Introducción
El estudio de la conformación de los nuevos actores y sus repertorios de movilización frente a experiencias de la desigualdad -como se enuncia en la convocatoria de este número-, implica reconstruir tanto los aspectos estructurales (sus múltiples dimensiones y sus dinámicas) como la agencia y, fundamentalmente, sus vínculos1. En nuestro caso, la dinámica de la desigualdad es uno de los elementos centrales para comprender las nuevas experiencias políticas, tanto porque se constituye en clave del contexto como por su lugar de locus de demanda y acción. La desigualdad persistente y multidimensional es una característica de América Latina (Gasparini; Cruces, 2021; Kessler; Benza, 2020). Sin embargo, diversos estudios muestran que en lo que refiere a la desigualdad de ingresos la región evidenció una disminución de la inequidad durante la primera década del siglo XXI (Ortiz; Cummins, 2011; Solt, 2016; Abramo, 2019; Lustig, 2020), luego de haberse profundizado durante la década de 1990. Es cierto, también, que después del año 2010 se observa un ritmo menor en la reducción, e inclusive estancamiento o incremento de la inequidad en algunos países (agudizados ahora por la pandemia causada por la covid-19). Varios son los factores que las investigaciones han postulado para explicar la dinámica de la desigualdad, entre ellos el crecimiento económico, la reducción de la brecha salarial entre el trabajo calificado y no calificado, el proceso de formalización laboral, el rol de los sindicatos, la negociación colectiva y el salario mínimo, así como las transferencias de ingreso no condicionadas (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo - PNUD, 2021).
Los ingresos laborales han tenido un rol dominante en este proceso2. La trayectoria descendente en la desigualdad de estos ingresos se ha reflejado en paralelo en la trayectoria descendente de la desigualdad del ingreso per cápita familiar. Sin embargo, el cambio de la dinámica en la segunda década del siglo XXI mostró límites en los procesos anteriores para consolidar una matriz distributiva más equitativa, de lo que se destaca el carácter frágil de mercados laborales altamente informales, heterogéneos y segmentados, con impacto inmediato en otras dimensiones de la desigualdad más allá de los ingresos (salud, educación, previsión social). Entre ellas destaca especialmente la desigualdad de género, por ejemplo, plasmada en la participación laboral y en la brecha salarial en el mercado de trabajo remunerado; y la sobrecarga de las mujeres de las labores (no remuneradas) ligadas al cuidado. En Argentina, la dinámica del mundo del trabajo sufrió una reconfiguración a partir de la década de 19903. Esto trastocó condiciones de experiencias para un numeroso grupo de trabajadores que se vieron en contextos de incertidumbres, dificultad de acceso a derechos y formas tradicionales de participación política (Delamata, 2004; Merklen, 2005; Svampa, 2005; Manzano, 2007a). A su vez, se inauguró una serie de políticas públicas en materia de protección social y de empleo que implicaron transferencias de ingresos a través de programas sociales con diferentes condicionalidades, esencialmente relacionadas con la capacitación para el trabajo o contraprestaciones laborales (Neffa, 2008; Bertranou; Paz, 2007). En este sentido, la reconfiguración del régimen social de acumulación (Nun, 1987) y el cambio en las formas de intervención estatal serán elementos clave para comprender las respuestas colectivas en torno a las desigualdades sociales generadas o profundizadas por las relaciones sociales constituidas en el mundo del trabajo (especialmente en el mercado laboral) y los derechos históricamente asociados al puesto de empleo formal -acceso a salud, derechos laborales y protección previsional- (Retamozo; Trujillo, 2017). En este contexto, el presente artículo reconstruye las experiencias colectivas -modos de organización y repertorios de acción- de sectores subalternos atravesados por la problemática laboral entre 1995 y 2019. Esto nos permitirá hacer la reconstrucción articulada del despliegue de las distintas formas en que un sujeto social se convierte en sujeto político (Zemelman, 1992). El sujeto social estudiado está compuesto por personas que han quedado excluidas de los mercados de trabajo formalizados, ya sea desempleados o que trabajan bajo otras modalidades4 y que han configurado experiencias colectivas de organización y acción. Esta reconstrucción articulada implica un ejercicio de inclusión de las distintas dimensiones que determinan el proceso histórico, desde factores estructurales-estructurantes hasta los subjetivos, pasando por los organizacionales e institucionales. Para abordar el proceso histórico objetivado proponemos distinguir tres fases-formas5 en este devenir:
fase de los movimientos de desocupados (1995-2004).
fase de las organizaciones sociopolíticas (2005-2011).
fase de la economía popular (2011 en adelante).
Por supuesto, estas fases son analíticas y no cambios abruptos, pero nuestro estudio las conceptualiza como un proceso que articula de manera diferente el contexto sociolaboral, las políticas públicas y la agencia colectiva.
El estudio que presentamos pone en evidencia las distintas formas en que se desplegaron experiencias colectivas en el período. La explicación de su morfología puede abordarse a partir de la respuesta a una serie de dilemas que distribuimos en dos campos: dilemas del agente y dilemas del actor. Entre los primeros ubicamos: dilema de la demanda, dilema de la acción, dilema de la identidad; mientras que entre los dilemas del actor situamos los siguientes: dilema de la organización, dilema de la gestión y dilema de la articulación. Estos 6 se amalgaman, sobredeterminan y condicionan; sin embargo, pueden distinguirse de forma analítica para comprender elementos determinantes y explicativos del proceso6. Centrar la mirada en la resolución de los dilemas no implica adscribirles a las organizaciones una agencia racional, sino analizar las resultantes de la interacción entre condiciones estructurales socioeconómicas, estructuras de oportunidades políticas y posiciones colectivas.Nuestra estrategia explicativa identifica el conjunto de dilemas como clave para comprender el devenir histórico de las experiencias colectivas que enfrentaron situaciones de desigualdad y exclusión. Los procesos que se vuelven determinantes y explicativos para el caso de estudio no tienen pretensión de generalización, ya que en cada proceso social objetivado es necesario reconstruir las relaciones sociales que lo configuran y performan. La identificación de estos dilemas constitutivos ha sido resultado de tres proyectos de investigación consecutivos que sustentan este artículo7 y posibilitan una mirada a la articulación entre procesos estructurales, agentes y acción.
El agente y actor entre dilemas: algunas coordenadas teóricas
En este trabajo se realiza una distinción entre actor y agente como dimensiones analíticas del sujeto. Si bien no podemos detenernos de modo exhaustivo en esta cuestión, conviene precisar el alcance de esta concepción ya que resulta operativa para nuestro estudio. En primer lugar, no nos referimos con estos términos a referentes empíricos diferentes, sino a modos de conceptualizar distintas dimensiones del proceso. La referencia al actor nos permite dar una mirada a las gramáticas de relación en un régimen social de acumulación y uno político (Nun, 1987). En este sentido aparecen escenarios, reglas, roles y funciones que limitan sus opciones estratégicas en las diferentes arenas (Cefaï, 2011). En la dimensión del agente incluimos aspectos que nos orientan en la indagación de los espacios de agenciamiento, articulaciones de significados y construcción de experiencia que median entre la estructura y la acción (Archer, 1996; De la Garza, 1992; 2001). Las dos perspectivas -centrada en el actor y centrada en el agente- nos permiten construir una mirada del proceso de respuestas colectivas subalternas a situaciones de desigualdad.
La otra conceptualización operativa central en este trabajo es la de dilema. Esta noción identifica situaciones problemáticas con diferentes opciones de resolución en las que el colectivo se sitúa. Las respuestas a estas situaciones dilemáticas no son elecciones racionales, sino procesos históricos resultantes de una relación social (conflicto, cooperación subordinación, resistencia), las arenas y las acciones de otros actores. Hemos identificado 3 demandas de agente y 3 de actor.
El dilema de la demanda permite hacer foco en el modo de construcción del reclamo colectivo. Si un movimiento social puede definirse como un tipo de acción colectiva no institucional que pone en la escena pública una demanda en el marco de un proceso de identificación y alteridad, entonces la noción de demanda se vuelve central. La construcción de la demanda requiere la movilización de significados en torno a una situación (o varias) a partir de la articulación de elementos históricos (contenidos en las tradiciones, memorias y hábitos) y el acto pragmático de dar sentido en el presente a realidades diversas. Asimismo, esta demanda no es unívoca, sino que funciona como significante capaz de condensar sentidos que exceden su literalidad e instalan umbrales disímiles de acción y respuesta por parte de otros actores. Esto posibilita a diferentes sectores identificarse con una misma demanda para construir y disputar el campo de la movilización (Retamozo, 2009).
La acción colectiva, otra de las características definitorias de los movimientos sociales, constituye el segundo dilema. Esta dimensión implica registrar la configuración de los repertorios de acción (Tilly, 1979) empleados para escenificar la demanda (protesta), pero estos también son centrales para tomar decisiones colectivas y coordinar a los individuos. Dichos repertorios nos indican aspectos de la conformación de los sujetos (sus tradiciones beligerantes y organizativas), al tiempo que también marcan espacios de posibilidad/limitación relacionados con el uso de ciertos repertorios en determinados contextos políticos (oportunidades políticas). El repertorio permite observar la interacción entre las herramientas de protesta puestas en escena, así como los aspectos históricos y culturales que explican tanto las condiciones de posibilidad de un repertorio como su efectiva puesta en acto (Wolsfeld, 1986). Sin embargo, cabe destacar que ubicamos el problema de la acción en el nivel de la agencia porque es desde allí que consideramos pertinente explicarla, y por su rol performativo en la subjetividad política. Si, como lo afirma Ernesto Laclau (2000: 47), “el sujeto no es otra cosa que la distancia entre la estructura indecidible y la decisión”, o dicho con Slavoj Žižek (2001: 171) “el ‘sujeto’ es el acto, la decisión por medio de la cual pasamos de la positividad de la multiplicidad dada al acontecimiento-verdad y/o la hegemonía”, este lugar para la acción queda teóricamente justificado.
El tercer dilema que reconocemos es el de la identidad. La centralidad de los procesos identitarios en los movimientos sociales ha dado lugar a todo un paradigma de la identidad (Cohen, 1985; Revilla-Blanco, 1994; Melucci, 1995; Polletta; Jasper, 2001), cuyos aspectos también han sido atendidos por los enfoques centrados en la estrategia, los recursos o el proceso político, en especial a partir de la idea de framing processes (Jasper, 2004). La identidad colectiva requerida para constituirse como soporte de la acción y la producción de imaginarios aglutinantes constituye un desafío dada la centralidad del nosotros en la acción pública, síntoma de los procesos de subjetivación. Por razones que no podemos detallar aquí, la identidad está lejos de ser un recurso en manos de los organizadores (aunque influyan) sencillamente porque si no tienen capacidad de interpelación, carecen de efectividad.
En la dimensión del actor encontramos los dilemas de organización, gestión y articulación. Dada la característica de la experiencia colectiva analizada en este artículo, la dimensión organizacional constituye un importante desafío. No solo este aspecto ha sido destacado en los estudios sobre movimientos sociales8, sino que en nuestro caso las fases contienen tres formas organizativas que condensan pautas de interacción y horizontes, y delimitan un campo de acción posible. Las formas organizativas fueron resultantes de síntesis de los procesos de respuestas a los desafíos impuestos por las condiciones de desigualdad. El dilema en torno a la forma de organización resultó particularmente relevante y ha tenido un impacto performativo en la puesta en escena de la demanda, los modos de interacción -como actores- en los distintos sistemas de interacción y la trama social para gestionar ciertas políticas sociales y recursos obtenidos. En este sentido, la organización resulta clave porque permite indagar en los modos de gestión de recursos, lógicas y patrones de coordinación que en cada momento se dieron en el sector social estudiado, así como el modo en que se vinculan con otros actores del campo de la protesta social, del sistema político y de la sociedad civil (tales como la Iglesia, por ejemplo, como veremos con el Papa Francisco). La misma forma de organización constituye uno de los dilemas clave, y fuertemente explicativo, del devenir del movimiento.De la resolución del dilema de la organización también dependen, en cierta medida, las opciones de articulación que si bien son eminentemente políticas también son favorecidas o bloqueadas por los modos en que las organizaciones se inscriben en el campo de la conflictividad y su relación con el régimen político. En este sentido es importante resaltar el lugar de las gramáticas que regulan patrones de intercambio y coordinación en el movimiento. Así, la estrategia es una resultante de interacciones, pero la decisión tiene un lugar central en su concreción. Esto marca también el espectro de alianzas, la coordinación y la articulación entre organizaciones en movimientos que son, por definición, pluriorganizacionales, con matrices ideológicas divergentes, pero que logran espacios de representación estables y comunes. A continuación, precisaremos el análisis de cada una de las fases y luego presentaremos las conclusiones del estudio.
Primera fase: el movimiento de trabajadores desocupados
Las políticas implementadas por el gobierno de Carlos Menem a partir de 1989 tuvieron un efecto de reconfiguración hegemónica en la Argentina9. Por un lado, las políticas de privatización, apertura y desregulación económica establecieron nuevas pautas de coordinación social centradas en el mercado y los agentes privados. Estas políticas económicas - especialmente a partir de la Convertibilidad de 1991- sirvieron para controlar la inflación y estabilizar la macroeconomía; sin embargo, las consecuencias sociales de estas políticas no tardaron en evidenciarse, tal como se puede apreciar en la figura 1. Aunque durante la década de 1990 se logró un crecimiento económico relativamente sostenido, la tasa de desempleo fue creciente y superó los 2 dígitos. Asimismo, la tasa de informalidad creció año tras año, en particular durante la segunda mitad de la década, y superó el 40 %. Como resultado, los indicadores de pobreza y la desigualdad también mostraron el deterioro del contexto socioeconómico. Esta situación se agravó al inicio del siglo XXI por una crisis sin precedentes, con una tasa de pobreza que superó el 60 %, un coeficiente de Gini de 0,54, una tasa de desempleo que rondó el 20 % y una tasa de informalidad laboral del 43 %.
Fuente: elaboración propia a partir de: a) Instituto Nacional de Estadística y Censos de la República Argentina (Indec), tasa de variación anual del PBI; b) EPH-Indec, onda octubre, tasa de desempleo; c) cálculos propios con base en la EPH-Indec, onda octubre, porcentaje de asalariados registrados en la seguridad social en relación con el total del empleo asalariado. Los asalariados que en la encuesta declaran tener descuento jubilatorio, se asumen como registrados en la seguridad social; d) Gasparini, Tornarolli y Gluzmann (2019), tasa de pobreza en aglomerados urbanos seleccionados, datos comparables con base en la nueva metodología oficial de cálculo del Indec implementada en el año 2016; e) cálculos propios con base en la EPH-puntual onda mayo-GBA. Indec. Gini del ingreso per cápita familiar (IPCF).
Las condiciones sociales se afectaron aún más por el cambio en el rol del Estado y en la calidad de servicios públicos como la salud y la educación, así como un régimen de cobertura previsional que se abría a la capitalización privada por sobre el sistema de reparto solidario. En lo estrictamente político, la hegemonía menemista tuvo dos efectos fundamentales sobre las capacidades de acción de los sectores subalternos. El primero dado por el disciplinamiento de las conducciones de los principales sindicatos que comandaban la Confederación General del Trabajo10; y el segundo, por el control de la identidad peronista y los efectos simbólicos que implicó asumir la implementación de políticas neoliberales desde el peronismo (Levitsky, 2005; Pucciarelli, 2011). El avance de la desocupación hacia niveles nunca experimentados por la sociedad argentina produjo una fragmentación entre los trabajadores y la existencia de un sector desafiliado de su condición de trabajador asalariado. Sin embargo, no solo implicó la imposibilidad de acceder a un salario o las limitaciones de obtener ingresos mediante formas de autoempleo o cuentapropismo, sino también la dificultad de acceder a la ciudadanía social y la ciudadanía política ligada al puesto de empleo protegido y representado sindicalmente. Este aspecto es clave porque esa masa en estado de disponibilidad, arrojada a condiciones de vida precarizadas, se encontraba limitada en su devenir como sujeto político. En este contexto se comprende que la novedad del período en cuanto a la movilización social fue la emergencia de colectivos de desocupados que emprendieron reclamos por la situación de no poder acceder a puestos de empleo en el mercado de trabajo formal (Svampa; Pereyra, 2003; Delamata, 2004; Retamozo, 2009).
El movimiento piquetero, nombre con el que se conoció mediáticamente a este movimiento social por el uso del piquete (bloqueo de carreteras) como repertorio de protesta, reconoce dos vertientes en su conformación (Svampa; Pereyra, 2003). Por un lado, una originada en un ciclo de “puebladas” que puso en escena a los cuerpos dolientes del neoliberalismo en enclaves afectados por las privatizaciones de las empresas públicas. La obstrucción de la circulación como repertorio de acción de protesta permitió ganar visibilidad nacional. Los levantamientos de Cutral Có y Plaza Huincul (Neuquén), así como los de Tartagal y General Mosconi (Salta), pusieron de manifiesto, por un lado, el deterioro en las condiciones de vida en poblaciones cuya subsistencia se organizaba en torno a Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) y Yacimientos Carboníferos Fiscales (YCF); y, por otro, la disposición de capitales militantes propios de la intensa actividad sindical en esas zonas (Auyero, 2002a).
Estas acciones tenían como demanda la reactivación económica local y la creación de puestos de empleo, y eran promovidas por “multisectoriales” que articulaban a desocupados, empleados de la administración pública, docentes y pequeños productores en que los desocupados eran uno de los sectores participantes (Auyero, 2002b).
Por otro lado -y en cierto modo contemporáneamente- tuvo lugar en el conurbano bonaerense11 (especialmente sur) un proceso de organización en torno a la demanda por trabajo, pero conformada casi exclusivamente por desocupados, a diferencia de las puebladas que evidenciaban características multisectoriales y policlasistas. En efecto, hacia 1995 algunos militantes territoriales promovieron la conformación de una Comisión Provisoria de Desocupados. Los repertorios de acción, antes de asumir el piquete, fueron reediciones de clásicas marchas, petitorios y misas debido a la fuerte influencia del activismo de militantes cristianos de las comunidades eclesiales de base (Manzano, 2004; Pinedo, 2010). Además de resabios de las experiencias de la práctica sindical y de la vieja militancia territorial, en el conurbano bonaerense la movilización de capital simbólico y social provino de la participación de militantes jóvenes (Vommaro; Vázquez, 2008). Los colectivos de desocupados se encontraron frente a una serie de dilemas que condicionaron la morfología de su devenir. El tránsito resolutivo por estos dilemas, marcados por el contexto histórico, aportan a comprender alcances, trayectorias y limitaciones de los movimientos de desocupados. Esto puede verse si se sigue el desarrollo de las primeras experiencias organizativas, hacia 1997, donde grupos más consolidados fueron ganando presencia territorial bajo el nombre de Movimiento de Trabajadores Desocupados (Grimson, 2003; Flores, 2005; Pacheco, 2010). Las diversas acciones de protestas, fundamentalmente misas, marchas, acampes y ollas populares, obtuvieron como respuestas a fines de ese año los primeros planes sociales y la demanda por administrar esos recursos con autonomía de la injerencia de las redes territoriales del Partido Justicialista que gobernaba el nivel nacional y subnacional (Auyero, 2004).
También cobraron relevancia los grupos surgidos de las acciones en torno a la toma de tierras y la lucha por condiciones de hábitat en la década de 1980 (Merklen, 1997). En especial en el partido de La Matanza, donde se consolidaron dos organizaciones importantes: la Federación de Tierra, Vivienda y Hábitat (FTV) y la Corriente Clasista y Combativa (CCC) que constituyeron una alianza estrecha (Rauber, 2002; Cross, 2004). Estas organizaciones tomaron la demanda por trabajo como el eje de su construcción cuando el problema del empleo se incrementó en los territorios bonaerenses. No obstante, hasta que adoptaron el piquete sus acciones se encuadraban en una matriz tradicional de confrontación. El corte de rutas como repertorio de acción resolvió el dilema de la acción y constituyó lo que Virginia Manzano (2007b) llamó la “forma piquete”, que implicó no solo un modo de escenificar la protesta, sino un espacio de experiencia colectiva.
El nombre movimiento piquetero -que aparecía en los medios de comunicación- muestra la relevancia del dilema del repertorio de acción. Sin embargo, la resolución del dilema de la demanda fue lo que sobredeterminó el proceso y generó las condiciones de posibilidad de una experiencia política subalterna. El otro nombre, movimiento de trabajadores desocupados hace énfasis en esta cuestión. La demanda por trabajo tiene una estructura de sinécdoque, ya que condensa una serie de sentidos ligados a derechos (y obligaciones) en la que el trabajo formal constituye un imaginario de acceso a la ciudadanía social. En este sentido la demanda no se agotaba en la provisión de un ingreso, sino que implicaba poner en escena la desigualdad y exclusión de acceso a otros derechos como la salud, la vivienda y la educación. Esta demanda pudo funcionar como punto nodal -es decir, como articulación de heterogéneas situaciones asociadas al problema del empleo- y como significante vacío en virtud de la potencia de esa interpelación por un derecho legitimado legal y socialmente.
La posibilidad de esta demanda para la clase trabajadora argentina está ligada a sus experiencias de inclusión y a los parámetros de identidad colectiva. Sin embargo, la construcción de una demanda no basta si no es inscripta en el espacio público mediante acciones colectivas. Aquí radica la importancia del corte de rutas (piquete) como método de acción directa en el marco de un ciclo de protestas y la consolidación de la asamblea como espacio de toma de decisiones. El dilema de la acción fue resuelto mediante dos repertorios: el contencioso del piquete o bloqueos de rutas, y el cotidiano en torno a toma de decisiones en espacios asamblearios y de acciones comunitarias-territoriales (comedores, merenderos, emprendimientos productivos locales).
En un escenario de incremento de la conflictividad y con la demanda por trabajo lanzada hacia un destinatario (el Estado) que no podía satisfacerla, el gobierno propició el uso de una política pública como recurso de negociación con los desocupados. Los programas de empleo temporario, y en particular el Plan Trabajar, constituyeron la posibilidad de estabilizar relaciones sociales e interpersonales ya que la misma política exigía la elaboración de proyectos productivos o comunitarios. Estos tenían una duración acotada (seis meses) y una retribución de 150 pesos (dólares). La vigencia del plan y su cíclico peligro de cese causaba permanentes situaciones de conflicto, protesta y negociación con los gobiernos12. Esto generó un conjunto de dilemas ligados a la conformación de organizaciones propiamente de desocupados y a la lógica de la gestión de esos planes, que exigía un saber técnico de gestión y comunitario de organización (Ferraudi-Curto, 2006). La configuración del movimiento social enfrentó un dilema crucial: el identitario. Los medios masivos y algunos referentes (e intelectuales) encontraron en “piqueteros” la denominación del movimiento. Sin embargo, esto generó un problema ¿cómo construir una identidad sobre un “método” de lucha que, además, rápidamente se puso en cuestión cuando afectó a otros sectores de trabajadores al impedir su desplazamiento? ¿cómo identificarse con un acto de protesta cuya temporalidad era reducida en relación con otras actividades de los mismos desocupados en su acción comunitaria? (Manzano, 2007b). Por otro lado, la identificación con desocupados tenía el problema de erigir identidad sobre una situación que se pretendía abandonar. Las búsquedas de identificación con la clase (haciendo hincapié en la condición de trabajadores) también mostraron limitaciones debido a dos factores: el primero, la fuerte presencia del efectivo uso de la fuerza de trabajo (asalariado) en la identidad del trabajador; y el segundo, la reticencia de los otros (incluidos los trabajadores formales) para reconocer(se) con los desocupados13. La estrategia del movimiento de desocupados quedó limitada a disputar los espacios de autonomía para la gestión de los recursos estatales obtenidos y la participación en las acciones de protesta impulsadas por otros sectores14. El dilema de la articulación entre las organizaciones fue abordado al impulsar encuentros nacionales de los diferentes sectores. La primera Asamblea Nacional de Organizaciones Populares, Territoriales y de Desocupados15 se realizó el 24 de julio de 2001; participaron casi todas las organizaciones de desocupados. Allí se acordó un plan de protestas y una declaración contra las políticas del gobierno de la Alianza (UCR-Fre.Pa.So) a la vez que se reclamó la conservación y ampliación de los Planes Trabajar. Esta instancia, en la que participaron casi todas las organizaciones de desocupados, mostró las limitaciones de articulación con otros sectores políticos y sindicales16. Sin embargo, los debates sobre los alcances y la modalidad de las protestas, alimentados por diferentes matrices ideológicas, derivaron en posiciones encontradas dentro del movimiento. En la segunda Asamblea Nacional, llevada a cabo el 24 de septiembre de 2001, no participaron los denominados Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD) de tendencia autonomista que impugnaban la idea de la conformación de un movimiento de carácter nacional con instancias centralizadas de decisión estratégica (Pacheco, 2010). Las polémicas de las organizaciones no solo se manifestaban sobre el dilema de la articulación, sino que también estas alcanzaban al propio repertorio de acción colectiva -el piquete-, en especial sobre los alcances de los bloqueos completos en rutas y el uso de capuchas, pañuelos o pasamontañas para proteger la identidad de los manifestantes. Los intentos de articulación tuvieron un alcance limitado y las organizaciones tendieron a agruparse en nucleamientos afines ideológicamente para coordinar acciones17. La renuncia de Fernando de la Rúa a la presidencia en diciembre de 2001, en un contexto de crisis económica y movilizaciones callejeras, abrió un nuevo escenario que se estabilizó de forma parcial con la asunción de Eduardo Duhalde en enero de 2002 (Montero; Cané, 2018). Si bien la participación orgánica de los movimientos de desocupados fue fragmentaria, la cúspide del ciclo de protesta dejó en la escena pública un conjunto de actores movilizados (Caffassi, 2002; Pérez, 2008). La consigna piquete y cacerola, la lucha es una sola fue expresión de la fugaz amalgama entre sectores medios y desocupados (Barbetta; Bidaseca, 2004), pero no logró resolver dilemas de demanda, acción, articulación e identidad.
Las consecuencias sociales de la devaluación propuesta como estrategia de salida de la Convertibilidad por parte del gobierno de Duhalde se plasmaron en un nuevo paso en el deterioro de las condiciones de vida de millones de personas (Basualdo; Lozano; Shorr, 2002). En este contexto el gobierno creó el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados (PJJHD) como una política masiva que absorbió programas previos y amplió cuantitativamente la cobertura. El desafío para las organizaciones se situó en el nivel de la gestión, es decir, en la necesidad de disputar la implementación del PJJHD y constituirse como instancias de contraprestación, así como también traccionar el acceso a otros programas como Manos a la Obra, que ofrecía financiación para emprendimientos productivos (Retamozo; Di Batistiano, 2018).
En efecto, la CCC y la FTV resolvieron dilemas del actor y se centraron en obtener participación en el proceso de institucionalización a través de los consejos consultivos, creados para monitorear la implementación de los PJJHD mientras amainaban las acciones disruptivas. Por su parte, el Bloque Piquetero Nacional, conducido por partidos de izquierda clasista, mantuvo una estrategia de promoción del desgaste sobre el gobierno nacional en aras de una salida revolucionaria. Los MTD nucleados en la CTD Aníbal Verón plantearon, por su parte, una estrategia autonomista. La centralidad de la disputa (ya sea mediante acciones de protesta o negociación) se ubicó en la ampliación y aumento de los montos de los PJJHD y el acceso a microcréditos. Como es evidente, dentro del movimiento fueron de difícil resolución los dilemas de la articulación, mientras la acción se tensionaba entre la protesta y la temporalidad comunitarias y las acciones requeridas por esta dimensión.
El deterioro de la situación social y el alto grado de movilización puso en primer plano la disputa por la representación de los sectores populares. Las organizaciones de desocupados siguieron instrumentando sistemáticamente el piquete como forma de visibilizar sus reclamos. El 26 de junio de 2002, en el marco de un corte del Puente Pueyrredón (ingreso a la Capital Federal), fueron asesinados Maximilano Kosteki y Darío Santillán por parte de la policía de la provincia de Buenos Aires. Este crimen desató una ola de protestas que aceleró la convocatoria a elecciones presidenciales para inicios del año 2003.
La asunción de Néstor Kirchner, el 25 de mayo de 2003, marcó el inicio de un nuevo tiempo político para la Argentina en general y las organizaciones de desocupados en particular. El nuevo gobierno convocó a las organizaciones piqueteras al diálogo político, aunque no todas las agrupaciones accedieron y el movimiento, en general, mantuvo las formas de acción de protesta que venía desarrollando con la gestión de Duhalde. No obstante, el progresivo cambio de ciclo económico y el nuevo ciclo político modificaron también las condiciones de posibilidad de esta experiencia centrada en la figura del desocupado. El nuevo gobierno replanteaba los dilemas para el movimiento de desocupados en diferentes ejes. Por un lado, se presentaba discursivamente como una ruptura con el pasado neoliberal y establecía un antagonismo con los mismos enemigos que había identificado el movimiento de desocupados -organismos como el FMI o los genocidas de la dictadura militar (1976-1983)-; asimismo, de forma progresiva se consolidó un conjunto de organizaciones que se inscribían en la tradición nacional-popular peronista (MTD Evita, MB Octubres, FTD Eva Perón), cuya afinidad con el gobierno facilitaba la articulación con el incipiente kirchnerismo (Cross; Lenguita; Wilkins, 2004; Quirós, 2008; Schuttemberg, 2011). Por otro lado, el contexto socioeconómico evidenciaba incipientes signos de recuperación que se consolidarían en los años posteriores en relación con la dinámica del mercado de trabajo.
Por su parte, las organizaciones clasistas supeditaron sus tácticas al dictado de los partidos políticos que las conducían de forma estratégica. Así, actuaron bajo el diagnóstico de la continuidad entre el gobierno de Kirchner y los anteriores, a la vez que desplazaron su centro de gravedad hacia la acumulación en sectores asalariados. El problema de la caracterización de la etapa también afectó a los MTD, cuyos problemas de articulación entre las diversas agrupaciones de base derivaron en crisis internas y fragmentaciones (Bertoni, 2014).
El movimiento de trabajadores desocupados en esta primera fase encontró en la demanda trabajo un punto arquimédico que permitió también resolver el problema de la organización en torno a los planes y transferencia de ingreso condicionados (fundamentalmente los sucesivos Planes Trabajar). A su vez, el piquete se mostró en principio como un repertorio de acción eficaz para obtener recursos. Sin embargo, el dilema de la identidad constituyó un escollo porque los significantes propuestos -desocupado, piquetero e incluso trabajador desocupado- no lograron tener efecto interpelatorio. Esto se debió, en parte, a implicar identificación con una situación que se pretendía abandonar (Muñoz, 2005) y al modo estigmatizante en que el discurso mediático usó el término (Artese, 2011).
Segunda fase: organizaciones sociales
La mejora en las condiciones económicas, la reducción del desempleo y la pobreza en los primeros años de gobierno, y una activa gestión política, dieron a Néstor Kirchner altos índices de aprobación de su performance. Esta administración impulsó una política de no represión directa a los movimientos de protesta, a la vez que inició un proceso de articulación de muchos de ellos, lo que profundizó diferencias al interior del MTD. En este sentido puede observarse que mientras las organizaciones particulares se consolidaron, también tuvieron diferentes modos de enfrentar los desafíos de una nueva coyuntura que presentaba mejoras en la situación económica y un gobierno que las interpeló desde las políticas públicas y la construcción discursiva.
Hacia finales de 2004 y durante el año 200518 puede identificarse que el cambio en el escenario económico y político replanteó los desafíos de las organizaciones constituidas en la fase anterior. Esto puede apreciarse en un conjunto de síntomas evidentes en el movimiento de desocupados. Los fallidos intentos de articulación y la dinámica de la movilización pusieron en evidencia la presencia de tres matrices ideológicas que informaban al movimiento: nacional-popular (movimientista o populista); clasista de la izquierda clásica; y de la nueva izquierda o autonomista (Svampa; Pereyra, 2005; Natalucci; Pérez, 2010).En el campo nacional-popular, organizaciones que en 2003 aclaraban “no somos kirchneristas” como el MTD Evita y el MTD Resistir y Vencer, confluirían en el Movimiento Evita de neta filiación kirchnerista. Esta organización, junto a otras como la FTV-CTA, Barrios de Pie, MTD Evita, Movimiento Barrial Octubres y Frente Transversal Nacional y Popular (FTNP), conformaron un frente político de apoyo al gobierno (Frente Patria para Todos). El acercamiento con el gobierno nacional propició que muchos cuadros de las organizaciones de desocupados asumieran cargos de gestión a nivel nacional y de la provincia de Buenos Aires. A su vez, situó un horizonte nacional-popular que le permitió a un conjunto de organizaciones resolver el dilema identitario (Schuttenberg, 2018). Esto desactivó definitivamente el antagonismo de estas organizaciones hacia el gobierno y desplazó tanto la dimensión de la demanda como de los repertorios de acción, que ya no se tradujo -para estas organizaciones- en términos de acciones colectivas de protesta. Para estas organizaciones, si la política de la década de 1990 los había confinado a distribuir la práctica política entre la ruta y el barrio, a partir del 2003 se sumó otro espacio: la gestión desde el Estado (Perelmiter, 2012).
El kirchnerismo ofició como espacio particular de encarnación y proyección del imaginario nacional-popular. El discurso fuertemente rupturista con el neoliberalismo, la posición geopolítica contraria al ALCA y un conjunto de políticas públicas en materia económica, social y de derechos humanos generaron efectos interpelantes en las organizaciones que provenían de una matriz ideológica nacional-popular. Sin embargo, las acciones colectivas promovidas por los movimientos sociales no mermaron, sino que encontraron dos inscripciones: la protesta para las organizaciones que permanecieron en un campo de oposición al gobierno y la adhesión para las que se inscribieron en un apoyo o inclusión dentro del kirchnerismo (Pérez; Pereyra, 2013). Asimismo, todas las organizaciones requirieron establecer parámetros organizativos en lo que refiere al dilema de la gestión de recursos obtenidos mediante diferentes procesos de luchas y negociaciones (Retamozo, 2011).
Con un gobierno caracterizado como “nacional-popular”, varias organizaciones promovieron acciones de apoyo al desempeño gubernamental. En definitiva, sería el gobierno el que propondría acciones de políticas públicas para generar un proceso de inclusión social mediante el trabajo, el incremento de la protección social y la inversión en obras públicas. Las organizaciones que se mantuvieron en el arco opositor, no obstante, siguieron planteando demandas hacia el Estado bajo formatos de protesta. La recomposición del mercado de trabajo reorientó la estrategia de los partidos de izquierda desde los trabajadores desocupados hacia la clase obrera ocupada y sindicalizada. Esta situación generó un nuevo impacto en las posibilidades de articulación; la fractura en torno al posicionamiento con el gobierno y el debilitamiento estratégico del frente territorial para los partidos políticos de izquierda marcan esta fase.
El cambio de ciclo también tuvo efectos en el campo de la izquierda autonomista. En 2004, un conjunto de organizaciones que venían coordinándose bajo la nomenclatura de Coordinadora de Trabajadores Desocupados - Aníbal Verón conformaron el Frente Popular Darío Santillán. El sector autonomista buscó dar un salto en el tipo de organización, abandonando la construcción en torno al trabajo digno y proponiendo otros ejes ligados a un más genérico cambio social. Esto no quiere decir que las organizaciones originarias de desocupados hubieran desaparecido pero sus demandas se centraron en los montos de los planes sociales y, luego del 2009, en la posibilidad de gestionar cooperativas sin injerencia de los gobiernos municipales (Natalucci, 2012; Kasparian, 2017). El nuevo periodo se presenta con mejoras en los indicadores socioeconómicos, como se muestra en el la figura 2.
Fuente: elaboración propia a partir de: a) tasa de cambio anual con base en el proyecto Arklems+LAND (http://arklems.org/), años 2013-2020 con base en Cepal/Cepalstat; b) tasa de desempleo, EPH-Indec, datos del cuarto trimestre; c) EPH-Indec, porcentaje de asalariados registrados en relación con el total del empleo asalariado. Los asalariados que declaran tener descuento jubilatorio se asumen como registrados. Datos anuales; d) Tornarolli (2018). Datos comparables con base en la nueva metodología oficial de cálculo del Indec implementada en el año 2016. Segundos semestres. Datos oficiales del Indec a partir del año 2016. Segundos semestres; e) cálculos propios con base en la EPH-continua, segundos semestres, Indec, Gini del IPCF.
La década del 2000, posterior a la crisis de los años 2001-2002, estuvo signada por un contexto de crecimiento económico. El marcado descenso de la desocupación y de la informalidad laboral sustentó la recuperación del mercado de trabajo y configuró nuevas condiciones históricas para la construcción de sujetos políticos subalternos. La reactivación económica fue desarticulando las condiciones de posibilidad de los MTD, en un proceso que fue desplazando el peso de la conflictividad desde la cuestión del desempleo a las condiciones y calidad del empleo mediado por las instituciones laborales tradicionales en Argentina.
El modelo sindical y de negociación colectiva en el país tiene reglas institucionalizadas muy específicas que históricamente han regulado su actividad. Entre ellas se destacan la personería gremial, la homologación de los convenios, la cobertura extensa, y el poder de negociación otorgado por el Estado, así como las facilidades para la centralización de la negociación. Según Trajtemberg (2009) el sistema de relaciones laborales en Argentina se estructura sobre la base de tres pilares: 1) unicidad sindical; 2) centralización de la negociación colectiva; y 3) mecanismos de extensión a todos los trabajadores (Novick; Trajtemberg, 2000; Palomino; Trajtemberg, 2006; Senén; Palomino, 2006; Senén-González; Medwid; Trajtemberg, 2011).
En este sentido, el período iniciado en el año 2003 muestra indicios de retorno hacia una estructura de centralización intermedia en la negociación colectiva (Senén-González; Medwid; Trajtemberg, 2011; Trajtemberg, 2011). Esta situación incide en la apertura de una nueva fase, tal como lo venimos analizando. La revitalización de la actividad e influencia de las organizaciones sindicales se expresó tanto en el número creciente de afiliados como de convenios y acuerdos homologados, escenario donde la negociación colectiva se vuelve a centrar en los incrementos salariales (Trajtemberg; Senén-González; Medwid, 2008; Etchemendy; Collier, 2008).
La recomposición del mercado de trabajo y la restitución de las instituciones laborales brindaron cobertura a un importante número de trabajadores (Etchemendy; Collier, 2008). Sin embargo, también se pusieron en evidencia las limitaciones económicas estructurales para incorporar a los trabajadores en situaciones de informalidad o desempleo persistentes. En este sentido, se observa que la etapa de crecimiento económico sostenido iniciada entre 2002 y 2003 fue acompañada por una dinámica creación de puestos de trabajo asalariado formal que, no obstante, comenzó a estancarse alrededor del año 2010.
El contexto -o la nueva estructura de oportunidades políticas- afectó ciertos aspectos constitutivos de las organizaciones articuladas en torno al problema del trabajo. Las condiciones del mercado de trabajo comenzaron lentamente a disolver o desplazar la demanda por empleo, si bien las organizaciones perduraron en el reclamo por aumento del monto de los planes y su extensión (en especial los dos primeros años), y luego morigeraron de forma paulatina su presencia en calles y rutas. Las organizaciones que respondían a una matriz de izquierda clasista supeditaron su accionar a los partidos de izquierda que veían con mayor potencial revolucionario a los sectores asalariados que a los desocupados; las de matriz nacional-popular fueron interpeladas por el nuevo gobierno a partir de reactivar la identidad nacional-popular peronista; y las de matriz autonomista, a su turno, procuraron mantener niveles de conflictividad, pero sufrieron mermas significativas en sus bases de apoyo y rupturas que marginaron su accionar (Bertoni, 2014). El repertorio de los cortes de ruta -que ya venía desgastado en la opinión pública- se reencauzó hacia otros más clásicos como marchas y actos.
En esta fase operó lo que denominamos el paso de los movimientos de desocupados a las organizaciones sociales y políticas. Esto puede corroborarse, por ejemplo, con los cambios de nombres de las organizaciones: el Movimiento de Trabajadores Desocupados Evita pasó a denominarse Movimiento Evita, en el campo nacional-popular; y la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón pasó a llamarse Frente Popular Darío Santillán. Si bien es cierto que quedaron remanentes nominativos ligados a la figura del desocupado en la CTD Aníbal Verón, la estrategia de construcción en torno a un sujeto social (el desocupado) quedó marginada frente a la apertura de las estrategias que promovían inserciones en sectores asalariados formales (en el campo sindical) o como parte del movimiento político encabezado entonces por Néstor Kirchner. Para las organizaciones nacional-populares, el kirchnerismo ofreció una resolución de dilemas de articulación, acción e identidad; mientras que el resto tendía a reducir de forma significativa el alcance de su accionar en cierto repliegue en torno al dilema de la gestión de emprendimientos productivos comunitarios.
Con los movimientos nacional-populares integrados a la gestión e incluidos en la gramática movimientista del peronismo (Pérez; Natalucci, 2010), el poder ejecutivo ensayó una serie de políticas tendientes a gestionar la cuestión social. En este punto son especialmente significativas las políticas propuestas de salida del PJJHD a partir de un esquema de empleables y no empleables19: para los primeros se diseñaba una política de capacitación y seguro de desempleo; para los segundos, un ingreso con condicionalidades mínimas ligadas al cuidado de los hijos, como el Plan Familias en 2006 (Arcidiácono; Pautassi; Zibecchi, 2010). El escenario económico global luego de la crisis del 2008 y los conflictos políticos internos repercutieron en un contexto que mostraba los alcances en cuanto a un incremento de la formalidad laboral y la cobertura a partir del puesto de empleo, pero también las limitaciones de este mecanismo de inclusión social. Mientras se estancaba la expansión del mercado de trabajo formal, persistían desigualdades en el mundo laboral y se hacían estables formas heterogéneas de autoempleo, cuentapropismo y trabajos comunitarios.
La decisión política de estatizar las administradoras de fondos de jubilaciones y pensiones produjo la disponibilidad de recursos para que el poder ejecutivo diseñara una serie de políticas públicas orientadas a gestionar la cuestión social en un contexto de desaceleración en el crecimiento del empleo registrado y en la reducción del empleo no registrado (Campos; González; Sacavini, 2010). Entre ellas se destacan el Programa Ingreso Social con Trabajo-Argentina Trabaja (PIST-AT) -y posteriormente el Plan “Ellas Hacen”-, la Asignación Universal por Hijo (AUH) y, en un momento posterior, el Programa de Respaldo de Estudiantes de Argentina (Progresar)20. Es particularmente relevante el PIST-AT, creado en 2009 bajo la órbita del Ministerio de Desarrollo Social: consistió en la conformación de cooperativas de trabajo como estrategia de inclusión a sectores sociales ubicados por fuera del mercado de trabajo formal (Arcidiácono; Bermúdez, 2015). El programa buscaba atender a una población económicamente activa con problemas de ingreso al mercado de trabajo formal; además de la creación de cooperativas de trabajo, contaba con novedades como la promoción de la terminalidad educativa y la capacitación en oficios (Natalucci, 2012). El Argentina Trabaja o las Cooperativas se instalaron como un eje de conflictividad y tensiones entre las organizaciones sociales y el Gobierno, el cual fue procesado de manera diferencial de acuerdo con el posicionamiento de las organizaciones frente al kirchnerismo (Natalucci, 2012; Kasparian, 2017; Martínez-Ramírez, 2019).
Las organizaciones, antes piqueteras y ahora sociales, siguieron formando parte del campo político, pero sus matrices de representación habían cambiado de forma significativa. Si bien seguían gestionando cooperativas, en especial las enmarcadas en el PIST-AT, se constituyeron en cierto modo en mediaciones socioestatales más que en movimientos con capacidad de acción colectiva significativa. Por otro lado, la ausencia de una demanda unificada a partir del interés común por preservar la gestión de las cooperativas, obtener financiamiento e incrementar las asignaciones monetarias no logró forjar articulaciones estables. Esto se debe, en parte, a la configuración del campo político a partir de un clivaje entre oficialismo (peronista) y oposición que ponía fronteras al interior del campo de la movilización.
Tercera fase: trabajadores de la economía popular
Hacia 2011 convergieron varios procesos. En las elecciones de ese año, Cristina Fernández de Kirchner obtuvo la reelección con el 54,11 % de los votos, comenzó a mostrarse una desaceleración de la dinámica de recuperación socioeconómica (ver figura 2) y se fundó la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular, en la que confluyeron distintos sectores de trabajadores atípicos (cooperativos, cuentapropismos, autoempleos, etc.) en la constitución de una herramienta gremial: la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP). La creación de esta última se inscribe de este modo en un escenario donde comienza a evidenciarse la caída del ciclo de auge del crecimiento económico característico de los primeros años kirchneristas, junto a un estancamiento en la reducción del empleo no registrado, del desempleo, la desigualdad y aumento de la pobreza (ver figura 2).
Sin embargo, la emergencia de este actor no puede comprenderse sin considerar la experiencia acumulada a través de la implementación de políticas públicas como el PIST-AT. Esta se constituyó como primer ensayo de representación de los sectores populares por parte de las organizaciones sociales a partir de la problemática del trabajo y a través de la creación de cooperativas de trabajo (Natalucci, 2012; Muñoz, 2018). En este contexto, la resolución del problema de la forma organizacional constituye una clave explicativa de lo que fue la conformación de la CTEP. Esta es una organización gremial que se considera independiente de todos los partidos políticos y representativa de los trabajadores de la economía popular y sus familias; en este sentido, se identifica como una herramienta de lucha reivindicativa para la restitución de los derechos laborales y sociales. Esto es significativo porque expresa una tensión entre una lógica de acción de movimiento social y una de acción neocorporativa ligada al sindicalismo (Muñoz; Villar, 2017; Natalucci, 2018).Si bien el debate sobre economía popular/economía social es amplio y profuso (Coraggio, 2013; Gago, 2016; Arango; Chena; Roig, 2017; Chena, 2018), desde el punto de vista de la economía popular como categoría nativa (Arango et al., 2017) cabe afirmar que las organizaciones situaron allí un terreno de definición y resolución de dilemas. La economía popular tiene “una característica que la distingue: los medios de producción, los medios de trabajo, están en manos de los sectores populares” (Grabois; Pérsico, 2014a: 3)21 y asume diferentes relaciones de subsunción con el capital (Chena, 2018). Este elemento se revelaría como un modo de resolver -a partir del dilema de la organización- el resto de los dilemas aquí identificados.Este cambio estratégico posibilitó una salida -también- al dilema de la identidad (como trabajadores) y orientó la acción con una especie de gramática informal-sindical que permeó las estructuras de organización, los repertorios de acción y las prácticas colectivas de base territorial (Maldovan-Bonelli; Fernández-Mouján; Ynoub; Moler, 2017; Muñoz; Villar, 2017).
La recolocación del problema de la identidad (como trabajadores) se articuló virtuosamente con las demandas (salariales y de protección social) y el modo de organización. En este sentido, ante la heterogeneidad de actividades, un conjunto de acciones habilitó un proceso identitario al menos en el plano de la representación (como identidad política antes que identidad social). Entre ellas es relevante considerar la definición de ramas de la economía popular, su inscripción unificada en una problemática estructural de acceso al trabajo y la elaboración de demandas en clave de derechos laborales (como el salario social complementario, la paritaria social, el aguinaldo, o el acceso a la obra social, entre otros). Dicho proceso se impuso por sobre la diversidad de inscripciones político-ideológicas coexistentes al interior de la estructura organizativa (Forni; Nougués; Zapico, 2020).
Al mismo tiempo, la apelación a una lógica sindical generó condiciones favorables para la resolución del dilema de la articulación, no solo en relación con las organizaciones interpeladas por el discurso gremial sobre la economía popular, sino también con respecto a actores sindicales más tradicionales como los nucleados en la CGT. Pero, además, otros dos elementos resultan centrales para comprender el modo en que la CTEP ha dirimido este dilema: por un lado, el vínculo con la CGT mediado por la identidad peronista de algunos de los referentes como Emilio Pérsico y el Gringo Castro (Natalucci; Morris, 2019)22. Por otro lado, a partir de los Encuentros Mundiales de los Movimientos Populares, la impronta que asumió el papa Francisco como proveedor de un discurso de cierre ideológico cristalizado en el lema de las 3T -tierra, techo y trabajo- suturó posibles disidencias al interior del campo de organizaciones, articulado en torno a la economía popular (González, 2021). La forma gremial de la CTEP le permitió elaborar un conjunto de demandas ligadas a los derechos laborales (salariales, previsionales, de seguridad social). Es cierto que en el proyecto programático de la CTEP también se encuentran postulados tendientes a fortalecer el carácter de economía alternativa de la economía popular (incluso poscapitalista) (Grabois; Pérsico, 2014a)23, pero la dinámica del conflicto ha mostrado la efectividad de las demandas de matriz laboral por sobre otros horizontes de acción. En la fase anterior, las políticas públicas orientadas al sector habían confinado a las organizaciones sociales y políticas a resolver el dilema de la gestión de cooperativas financiadas por el programa Argentina Trabaja, situando allí el lugar de acumulación política y organización en los sectores subalternos (Natalucci, 2012). Por el contrario, en esta fase cobró fuerza la decisión política de reinscribir las demandas como orientadas al Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social en lugar del Ministerio de Desarrollo Social.
A pesar de esta perspectiva sostenida por parte de las organizaciones, y como bien lo señala Abal-Medina (2017), el sector de la economía popular fue ubicado primordialmente desde el gobierno como destinatario de políticas sociales. Esto puso en evidencia el desacople entre los modos de canalizar demandas en el Estado y las características que asumió la gestión de recursos, dinámica que se sostuvo en el período de gobierno posterior con la asunción de la coalición Cambiemos en 2016. Por otro lado, también puso de manifiesto, como lo señalamos antes, que la resolución de los dilemas previamente delimitados no responde a una lógica voluntarista, sino que se encuentra modelada por los condicionamientos que otros actores introducen en torno a un determinado campo de posibilidades.
El resultado de las elecciones de 2015 abrió un tiempo paradojal para la CTEP. La derrota del candidato oficialista Daniel Scioli segó la posibilidad de la creación de un Ministerio de la Economía Popular, tal como la organización había acordado con el candidato; sin embargo, la relación con el gobierno de Cambiemos (ideológicamente más alejado que el anterior de las organizaciones sociales) cambió de lógica hacia el juego inestable de conflicto y negociación. En este punto no puede subestimarse la importancia de los recursos estatales para la supervivencia del sector (Gradin, 2017). En efecto, la tensión y cooperación entre el gobierno nacional y las organizaciones permitieron un conjunto de políticas que consolidaron al actor CTEP no solo en el escenario de la movilización, sino también al interior del ámbito estatal, bajo un esquema que Bruno, Coelho y Palumbo (2017) han denominado institucionalización conflictiva.
La bibliografía sobre movimientos sociales evidencia que, en momentos de disputa entre las elites, actores con menos recursos pueden verse beneficiados. Esto fue lo que sucedió durante este período ya que en la búsqueda por debilitar al campo adversario (la oposición política más fuerte, el peronismo en su variante kirchnerista), el gobierno de Cambiemos proveyó de acceso a recursos a la CTEP. Esto se efectivizó principalmente a través de la ley de Emergencia Social (Ley n.o 27345) y el Salario Social Complementario. Junto con otras medidas en materia de política social, tales como el Programa Hacemos Futuro (a partir de la reconversión de los programas Argentina Trabaja y Ellas Hacen), se constituyeron en una estrategia para contener el conflicto en un marco de ajuste económico y empobrecimiento de los sectores más vulnerables (Ferrari-Mango; Campana, 2018). Sin embargo, desde la perspectiva de las organizaciones, ciertos recursos político-organizativos configurados en torno a la resolución de los dilemas del actor de la etapa anterior (por ejemplo, la inserción en el terreno legislativo o la gestión de la política social) desempeñaron un papel decisivo en este escenario en pos de preservar un margen de acción frente a la estrategia gubernamental.
La situación de tensión y cooperación se mantuvo hasta 2017. A partir de entonces se evidencia un cambio en los patrones de intercambio entre organizaciones como la CTEP y el gobierno. Sin embargo, los recursos provistos, así como la definición de un adversario común, colaboraron para resolver el dilema de la articulación en dos niveles. Por un lado, entre organizaciones que, aún con un origen en los Movimientos de Trabajadores Desocupados nunca habían encontrado instancias de coordinación estables. En buena medida, la conformación del tridente de San Cayetano en 2016 y su posterior integración en la Unión de Trabajadores de la Economía popular conformada a fines de 2019 oficiarán como una cristalización de este proceso. Por otro lado, la resolución de este dilema en relación con las organizaciones del movimiento obrero ha mostrado señales auspiciosas. Así ha podido evidenciarse en la unidad de acción expresada en las movilizaciones callejeras como el Día del Trabajador en 2016, las Marchas de San Cayetano, las convocadas por la sanción de la Ley de Emergencia social o las Marchas Federales por Pan y Trabajo de 2016 y 2018, así como en la continuidad de las instancias de diálogo abiertas en función de la incorporación de la UTEP a la CGT.
Conclusiones: tres fases, un proceso
Las organizaciones de desocupados fueron una respuesta de acción colectiva sin precedentes a las experiencias de desigualdad, a las transformaciones en la estructura ocupacional, a los modos de acceso a la ciudadanía social y al cercenamiento de derechos que emergieron durante la década de 1990 en Argentina. La demanda por trabajo permitió resolver un dilema clave para la movilización; y la puesta en escena de un repertorio de acción como el piquete terminó de darle forma a este movimiento al resolver el dilema de la acción. La cuestión organizacional fue encarada a partir de una reconfiguración de experiencias previas, dentro de la que las redes de movilización y sociabilidad político-comunitaria de base territorial fueron las bases de las organizaciones de desocupados. Sin embargo, el movimiento mostró serios problemas para resolver la cuestión identitaria y, en menor medida, de articulación. Las formas identitarias en torno a una situación que se pretendía abandonar, sumadas al carácter percibido como transitorio de las actividades productivas a escala local-territorial mientras se lograba la oportunidad de acceder a un trabajo (formal), constituyeron fragilidades que impactaron en los dilemas de gestión de políticas sociales. Además, ciertas miradas de alteridad produjeron sentidos estigmatizantes sobre la figura del piquetero, algo que tensionó la dimensión nominativa de la identificación.
En consecuencia, la forma piquetera o de movimiento de desocupados tendió a debilitarse y diluirse cuando el régimen social de acumulación adquirió otras características (fundamentalmente por el comportamiento del mercado de trabajo). Con esto se cerró la primera fase de una experiencia significativa en contextos de desigualdad, con un saldo organizativo relevante puesto que -más allá de la institucionalización a la que hicimos referencia- quedaron nodos, saberes militantes y un conjunto de políticas sociales que serían bases para el siguiente momento.
La recuperación económica, la revitalización de los sindicatos como mediaciones (junto a la institucionalidad laboral) y la inclusión en los elencos de gobiernos a cuadros provenientes de organizaciones de desocupados marcó una nueva fase. Es cierto que existieron organizaciones abiertamente opositoras al gobierno nacional en el período 2003-2015, pero en el nuevo contexto político y económico (el kirchnerismo) variaron las condiciones de acción y las estructuras de oportunidades políticas. Los movimientos de desocupados mutaron en organizaciones sociales que encontraron en el campo de la política -ya fuera la gestión estatal u otros ámbitos de la política como el universitario o el sindical-, otros horizontes de acción.
En el plano identitario, cabe mencionar también que ciertas referencias ideológicas que guiaban a los dirigentes de las organizaciones mutaron con la presencia de las experiencias de Venezuela y Bolivia sobre, por ejemplo, la influencia del zapatismo en la década de 1990. Si el Estado aparecía como un otro en la primera fase, ahora se lo concebía como un campo de fuerzas en el que se configuraba la hegemonía y, por lo tanto, un escenario válido de disputa. Además, el kirchnerismo permitió resolver problemas de identidad y articulación para buena parte de estas organizaciones. La reemergencia de lo nacional-popular como imaginario y la gramática movimientista del peronismo como ejercicio complejo de la articulación entre la decisión vertical y la expansión horizontal permitieron una reinscripción política de las organizaciones sociales en un espacio común más amplio (aunque no exento de tensiones). El campo de la oposición exacerbó su fragmentación, con demandas mayormente defensivas (y en cierto modo replegado sobre dilemas de la gestión de las políticas y demandas sobre los montos de las transferencias condicionadas).
De forma paralela, el agotamiento del piquete como repertorio de acción (su innegable estigmatización mediática) causó problemas a la hora de enfrentar el dilema de la acción. Esto no implicó el abandono de repertorios de protesta como las marchas o los acampes; las organizaciones siguieron movilizándose fundamentalmente hacia los ministerios de Trabajo y de Desarrollo Social. Por su parte, la implementación de políticas de transferencia de ingreso sin mediaciones organizativas-comunitarias como la AUH a partir de 2009 marcó una dinámica de construcción -fundamentalmente- a partir de los programas que financiaban labores bajo formas de cooperativas de trabajo.
La tercera fase, hacia el último tramo del ciclo kirchnerista, evidenció un cambio en el modo de resolver los dilemas en un nuevo contexto de dinámica sociolaboral. La resolución del dilema de la organización -al asumir la forma sindical- ordenó el campo de las demandas y de la articulación para reconfigurar -también- el problema de la identidad. La forma sindical permitió construir la economía popular como lo representado, es decir, darle nombre y unidad a sectores heterogéneos que comparten el estar atravesados por las mismas desigualdades y exclusiones, aunque de disímil modo. En este sentido, se pudo construir una demanda de demandas en torno a las situaciones derivadas de los modos del trabajo en la economía popular y la privación de derechos (salario, ingresos, obra social, previsión social, protección social). Esto, además, amplió la base de sustentación ya que no solo convergían receptores de transferencias condicionados o políticas de empleo, sino trabajadores y trabajadores que producen bienes y servicios en diferentes condiciones excluidas de la formalidad. Esto implicó cierta positividad de la situación, es decir, la posibilidad de identificarse con la situación laboral y luchar para consolidarla, regularla, estabilizarla y hacerla locus de ejercicio de derechos. La demanda se constituyó como reivindicativa y generó nuevas condiciones para la identificación.
La forma sindical permitió desplazar el problema de la identidad al ubicar en terrenos diferentes la herramienta organizativa-gremial de las opciones político-partidarias. No obstante, el imaginario plebeyo del peronismo y un horizonte también marcado por faros discursivos provistos por el papa Francisco fue procesado exitosamente con vertientes de (nuevas) izquierdas. La forma sindical permitió, además, resolver la articulación hacia adentro del campo organizativo de la economía popular, y hacia afuera a través de la coordinación con la CGT, a la vez que la participación como actor en las instituciones laborales vigentes (como el Consejo del Salario).
Esta consolidación progresiva encontró una nueva oportunidad política cuando el giro a la derecha condujo a Mauricio Macri a la presidencia. En efecto, posicionada la CTEP como un actor del sistema político con capacidad de movilización colectiva y un desarrollo territorial importante, se dinamizaron una serie de intercambios conflictivos o cooperativos con el gobierno de Cambiemos, que en diversas oportunidades redundó en el tratamiento legislativo de leyes de la economía popular con el aval del oficialismo y precedidas por movilizaciones que pusieron en el espacio público las demandas del sector.
La autonomía construida por la forma sindical permitió también espacios de distanciamiento con el principal adversario de la fuerza oficialista (identificada con el kirchnerismo), a la vez que reducía la complejidad en la mesa de negociaciones con los movimientos sociales. Es cierto que la orientación ideológica de Cambiemos motorizó cambios en la política pública hacia la individualidad y el emprendedurismo (en especial luego de 2017), pero el modo de construir organización logró que importantes demandas se tradujeran en políticas durante el período. La consolidación del actor de la economía popular -ahora como Unión de Trabajadores de la Economía popular (UTEP) desde diciembre de 2019- puede considerarse el fenómeno político de clase más relevante de los últimos años en la Argentina, surgido como respuesta a la (nueva) desigualdad que configura nuestras sociedades latinoamericanas.