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Revista Científica General José María Córdova

Print version ISSN 1900-6586On-line version ISSN 2500-7645

Rev. Cient. Gen. José María Córdova vol.18 no.32 Bogotá Oct./Dec. 2020  Epub Oct 01, 2020

https://doi.org/10.21830/19006586.639 

Política y estrategia

La estrategia de expansionismo hegemónico iraní en Siria y Afganistán

The strategy of Iranian hegemonic expansionism in Syria and Afghanistan

Janiel David Melamed Visbal1 

Dylan Steaven Peláez Barceló2 

1Universidad del Norte, Barranquilla, Colombia https://orcid.org/0000-0002-1127-8484 jmelamed@uninorte.edu.co

2Universidad del Norte, Barranquilla, Colombia https://orcid.org/0000-0001-9486-734X dylanp@uninorte.edu.co


Resumen.

En las últimas décadas, Irán ha puesto en marcha un ambicioso programa de política exterior en el cual uno de sus objetivos fundamentales es promover su expansionismo hegemónico a lo largo de zonas de especial interés regional. Este artículo investiga la agenda desarrollada por Irán en Afganistán y Siria, en medio de dos guerras y contextos territoriales diferentes. A pesar de las diferencias, este trabajo evidencia los elementos comunes de su estrategia expansionista en Asia central y Medio Oriente. Esta estrategia se basa en el rechazo de la intervención de EE. UU. y sus aliados, y la reivindicación de un régimen político-religioso islámico. En los casos analizados, Irán ha mezclado el apoyo político y militar con la ayuda económica y el fortalecimiento de lazos comerciales con estos países.

Palabras clave: Asia central; conflicto internacional; estrategia militar; Irán; Medio Oriente

ABSTRACT.

In recent decades, Iran has launched an ambitious foreign policy program. One of its fundamental objectives is to promote its hegemonic expansionism in areas of special regional interest. This article examines Iran's agenda in Afghanistan and Syria, amid two different wars and territorial contexts. Despite the differences, this work highlights the common elements of their expansionist strategy in Central Asia and the Middle East. This strategy is based on the rejection of the intervention of the United States and its allies, and the demand for an Islamic political-religious regime. In the cases analyzed, Iran has mixed political and military support with economic aid and the strengthening of commercial ties with these countries.

Keywords: Central Asia; international conflict; Iran; Middle East; military strategy

Introducción

El propósito de este artículo es plantear un cuestionamiento analítico alrededor de las acciones en materia de política exterior del Gobierno iraní frente a los escenarios de inestabilidad en sus órbitas de influencia periférica más inmediatas. En concreto, se abordan las acciones iraníes en dos escenarios primordiales. En primer lugar, las acciones surgidas a raíz de la campaña militar norteamericana en Afganistán desde el 2001, como consecuencia de los atentados del 11 de septiembre (11S). En segundo lugar, se estudian las acciones que emprendió Irán como resultado de la llamada Primavera Árabe y la compleja gama de desafíos y oportunidades que de ella se desprendieron para los intereses más representativos en Medio Oriente1.

Si bien las dinámicas propias de la guerra en Afganistán no son iguales a las evidenciadas en la guerra en Siria, ambos teatros de operaciones se constituyen como referentes significativos en este ejercicio de análisis para identificar claros elementos equiparables de su política exterior. Es decir, en ellos se pueden evidenciar enfoques encaminados a la implementación de una misma estrategia de expansionismo hegemónico a nivel regional, que ha sido replicada para lograr una inusitada influencia sobre amplios territorios que van desde el centro de Asia hasta las costas del mar Mediterráneo.

En razón de esto, la articulación de estos casos permite ilustrar, por lo menos, tres elementos característicos de la política exterior iraní en áreas consideradas de alto valor estratégico. Primero, Irán se ubica como un actor estatal de enorme importancia y con serias ambiciones de hegemonía regional, al situarse en la intersección de zonas de gran relevancia geopolítica. Por su tamaño, localización, recursos naturales e historia milenaria, la dirigencia política iraní aspira a consolidar el país como líder natural e indiscutido de la región. Sin embargo, si se analiza con detenimiento, sus ambiciones no se desarrollan en un entorno enteramente favorable, pues la alianza de poderosas monarquías sunitas del golfo Pérsico con los EE. UU. constituye una trayectoria de antagonismos, no solo por el liderazgo hegemónico, sino también por el liderazgo religioso en el mundo islámico.

Segundo, el régimen teocrático iraní identifica la influencia norteamericana y, más aún, la presencia de sus tropas en inmediaciones a su territorio como una seria amenaza. Por ello, su Gobierno no ha adoptado un papel de simple espectador frente a las inquietantes dinámicas de seguridad que se han desarrollado cerca de su frontera oriental desde la invasión norteamericana a Afganistán en 2001. Esto ha derivado en el importante desarrollo de su capacidad de resistencia a los intereses norteamericanos en la zona, con lo cual ha conseguido un significativo nivel de influencia en los asuntos de la mayor complejidad y conflictividad en Asia central.

A su vez, esta circunstancia también ha motivado un inusitado nivel de involucramiento selectivo en algunos episodios de conflictividad política en Medio Oriente, especialmente en Siria, a partir de los acontecimientos derivados de la Primavera Árabe2. A causa de ello, el eventual debilitamiento o, más aún, derrocamiento del régimen dictatorial de Bashar al-Assad significaría un duro revés para la plataforma de penetración y hegemonía regional que, durante décadas, ha ido consolidando a partir de alianzas políticas, económicas y militares con actores locales, en una clara apuesta por redefinir el statu quo en la región y conseguir una redistribución de poder.

Tercero, en su agenda de expansionismo hegemónico, Irán ha desplegado un decidido apoyo a los gobiernos que considera necesarios para garantizar la consecución de sus objetivos estratégicos, lo cual ha implicado promover una absorbente penetración económica en cada uno de estos países. Usualmente, esta influencia es apalancada con sus enormes recursos financieros como potencia energética a nivel global, que le permite tener un amplio margen de maniobra para el otorgamiento de créditos, el suministro energético y la transferencia de tecnología; pero, sobre todo, ha posibilitado su necesaria participación en grandes proyectos de infraestructura y reconstrucción de países devastados por la guerra.

Afganistán como frente estratégico iraní

Es menester iniciar este análisis resaltando dos hechos fundamentales y claramente interconectados. En primer lugar, tal como se evidencia en la Figura 1, Irán se encuentra ubicada entre Irak y Afganistán. Esto resulta relevante en la medida en que ambos países vecinos han sido objeto de la acción armada de los EE. UU. a partir de sendas campañas militares desde los años 2001 y 2003. Como es natural, esto ha derivado en un importante despliegue operativo y militar norteamericano en zonas fronterizas de extremada sensibilidad para los intereses de seguridad nacional iraní.

Fuente: Russia Today (2015)

Figura 1 Localización espacial de Irán y la población chiita a nivel regional. 

En este sentido, es un hecho tangible que, por su inmediata vecindad, Afganistán ha sido, es y será un punto de referencia para los intereses estratégicos iraníes. A lo largo de sus 936 kilómetros de frontera terrestre compartida se ha consolidado una amplia correlación fundamentada en la afinidad de sus lazos religiosos (ambos son países musulmanes), étnico-culturales (importante presencia de chiitas) y lingüísticos (el dari y el persa). Adicionalmente, Afganistán es un país del tercer mundo, lo cual lo hace propenso a ser objeto de políticas financieras de cooperación y asistencia monetaria por parte de Irán, una potencia petrolera con deseos de estrechar relaciones bilaterales y lazos económicos. Por último, en sí mismo, Afganistán tiene implicaciones geopolíticas de gran relevancia en Asia Central, por lo cual también ha despertado el interés estratégico de otros actores estatales con agendas de influencia regional, especialmente los EE. UU. (Toscano, 2012).

En segundo lugar, no es la primera vez que la atención geoestratégica norteamericana se ha enfocado en este país. De hecho, la relevancia geopolítica de Afganistán para los EE. UU. es de vieja data, y antecede a la campaña militar de inicios del nuevo milenio (Imran, 2019). Esto puede evidenciarse, por ejemplo, en el hecho de que el país ya era un epicentro de tensión para los norteamericanos desde finales de la década de los setenta del siglo pasado, a causa de la invasión que en su momento realizó la URSS y el apoyo norteamericano a distintas fuerzas de resistencia, durante una guerra que se extendió casi por una década.

Sin embargo, la campaña militar desarrollada por EE. UU. desde 2001 incluía dos variables novedosas con respecto a la estrategia implementada durante la Guerra Fría. Por una parte, esta vez comprometía una lucha militar directa de las propias fuerzas militares norteamericanas, mientras que en el pasado habían delegado en aliados locales la confrontación contra el enemigo soviético. Por otra parte, ahora servía como plataforma de proximidad territorial a Irán. Durante la mayor parte de la década de los setenta, Irán fue un cercano aliado político norteamericano; pero, a partir de su Revolución Islámica en 1979 y el consecuente derrocamiento del sha de Irán, Mohammed Reza Pahlavi, este país se había transformado en su más declarado antagonista regional. Desde entonces, se ha consolidado en Irán una estructura revolucionaria de liderazgo político-religioso, con un marcado talante antiamericano que se mantiene hasta el día de hoy.

La resistencia iraní contra los intereses norteamericanos en Asia central

El hecho de que EE. UU. desplegara sus tropas en Afganistán menos de un mes después de los atentados del 11S explica por qué esto no podía ser considerado desde las altas esferas de poder iraní como una circunstancia irrelevante. Ahora bien, el establecimiento político norteamericano relacionó los objetivos de esta campaña militar del nuevo milenio con su lucha contra el terrorismo como amenaza transnacional, la derrota militar de Al Qaeda, la degradación de la ideología yihadista que la soportaba y, por supuesto, la neutralización o captura de su líder, Osama Bin Laden (Larson & Savych, 2007; Tellis & Eggers, 2017).

Sin embargo, podría afirmarse que, dada la proximidad territorial entre Afganistán e Irán, la campaña militar norteamericana tenía también unos objetivos menos mediáticos desde la narrativa oficial. Estos fundamentalmente consistían en limitar las capacidades del expansionismo hegemónico iraní en la región. En gracia de discusión, también podría considerarse entonces que la invasión norteamericana en Afganistán desde el año 2001 ha tenido un profundo impacto en las realidades geopolíticas de este país y, a su vez, en el entorno regional, pues, entre otras cosas, también ha activado una compleja estrategia de reacción iraní con el propósito de contrarrestar cualquier fuerza de contención a sus intereses.

De acuerdo con esto, la puesta en escena del antagonismo antiamericano iraní se origina formalmente en 1979, a partir de la Revolución Islámica en Irán. Paradójicamente, antes de este acontecimiento, como sostiene Sariolghalam (2016), la diplomacia iraní estaba centrada en sus cercanas y productivas relaciones con Europa y los EE. UU. Sin embargo, tras la Revolución, su diplomacia dio un claro viraje hacia el mundo musulmán y estableció tres elementos fundamentales en la orientación de su política exterior, a saber: primero, el establecimiento de una política islámica basada en fundamentos chiitas; segundo, la defensa de los musulmanes, el apoyo a los movimientos de liberación y una clara orientación de disputa con Israel y Occidente (especialmente los EE. UU.); finalmente, la defensa de su integridad territorial, su soberanía nacional y la promoción de su motor de crecimiento y desarrollo económico.

Por supuesto, este enfoque colocaba a Afganistán en el círculo más inmediato de atención diplomática posrevolucionaria. Sin embargo, durante el siglo XX, la capacidad operativa de los talibanes había servido como elemento de contención para cualquier iniciativa de penetración iraní en el país. Pero con la invasión norteamericana las circunstancias cambiaron, de modo que el siglo XXI iniciaba con una ventana de oportunidad para los intereses promovidos desde Teherán, por varios factores. Por una parte, estaba el desgaste militar talibán a causa de su prolongada lucha irregular contra un enemigo abiertamente superior en términos tecnológicos, pero carente de efectividad en medio de las dinámicas irregulares de la guerra asimétrica. Por otro lado, con esa guerra se hizo necesario armar milicias proiraníes que, en virtud de su proximidad geográfica, pudieran ser entrenadas en el territorio iraní, para luego cruzar la frontera y desplegar su capacidad de fuego, a modo de insurgencia organizada. Finalmente, vino el ascenso al poder de Hamid Karzai como líder político nacional, en quien convergían intereses afines con los norteamericanos en contra de los talibanes (Nader et al., 2014).

Pese a esto, la dirigencia política y militar iraní ha tenido plena conciencia de su alcance y sus limitaciones. Por ello, en medio de esta coyuntura de turbulencia regional en Afganistán, no buscó el control territorial de un país tan complejo desde el punto de vista topográfico. En lugar de ello, sus objetivos estuvieron más asociados con una estrategia pragmática; es decir, orientados a la consolidación de una capacidad de choque que permitiera el debilitamiento talibán, limitara el afianzamiento de los intereses norteamericanos en el terreno y promoviera un gobierno central afgano estable y seguro con el cual estrechar lazos.

Dicho de forma más clara, la prioridad de Irán fue dirigir el despliegue de milicias chiitas, afines a su agenda política regional, y estar en capacidad de ejercer una especie de presión armada en su zona fronteriza oriental, así como degradar el dominio norteamericano, preservar el cauce de agua que proviene desde territorio afgano, controlar el flujo de narcóticos ilegales que entran al territorio iraní, afianzar relaciones diplomáticas bilaterales y consolidarse como puente de distribución y conexión de bienes y servicios entre el golfo Pérsico, el centro de Asia, India y China (Milani, 2006).

Para lograr esta ambiciosa agenda en Afganistán, el régimen iraní ha empleado una estrategia múltiple, muy similar a la desarrollada posteriormente en Irak y Siria, que consiste en moldear e influenciar el Gobierno central usando soft power para construir prestigio, y a su vez proporcionar apoyo a diversas facciones de actores no estatales que luchan contra las fuerzas norteamericanas en el país (Hansen, 2019; Katzman, 2020).

Por ello, a inicios del nuevo milenio, Afganistán se constituyó como el primer tinglado formal de encuentro entre Irán y EE. UU. en su disputa antagónica por influir en Asia central. Esta reflexión es compartida por Haji-Yousefi (2012) cuando señala que uno de los objetivos estratégicos más importantes de los EE. UU. al ingresar a Afganistán, en su lucha contra el terror y la posterior estadía indefinida de sus tropas, no fue solamente la retaliación y la búsqueda de apaciguamiento y reconstrucción de una nación en manos del terrorismo, indiscutiblemente liderado por organizaciones talibanes; también se buscaba prevenir en su totalidad la influencia de Irán en territorio afgano.

En resumidas cuentas, la yuxtaposición de estos antagónicos intereses en Afganistán determinó una dramática interacción de manifestaciones de violencia política en las que confluyen como actores fundamentales, por un lado, las fuerzas internacionales (norteamericanas y OTAN) desplegadas en el terreno y, por otro lado, de forma extendida, los talibanes, las milicias proiraníes, Al Qaeda y otros grupos fundamentalistas afines ya sea a su ideología radical o a sus intereses.

Entonces, no es de extrañar que el régimen en Teherán observe con recelo el desarrollo de las recientes negociaciones de paz entre el Gobierno de EE. UU. y los talibanes. Si bien es cierto, por una parte, que Irán promueve la retirada de las tropas norteamericanas apostadas en Afganistán, por otra parte rechaza cualquier injerencia que los EE. UU. puedan tener en la determinación del futuro de Afganistán. Indistintamente, algo seguro es que siempre será mucho más atractivo a los intereses regionales iraníes actuar en un área de valor estratégico sin la presión de la presencia armada de cuantiosos contingentes de guerra norteamericanos. Esto le permitirá una mayor maniobrabilidad en materia de comercio, cercanía al Gobierno central, permeabilidad de fronteras y acercamientos con grupos afines a su agenda política (Cordesman & Hwang, 2020).

Apoyo al gobierno central en Afganistán (factores económicos)

Adicionalmente, se debe considerar el hecho de que Afganistán es un país en vías de desarrollo que ha experimentado una masiva destrucción de infraestructura por causa de la guerra. Por lo tanto, la apuesta iraní en Afganistán a largo plazo también se encamina a participar en proyectos de recuperación, rehabilitación y desarrollo de nueva infraestructura. En este sentido, en paralelo con la instrumentalización de milicias chiitas proiraní en el terreno, la alta dirigencia en Teherán implementó una serie de medidas económicas con las que promovió una mayor participación en la economía afgana, y así ha hecho que las interacciones económicas entre ambos países sean cada vez más importantes tanto cualitativa como cuantitativamente (Kagan et al., 2012).

En este punto es necesario destacar, por ejemplo, el aumento considerable de las exportaciones entre ambos Estados. A modo de ilustración, para 2002 el nivel de exportaciones se situaba en unos 150 millones de dólares, y para el 2012 había alcanzado un valor bruto superior a los 2000 millones de dólares (Koepke, 2013). Esta circunstancia ha sido particularmente favorecida también por las duras sanciones que pesan sobre la economía iraní y la devaluación de su moneda en los mercados internacionales, a raíz de lo cual ha encontrado en la realidad económica afgana un importante nicho de interés económico y de aceptación de recursos con adecuados niveles de rentabilidad.

De acuerdo con Kagan et al. (2012), esta relación comercial era notoriamente desproporcional pues el 75% de los productos intercambiados eran de origen iraní. Este autor asimismo señala algunos claros ejemplos de cooperación y de intervención de Irán hacia Afganistán que sirvieron de plataforma adicional para impulsar estas interacciones económicas, como la entrega de grandes apoyos económicos al desarrollo de importantes proyectos de infraestructura energética, institucional, transporte y de comunicaciones. Estos proyectos incluyen la promesa hecha por el régimen iraní de construir dos plantas eléctricas que proporcionarían energía a Kabul; la preparación para los empleados a cargo del servicio postal a nivel nacional; el aporte de millones de dólares en asistencia a reformas políticas; la preparación y entrenamiento de oficiales de Gobierno en Kabul, Kandahar, Herat, entre otras medidas.

Es importante considerar que estas iniciativas han estado presentes como política de Estado durante la presidencia de varios líderes iraníes, y han sumado hasta la fecha miles de millones de dólares para la reconstrucción de Afganistán (Akbarzadeh, 2018). Los ejemplos al respecto son claros. Por ejemplo, en 2001, Irán apoyó la Alianza del Norte en su lucha contra los talibanes. Así mismo, fue un importante actor en la Conferencia de Bonn para el establecimiento de un gobierno interino en Kabul, y durante la Conferencia de Tokio, en 2002, otorgó una importante ayuda de 560 millones de dólares para la reconstrucción del país. Posteriormente, durante la Conferencia de Londres en 2006, adicionó 100 millones de dólares para el mismo propósito. Estas ayudas en materia económica han sido consideradas determinantes para el desarrollo de infraestructura, especialmente en la provincia de Herat (Agarwal, 2014).

Adicionalmente, se pueden mencionar los proyectos de inversión iraníes por 150 millones de dólares en una fábrica de cemento en Afganistán, como también la firma de acuerdos bilaterales entre el Gobierno afgano y la compañía iraní de refinamiento de petróleos para importar un millón de toneladas de combustible desde Irán al año. En el mismo sentido, para el año 2011, las iniciativas pan-regionales incluyeron un proyecto minero con participación de la India, cuyas inversiones eran cercanas a mil millones de dólares, y que proyectaba la construcción de un canal de comunicaciones ferroviario que conectara la provincia afgana de Bamiya (rica en minerales) y la provincia iraní de Chabahar (Kagan et al., 2012).

A partir de la participación económica y el intercambio de capitales, desde Teherán se ha consolidado una forma alternativa de influencia con el propósito de posicionar el país iraní mediante el soft power del dinero, como un actor de peso en el desarrollo de los acontecimientos más importantes en la agenda política afgana. Aun así, las interacciones entre ambos Estados van más allá de la órbita monetaria de apoyo directo. El régimen iraní se ha visto involucrado de igual forma en la crisis migratoria y de refugiados que vive Afganistán, en cuanto ha servido como suelo de recepción, apoyo y alivio para millones de refugiados, cuya migración se remonta a la época de la invasión soviética.

Christensen (2011) explica cómo esta población se ha ubicado en Irán a lo largo de las décadas y cómo esta circunstancia le ha dado a Irán un punto de influencia indirecta adicional frente al régimen afgano. Esta autora destaca que el Gobierno iraní está en capacidad de manipular a su acomodo la implementación de programas de deportaciones para el retorno masivo de los refugiados a su país original. Con ello, dispone de la capacidad de generar importantes presiones sociales, políticas y económicas que terminarían por aumentar las necesidades fiscales de Afganistán, si así lo quisiera. Un claro ejemplo de ello es el crecimiento de Kabul a raíz de esos programas de deportaciones masivas: la capital de Afganistán pasó de tener 1,5 millones de habitantes en 2001 a tener 4,5 millones tan solo en 2008.

A menudo, las autoridades iraníes enmarcan la expulsión de refugiados afganos en el contexto de problemas legales, para justificar tales acciones con irregularidades normativas sobre la presencia de estos individuos en su territorio. Sin embargo, también es usual que tales justificaciones sean públicamente cuestionadas por las autoridades afganas (Zarif & Majidyar, 2009). Por lo tanto, al igual que Turquía con la crisis de refugiados sirios, y su papel como punto de contención para la desbordada llegada de estos a territorio europeo, Irán tiene un control estratégico ante Afganistán y el eventual retorno de su propia población. Este hecho lo sitúa en una posición favorable para exigir determinadas acciones desde Kabul que proyecten favorablemente sus intereses políticos a nivel regional.

Así, es evidente que la alternancia sincrónica y articulada de mecanismos de cooperación económica, así como su apoyo en la problemática de refugiados y la consolidación de una red de apoyo de milicias prochiitas, han determinado una importante capacidad de influencia iraní en Afganistán. En relación con el componente económico de esta influencia, es clara la estrategia de absorber a Afganistán en la esfera de influjo y subordinación económica de Irán mediante iniciativas bilaterales y pan-regionales (Vatanka, 2017). Esta estrategia se despliega en el marco de un antagonismo macrorregional que, entre otros objetivos, busca socavar la presencia y el determinismo político derivado de los intereses norteamericanos en las zonas territoriales más próximas al régimen de Teherán (Omidi, 2013).

Ahora bien, lo que resulta particular es que este enfoque estratégico se puede evidenciar nuevamente en Siria, adaptado a una órbita territorial más distante a las fronteras de Irán, y con los desafíos que ocasionó la Primavera Árabe. Es decir, en Siria también se han dado acciones estratégicas del mismo talante: de resistencia a los intereses norteamericanos; de apoyo a un régimen central necesario para los objetivos iraníes en su plataforma de hegemonía regional, y con una apuesta económica en materia de créditos y desarrollo de eventuales proyectos energéticos y de reconstrucción del país.

Siria y los efectos de la Primavera Árabe en los intereses iraníes

El contexto alrededor del surgimiento y posterior consolidación de la alianza estratégica entre Irán y Siria es, por decir lo menos, paradójico. Esto se comprende al constatar que entre ambos países existe una alianza tan profunda como compleja, y que a simple vista pareciera poco probable. Esto se desprende del hecho que Siria es un país principalmente árabe ubicado en el corazón de Medio Oriente, mayoritariamente sunita y secular, mientras que Irán es un país principalmente persa, casi enclavado en Asia Central, mayoritaria- mente chiita y profundamente controlado por el clero islámico.

Esta alianza estratégica ha sido puesta a prueba a partir de las consecuencias derivadas de la Primavera Árabe. Dado que existen diferentes matices políticos, culturales (religiosos) y sociales en cada una de las revueltas que mediáticamente han sido cobijadas bajo el rótulo de “Primavera Árabe”, resulta curiosa y ambivalente la respuesta selectiva que frente a cada una de ellas ha tenido el alto establecimiento político de Irán. Por ejemplo, el ayatola Ali Jamenei, en diversas oportunidades, expresaba a sus hermanos correligionarios de la región que los eventos desarrollados en países como Túnez, Egipto, Libia y Bahréin eran la continuación del mismo despertar islámico que ocasionó la Revolución iraní de 1979. Sin embargo, ante circunstancias equiparables en Siria, su postura fue completamente diferente, pues asoció los levantamientos a teorías conspiratorias, a la ilegítima interferencia de poderes extranjeros, y en consecuencia reafirmó el apoyo a una solución que no condujera necesariamente a la salida del poder del presidente Bashar al-Assad (Alfoneh, 2011; Fürtig, 2014). Ante estas circunstancias, es oportuno cuestionar esta ambivalencia; ¿por qué estas sublevaciones en Siria no tuvieron el mismo apoyo de Irán que obtuvieron los levantamientos y revueltas en Túnez, Egipto, Libia y Bahréin?

El gobierno de Irán afirma que su apoyo al gobierno sirio es consecuente con el derecho a la autodeterminación, esto es, que sean los propios ciudadanos sirios quienes decidan el futuro de su país. Denuncian, entonces, que este derecho está siendo coartado por la presencia de grupos terroristas en Siria que buscan derrocar al legítimo gobierno de Bashar al-Assad, una acción patrocinada por actores estatales dentro y fuera de la región.

Paradójicamente, el gobierno de Irán parece restarle importancia al hecho de que él mismo también es un país acusado precisamente de apoyar organizaciones armadas y grupos terroristas en conflictos alrededor de la región. Además de apoyar al gobierno de Al-Assad, Irán también es señalado de apoyar a combatientes hutíes en Yemen, apoyar a Hezbolá en Líbano y Siria, ser un actor determinante alrededor de las dinámicas de conflictividad en Irak (de mayoría chiita) y Afganistán (con un importante porcentaje de población chiita), y apoyar a grupos radicales palestinos (Hamás y la Yihad Islámica Palestina). Incluso, quienes respaldan estos señalamientos mencionan que en el Consejo de Guardianes de Irán se rechazó en 2018 un proyecto de ley en contra de la lucha contra la financiación del terrorismo, por considerarlo ambiguo, incluso incompatible con la legislación del islam y la constitución iraní (Al-Jazeera English, 2016). Una posible hipótesis alrededor de estas circunstancias está determinada por su interés en consolidar un importante papel de hegemonía regional y contrarrestar los intereses norteamericanos en la zona, para la cual necesita aliados que compartan sus objetivos estratégicos de expansión política desde el centro de Asia hasta las costas del mar Mediterráneo.

El eje de resistencia contra los intereses norteamericanos en Medio Oriente

La postura antiestadounidense iraní surgió en la esfera política global a partir de 1979, luego de la Revolución Islámica. Aún en la actualidad, esta postura se fundamenta en las críticas provenientes desde la intelectualidad clerical del país alrededor del triunfalismo de los valores liberales y la visión de un orden global promovido principalmente por EE. UU. y algunos de sus aliados europeos desde la segunda mitad del siglo pasado (Aydin, 2015). Es notable que las manifestaciones de dicha postura tienen amplias ramificaciones sociales, ideológicas y políticas, pero todas se articulan alrededor del rechazo a la supuesta villanía derivada de la creciente y negativa influencia de actores estatales occidentales sobre valores islámicos tradicionales, lo que para ellos ocasiona una alteración. En el ámbito social, por ejemplo, esto se evidencia en las restricciones a la autonomía y el libre albedrío de la mujer, la libertad de expresión o la promoción y respeto de los derechos humanos.

Pero esa postura va mucho más allá de esto y tiene ramificaciones problemáticas en torno a diversos aspectos ideológicos y políticos, especialmente si se considera que, desde la Revolución de 1979, las relaciones entre EE. UU. e Irán se han caracterizado por ser complejas, antagónicas y hostiles. A partir de entonces, el liderazgo de la República Islámica de Irán ha adoptado una posición política e ideológica que considera la influencia estadounidense como el principal enemigo del islam y, por ende, de Irán. De acuerdo con Clawson (1993), semejante aproximación antiestadounidense es perfectamente ilustrada por las palabras del ayatolá Jamenei, cuando define al Gobierno norteamericano como un régimen tirano y agresivo, empecinado con la dominación mundial y con una clara animadversión contra el islam y los musulmanes3.

En medio de esta evidente hostilidad bilateral, se ha hecho frecuente el uso de expresiones metafóricas y peyorativas. Por una parte, los líderes iraníes catalogan los EE. UU. como el “Gran Satán”, mientras que el discurso oficialista norteamericano durante el mandato del presidente George W. Bush incluía a Irán en el llamado “eje del mal”. Esta expresión la usó el presidente George W. Bush en su discurso del Estado de la Unión el 29 de enero de 2002, con el propósito de agrupar a países como Irak, Irán y Corea del Norte como amenazas a la paz y seguridad global (Heradstveit & Bonham, 2007).

Por lo tanto, los EE. UU. también ejercen una franca contraposición a la pretensión de Irán de obtener el control hegemónico de toda la región y consolidarse como un supuesto estandarte genuino del islam y, con ello, en líder indiscutido del mundo musulmán. Ante múltiples acontecimientos contemporáneos, conviene adicionar a estas directrices de interés norteamericano en la zona los escenarios de amenaza a su seguridad nacional, como consecuencia de las acciones violentas de diversos movimientos islamistas armados que promueven el terrorismo transnacional. Al respecto, es relevante destacar que, desde el Departamento de Estado norteamericano, el régimen iraní es catalogado como uno de los países que mayor apoyo proporciona a organizaciones catalogadas como terroristas por esta agencia gubernamental (Bureau of Counterterrorism, s. f.) Según Byman (2015), esto significa que el terrorismo y el apoyo a los movimientos de sub-Estados violentos han sido parte integral de la política exterior de Irán por una amplia variedad de razones. A través de este medio, Irán supuestamente ha obtenido los medios para atacar a sus enemigos en todo el mundo, influir en la política de sus vecinos y ejercer una particular presión disuasiva frente a los EE. UU. e Israel, entre otras ventajas.

En este orden de ideas, el Council on Foreign Relations del Gobierno norteamericano ha proporcionado una lista en que expone evidencia del involucramiento de Irán en actividades promotoras de terrorismo, que incluyen, entre otras, la toma de la embajada de los EE. UU. en Teherán en noviembre de 1979 por parte de una multitud de estudiantes, al parecer auspiciados por el régimen revolucionario. En este hecho, los funcionarios de la embajada permanecieron secuestrados durante 444 días. Adicionalmente, también se incluye el secuestro y posterior asesinato del coronel norteamericano William Higgins, miembro de la misión de observación de la ONU en Líbano en 1988, así como los atentados con bombas en Buenos Aires (Argentina) contra la Embajada de Israel y la AMIA (Asociación Mutual Israelita de Argentina) en 1992 y 1994, respectivamente. Finalmente, Irán también es vinculado con el apoyo a la organización responsable del atentado a las torres al-Khobar en 1996, una residencia de personal militar norteamericano en Arabia Saudita. Estos hechos dan más evidencia del rechazo iraní a la influencia norteamericana y de sus aliados en Medio Oriente desde hace algún tiempo.

Esto permite entender las razones de que Irán haya desplegado importantes recursos en el teatro de operaciones militares alrededor del conflicto armado en Siria. En este sentido, la preservación del régimen sirio dentro del eje de resistencia contra los EE. UU. se torna una imperiosa necesidad. Frente a esto, Irán no ha sido ambivalente, pues la utilidad de este objetivo está también afianzada por el hecho de que Siria proporciona una profundidad estratégica que le permite a Irán la proyección indirecta de sus fronteras y de su poder a la región del Levante, al tiempo que le proporciona mayor área de operación y retaguardia a Hezbolá en su frente de lucha contra Israel, el principal aliado norteamericano en la zona (Mohseni & Ahmadian, 2018).

Apoyo al régimen de Bashar al-Assad en Siria (factores económicos)

El conflicto armado en Siria ha dejado al país en un estado de absoluta destrucción en la mayor parte de su territorio. Cientos de ciudades y pueblos, que antes eran referentes por su belleza, hoy yacen en ruinas, prácticamente desolados. El escenario es particularmente desgarrador en aquellas poblaciones como Alepo y Homs, que padecieron cruentos combates en medio del fuego cruzado entre distintos actores en la contienda, y que fueron luego sometidas a bombardeos indiscriminados.

De acuerdo con el informe del Banco Mundial (2017) sobre las consecuencias económicas y sociales del conflicto en Siria, los estragos se han hecho sentir prácticamente en todos los niveles, destruyendo a su paso una importante cantidad de redes de infraestructura de servicios públicos, carreteras, escuelas, hospitales y viviendas. En cuanto a estas últimas, el informe revela una medición especialmente dramática, pues cerca del 7 % de las unidades residenciales en Siria han sido destruidas y aproximadamente el 20 % han resultado severamente averiadas.

Tal escenario desolador ha sido evaluado por el enviado especial de las Naciones Unidas para Siria, Staffan de Mistura, quien ha declarado que las estimaciones de la reconstrucción del país una vez la guerra termine se aproximan a un mínimo de 250 000 millones de dólares, aunque algunos expertos incluso señalan que la cifra real podría ser el doble (Hodali, 2018).

Ahora bien, a lo largo de los años de confrontación armada, Irán ha proporcionado al régimen de Bashar al-Assad un importante apoyo militar y político. En buena medida, esto ha sido determinante para la continuidad del gobierno alauita, pero, pese a su utilidad, estas áreas no han podido evitar la bancarrota. Cabe considerar que los indicadores macroeconómicos de Siria en la década inmediatamente anterior a la guerra, sin ser sobresalientes, eran aceptablemente sobrios, pues en ese periodo la economía tuvo un crecimiento económico de 4,3 % por año (Khan & Itani, 2013). Sin embargo, con el inicio del conflicto armado, el gobierno sufrió una enorme y cada vez más creciente inestabilidad tanto política como social. Con el paso del tiempo, esto se tradujo en una economía que se fue a pique a partir de la combinación de elementos como la hiperinflación, la severa devaluación de la moneda, la caída de miles de millones de dólares en sus reservas internacionales, la disminución del comercio exterior y la destrucción masiva de infraestructura, entre otros factores.

En consecuencia, además del apoyo político y militar, Irán también ha proporcionado una importante ayuda económica, reflejada principalmente en líneas de crédito para mitigar las dificultades que enfrenta el régimen sirio. De acuerdo con Daragahi (2018), en términos generales se estima que Irán ha invertido en Siria más de 30 000 millones de dólares desde el inicio de las hostilidades, una suma importante desde todo punto de vista.

Esto resulta especialmente significativo si se considera cómo, desde el inicio de la guerra, el desgaste económico iraní a raíz de su apoyo al régimen de Bashar al-Assad se ha complicado, más aún por las múltiples sanciones económicas que, desde diversas esferas de poder occidental, le habían sido impuestas debido al desarrollo de su programa nuclear. En relación con esto, durante los primeros años de la guerra, Irán experimentó una notable caída en su producto interno bruto, un descenso en sus exportaciones, una elevada inflación y, con ello, enormes tensiones económicas para su propia población. Solo a partir del periodo comprendido entre 2015 y 2016, Irán evidenció un repunte en sus indicadores como resultado del acuerdo nuclear con el P5+1 (EE. UU., Reino Unido, Francia, China, Rusia y Alemania), sumado a unas condiciones favorables en el mercado de consumo energético, la principal fuente de ingresos del país.

Durante el periodo en que se generaron estas tensiones económicas, también se gestó un clima de insatisfacción en grandes segmentos de la sociedad iraní, lo que despertó cautela en el régimen, que ante todo procura su continuidad y no quiere sublevaciones ni revueltas populares que puedan amenazarla. Por ello, si bien en los últimos años ha logrado un importante repunte en sus indicadores económicos, la nueva serie de sanciones impuestas por la administración del presidente norteamericano Donald Trump, tras retirarse del acuerdo nuclear de 2015, pueden generar nuevas complicaciones económicas en el mediano plazo. Por lo tanto, para Irán ahora es un imperativo estatal encontrar formas de recuperar con creces el enorme flujo de dinero que durante tanto tiempo fue a parar en el conflicto armado en Siria y no a los sectores socialmente más sensibles de su economía doméstica.

De este escenario se pueden sacar cuatro conclusiones fundamentales. Primero, la guerra, con casi una década de duración, ha sido muy costosa, tanto para Siria como para Irán en su papel de escudero. Segundo, el Gobierno de Bashar al-Assad aún se mantiene en el poder, entre muchas otras razones, por la ayuda recibida desde Irán. Tercero, a causa de la guerra, Siria languidece económicamente y no está en posición de autofinanciar su propia reconstrucción una vez finalicen las hostilidades. Cuarto, la ayuda económica dada hasta el momento por Irán no es gratis, pues este país espera recuperarla, especialmente porque la propia economía persa ha enfrentado serias dificultades. A partir de estas conclusiones, puede afirmarse que, más allá de las ventajas geopolíticas que obtenga de Siria, el liderazgo político iraní es consciente del enorme potencial de retorno financiero que pueden generar sus créditos e inversiones en su aliado sirio.

Respecto al orden económico, estos retornos se materializan, entre otras formas, en la firma de acuerdos de cooperación comercial entre ambos Gobiernos. Estos acuerdos están principalmente orientados a permitir importantes concesiones económicas para Irán en la etapa de posconflicto, que favorezcan su decidida participación en programas de reconstrucción de infraestructura en sectores vitales. Esto por supuesto incluye el sector energético, mas no se limita a este. Al respecto, es importante mencionar cómo, en octubre de 2018, Mahmoud Ramadan, director de la Autoridad Pública de Siria para la Generación de Energía, y Abbas Aliabadi, director del Mapna Group, un conglomerado iraní especializado en el desarrollo de infraestructura, firmaron un nuevo memorando de entendimiento. Este documento formalizó la participación iraní en el proyecto de 475 millones de dólares para construir una planta generadora de energía en la ciudad costera de Latakia, y estuvo acompañada por la presencia de los ministros de energía de Siria, Reza Ardakanian, y de Irán, Mohammad Zuheir Kharboutli (Paraskova, 2018).

Adicionalmente, los intereses de lucro iraní también se ubican en la reconstrucción de escuelas, hospitales, aeropuertos, infraestructura vial y de comunicaciones. Un claro ejemplo al respecto puede evidenciarse en la firma de cinco memorandos de entendimiento durante la visita que el primer ministro sirio, Emad Khamis, realizó a Teherán en enero de 2017, a partir de los cuales se le otorgaron derechos a una subsidiaria de la Compañía de Telecomunicaciones de Irán para convertirse en el tercer operador móvil autorizado en Siria. En síntesis, se puede afirmar que la ayuda económica que Irán suministró durante muchos años está sirviendo de capital semilla para cosechar enormes beneficios económicos que los iraníes planean materializar en el futuro.

Conclusiones

Irán es un actor estatal de gran importancia. A lo largo de más de cuarenta años, después de la Revolución Islámica de 1979, Irán ha experimentado un dramático proceso de transformación interna y de su vocación política a nivel regional. En este proceso, se ha auto- proclamado como un modelo político y religioso que sigue verdaderamente los principios fundacionales del islam. De manera simultánea, ha rechazado la influencia de los valores e intereses norteamericanos en la región y ha criticado algunos de los principales sistemas de gobierno monárquicos existentes en el golfo Pérsico.

Ahora bien, Irán se desenvuelve en medio de un entorno geopolítico turbulento y competitivo. Por ello, desde que se convirtió en un vehemente opositor de la influencia norteamericana, los intereses israelíes y las principales monarquías petroleras sunitas en el golfo Pérsico, sus aspiraciones de hegemonía regional no han gozado de plena aceptación y reconocimiento, pues existen poderosas fuerzas regionales que se resisten a su proyecto de expansionismo.

Pese a ello, a lo largo de las últimas décadas, el régimen iraní ha logrado transformar una realidad históricamente desfavorable a sus intereses hegemónicos. Por primera vez en mucho tiempo, es el alto establecimiento político religioso iraní el que ha determinado las dinámicas de política regional y, con ello, ha puesto por primera vez a la defensiva a muchas potencias regionales sunitas, que ven en sus aspiraciones serias amenazas a la continuidad de sus propios regímenes.

Hay que tener presente que la propia constitución iraní establece la pertinencia de exportar los valores revolucionarios más allá de su propio territorio, en una clara apuesta de penetración regional. Ahora bien, en una zona repleta de monarquías petroleras, exportar los mismos valores revolucionarios que en 1979 derrocaron una de las principales monarquías petroleras de la región puede no resultar del todo llamativo. En este complejo pulso de poderes, el régimen iraní ha implementado una diplomacia múltiple en aras de materializar su ambiciosa agenda, adaptando su implementación a cada caso particular.

No obstante, es posible identificar varios instrumentos reiterativos de su política exterior en coyunturas tan diversas como las presentadas en Afganistán y Siria. Por un lado, emplea instrumentos de influencia indirecta a través de sus enormes recursos económicos derivados de sus riquezas energéticas. Con ello, promueve su interacción económica y la consecuente interconexión de dependencia financiera para subsidiar con créditos, y con el desarrollo de grandes proyectos de infraestructura, las necesidades económicas de aquellos países relevantes en su propuesta hegemónica. En el caso de Afganistán y de Siria, las condiciones para ello son favorables. Como se ha visto, el régimen iraní ha encontrado un terreno fértil para la implementación de sus estrategias, pues estas necesidades de financiación son más apremiantes para estos países debido a la masiva destrucción de su infraestructura nacional, como consecuencia de los largos conflictos armados que han protagonizado.

Por otro lado, Irán ha desarrollado en ambos países una estrategia de reacción y participación militar, la cual varía de acuerdo con las diversas realidades propias de cada coyuntura. En el caso de Afganistán, ha tenido la oportunidad de financiar y apoyar las necesidades bélicas de muchos grupos proxies simpatizantes de su propuesta de liderazgo regional, pues una quinta parte de la población afgana es de origen chiita, que, en el complejo historial de violencia política del país, ha estado en medio del fuego cruzado de organizaciones sunitas como los talibanes, Al Qaeda o el propio Estado Islámico. A esto se suma el hecho de que el amplio despliegue militar norteamericano en la zona ha impulsado, como reacción, la financiación de grupos armados organizados para combatir estas tropas extranjeras y, con ello, ejercer presión militar sobre los intereses estratégicos norteamericanos.

Ahora bien, en el caso sirio ocurre algo similar. Si bien las circunstancias del conflicto armado en Siria son diferentes a las de Afganistán, allí el régimen de Teherán también desarrolló e implementó una estrategia de involucramiento militar a partir de las dinámicas de la contienda. Inicialmente, mientras el gobierno de Damasco mantenía cierta ventaja en el terreno en el trascurso de las hostilidades, su papel como aliado natural se limitaba al acompañamiento y asesoramiento estratégico para la conducción de las hostilidades y el manejo de las movilizaciones populares de rechazo. En la medida que la guerra avanzaba y las condiciones eran cada vez más adversas para el régimen de Bashar al-Assad, la dirigencia iraní no dudó en robustecer su nivel de apoyo militar para fortalecer las capacidades operativas de las fuerzas oficialistas. Para ello, envío sus propios contingentes de tropas iraníes y al mismo tiempo desplegó experimentadas organizaciones proxies, como Hezbolá, para participar en las hostilidades.

Por lo tanto, Siria y Afganistán son dos pilares fundamentales en esta agenda de expansionismo hegemónico iraní. En cada uno de estos países, el Gobierno iraní prefiere la estabilidad propia de un statu quo inalterado que favorezca sus propios intereses regionales. En el primer caso, está buscando distanciar el Gobierno afgano de la órbita de influencia norteamericana. En el segundo, intenta mantener a Siria dentro de su propia órbita de influencia, que encuentra muchos detractores, quienes precisamente buscan la caída del régimen de Al-Assad para asegurar, entre otros objetivos, el debilitamiento estratégico del expansionismo hegemónico iraní en Medio Oriente.

Así, la política exterior iraní ha convergido en una serie de acciones encaminadas a materializar apoyos (políticos, económicos y militares) a los gobiernos de estos respectivos países, con el fin de mantener en marcha la búsqueda de una nueva época de hegemonía regional y de control iraní desde el centro de Asia hasta el mar Mediterráneo, pasando por el Medio Oriente.

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1Este texto adopta la demarcación de Medio Oriente desarrollada por Marshall (2017), es decir, el área territorial que se extiende a lo largo de 1600 kilómetros de oeste a este, desde el Mediterráneo a las montañas de Irán, y 3200 kilómetros de norte a sur, desde las inmediaciones del mar Negro hasta las costas del mar Arábigo frente a Omán. Por las implicaciones estratégicas de esta región, sus dinámicas políticas y sociales tienen un efecto e influencia en las proximidades del norte de África y el golfo Pérsico, debido a lo cual se constituye en un área bisagra para el control extendido de la región.

2Como la idea de este trabajo de investigación no es desarrollar un análisis del concepto en sí mismo, la expresión Primavera Árabe se utiliza en el texto debido a su connotada familiaridad en diversas audiencias, y sin desconocer que existen otras denominaciones, para describir el conjunto de protestas y revoluciones ocurridas entre diciembre de 2010 y junio de 2011 en países del norte de África, Medio Oriente y el golfo Pérsico (Revilla & Hovanyi, 2013).

33 Es interesante mencionar que, si bien Irán no posee las mismas capacidades políticas, económicas o militares que EE. UU., el nivel de antagonismo entre estos dos actores se ha reflejado incluso en América Latina. Son conocidas las estrechas relaciones de Irán, desde el mandato del presidente iraní Mahmoud Ajmadinejad, con distintos mandatarios regionales. Durante dicho gobierno, Irán llegó a tener en la región 11 embajadas y 17 centros culturales, y realizó diversos convenios y acuerdos con gobiernos del vecindario, para, entre otras cosas, fundar HispanTv, la primera cadena televisada iraní que transmite en español 24 horas al día desde Teherán (Moya, 2014). Estos términos de cooperación entre Gobiernos no son, per se, negativos. Lo que realmente resulta interesante es la instrumentalización de la plataforma ideológica que el Gobierno de Venezuela proyectó con otros actores regionales como Bolivia, Nicaragua, Cuba, Argentina y Ecuador, que mantenían simpatía ideológica con su proyecto político y promovieron una agenda interamericana en aquel momento (Colmenares, 2011).

Sobre los autores

Janiel David Melamed Visbal es Ph. D. en seguridad internacional. Es docente investigador del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad del Norte de Barranquilla, Colombia. https://orcid.org/0000-0002-1127-8484 - Contacto: jmelamed@uninorte.edu.co

Dylan Steaven Peláez Barceló es internacionalista de la Universidad del Norte de Barranquilla, Colombia. https://orcid.org/0000-0001-9486-734X - Contacto: dylanp@uninorte.edu.co

Citación: Melamed Visbal, J. D., & Peláez Barceló, D. S. (2020). La estrategia de expansionismo hegemónico iraní en Siria y Afganistán. Revista Científica General José María Córdova, 18(32), 749-767. http://dx.doi.org/10.21830/19006586.639

Declaración de divulgación Los autores declaran que no existe ningún potencial conflicto de interés relacionado con el artículo. Este articulo está adscrito a la línea de investigación “Amenazas a la seguridad internacional”, del grupo de investigación Agenda Internacional del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad del Norte.

Financiamiento Los autores no declaran fuente de financiamiento para la realización de este artículo.

Publicado en línea: 1.° de octubre de 2020

Recibido: 15 de Junio de 2020; Aprobado: 20 de Agosto de 2020

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