En los últimos años los historiadores han manifestado un creciente interés por el tema de la imagen colonial, inclinación que se ha visto reflejada en el análisis de todo un abanico de asuntos relacionados con esta materia. El estudio del discurso contenido en imágenes y retablos (Borja; Villalobos), las prácticas asociadas a pinturas y esculturas (Acosta) o el oficio de pintores e imagineros (Toquica) han puesto al descubierto un nuevo camino dentro de la investigación del periodo colonial. La senda abierta por estos nuevos trabajos ha dado pie también a una renovación de las fuentes historiográficas convencionales que ha promovido el uso de la imagen como fuente histórica. Aunque el empleo de este tipo de fuentes ha sido criticado por algunos historiadores defensores de la tradición documental1, la representación visual ha logrado posicionarse dentro de las posibles vetas de información para reconstruir el pasado propio de los siglos XVI, XVII y XVIII.
La tensión entre quienes observan los análisis de imagen con recelo -prefiriendo el documento- y quienes utilizan la imagen como fuente constituye el contexto dentro del que se enmarca la investigación de María Cristina Pérez, titulada Circulación y apropiación de imágenes en el Nuevo Reino de Granada. En este texto, contrariamente a lo que ocurre con las investigaciones arriba citadas, la autora plantea una historia de la imagen en la cual, curiosamente, el lector no observará ninguna imagen colonial. Lo que podría suponer un obstáculo dentro de una investigación centrada de alguna manera en “lo visual” es resuelto a partir de una amplia selección de fuentes documentales de archivo con las cuales sugiere que no es necesario el uso de una imagen, así sea esta la materia que se está historiando.
Las fuentes documentales consultadas en los archivos de Sevilla (España), Popayán, Medellín y Bogotá le permiten suplir la ausencia de la imagen y construir una historia de su circulación. El estudio se inicia con el trasegar de las imágenes entre el puerto de Sevilla y el Nuevo Mundo. En este punto, el papel de la Casa de Contratación, los mercaderes y las ferias comerciales organizadas en Cartagena y Portobelo cobran protagonismo, en medio del viaje de estampas, pinturas y esculturas, y así se da vida a una intrincada red que acercaba las dos orillas atlánticas (capítulo 1).
Después de la migración de imágenes entre Europa y Tierra Firme, la autora se centra en lo que denomina el movimiento local de imágenes, es decir, las formas de circulación de la imagen en el interior de la Nueva Granada. Aquí llama la atención sobre el papel de los mecenas -patrocinadores de los pintores-, buscando establecer las relaciones que tejía el pintor -ya fuera local o europeo- con sus coetáneos. El funcionamiento de los talleres y su posterior transformación en gremios, así como las complejas relaciones de compra y venta de obras, son presentados como el engranaje que movilizaba la circulación de imágenes en el territorio neogranadino.
El análisis de los mecanismos de circulación de imágenes en la Nueva Granada nos conduce -siguiendo la línea argumental planteada por la autora- al tema de su apropiación por parte de la sociedad. El culto desarrollado en torno a pinturas, esculturas, estampas, reliquias, medallas y otros objetos permite a la historiadora establecer una relación entre la veneración de la imagen y su movilidad, a una escala que se reduce al tamaño de una ciudad, un pueblo o unas cuantas calles. La autora demuestra que el culto convirtió a la imagen en un elemento móvil, que pasa de un templo a otro, de una casa a otra, siguiendo el movimiento de las creencias y la piedad colectiva. Pinturas, esculturas, estampas y reliquias no eran simples objetos inertes; los fieles los activaban a partir de sus rogativas, sacándolos en procesión o solicitando a las autoridades su traslado a uno u otro pueblo con el fin de que lo liberaran de una plaga, mejorara el clima o motivara la piedad (174-182). Circulación y apropiación son presentados entonces como dos fenómenos que se dan al unísono en la escala local y que constituyen la cultura visual de una sociedad, en este caso la neogranadina.
Finalmente, en un capítulo que sirve de colofón al argumento, la autora presenta un panorama de los tres siglos que constituyen la temporalidad de su análisis, leyéndolos bajo la lente de la legislación desarrollada en torno a la imagen (183-242). La circulación de imágenes, estampas y reliquias entre Europa y América y en el interior del Nuevo Mundo estuvo acompañada de una maquinaria legal cuya complejidad se fue incrementando al compás del paso del tiempo y los cambios propios de las sociedades americanas. Las regulaciones que impusieron los diferentes concilios provinciales, así como el tribunal de la Inquisición, son presentadas por la autora como muestra de la importancia de la imagen en los nuevos territorios y del sistema de control que se estableció alrededor de ella. Normas, reglamentos y censuras son ilustrativos de la dinámica adoptada por la Iglesia a lo largo del periodo colonial a efectos de homogeneizar la práctica de los fieles, así como el quehacer de imagineros y obradores en la Nueva Granada.
En suma, lo que la autora nos propone a partir de este recorrido dividido en cuatro capítulos es un análisis al que podríamos llamar multiescala del proceso de circulación de imágenes en la Nueva Granada colonial. A partir de una escala macro, centrada en la transferencia de imágenes entre Europa y el Nuevo Mundo, pasa luego a la Nueva Granada y después se centra en las microdinámicas de circulación dentro de la sociedad. La apuesta le permite evidenciar un complejo proceso que no se queda en las fronteras de la Nueva Granada, sinoque por el contrario adquiere una connotación global que termina situando lo neogranadino en el contexto propio de la mundialización hispánica.
Dadas sus características, un análisis de este tipo, enmarcado en una amplia temporalidad, conlleva tanto puntos a favor como puntos en contra, los cuales se hallan determinados, claro está, por la subjetividad que constituye el lugar de experiencia del lector. A partir de esto cabe señalar, como un punto a favor del texto, el hecho de que su análisis permite reevaluar la vieja idea -convertida en lugar común dentro de la historiografía colonial- de que la imagen (entendida desde su compra, circulación y exposición) se hallaba relacionada únicamente con el ámbito de lo eclesiástico.
Más allá de la idea comúnmente aceptada según la cual los curas y los doctrineros eran las únicas personas que compraban y ordenaban la hechura de pinturas y esculturas, la autora nos revela un panorama mucho más rico y por ende más complejo. La circulación de imágenes tocó todos los ámbitos de la sociedad, desde el cura, pasando por la élite, hasta el habitante común. Pinturas, esculturas, reliquias y estampas circulaban casi sin restricciones, lo cual dio vida a una multiplicidad de formas de apropiación que se ubicaron en el marco de lo permitido, y también en sus márgenes, aquellas que daban paso a lo herético.
Junto a este aspecto, otro de los puntos que vale la pena destacar dentro del libro es el amplio uso de fuentes documentales. El empleo de documentos que abarcan contratos para la hechura de obras, testamentos, juicios inquisitoriales, textos conciliares y aun cartas pontificias permite al lector hacerse una idea de esa cultura visual propia del periodo colonial. No obstante, en el uso mismo de las fuentes se hace evidente una constante de los estudios coloniales: el desbalance de la información documental existente para los siglos XVI, XVII y XVIII.
Claramente, mientras que para la centuria del setecientos la información es abundante, no ocurre lo mismo con los dos siglos anteriores, lo cual se impone como una limitante dentro del oficio del historiador. En el caso de la obra de la autora, presentada como una historia que abarca los siglos XVI, XVII y XVIII, lo historiado termina siendo el siglo XVIII, y quizá el XVII, envuelto ya -en parte- en la niebla documental que oculta totalmente al XVI. Este problema, que supera a la autora y se configura casi como denominador común de la historia colonial, termina dando forma a un problema mayor: leer la Colonia -los tres siglos coloniales- como un periodo monolítico e incambiable.
A lo largo del texto pareciera que las tres centurias que componen lo colonial fueran una sola, aspecto que omite los cambios producidos por fenómenos tan conocidos como el desmonte de la encomienda, el Concilio de Trento o las reformas impulsadas por los reyes -Habsburgo o Borbones-, los cuales tocaron todos los ámbitos de lo colonial. Salvo la mención de las transformaciones ligadas al ámbito jurídico, que como bien señala la autora se fortalecen en el siglo XVIII (206 -221), queda la impresión de que la circulación y apropiación de lo visual se dio de una manera casi inmutable a lo largo de trescientos años.
Surgen entonces diferentes preguntas: ¿no tuvieron incidencia en las dinámicas de circulación y apropiación fenómenos como la instauración del virreinato o la entrada en vigor de las reformas borbónicas que, claramente, redujeron el poder de las órdenes mendicantes en la América española? O mejor aún, ¿hubo cambios relacionados con el paso de un siglo XVI, dominado por la casuística, a un XVII signado por la Contrarreforma y los efectos colaterales que tuvo en la política la guerra de los Treinta Años, y luego, el paso a una sociedad cortesana influenciada por lo virreinal propio del XVIII? El tránsito entre estos momentos históricos -en el caso de la Nueva Granada- se hizo evidente a partir de cambios visibles en aspectos de amplio espectro (política, gobierno, Iglesia), así como en otros más simples (la vivienda, el mobiliario, la cotidianidad y, claro, la imagen). El uso de fuentes documentales, principalmente del siglo XVIII, por parte de la autora, hace que las dos centurias anteriores queden desvanecidas, y se ocultan de paso las posibles transformaciones efectuadas a lo largo del tiempo histórico que compone lo colonial.
Por otra parte, en lo que a fuentes bibliográficas se refiere, causa curiosidad que la autora cite algunos textos ya reevaluados como sustento de su estudio. Es el caso del Diccionario biográfico de artistas, obra de Luis Alberto Acuña, editado por el Instituto de Cultura Hispánica en 1964. El texto, producto de una erudición mezclada con mucha fantasía -como algunos estudios lo han demostrado (Acosta y Vargas)-, es citado por la autora sin crítica alguna (70), al igual que el ya clásico Teatro del arte colonial, obras que han sido superadas por una reciente producción historiográfica, ligada a la historia del arte, que no debe ser desconocida.
Finalmente, quisiera hacer mención de un problema argumental lejano a la problemática propia de las fuentes. Al leer lo esbozado por la autora en torno a la circulación de imágenes entre Europa y América (capítulo 1) queda claro que hay un tránsito cuyo origen es Sevilla y su destino son los puertos de Cartagena y Portobelo. La cuestión aquí es: ¿qué diferencia a las imágenes de otros elementos también transportados a través del océano? Al leer el texto queda la sensación de que el contexto evidenciado por la autora como ilustrativo de las imágenes podría ser también aplicado a cualquier elemento que cruzara el Atlántico en medio de la Carrera de Indias. Esto -en mi criterio- le resta novedad a la interpretación en torno a un problema como la circulación de la imagen entre el Viejo y el Nuevo Mundo.
En líneas generales, más allá de las críticas que puede suscitar, este libro se constituye como un valioso aporte dentro de un campo de la historiografía aún en construcción, como es el caso de la historia de la imagen colonial. Valioso no solo por sus aportes, sino también por las preguntas y horizontes que -como la misma autora reconoce- puede conllevar. Las cuestiones que quedan en el aire con la lectura de este texto se convierten en materia para que otros, leyendo documentos, interpretando imágenes o mezclando ambas, den forma a nuevas interpretaciones. Quizá así, algún día, solo queden aporías en medio de un tema que, con cada nueva investigación, se llena de complejidad y riqueza.