“Agradecemos a la comunidad indígena tal…” se podía leer en la última diapositiva de una presentación realizada por un grupo de arqueólogxs1 durante el simposio titulado “Arqueología y antropología indígena en América del Sur: interculturalidad y diálogo de saberes en acción”, que tuvo lugar durante el XXI Congreso Nacional de Arqueología Argentina en julio del 2023, en el cual participé como comentarista. Este no era el único caso. Prácticamente todos los trabajos expuestos concluían con una diapositiva que tenía una lista de agradecimientos en la que se incluía a la comunidad indígena local. Situaciones análogas sucedían en otros simposios que abordaban diferentes tipos de estudios arqueológicos, en los que lxs ponentes mostraban, al concluir sus presentaciones, una lista de agradecimientos que registraba a las personas que habían participado en el proyecto, a las instituciones que lo financiaron, a uno que otro colega y, en algún lugar de la lista, a la comunidad indígena local. No pude evitar preguntarme si estxs colegas habrían realizado el debido proceso de consulta y recibido el consentimiento para llevar a cabo sus investigaciones por parte de las comunidades indígenas a las que les agradecían. ¿Habrían incluido a dicha comunidad en el diseño y el proceso de toma de decisiones de la investigación?, ¿se trató de un proyecto colaborativo?, ¿desarrollaron un diálogo de saberes y una coproducción de conocimientos o esta inclusión en la lista de agradecimientos se estaba haciendo casi “por defecto”?
Debo confesar que tengo problemas con el término colaboración. Me resulta ambigua la idea de colaboración y creo que se ha transformado en un gran paraguas bajo el cual se incluyen una variedad de proyectos y formas de trabajo, muchos de ellos contradictorios, y varios apolíticamente orientados. Colaborar parece haberse puesto de moda entre algunxs arqueólogxs quienes, en sintonía con las tendencias multiculturalistas impulsadas desde las últimas décadas del siglo XX por los estados y sociedades occidentales, buscan promover proyectos arqueológicos más inclusivos y plurales. A diferencia de los proyectos arqueológicos tradicionales, diseñados puramente como empresas científicas, en los que la etapa de trabajo de campo está centrada en la aplicación de técnicas y métodos dirigidos a la recolección de datos que sirvan para producir explicaciones sobre el pasado, las perspectivas colaborativas en arqueología plantean la necesidad de involucrarse e involucrar a las comunidades locales en las investigaciones y en el manejo del patrimonio. Los caminos trazados para lograr este involucramiento en distintos lugares de Latinoamérica, a los que se les ha dado el nombre de arqueología pública, han sido por lo general dos: (1) realizar a nivel local actividades de difusión del conocimiento que el proyecto genera mediante charlas, talleres, participación en medios de difusión y visitas, y recorridos por los sitios arqueológicos; (2) invitar a personas locales a sumarse a los trabajos arqueológicos, no como mano de obra, sino en el papel de colaboradores.
Siento que estas formas de vinculación sirven más para distender nuestras culpas coloniales, o para sumarnos a tendencias actuales en arqueología, que para producir una transformación real en las relaciones de poder. Es muy común que estos proyectos colaborativos carezcan de un proceso de reflexión crítica acerca de las narrativas y las relaciones que producen, y el impacto que estas causan. Muchos de estos proyectos lo que hacen, al final, es contarles a los colectivos indígenas, u otras minorías que han sido puestas en posiciones subordinadas, cómo fue “realmente” su pasado, imponiendo así la autoridad de la voz científica sobre cualquier saber vernáculo. De manera simultánea, se aboga por la patrimonialización y preservación del registro arqueológico, intentando convencer a estos colectivos del carácter no renovable de este registro y de la necesidad de que no se lo toque ni perturbe, incluso buscando entrenar recursos humanos locales para que se conviertan en guardianes de lo arqueológico. Se intenta implantar así una relación de tipo museo con estos lugares y cosas, lo que clausura, al mismo tiempo, otras conexiones y prácticas.
Creo que colaboración es un término que les resulta más cómodo a las arqueologías de los países del primer mundo y su mirada multiculturalista y políticamente correcta posterior a la Guerra Fría, pero que no encaja tan bien con las tradiciones sociales y académicas de América Latina. A diferencia de sus pares del primer mundo (Low y Engle 2010), las ciencias sociales, y en particular la antropología latinoamericana, han tenido un compromiso histórico con aquellos colectivos que han sido empujados a la subalternidad (Bonilla et al. 1972; Dietz 2017; Escobar 2003; Hale 2006; Jimeno 2005; Navarrete 2018; Rappaport 2007; Svampa 2019; Vasco 2002; Walsh 2005; véase también trabajos en Degregori y Sandoval 2008; Hale y Stephen 2013; Katzer y Manzanelli 2022; Leyva et al. [2015] 2018c, [2015] 2018b, [2015] 2018a, entre otros). Como ya lo reclamaba la Declaración de Barbados de 1971, producida por un grupo de renombrados antropólogxs de esta parte del mundo,
[…] 3) La Antropología que hoy se requiere en Latinoamérica no es aquella que toma a las poblaciones indígenas como meros objetos de estudio, sino la que los ve como pueblos colonizados y se compromete en su lucha de liberación. 4) En este contexto es función de la Antropología: por una parte, aportar a los pueblos colonizados todos los conocimientos antropológicos, tanto acerca de ellos mismos como de la sociedad que los oprime a fin de colaborar con su lucha de liberación […]. (Véase Bartolomé et al. 2019, 506)
Herederos de esta tradición de involucramiento, numerosxs antropólogxs latinoamericanxs han trabajado en aras de posicionar a la disciplina como una práctica política, llevándola más allá de la crítica y la reflexividad, hacia el activismo. Como argumenta Hale (2006), la investigación activista es
un método a través del cual afirmamos una alineación política con un grupo organizado de personas en lucha y permitimos que el diálogo con ellos dé forma a cada fase del proceso, desde la concepción del tema de investigación hasta la recopilación de datos y la verificación y difusión de los resultados. (97)2
Siguiendo las tradiciones de las ciencias sociales de Latinoamérica, las cuales muchas veces se han pensado como ciencias al servicio de las minorías subalternizadas, en este trabajo propongo reconsiderar y repensar las arqueologías involucradas y comprometidas no como prácticas colaborativas sino como arqueologías activistas. Para esto retomo el concepto de praxis de la tradición marxista entendida como acción(es) teóricamente informada(s) y políticamente orientada(s). La praxis busca modificar las construcciones y estructuras sociales que producen y reproducen desigualdades, opresión y discriminación. Implica conocer y criticar el mundo, pero también actuar sobre él para cambiarlo. Si bien la praxis se basa en la reflexión crítica, esta no está solo encaminada a transformar y descolonizar la academia, como ha sido el proyecto de ciertas perspectivas críticas en la arqueología latinoamericana (p. ej. Gnecco 2012, 2008, 1999; Haber 2013, 2010), sino a formar parte de las luchas de los grupos subalternizados, al aportar teorías y métodos académicos, así como también acciones orientadas a contribuir con su emancipación. Praxis no es buena voluntad, corrección política, vinculación pública, amistad, celebración de la diversidad al estilo del multiculturalismo o colaboración simple y llana. Comprende un programa de acciones planificadas que parte del análisis teórico de una situación social particular e implica pensamiento crítico y compromiso político.
El objetivo de este artículo es proponer y discutir las bases conceptuales y teórico-metodológicas de una arqueología activista, una arqueología que contribuya a la justicia social y la emancipación de las minorías que han sido históricamente subordinadas, tal como ha sido el caso de los pueblos originarios. En la primera sección se plantea cuáles deberían ser los ejes centrales de la articulación entre arqueólogxs y pueblos indígenas, al poner énfasis en la necesidad de reconocer a los pueblos originarios como sujetos de derecho y desarrollar relaciones y prácticas interculturales. Con base en esta discusión, en la siguiente sección se explican dos líneas de trabajo intercultural y praxis arqueológica, cada una con sus propias estrategias y métodos: (1) el desarrollo de investigaciones a demanda orientadas a producir conocimiento que sirva a los proyectos y luchas de los pueblos originarios, y (2) la creación de productos multivocales en los cuales las voces indígenas aparezcan en primera persona, para contribuir a los procesos internos de los pueblos originarios, así como a su articulación con el Estado y con diferentes actores y organizaciones de la sociedad. La última parte del texto ofrece ejemplos específicos que buscan ilustrar cómo se ha puesto en práctica la propuesta planteada.
Articulaciones
Cuando comencé a trabajar de modo sistemático con organizaciones territoriales indígenas de nivel regional y nacional de Argentina, alrededor del 2008, sus referentes y autoridades procuraron instruirme acerca de la manera como se desarrollaría nuestro vínculo. Aprendí que la articulación entre los pueblos originarios y la arqueología, así como las metodologías que se apliquen en esta interacción, deben estructurarse en torno a dos ejes centrales: (1) el reconocimiento de los pueblos originarios como sujetos de derecho, (2) la interculturalidad. Veamos entonces de qué se trata cada uno de ellos.
Desde el período de constitución de los Estados nación latinoamericanos durante la segunda mitad del siglo XIX y hasta prácticamente fines del siglo XX, los pueblos originarios no contaron con derechos y fueron escasas las políticas públicas orientadas a ellos. En el imaginario social latinoamericano, los indígenas estaban extintos, no eran ciudadanos de la nación sino extranjeros provenientes de países vecinos o constituían una minoría que habitaba en las márgenes sociales, políticas y geográficas de la nación (perdidos en algún lugar de las montañas o de las selvas); eran considerados sujetos de asistencialismo y de tutelaje por parte del Estado debido a su supuesta incapacidad para adaptarse al mundo cambiante. El fin de la Guerra Fría, el regreso de la democracia a partir de la década de 1980, en varias naciones de América Latina después de años de intervenciones y dictaduras militares, y el cuestionamiento al modelo homogéneo de Estado nación traerían cambios profundos para el Estado y las sociedades civiles latinoamericanas. En este contexto, y en el marco de la agenda del multiculturalismo constitucional neoliberal y la globalización, se comenzaría a enfocar la promoción de una sociedad civil activa, en los derechos humanos, en la retórica de la diversidad y la identidad como derecho humano, en el reconocimiento, el impulso y la gestión de la diversidad, en las reparaciones históricas dirigidas a grupos sociales y culturales, política y/o económicamente subordinados, y en la cooperación internacional (De la Cadena 2008; Seider 2002; Svampa 2019; Zanatta 2012). Así, comienza a ser reconocida la multiculturalidad ciudadana y a implementarse políticas públicas en sintonía con el reconocimiento de la diversidad. Esta nueva agenda ha promovido los derechos para las minorías a escala nacional, a partir de las reformas constitucionales que tuvieron lugar en varios países y de la promulgación de leyes específicas para estos grupos, como en los tratados internacionales. El más relevante de estos es el Convenio N.º 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
En este nuevo contexto, los pueblos originarios se han constituido como sujetos de derecho y, por lo tanto, nuestros proyectos deben estar ajustados al derecho. Como investigadorxs debemos conocer el marco de derecho indígena nacional e internacional y desarrollar los proyectos dentro de este marco. Cuando lxs arqueólogxs viajamos a territorios indígenas para registrar, mapear y excavar sitios arqueológicos, no encontramos “comunidades locales o habitantes locales” indefinidos -términos que suelen usar muchxs colegas para referirse a las organizaciones indígenas, soslayando las identidades de dichos “habitantes locales” y, en simultáneo, sus derechos-, sino que allí habitan colectivos vinculados territorial, cultural, política y/o espiritualmente con aquello que nosotrxs definimos como arqueológico. Un derecho central de los pueblos originarios es el derecho a la consulta cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directa o indirectamente, incluyendo los proyectos de investigación en sus territorios y sobre su patrimonio ancestral/territorial. En otras palabras, antes de proceder con nuestras investigaciones debemos realizar un adecuado proceso de consulta, con el fin de llegar a un acuerdo y así recibir el consentimiento libre, previo e informado -algo que hasta ahora muy pocos proyectos hacen, o no hacen de manera correcta-, consultando al sujeto de derecho apropiado. La consulta no se hace por medio de un individuo o de una comunidad que tome las decisiones por los demás, sino que tiene que llevarse a cabo respetando la institucionalidad de cada pueblo originario y sus procedimientos de toma de decisiones. Además, la consulta es previa, antes de que el proyecto se ponga en marcha, libre, sin ejercicio de coacción, e informada, debe brindar todos los datos sobre los trabajos que se van a realizar, qué se va a aprender y cómo el proyecto podría impactar en los territorios y en los colectivos indígenas. Llegar a un acuerdo y obtener el consentimiento de los pueblos originarios no es todo. según el marco de derecho indígena internacional, los pueblos originarios tienen derecho a la participación, es decir, a participar en el diseño del proyecto y en la definición de los intereses de la investigación, en los beneficios generados por esta, así como también en las distintas etapas del proceso de investigación, en las decisiones sobre qué se hará con su patrimonio, e incluso en la producción de conocimiento sobre el pasado.
En segundo lugar, todas las actividades y métodos de trabajo entre la arqueología y los pueblos originarios deben tener como eje de articulación la interculturalidad. Como señalé en la introducción, desconfío del concepto de colaboración debido a los múltiples sentidos con que se ha empleado y, por lo tanto, su ambigüedad. Percibo que muchas veces colaboración se asocia con buena voluntad, buenos deseos, corrección política y sentido común, y no con pensamiento crítico y posicionamiento político, lo que al mismo tiempo oculta el conflicto y las desigualdades. Es interesante notar que la versión anglosajona de lo que se ha denominado arqueologías indígenas (arqueologías con, para y por los pueblos indígenas) ha acentuado la colaboración como forma de superación de las desigualdades y las diferencias de poder entre la arqueología y los pueblos originarios. Llama la atención que las arqueologías indígenas anglosajonas prácticamente no utilizan el concepto de interculturalidad. Como sostienen Watkins y Nicholas (2014), dos de los principales proponentes de este tipo de arqueologías:
La arqueología indígena es una expresión de la teoría y práctica arqueológica en la que la disciplina se intercepta con los valores, conocimientos, prácticas, ética y sensibilidades indígenas a través de proyectos colaborativos u originados o dirigidos por la comunidad […]. La arqueología indígena ahora se ha convertido en una presencia lo suficientemente común como para justificar una mención frecuente en los libros de texto de arqueología, a pesar del hecho de que algunos críticos, indígenas o no, la descartan como una postura política. (3794)3
Es claro que en el mundo académico del norte el posicionamiento político y el activismo son un problema, y se prefiere prestar atención a las relaciones despolitizadas y supuestamente inocuas, en las que el poder y el conflicto son soslayados, y en las cuales la buena voluntad de las partes pareciera ser suficiente para poner en marcha los proyectos colaborativos.
Ahora bien, ¿qué se entiende por interculturalidad? En primer lugar, interculturalidad y multiculturalismo no son lo mismo. El multiculturalismo surge como respuesta a la crisis del modelo de ciudadanía homogénea, cuando comienza a reconocerse la diversidad o multiculturalidad en las democracias modernas. En este marco, las minorías cultural, racial o étnicamente subordinadas empiezan a tener un reconocimiento especial de sus diferencias. El multiculturalismo ha intentado poner freno a las políticas de asimilación de la cultura dominante, impulsando la celebración de la diversidad, la promoción de la tolerancia y el respeto por las diferencias y el desarrollo de políticas afirmativas o de discriminación positiva, como una manera de “compensar” y “empoderar” a ciertas minorías por la exclusión y opresión sufridas (De la Cadena 2008; Dietz 2017; Navarrete 2018; Žižek 1998). Sin embargo, el multiculturalismo va más allá del reconocimiento, la celebración, la tolerancia y la gestión de la diversidad por parte del Estado. Es también un proyecto político con una racionalidad gubernamental (Navarrete 2018). Conforma la lógica cultural del capitalismo tardío orientada a reforzar los valores liberales occidentales, los cuales no se ponen en cuestionamiento. Lo que se busca a través de la gestión de la diversidad y de las políticas afirmativas es neutralizar a las minorías, evitando que sean disruptivas del orden, haciendo más amable y digerible para el statu quo occidental lo que otrora era rechazado, convirtiendo a la diversidad cultural en mercancía (turísticas muchas de ellas). Como afirma Žižek (1998), el multiculturalismo, junto con el posmodernismo y el poscolonialismo, están encaminados a reforzar la ideología del capitalismo posindustrial contemporáneo; a lo que yo incluiría también la globalización o, mejor dicho, la americanización del mundo. Según Navarrete 2018, el multiculturalismo desde el Estado deja a la colonialidad intacta, inmiscuyéndose, incluso, por medio de la gestión y las políticas públicas, en ámbitos en los cuales antes no se involucraba, tales como las identidades y las espiritualidades de las minorías que ahora reconoce e incluye.
Interculturalidad es un concepto que tiene la ventaja de haber sido pensado, discutido y empleado por organizaciones indígenas, por lo que no constituye una nueva imposición académica de conceptos y agendas, sino que comprende trabajar con términos más cercanos a los pueblos originarios. La interculturalidad va más allá de celebrar la diversidad, promover la inclusión y el pluralismo cultural e impulsar políticas de reparación histórica. La interculturalidad no es conversación y amistad (p. ej. Haber 2013), propuestas que posicionan a los no indígenas a un paso de arrogarse la voz y representación indígena. Tampoco es la simple promoción de relaciones e intercambios horizontales y simétricos entre el Estado -u organizaciones de la sociedad civil- y los pueblos originarios. La interculturalidad es un posicionamiento político y ético y un proyecto de descolonización de las estructuras políticas, culturales y los paradigmas dominantes (Walsh 2008, 2005).
Con la interculturalidad, los pueblos originarios aspiran lograr una doble descolonización. Por una parte, buscan descolonizarse a ellos mismos, sus instituciones y prácticas, lo que implica sacarse de encima las identidades, formas culturales, saberes y esquemas de pensamiento que la modernidad occidental ha impuesto sobre ellos con el fin de recuperar sus propios modos y perspectivas colectivas y territoriales (véase artículos en Acuto y Flores 2019; Keme 2021 y capítulos de autorxs indígenas en Leyva et al. [2015] 2018c, [2015] 2018b, [2015] 2018a). Efectivamente, muchos colectivos indígenas trabajan de manera afanosa por reactivar sus idiomas, redefinir las relaciones que establecen con sus sitios ancestrales por fuera de la lógica de la arqueología, el turismo y el patrimonio, recuperar sus prácticas espirituales, reiniciar sus festividades y fortalecer sus memorias orales, todos aspectos que por mucho tiempo fueron prohibidos y reprimidos y debieron mantenerse ocultos. Por otro lado, los pueblos originarios buscan descolonizar al Estado, así como también la relación que distintas organizaciones, incluida la academia, mantienen con ellos. No obstante, deben constantemente evitar caer en las trampas del multiculturalismo (Walsh 2008). El Estado y distintos organismos de la sociedad civil, como los movimientos sociales, buscan mostrarse inclusivos, plurales y promotores de la diversidad. Sin embargo, pareciera que la intención es completar sus “álbumes de figuritas” de la diversidad. Abrir una oficina de género, otra de disidencias sexuales, otra de pueblos originarios, otra de comunidades afro y así; o realizar marchas sumando simbología como la wiphala, pañuelos verdes en apoyo por la legalización del aborto, banderas que respaldan la diversidad sexual, etc., no es descolonizar sino aparentar, porque los proyectos y políticas del Estado, o las causas de los movimientos sociales, no son idénticos a los intereses, proyectos y perspectivas de los pueblos indígenas.
En el corto y mediano plazo, la interculturalidad con los pueblos originarios implica la construcción de relaciones horizontales entre el Estado y dichos pueblos, la promoción de derechos y el respeto por la autodeterminación y la consulta. También tiene que ver con incentivar la participación de los pueblos originarios en la gestión de todos los temas que son de su incumbencia, para generar políticas públicas con identidad. Asimismo, es poner en manos de las organizaciones indígenas las instituciones dedicadas a las políticas indígenas y que estas dejen de estar dirigidas y organizadas por personas blancas. Pero la interculturalidad no solo está relacionada con políticas y prácticas identitarias, conlleva también, a largo plazo, lograr la transformación de las estructuras creadoras de asimetrías (Briones 2008; Dietz 2017) para crear un mundo distinto; como ha propuesto el movimiento zapatista de la región de Chiapas, México, un mundo donde quepan otros mundos. No es poner parches a los problemas, sino producir cambios (Dietz 2017; Walsh 2008). Es promover la plurinacionalidad en lugar del multiculturalismo. Significa, por tanto, valorar otros conocimientos e incluirlos en la búsqueda de soluciones para el futuro de la humanidad, en este contexto de crisis producto del Antropoceno (Aparicio y Blaser 2015; Navarrete 2018). La interculturalidad es un programa político, cultural y epistémico con horizonte emancipatorio. Es construir un poder social otro, una sociedad otra, saberes otros y subjetividades otras, diferentes a la modernidad/colonialidad (Mignolo 2008; Walsh 2008).
Proyectos
Teniendo en cuenta estos ejes centrales de articulación entre pueblos originarios y arqueología, planteo dos proyectos de trabajo intercultural, cada uno con sus propias estrategias y métodos, que deben continuar siendo pensados, discutidos y mejorados. Estos proyectos son producto de circunstancias particulares. A pesar del contexto histórico de los últimos cuarenta años en América Latina de reconocimiento de la diversidad, promoción de derechos, desarrollo de políticas afirmativas y reparación de las minorías subordinadas, los pueblos originarios siguen siendo negados y víctimas de acciones discriminatorias y represivas. Además de la agenda del multiculturalismo, el neoliberalismo y la globalización han involucrado la expansión del capital y la aplicación de medidas de desregulación y liberalización que abrieron los mercados de los países latinoamericanos a las inversiones extranjeras. La transnacionalización de la producción, las privatizaciones, el interés por los recursos naturales por parte de empresas extractivas y el impulso del turismo han puesto más presión sobre los territorios indígenas. Los intereses económicos de grupos poderosos nacionales e internacionales, con la complicidad de políticos, miembros del poder judicial y de las fuerzas de seguridad, corporaciones mediáticas, e incluso académicos, priman sobre el derecho indígena, con su consecuente incumplimiento.
Pero eso no es todo, hace un tiempo ha empezado a desarrollarse otra estrategia orientada a la apropiación de los territorios indígenas y sus recursos naturales y culturales, algo que se está intensificando con la emergencia de las extremas derechas en Occidente en general y en América Latina en particular, tal es el caso de Argentina en la actualidad. Como el derecho indígena existe, y como también existen miembros del poder judicial, organismos y cortes internacionales y organizaciones indígenas y no indígenas dispuestas a hacerlo cumplir, la estrategia comienza a centrarse en la negación de las identidades de quienes se amparan en este marco de derecho. Es como si dijeran: “está bien, existe el derecho indígena, pero ustedes no son indígenas o no son indígenas de este país”. Cada vez con mayor frecuencia se puede ver cómo, desde los grupos de poder, se intenta deslegitimar a los colectivos indígenas que reclaman sus tierras, cuestionando sus identidades y sus vínculos territoriales4, tildándolos de usurpadores y “falsos indios” oportunistas, quienes, alegando tener una identidad indígena y arrogándose los derechos que les corresponden a los pueblos originarios, buscan apropiarse de las tierras que otros ciudadanos “respetables” compraron con honestidad. También se niega su preexistencia en los territorios al argumentar que no son indígenas originarios de las tierras que reclaman (porque los originarios supuestamente se encuentran extintos), sino que vinieron hace poco de otras regiones o son extranjeros provenientes de países vecinos (para el caso de Argentina véase, entre varios otros, Arias 2021; Bustos 2023; Chaves 2017; Hanglin 2017; Levinas y Torres 2021).
Los pueblos originarios nos interpelan preguntándonos qué beneficios les traen a ellos nuestros proyectos de investigación. Entonces, podríamos decir que una arqueología activista realmente comprometida no diseña pesquisas cuyo objetivo central es saciar la curiosidad científica, sino que se pone a disposición. Esto implica poner nuestro tiempo, experticia y los métodos y técnicas de la disciplina a disposición de las causas y proyectos indígenas, orientando el conocimiento que generamos en relación con estas causas y proyectos, y situando nuestras agendas académicas en sintonía con las agendas políticas de los pueblos originarios. Una arqueología activista debería transformar la disciplina en una herramienta disponible para aquellos grupos que han sido subalternizados y sus luchas por la justicia social y la equidad. La gran mayoría de lxs arqueólogxs latinoamericanxs trabajamos en territorios y con patrimonio indígena. Estos territorios están atravesados por conflictos debido a que los colectivos indígenas con frecuencia están enfrentando a quienes los deslegitiman y buscan apropiarse de sus tierras. Poner a la arqueología a disposición, en estos casos, significa desarrollar una arqueología a demanda, diseñar y realizar investigaciones -y generar conocimientos útiles- para los pueblos indígenas, y refutar simultáneamente los argumentos de quienes niegan su identidad, su preexistencia en los territorios y sus derechos.
La pregunta pertinente en este punto es cómo damos forma a estos proyectos a demanda y qué métodos nos ayudan en esta tarea. En mi derrotero, la respuesta a esta pregunta la he encontrado en la lectura de producciones académicas, pero sobre todo en el conocimiento que he adquirido en mi vinculación con varios dirigentes y organizaciones indígenas de Argentina, quienes con paciencia procuraron instruirme sobre los principios que cualquier investigadxr debe tener en cuenta y respetar en su vinculación con los pueblos originarios. Mi praxis ha sido moldeada por dichos dirigentes y organizaciones, principalmente en el Encuentro Nacional de Organizaciones Territoriales de Pueblos Originarios (Enotpo), entidad a la que fui invitado a participar como parte del equipo técnico intercultural entre el 2009 y el 2022. Por varios años el Enotpo fue el espacio de articulación indígena en Argentina que concentraba la mayor cantidad de organizaciones territoriales indígenas de distintas regiones del país, y el que más vínculos había establecido con el Estado y con diferentes agrupaciones de la sociedad civil en aras de visibilizar los proyectos y posicionamientos de los pueblos originarios y promover políticas públicas orientadas hacia ellos.
La metodología de un proyecto a demanda debe estar centrada, por supuesto, en la interculturalidad y el diálogo de saberes. Debemos ser conscientes de que el camino no es ofrecer a los colectivos indígenas proyectos que nosotros suponemos que serán beneficiosos para ellos. En mi caso, el puntapié inicial para establecer el vínculo lo ha realizado frecuentemente una organización indígena, que me ha contactado para contarme una situación particular que están experimentando, o un proyecto que están interesados en desarrollar, y por el que me preguntaron si podía colaborar con ellos. En todos los casos, las propuestas han tenido que ver con temáticas relacionadas con la arqueología. El segundo paso para dar forma a estos proyectos es realizar reuniones con los miembros del colectivo indígena. Esta etapa incluye viajar y pasar tiempo en los territorios indígenas para establecer diálogos con distintos miembros de la organización y así conocer en profundidad sus posiciones, agendas y los conflictos que enfrentan. Estos encuentros comprenden charlas, entrevistas y recorridos territoriales en los que se pone en práctica la observación participante, todas actividades dirigidas a conocer y nutrirnos de los saberes indígenas. Desde la adquisición de este conocimiento que nos da el territorio y las voces territoriales, diseñamos un plan de trabajo en el cual la perspectiva crítica y reflexiva académica debe desempeñar un papel principal. Los pueblos originarios y sus organizaciones nos convocan por nuestros conocimientos teóricos y técnicos sobre temas puntuales y, por lo tanto, está en nuestras manos el diseño del plan que, una vez definido, debe ser puesto a consideración del grupo convocante.
Estos proyectos deben surgir de los territorios y generar conocimientos que sirvan a los territorios. Ahora bien, para que este conocimiento sea realmente provechoso, en especial en contextos de demandas judiciales sobre los territorios, debe ser científicamente sólido. Debemos ser reflexivos y creativos para generar evidencia y argumentos que, basados en las teorías y métodos científicos, sirvan para conectar el pasado y el presente, y demostrar la continuidad, refutando en simultáneo las narrativas de extinción, criollización o extranjerización. Tenemos que demostrar que los reclamos indígenas sobre las tierras y el patrimonio están ajustados al derecho y que los pueblos originarios no son ocupantes ilegales, agitadores o incluso terroristas, como los políticos de derecha de Argentina han acusado recientemente al pueblo mapuche. Esta evidencia sustentará la condición de los pueblos indígenas como sujetos de derechos colectivos frente a quienes, por interés propio, los acusan de ser “falsos indios” o usurpadores ilegítimos de la propiedad privada.
El otro proyecto que propongo se vincula con uno de los principales reclamos contemporáneos de los pueblos originarios y sus organizaciones. Como sujetos de derecho y sujetos políticos exigen tomar la voz en primera persona. A lo largo de la historia, muchxs han hablado por ellos cooptando su representación, desde representantes de instituciones estatales hasta otros de distintas iglesias, desde miembros del poder judicial y abogados hasta voceros de ONG, y desde líderes sociales y políticos hasta académicos. Distintos referentes y autoridades indígenas me han enseñado a no confundir el acompañarlos con tomar su voz. Y tienen mucha razón al respecto. He visto en numerosas ocasiones cómo personas no indígenas se han acercado a comunidades u organizaciones territoriales de pueblos originarios, entablando relaciones de trabajo y/o activismo, relaciones que con los días se fueron estrechando, para tiempo después creer que podían ocupar sus espacios y asumir sus roles y representación.
La propuesta que hemos desarrollado con diferentes organizaciones indígenas con las que se ha articulado esta labor es la de producir una multivocalidad real. No una de saberes y perspectivas recolectadas y plasmadas en productos académicos producidos por académicxs, tal como casi siempre se la ha entendido y practicado, sino -y aunque pareciera ser una obviedad- una multivocalidad de voces. Es llamativo cómo diversos productos académicos que han reclamado por la descolonización de la arqueología y la promoción de la multivocalidad jamás, o muy escasamente, han incluido voces representativas de los pueblos originarios5 (p. ej. Alvarado et al. 2016; Crespo 2013; Gnecco 1999; Gnecco y Ayala 2010; Jofré y Gnecco 2022; Manasse y Arenas 2015; Rivolta et al. 2014)6.
En nuestro proyecto reivindicamos la combinación de saberes para la producción de conocimiento sobre el pasado, el patrimonio y el presente de los pueblos originarios y sus territorios. Esta epistemología intercultural reivindica los saberes indígenas, conocimientos que suelen basarse en tres fuentes principales: (1) historias orales transmitidas por generaciones, (2) formas de hacer tradicionales, en muchos casos, producto de la continuidad cultural entre el pasado que estudiamos y el presente, y (3) la experiencia subjetiva que da el habitar en el territorio, que dista enormemente de la formación urbana y moderna que solemos tener lxs arqueólogxs. Es interesante notar que en cada ocasión en la que he planteado esto en ámbitos académicos, nunca faltan lxs colegas que entienden que lo que hago son analogías históricas directas acríticas y que buscan quitarles legitimidad a los saberes indígenas hoy en día por considerarlos conocimientos distorsionados, híbridos y muy influenciados por modos occidentales.
Estos reclamos no son muy diferentes de aquellos que niegan las identidades indígenas al sostener que ya no hay algo así como indígenas “puros”. No niego el gran impacto que ha tenido el colonialismo occidental en el mundo indígena, pero considero que las sabidurías, cosmologías y prácticas originarias han resistido y encontrado espacios para su transmisión, y han resurgido en el presente con una fuerza inusitada. Víctimas de negación, represión y discriminación, las personas indígenas -al menos algunas de ellas- fueron creando espacios y momentos para continuar transmitiendo sus idiomas, prácticas, saberes y espiritualidades por debajo del radar de la modernidad y el Estado, quienes buscaban erradicarlos (véase Acuto y Flores 2019). Si bien creemos que este es un ejercicio reflexivo y metodológico posible, no proponemos necesariamente aquí que lxs arqueólogxs empleemos esos saberes para ayudar a nuestras interpretaciones del registro arqueológico. Sino que planteamos que las narrativas indígenas sobre su pasado, patrimonio y territorio, junto con sus formas de construirlas y de argumentarlas, aparezcan en paralelo y en igualdad de condiciones (y, claro, en primera persona) con las narrativas arqueológicas sobre ese mismo pasado, patrimonio y territorio (en el caso del proyecto que dirijo véase Acuto y Flores 2019; Corimayo y Acuto 2015; Flores y Acuto 2015; Huircapán, Jaramillo y Acuto 2017; Manzanelli y Velardez 2024; Toconas 2023).
Además de esta producción intercultural de conocimiento, y tal como lo han propuesto otrxs investigadorxs, la coteorización es un desafío para tener en cuenta (véase en especial el tomo 1 de Leyva et al. [2015] 2018c). En un mundo en donde la humanidad, o mejor dicho una parte de la humanidad impulsora de un sistema de producción y de consumo no sustentable, se ha constituido en una fuerza geológica que elimina bosques, produce desertificaciones, destruye montañas enteras y contamina todo el mar, nos urge pensar, proponer e impulsar un nuevo paradigma de vida, y los pueblos originarios tienen mucho para aportar a este cambio. Las prácticas de coteorización entre académicxs, académicxs indígenas y autoridades filosóficas de pueblos originarios se constituyen en una praxis que, probablemente a largo plazo, contribuya a impulsar un cambio basado en la(s) ontología(s) indígenas, en las que se logre construir “un mundo en donde quepan otros mundos” y donde la tierra, los bosques, los cerros, los animales y demás entidades se conviertan en sujetos de derecho.
Acciones
La provincia de Salta, en Argentina, no reconoce al pueblo atacama como un pueblo indígena preexistente; argumenta que los atacameños llegaron a la jurisdicción provincial desde Chile en años recientes. Como consecuencia, las comunidades atacameñas constituidas en la provincia no son beneficiarias de las políticas públicas y recursos que el Estado provincial orienta a los pueblos indígenas que sí reconoce como preexistentes, ni tampoco pueden participar o tener representación en el Instituto Provincial de Pueblos Indígenas de Salta, entidad estatal encargada de las políticas públicas indígenas en la provincia. Además, y más importante aún, sus demandas sobre sus territorios ancestrales son rechazadas. Desde hace algunos pocos años, la organización territorial indígena Red del Pueblo Atacama, que nuclea a las comunidades atacameñas de Salta, ha iniciado un proceso de presentaciones ante la legislatura provincial con el objetivo de que sean reconocidos como pueblo preexistente. A fin de apuntalar el posicionamiento y reclamo de la Red del Pueblo Atacama, y a pedido de dicho grupo, desde el 2018 hemos puesto en marcha un proyecto intercultural dirigido a recabar información histórica, antropológica y arqueológica que demuestre que el pueblo atacama habitaba en la jurisdicción de lo que hoy es la provincia de Salta, antes de la constitución del Estado. Este proyecto tiene tres líneas de trabajo: entrevistas etnográficas, relevamiento de documentación publicada sobre los períodos colonial y republicano e investigaciones arqueológicas.
Una de las actividades desarrolladas han sido las entrevistas semiestructuradas con comuneros, referentes y autoridades atacameñas, tanto de Chile como de Argentina, orientadas a recabar información sobre los vínculos históricos que han mantenido las familias atacameñas asentadas de uno y otro lado de la frontera. Las narrativas orales demuestran las fluidas relaciones de parentesco y de intercambio de bienes que los atacamas desarrollaron a lo largo de todo el siglo XX, e inclusive en la actualidad, y cómo este ha sido concebido como un territorio continuo, más allá de las divisiones políticas entre los Estados nación. Estas entrevistas han sido promovidas por las autoridades de la red y realizadas en conjunto entre referentes de esta organización y lxs investigadorxs. Sumado a esto, y con el objeto de rastrear datos similares, hemos revisado y analizado las publicaciones de viajeros del siglo XIX al territorio atacameño y los estudios académicos publicados que estudiaron la región durante el período colonial. Estas últimas investigaciones, enfocadas en analizar documentos coloniales, dan cuenta de la presencia de familias atacameñas en lo que hoy es la jurisdicción de la provincia de Salta antes de la conformación del Estado provincial y nacional. Por último, junto con la Red del Pueblo de Atacama, iniciamos un proyecto arqueológico, aún vigente, centrado en recabar evidencia que demuestre la profundidad temporal de la presencia atacama en la región. Hasta el momento, las actividades realizadas han sido prospecciones, mapeo de sitios y recolecciones de material de superficie, todos trabajos en los que han participado miembros del pueblo atacama. Es importante destacar aquí que las prospecciones que realizamos están diseñadas a partir del conocimiento indígena del territorio.
Las exploraciones han sido guiadas a las áreas y lugares sugeridos por los referentes de la red, por ser lugares tradicionales de paso de caravanas, espacios habitados o localidades significativas en términos de su espiritualidad. Con base en la información recolectada hasta ahora, se elaboró un informe técnico que fue presentado en la legislatura de Salta como soporte científico para el pedido de reconocimiento realizado por la Red del Pueblo de Atacama ante el estado provincial.
En otras ocasiones, el objetivo ha sido similar: poner la arqueología a disposición, aunque la responsabilidad fue mayor. El 12 de octubre de 2009 llegó al paraje El Chorro, valle de Choromoro, provincia de Tucumán (Argentina), una camioneta en la que viajaban Darío Amín, quien decía ser el propietario legal del territorio de la Comunidad Los Chuschagasta (nación diaguita), y los expolicías Luis Gómez y José Valdivieso; dirigiéndose a donde estaban reunidos en actividades comunales varios miembros de la comunidad indígena. Amín ya los había amenazado muchas veces y de diferentes modos. Bajo las órdenes de Amín, Gómez se acercó al grupo de indígenas y entabló una breve conversación con ellos, en especial con Javier Chocobar, quien se había identificado como una de las autoridades principales de la comunidad. Usando como excusa lo que creyó era una provocación de Chocobar, Gómez tomó un arma que tenía escondida en la espalda debajo de la camisa, disparó al suelo y luego usó la pistola para golpear la cabeza de otro miembro de la comunidad que estaba tomando fotos7. La gente inmediatamente intentó detener a Gómez y quitarle su arma, cuando Amín y Valdivieso comenzaron a disparar contra la multitud, sin preocuparse por lxs niñxs que estaban en el lugar. Como resultado, Andrés Mamani, otra autoridad comunal, recibió un disparo en el estómago y estuvo hospitalizado durante seis meses, y Emilio Mamani recibió un balazo en la rodilla que afectó su forma de caminar. Javier Chocobar fue herido en la pierna con un impacto directo en la arteria femoral que le provocó la muerte.
Como es común en varias provincias argentinas, las familias terratenientes tienen fuertes vínculos con los ámbitos político y jurídico, tal es el caso de la familia Amín. Darío Amín y sus cómplices evitaron la cárcel y lograron retrasar durante nueve años el juicio por el asesinato de Javier Chocobar y las lesiones producidas a los otros dos miembros de la comunidad. Durante este tiempo, Amín y demás miembros de su familia visitaron con frecuencia el territorio de Los Chuschagasta y lanzaron amenazas a diferentes miembros de la comunidad indígena y a la familia de Javier. Incluso, y en una brutal demostración de poder e impunidad, Amín organizó un asado en el mismo lugar donde le disparó y mató a Javier. El juicio contra Amín, Gómez y Valdivieso se llevó a cabo recién en el 2018, cuando fueron declarados culpables y condenados a veintidós, dieciocho y diez años de cárcel respectivamente. Sin embargo, debido a que la Corte Suprema provincial nunca confirmó la sentencia, fueron liberados luego de pasar menos de dos años en prisión.
La desesperación y las constantes intimidaciones de Amín produjeron un miedo paralizante en Los Chuschagasta. A la comunidad le tomó años superar estos sentimientos, pero finalmente comenzaron un proceso de sanación que los revitalizó. Este proceso implicó el desarrollo de diferentes proyectos dirigidos a reconectarse con su identidad, cultura y territorio, y celebrar la vida de Javier mientras esperaban el juicio. Los Chuschagastas me convocaron a participar en dos de estos proyectos: la creación de un taller de cerámica orientado a reactivar la alfarería tradicional, y la elaboración de marcadores materiales para colocar en diferentes lugares del territorio, incluido el lugar donde fue asesinado Javier. El propósito de estos marcadores era doble: reconectarse con su pasado ancestral y cosmovisión, y crear hitos de memoria sobre la vida de Javier, la cultura diaguita, los derechos indígenas y las luchas históricas y contemporáneas de los pueblos originarios. Su idea era resignificar el territorio y superar los sentimientos negativos que este les había generado a partir del hecho trágico vivido. Lo que la comunidad me solicitó fue que los ayudara a explorar su iconografía ancestral, en especial aquella plasmada en la cerámica arqueológica, y producir conocimientos interculturales sobre sus significados. Aunque esta no era la región donde solía realizar mis investigaciones, invertí una cantidad considerable de tiempo para aprender sobre la arqueología local, visitar la región y hablar con diferentes miembros de la Comunidad de Los Chuschagasta. Los principales productos de este estudio fueron presentaciones ante la comunidad y otros participantes no indígenas involucrados en los proyectos, y un informe detallado sobre la sociedad e iconografía diaguita en el pasado.
Los ataques de la familia Amín contra Los Chuschagasta no cesaron con el juicio y la sentencia. Demandaron al sobrino de Javier, Ismael Chocobar, y a su familia como usurpadores, y los llevaron a la justicia en el 2019. La familia Chocobar y su abogado me pidieron entonces que preparara un informe técnico/científico para respaldar sus afirmaciones de preexistencia en el territorio y para demostrar que Los Chuschagasta no se extinguieron; este informe se presentó como prueba en el juicio. Además, nos solicitaron a Macarena Manzanelli (miembro de mi equipo de investigación) y a mí incluir nuestros nombres en la lista de testigos de la defensa (Manzanelli 2022). Una vez más invertí tiempo en estudiar la arqueología y la etnohistoria de la región para evitar el desalojo de Ismael y su familia, que de haber ocurrido hubiera desencadenado más juicios y procesos de desalojo contra otros integrantes de Los Chuschagasta. Uno de los retos que tuvimos junto con la comunidad fue desestimar los argumentos de una antropóloga, testigo de la parte acusatoria, quien expuso un documento colonial que decía que para 1808 el pueblo chuschagasta estaba extinto y su tierra se encontraba inhabitada.
El 13 de septiembre del 2019 testifiqué ante la corte por algo más de una hora; refuté en términos metodológicos los argumentos de esta antropóloga y presenté evidencias arqueológicas e históricas generadas científicamente, tanto por otros colegas como por mi propio proyecto, que demostraban que el pueblo diaguita ha habitado esta región desde tiempos prehispánicos y que, al menos para la época colonial, e incluso antes, la comunidad indígena ya estaba asentada en la región. Ante esta evidencia, los abogados de la familia de Amín pretendieron argumentar que, si bien podría haber sido así, la familia Chocobar no era indígena, sino personas recién llegadas al valle de Choromoro. Para refutar esta afirmación, entregué y discutí durante mi declaración el minucioso estudio de la antropóloga histórica Estela Noli y colegas (Noli et al. 2015), quienes encontraron documentos coloniales que mostraban que la iglesia católica fundada en esta región, encargada de registrar los nacimientos, matrimonios y defunciones en esos tiempos, había registrado que los Chocobar estaban asentados en la región desde al menos el siglo XVII, antes de la constitución de los estados nacional y provincial. La familia Amín perdió el juicio, Ismael fue declarado inocente y aún vive en el valle de Choromoro con su familia.
Si bien la mayoría de las propuestas de trabajo intercultural que hemos recibido, tal como las dos descritas arriba, vienen de las organizaciones indígenas con las que las articulamos, otros proyectos han sido sugeridos por nuestro equipo de investigación y se han sometido a la consulta con estas. Uno de estos proyectos es la creación de productos multivocales en los que la voz de los pueblos indígenas aparezca en primera persona. Esta propuesta se ha plasmado en la presentación de ponencias conjuntas en congresos de antropología y arqueología, en la celebración de simposios en los que se alternaron exposiciones de arqueólogxs con otras de referentes de pueblos originarios (vocerxs elegidxs por las propias organizaciones indígenas para participar en estos eventos), y en la publicación de estudios en los que los conocimientos y perspectivas indígenas aparecen en primera persona y en diálogo con los saberes y teorías académicas (Acuto y Flores 2019; Corimayo y Acuto 2015; Flores y Acuto 2015, 2023; Huircapán, Jaramillo y Acuto 2017; Manzanelli y Velardez 2024; Toconas 2023).
Sabíamos que iba a ser muy difícil que los referentes y delegados indígenas se sentaran a escribir sobre los temas propuestos, tanto porque suelen encontrarse con muchas ocupaciones y otras prioridades, como también por ser esta una práctica poco frecuente para ellos. Les propusimos entonces realizar encuentros y entablar conversaciones -las cuales eran grabadas- que abordaran ejes específicos (como arqueología, patrimonio, territorios, sitios ancestrales, restitución de restos mortales indígenas, entre otros), pero que también dieran lugar al desarrollo de temáticas propias e importantes para muchxs de ellxs. Una vez recolectado este material, se procedió a su transcripción y su transformación en un escrito. La primera vez que llevamos a cabo este trabajo les entregamos a lxs autorxs un texto que era fiel a lo expresado oralmente. Lxs autorxs, no obstante, nos solicitaron que lo puliéramos para mejorarlo, ya que no les gustaba el resultado por considerar que no era una narrativa clara y amena como la que se encuentra con frecuencia en las publicaciones. De hecho, las narrativas orales plasmadas de modo directo en texto escrito quedaban reiterativas, desordenadas y poco fluidas. Acordamos entonces intervenir el texto y modificarlo lo menos posible, sin cambiar nada de su contenido, pero dándole formato de narrativa escrita. Básicamente, lo que hicimos fue ordenarlo agrupando temáticas, incluyendo conectores entre párrafos y sinónimos de algunas palabras. Una vez terminado este proceso, el texto fue entregado a lxs autorxs, quienes lo revisaron, en algunos casos lo intervinieron y agregaron párrafos, en otros enviaron audios o manuscritos en los que nos solicitaban incluir nueva información o modificar algo que no era del todo correcto, mientras que otros dieron su aprobación sin más sugerencias. Una vez recibida la conformidad de todxs lxs autorxs, procedimos a enviar los manuscritos para su publicación.
Estas publicaciones tienen un doble impacto. Por una parte, se trata de abrir los espacios académicos a las voces, perspectivas y saberes indígenas; espacios donde tradicionalmente se ha hablado de los pueblos originarios, su historia, patrimonio y actualidad, sin los pueblos originarios. Sin embargo, creo que el aspecto más importante de estos productos es que se convierten en insumos útiles para los pueblos originarios y para sus propios procesos e interacciones. Sirven y son leídos dentro de las organizaciones indígenas como formas de apuntalar sus identidades y memorias, y funcionan como carta de presentación en los vínculos que estas mantienen con distintas instituciones y representantes estatales y diferentes organismos de la sociedad civil, tales como movimientos sociales, agrupaciones políticas o sindicatos. Como un destacado referente y activista indígena nos ha dicho: “nosotros llevamos estas publicaciones a los encuentros y reuniones que mantenemos con distintos actores de la sociedad y les decimos: ‘nosotros producimos esto, así trabajamos interculturalmente y allí pueden encontrar nuestras ideas, objetivos y perspectivas’”.
Final
Tres aspectos centrales de una arqueología comprometida y activista sirven como conclusión. En primer lugar, esta parte siempre del pensamiento crítico y de perspectivas teóricas posicionadas políticamente. Muchxs académicxs latinoamericanxs consideran que las ciencias sociales deberían siempre ser controvertidas/antisistema. En esta parte del mundo, las ciencias sociales han estado cerca de los movimientos emancipatorios, algo muy diferente a la teoría arqueológica contemporánea en Europa y la llamada arqueología simétrica y aquellas perspectivas que restan importancia a la reflexividad y el pensamiento crítico (p. ej. González-Ruibal, González y Criado-Boado 2018). ¿Cómo involucrarnos verdaderamente en las luchas y la emancipación de los grupos subalternizados cuando gastamos nuestros esfuerzos en defender las cosas, desarrollar una ética hacia las cosas y analizar las interacciones entre ellas más allá de sus articulaciones con las acciones de las personas? En segundo lugar, la arqueología debe convertirse en una herramienta para la justicia social y la emancipación. Necesitamos reorientar nuestros proyectos e intereses de investigación para producir investigaciones y conocimientos que sirvan a aquellos colectivos que han sido subyugados. Esto no implica manipular o forzar la evidencia para que se ajuste a nuestros propósitos colectivos, todo lo contrario. La ciencia aún es respetada y considerada fuente de discursos confiables en América Latina. Una buena ciencia, que produce argumentos sólidos informados, de manera teórica y metodológica, y basados en evidencia contundente, sirve para refutar categóricamente los discursos dominantes impulsados por intereses políticos y económicos. Necesitamos ser sistemáticos, rigurosos, reflexivos y creativos para construir este tipo de argumentos. En tercer lugar, una arqueología comprometida y activista no debe ser una empresa egoísta. No se trata de pretender brillar en los círculos académicos presentándonos como antisistema o una especie de libertadores: eso es puro esnobismo académico. Solo somos pequeños colaboradores de luchas más grandes, luchas que los pueblos indígenas enfrentan hace muchos años.