Introducción
En el Yucatán virreinal se elaboró un gran número de retablos para el ornato de los templos, pero fueron pocos los que lograron resistir el paso del tiempo y los conflictos sociales, políticos y armados de la región1. El desconocimiento de su origen, manufactura, modelos y técnicas empleadas ha provocado que se les suela considerar obras menores o periféricas que distan mucho de lo que se realizó en el resto del territorio novohispano. No obstante, estas piezas poseen características que las diferencian y las hacen peculiares, tales como: la preferencia por el uso de la policromía por sobre el dorado, el empleo de relieves por sobre la pintura y el uso de modelos europeos poco conocidos o atemporales, los cuales se convirtieron en un gusto o tipología aceptada por la sociedad yucateca que no dudó en hacerlos suyos y convertirlos en una forma de expresión que los distinguía del resto del territorio novohispano.
De este corpus retablístico sobresale el colateral de san Antonio de Padua que actualmente se resguarda en la iglesia de San Miguel Arcángel de Maní, caracterizado por la presencia de cuatro cariátides empleadas como columnas, las cuales se posan sobre grandes cabezas masculinas que les sirven de basa. Un retablo que, de acuerdo con los especialistas en arte mexicano -y que junto con su par ubicado del lado del Evangelio-, se encuentra inserto dentro de la imaginería renacentista del siglo xvi. Por ello, Manuel Toussaint los describió como: "preciosos retablos organizados con cariátides y rematados en medio punto", que aunque se toman como del siglo XVI, bien pueden datarse de principios del XVII, por lo que considera: "son de pleno Renacimiento y de fijo, los mejores que existen en la península" (Toussaint 80).
Sobre ellos escribió Francisco de la Maza que "en lugar de columnas van cariátides como grandes muñeconas que reposan sobre cabezas de gigantes [...]; entre ellas, pequeños y graciosos frailes, rezan o predican en el púlpito, recordando la faena de la evangelización" (Maza 24-25). A estas observaciones se sumó la de Francisco Schroeder quien los inscribió como piezas retablísticas sobrevivientes del siglo XVI, modelos del Renacimiento con ornamentación plateresca que ofrecen una factura peculiar (Schroeder 14).
Por su parte, Guillermo Tovar de Teresa con base en su manufactura, los dató de los "últimos años de la primera mitad del siglo XVII", al considerar que tienen un estilo escultórico desconcertante y el aspecto ornamental único del último momento del Renacimiento en la lejana Nueva España de 1630 a 1650 y no del Renacimiento pleno como lo indicaba Toussaint; a la par que calificó a su artífice como "anacrónico, excelente escultor y originalísimo", quien creó una obra única en su tipo que sugiere lo interesante que debió ser la escultura en el Yucatán del virreinato (Tovar 367-368).
Aunque estas menciones solo se refieren a los dos colaterales que en la actualidad se resguardan en la iglesia de Maní, al realizar un recorrido por diferentes poblaciones yucatecas pude dar cuenta de la existencia de una tercera pieza, la cual se encuentra en la iglesia parroquial de Teabo, que al igual que Maní pertenece a la región conocida como la Sierra. Estas poblaciones, ubicadas en el corazón de la península -la única franja de tierra cultivable de todo Yucatán-, por muchas centurias fueron consideradas la alhóndiga de granos que surtía a las principales villas de la provincia y en especial a la ciudad de Mérida, por lo que hasta finales del siglo XVIII fueron de las localidades con mayor importancia comercial y geográfica (figura 1).
Pese a su importancia económica, al revisar las fuentes documentales, sobre todo los inventarios de bienes y las cartas que dieron testimonio de los destrozos hechos en estas iglesias durante la denominada Guerra de Castas en el siglo XIX, hallé que tales retablos no fueron originalmente mandados a hacer para tales templos, sino que fueron trasladados tras el proyecto del arzobispo Martín Tritschler y Córdova quien buscó el progreso y la mejora para los templos de sus diócesis entre 1903 y 1914 (Pascacio 109-198; Stephens 220; Ancona 118; AHAY, /, 226, exp. 8; AHAY, vp, 620, exp. 3; AHAY, c, 99, exp. 33; AHAY, /, 228, exp. 5; AHAY, M, 265, exp. 3). Así, los elementos formales y estilísticos que presentan entre sí las tres piezas permiten considerarlas parte de un conjunto de retablos que pertenecieron a una sola iglesia, que por razones desconocidas cambiaron de lugar y fueron separados.
Por tanto, el presente artículo pretende estudiarlos dentro del contexto general del arte yucateco, con el objetivo de analizar los tres colaterales de soporte antropomorfo para poder entender cómo se dio paso a una solución artística que deja ver en su manufactura planeación, destreza y el empleo de un modelo único con respecto al resto de la Nueva España. Ello permitirá comprender cómo sus elementos formales, estilísticos e iconográficos fueron parte de una tipología de retablos aceptada por la sociedad que los patrocinó y que veía en ellos un elemento que le aportaba identidad. Estos aspectos sin duda permitirán un primer acercamiento al arte regional yucateco y a la posibilidad de entender la diversidad de las culturas visuales que existieron dentro del vasto territorio novohispano.
Un elemento en común: el poco conocido tratado de fra Giovanni Giocondo
Los tres colaterales que guardan grandes similitudes entre sí, tanto por su talla, el modelo empleado y su composición, son: el de Nuestra Señora de la Soledad, el de San Antonio de Padua (ambos en Maní) y el de Santa Teresita del Niño Jesús -o de las Ánimas del Purgatorio- (en Teabo). Se trata de pequeños retablos conformados por un banco alto y un solo cuerpo dividido en tres calles por cuatro soportes antropomorfos que rematan en un ático de medio punto; solo dos de ellos tienen una moldura exenta de madera, a modo de cornisa, que los enmarca por los flancos y en la parte superior. Se caracterizan por ser piezas de poco grosor, por lo que son sus relieves y tallas los que les proporcionan el volumen.
A primera vista, el detalle que los relaciona entre sí es el empleo de soportes antropomorfos, en los que se representan figuras humanas femeninas. Esta característica del manierismo fuera de Italia puede ser de dos tipos, el que deriva de las descripciones de las cariátides de Vitrubio y el de los persas, en los que se sustituyen tales figuras por virtudes, vicios u otras personificaciones (Torres 226). Fustes en forma de cariátides que no se parecen a las doncellas del Erecteion de la acrópolis ateniense, aunque hacen patente su influencia vitrubiana, específicamente de la edición que realizó fra Giovanni Giocondo en 1511, quien las transformó al vestirlas con túnicas que les cubrían completamente el cuerpo (Giocondo 2).
Uno de los elementos peculiares de la edición de Giocondo son precisamente las cariátides (figura 2), por la gestualidad facial que les otorgó su autor, quien las presentó con un semblante aspaventado, o bien con el esbozo de una tímida sonrisa, caracteres que rompen con la serenidad imperturbable del modelo original, por lo que sus estudiosos infieren que el autor las dibujó de memoria, haciéndolas poco detalladas y portadoras de un esquema inusual, en el que se les cambió incluso la vestimenta ática (Merino y Rodríguez 167-168).
La singularidad de dicha propuesta se hace evidente en las cariátides de los colaterales yucatecos, pero con algunas diferencias: se reducen las líneas verticales a partir de la forma en que se maneja la caída de las telas y se marca un contrapposto en la pierna derecha, apenas perceptible. También resulta interesante cómo el o los artífices resolvieron la postura, porque en lugar de tener las manos juntas al frente como se presentan en el tratado, en estos sostienen mantos con flores. Aunque conservan el capitel de orden corintio que las remata, se les agregó una segunda hilera de hojas de acanto para estilizar la silueta y se eliminó la presencia de los pies, cubriéndolos con túnicas que se alargan hasta cubrir parcialmente las cabezas masculinas que las sostienen (figura 3).
Pese a la gran similitud que guardan los soportes de estos colaterales, se hacen notorias algunas diferencias sutiles que van desde el cambio en la pericia de la talla y la policromía, hasta el tamaño de las columnas y la gestualidad que se les imprimió. Un aspecto que se ve enriquecido por el empleo de un programa iconográfico peculiar en sus elementos simbólicos y lo atemporal de algunos de ellos, que dan cuenta de un léxico barroco que iba dirigido a un grupo social específico. Por ello, se hace necesario presentar un breve estudio de cada retablo de acuerdo con su datación, con la intención de mostrar al lector cómo las temporalidades dan cuenta de los matices y la evolución que tuvo el quehacer retablístico en la región, a la par de acercarlo a entender los cambios, las continuidades y las rupturas que un mismo modelo sufrió a lo largo de una centuria.
El retablo de Nuestra Señora de la Soledad
Ubicado en el lado del Evangelio de la nave, se encuentra este colateral cubierto con lámina de oro y detalles en policromía. Se halla colocado de manera exenta a la pared de la nave y dispuesto sobre un basamento de mampostería. Su predela está decorada con medallones en relieve que contienen elementos iconográficos que aluden a la Pasión de Cristo. Existe gran minuciosidad y detalle en la factura de cada uno de estos, presentándose estofado y esgrafiado en elementos tan pequeños como las vestimentas y los objetos que portan los personajes, a la par que algunas piezas fueron realizadas por aparte para después añadirlas a la superficie, especialmente en aquellos sitios donde se buscaba evitar el aplanamiento en la postura, o donde se deseaba resaltar los objetos (figura 4).
En una lectura de izquierda a derecha del espectador se encuentran representados: la oración del huerto, la túnica inconsútil, los improperios por parte de los sayones, la Santa Faz, el Señor de la Caña, las treinta monedas de plata y la caída de Cristo con la cruz donde es ayudado por Simón de Cirene. Las representaciones se dividen en dos tipos: 1) escenas de la Pasión y 2) elementos simbólicos asociados; las primeras fueron dispuestas en los resaltos a partir de elementos iconográficos que proporcionan una narración visual del pasaje bíblico, mientras que los segundos se encuentran en los recuadros de los entrantes y son sostenidos por jóvenes imberbes. Destacan por la forma en que fueron representadas la Santa Faz y las treinta monedas; a la primera se le presentó como imagen dolorosa e histórica con la corona de espinas, que ha provocado que la sangre surque el rostro (Schenone 261), mientras que las treinta monedas aparecen alineadas sobre una manta que se extiende para que puedan ser vistas por el espectador (figura 5), una representación que según Louis Réau tuvo su auge durante el siglo XV, época en que los instrumentos de la Pasión aumentaron en número (Réau 529).
El único cuerpo del retablo se divide en tres calles delimitadas por cuatro columnas con forma de cariátides que se posan sobre cabezas de hombres barbados que les sirven de basa, lo que recuerda a los rostros de los atlantes del libro primero del tratado De arquitectura de Vitruvio, de la primera versión impresa en España en 15822. Por su parte, las cariátides son tallas de bulto redondo que fueron colocadas de manera exenta a la superficie del retablo. De sus rostros destaca la presencia de un hoyuelo en la barbilla, una característica que se empleó en la escultura andaluza del siglo XVII (González y Roda 63-68); visten túnicas policromadas en rojo con presencia de estofado y detalles en azul para el área de las mangas, donde además se emplearon patrones de esgrafiado y punzonado; sostienen un manto con florecillas rojas, siendo esta la única parte que no presenta estofado; rematan en un capitel peraltado de orden corintio, decorado con hojas de acanto (véase figura 3).
Estas columnas flanquean tres nichos de los que destaca el central por estar cubierto con un marco agregado recientemente. En este se encuentra la imagen tutelar de Nuestra Señora de la Soledad, una escultura de madera policromada de bastidor, articulada en brazos y codos. El trabajo del rostro es de gran calidad, con presencia de ojos y lágrimas de cristal. Las manos muestran movimiento, lo que junto a la gestualidad de la imagen, le otorga dramatismo. El tipo de talla y las características de la efigie recuerdan a las que se fabricaron en el centro novohispano. Por el tamaño y particularidades es posible que se trate de una de las esculturas que se mandó hacer para el retablo.
En contraste, los nichos laterales han perdido sus piezas originales, por lo que se han ocupado con tallas afines a la temática. En el derecho se colocó un busto del Ecce Homo que porta potestades de plata, corona de espinas y capa roja. Una escultura de madera policromada de buena factura que tiene ojos de cristal, peluca y aplicaciones de hueso en dientes y uñas, elementos que muestran la intención de dotarlo de realismo. Se le puede datar de finales del siglo XVII o principios del XVII. En el de la izquierda se halla un Cristo articulado del siglo XVIII, que corresponde al tipo de imaginería procesional manufacturada para la representación del vía crucis en las procesiones de Semana Santa.
El cuerpo del retablo se encuentra separado del ático por un ancho entablamento en cuyos resaltos se presentan bajorrelieves de los instrumentos de la Pasión de Cristo: el gallo sobre la columna, la linterna de los soldados que arrestaron a Jesús, la espada con la oreja de Malco, el flagelo, el cartel de INRI, la corona de espinas, los tres clavos, el martillo y las tenazas; se trata de las Arma Christi. Su presencia en el retablo sigue el orden en que aparecen dentro de las Sagradas Escrituras, en una lectura que va de derecha a izquierda del espectador y habiéndose colocado en algunos casos varios elementos juntos.
De estos relieves destacan dos por la forma en que se les representó: primero, la imagen del gallo sobre la columna, que puede simbolizar la profecía de la negación, o bien hacer referencia al cumplimiento de ella. Schenone explica que existen dos representaciones comunes para esta última escena: una en la que aparece el apóstol que llora delante de Cristo, que se encuentra atado a la columna, y la otra donde solo se muestra al santo junto a la columna con el gallo (Schenone 204). Este caso puede incluirse como una síntesis del último tipo. La segunda es la espada con la oreja, que se relaciona con el pasaje en que Pedro ataca a un sirviente del pontífice durante el prendimiento de Jesús en el Getsemaní: "Simón Pedro, que tenía una espada, la sacó e hirió a un siervo del pontífice, cortándole la oreja derecha" (Jn 18, 10-11), por lo que es notorio que en este elemento nuevamente se aprecia una iconografía proveniente del siglo xv que busca sintetizar un pasaje bíblico (Réau 529).
La cornisa denticulada que remata el cuerpo sirve de base al ático de medio punto sobre el que se colocaron cuatro remates tipo balaustre. El ático se ornamentó con un relieve central rodeado por elementos vegetales en el que aparecen tres jóvenes imberbes que sostienen la lanza, la cruz y la vara con la esponja. De ellos destacan las vestimentas policromadas, estofadas y decoradas con pequeños patrones esgrafiados, similares a los que visten las cariátides. Respecto al tema representado, Schenone señala que se relaciona con el tiempo que transcurre desde el levantamiento de la Cruz hasta la muerte del Señor, por lo que la imaginería colonial distingue dos momentos: el de sufrimiento y agonía y el de la muerte (Schenone 284). Por tanto, en el relieve se rememoran ambos aspectos.
Para la ornamentación del retablo se emplearon diversos motivos. El artífice fue tan minucioso que se esforzó en no dejar un solo espacio vacío, para lo cual empleó lacerías, rosetas y acanto en el banco, los recuadros de los nichos, el friso y el ático, todo en un orden ascendente, y en ellos además aplicó detalles en corladura de plata, mientras que en la moldura de las cornisas y el cimacio del entablamento utilizó medios círculos en rojo y azul, así como una decoración peculiar a manera de gotas alrededor de los nichos, los bordes laterales y en los espacios trascolumna; también colocó querubines en las arcadas de los nichos y en los entrantes del friso.
Los elementos empleados para su decoración ostentan un rico simbolismo iconográfico que complementa su lectura. A nivel iconográfico, las lacerías implican el poder de ligar referido en la Biblia, remiten al pasaje en el que Cristo le dice a Pedro: "Cuanto tú atares sobre la tierra, quedará atado en el cielo; y cuanto tú desatares sobre la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16, 19), por lo que designa toda obligación que procede de la fe (Chevalier y Gheerbrandt 631). Como estas ligaduras o lazos se desarrollan para formar una flor, se relacionan con la inmortalidad y la perfección, características que conforman las virtudes del alma (Chevalier y Gheerbrandt 295, 504), pero en este caso la flor empleada fue el lirio del valle que al ser una de las primeras del año, anuncia la primavera y por tanto simboliza la venida de Cristo (Ferguson 37). Este detalle resulta importante por tratarse de un retablo pasionario.
Por su parte, las rosetas evocan el esplendor paradisiaco que perdió el hombre por los pecados que cometió después de la Caída (Ferguson 42). Y las hojas de acanto, aunque corresponden a una ornamentación común desde el Renacimiento (Meyer 43), están relacionadas con la eternidad por ser una planta que nunca pierde su color (Fernándezet al. 22). Los querubines se asocian con la creencia cristiana de ser los mensajeros de Dios, los guardianes de los inocentes y los justos, por lo que se consideran los medios por los que el hombre entra en contacto con el cielo y la Creación (Ferguson 135-136).
Como se puede observar, todos los elementos iconográficos presentes en el retablo aluden a la lectura iconológica de la Pasión de Cristo, la cual resulta clara al espectador por la forma en que se dispusieron las escenas y los símbolos que siguen el orden en que aparecen dentro de las Sagradas Escrituras. Esta temática fue parte de una devoción franciscana esencial: el Oficio de Pasión, que en territorio novohispano tuvo sus primeras representaciones en las cruces atriales, las pinturas murales y los retablos, empleándose para ello lo que se narra en la Leyenda Dorada: "la ignominia con que fue tratado; la injusticia de que fue objeto; la identidad de sus verdugos; la sensibilidad de su cuerpo y la intensidad de todos sus sentidos" (Montes 179).
En cuanto a su diseño, el retablo se caracteriza por la composición de sus soportes, el empleo de cornisas voladas que se extienden más allá de sus límites laterales y la utilización de balaustres que destacan los ejes verticales, los cierran y los enmarcan. Por las características que presentan y los elementos renacentistas de su composición, se les puede datar para la primera mitad del siglo XVII, época en que fray Bernardo de Lizana da razón de la existencia de muchos indios pintores, doradores y talladores, así como de maestros españoles que trabajaban con tanto ingenio que ya habían poblado para esas fechas todas las iglesias de "retablos de talla extremados" (Lizana 239).
El retablo de san Antonio de Padua
Este colateral se halla situado en el lado de la Epístola. Aunque recientemente se le ha repintado de dorado, existen en su superficie restos de policromía que permiten inferir que originalmente era de color rojo, con detalles en azul y aplicaciones de lámina de oro y plata. No se dispuso sobre basamento alguno, por lo que se ajusta a la capilla hornacina de la nave de la iglesia. Comparte con el de la Soledad el modelo, la ornamentación y los relieves; no obstante, el de san Antonio tiene seis diferencias, a saber: 1) se ajusta a la capilla hornacina; 2) las cornisas se adaptan a la moldura de madera que le rodea; 3) las cariátides son más angostas y fueron realizadas con menor destreza; 4) la calle central es la única que posee un nicho, por lo que es más ancha y presenta dos angostas calles laterales; 5) los balaustres de la cornisa son más afinados y de menor tamaño; y 6) los resaltos del friso se ornamentaron con querubines (figura 7).
Lo que sobresale a primera vista es la diferencia en el tamaño de las cariátides, que resultan más angostas que en su precedente, una solución que dieron los artífices al hecho de que es menos ancho. Los relieves son de muy buena calidad, con manejo de diferentes volúmenes para las tallas y con elementos realizados por aparte para dar la percepción de tridimensionalidad, además del uso de estofado, esgrafiado y punzonado para el diseño de objetos tan pequeños como las botas y las calzas, así como diminutos elementos realizados a pincel que le proporcionan gran vistosidad.
Su iconografía está relacionada con san Antonio de Padua, por lo que en el banco existen relieves con escenas de su vida que fueron colocados en medallones sobre las caras frontales de los resaltos, mientras que en el recuadro central la narrativa se dispuso a manera de lienzo. De esta forma, encontramos de izquierda a derecha del espectador: el ingreso de san Antonio a la orden franciscana, san Antonio y el Niño Jesús, el milagro de la mula ante el Santísimo, la prédica a los peces y, por último, el santo al socorro de los navegantes (figura 8).
Esta última representación llama la atención porque en ella aparece el santo de Padua sobre una nube, quien se lleva una mano al pecho y con la otra señala hacia el agua de donde se asoman los peces. Esta resulta una iconografía bastante extraña, ya que en principio podría pensarse que es continuación del medallón anterior, pero al revisar los textos que refieren la vida del franciscano se encuentra que hace alusión a los repetidos milagros que obró a los navegantes, por lo que a partir del último tercio del siglo XVII se le consideró patrón y abogado al que recurrían para calmar los vientos y desvanecer la furia de las agitadas olas, representándosele sobre una nube para indicar que tras su muerte socorría al necesitado: "cercado de claridad y resplandores" (Réau 328-333; Mestre 14-16).
En el único nicho del colateral se halla una escultura de madera de bulto redondo policromada de san Antonio como hombre joven, que viste hábito en color azul y cíngulo de tres nudos y sostiene pluma y libro. Se trata de una talla que por su tamaño no corresponde a la que se mandó hacer originalmente para el retablo. En contraste, para calles laterales se dispusieron pequeños relieves. Resulta curiosa la manera en que fueron colocados, debido a que aparecen dos escenas sobrepuestas: la de la parte inferior sobre una peana y la de arriba, bajo el remate de la fachada de una iglesia.
En la calle lateral ubicada a la izquierda del espectador se dispusieron: abajo, al santo como insigne orador frente a unos frailes, y arriba, como predicador que se dirige a una audiencia desde el púlpito, mientras que para la lateral derecha se eligió uno de sus milagros menos conocidos que hace referencia al momento en que preservó la honestidad de una doncella, por lo que arriba aparece una mujer hincada a quien se le entrega un papel y abajo ella frente a un hombre con una balanza que compara el peso del papel con monedas (Mestre 64-70).
Para el ático se optó por un relieve en el que se representa a la Virgen María, acompañada por dos ángeles que le colocan una casulla a un personaje masculino que tiene frente a él una mitra. Esta escena remite a san Ildefonso, quien se destacó dentro de la tradición cristiana por su gran devoción a la Virgen María, al haber sostenido que ella había concebido y parido sin perder la virginidad (Réau 105). Su presencia en el retablo rompe con el programa iconográfico dedicado a san Antonio; no obstante, dada la importancia que tiene el santo de Toledo en la defensa del honor de la Virgen, los fundamentos de la Encarnación del Verbo, así como la relación entre cuerpo y ánima, su aparición puede relacionarse con la exaltación de la castidad y la virginidad3, aunque es necesario destacar también que desde la fundación de la ciudad de Mérida y su catedral este fue elegido como patrono.
En cuanto a la talla del relieve, se hizo uso de diferentes volúmenes para dar la percepción de tridimensionalidad, ya que en este se presentan figuras en medio relieve, tallas de tres cuartos y de bulto redondo. Además, conserva detalles minuciosos en el estofado, en el esgrafiado, en el punzonado y en las ornamentaciones a pincel. El colorido de la escena es de gran riqueza, destacándose el empleo de azul que se ha tornado verdoso en las nubes y el manto de la Virgen. Gran lucimiento le da el marco mixtilíneo en bajorrelieve que lo separa de la decoración fitomorfa (figura 9).
La ornamentación empleada para este colateral y la forma en que se dispuso es similar a la que se usó en el retablo de la Soledad, con la diferencia de que su lectura iconológica alude a la vida y los milagros del santo de Padua, así como a la pertinencia de seguir la vida de hombres ejemplares como lo fueron los santos. Pese a las similitudes que presenta con el retablo que le hace par, no puede ser datado para la misma temporalidad debido a que en esta pieza resulta clave la iconografía de san Antonio como protector de los navegantes, la cual se integra a su hagiografía en el último tercio del siglo xvn, por lo que se podría considerar que fue realizado a finales de dicha centuria por un grupo de artífices que aún manejaban las mismas técnicas y modelos iconográficos empleados en su precedente.
Este colateral que se ajusta a la capilla hornacina de la nave, se encuentra en el lado de la Epístola. Es conocido como el retablo de Ánimas por el relieve del recuadro central de su banco, pese a que en la actualidad la imagen que ocupa el nicho titular es santa Teresita del Niño Jesús. Posee una rica policromía que contrasta con su superficie blanca, pero es posible que en un inicio haya sido completamente dorado, porque aún conserva grandes fragmentos de lámina de oro que fueron cubiertos con pintura (figura 10).
Por su diseño resulta más cercano al colateral de san Antonio de Padua, con el que comparte el uso de la moldura de madera que lo rodea y las cornisas que se adaptan a esta, así como las cariátides esbeltas y la forma en que fueron representados los querubines del entablamento. En contraste, mantiene un programa iconográfico cercano al de la Soledad por tratarse de un retablo con temática de la Pasión de Cristo, aunque las representaciones iconográficas no son idénticas. Resulta curioso que las escenas de los relieves fueron dispuestas en sentido contrario al que se usó en el de Maní, a manera de juego de espejos, además de que comparte con este el uso de nichos en las calles.
En los resaltos de banco se tallaron en relieve, de izquierda a derecha del espectador: la oración del huerto, los improperios por parte de los sayones, el Señor de la Caña y la caída de Cristo con Simón de Cirene, mientras que en el área de los recuadros se encuentran: un arcángel que sostiene la cruz y el cáliz; Nuestra Señora de los Dolores, san José y el Niño Jesús como intercesores de las ánimas del purgatorio; y por último, un arcángel que sostiene el látigo, las cañas y la columna. A diferencia de los otros colaterales, en este se puede observar un tratamiento burdo e ingenuo de las tallas en algunos segmentos que fueron resueltos con poca pericia (figura 11).
Del banco destacan la composición y la forma en que se elaboró el recuadro central. En este aparece la Virgen de los Dolores, con vestido y capa azul, una daga que le atraviesa el pecho y, alrededor de su cabeza, una aureola formada por picos. En el extremo opuesto se encuentran san José, que carga al Niño Jesús que sostiene un orbe, mientras con la mano derecha toma la vara florecida. Debajo de las sagradas personas y entre las llamas del fuego aparecen doce personajes: cuatro frailes con tonsura, un obispo colocado en la parte media y los siete restantes que no presentan un elemento distintivo, pero mantienen los brazos hacia arriba y se dividen en dos grupos: los que miran hacia el espectador y los que ven directamente a la Virgen; todos con un semblante sereno que denota tranquilidad y que es contrario al del grupo de religiosos (figura 12).
Llama la atención el detalle con que fue tallado: las llamas se realizaron de manera individual, a partir de surcos que se ondulan y varían en volumen para dar la percepción de movimiento, que asciende hasta llegar a las sagradas personas; también se marca el humo que se desprende de estas, el cual forma nubes al centro y en las esquinas del recuadro. Pese a que todos los elementos fueron pintados recientemente, aún puede notarse la lámina de oro. Si bien su temática no se relaciona directamente con la Pasión de Cristo, sí puede vincularse con una lectura secundaria o particular.
Los soportes empleados, aunque son similares a los dos retablos antes analizados, son más angostos y angulosos. Por la forma en que fueron tallados los brazos de las cariátides, estas dan la impresión de estar "comprimidas", con túnicas y mantos menos logrados, y una caída de las telas vertical y angulosa que da cuenta de la poca pericia del artífice. Detalles como estos indican que ya se había comenzado a perder la técnica de manufactura de este tipo de piezas.
Al igual que el colateral de la Soledad, cuenta con tres nichos que tienen el fondo tallado con flores y motivos vegetales sobre los que se aplicó lámina de oro; de los tres, solo el central está completamente dorado, mientras que los laterales fueron pintados. Las veneras estuvieron cubiertas con lámina de oro, pero de ello solo quedan fragmentos; en las enjutas se dispusieron querubines con las alas dobladas, que están rodeados por zarcillo fitomorfo.
Ha perdido sus esculturas originales, por lo que en la actualidad se le colocaron: en el nicho central, una pequeña escultura de santa Teresita del Niño Jesús de madera y tallada en bulto redondo, de finales de la primera mitad del siglo XX; en el de la izquierda, una efigie de Cristo Resucitado tallado en madera y de bulto redondo que porta cendal, bastón y potencias, de finales del siglo XVII; mientras que en el de la derecha se colocó una efigie de madera, talla completa y policromada de san Miguel Arcángel con la sierpe bajo sus pies, obra de la segunda mitad del XVIII. Estas piezas, por sus características, se puede inferir que fueron fabricadas para devoción particular.
Al igual que en el retablo de la Soledad, en los resaltos del entablamento se colocaron pequeños relieves con los elementos de la Pasión que aparecen en una lectura de derecha a izquierda del espectador: 1) el cuchillo con la oreja pegada, la esponja en la vara, la lanza y la linterna; 2) la túnica inconsútil y las treinta monedas de plata sobre una manta; 3) la corona y la tabla de INRI y; 4) los clavos, la tenaza y el martillo. La diferencia estriba en que la túnica y las treinta monedas fueron dispuestas en esta parte del retablo y no en el banco, con la salvedad de que mantuvieron la misma forma de representación que en su predecesor y solo se eliminó la iconografía de la columna con el gallo.
Para el ático se elaboró un bajorrelieve con la escena de la Crucifixión. En ella aparecen: la Virgen Dolorosa con vestido, manto y aureola formada por doce picos, con las manos en posición orante; en la parte media la Cruz, con María Magdalena arrodillada, quien tiene vestido y manto sobre los hombros; y por último, san Juan que aparece de pie junto a Magdalena, con las manos en posición orante, y viste túnica y manto terciado. Esta escena es una variante de la iconografía tradicional en la cual la Virgen María y san Juan observan a Cristo que se encuentra en la cruz, ya que solo se ha representado el instrumento de martirio, episodio que suele acompañarse también con la presencia de María Magdalena que besa los pies del crucificado4. Todo el relieve fue originalmente cubierto con lámina de oro, por lo que se puede inferir que presentaba estofado y esgrafiado en algunos elementos. La escena está enmarcada por dos líneas que forman volutas alrededor de la cruz, una solución que también se usó en el colateral de san Antonio, mientras que para decorar el resto del área se colocaron grandes guías fitomorfas.
La ornamentación que se empleó resulta similar a la de sus precedentes, por lo que comparte con ellos la misma lectura iconográfica, pero con la salvedad de que las guías fitomorfas colocadas sobre la superficie no abarcan la totalidad de esta y el que los zarcillos se vuelven más delgados conforme ascienden al ático. Asimismo, los querubines aparecen con tramas menos complejas a las empleadas en los colaterales de Maní y, de igual forma, todos los relieves fueron tallados con volumen, a excepción de los instrumentos de la Pasión que sostienen los arcángeles y las manos de las imágenes del ático que fueron elaboradas en bulto redondo, lo que le otorga una perspectiva de tridimensionalidad.
Por sus características formales y estilísticas, se trata de una pieza que puede datarse para el primer tercio del xviii, ya que todo indica que es posterior al retablo de san Antonio de Padua. Por tanto, este sería el último colateral de una serie, cuyo número total de piezas se desconoce, el cual fue separado y cambiado del sitio para el que originalmente fue mandado a hacer.
El objeto como reflejo cultural: una reflexión final en torno a los colaterales de soporte antropomorfo
El análisis realizado a cada una de las piezas permite puntualizar y reflexionar en torno a algunos aspectos importantes. En principio, que se trata de piezas que se distinguen por el empleo de un modelo peculiar en los soportes, los cuales tienen una clara influencia vitruviana proveniente de dos ediciones diferentes del tratado De arquitectura, de las que destaca el modelo realizado por fra Giovanni Giocondo que rompe con los cánones clásicos que se hicieron de la obra de Vitrubio. Un ejemplo hasta ahora solo visto en Yucatán, que no se replicó en otras partes de la Nueva España, lo que permite hablar de un modelo europeo que se regionalizó para adaptarlo al gusto local, el cual fue reproducido a lo largo de un siglo5.
Otro detalle importante es la presencia de elementos iconográficos atemporales propios del Medievo, tales como la espada con la oreja y las treinta monedas de plata expuestas sobre un lienzo, o lecturas iconográficas poco usuales: el gallo sobre la columna y la Santa Faz como imagen dolorosa o histórica, además de escenas con variantes de la iconografía tradicional, como la de san Antonio de Padua sobre una nube que señala el mar con peces que salen de él, o el relieve de la madre y el discípulo a los pies de la cruz donde solo se ha representado el instrumento de martirio. Tales particularidades iconográficas nuevamente dan cuenta de un gusto por elementos poco comunes, en desuso o fuera de moda para la época en que se realizaron, la cual abarcó del siglo XVII hasta el primer tercio del XVIII.
Aunque en Yucatán los criterios del gusto y las categorías estéticas estuvieron vinculadas a las normas eclesiásticas, al igual que en el resto del territorio novohispano, el análisis de estos tres casos permite considerar que en esta región preponderó un criterio diferente, local, que si bien recibía influencia de la Nueva España y de Sevilla por vía directa, esta no fue lo suficientemente fuerte para limitar el desarrollo de modelos y técnicas propias para la elaboración de retablos. Por lo tanto, estos ejemplos y su manufactura dejan ver una planeación y una destreza únicas con respecto a los focos de influencia artística que tenían a mano.
Ahora bien, se debe destacar que aun cuando los tres retablos son muy parecidos a nivel compositivo, no son idénticos entre sí, sobre todo en cuanto a la organización y a la representación iconográfica se refiere. Conforme van avanzando en su datación, cada uno resulta ser una mezcla del anterior, al que se insertan nuevos elementos pero se mantienen otros, tanto en su diseño como en su composición. Se observa que el de san Antonio resulta ser la pieza culminante, en la que se pone en evidencia mayor destreza y planeación pues está dotada de elementos complejos y tallas en diferentes volúmenes, con las que se muestra por primera vez una perspectiva tridimensional. En contraste, en el de santa Teresita, aun cuando conserva muchos de los elementos y parte de la técnica de sus predecesores, se advierte el paso del tiempo y el advenimiento de una nueva generación de artífices que copian los antiguos modelos, pero que ya han perdido la destreza de sus maestros.
Esto sin duda habla de una sociedad que consumió determinado tipo de imágenes y mantuvo un lenguaje implícito en la iconografía de la ornamentación empleada y planeada específicamente para estos objetos, lo que da cuenta de la presencia de un léxico barroco que se traduce en un discurso que alude al establecimiento de los lazos con Dios solamente bajo el conducto de la Iglesia, y la búsqueda de la vida eterna a partir del seguimiento del ejemplo de los santos y la perfección de las virtudes del alma. Todo lo anterior en la creencia de Cristo como redentor, lo que remite la ideología Cristocéntrica que fue la que abrazaron los franciscanos que llegaron a Yucatán y que para esas fechas buscaban demostrar la pertinencia de su labor y de su programa evangelizador por sobre el incipiente clero secular que intentaba ganar terreno6.
Así, estas piezas fueron manufacturadas a lo largo de un siglo de suma importancia para la orden seráfica, que había retomado el proyecto de adentrarse en las tierras del Itzá con la finalidad de reducir poblaciones e instaurar nuevos centros doctrineros, lo que dio inicio a una segunda oleada evangelizadora que tendría diferentes irradiaciones a lo largo de la centuria y que continuamente se vería obstaculizada por la intención secularizadora de los diferentes obispos (López 477, 648; Chávez 170-180). A este escenario pronto se le sumarían plagas, epidemias y hambrunas que causaron gran mortandad entre la población maya, lo que llevó a que desertara de las encomiendas y pueblos a los que se hallaba sujeta (BNAH, CM, C4, L23, E148 y E150; Chávez 183-189, 287-292). Además, se vivieron diferentes sublevaciones por parte de los naturales que se vieron favorecidas por la alta demanda de los repartimientos (Bracamonte 334-344; Chávez 336). En el siglo XVII, tras una larga espera, el obispo Marcos de Escalante y Turcios logró hacer válido un decreto de la Santa Sede con el cual por primera vez se restringían los privilegios de la orden franciscana relacionados con la administración de los sacramentos de la penitencia y la predicación de la palabra divina (Carrillo 565-572).
Todo lo precedente permite suponer que este grupo de colaterales pudo haber pertenecido a una de las iglesias principales de Mérida, e incluso por las anotaciones que realiza Diego López Cogolludo en su Historia de Yucatán, no podemos evitar preguntarnos si acaso estos retablos pertenecieron al antiguo convento grande de San Francisco. Esto, porque dicho autor hace énfasis en que el retablo mayor de su iglesia era de media talla y no de pintura, a la par que en diversos momentos alude a la "peculiaridad" de los pocos retablos colaterales que ocupaban las capillas, donde existían cinco altares: dos dedicados a las penas del purgatorio, dos al Santo Crucifijo conocidos como altares del Jubileo plenísimo y uno a san Antonio de Padua (López 211-213).
Se trata de un sitio que tiene grandes posibilidades, porque allí se instauró la primera y más grande escuela de artes y oficios, donde eran educados los niños y los jóvenes mayas. A la par, se tiene constancia de que en Mérida hubo maestros escultores, carpinteros y arquitectos, así como una modesta escuela de pintura que formó a múltiples artífices de origen maya. De ser esto correcto, se puede argumentar entonces que el programa iconográfico y la lectura iconológica empleada en los colaterales iba dirigida a un grupo en particular: los frailes franciscanos, quienes muy posiblemente los empleaban para la enseñanza y el mantenimiento de la doctrina, sobre todo por la estructura tan claramente pedagógica y visual que tienen los símbolos y las escenas bíblicas que en ellos se representaron.
Con tal discurso religioso se pretendía recibir a los futuros estudiantes, religiosos y a la sociedad en general, con la intención de invitar a la meditación, que iba más allá de los sentidos, a partir de una lectura implícita, llena de elementos simbólicos que a la par de ser instrumentos de mediación entre la sociedad yucateca y los franciscanos, también buscaba instaurar un gusto regional, propio, diferente y lejano de los cánones artísticos europeos y novohispanos. Se puede proponer, entonces, que con este tipo de piezas se comenzó a crear imágenes oriundas, propias de la geografía que las producía y diferenciaba.