Introducción
Después del fin del conflicto armado entre el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) en 2016, han surgido preocupaciones sobre cómo se define la gobernanza y la soberanía en el país. Durante más de cincuenta años, mientras las FARC-EP estuvieron activas, las narrativas políticas, académicas, constitucionales y de políticas públicas se asociaron en gran medida con las dinámicas del conflicto (Ríos & González, 2021). En contraposición a la mayoría de países del continente, que transitaban hacia el autoritarismo durante la segunda mitad del siglo XX (Huntington, 2012), Colombia se presentó como un Estado con grandes logros democráticos (Pécaut, 2004). A pesar de las críticas al pacto entre los partidos políticos conservador y liberal entre 1958 y 1974, llamado el Frente Nacional, Colombia pareció ser un caso de éxito al no experimentar interrupciones democráticas. Paradójicamente, esto se debió a que las instituciones en Colombia aún estaban en proceso de construcción y el Estado no controlaba completamente el territorio, lo que desalentaba iniciativas dictatoriales (Melo, 2017). En otras palabras, en la medida que el Estado era más débil, tenía menos control efectivo del territorio y ostentaba instituciones incompletas, resultaba menos probable que se produjeran interrupciones democráticas porque el Gobierno no interfería con los poderes de facto en el territorio y viceversa.
Asimismo, durante la Guerra Fría, el país tuvo una alineación irrestricta y exclusiva con Estados Unidos en la forma de concebir la seguridad, e incluso al Estado (Dallanegra, 2012). Mientras Colombia adoptaba un modelo ajeno y exógeno a su naturaleza periférica, su realidad riñó con los marcos teóricos del Estado moderno ortodoxo. Por eso, con la desmovilización de las otrora FARC-EP en 2016, que permitió remover la idea de seguridad tradicional y de Estado conservador (Gutiérrez, 2008), se han vuelto más evidentes las formas alternativas de la gobernanza y la soberanía en el país.
Los estudios sobre gobernanza y soberanía conservan un espíritu tradicional y estatocéntrico, debido a la configuración de cánones sobre una hegemonía conceptual y teórica que no permite disrupciones ni nociones críticas. Por ejemplo, el consenso académico sobre la gobernanza está dominado por posturas que la asocian con las formas de creación de reglas de juego e instituciones formales para la administración y el gobierno de la sociedad (Stoker, 1998). En este sentido, es una visión que desconoce otras formas de construcción de reglas y dimensiones alternas de administración en territorios periféricos. De igual forma, impera la idea clásica westfaliana de la soberanía como una facultad exclusiva del Estado relacionada con la seguridad nacional (Morgenthau, 1948), la legitimidad y el principio de integridad territorial (McVeigh, 2021; Rees, 1950). Aunque esta perspectiva ha servido para comprender el sistema de Estados y el sistema internacional, así como las motivaciones de las guerras interestatales (Croxton, 1999), deja por fuera nuevas formas de seguridad y violencia, otras maneras de concebir el territorio, así como la creciente convergencia de actores al margen de la ley que comparten dinámicas soberanas con la figura estatal.
Dichas concepciones tradicionales atraviesan actualmente por una crisis de aplicación. Así, los cambios en los conflictos armados; las nuevas formas de violencia; la relación de la ciudadanía con el Estado y el papel de los grupos armados no estatales sobre la población civil; la debilidad de las instituciones estatales; la evolución de actores subnacionales, y el auge del crimen como fenómeno “glocal” abren un debate sobre el papel de la gobernanza y la soberanía contemporáneas (Dwyer, 2014; Kay, 2004).
Los marcos de análisis de la gobernanza y de la soberanía comparten una arquitectura dominada por el enfoque del Norte Global (Tickner & Smith, 2020), esto es, una apuesta por la uniformidad de los actores y por la concepción del poder estatal desde unas instituciones determinadas (Abrahamsen & Sandor, 2018). Además, ambos conceptos tienen trayectorias lentas de adaptación entre la teoría y la evidencia. Así, mientras que los estudios de ciencia política y de relaciones internacionales se han concentrado tradicionalmente en el funcionamiento de las grandes potencias, apenas se empieza a notar que los grandes cambios del sistema internacional y de las particularidades asociadas a la gobernanza y la soberanía pueden explicarse mejor desde los Estados pequeños o del Sur Global (Heng, 2020; Long, 2016).
En efecto, la realidad territorial de un Estado como Colombia funciona como evidencia para desenclavar las clásicas narrativas al respecto. En el país, la existencia de grupos armados no estatales que ejercen control territorial, la cooperación entre estructuras criminales e instituciones estatales por objetivos compartidos, así como la creación de reglas de juego sobre la población y la legitimidad de actores irregulares, son muestra de que, en Estados pequeños como Colombia, la coexistencia de algunos actores legales con grupos ilegales debilita la nociones tradicionales de soberanía y gobernanza. En otras palabras, parece que la noción tradicional de soberanía es la excepción en entornos periféricos, porque son más los Estados que experimentan soberanías compartidas y gobernanzas criminales que los que mantienen una soberanía bajo los términos teóricos más conservadores.
La pregunta central de este artículo es: ¿Por qué Colombia no encaja en el principio rector de soberanía y gobernanza asociado con la idea del Estado moderno? El estudio se basa en el reconocimiento de la diversidad de enfoques en la construcción del poder que desafían la perspectiva convencional. En el contexto de Colombia, se establecen y desarrollan el Estado de derecho, la gobernanza y la soberanía mediante elementos que respaldan al Estado, aunque estos elementos difieren de los enfoques teóricos tradicionales. A pesar de que Colombia se presenta como una entidad jurídica unificada bajo los paradigmas convencionales, no se ajusta completamente a la definición de un Estado o una nación soberana.
A pesar de que la Constitución Política de Colombia de 1991 establece a Colombia como un actor jurídico unitario, su estatus como Estado y nación soberana se debe analizar con detenimiento a la luz de los estándares conceptuales tradicionales. La legitimidad del Estado es débil en algunas regiones del país, y la presencia de estructuras ilegales socava aún más la autoridad estatal y su capacidad de control territorial. Esta situación no solo pone en riesgo la soberanía del Estado, sino que también impacta su capacidad para garantizar la seguridad y el bienestar de la población. En este sentido, el Estado se asemeja a un “Estado Frankenstein”, con capacidades variadas según el territorio; la soberanía estatal es heterogénea y discontinua, adaptándose a las complejidades locales. Por ejemplo, en algunas áreas urbanas, el Estado muestra una presencia y soberanía distintas a las de zonas rurales aisladas.
En consecuencia, es crucial analizar la interacción entre las estructuras ilegales y el Estado en Colombia, y cómo las tensiones entre estos debilitan la soberanía y la gobernanza del país. Comprender estas diferencias en la construcción del poder es fundamental para desarrollar nuevas perspectivas teóricas y prácticas que promuevan una gobernanza más eficaz y equitativa en Colombia. Esto requiere una reflexión crítica sobre el papel del Estado y su relación con las estructuras ilegales, así como una disposición a explorar nuevas formas de construir el poder que superen las limitaciones de los marcos teóricos convencionales. Por esta razón, la tesis de Max Weber (2022) que fundamenta el Estado moderno no es aplicable en el contexto colombiano.
El objetivo principal de este estudio es identificar las posibles características específicas de Colombia respecto a los conceptos de soberanías compartidas y gobernanza criminal. Se busca proporcionar sendos marcos conceptuales para futuras investigaciones sobre las dinámicas de los Estados, especialmente en los pequeños, que no son potencias y pertenecen al Sur Global. Para ello, se propone una metodología ecléctica e híbrida. A continuación, se procede a detallar las soberanías en conflicto, contrastando el deber ser teórico con la realidad territorial de Colombia. Posteriormente, se analiza a Colombia mediante una analogía, describiéndola como un Estado Frankenstein y un país paradójico, con el fin de caracterizar las particularidades que la convierten en un caso de estudio relevante en cuanto a soberanías compartidas y gobernanzas criminales. Finalmente, se presentan las conclusiones derivadas de los análisis anteriores.
Aproximación metodológica
Esta investigación constituye una revisión teórica híbrida y ecléctica, que examina el caso de Colombia como un ejemplo de la no aplicación de las teorías clásicas sobre soberanía estatal, para responder el interrogante de por qué Colombia no encaja con el principio rector de soberanía y gobernanza que supone la idea del Estado moderno.
Se realiza una revisión de literatura especializada, enfocada en la teoría sobre “soberanía” y “gobernanza”. Utilizando la noción de mecanismos causales de Beach y Pedersen (2019), así como las aproximaciones de Checkel y Bennett (2015), se busca identificar el papel de los grupos criminales en Colombia y su relación con los conceptos de soberanía y gobernanza. En este análisis, se consideran elementos clave como la presencia de actores irregulares que controlan territorios, la existencia de soberanías compartidas debido a la fragilidad estatal, y las formas de gobierno criminal presentes en el país, con el objetivo de precisar los mecanismos causales implicados.
Por otra parte, se identifican secuencias clave siguiendo la perspectiva de Falleti y Mahoney (2015), evidenciando una serie de eventos que ilustran la inaplicabilidad de la concepción teórica ortodoxa del Estado a la realidad política e institucional de Colombia. Asimismo, se emplean metáforas como la del “Estado Frankenstein” y el “país paradójico” para describir situaciones particulares en las que estructuras criminales ejercen gobierno sobre territorios y el Estado comparte soberanía, ya sea por incapacidad o por elección racional (Banton, 1995; Shepsle, 2008). En este contexto, considerando que las acciones de grupos criminales necesitan de mecanismos racionales para tener éxito, se puede formular una secuencia de eventos donde el evento A (soberanías en pugna) más el evento B (país paradójico) resultan en el evento C (Estado Frankenstein), estableciendo así una posible explicación de la dinámica política y de gobernanza en Colombia.
Soberanías en pugna: entre el deber ser teórico y la realidad territorial
El concepto del poder absoluto del Estado soberano ha sido una de las columnas fundacionales de la teoría política moderna (MacCormick, 1999). Desde una perspectiva hegeliana, las amenazas externas al Estado moderno funcionan como un estímulo para el desarrollo de estructuras internas de cohesión, donde los grupos corporativos (élites) median entre el Estado y la sociedad con el fin de superar divisiones, recabar recursos y consolidar la unidad necesaria para enfrentar eventuales ataques externos a la soberanía (Devigne, 2022). En el ámbito interno, el ejercicio de la soberanía estatal se utiliza para reducir los problemas de coordinación y cooperación entre gobernantes y gobernados, abriendo la puerta a la ansiada unidad del sistema mediante la estabilización de la vida social, política y económica (Spruyt, 2002). En este sentido, el Estado moderno reclama soberanía, pero también territorialidad, pues aspira al ejercicio de una autoridad absoluta que no reconoce ninguna otra jurisdicción externa o interna en el ámbito de su territorio, entendido tradicionalmente desde una perspectiva geográfica (Spruyt, 1994).
Sin embargo, la concepción clásica del Estado, así como su conexión inherente con el principio de soberanía, tienden actualmente a difuminarse como consecuencia de diferentes elementos de presión que ascienden y descienden entre lo macro y lo micro, entre lo global y lo local. De hecho, desde diferentes orillas del conocimiento, entre ellas el derecho y la ciencia política, cada vez hay un escrutinio más profundo de la premisa que asume la soberanía estatal como el ejercicio de una autoridad indivisible en el marco de un territorio definido (dimensión interna), reconocida por otros iguales (dimensión externa) (Agnew, 2005; Biersteker & Weber, 1996).
Al respecto, desde el análisis de los desafíos del sistema internacional, parece haber consenso en atribuir a la globalización, y en particular a la evolución de las tecnologías de la información, la capacidad de superar cualquier tipo de limitación geográfica. De este modo, la solidez de las fronteras políticas se debilita inevitablemente como consecuencia de estas dinámicas, lo que empieza a hacer del concepto de soberanía territorial algo obsoleto (Kohen, 2016; Van Staden & Vollaard, 2002). Así, el Estado parece condenado a ser un simple facilitador de los intercambios económicos, políticos y sociales de un sistema global desterritorializado, lo que deja a la noción tradicional westfaliana de soberanía en una profunda crisis (Cohan, 2006; Rothe &: Mullins, 2010).
Por otra parte, surge un debate significativo cuando la falta de elementos de cohesión conduce a la fragmentación de un proyecto colectivo social. En este contexto, actores internos no institucionalizados ven la oportunidad de desafiar la unidad soberana (Guerrero & Melamed, 2013). Para abordar estos casos de desestructuración estatal, se han propuesto diversas conceptualizaciones y enfoques analíticos. Desde la perspectiva de los países desarrollados, se ha tendido a categorizar a las naciones que enfrentan graves crisis como Estados “frágiles”, “fallidos” o “fracasados”, a veces con el objetivo de justificar acciones intervencionistas (Eriksen, 2011; Grimm et al., 2014; Patrick, 2007). Estas designaciones, algunas ambiguas, también son utilizadas de manera estratégica por los países así etiquetados, en busca de retrasar cambios institucionales o presionar por mayores fondos de cooperación (Osaghae, 2007).
Si bien las etiquetas de “fragilidad” y “fracaso” pueden ser confusas, superficiales y homogeneizadoras al definir Estados con problemas graves de violencia o pobreza (Nay, 2013), generalmente hay consenso en que, en esos contextos es posible que el control estatal se debilite. Lee (2018) identifica esto como “soberanías nacionales incompletas”. Según Krasner (2004), la soberanía ideal comprende tres dimensiones: una “soberanía legal”, reconocida internacionalmente, que otorga autonomía jurídica y territorial; una “soberanía westfaliana”, que garantiza el derecho y deber del Estado de exigir y respetar el principio de no intervención en asuntos internos de otros; y la “soberanía nacional”, que, más que un principio jurídico, se plantea como un “deber ser” respecto a los alcances de la autoridad estatal dentro de sus fronteras. Sin embargo, Krasner (2004) observa que es cada vez más común ver Estados con soberanía legal y westfaliana, pero no tanto con soberanía nacional efectiva. Hace más de 30 años, Jackson (1987; 1990) acuñó el concepto de “cuasi-Estados”, resultado de la descolonización, que cuestionaba los alcances del concepto de soberanía como parámetro de referencia. De este modo, Jackson argumenta que la soberanía es más una normativa internacional y del derecho internacional que una realidad intrínseca a la mayoría de los Estados. Así, toma fuerza el argumento de que la aspiración a un ejercicio pleno de la soberanía estatal es más una idealización que una realidad efectiva en el sistema internacional, lo que pone a la excepción en camino de convertirse en la norma.
A lo largo de la evolución del Estado moderno, varios ejemplos relativizan el alcance hegemónico del ejercicio del principio absoluto de soberanía. A finales del siglo XIX y principios del XX no eran inusuales las cesiones de soberanía a través de la figura de los protectorados, donde ciertos Estados entregaban parte de la representación de su política exterior a Estados más poderosos, mientras conservaban la gestión de sus asuntos internos. Ejemplo de esto fueron los protectorados británicos, franceses y españoles en diferentes partes de África y Asia (Chandler, 1975; Crowcroft, 2017; Thomson, 1945). Experiencias más contemporáneas muestran cómo la descomposición del modelo de Estado en diferentes latitudes ha llevado a plantear fórmulas de ejercicio compartido de la autoridad entre gobiernos nacionales y actores de la comunidad internacional. Krasner (2004) y Ciorciari (2021), desde el concepto de “soberanías compartidas”, señalan experiencias de cesión de soberanía nacional mediante la creación de tribunales híbridos, formación de fuerzas policiales conjuntas y programas anticorrupción con el objetivo de restaurar el Estado de derecho y la gobernanza en países débiles, como ha sido el caso, entre otros, de Sierra Leona, Timor Oriental, Camboya, Guatemala y Liberia.
Soberanías compartidas y gobernanzas criminales
La soberanía, considerada principio rector del Estado moderno, a menudo se percibe como un mito por los Estados más pequeños en lugar de una realidad objetiva. Según la visión ortodoxa, es la sociedad la que da forma al Estado con atributos absolutos, como el monopolio de la violencia, concedido con legitimidad para su uso en el territorio que domina (Dusza, 1989). Sin embargo, esta perspectiva weberiana tiende a idealizar y evocar nostalgias por figuras anacrónicas, al menos en el caso de los Estados pequeños (Heng, 2020; Long, 2016), donde este arreglo no se cumple y se experimentan, por ende, otras formas de poder.
Por ello, el concepto de “soberanías compartidas” ha tenido cambios estructurales y diversas interpretaciones. Por un lado, los trabajos de Krasner (2004) y Ciorciari (2021) lo relacionan con dinámicas enmarcadas en prácticas legales y legítimas, donde los Estados voluntariamente comparten internamente (subnacional) o externamente (cooperación) sus atribuciones, con el fin de alcanzar una gobernanza efectiva. Por otro lado, la soberanía también puede ser compartida con actores irregulares, ilegales y criminales. Según McVeigh (2021), la soberanía se comparte con actores subalternos no estatales para adelantar y conseguir objetivos específicos (Rauta, 2016). En estos casos, actores estatales, grupos criminales, ciudadanos e instituciones coexisten de formas no competitivas y más bien colaborativas, para consolidar proyectos individuales y colectivos (Schultze-Kraft, 2016).
Así, las soberanías compartidas pueden producir gobernanzas criminales, lo que resulta en estructuras de control territorial por parte de actores ilegales, así como nuevas reglas de este poder criminal (Asmal et al., 1997). En esas circunstancias, los actores ilegales llegan a suplir funciones estatales como la administración de justicia, seguridad y recaudación de impuestos, usando la violencia como mecanismo de coerción y patrón de cambio (Kasfir, 2015). Algunos de estos casos se encuentran en América Latina y el Caribe (Arias, 2017; Badillo & Mijares, 2021), como en Brasil (Arias, 2006), Colombia (Arjona, 2016; Daza, 2021; Wilches et al., 2020), Haití (Niño & González, 2022) y México (Duncan, 2014). Otros casos se dan en África, como en Sudán, El Congo y Sierra Leona (Meagher, 2012), así como Sri Lanka en Asia (Zürcher, 2013).
Las soberanías compartidas y las gobernanzas criminales requieren la consolidación de unas instituciones sólidas y la defensa del imperio de la ley para la protección del territorio y la ciudadanía. En esas condiciones, la soberanía compartida y las gobernanzas criminales se convierten en mecanismos operativos y herramientas de supervivencia, e incluso puede afirmarse que el crimen depende del Estado y viceversa (Canter & Youngs, 2016; Skaperdas, 2001; Tilly, 2017).
Para el caso colombiano, la soberanía es un proceso en continua evolución. Aunque ha logrado grandes avances en la construcción de instituciones, aun es necesario avanzar en la comprensión de las particularidades de su propia realidad. Por ejemplo, implemento diseños burocráticos españoles (Meló, 2021), categorías constitucionales alemanas y el funcionamiento administrativo francés (Bushnell & Montilla, 2007). También adecuó la lógica democrática anglosajona y un exclusivo modelo se seguridad nacional estadounidense (Badrán & Niño, 2020). Esto ha generado una suerte de collage estatal sin identidad ni cohesión.
Durante décadas, Colombia ha sido afectada por problemas territoriales y de violencia. La historia del país está marcada por conflictos armados internos, guerrilla, paramilitarismo y narcotráfico, que han llevado a una inestabilidad política y social extrema en algunas regiones del país (Guerrero, 2012). El principal problema territorial de Colombia es la presencia de grupos armados ilegales en diversas regiones, incluidos los grupos derivados de la antigua guerrilla de las FARC-EP, el actual Ejército de Liberación Nacional (ELN), y los grupos derivados de los paramilitares (Guerrero & Wilches, 2021). Estos actores, aun a pesar de la acción gubernamental, durante algunos periodos han disputado el control de ciertas áreas del territorio nacional, ejerciendo su autoridad ilegítima a través de la intimidación y la violencia (Alzate-Zuluaga & Jiménez-García, 2021). Se benefician de la producción y tráfico de drogas, la extorsión y el secuestro, y se enfrentan violentamente con las fuerzas militares y policiales (Niño & Palma, 2017).
Otro problema derivado de esto es la disputa por el control del territorio. Las regiones rurales de Colombia son el escenario de luchas por el control territorial entre diferentes actores, incluidos los grupos armados ilegales, los empresarios agrícolas y mineros, y las comunidades locales. Estas disputas a menudo resultan en conflictos violentos (Anders, 2020; Ríos & Gago, 2018). Esto también ha llevado a la degradación ambiental y la pérdida de biodiversidad en muchas regiones de Colombia. Actividades ilegales como la minería ilegal y la deforestación han resultado en la contaminación del agua y el suelo, y en la pérdida de hábitats vitales para muchas especies animales y vegetales (Valenzuela &: Caicedo, 2018). Además, este fenómeno también ha producido una creciente inseguridad ciudadana en muchas regiones de Colombia, incluida la capital, Bogotá. La fuerza pública, que constitucionalmente tiene el monopolio legítimo de la violencia (Quiroga, 2019), continúa desarrollando estrategias en contra de los grupos armados en distintas áreas geográficas para garantizar la seguridad de los ciudadanos.
Colombia: Estado Frankenstein y un país paradójico
La metáfora de Frankenstein, proveniente de la novela de Mary Shelley Frankenstein o el moderno Prometeo, escrita en el siglo XIX, se refiere a una creación artificial que escapa al control de su creador (Purinton, 2023). En el contexto colombiano, tal como en todos los Estados, la existencia de una riqueza multicultural y pluriétnica ha generado diferencias que poco a poco se han sorteado para generar una cohesión como Estado. No obstante, dados algunos problemas territoriales, la metáfora puede aplicarse a la formación de ciertos actores criminales que escapan del control del Estado y que afectan a los ciudadanos. Algunos de estos grupos comparten en ocasiones espacios vitales con otros actores y desdibujan los cánones de un Estado social de derecho. Como ocurre con la criatura de Frankenstein, más allá de que la creación de estos grupos obedeciera a motivos políticos, económicos y sociales, han adquirido vida propia y trayectorias complejas que en ocasiones desbordan las capacidades del Estado colombiano.
Tras la desmovilización de las FARC-EP y la pandemia de covid-19, el Estado colombiano quedó aún más débil de lo que ya era (López, 2023). Gracias a esa debilidad, aunque ningún proyecto insurgente ha prosperado para la toma del poder político, sí han tenido éxito los proyectos criminales que construyen gobernanzas y comparten soberanías con el Estado. El retiro de las antiguas FARC-EP de la agenda de seguridad nacional permitió que la soberanía estatal sobre el territorio se fragmentara mucho más, pues tras el fin del conflicto con esa guerrilla, las instituciones estatales debieron redefinir sus roles y funciones para contribuir a un mejor país.
Sin las FARC-EP en el marco de la seguridad nacional del Estado que fue imperante por cinco décadas, los desajustes en materia política, institucional y social quedaron a la intemperie. Las violencias recicladas y las asociaciones criminales (Uribe, 2020) hicieron carrera para ocupar el espacio vacío que dejaron las FARC-EP en el país. Con el aumento de las protestas sociales (Pécaut, 2021), la política de seguridad debió replantearse objetivos claros y precisos (Niño & Castillo, 2021). Con la ausencia del enemigo tradicional, una crisis ontológica comenzó a definir el país (Blaney &: Tickner, 2017; Mitzen, 2006). Los efectos de la violencia en Colombia dejaron un país en trauma y una soberanía inconclusa, así como una arquitectura estatal indeterminada. Al tiempo que existen ministerios y todo un orden burocrático para la administración y funcionamiento del Estado, no hay una aplicación efectiva de ello. Por ejemplo, hay un Ministerio de Defensa Nacional, pero no hay una ley de seguridad y defensa nacionales. La ausencia de certezas legales y directrices orientadoras en materia de seguridad nacional requiere una mayor conexión con el ámbito político y estratégico para mantener las buenas percepciones que sobre la fuerza pública mantienen los ciudadanos.
Por otro lado, Colombia tiene inercias sociales y criminales que han desbordado las capacidades de su soberanía ortodoxa. Grupos criminales han tratado de construir un Estado subterráneo, incluso en territorios donde el Estado tiene presencia. Además, la colusión permite que políticos y criminales acumulen poder político y económico en los territorios mediante alianzas ilícitas, lo cual socava las instituciones estatales. De hecho, Nieto-Matiz (2022) sugiere que el socavamiento del Estado es una decisión estratégica que sirve a los proyectos de las organizaciones criminales y afecta los intereses nacionales.
En enero de 2022, el presidente Iván Duque (2018-2022) y la cúpula militar llevaron a cabo una reunión de alto nivel en el departamento de Arauca para tratar los problemas de orden público y seguridad en la zona. Mientras eso ocurría, a solo dieciocho kilómetros de allí, con el fin de hacer parecer un limitado y esporádico control territorial, integrantes del ELN hacían un paro armado (Blu Radio, 16 de enero de 2022). Esto es un ejemplo de las constantes dificultades a las que se enfrenta el Estado colombiano con el fin de desvirtuar la existencia de gobernanzas criminales y soberanías compartidas en el territorio nacional.
Este es un ejemplo de cómo no es posible hacer coincidir las perspectivas teóricas del Estado moderno con las particularidades de un Estado pequeño como el colombiano. En efecto, el Estado Frankenstein tiene las características de un actor tradicional en el que el diseño institucional obedece a los cánones constitucionales, pero, al mismo tiempo, el funcionamiento interno, la legitimidad y el imperio de la ley son aspectos disfuncionales. Se trata de un conjunto de retazos entre el deber ser teórico y la realidad política, social y territorial.
En ese sentido, Colombia es un país paradójico, entendiéndose esto como la complejidad de tener actores que enfrentan un conflicto entre atender el sujeto y atender la tarea. Guerin e Innes (1984) llaman a este fenómeno un conflicto atencional, que ocurre cuando hay múltiples estímulos y el sujeto está interesado en prestar atención a cada uno, pero no logra atender a ninguno. La tarea que no está relacionada con el objetivo principal del sujeto se denomina distracción. Este conflicto solo ocurre cuando la presión para atender a cada insumo es igual entre todas y las capacidades cognitivas del individuo para hacerlo son inadecuadas. Así, en el caso colombiano, la paradoja puede tener dos connotaciones: una en la que el Estado se abstrae por la cantidad de asuntos a atender de manera simultánea, y otra como mecanismo para mantener la atención de la opinión pública (Durante & Zhuravskaya, 2018).
Tras el proceso de desarme de las FARC-EP en Colombia, la atención de las instituciones hacia la sociedad ha disminuido en diferentes dimensiones. La antigua guerrilla había mantenido en vilo a la ciudadanía y a las autoridades, de modo que su desaparición de la agenda de seguridad ha llevado a que los actores políticos, policiales y militares tengan que centrar su atención no solo a los problemas estructurales del país, como la gobernanza y la soberanía territorial, sino a otras amenazas emergentes. En buena medida, esta forma de actuar se debe a que para los actores estatales y la sociedad civil es complejo conocer y mitigar las raíces de los problemas territoriales, que anteriormente se asociaban con la presencia de la guerrilla. Pero la ausencia de la guerrilla en la escena política no significa que los problemas territoriales hayan desaparecido; por el contrario, varios de ellos se han potenciado y otros, que permanecían ocultos, han emergido y quedado en evidencia.
Los gobiernos de Juan Manuel Santos (2010-2018), que logró la firma del Acuerdo de Paz, e Iván Duque (2018-2022), que enfrentó entre el segundo y el quinto afio de su implementación, evidencian las dificultades propias de un escenario de un pos-acuerdo de paz. Entre 2016 y 2021, fueron asesinados 1270 líderes sociales, así como 299 firmantes del Acuerdo (Pinto-Quijano et al., 2022); se registraron 179 masacres entre enero de 2020 y noviembre de 2021 (EFE, 2022), y, según la Matriz de Acuerdos de Paz del Instituto Kroc, solo se había cumplido el 30 % de lo pactado entre el Estado y las FARC-EP a noviembre de 2021. Esto se entiende porque el Estado, sin el clásico enemigo del establecimiento, debe comprender las complejas evoluciones de una noción ortodoxa de la seguridad.
En ese sentido, vale la pena preguntarse: ¿quién o quiénes ofrecen seguridad?; ¿quiénes tienen otros monopolios de la violencia?; ¿es el Estado convencional el único actor legítimo en los territorios?; ¿quién protege a quién? Los anteriores cuestionamientos pasan por determinar las funciones del Estado moderno colombiano. Si las fuerzas de seguridad legítimas y legales han tenido dificultades para proteger la nación durante el conflicto con las FARC, también las han tenido luego de la firma del Acuerdo, incluso para proteger a los excombatientes, que ya no son los enemigos. Es decir que el Estado busca proteger completamente a su población, pero, a pesar de su presencia militar, debe esforzarse para mantener estrictamente el monopolio legítimo de la violencia en todos los territorios.
Ahora bien, el escenario de aislamiento obligatorio decretado por la administración Duque en 2020 tras la pandemia produjo una parálisis de las instituciones estatales y una compleja distracción de algunas para atender las cuestiones de salud pública (Sánchez & Niño, 2023). Estas dificultades se debieron en cierta parte, a que la fuerza pública debió centrarse en el control de las movilizaciones sociales, teniendo que limitar, en ocasiones, su función de combatir el crimen y la inseguridad (Vivanco, 2020), para ejercer funciones de vigilancia durante el aislamiento social. Esto abrió brechas irresolubles en los mecanismos de gobernanza y en el ejercicio de la soberanía al estilo weberiano. Gracias a la distracción de las instituciones de seguridad del Estado, los grupos armados expandieron su presencia en territorios y espacios estratégicos, reestructuraron sus rentas ilícitas (Alvarado et al., 2020) y transformaron mecanismos de relacionamiento social (Arjona, 2016), así como también de gobernanzas criminales (Blattman et al., 2021) y de soberanías compartidas; en últimas, una constelación de formas, mecanismos y actores que han hecho de Colombia un Estado Frankenstein.
El 28 de abril de 2021, Colombia experimentó un estallido social como respuesta a los intentos del gobierno Duque de hacer ajustes tributarios (Aguilar-Forero, 2022). Este evento reflejó una serie de desigualdades profundas en materia económica, social, de violencia y de seguridad en el país. La movilización ciudadana dio lugar a un “paro” nacional que frenó el comercio y el transporte de forma masiva, así como a una serie de fuertes eventos violentos en las principales ciudades (Ríos & Niño, 2021). En respuesta, el gobierno de entonces utilizó la figura constitucional de “asistencia militar” mediante el Decreto 575 de 2021 para respaldar a las fuerzas policiales a través del Ejército en las calles de las ciudades (Uprimny, 2021). Esta decisión representó una militarización de ocho departamentos, que equivalen al 25 % del territorio; una medida que corresponde a la misión denominada Apoyo de la Defensa a la Autoridad Civil (ADAC) de las fuerzas militares. La misión ADAC tiene siete propósitos principales: salvar vidas, restaurar los servicios esenciales, mantener o restaurar la ley y el orden, proteger la infraestructura y propiedad (pública y privada), apoyar el mantenimiento o restauración del Gobierno local, configurar el ambiente operacional para el éxito interagencial y apoyar la recuperación social del territorio (Ejército Nacional, 2017, p. IX).
Los problemas de definición de gobernanza y de soberanía dentro del país han generado complejidades territoriales (Kalyvas, 2006). Las dificultades del control territorial, la proliferación de actores armados, las violencias recicladas (Gutiérrez, 2008) y la seguridad de los excombatientes son asuntos que dificultan la concentración sobre las causas subyacentes de la pobreza y la violencia (Ronderos & Marín-López, 2022). Con base en la desprotección por parte del Estado, incluso para los excombatientes que dejaron las armas, la Corte Constitucional emitió en 2022 un fallo declarando el Estado de cosas inconstitucional (Dejusticia, 2022), entre otras razones, porque las instituciones han sido incapaces de proteger los derechos constitucionales de quienes en su momento fueron los enemigos del Estado, pero optaron por la opción de la civilidad a través de un proceso de paz.
Aquel panorama está acompañado por la atomización de las violencias en distintos grupos armados. El Estado Frankenstein está determinado porque existen conflictos y cooperaciones entre actores ilegales, hay ausencia estatal en zonas periféricas e impera allí el control territorial de grupos criminales. Por ejemplo, en medio de la pandemia, hubo confinamientos forzados llevados a cabo por actores armados, que en 2021 privaron de sus derechos alrededor de 100000 personas. También 72300 personas fueron desplazadas por la violencia, lo que representó un aumento del 200 %.
Otro escenario que soporta la hipótesis de este trabajo es la frecuente utilización de los denominados “paros armados” por parte de grupos armados ilegales (Duzán, 2022). Este modo de acción materializa un mecanismo de chantaje hacia el Estado a través de la intimidación de la sociedad civil, mediante la aplicación de medidas como el bloqueo de vías, la restricción de la movilidad y todo tipo de amenazas que impiden la realización de actividades comerciales, educativas y otras de atención ciudadana (BBC News Mundo, 2022). El uso de esta estrategia por parte de las estructuras criminales muestra expresamente la vigencia del fenómeno de las soberanías compartidas en diferentes partes del territorio colombiano.
En efecto, un claro ejemplo de la crisis de soberanía del Estado colombiano se pudo observar los primeros días de mayo de 2022. En esa ocasión, las denominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), grupo armado de origen paramilitar con fuertes vínculos con el negocio del narcotráfico e importante presencia en la región Caribe, al norte del país, “decretaron” un “paro armado” durante cuatro días como represalia ante la extradición a Estados Unidos de su máximo líder, Dairo Antonio Usuga, alias “Otoniel” (BBC News Mundo, 2022). Esta medida de intimidación sobre la población y de desafío a la autoridad estatal logró exitosamente bloquear 11 departamentos de los 32 que conforman el país, dejando millonarias pérdidas económicas durante los cuatro días de su implementación (Domínguez, 2022). Esta demostración de fuerza por esa estructura criminal evidenció la capacidad de estas organizaciones de ejercer temporalmente el control territorial en ciertas áreas de la geografía nacional, siendo esta una oportunidad para que las fuerzas de seguridad demostraran el mantenimiento del monopolio de la violencia.
En lugar de abordar las causas subyacentes de la violencia, los gobiernos se han enfocado en atacar las consecuencias, lo que ha resultado en una crisis de seguridad en el país. En este sentido, Eco (2013) ha señalado que el Estado ha revivido el antiguo fantasma del enemigo interno, en lugar de adoptar un enfoque más colaborativo y participativo en el que la ciudadanía sea un recurso para la seguridad nacional (Buitrago, 1992).
Así, cabe sostener que, a la vez que Colombia es un Estado Frankenstein, también es un país paradójico. La distracción es un efecto traumático del conflicto armado. Con el proceso de desecuritización de las FARC-EP (Castañeda &: Niño, 2020), la ausencia de un enemigo referente ha impulsado unas instituciones distraídas. De hecho, pese a la presencia de policías y militares en las calles de algunos territorios periféricos, la violencia y la inseguridad persisten (Niño, 2021). Dicha situación obedece en buena parte a que en aquellas zonas la población civil se encuentra en medio de la violencia y el Estado debe demostrar continuamente sus capacidades para controlar los territorios que buscan cooptar las estructuras ilegales.
Con base en las distracciones estatales y en la arquitectura de una soberanía compartida compuesta por varios poderes fácticos convencionales e irregulares, la presencia endémica de actores ilegales permite que solo quienes suplantan y comparten el poder del Estado logren sus objetivos. Esto lo han obtenido gracias a las formas de construir relaciones de poder cívico-criminales, que han desplazado las relaciones cívico-estatales.
Conclusiones
De acuerdo con lo planteado, Colombia no encaja en los modelos teóricos y conceptuales del ideal de Estado moderno. Es un país paradójico y se asemeja a la idea de un Estado Frankenstein. Esto significa que, en gran medida, Colombia tiene una presencia de gobernanzas criminales y soberanías compartidas en algunas partes de su territorio. Las primeras son resultado de la implementación de reglas de juego por actores ilegales en poblaciones y territorios específicos, mientras que las segundas son el resultado de procesos de transacción entre actores convencionales y no convencionales para el control de espacios y objetivos comunes. Entonces, un Estado puede ser un monstruo de Frankenstein por dos motivos. Primero, porque la soberanía en el sentido weberiano está fragmentada y repartida entre varios actores, y segundo, porque sus modelos institucionales pueden ser poco auténticos. Es decir, en una suerte de obsesión por buscar la semejanza con el “modelo perfecto” de Europa, los Estados periféricos han buscado “copiar, pegar y coser” elementos de los Estados que consideran como exitosos.
Luego del fin del conflicto armado con las FARC-EP a través del acuerdo de paz de 2016, Colombia ha experimentado una serie de distracciones que ilustran diversas modalidades de gobernanza criminal y de soberanías compartidas, características distintivas de los Estados que poseen instituciones incompletas y frágiles. Dichas características se han transformado en mecanismos operativos y herramientas de supervivencia mediante los cuales el crimen depende del Estado y, a su vez, el Estado depende del crimen.
Colombia se podría asimilar al eufemismo del Estado Frankestein, porque, aun a pesar de sus debilidades, que revelan algunas carencias de cohesión, busca permanentemente la unidad entre diversos actores funcionales para el cumplimiento de sus fines. El Estado colombiano tiene elementos complejos para consolidar una soberanía ortodoxa. Finalmente, Colombia es un país paradójico debido a las dificultades para proteger los intereses de la ciudadanía y re-configurar la agenda de seguridad.