tomar una decisión comunitaria, prefiriendo los alineamientos temporales y precarios, ilustra esta afirmación. También es ejemplo de ella las afectaciones que producimos en el campo con nuestras propias verdades, sin importar si estas son enunciadas por el sentido común o el ‘método científico’. El hecho de que equívocos y malentendidos se manifiesten tanto en el contexto de los conflictos territoriales como en el del proyecto del libro es índice de las continuidades de ciertos universalismos entre la política y la ciencia (Stengers 2017)14.
En Colorados, es imposible abstraer las experiencias, opiniones y verdades del territorio y las decisiones. Las asambleas defienden esta afirmación cada vez que ponen en un mismo nivel de importancia las decisiones comunitarias y los posicionamientos familiares; cada vez que niegan la operación englobante de la mayoría. Se trata de una lección local sobre el cuidado de las diferencias como forma de colectivización, así como un reclamo implícito a los universalismos que llevamos al campo, incluso con las mejores intenciones. Como es de esperarse, tampoco puede haber una solución ‘englobante’ para mejorar las articulaciones entre aliados y comunidades indígenas, tan necesarias como forzosas en el actual escenario de conflictos neoextractivistas. Sin embargo, comenzar por ser/estar afectados es, quizás, una buena disposición para procurar una potencial relación productiva o, recuperando una categoría local, fértil. En definitiva, es un esfuerzo por construir una relación en la que pongamos en un mismo nivel de importancia las verdades de las comunidades y las nuestras.
Conclusiones
Como anuncié en la introducción, una característica inherente a la afectación es su carácter relacional. Los eventos relatados en el primer aparatado son consecuencia de sentidos y prácticas divergentes en acción, parcialmente articuladas por motivaciones que parecen equivalentes pero que no necesariamente lo son: en este caso, la producción de un libro. Los inconvenientes para materializar mis estrategias de trabajo no expresan la imposibilidad de las familias coloradeñas para ponerse de acuerdo; antes bien, apuntan hacia una pragmática local que se apoya en la re-producción y la defensa de las singularidades familiares como forma de lo comunitario.
En resonancia con otras regiones del Noroeste argentino y de los Andes, en San Miguel de los Colorados el espacio no es conceptualizado como una entidad externa e independiente a las personas que lo habitan. Para los coloradeños/as, hablar del territorio es referirse al mismo tiempo a las familias, a las actividades productivas y a los rituales que realizan diariamente; la conceptualización es relacional y depende de una actividad esencialmente no discursiva. Desde esta mirada, las maneras de hacer son las que organizan espacios y formas de acceso. También argumenté que esta concepción no se limita a las tareas tradicionales, sino que también está presente en las asambleas y en la gestión comunitaria del parador turístico. Afirmar que para las familias trabajar en el proyecto del libro es equivalente a trabajar en el territorio, es comprender que la suspensión de las singularidades de sus puntos de vista en pos de obtener consensos representativos supone un dilema relacional.
Solo cuando mi lugar en la comunidad implicó responder a las mismas interpelaciones que el resto, más allá de que mis respuestas no fueran las mismas, comprendí la necesidad de los puntos de vista no englobantes. Esta experiencia no puede ser descrita únicamente en términos de sentidos, valores o representaciones, ocupar una posición en el sistema local de decisiones implicó padecer efectos impredecibles, que tenían la característica de “atraparte” (Favret-Saada 2009). Es decir, de obligarte a buscar respuestas que fueran capaces de hacer sentido en la relación. Primero, como un requisito pragmático para convivir en el campo. Segundo, como proceso analítico para describir un conjunto de prácticas locales y no locales con los espacios y la acción colectiva.
La importancia de recuperar el trabajo de Favret-Saada radica en su énfasis en el carácter involuntario de la experiencia de campo. El/la etnógrafo/a como superficie sensible a ser impactada por el afuera es una figura heurística, que permite prepararnos para experimentar un hecho: la praxis social no se compone únicamente de representaciones, pues supone también afectaciones. Aunque es indiscutible la importancia de la reflexividad, este método solo considera una dimensión de la vida social. Como la autora comenta, fue la afectación de la fuerza de la brujería la que le permitió entender la realidad de las posiciones de embrujada, embrujadora y desembrujadora que describe y analiza (Favret-Saada 2009).
La elaboración analítica vino después de la experiencia, cuando se confrontó a aquello que Stolze Lima (2013) llama el “segundo campo”: la escritura. Una característica de la etapa del trabajo de campo, de ese “primer campo”, es el compromiso con las relaciones por encima del que se tiene con los datos, simplemente porque “no nos es posible saber de antemano qué jugará un papel importante en la descripción que la escritura se propone establecer” (2013, 21). Por esta razón, la recomendación de Favret-Saada (1990) es registrar todo lo que sucede, sobre todo cuando la afectación impide la comprensión. Esta sugerencia no solo tiene un sentido terapéutico, como en el caso de los diarios de Malinowski (1989); es el llamado a un ejercicio de descripción intensiva, que reconoce que nuestra labor no culmina en el campo, sino que se extiende hacia un futuro proceso de escritura:
La inmersión también significa que las relaciones deben valorarse por sí mismas. La información derivada de ellas y sobre ellas es residual. De hecho, el propio campo (el primer campo) se define por esta primacía de las relaciones sobre la información. Pero -y esto es lo que es crucial destacar- el reordenamiento necesario para la constitución del segundo campo (producido en y por la escritura) es un movimiento en el que debemos hacer que la información pase al primer plano. (Stolze 2013, 21)
La afectación es el resultado de un encuentro con la alteridad que asume un carácter radical, que incluso pone en suspenso los objetivos de nuestra práctica. Sin embargo, Favret-Saada (1990) no hace ningún llamado a abandonar la empresa científica. Su objetivo es contribuir a una nueva imagen de la antropología, que asuma la falta de control como una vía de conocimiento. Si la etnografía es un método para estudiar las relaciones a través de otras relaciones, y siempre se trata de una relación con la alteridad, entonces la posibilidad de que nuestra empresa sea transformada en el proceso -o que, incluso, fracase en el intento- no es un obstáculo sino una oportunidad epistemológica; una verdadera heurística antropológica.