En las últimas tres décadas, las perspectivas colaborativas en la arqueología se han ampliado hacia diversos frentes, y han requerido diferentes prácticas y posturas profesionales de cara a las nuevas demandas de la sociedad. El protagonismo de las poblaciones indígenas, las quilombolas1, las comunidades tradicionales y muchas otras que han asumido el proceso de representación de sí mismas, de sus historias, memorias y culturas, también contribuye a la reformulación de nuevos espacios de investigación, así como de nuevos protocolos éticos. En el contexto brasileño, desde mediados de la década del 2000, los trabajos con estas comunidades crecieron y expandieron el campo de investigación en varias direcciones. Salimos de una formación estrictamente dirigida a la interpretación de la cultura material y los sitios arqueológicos, enfocados en la comprensión de tiempos antiguos, y fuimos llamados a reflexionar sobre las implicaciones del quehacer científico en el presente.
Desde la década de 1980, la ciencia también empezó a rechazar la adopción de transparencia por parte del intelectual, que asume un papel de juez o testigo universal que no se implica en la producción del conocimiento (Spivak 2010). Hoy en día, ha surgido la necesidad de enfocarnos en la construcción del saber, de visibilizar quiénes somos, de dónde venimos y por qué hacemos arqueología. De la misma manera, cada vez es más importante dejar en evidencia la blanquitud en esos procesos, en un país marcado por el racismo estructural (Bento 2022). En Brasil se han desarrollado varios estudios como consecuencia de esos cambios; podemos citar, por ejemplo, las arqueologías indígenas y su conexión con otras temporalidades, especialmente, el tiempo de la memoria (Priprá 2021; Silva 2012; Wai Wai 2019; Wai Wai 2017); los trabajos con las perspectivas queer y las críticas a la normatividad de la ciencia (Hartemann 2019; Polo y Leite 2019; Silva 2019); las arqueologías quilombolas y afrocentradas (Carvalho y Soares 2021; Hartemann 2022), entre muchas otras.
Como arqueólogo “no tradicional”, formado en las bases de un museo universitario, con énfasis en estrategias de socialización del llamado “patrimonio arqueológico para distintos públicos”, profundamente marcado por el campo educativo, siempre prioricé la conexión de lo que producimos con las experiencias de vida de la gente. ¿Cómo relacionar las historias contadas por la arqueología para que se produzcan más conocimientos en el presente? Mi posición, situada y marcada, siempre me otorgó un lugar al margen de los campos disciplinarios (Haraway [1995] 2009 ). Fui percibido por los colegas de la arqueología como educador museal, museólogo o educador patrimonial y no como arqueólogo. La idea de borderlands (la frontera) de Gloria Anzaldúa (1987), en su debida proporción, me ha ayudado a comprender la potencia de ese no-lugar y la posibilidad de estar al margen, mirando desde otras localidades hacia los campos de la arqueología y de la museología. Ese es un espacio propicio para la creatividad en el quehacer científico, que puede contribuir a mostrar las persistentes marcas de la episteme occidental colonial, que tiende a anclarse en nociones cristalizadas de tiempo, materialidad y territorio, y nos invita a practicar una arqueología indisciplinada (Haber 2012). La reparación histórica de las poblaciones y comunidades que sufrieron -y que sufren- las marcas del colonialismo, consiste en rechazar la noción del tiempo occidental, puesto que las violencias cometidas resuenan en el tiempo actual y marcan el que está por venir (Vergès, Antunes y Costa 2022).
Este artículo reflexiona sobre trabajos colaborativos adelantados con comunidades tradicionales ribereñas en la Amazonía brasileña, especialmente, desde mi experiencia en Boa Esperança, localizada en la Reserva de Desenvolvimento Sustentável Amanã (RDS Amanã) y Tauary en la Selva Nacional de Tefé (Flona Tefé), ambas en el estado de Amazonas. Estos datos son el resultado de mi investigación de doctorado (Silva 2022a), realizada entre el 2017 y el 2022, en colaboración con el Instituto de Desenvolvimento Sustentável Mamirauá (IDSM), que tuvo el objetivo de contribuir al área de socialización del patrimonio arqueológico2. La investigación se llevó a cabo gracias a un Convenio de Cooperación Técnico-Científica establecido entre el Museu de Arqueología e Etnologia (MAE) de la USP y el IDSM, que también contó con el apoyo financiero de la Fundación Gordon y Betty Moore entre el 2017 y el 2019. Todas las acciones fueron aprobadas por el Comité de Ética e Investigación del IDSM, vinculado a la Comissão Nacional de Ética em Pesquisa (Conep). Así, tuve la oportunidad de aplicar diversas prácticas educativas con diferentes segmentos sociales y, al mismo tiempo, ocupar el lugar de escucha de la experiencia de vida de los líderes acerca de sus territorios y su materialidad. Ejercí de modo indisciplinado, desde la arqueología, la educación, la museología y las prácticas etnográficas.
Utilicé la metodología de educación patrimonial (Tolentino 2019; Vasconcellos 2019), que actualmente comprende, de forma transversal, todo el proceso de investigación y no solo cerrar ciclos de trabajo, con el fin de promover un modo efectivo de construir conjuntamente nuevos significados patrimoniales con las personas y sus dilemas en el presente. De esta manera, trabajé directamente en la formación de docentes y estudiantes de las comunidades entre el 2017 y el 2022. Para ampliar este ejercicio, durante el mismo período, por medio de la metodología de la historia oral que utilicé en mi maestría (Silva 2015) y del abordaje con la etnografía arqueológica (Hamilakis 2011), establecí una colaboración con más de veinte miembros de la comunidad, quienes me enseñaron otras formas de entender el patrimonio cultural local gracias a sus memorias y experiencias de vida a largo plazo. Poco a poco, comencé a revisar mis objetivos iniciales y a cambiar los rumbos de la investigación, sobre todo, por un comentario que escuché ampliamente en toda la comunidad -en relación conmigo-, según el cual “en ese lugar no era pariente, pero si viviera allí, lo sería”.
Tras esos años de trabajo entendí mejor el contexto histórico local de la formación de las comunidades que se transformaron a partir de 1980; desde un volverse comunitario atravesado por las prácticas de compadrazgo y autoayuda, que pueden ser leídas como expresiones locales de prácticas colaborativas, que nos ayudan a reflexionar sobre el sur global. Resalto la idea de una arqueología parienta (Silva 2022a), que es una práctica conectada con las familias locales en esas relaciones de apoyo mutuo, en las que la dimensión educativa es el eje estructurador.
En este artículo presento el contexto local de las comunidades ribereñas con las que he trabajado en el río Solimões medio, especialmente, su formación a partir de la década de 1980, así como una reflexión sobre los procesos colaborativos y su sinergia con aspectos locales que nos invitan a la implementación de trabajos arqueológicos con una perspectiva educativa.
Contexto de formación de las comunidades tradicionales en el río Solimões medio, estado de Amazonas
Al trabajar en el río Solimões medio con familias de las comunidades de Boa Esperança, ubicada sobre un sitio arqueológico de casi treinta hectáreas (Lima 2022), y de Tauary en la Flona Tefé, localizada sobre un sitio arqueológico de aproximadamente quince hectáreas, identifiqué elementos locales que constituyen la vida en comunidad y que amplían las acciones de colaboración. En particular, la noción de compadrazgo y de autoayuda, que se aproxima a la noción de making kin (hacer pariente) de Donna Haraway (2016), en familias no consanguíneas. En esas localidades es muy común escuchar: “aquí si tú no eres pariente, si te quedas, te volverás uno”. De la misma forma, los territorios de las unidades de conservación fueron construidos gracias a la participación de las comunidades, los científicos y la esfera pública, agentes diferentes que hallaron objetivos comunes. El ejercicio realizado en ese contexto -independientemente del área científica- objetiva la actuación conjunta y busca beneficios sociales, aun cuando la meta del trabajo está centrada en el desarrollo de una ciencia dura. Dicho aspecto está relacionado con numerosas marcas del proceso histórico vivido por las familias que, después de una ardua lucha y resiliencia, pudieron fundar la vida en comunidad.
El contexto del río Solimões medio está marcado por la larga duración indígena, con sitios arqueológicos identificados que se remontan a los tres mil años de historia (Tamanaha et al. 2019); por la implantación del proyecto colonial a partir de la invasión europea, mediante la explotación desenfrenada de recursos; y por el establecimiento de las misiones de evangelización. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, el famoso ciclo económico del caucho (Costa 2014; Lima 2013; Pereira 2014) atrajo a miles de migrantes del interior nordestino para trabajar en su extracción. El modelo extractivista está aún vigente de muchas maneras; está basado en la concesión del continente americano a los demás mediante el colonialismo, y se actualiza en el siglo XXI a través de un modo de acumulación contemporánea, que pone en jaque el proyecto de modernidad debido a los límites del planeta, además de conectarse con la crisis económica global (Svampa 2019).
La llegada de los migrantes del caucho implantó nuevas dinámicas territoriales, así como una serie de conflictos con los pueblos indígenas. Ese momento histórico sigue presente en la memoria de las familias actuales -particularmente, el segundo ciclo económico del caucho entre 1942 y 1945, época de los Soldados del Caucho3-, y en los recuerdos sobre los parientes que ya fallecieron; esto rememora las dificultades de la vida entre los árboles de caucho, en contraste con la vida actual. La llegada de esta población a la selva fue dificultosa y también muy violenta para los pueblos indígenas que vivían en las áreas con Hevea brasiliensis, el árbol del caucho. Muchos indígenas no querían ser explotados con la extracción del caucho, ni tampoco perder el acceso a sus territorios ancestrales.
Después de la Segunda Guerra Mundial, los migrantes nuevamente fueron dejados a su propia suerte, a causa de la caída del valor económico del caucho; algunos, inclusive, fueron rehenes de los caucheros y patrones hasta las décadas de 1980 y 1990. El Gobierno brasileño creó varios programas para apoyar la producción del caucho, no obstante, los beneficios no llegaban a las manos de los caucheros, pues eran captados por los patrones, lo que seguía fortaleciendo el sistema de aviamento4, el dominio, el control y la explotación (Almeida et al. 2002). Durante este período numerosas familias vivían aisladas en localidades en medio de la selva y buscando alternativas con la explotación de otros recursos.
Dicho escenario se transformó con la actuación de la Iglesia católica, con el Prelado de Tefé, en la segunda mitad del siglo XX. La Iglesia, interesada en la conversión de fieles y en la propagación de la palabra, promovió la creación de comunidades eclesiásticas de base, que buscaron combatir las desigualdades y mejorar el estilo de vida, además de alfabetizar a la población, ayudar a las familias a tomar el sustento de la tierra por medio de la agricultura y promover el ánimo popular (Nascimento 2019). El Movimiento de Educación de Base (MEB), orientado a la alfabetización de la población, fue creado en 1961 y actuó en regiones subdesarrolladas del nordeste, norte y centro-oeste de Brasil, en donde desempeñó un papel central en la consolidación de las comunidades del lago Amanã, Tefé y del río Solimões medio en general. Estuvo inspirado en las ideas del educador Paulo Freire, particularmente, en el desarrollo de una educación crítica dirigida a la resolución de los problemas concretos de la realidad, como la desigualdad y la injusticia social.
Mediante el sistema radiofónico de la Iglesia, que era utilizado para divulgar el evangelio, se promocionó la alfabetización de adultos para ayudar a organizar a las familias de la comunidad en redes de apoyo (Gonzalez 2011). El uso de la radio en las décadas de 1960 a 1980 contribuyó a la instrumentalización de las poblaciones con herramientas para la autonomía, como la alfabetización y la creación del sentimiento de pertenencia comunitario y de ayuda mutua.
Esa movilización de la Iglesia se inserta en el contexto latinoamericano de efervescencia social y de crítica al subdesarrollo generado por el proceso de dependencia de los países desarrollados, que culmina en la década de 1970 con la creación de la Teología de la Liberación, que trabajaba por los pobres y combatía las injusticias económicas, sociales y políticas (Boff y Boff 2001). La misma Iglesia católica que durante los primeros siglos del período colonial esclavizó, subyugó, explotó, mató y no condenó la explotación desenfrenada de Europa sobre América, en la segunda mitad del siglo XX gestó -dentro del contexto latinoamericano- un movimiento interno disidente en contra de las injusticias sociales. Dentro de la selva amazónica, la Iglesia era una de las pocas instituciones presentes, así como el ejército. Con la redemocratización del país, después de la última dictadura militar (1964-1988), el modelo de organización de las comunidades, por medio de una articulación en las bases y con la elección de líderes locales, fue ampliado y visto de forma benéfica por la esfera pública, a causa del surgimiento de varias de estas comunidades en el Solimões medio (Vaz 2019).
El proceso de alfabetización y la creación de estas comunidades eclesiásticas de base, que consistían en una estrategia para unir a las familias que vivían aisladas para poder ayudarse mutuamente, cambió el escenario local. El MEB en Tefé aumentó sus prácticas de desarrollo comunitario y contribuyó así a la construcción de nuevos saberes, a la resignificación de las prácticas familiares, a la creación de organizaciones locales como asociación de moradores, a la formación de líderes comunitarios, agentes ambientales y profesores, y a la implementación de prácticas sustentables (Coelho 2022). En ese momento también llegaron científicos que se unieron a los habitantes locales y crearon las Unidades de Conservación de Uso Sustentable, después de un largo trabajo de diálogo y de sensibilización sobre la necesidad de la conservación ambiental con el desarrollo humano. El modelo de Reserva de Desarrollo Sustentable surgió en el estado de Amazonas con la creación de la Reserva de Desenvolvimento Sustentável Mamirauá (RDS Mamirauá) en 1990, que prevé que las comunidades tradicionales habiten el espacio y obtengan su sustento con prácticas de bajo impacto. La RDS Amanã surgió en 1998, inspirada en la anterior, mientras que la Flona Tefé fue creada en 1989. La relación entre los investigadores y las comunidades no fue fácil al principio y dio lugar a una serie de controversias y chismes sobre los científicos que venían de afuera (Reis 2005). Los habitantes locales se preguntaban si no estaban siendo engañados al ser estimulados a conservar la naturaleza.
Actualmente, las comunidades ubicadas en Unidades de Conservación de Uso Sustentable empezaron a utilizar muchas definiciones -como la de comunidades tradicionales- y a tener una organización política, lo que aportó elementos para entablar un diálogo con las investigaciones desarrolladas. La arqueología llegó en el 2001 con los primeros trabajos en la comunidad de Boa Esperança, con el propósito de enfocar la disciplina en el turismo local (Costa 2012). Desde entonces, la labor con la arqueología local creció considerablemente gracias a la creación del Laboratorio de Arqueología del IDSM, que ha reconocido los siguientes aspectos: una ocupación indígena que se remonta a más de tres mil años; la transformación de los paisajes y una relación profunda con el manejo de plantas que son consumidas hasta los días actuales; un movimiento intenso de intercambio de tecnologías cerámicas, así como flujos de interacciones; procesos complejos de enterramiento y del manejo de los cuerpos, entre otros debates (Costa 2012; Gomes 2022; Lima et al. 2021; Lima 2022; Lopes 2018).
El contexto de formación de las comunidades a partir de 1980 permitió también el descubrimiento de la materialidad indígena. El enfoque comunitario benefició el modo de vida de las familias, junto con el develamiento del pasado material indígena, lo que promovió interacciones e interpretaciones de los objetos, en especial, a lo largo del tiempo. Desde el punto de vista identitario, estas comunidades se autoconsideran ribeirinhas, caboclas, beradeira, amazonense, da maloca, entre otros, es decir, es una mezcla de características y aspectos culturales de la tierra de origen de sus abuelos y bisabuelos con las poblaciones indígenas locales. Así, existe un devenir indígena que se traduce en el presente de diversas formas, análogo a la discusión del intelectual indígena brasileño Ailton Krenak (2022) sobre los futuros ancestros indígenas.
Los materiales interpretados por la arqueología en numerosas clasificaciones tienen una multitemporalidad que activa tiempos como el de la larga duración indígena y el de los árboles de caucho. Por ejemplo, las cerámicas arqueológicas milenarias son pedazos de alguidar5 o escudillas que viajaron en recuerdos y suvenires, en los equipajes de los migrantes del interior nordestino hacia la selva. También, son vasijas que las abuelas hacían en los lugares de extracción de caucho para almacenar agua, ahumar la goma, etc. Son, al mismo tiempo, las dos cosas: objetos arqueológicos identificados por investigaciones con mil o dos mil años antes del presente y vasijas que las abuelas elaboraban. En estos contextos en los que viven comunidades actuales en sitios arqueológicos, las investigaciones requieren profundizar en las interpretaciones, en tanto informan sobre los procesos de ocupación más antiguos, y las relaciones actuales y afectivas de las familias con los mismos territorios y objetos.
La convivencia con la materialidad local muestra varias apropiaciones que extrapolan nuestras nociones “calificadas” de fruición con el patrimonio arqueológico. Los niños y los profesores hacen curadurías de los materiales, los guardan de muchas maneras en sus casas y forman colecciones parientes. Nuestra interpretación del significado de larga duración indígena -o que tiene miles de años-, es extraña respecto al modo en que las comunidades perciben la historicidad del tiempo cíclico; la convivencia cotidiana con urnas arqueológicas muestra una aproximación a la muerte que el mundo moderno alejó; niños, profesores locales e investigadores tienen algo en común: una curiosidad latente acerca del mundo. Las colecciones arqueológicas locales -que se convierten en diarios íntimos de las familias y de sus vidas- están repletas de historias y evocaciones de la memoria. Existe una latente imaginación museal que nos invita a que reflexionemos sobre cómo todos los territorios de las comunidades son museos vivos, llenos de elementos patrimoniales culturales, en los que el componente arqueológico es un elemento más. La vida de los objetos arqueológicos, que a veces aparecen y desaparecen de las comunidades, amplía las concepciones occidentales de salvaguarda y preservación, entre otras (Silva 2022a).
Las cosas arqueológicas también se vuelven parientes en las comunidades (Silva 2022b; Silva, Lima y Tamanaha 2023), gracias a un proceso de familiarización, de traerlas hacia el universo de lo cognoscible. Esa noción se aclaró después de muchos intentos de comprender las relaciones familiares en las que todos parecen ser de la misma familia, todos son tíos, primos, etc., en algún punto. El parentesco se establece gracias a las colaboraciones y crea lazos no consanguíneos que serán mantenidos y alimentados a lo largo de la vida. Comprendí, por tanto, la importancia de la ayuda mutua en la vida actual, que se vive también en los territorios y en lo material. El patrimonio construido por nosotros los arqueólogos está relacionado con la historia indígena; sin embargo, son otras las nociones locales vinculadas a la selección de los elementos de valoración cultural, lo que aumenta el debate patrimonial. Así, nuestro trabajo con el patrimonio arqueológico puede caer en la retórica colonial de la modernidad (Mignolo 2020), o sea, en la creación de situaciones ancladas en un Estado que aplana las experiencias de vida dentro de un programa moderno. En ese sentido, una escucha más atenta puede beneficiar el concepto de patrimonio local.
Frente al rico y complejo contexto sociocultural presentado, tenemos la posibilidad de expandir la visión y aumentar el apoyo a los pueblos de la selva, así como de pensar junto con ellos las conexiones entre memoria, territorio y larga duración indígena, esta última categoría particularmente creada por nosotros arqueólogos, pero experimentada de muchas maneras por las personas. De la misma forma, la labor con esas comunidades invita a que repensemos el modelo de nuestras vidas sudestinas6 en los grandes centros urbanos. Por lo tanto, como profesional del área de socialización del patrimonio arqueológico, frente a un contexto tan rico culturalmente, me encontré el desafío de aproximar la arqueología a la vida de la gente, sin repetir las lógicas colonialistas de la ciencia y, especialmente, promoviendo el encuentro múltiple en torno al patrimonio cultural. El camino que hallé fue el de potenciar las relaciones de autoayuda ya existentes en un proceso reflexivo sobre cómo insertarnos en las redes locales de afecto, que resuenan con nuestras discusiones y prácticas de colaboración. Las ideas del sur global como la teología de la liberación y los ejercicios liberadores de Paulo Freire, sumados a una permanencia indígena, favorecieron la conformación de comunidades comprometidas con la realidad y con la transformación social.
Las comunidades invitan a la colaboración
Mi primer contacto con el contexto amazónico ocurrió en el 2009, en el ámbito del Proyecto de la Amazonía Central7 (PAC) y, más adelante, en el desarrollo de una maestría entre el 2011 y el 2015 (Silva 2015) en el interior del estado de Rondonia, y del doctorado entre el 2017 y el 2022 (Silva 2022a), en el contexto del río Solimões medio. En esos lugares tuve la oportunidad de aplicar mi labor como educador museal y arqueólogo, en una situación muy distinta a la del museo universitario en el que me formé y trabajo. La relación con las personas que eran objetivo de nuestras acciones de socialización del patrimonio arqueológico era distinta de la que teníamos en los centros urbanos, pues estaba marcada por la experiencia y por el contacto directo con la materialidad arqueológica. Desde el comienzo, el desafío era enorme, ya que ¿cómo hablar sobre el patrimonio cultural local con personas insertas en un contexto que promovía diversas relaciones con la materialidad y con nociones de pertenencia?
En las áreas urbanas de las grandes ciudades, la aproximación a la arqueología se establece generalmente en el marco de la enseñanza regular y se escolariza, además, los datos arqueológicos son presentados mediante contenidos e imágenes en libros didácticos, lo que crea, varias veces, una idealización de la arqueología y un imaginario de que los sitios arqueológicos se encuentran únicamente en los lugares recónditos de un país. En Brasil, la enseñanza es regulada por el Estado por medio de la Base Nacional Comum Curricular (BNCC), que entró en vigor en el 2017. Su objetivo es garantizar que todos los estudiantes del país tengan el mismo aprendizaje de contenidos en cualquier localidad, por lo menos en teoría. En ella se indica el estudio de la arqueología, especialmente, en el sexto año de la enseñanza fundamental, cuando los niños tienen en promedio unos once años, y en el primer año de la enseñanza media, cuando son ya adolescentes de unos quince años. Por su parte, el estudio de la temática indígena atraviesa diferentes momentos de la formación.
Por otro lado, en los contextos rurales la relación con las materialidades arqueológicas es cotidiana, pues los sitios arqueológicos -antes de ser identificados como tales- son las áreas de los patios de las casas, plantíos y caminos que promueven muchos contactos y particularmente activan la memoria social sobre las historias de las localidades (Bezerra 2018). Así, antes de nuestras apropiaciones de los materiales arqueológicos, existe contacto por parte de las comunidades con estos (Silva 2022a). Es decir que hay una relación con dichas materialidades antes de que nosotros, como especialistas del patrimonio, las estudiemos y, que además, demanda procesos colaborativos para que esas nociones productoras de conocimiento sean consideradas, valoradas y puedan ampliar el área estudiada. El futuro de la arqueología pasa necesariamente por la capacidad de identificación de nuevas metodologías y maneras de producir conocimientos, con y para las comunidades (Atalay 2012). Por lo tanto, fomentar la discusión sobre diferentes historias, por medio del instrumental de la arqueología, requiere una escucha atenta que nos invite a conocer el mundo de muchos modos.
Además, la creciente diversidad de aproximaciones a las investigaciones arqueológicas ha sido un foco en nuestra generación, y esa transformación fue particularmente posible gracias a la producción de conocimiento junto con las personas, con la diversidad de arqueólogos y los nuevos grupos que están conformados por indígenas, afrodescendientes y diferentes clases sociales, lo que propicia, a su vez, nuevas discusiones en la arqueología. Dicha percepción de nuestros cuerpos en el quehacer científico nos enraíza y nos hace comprometer con los contextos locales o, al menos, comprender las diferencias que tenemos. En ese proceso de transformaciones dentro del área, la colaboración se ha extendido y se ha convertido en una demanda constante.
En las dos comunidades en las que trabajé, Boa Esperança y Tauary, entre el 2017 y el 2022, estuve siempre involucrado con las acciones de socialización del patrimonio arqueológico durante las campañas de investigaciones arqueológicas en las que participé de forma conjunta con varios colegas, especialmente con profesores, estudiantes y líderes de las comunidades. A raíz de mi experiencia en el campo de la socialización del patrimonio arqueológico, entablé una comunicación fluida con las comunidades, ellas comprendieron mis puntos y me concedieron un lugar muy noble: el de profesor. Todo el tiempo, las comunidades nos investigan, nos evalúan y observan quiénes somos y qué estamos haciendo en el campo. Cuando se dieron cuenta de que, en la arqueología, además de excavar, también se trabaja con la formación de profesores y estudiantes locales, me otorgaron el papel de profesor. Para las comunidades del Solimões medio, desde la década de 1980, la figura del profesor tuvo un papel central en su construcción y en la autonomía de las familias mediante la alfabetización, pues esto contribuyó a la garantía de sus derechos (Vaz 2019).
Ser profesor va más allá de ser el profesional que educa, pues además crea fuertes vínculos comunitarios y está inmerso en las dinámicas de la vida local y de su mejora. Así, en los espacios dialógicos proporcionados por el campo de la educación (Freire 2014), los investigadores y las comunidades interactúan en un mismo plano efectivo de intercambios, donde se garantiza el derecho a un diálogo más horizontal. Es decir, los arqueólogos y las comunidades se conectan a través de un espacio intencional creado para el establecimiento de esa experiencia: el espacio educativo que tiende a ponerlos a todos en la misma posición de ventaja epistémica. Este trabajo se inició de forma tradicional y, poco a poco, gracias a lo dialógico proporcionado por la labor educativa, se fue transformando en acciones más colaborativas.
Fuente: fotografía cortesía de Eduardo Kazuo Tamanaha, Colección Grupo de Investigación en Arqueología y Gestión del Patrimonio Cultural de la Amazonía - IDSM, 2021.
Al situarme “entre campos”, en la potencia interdisciplinar de la arqueología, la educación y la museología, la dimensión de la escucha es un común denominador que une a todas esas áreas en el trabajo con las personas. En muchas ocasiones, escuchar en las prácticas científicas puede verse empañado por los intereses iniciales de las investigaciones y del poco tiempo que tenemos para producir datos de campo, sean estos con o para las personas. Así, este proceso promueve transformaciones en todos: comunidades e investigadores, y sus ecos ocurren a largo plazo sin anular nuestras posiciones y sin menospreciar lo que las personas tienen que decir. El desafío se establece también con la superación de la dimensión colonial racializante capitalista (Rolnik 2019), que actúa de forma invisible promoviendo una micropolítica de la violencia, que pone a los cuerpos en modo de sordera, incapaces de influenciarse por la potencia de las experiencias. Como contrapunto, necesitamos actuar colectivamente, activando la escucha como una brújula vital en la vida, que promueva la construcción de nuevos mundos, a manera de interferencia en la realidad, y que fomente nuevos modos de acción. La colaboración resuena con esos propósitos.
Las prácticas colaborativas en la arqueología tienen una gran diversidad de aproximaciones teóricas y de inspiraciones. Es un proceso que se implementa en el camino entre investigadores y agentes de distintas comunidades. Estas investigaciones se transforman a lo largo de su desarrollo, tanto por medio del contacto con las experiencias de vida de las personas que se comprometen con nuestros trabajos, como a lo largo del tiempo y en la memoria, que pasa a ser un eje fundamental para el diálogo con los investigadores. En el Solimões medio, la larga duración indígena interactúa de muchas formas con la memoria social de las épocas del caucho. Los objetivos de los estudios cambian en todo momento, pues la toma de decisiones pasa a compartirse con diversos agentes e intereses que extrapolan lo previsto, al necesitar conectarse con las demandas de vida; el conocimiento se amplifica, ya que se tienen en cuenta diferentes maneras de conocer y de interpretar la realidad. El conocimiento local pasa a ser considerado un modo consistente de interpretación del pasado y de la materialidad; las investigaciones generalmente tienen un comienzo, pero en su progreso surgen nuevas demandas y frentes de trabajo, que requieren nuevas colaboraciones y el involucramiento de otras áreas del conocimiento. Los investigadores asumen una reflexividad y autocrítica más constante; la arqueología se vuelve una forma de mirar la realidad en diálogo con otras formas distintas (Atalay 2019, 2012; Bandeira 2018; Cabral 2016; Carvalho y Soares 2021; Ferreira 2011; Lima et al. 2021; Machado 2013; Priprá 2021; Silva 2015; Rizvi 2020; Wylie 2019, para citar algunos). Como indica Tsing (2022) “mantenerse vivo -para todas las especies- requiere de colaboraciones viables. Colaboración significa trabajar por medio de las diferencias, lo que lleva a la contaminación, sin colaboraciones, todos moriríamos” (73).
Trabajar con comunidades, independientemente de que hagamos una arqueología adjetivada de a, b o c, es estar siempre en un movimiento pendular entre nuestros intereses iniciales y los de las personas involucradas. Entre las investigaciones y las comunidades existe una gama de situaciones de colaboración, en las que el control puede estar más en nuestras manos o, en otros momentos, en las de las comunidades. Esos matices diferentes en el análisis del estudio, con frecuencia, varían entre miembros de un mismo equipo. Eso no califica una práctica arqueológica como peor o mejor que otra, pero sí potencia el compromiso con la transformación social y de nosotros mismos. Una forma gradual de que el control de las investigaciones esté en las manos de la comunidad, o más equilibrada con los investigadores, consiste en que practiquemos nuestra capacidad de escuchar y fomentemos constantemente acciones educativas. La transformación de la arqueología en el siglo XXI pasa, necesariamente, por los aprendizajes derivados del trabajo conjunto entre las comunidades y los arqueólogos.
El desafío es también implementar trabajos colaborativos entre los investigadores y nuestras instituciones para que podamos sumar esfuerzos y ejercer en pro de las personas y del mejoramiento de su calidad de vida. El desarrollo de la práctica arqueológica está atravesado por la lógica liberal de mercado y por las marcas perversas del capitalismo, pues ella refuerza la competencia entre investigadores, instituciones y laboratorios. La investigación pasa así a ser aliada de los intereses del capital; el sistema académico favorece y prioriza investigaciones de corto plazo con resultados que le permitan a ese determinado investigador ser el pionero, entre otros problemas (Hutchings y La Salle 2019). De esa manera, la realización de trabajos colaborativos con las comunidades -que demanda prácticas a largo plazo-, así como múltiples relaciones, es comprometida. En la misma dirección, los financiamientos promovidos por el capital académico dan prioridad a proyectos que actúan en áreas poco conocidas de la selva amazónica, o que están dirigidos a tendencias específicas de investigación. ¿Cómo continuar las investigaciones con las comunidades con las que hemos trabajado y que esperan el retorno de nuestra presencia? El futuro y la resistencia están en el desarrollo de labores educativas. Como discute Krenak (2020):
Vamos a tener que reconfigurarnos radicalmente para estar aquí. Nosotros ansiamos esa novedad, es capaz de sorprendernos. Tendrá el sentido del poema de Caetano Veloso en la canción Um índio: nos sorprenderá por lo obvio. Será claro, de repente, que precisamos cambiar de equipamientos. Y -¡sorpresa!- el equipamiento que precisamos para estar en la biósfera es exactamente nuestro cuerpo. (45)8
Los cambios necesarios para el avance de la ciencia en el siglo XXI pasan por las colaboraciones con distintos agentes para la ampliación del conocimiento. Es importante entender la presencia y la circulación de nuestros cuerpos, y cómo se conectan unos con otros, cargados de experiencias y vivencias distintas. Situar nuestro lugar de enunciación es fundamental, lo cual no debe entenderse como una prohibición de hablar sobre un determinado asunto por no pertenecer a un grupo social específico, hacer evidente esta limitación es un compromiso ético. Todos tienen lugar para hablar, pues cada persona se ubica en una determinada realidad social, cultural y política, y lo más importante para la ciencia es remarcar su lugar normativo vinculado históricamente a los privilegios de personas blancas, urbanas, heterosexuales, cisgénero, etc. (Ribeiro 2017). Estas posicionalidades se relacionan en el contexto de la investigación, con las memorias y experiencias de vida de las comunidades ribereñas, inmersas en sus saberes tradicionales. Pescadores, agricultores, artesanos, líderes, docentes, jóvenes, entre muchos otros, nos aportan otras percepciones del patrimonio cultural, y el patrimonio arqueológico debe dialogar con estos saberes para volverse revelador y reconocer más diferencias.
En este sentido, la dimensión de la escucha y las prácticas educativas es fundamental para que visibilicemos esas posiciones y podamos construir acciones conjuntas que atiendan mínimamente diversos intereses. Según Vergès, precisamos implementar “alianzas forjadas en el corazón de las luchas” (2023, 2), o sea, nuestra capacidad de implicarnos en los problemas y de comprometernos con el cambio de la realidad social.
Asimismo, cabe destacar el hecho de que en Brasil nuestra formación sobre colaboración está todavía centrada especialmente en autores del norte global y los colegas de América Latina no son considerados en la misma medida. Obviamente, los investigadores indígenas están cambiando ese panorama. Como discute Prado (2001), Brasil es al mismo tiempo latino y no lo es, debido al distanciamiento político y cultural con los países vecinos, pues está marcado por la tradición eurocéntrica. El trabajo con las comunidades tradicionales en la Amazonía me ha permitido comprender diversas formas de colaborar, en particular, mediante otras marcas locales, en las que las familias movilizan, desde tiempo atrás, muchos elementos necesarios para que esas prácticas ocurran, sobre todo, con el objetivo de superar las dificultades de la vida con la implementación de relaciones de compadrazgo y de autoayuda. He entendido, por lo tanto, la fuerza de una arqueología parienta (Silva 2022b), adjetivada, que no debilita el área, sino que tiene en consideración nuestra inserción en determinadas redes familiares en la comunidad, al mismo tiempo en que el interés local por lo que hacemos ocurre especialmente en el eje educativo. De afectar a ser afectado, como discute Dowbor (2008), pues quien educa marca el cuerpo del otro. ¿Cuáles son los beneficios de nuestra labor en el fortalecimiento de las nuevas generaciones? Creo fuertemente que una arqueología comprometida con su dimensión educativa puede contribuir a la transformación de un mundo en crisis, con problemas climáticos, sociales y en el que las democracias corren riesgos.
Una arqueología orientada a las personas y a lo que ellas tienen para decirnos desde muchas posiciones y saberes localizados (Haraway [1995] 2009 ). Nuestros trabajos han encontrado la tarea de entender las narrativas del presente de numerosos grupos sociales, a partir de lo que ellos mismos informan, más allá de la búsqueda de datos o las preguntas iniciales de las investigaciones, como una forma de revelar el mundo de quien narra. Cuando la escucha es atenta y está abierta al otro, ocurre la transformación del ejercicio con las comunidades, pues nos dejamos tocar y moldear por esas percepciones en torno a la materialidad y a la temporalidad. No obstante, nuestra escucha tiene varias limitaciones por una serie de factores, debido al enfoque de las investigaciones, de las influencias teóricas, de los marcadores sociales, de la diferencia que cargamos en nuestros cuerpos, entre muchos otros elementos.
Una de las mejores maneras de construir esos diálogos entre investigadores y comunidades es por medio de la educación. Ayala (2020) identifica -en medio de la multiplicidad de arqueologías en el continente americano- dos tendencias principales que buscan atender las demandas y críticas indígenas, y el interés de los arqueólogos en la descolonización del campo: el enfoque educativo y el etnográfico.
Mientras que algunos proyectos materializan la integración indígena principalmente en actividades educativas, programas de divulgación, capacitación y relaciones públicas y la gestión del patrimonio arqueológico, otros están asociados con prácticas etnográficas y de colaboración que promueven una mayor inclusión y reflexividad, tanto como la descolonización disciplinaria. También hay proyectos que incluyen prácticas educativas y etnográficas para interactuar con las comunidades locales. (Ayala 2020, 31)
En mi labor con las comunidades tradicionales en la selva amazónica, el enfoque educativo es la estructura, más allá del compromiso con la promoción del acceso a la información. Inclusive, cualquier arqueólogo que trabaja con comunidades, antes de ser un profesional de la arqueología, es un educador, entonces, estamos invitados a ocupar ese lugar en todo momento. Las familias marcadas por el compadrazgo y la autoayuda quieren también saber cómo puede beneficiarlos a todos la ciencia desarrollada y, ya desde el principio, estas prácticas educativas con las escuelas, profesores, estudiantes, artesanos, entre otros agentes, son siempre bien evaluadas y marcan un buen comienzo en la interacción para que los estudios repercutan en otras instancias. Y, por esa vía, podemos aproximarnos, de modo más efectivo, a esas redes de parentesco, para desarrollar una arqueología parienta, que aborde los tiempos más antiguos de ocupación de las localidades y sus conexiones con los parientes del presente.
La proposición de una arqueología parienta (Silva 2022a) con comunidades tradicionales en la selva amazónica, más allá de valorar la dimensión educativa, la sitúa también en la centralidad de todos los trabajos y no solamente en los cierres de ciclos. Es decir, desde el momento en que ponemos el primer pie en esos territorios, estamos construyendo constantemente relaciones, diálogo, intercambios y aprendizajes mutuos. Nuestras prácticas se insertan en las redes familiares de algunas familias locales y, consecuentemente, pasamos a ser integrados en ese lugar, al tiempo que interpretamos a la comunidad desde allí. Así mismo, el registro que dejamos pasa, primero, por las relaciones de afecto que establecemos y por las posiciones que tenemos en nuestras propias familias, como padres, tíos, hijos, etc., y, más adelante, como científicos. Por su parte, esta aproximación fortalece la manera como consideramos la experiencia de los sabios -que son eximios narradores- en nuestras interpretaciones y prácticas, especialmente para la transformación de los saberes en nuestros centros especializados.
En ese sentido, he buscado invertir en el registro y documentación de esas narrativas y saberes, para que puedan entrar en la gestión del patrimonio arqueológico en nuestras instituciones. La política de patrimonio arqueológico en Brasil prevé la salvaguarda de la documentación arqueográfica, como mapas, información producida en el campo y, en algunos casos, esta información permanece en manos de las comunidades. También, la implementación de archivos locales en las comunidades puede ser un camino potencial para que ellas puedan movilizar los datos generados en las investigaciones de otras formas. Por supuesto, no lo entendemos como una idea tradicional de archivo, sino como un movimiento constante de las investigaciones para compartir los datos creativa, poética y visualmente. En el Solimões medio adoptamos inicialmente “carpetas catálogos”, que son alimentadas con imágenes de todas las etapas del trabajo, como las excavaciones, las acciones educativas, los mapas producidos, la curaduría del material, la salvaguarda de los objetos en las reservas. Esas carpetas son gestionadas por los líderes comunitarios y los maestros en distintos momentos. Son usadas en reuniones con otros actores y con las propias familias, pues se perciben en el proceso como un todo y producen más narrativas sobre lo vivido. La carpeta se vuelve una obra abierta y crea más historias y memorias. En cada etapa de campo ese material es actualizado con nuevas informaciones y datos.
Generalmente, los datos que producimos en el campo permanecen en nuestras computadoras. Necesitamos crear nuevas formas de compartir la información, como mapas, fotos, textos con comunidades y la carpeta del catálogo funciona muy bien para este propósito. En cada nueva etapa de campo llevamos nuevos materiales y nuevas carpetas para seguir alimentando este material, que también es movilizado por las comunidades, más allá de nuestras nociones conservacionistas y de registro de la memoria y la historia.
Consideraciones finales
Los trabajos colaborativos con distintos colectivos han resaltado el papel social de la arqueología en el siglo XXI. Nuestros contextos diversos y plurales, aun cuando están atravesados por el colonialismo, indican rutas posibles para la transformación de nuestras prácticas y, en especial, para la comprensión del flujo continuo del tiempo, que rompe con las dicotomías entre pasado, presente y futuro. Las comunidades en el Solimões medio de la selva amazónica nos han enseñado que, para empezar cualquier labor, debemos insertarnos en las redes locales de compadrazgo y de autoayuda, que amplían las prácticas colaborativas y nos informan que colaborar es, sobre todo, educar.
De entrada, se deben revertir las acciones de comunicación del patrimonio arqueológico, que generalmente se producen al final de la investigación, o como retorno de datos. Desde el inicio de cualquier investigación en un contexto comunitario, estamos potenciando nuestro papel como educadores, antes que como arqueólogos y este debe ser nuestro compromiso para crear una arqueología social y étnicamente relevante. Las comunidades ribereñas del Amazonas me enseñaron que nuestro trabajo penetra las complejas e importantes redes familiares, por lo que la arqueología debe prestar atención a este proceso, entendiendo cómo nuestras nociones de larga duración indígena pueden contribuir a la producción de más conocimientos no lineales con el pasado, el territorio y la materialidad. Así entendí la fuerza de una arqueología pariente.
La educación en América Latina, en Brasil, es vista como un área menor en detrimento de las prácticas “verdaderamente” científicas, pero esa etiqueta es el fruto de un proyecto colonial de violencia, en relación con nuestras poblaciones. Para que podamos avanzar con una arqueología que sea importante en el ámbito global, debemos invertir en acciones educativas, así como asumir el carácter dialógico de nuestros trabajos, independientemente de sus encuadres y objetivos.
No puedo dejar de agradecer a las comunidades de Boa Esperança y Tauary por abrir sus vidas para el desarrollo de esta investigación. A lo largo de estos años he comprendido otras formas de colaboración, especialmente, sentires y experiencias de vida relacionadas con los dilemas del sur global y nuestras propias líneas de pensamiento, que merecen una mayor exploración, como la teología de la liberación, el movimiento de alfabetización de adultos influenciado por Paulo Freire, así como los modos de vida indígena de larga data, presentes y latentes en los habitantes locales. También quisiera agradecer a mi amigo Arlys Nicolás Batalla Crossa por la cuidada traducción al español, para llegar a nuestros colegas latinoamericanos.