Introducción
Es frecuente que el concepto de pulsión freudiano sea adoptado en la literatura psicoanalítica actual, lo que muestra la importancia que todavía reviste. Así, por ejemplo, Arias y Landaeta (2016) hacen un interesante análisis de la pulsión de muerte y su relación con la política. Por su parte, Bilbao y Henríquez (2017) intentan trasladar el concepto de pulsión de su campo de origen a un estudio de la noción de vida en el siglo XIX, desde la consideración de disciplinas como la historia de las ciencias, la medicina y la filosofía. Jacobo (2010) estudia específicamente el concepto de pulsión de muerte y cómo se expresa en la infancia, asociado con el terror. Solares (2011) aborda la tensión entre pulsión de vida y pulsión de muerte y se pregunta si, en los tiempos actuales, es posible lograr la paz. En general, estos planteamientos adoptan la conceptualización freudiana sobre la pulsión como válida, pese a que ésta adolece de contradicciones y puntos no suficientemente desarrollados. Una postura más crítica frente a este concepto sostiene Sopena (2001), quien propone que no existen dos pulsiones opuestas (muerte y vida) sino una dualidad en el campo mismo de la sexualidad, que puede aparecer regulada (vida) o caótica y destructiva (muerte); asimismo, sugiere que la repetición no se puede asociar a la pulsión de muerte, porque no todas las repeticiones son destructivas y porque ese carácter repetitivo es propio de toda pulsión. Desde 1964, Lacan consideró la pulsión un concepto fundamental del psicoanálisis, no obstante, mientras que para Freud (1998/1914) la fuente de la pulsión pertenece al registro orgánico, Lacan la concibió diferente de este registro (Lacan, 1977). Para Lacan, la pulsión se relaciona con un montaje o circuito significante (de allí su carácter repetitivo), pero conservando un resto que queda por fuera, que no participa de ese montaje, y que se relaciona con lo real (imposible de simbolizar). Se analizará entonces el concepto de pulsión en Freud, con el propósito de explicitar sus inflexiones y contradicciones más importantes. Se procederá mediante una lectura intratextual fundamentalmente, sin por ello perder el contexto y metacontexto en el que Freud inserta su teorización pulsional1.
La pulsión en Freud
Sigmund Freud (1998/1915a) afirmó que la pulsión es un concepto básico del cual no se puede prescindir, pero que es bastante oscuro y ambiguo en la psicología de la época. Hizo un esfuerzo muy significativo por conceptualizar este aspecto de la vida psíquica, primero en su obra Pulsiones y destinos de pulsión (1998/1915a), y luego en otras más, en particular en Más allá del principio de placer (1998/1920).
Consideró la pulsión como un estímulo interno (somático), por tanto, diferente de los estímulos externos que son captados por los órganos de los sentidos, pero distinto también de necesidades endógenas como el hambre o la sed, de allí que en principio lo relacione con la sexualidad. En efecto, ante la sed y el hambre no hay más camino que satisfacerlas cuando se hacen intolerablemente agudas, mientras que la sexualidad es diferente: puede reprimirse, satisfacerse autoeróticamente o con otro sujeto, sublimarse, restringirse, mudar su meta activa en pasiva, trastornarse en lo contrario (en la formación reactiva, por ejemplo), entre otras posibilidades. Nada de esto es posible con el hambre o con la sed, que carecen de esa plasticidad de la pulsión. Sin embargo, las necesidades relativas al hambre y a la sed, así como las tendencias del yo que protegen de peligros al individuo, Freud las englobó bajo la denominación pulsiones de autoconservación, con lo que el concepto de pulsión no se restringía solamente a las tendencias sexuales.
Las pulsiones sexuales a las que se refirió Freud principalmente fueron: la oral (Freud, 1998/1905a), la anal (Freud, 1998/1908), la pulsión de ver (Freud, 1998/1905a, p.175) también conocida como escópica, la de apoderamiento (Freud, 1998/1905a, p.171) y la uretral (Freud, 1998/1932, p. 158). Si bien no mencionó propiamente una pulsión de oír, sí son frecuentes sus referencias a la excitación sexual producida por la costumbre de espiar con las orejas el acto sexual de otros (Freud, 1998/1905b, p.70); y por estar todas estas referidas a partes o zonas erógenas, las denominó pulsiones parciales.
Las características de la pulsión
Estas consideraciones le permitieron describir la neurosis, en principio, como un conflicto entre el yo (representante de la moralidad y de las pulsiones de autoconservación) y las pulsiones sexuales. Pero le surgió una pregunta, ¿cuáles son las características de la pulsión si existen dos modalidades tan distintas (las sexuales y las de autoconservación)? En su obra Pulsiones y destinos de pulsión (Freud, 1998/1905a) emprendió esta caracterización, y señaló que las pulsiones se definen a partir de cuatro aspectos: 1) la fuente, que es somática (biológica); 2) el esfuerzo constante, que es la medida de trabajo que exige al sujeto, en tanto su producción constante lleva a que sea necesaria su tramitación; 3) el objeto, que es lo más variable, pues la sexualidad puede satisfacerse en una multiplicidad de objetos; y 4) la meta, que sería la descarga o satisfacción, lo que no significa que se logre siempre (p. 117-118).
Luego, describió los posibles destinos de la pulsión, puesto que, como se acaba de indicar, no necesariamente se logra la satisfacción. Por ejemplo, una pulsión puede ser rechazada y, en consecuencia, reprimida o restringida; puede ser sublimada, vuelta en lo contrario, mudada su actividad en pasividad (p. 122 y ss.). Frente a esta descripción, cabe preguntarse, ¿todo esto puede darse con las pulsiones de autoconservación, por ejemplo, con el hambre y la sed? Por supuesto que no, con lo que queda claro que esta caracterización se queda corta; solo se refiere a las pulsiones sexuales. Freud fue consciente de esta contradicción, de allí que afirmó: “Tendremos que circunscribir a las pulsiones sexuales, mejor conocidas por nosotros, la indagación que los destinos de las pulsiones pueden experimentar en el curso de su desarrollo” (pp. 121-122).
Asimismo, se evidencia otra complicación: con el estudio sobre el narcisismo, Freud descubrió que el yo (narcisista) está recubierto de libido, y es el genuino reservorio pulsional (Freud, 1998/1914)2; pero también, atrae hacia sí la libido que estaba puesta en los objetos. Con esto, la supuesta separación entre pulsiones yoicas (por un lado) y pulsiones sexuales (por el otro), se confunde, pues ahora resulta que las pulsiones yoicas son también sexuales. Existía la posibilidad de que, junto a las pulsiones libidinosas del yo hubiese otras no sexuales; pero se carecía de los elementos para decidir esta cuestión; habría que esperar hasta 1920 con la obra Más allá del principio de placer (Freud, 1998/1920).
La pulsión: ¿somática o psíquica?
De otro lado, si se considera la fuente biológica (somática) de las pulsiones se puede aceptar que estas necesidades originadas internamente son comunes al hombre y a los animales, en tanto participan de las propiedades de la vida; no obstante, sólo en aquellos animales capaces de estados anímicos3 es posible que estas necesidades tengan sus correspondientes representaciones imaginarias o, como las llamó Freud, conjuntos de representaciones-cosa. Este conjunto de representaciones (el saber4) permite al animal orientarse con respecto a sus necesidades y son la base para nuevas articulaciones con otras representaciones y percepciones, en suma, con sus estados internos y con el medio circundante.
El ser humano, en tanto que habita el lenguaje, es decir, en la medida en que despliega su ser a través de imágenes del mundo lingüísticamente articuladas que constituyen formas de vida (Habermas, 1990; Lopera, 2000), puede llevar a cabo una doble articulación de las necesidades mencionadas: además de las representaciones-cosa iniciales, crea articulaciones posibilitadas por representaciones-palabra, pasando así de lo anímico -común con algunos animales- a lo psíquico propiamente humano. Es justo en este punto donde estas necesidades meramente biológicas, cuyas fuentes se ubican en el interior del organismo, pasan a ser específicamente pulsiones, de allí que Freud las defina como fronterizas entre lo somático y lo psíquico (Freud, 1998/1915a).
Desde esta perspectiva, la pulsión, aunque es una sola entidad, tiene dos facetas desde las cuales puede ser abordada dependiendo del privilegio que se le otorgue a cada una de ellas: una faceta biológica, poco explorada por los psicoanalistas, y una faceta psíquica, que, no obstante, es expresión de un real biológico no simbolizable plenamente. Dicho de otra manera: si bien desde esta perspectiva la pulsión es una agencia representante de estímulos endógenos, no logra en su totalidad recubrir simbólicamente ese real biológico y es, también, un faltante de representación, una expresión de algo no simbolizable, no plenamente articulable a las leyes del lenguaje. Esta perspectiva es la que más ha interesado a los psicoanalistas5.
La pulsión: de nuevo orgánica
En la obra Más allá del principio de placer, Freud (1998/1920) planteó nuevas ideas sobre la pulsión, apoyándose en las investigaciones biológicas de la época. Aquí, de nuevo, volvió sobre la noción de pulsión como fundamentalmente orgánica, en gran parte llevado por la necesidad de explicar el llamativo e incoercible fenómeno de la compulsión de repetición (pp. 19 y ss.). Anotó:
Una pulsión sería entonces un esfuerzo, inherente a lo orgánico vivo, de reproducción de un estado anterior que lo vivo debió resignar bajo el influjo de fuerzas perturbadoras externas; sería una suerte de elasticidad orgánica o, si se quiere, la exteriorización de la inercia en la vida orgánica (p. 36).
Y más adelante:
Si nos es lícito admitir como experiencia sin excepciones que todo lo vivo muere, regresa a lo inorgánico, por razones internas, no podemos decir otra cosa que esto: la meta de toda vida es la muerte; y, retrospectivamente: Lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo. […]. La tensión así generada en el material hasta entonces inanimado pugnó después por nivelarse; así nació la primera pulsión, la de regresar a lo inanimado. (p. 38).
Con esta argumentación Freud comenzó a sustentar su hipótesis de una pulsión de muerte, difícil de pesquisar en los fenómenos vitales, y que en principio logró ejemplificar a partir de la pulsión destructiva presente en el sadismo y en el masoquismo. Pareciera entonces que toda pulsión tiende a lo inorgánico y, en consecuencia, es pulsión de muerte. Sin embargo, el mismo Freud dijo “¡eso no puede ser así! Bajo una luz diversa se sitúan las pulsiones sexuales” (p. 39), de las que afirmó que, con las células germinales, acompañan al ser vivo hasta cierto trayecto en su camino a la muerte y, en un determinado punto de este trayecto, se separan para conservar la vida; “Son las genuinas pulsiones de vida; dado que contrarían el propósito de las otras pulsiones” (p. 40), las de muerte. Se preguntó si es viable relacionar los procesos anabólicos con las pulsiones de vida y los procesos catabólicos con las pulsiones de muerte (p. 48), y sugirió que las pulsiones sexuales o de vida podrían estar activas en cada célula, neutralizando la acción de las pulsiones de muerte (p. 49).
Esta caracterización orgánica de las pulsiones no se corresponde con la que había presentado en Pulsiones y destinos de pulsión, obra en la que, como ya se indicó, se refirió a ciertos destinos pulsionales, determinados por la plasticidad de las pulsiones sexuales (sublimación, represión, formación reactiva, etc.). Dicho de manera breve: una cosa es considerar la pulsión como algo orgánico (estímulos endógenos) y otra es considerarla como la representación psíquica de eso orgánico, de esos estímulos endógenos.
¿Es posible reprimir la pulsión?
La respuesta parece simple. Si la pulsión es orgánica, en ella no opera la represión (aunque pueda ser restringida o sofocada); pero si es una representación (agencia representante) de estímulos endógenos, sí es posible: la represión es un no querer saber, entonces recae sobre las representaciones (imágenes, ideas, pensamientos, palabras), pues busca que dichas representaciones no sean conocidas por el sujeto, que no devengan conscientes o, si ya lo son (por medio del enlace con representaciones-palabra), procura expulsarlas cuanto antes, pues resultarían dolorosísimas o angustiantes. Es lo que Freud llamó esfuerzo de dar caza. Sin embargo, el dolor, la angustia, el displacer que la represión quiere evitar son sensaciones, afectos, lo que muestra que las representaciones (pensamientos en sentido lato), además de ser huellas (marcas, conjuntos articulados de huellas mnémicas), tienen una determinada carga de afecto, de mayor o menor cantidad, a la que Freud llamó investidura o catexia. A partir de la evocación de la representación intolerable, el monto de afecto puede llevar a una descarga afectiva, usualmente coloreada de angustia. La represión (u otro modo de defensa) busca precisamente evitar este displacer, de allí que someta el monto de afecto al desplazamiento (proceso primario): al derivar su monto de una representación intolerable a otra admisible, la primera no accede a la consciencia o lo hace con una investidura mínima, soportable (Freud, 1998/1915b,1915c).
Se destacan entonces dos aspectos: la representación6 y su respectivo monto de afecto (investidura). Ahora bien, este monto de afecto, que puede expresarse como placer o displacer, en suma, como sensación, es investido, reforzado, aumentado por los procesos excitatorios de la pulsión, en tanto esta se produce de manera constante desde su fuente orgánica. Así, aunque la represión opera sobre las representaciones, en última instancia busca influir sobre las sensaciones de displacer, de dolor o angustia, o sea, sobre la pulsión: se reprime una representación para no sentir el dolor o la angustia adherida a ella que, de ser evocada o conscienciada, provocaría una intensa descarga afectiva. Por esta razón, Freud indagó si se puede hablar de sensaciones y sentimientos inconscientes, lo que parece un contrasentido, pues si se habla de sentimiento o de sensación se trata de algo que se siente, y si se siente ¿cómo puede ser inconsciente?
En dos de sus obras La represión (1998/1915b) y Lo inconciente (1998/1915c), Freud intentó responder a esa contradicción, y sugierió que cuando se reprime la representación no se le permite al afecto expresarse plenamente, sino al modo de una señal, de un amago, un conato; en cambio, si la represión falla, el afecto se expresa intensamente, ya sea adherido a una representación que no le corresponde (falso enlace), como en la neurosis obsesiva, o mediante su inervación corporal, como en la histeria.
El uso de las expresiones «afecto inconciente» y «sentimiento inconciente» remite en general a los destinos del factor cuantitativo de la moción pulsional, que son consecuencia de la represión. Sabemos que esos destinos pueden ser tres: el afecto persiste -en un todo o en parte- como tal, o es mudado en un monto de afecto cualitativamente diverso (en particular, en angustia), o es sofocado, es decir, se estorba por completo su desarrollo. (Estas posibilidades son quizá más fáciles de estudiar en el trabajo del sueño que en las neurosis). Sabemos también que la sofocación del desarrollo del afecto es la meta genuina de la represión, y que su trabajo queda inconcluso cuando no la alcanza. En todos los casos en que la represión consigue inhibir el desarrollo del afecto, llamamos «inconcientes» a los afectos que volvemos a poner en su sitio tras enderezar [Redressement] lo que el trabajo represivo había torcido. Por tanto, no puede negarse consecuencia al uso lingüístico; pero en la comparación con la representación inconciente surge una importante diferencia: tras la represión, aquella sigue existiendo en el interior del sistema Icc7 como formación real, mientras que ahí mismo al afecto inconciente le corresponde sólo una posibilidad de planteo {de amago} a la que no se le permite desplegarse. En rigor, y aunque el uso lingüístico siga siendo intachable, no hay por tanto afectos inconcientes como hay representaciones inconcientes (Freud, 1998/1915c, p.174).
Si bien esta respuesta es muy interesante y esclarecedora, sigue en su ambigüedad la noción de pulsión, que a veces es netamente orgánica; otras un conjunto de representaciones de fuerzas orgánicas; un concepto limítrofe entre lo somático y lo anímico; o unas tendencias plásticas (susceptibles de cambio); o unos procesos que actúan en las células individuales, entre otras posibilidades.
En su análisis del concepto de pulsión, Jacques Lacan se preguntó si ésta pertenece al registro de lo orgánico, y se respondió que no (Lacan, 1977, p. 168); pero presenta cierta ambiguedad cuando muestra la importancia de los bordes del cuerpo (por tanto una zona corporal) para la pulsión (p. 174) y cuando retoma el factor económico ligado a la estructura de la pulsión a partir de la función del principio de placer que se ejerce a nivel del Real Ich, concebido como el sistema nervioso central que busca asegurar la homeostasis de las tensiones internas (p. 180-181).
¿Tendencias o pulsiones?
La clasificación dualista a la que finalmente llegó Freud al dividirlas en pulsiones de vida (Eros) y pulsiones de muerte (Thánatos), tampoco está exenta de contradicciones. Por ejemplo, Eros se refiere a la cohesión, lo que reúne y, sin embargo, no siempre los procesos de cohesión son compatibles con la vida o, en ocasiones, están más cercanos de la destrucción. Piénsese, por ejemplo, en los fenómenos de masificación (Freud, 1998/1921), ya sea entre dos individuos, un grupo, una multitud: en esa masificación está actuando Eros puro, sin separación. Igualmente, si se concibe la pulsión de muerte como separación o desagregación, muchos fenómenos son posibles justamente en virtud de esa separación, por ejemplo, la castración simbólica, que implica la separación del niño respecto de la madre por intervención del significante del nombre del padre (Lacan, 1999).
Con estos cuestionamientos se ve que, paradójicamente, las pulsiones de vida o Eros -en tanto atracción- pueden, en determinados casos, conducir a la muerte y las pulsiones de muerte o Thánatos -en tanto separación- pueden ser benéficas para la vida misma. Esto muestra con claridad que Freud estaba abordando en realidad cuatro aspectos (Ramírez, 2012f, pp. 113-114) y no dos, como supuso con la clasificación dual entre Eros y Thánatos. En varias de sus obras se observa la emergencia de otras dos tendencias: una de ellas se enlaza con una función muy particular del aparato psíquico: la tendencia a la ligación o articulación de la energía libremente móvil. En el Proyecto de psicología se refirió a ella desde un punto de vista neuronal como una de las funciones del sistema nervioso encargado de tramitar los estímulos endógenos y exógenos (Freud, 1998/1895). Luego, en Más allá del principio de placer, expuso:
Hemos discernido como una de las más tempranas e importantes funciones del aparato anímico la de «ligar» las mociones pulsionales que le lleguen, sustituir el proceso primario que gobierna en ellas por el proceso secundario, trasmudar su energía de investidura libremente móvil en investidura predominantemente quiescente (ligada). En el curso de esta trasposición no es posible advertir el desarrollo del displacer, más no por ello se deroga el principio de placer. La trasposición acontece más bien al servicio del principio de placer; la ligazón es un acto preparatorio que introduce y asegura el imperio del principio de placer (Freud, 1998/1920, p. 60).
Esta tendencia del aparato psíquico a ligar los montos de afecto de las mociones pulsionales encuentra un poderoso medio para ello en la capacidad humana de expresar en palabras la realidad, de allí que el uso de la palabra en análisis o en psicoterapia (Freud, 1998/1890), ya sea mediante asociación libre o narración discursiva, es la vía privilegiada para que el sujeto articule (ligue) sus experiencias, emociones, afectos, representaciones y represiones, mudando las investiduras libremente móviles en ligadas. La verbalización (Zapata, 1995) es pues el proceso más alto de articulación (ligación). Viene del vocablo verbo, que deriva de Logos, término rico en resonancias, y que para los filósofos antiguos era la Razón, en tanto tendencia a la articulación del caos originario (Ramírez, 2012g, p.115), muy emparentado con el vocablo Noûs, intelecto, espíritu8. Vale la pena aclarar que esta noción de razón no se reduce ni confluye con la idea de racionalidad moderna. Sobre Logos afirmó Freud:
No importa cuán a menudo insistamos, y con derecho, en que el intelecto humano es impotente en comparación con la vida pulsional. Hay algo notable en esa endeblez; la voz del intelecto es leve, mas no descansa hasta ser escuchada. Y al final lo consigue, tras incontables, repetidos rechazos. […] Nuestro Dios λóγος realizará de esos deseos lo que la naturaleza fuera de nosotros nos consienta, pero muy paso a paso, sólo en un futuro impredecible y para nuevas criaturas humanas (Freud, 1998/1927, pp. 52-53).
La otra tendencia que Freud percibió tempranamente desde su experiencia clínica fue conceptualizada de diversas maneras: como inercia neuronal, actuación del pasado (en lugar de recordarlo), reacción terapéutica negativa, compulsión a la repetición, fatalidad, inevitabilidad, entre otras. En Más allá del principio de placer esa compulsión a la repetición ocupa un lugar central en tanto parece un fenómeno que contradice el imperio del principio de placer. Es la tendencia a la conservación, la fuerza de la inercia, de que todo continúe tal cual o se repita (Ramírez, 2012f), que Freud consideró (quizá erróneamente) como definitorio de lo pulsional. Recuérdese que así definió la pulsión: como la exteriorización de la inercia en la vida orgánica (Freud, 1998/1920, p. 36). Puede pensarse que es una fuerza distinta de las otras tres mencionadas, y que Freud, por momentos, también diferencia. Por ejemplo, en El porvenir de una ilusión, se refiere a la tendencia que acompaña al λóγος (razón, intelecto), y que llama Ἀνάγκη, Ananké (Freud, 1998/1927, p. 52), lo inevitable, la fatalidad, la inercia, y que junto con el Logos determinan el destino (el hado); se refiere a “Los dioses gemelos λóγος {Logos, la Razón} y Ἀνάγκη {Ananké, la Necesidad Objetiva}” (p. 53) (Véase notal al pie N°2).
Ananké, la necesidad, la inercia, se puede entender entonces como la perseverancia en el propio ser, que el estado de cosas ya sea de movimiento o de reposo, continúe. Si un ser no persevera, deja de ser; pero si fuese inevitable o fatal que permaneciera tal cual, entonces no se daría la emergencia de nada nuevo. Por eso, aunque Ananké posibilita ser, Logos permite la creación de lo nuevo. O, en otros términos: el ser es un momento del devenir; y el devenir es el transcurso del ser (Ramírez, 2012h, pp. 251-252).
Existen entonces cuatro tendencias básicas: Eros (atracción, agregación, unión), Thánatos (separación, repulsión, desagregación), Logos (articulación) y Ananké (conservación, repetición) (Ramírez, 2012f). Puede conjeturarse que estas tendencias son universales, presentes en todo lo existente, no solamente en los fenómenos vitales. Por ejemplo, hay dos fuerzas o tendencias clásicas en la física: la fuerza de atracción y la fuerza que reacciona a ésta, llamada fuerza de repulsión, también entendida en la física como expansión (separación: Thánatos). ¿No se entiende acaso el Big Bang como una expansión a partir de una singularidad, que llevó a la creación de los primeros núcleos subatómicos? Estas partículas elementales no sólo se expandieron separándose unas de otras, sino que también se atrajeron y articularon (Logos), para formar los primeros núcleos atómicos. Estos, para ser núcleos atómicos, debieron perseverar, esto es, mantenerse (Ananké). Pero si solo persistieran, fatalmente, no se crearía nada nuevo, así que, además de distinguirse unos de otros, se articularon y formaron las moléculas. Luego, los minerales… y así en un largo proceso de evolución del universo que condujo en un momento dado a la emergencia de la vida en los rudimentarios protozoarios u organismos unicelulares, luego a la emergencia de los pluricelulares con su forma característica de reproducción; la generación posterior de la memoria, el aprendizaje, para llegar hasta lo que hoy conocemos como el culmen de la evolución: el saber que se sabe, la autoconciencia (Ramírez, 2012e, pp. 112-113; Ramírez, 2011b; Vélez, 2011, 1998). Evidentemente, es esta una posición evolucionista, opuesta a consideraciones como las que defiende Eidelsztein (2012), para quien, desde una óptica antievolucionista, el sujeto del que se ocupa el psicoanálisis es creación ex nihilo; por tanto, no tiene nada que ver con un real biológico que le antecede, ni tampoco con una sustancia material sobre la cual encarnaría el significante; con esto, Eidelsztein asume un formalismo radical. A mi juicio, y a tono con la epistemología contemporánea,
[…] el materialismo de Freud (para quien lo real es físico, material) se opone al formalismo de Lacan, para quien lo real es lo imposible de simbolizar, la repetición “ininsimbolizable” en lo simbólico. Por eso no es extraño que las veleidades idealistas de algunos discípulos encuentren fuerte asidero en algunos planteamientos de Lacan (Ramírez, 2012c, pp. 66-67).
Es plenamente justificable suponer que estas cuatro tendencias (Eros, Thánatos, Logos y Ananké) operan en cada nuevo ser y se expresan de acuerdo con sus propiedades específicas. En el caso de un ser biológico con capacidad de sensación, memoria y aprendizaje, el principio de placer propuesto por Freud sería una de las maneras de expresar esas fuerzas: por un lado, la repulsión, mediante la tendencia a repeler o alejarse del displacer, y la atracción, mediante la tendencia a atraer o acercarse al placer (Freud, 1998/1911). El amor y el odio serían otras tantas maneras (Freud, 1998/1915a).
La vida y la muerte en lo humano no serían entonces manifestaciones de unas pulsiones de vida y de unas pulsiones de muerte, respectivamente, sino el efecto conjugado de esas cuatro tendencias con los factores causales de lo psíquico: lo biológico (individual y ecológico), lo discursivo (subjetivo y cultural) y lo ocasional (accidental y circunstancial) (Ramírez, 2012a). En estos factores causales de lo psíquico estarían en juego: las pulsiones sexuales, la historia subjetiva, los significantes primordiales, las marcas de un real no simbolizado, el entorno cultural y, en un lugar altamente relevante, el libre albedrío como fundamento de las decisiones que el sujeto toma en determinadas circunstancias9. Recuérdese que el ser humano posee un recurso valiosísimo y que le caracteriza como tal: la palabra, la verbalización en tanto elemento articulador, cuyo uso sería una de las tantas manifestaciones del Logos.
A modo de conclusión: Biología y Psicoanálisis
Volviendo al concepto de pulsión, y reconociendo la ambigüedad y confusión en torno a él, bien vale la pena preguntarse: ¿No sería posible intentar esclarecerlo a partir de las investigaciones actuales en biología y psicología sobre las emociones y los sentimientos? ¿No fue ese uno de los caminos que Freud ensayó con la biología de su época? ¿Será acaso la pulsión un concepto ya superado, y una manera de rehabilitarlo sería saliendo de la propia ‘corroboración’ clínica10 y sometiendo las observaciones a un diálogo productivo con otras disciplinas?
Por ejemplo, los planteamientos de Antonio Damasio sobre el marcador somático permiten, con mayor claridad, entender la idea de sensaciones inconscientes, puesto que el placer y el displacer, que nos permiten seleccionar solo unas cuantas opciones entre una cantidad inmensa de posibilidades, operan muchas veces sin que nos demos cuenta de ello (Damasio, 2006, pp. 199 y ss.). Asimismo, sus elaboraciones sobre el inconsciente genómico, el cognitivo y el psicoanalítico (Damasio, 2010) dan elementos para una interlocución con los planteamientos del psicoanálisis. También, la diferencia que establece entre emociones (públicas y corporales) y sentimientos (privados y mentales) (Damasio, 2007) es crucial para esta interlocución, puesto que apunta a esa distinción que tanto preocupó a Freud entre el monto de afecto y la representación, a los que la pulsión deriva su factor energético, lo que aclararía temas centrales sobre los efectos de la represión (en el destino de la representación y del factor cuantitativo), tan ausentes en la biología mental y en la psicología contemporáneas.
Es posible afirmar que algunos de los planteamientos de Damasio corroboran en gran medida muchas de las concepciones freudianas (aunque difiere en otras), con la enorme ventaja de que ofrecen una terminología más depurada, basada en conocimientos de los que se carecía en la época de Freud y relacionada con múltiples disciplinas: la neuropsicología, la biología, la psicología entre otras. Si el psicoanálisis está seguro de lo que es, o mejor: si nosotros los psicoanalistas estamos seguros (no ciertos) de lo que es el psicoanálisis, no tendría que haber ningún temor de que se mezcle con otras disciplinas.
Asimismo, Erik Kandel (2013) se ha interesado en sus investigaciones por el desarrollo de una biología mental, en la que tiene cabida el estudio de las emociones inconscientes y las sensaciones conscientes, muy en la línea de los planteamientos de Damasio. En su obra En busca de la memoria (2007) reconoce todo el potencial del psicoanálisis, pero se lamenta de que ese potencial se malogre por la resistencia de muchos psicoanalistas a establecer una contrastación de sus planteamientos e hipótesis con los de la biología mental (2007, p. 424). Destaca como aportes fundamentales del psicoanálisis:
[…] el descubrimiento de distintos tipos de procesos mentales inconscientes y preconscientes, la complejidad de las motivaciones, la transferencia (desplazamiento de las relaciones pretéritas del paciente sobre su vida presente) y la resistencia (la tendencia inconsciente a oponerse a los esfuerzos del terapeuta para producir cambios en su conducta).
No obstante, sesenta años después de haber dado sus pasos iniciales, el psicoanálisis había agotado ya buena parte de su impulso indagador (p. 425).
Y específicamente, con respecto a todo lo que puede aportar la biología al psicoanálisis, anota Kandel:
Cuando inicié la residencia en psiquiatría, sentí que el psicoanálisis podía enriquecerse enormemente uniendo fuerzas con la biología. También pensé que, si la biología del siglo xx se veía llamada a responder algunos de los interrogantes más refractarios acerca de la mente humana, las respuestas serían más ricas y significativas si el psicoanálisis hacía su aporte. Creía entonces, y creo con mayor convicción ahora, que la biología puede esbozar los fundamentos físicos de varios procesos mentales que constituyen el corazón mismo del psicoanálisis: a saber, los procesos mentales inconscientes, el determinismo psíquico (el hecho de que ninguna acción o conducta, ningún acto fallido, es totalmente aleatorio ni arbitrario), el papel del inconsciente en la psicopatología (es decir, la vinculación de los sucesos psicológicos en el inconsciente, incluso los que son dispares entre sí) y el efecto terapéutico del propio psicoanálisis. Lo que me seducía por demás en razón de mi interés por la memoria era la posibilidad de que la psicoterapia -que, presumiblemente, obra en parte creando un ámbito en el que la gente aprende a cambiar- produjera modificaciones estructurales en el cerebro y que estuviéramos ya en condiciones de evaluar directamente esas modificaciones (p. 427).
Kitcher (1992), en su exhaustivo análisis sobre la metapsicología freudiana, muestra las objeciones que diversos autores hacen a esta colaboración entre psicoanálisis y biología, en particular, la crítica al reduccionismo que ello supuestamente conlleva. En respuesta a esa (y otras críticas) afirma que, para Freud, si el psicoanálisis no era compatible con los principios de la neurofisiología, entonces, tenía que estar equivocado; pero tal afirmación no implicaba un reduccionismo (1992, p. 59), porque Freud consideraba importante el concurso de otras disciplinas y de otras perspectivas para la explicación de los fenómenos anímicos (por ejemplo, estudiar la historia psíquica del individuo o de la raza). No era pues una renuncia a las explicaciones cualitativas por el hecho de incluir explicaciones cuantitativas (de procesos biológicos), sino más bien, su extensión (p. 60). Y en cuanto a la importancia de la biología específicamente, afirma:
Freud’s commitment to metapsychology committed him to relating psychoanalysis to other disciplines. This is most obvious in the economic point of view. Insofar as psychoanalysis strove to offer theories that were compatible with the neural activities underlying mental processes, it had to be guided and constrained by anatomy and physiology. Freud also recognized that mental topography needed to take account of findings in anatomy and evolutionary biology (1992, p. 56)11.
Desde la orilla de la psicología cognitiva, muchos de los planteamientos actuales en torno lo que llaman sistema 1 y sistema 2 (Kahneman, 2015, p. 375; 2003; Stanovich & West, 2000), o pensamiento rápido y pensamiento lento (Kahneman, 2011); o procesos automáticos y procesos controlados (Haidt, 2006, pp. 28-29), están íntimamente relacionados con ese importante descubrimiento freudiano del proceso primario y del proceso secundario (Freud, 1998/1911). Son investigaciones relacionadas con los estudios sobre las emociones, la intuición, la razón y la toma de decisiones (Lopera, Echeverri, & Goenaga, 2019); aunque hay que decirlo: algunos caen en lo mismo que Kandel critica al psicoanálisis: desconocen los aportes de Freud o se esfuerzan por demostrar que sus planteamientos son diferentes a los psicoanalíticos12, y en ocasiones plantean como suyos y novedosos descubrimientos que el psicoanálisis hizo hace bastantes años. No obstante, sería equivocado desconocer que otros autores cognitivos sí se han interesado en conocer las tesis psicoanalíticas y examinarlas con cuidado, evitando posiciones extremas o parcializadas, aunque no son mayoría (Berlin, 2011; Epstein, 2010, 1994; Erdelyi, 1987; Pribram & Merton, 1976; Solms & Turnbull, 2004; Wegman, 1985)13.
La pulsión, como concepto psicoanalítico, podría salir de su marasmo y rehabilitarse si el psicoanálisis escucha las formulaciones de la biología y de la psicología contemporáneas y contrasta sus propias hipótesis con estas, en búsqueda de su falsación, en el sentido que entiende Popper (1979). La experiencia clínica, si bien es sumamente importante y poderosa, no puede seguir en el círculo cerrado de sus propias convicciones si de ella se busca construir teoría sobre el psiquismo. Cabe señalar que algunos psicoanalistas se han puesto en esta tarea y, en ocasiones, son mirados con desconfianza por algunos de sus colegas. Un ejemplo notable es Hugo Bleichmar (2001), quien se ha interesado por examinar qué tipo de cambios psicoterapéuticos pueden derivarse de los actuales descubrimientos sobre la memoria y los múltiples procesamientos inconscientes, las relaciones entre neurociencias y psicoanálisis (1999a) y entre el psicoanálisis y la psicología cognitiva (1999b).
Algunos psicoanalistas podrían objetar que el psicoanálisis no se ocupa de eso, sino del sujeto del inconsciente. Que no le interesa la biología porque la pulsión es del registro de lo real del goce que es absolutamente otra cosa, no biológica (Lacan, 1977). Por mi parte, diría que el psicoanálisis tiene una especificidad, sin duda, pero esta no es tan extraterritorial como se cree, y que partiendo de la definición que Freud dio de psicoanálisis, como un método de investigación, como una terapia de las neurosis y como un conjunto de conocimientos psicológicos (Freud, 1998/1923a, p. 231), se pueden deslindar los dos campos: la ciencia y el psicoanálisis (como proceder científico), caracterizando a la primera por su interés en el conocimiento válido y al segundo por su interés en la emergencia de la verdad en la experiencia de ascesis subjetiva, que como análisis posibilita (Ramírez, 2012d, 2011a, 1991; Ramírez, Lopera, Zuluaga, Ramírez, Henao, & Carmona, 2015). Esta relación con la verdad es la que interesa en la experiencia clínica, y a la que la ciencia no puede responder por su misma estructura y por sus objetivos centrados en la validación y construcción de conocimientos. La psicologización del psicoanálisis consistiría en pretender “estandarizar la teoría, el tratamiento o el pensamiento psicoanalítico” (Ramírez, 2012i, p.411). Sin embargo, el psicoanálisis no se restringe a esa experiencia de ascesis subjetiva, aunque sea esencial: es también un conjunto de teorías sobre el psiquismo (Freud, 1998/1923a, p. 231) y, en esa medida, la validación de esas teorías también le compete, y ha de hacer uso de los métodos de la ciencia para la contrastación de sus hipótesis; además, posee el rigor y el espíritu científico en su modo de proceder (Ramírez, 1991), pues de no ser así, derivaría en un dogma con sus capillas, sacerdotes, novicios, fieles y rituales.
Cuando se propone buscar la relación del psicoanálisis con la psicología, con la biología o con otras ciencias, e incluso, cuando se sostiene que se podrían modificar o desechar algunas tesis psicoanalíticas a partir de los descubrimientos en esas disciplinas, se esgrime con mucha frecuencia un argumento en contra: que ese tipo de pretensiones pervierten el verdadero sentido del psicoanálisis. Lacan, por ejemplo, pese a sus importantes aportes al psicoanálisis, se refería continuamente a la desviación de la práctica analítica a la que habían llegado la mayoría de psicoanalistas de su época (Lacan, 1994, p. 100), de allí que propusiera un retorno a Freud, al verdadero sentido de la enseñanza freudiana. En primer lugar, ¿acaso hay un verdadero y único sentido, una verdad inmodificable que algunos no han descubierto y otros sí? ¿No se asemeja mucho esa situación a la de la verdadera religión, la que descubrió el verdadero sentido? Además, a ese argumento se podría responder con las mismas palabras de Freud: “También hay que estar preparados para abandonar un camino que se siguió por un tiempo, si no parece llevar a nada bueno. Sólo los creyentes que piden a la ciencia un sustituto del catecismo abandonado echarán en cara al investigador que remodele o aun rehaga sus puntos de vista” (Freud, 1998/1920, p. 62).
Finalmente, destacar la importancia del diálogo del psicoanálisis con la biología y con la psicología en lo que concierne al concepto de pulsión, no conduce necesariamente a lo que Habermas (1992, p. 215) denominó pseudocomprensión cientificista de la metapsicología freudiana, que supondría un regreso (o un vuelco) al tratamiento biológico-médico (y psiquiátrico) del sujeto y de lo pulsional, desde los avances en farmacología y en neurociencias14. No, porque ello derivaría en una desresponsabilización del sujeto15, en tanto se concebiría a sí mismo como enfermo o como padeciente de unas determinaciones biológicas que le escamotearían la posibilidad de saber algo fundamental: que su modo de vivir (su capacidad de disfrutar y de obrar) es también resultado de sus propias elecciones inconscientes y (pre)conscientes, así como de su manera de responder (represión o deseo de saber) a ese real pulsional que lo define. Paradójicamente, algunos psicoanalistas harían causa común, desde la otra orilla, con esta concepción médico-biológica fatalista: conciben al sujeto como irremediablemente sometido por lo pulsional, sin posibilidades de tramitarla o moderarla, en un rechazo (¿desconocimiento, represión?) de esa tendencia que hemos llamado, partiendo de Freud, Logos, una de cuyas expresiones es la verbalización, que brinda la posibilidad de ligar (articular) algo de lo pulsional en conformidad con el propio deseo y con el querer (voluntad).
Esta última consideración muestra el alcance ético de esta propuesta: en efecto, en la existencia humana no solo hay Eros (unión sin separación); ni tampoco únicamente Thánatos (desagregación sin unión); pero tampoco solamente Ananké (lo que permanece, la repetición), sino que también existe Logos (articulación de Eros y Thánatos sobre un fondo de Ananké), que posibilita el cambio, la responsabilización y asunción del propio deseo subjetivo16. A partir de la verbalización (una de las expresiones del Logos) el sujeto puede apropiarse de su destino, cambiar (si lo desea) su trayectoria vital (contando con lo inmodificable) y vivir un auténtico proceso de ascesis subjetiva, de transformación y cuidado de sí.
En una crítica a la modernidad apocalíptica (no hay salvación posible) y, también, a ciertos momentos ‘irracionalistas’ en Freud a propósito de su concepción sobre la pulsión, (irracionalismo reinante a comienzos del siglo XX, con el que se respondió a la crisis de la teoría mecánica en la física con el advenimiento de la termodinámica), Derreza (1991) destaca la importancia de la ética del psicoanálisis, que privilegia la posibilidad de construir, en concordancia con el deseo subjetivo, una modernidad distinta, en una “lucha contra la tendencia entrópica” (p. 70). Y esto, a partir del reconocimiento del Logos (razón) y del domeñamiento pulsional, que ubica al psicoanálisis en las “antípodas de la posmodernidad, en tanto representa uno de los últimos bastiones de la razón frente a la ofensiva irracionalista. Que esa razón difiera de la razón moderna al ser planteada como principio de realidad, sugiere un doble fortalecimiento de la posición psicoanalítica, en la medida en que introduce una real alternativa frente al falso dilema racionalismo-irracionalismo” (Derreza, 1991, p. 73). Ni fatalismos ni voluntarismos. Simplemente no desoír la voz del intelecto (Logos), como recomendaba Freud.