Introducción: hacia el final de un régimen y sus singularidades
El 11 de enero de 1821 las Cortes españolas del Trienio Constitucional, tras una consulta del fiscal de la Audiencia de Caracas, emitieron un decreto para abolir la figura del protector de indios en sus provincias ultramarinas, ante su innecesaria presencia, tras haberse garantizado la igualdad de todos los ciudadanos de la nación española (AGN, RCO, 226, 1). En el caso de Nueva España, tal disposición, si bien llegó a promulgarse, no se llevó a efecto, puesto que el cargo quedó suprimido solo tras la consecución de la independencia del país, poco antes de octubre de ese año (Clavero 945-946). Casos similares se dieron en otros antiguos territorios bajo soberanía de la Corona española en América que ya se habían emancipado, como ocurrió en Chile, que demostró en 1819 su irrelevancia dentro de su ordenamiento jurídico2. Este históricamente controvertido cargo, u honor dependiendo del momento, había quedado anexo a las fiscalías del crimen tras la promulgación de la instrucción de regentes para Audiencias indianas en 1776, y recibió potestades posteriores para nombrar y elegir a otros, denominados partidarios, que actuarían en espacios más alejados del distrito inmediato de aquellos tribunales (Miranda 168; Suárez 292-293). En la erección de Audiencias posteriores a dicha disposición, como la refundada en Buenos Aires por cédula de 14 de abril de 1783, esto ya quedaba explicitado en sus ordenanzas (Acevedo 32).
Así, quedaron significados como fiscales o jueces protectores de naturales o indios, también llamados generales, en el marco de los ministros que integraban la planta de los tribunales reales en las Indias. Es con dicho marco que se llega hasta el estallido de la crisis de la Monarquía española el año de 1808, tras la invasión francesa y las abdicaciones de Bayona de los monarcas borbones en el emperador francés Napoleón. Ante el vacío de poder regio y la situación bélica, se organizó toda una serie de movimientos juntistas de diverso carácter que acabaron desembocando en una regencia que convocó unas cortes generales extraordinarias en Cádiz en 1810. Poco después se promulgó un texto constitucional para el mundo hispánico que estuvo vigente durante dos periodos a lo largo de la década siguiente, de 1812 a 1814 y de 1820 a 1823 (Chust).
Este artículo ofrece algunas observaciones sobre el cargo del fiscal protector de naturales para este periodo de reestructuración jurídica y administrativa. Como se verá, su cometido pivotaba entre el control de pueblos de indios mediante acciones tutelares en materia judicial, pero también hacía que los designados en el cargo velaran por sus distintos intereses de facción en el juego político del momento. Nuestro objeto de estudio es parte de una serie de investigaciones previas sobre quienes fungieron como tales en Nueva España mientras desempeñaban el puesto de fiscal del crimen, así como verter algunas consideraciones en torno a las funciones que tenían vinculadas durante los últimos años del virreinato, coincidentes con los de la guerra insurgente (de 1810 a 1821, aproximadamente). Para ello, nos acercamos al perfil de estos últimos togados de la Real Audiencia de México y atendemos tanto a su situación como a algunas de sus actuaciones en esos momentos. Nuestro planteamiento muestra, a partir de un acercamiento desde la historia social de la administración y del actuar político de este cargo, cómo incidía en la gestión gubernativa del régimen virreinal durante la etapa de descomposición imperial, lo cual arroja nueva luz, gradas a la información recogida de diferentes testimonios sobre su desempeño. Con esto pretendemos poner en valor una judicatura singular durante una época de intensas alteraciones normativas, mientras se mantenía dentro de un sistema colonial en pleno -y aparente- proceso de desestructuración.
Si bien la protectoría de naturales, en general, y las atribuciones del fiscal, en particular, se hallaban al borde de la extinción en esta etapa, continuaron operando de manera activa incluso cuando su existencia no tenía cabida dentro del marco jurídico vigente. Eso lo convertía en una paradoja operativa que nos hace plantear algunas cuestiones, como el alcance real de los postulados constitucionales o la continuidad de dinámicas existentes a pesar de las transformaciones legales e institucionales que pregonaban los tiempos de cambio. Todo esto se veía afectado además por los vaivenes propios de la tesitura bélica y de las tensiones gubernativas entre partidarios del absolutismo y el constitucionalismo. Tales cuestiones eran un claro síntoma de la continuidad de una realidad de marcado carácter colonial que, a pesar de los cambios operados, mantuvo elocuentes permanencias para evitar, en especial por las aciagas circunstancias del momento, el desmantelamiento del orden social imperante.
Algunos elementos previos: el fiscal protector de indios desde la monarquía dieciochesca
Antes de nada, comenzaremos con una breve contextualización para comprender tanto la política detrás del cargo como nuestras posiciones analíticas al respecto. Como íbamos indicando, la figura del protector de naturales en las Indias hispánicas no solo fue controvertida, sino también definitoria del sistema colonial hispano en sus territorios extraeuropeos. La condición a la que eran relegados los nativos, insertos en el sistema por medio de comunidades avasalladas, hizo que gozaran de un estatus jurídico propio de tutelaje, que los consideraba menores de edad, rústicos o miserables (Oliveros; Castañeda). Este paternalismo institucionalizado significaba la necesidad de dotar de instrumentos para negociar con dichos grupos e incluirlos dentro del organigrama estamental que se les impuso, de modo que con ello se creó una realidad característicamente indiana. La falta de referencias equivalentes en el mundo conocido previo al contacto con el continente americano, de raíz euroasiática, supuso la implantación de regímenes nuevos y específicos para la gobernación de aquellos territorios. De esa forma, la situación de los indígenas dentro de la Monarquía española nacía de un gran vacío que implicó la necesidad de legislar sobre su condición, basándose en la mentalidad del momento y en la consideración de que los testimonios producidos por colonos y conquistadores compartían una cosmovisión con los imaginarios de los legisladores.
Con estos propósitos, la Corona promulgó una serie de disposiciones que ampararían a este colectivo de manera genérica para todos los territorios, además, fomentó la implantación de instituciones que se ocuparían de velar por sus intereses. Así, fueron apareciendo una serie de figuras como la de los corregidores de indios, los protectores de naturales (Bayle) o los operarios del Juzgado General de Indios (Borah), cuyas atribuciones y características fueron modificándose de acuerdo con los cambios que se iban implementando en la gestión del gobierno indiano. Todos estos eran oficiales reales y ministros a los que se acudía en primera instancia y, en caso de apelación, los autos se trasladaban a las audiencias reales, bien, al principio, por intervención directa de su presidente -que era virrey o capitán general, donde mediaba habitualmente un intérprete de las lenguas nativas-, o bien uno de los ministros integrantes quedaba asignado como asesor del Juzgado General o como fiscal o juez protector general de naturales (Miranda 172). Para la época que nos ocupa, estas instancias se habían visto bastante perjudicadas por el programa reformista precedente, que iba en pro de una mayor racionalización administrativa. No obstante, la fuerte raigambre de las costumbres parejas a estos elementos constituyentes del universo colonial entre estas corporaciones dificultó su desmantelamiento, pese a los intentos que se hacían desde las autoridades metropolitanas, en especial a partir de la visita general a Nueva España (1765-1772) y el secretariado en Marina e Indias (1778-1787) del letrado malagueño José de Gálvez. ¿Fomentó acaso todo ello una sensación de desamparo o desestabilización?
Es este el contexto en el que la protectoría de naturales se implantó y desarrolló como una función bajo el rubro de la administración regia. Su evolución varió en función de los espacios, las dinámicas de interacción propias de cada región y las condiciones coyunturales que atravesaron las relaciones entre los representantes del rey y los pueblos (Ruigómez; Bonnett; Solis; Cutter). Los roles de este cargo variaron mucho en función de quiénes lo desempeñaron, de manera tal que a lo largo de su existencia se encuentran casuísticas de lo más extremas, desde fervientes partidarios de las culturas autóctonas hasta sus más acérrimos enemigos, pasando por quienes pretendían aprovecharse del cargo para diversos fines.
Con respecto al funcionamiento de los pueblos, se mantuvo más o menos estable, al menos hasta la implantación de todas aquellas reformas dieciochescas promovidas desde la Corte (Menegus). Sus formas de participación política y de sociabilidad, que a su vez comenzaron a sufrir alteraciones impuestas por las nuevas circunstancias derivadas de la crisis imperial, se adaptaban a los ritmos de transformación que sufría la Monarquía española (Guarisco, Los indios). A pesar de todo, la consideración oficial hacia estos grupos continuó basándose en esas formas proteccionistas de tutelaje, pues las propias corporaciones las tenían desde hacía tiempo asimiladas; más, si cabe, debido al impulso de un mejor conocimiento de los territorios ocasionado por las iniciativas ilustradas: la secularización de doctrinas, la elaboración de censos y la optimización tributaria, que incidieron de forma directa en asuntos como los repartimientos. Asimismo, el interés de ese carácter protocientifista por definir la calidad de las personas, es decir, una especie de clasificación étnica, incidió a su manera en la búsqueda de nuevas expresiones para integrar a estos sectores dentro del colectivo ciudadano, al equipararlos con otros súbditos (Annino, “Cadiz”; Guarisco, “La Constitución”). Tales objetivos no podían lograrse de la noche a la mañana, sobre todo por las reticencias de asimilación por parte del grueso de la sociedad, imbuidas del espíritu veterorregimental, y las autoridades hispanoindianas, que fueron las mayores trabas a su implantación. El orden preexistente a duras penas conseguía alterarse.
Los nuevos oficiales nombrados a este efecto estaban vinculados a alguna institución dependiente de la gestión gubernativa, o bien a la administración de justicia, aun cuando en ciertas regiones periféricas podían ser militares (Miranda 168). Para el siglo XVIII, hacía ya tiempo que el clero había quedado relegado de esta dignidad, en especial tras todas las medidas de corte secularizador y regalista que incentivó durante aquella centuria la nueva dinastía reinante. De hecho, se buscaban ante todo perfiles con experiencia dentro de los aparatos políticos y de las lógicas racionalizadoras que imperaban entre los asesores del monarca, que se orientaban siempre hacia una eficacia optimizada. Si bien los eclesiásticos mantenían un contacto más estrecho con los pueblos, al final se priorizó a los civiles, justamente por esas ínfulas regalistas y de eficiencia administrativa.
Vistos estos elementos cabe apreciar otro no menos importante: ¿qué le sucedió al cargo con el advenimiento del régimen de Cádiz? A priori, tal como las disposiciones de las Cortes y el propio articulado de la Carta gaditana indicaban, al igual que ocurrió con el Juzgado General de Indios, se suprimiría en pro de convertir a todos los súbditos del rey en ciudadanos de la nación con iguales derechos. Sin embargo, al parecer los fiscales del crimen mantuvieron esta ocupación en activo durante los periodos de vigencia constitucional, probablemente por las exigencias de la coyuntura. La realidad es que todas aquellas disposiciones albergaban una contradicción con respecto al trato sobre los naturales como colectivo homogéneo, pues se mantenía de forma fáctica la división entre españoles e indios, y el tratamiento hacia estos últimos continuó siendo el paternalista dado hasta entonces (Clavero 983). Esto podemos observarlo tanto por los testimonios que nos han dejado ciertos protagonistas como por la documentación que generaron las instituciones. Lo veremos a partir de algunos casos.
Los últimos fiscales protectores de indios en Nueva España: breves semblanzas personales
A mediados del mes de enero de 1811, procedente de Gran Canaria, llegó al continente americano junto con su familia el letrado navarro Juan Ramón Osés del Arce, nuevo fiscal del crimen de la corte virreinal (Osés 1-49). Recibía este encargo en sustitución del recién ascendido a fiscal de lo civil, el antequerano Francisco Robledo de Alburquerque. Este jurista se había formado a finales de la centuria anterior como legista en la entonces efervescente Universidad de Salamanca, había adquirido notable reputación desempeñando algunos cargos municipales menores en la capital del Tormes hasta 1803 y luego la fiscalía de la Real Audiencia de Canarias. La Regencia le había destinado a México por decreto a mediados de 1810 y tomó posesión de dicha dignidad poco después de instalarse en la Ciudad de México, el 23 de febrero del año siguiente.
La labor de Osés como fiscal del crimen y protector comenzó de inmediato, pues en los primeros meses ya estaba trabajando con las primeras causas que le fueron asignadas (AGN, C, 5752, 75). Según él, en los aproximadamente cinco años y medio -de febrero de 1811 a julio de 1816- que desempeñó ambos puestos despachó un total de 5 526 causas entre fiscalía y protectoría (AGI, M, 1644). Si bien cumplió con creces en sus funciones como ministro, de intachables facultades, su carrera peligró ante su pública y notoria toma de partido a favor de la Constitución gaditana. No solo fueron las labores que se le encomendaron de cara al gobierno de la provincia mexicana -fue miembro de una comisión para establecer la división de poderes y de otra para revisar un borrador de ordenanzas elaborado por dos oidores para ajustar la Audiencia a la nueva Ley de Arreglo de Tribunales (Martín, “Aires”)-, sino su apoyo a toda una serie de medidas que iban en contra de la opinión mayoritaria de los miembros del tribunal. Apoyó la supresión del Tribunal del Santo Oficio o de la Junta de Seguridad y Buen Orden, cuyos principios eran ajenos al espíritu constitucional, así como la implantación del régimen de diputaciones provinciales y ayuntamientos o la celebración de elecciones municipales (AGI, M, 1664).
Esa alineación le valió ganarse la enemistad directa del entonces jefe político superior-virrey, el curtido militar de carrera y destacado contrarrevolucionario Félix María Calleja, quien durante todo su mandato trató de apartar a Osés de su cargo y expulsarle de la ciudad, a poder ser degradándolo. Así, aprovechó para acelerar el mandato de las Cortes del 26 de junio de 1813 para trasladarle hasta la fiscalía de Guatemala tras adaptarse la nueva planta de la Audiencia territorial-donde permanecerían los otros dos fiscales, con más antigüedad que él- y así consumar su destierro (AGN, RCO, 212, 136; CIND-IV-JRO, 216 y 228), a lo que el afectado se opuso con vehemencia. Para evitarlo, alegó lo costoso del traslado, la alta peligrosidad en los caminos por todos los sentimientos de venganza entre bandidos e insurrectos a los que había perseguido y juzgado, la mala salud de su esposa Juana y, además, que contaba con el apoyo que le brindaron entre 1814 y 1815 numerosas corporaciones, entre las que se encontraban las repúblicas indias de San Juan y Santiago (AGI, M, 1643). Con todo eso, logró mantenerle el pulso a Calleja y permanecer en México hasta el cese del virrey en marzo de 1816 y su posterior promoción a alcalde del crimen en la correspondiente sala de la Audiencia en octubre de aquel mismo año (CIND-IV-JRO, 230). Por ese asunto, además, debió exigir que se le pagaran los sueldos respectivos al continuar actuando como fiscal protector de naturales, extraído de los sobrantes de las cajas de las parcialidades (AGN, RA, 788, 13; CIND-IV-JRO, 210 y 211).
Ante todo, y a pesar de ir contracorriente con respecto a la posición de la mayoría de los ministros de la Audiencia en cuanto a la instauración del régimen constitucional en la ciudad de México y el virreinato, pudo contar con dos aliados dentro del tribunal: el fiscal de Hacienda Ambrosio de Sagarzurieta, otro vasco en la administración, y Manuel de la Bodega y Mollinedo, oidor de origen limeño e ínfulas liberales. Con ambos entabló una cordial relación de amistad que se perpetuó durante su estancia mexicana, fuera in situ o ya desde la distancia3. Asimismo, contaba en la ciudad con otro antiguo compañero de las aulas salmantinas y paisano, el letrado Juan Martín de Juanmartiñena, quien fuera abogado de prominentes vizcaínos, como el acaudalado comerciante Gabriel de Yermo.
El sucesor en el cargo de Juan Ramón Osés fue el caraqueño José Hipólito Odoardo y Grandpré, destinado a México para servir esa plaza por orden del 16 de noviembre de 1815. Lo habían nombrado diputado en Bayona a finales de mayo de 1808, pero acabó huyendo del bando francés y se refugió en Sevilla y Cádiz al finalizar ese año, tras lo cual desempeñó algunos cargos menores en la Regencia. Su carrera en la fiscalía del crimen fue breve, pues pronto ascendió a la de lo civil en el mismo tribunal (Martín, “Un borbonista” 498-499). Poco debió hacer, pues pronto, por haber ascendido a su nuevo puesto, le sustituyó José Ignacio Berasueta, un jurista novohispano que había estudiado en universidades castellanas y hecho carrera como asesor letrado en Puebla e interino de la sala del crimen de la Real Audiencia, mientras actuaba como confidente de la Junta de Seguridad y Buen Orden (Burkholder y Chandler 44). Ambos trabajaron ya a las órdenes del nuevo virrey, Juan Ruiz de Apodaca, quien a su vez nombró a Osés miembro de la comisión de indultos para la ciudad en 1817 (CIND-IV-JRO, 237).
Al producirse la escisión de México de la Monarquía española, Osés regresó a España junto a su familia (Arnold 129), mientras que Odoardo y Berasueta optaron por permanecer en el país. El primero dio el paso de cara a iniciar su carrera política en el Congreso constituyente como su presidente, pero quedó truncada por el hostigamiento que sufrió por parte de los partidarios de Agustín de Iturbide, con lo cual debió huir del país hacia Cuba (Martín, “Un borbonista” 503-506). El segundo se mantuvo tratando de ascender en los remanentes de la Audiencia capitalina y sus sucesivas reinstauraciones hasta constituirse esta en Suprema Corte de Justicia (Arnold 129).
Las labores del fiscal protector: algunos casos de estudio
Como se ha podido apreciar, los fiscales del crimen continuaron desempeñando el cargo de protector general de naturales en el distrito de la Corte novohispana, aunque, como veremos, los otros fiscales, de lo Civil y de Hacienda, se inmiscuían de igual manera en determinados asuntos cuando rozaban sus competencias. Por medio de las cuantificaciones de Osés vemos con claridad que, a pesar de la presente tesitura bélica, la cotidianeidad de la vida continuaba y debían despacharse todo tipo de causas en defensa del colectivo. Los datos que ofrece en su memorial merecen algo de detenimiento. Como puede observarse en la tabla 1 (AGI, M, 1644), las causas relativas a la apelación del Juzgado General de Indios solían ser muy inferiores a las criminales. Llama la atención, claro está, el descenso que sufre a partir de 1812, una vez establecido el régimen constitucional a finales de septiembre de aquel año, por lo que quedó así abolida la jurisdicción especial (Lira, “Extinción” 195-196), aunque continuaron llegando causas motivadas para el fiscal protector. Estas sufrieron un repunte tras la restitución del absolutismo en mayo de 1814 y la promulgación del edicto en Nueva España el 4 de diciembre de 1814, de manera que repercutieron con un salto de más de cuatrocientos casos entre ese año y el siguiente, seguramente muchas de ellas acumuladas, en espera de asignarse a esa parcela judicial, o bien transferidas al protector por su condición.
Año | Fiscal del crimen | Fiscal protector | Total | Porcentaje |
---|---|---|---|---|
1811 | 643 | 194 | 837 | 15,1 % |
1812 | 853 | 322 | 1175 | 21,3 % |
1813 | 688 | 140 | 828 | 15% |
1814 | 790 | 15 | 805 | 14,6 % |
1815 | 965 | 425 | 1390 | 25,1 % |
1816 | 368 | 123 | 491 | 8,9 % |
Suma | 4307 | 1219 | 5526 | 100 % |
Fuente: elaboración propia a partir del anexo n°2 del Memorial de Osés (AGI, M, 1644)
También podía deberse al reclamo de derechos de los pueblos tras la supresión del régimen municipal gaditano, con el que adquirieron numerosas prerrogativas que perdieron al volver al modelo anterior. Lamentablemente, no hemos logrado localizar informaciones similares para los momentos en los que sus inmediatos antecesores o sucesores se encontraban desempeñando el cargo para contrastar la cantidad de causas que solían manejarse durante esta etapa al año.
Pasemos ahora a sopesar una muestra de algunos encausamientos en los que el fiscal del crimen fungió como protector general de naturales. Hemos realizado este barrido a través de distintos casos localizados por diferentes secciones dentro del ramo “Instituciones coloniales” del Archivo General de la Nación mexicano que han aparecido a partir de ciertas búsquedas efectuadas a través de su Guía General4. Creemos que la muestra utilizada es significativa para darnos algunas pistas sobre la labor que efectuaban estos fiscales en cuanto jueces protectores.
Uno de los aspectos en los que quizás más incidían era la gestión de los intereses de las corporaciones. Los cambios en el aparataje político y, por ende, de sociabilidad que impuso la tesitura bélica, en especial todo lo relacionado con el conflicto insurgente o las transformaciones que acarreó la adopción de la Constitución gaditana, afectaron a los casos por los cuales podía intervenir el fiscal en calidad de protector. Así, sus intervenciones se atestiguan en documentos relativos a la implantación del régimen de ayuntamientos constitucionales en los pueblos de indios. Por ejemplo, ante las preguntas elevadas por el subdelegado de Tulancingo en febrero de 1813, Sagarzuieta y Osés incidieron en su parecer que se ajustaran al articulado de las disposiciones presentes en la normativa: la propia Constitución para la organización institucional, la Ley de Arreglo de Tribunales para lo relativo a la justicia, o las referidas a asuntos contenciosos o de su hacienda. Asimismo, Osés también actuó en calidad de comisionado -junto con Manuel de la Bodega, José Galilea y José María Alcocer- para la implantación del régimen constitucional en el virreinato, atendiendo algunas quejas o rogativas que enviaron ciertos pueblos, como San Juan Tianguismanalco, de la intendencia de Puebla, ante la pasividad del subdelegado de Atlixco por reconocerles la implantación de sus alcaldías (AGN, A, 129). Otro caso reseñable fue el relativo a la composición del ayuntamiento de San Juan Teotihuacán, parcialidad de la capital. Actuando de nuevo Osés como comisionado, daba cabida a la cuestión que hacía el subdelegado sobre la elevada cantidad de regidores y síndicos que la parcialidad había designado tras las elecciones, pues doblaba casi el número: de seis permitidos por un bando de gobierno a once que eligieron en total. La parcialidad aducía, aun conociendo lo indicado en las disposiciones, la gran cuantía de habitantes que albergaba el conjunto de localidades que la integraban, además de apelar a dicha unidad para evitar que sus vecindarios se adhirieran al levantamiento general del reino. Aun con todo, el parecer final de los comisionados fue tajante al respecto y motivó que se atuvieran al reglamento (AGN, A, 141, 4). También los tres fiscales Sagarzurieta, Robledo y Osés tomaron partido por la participación de las parcialidades de San Juan y Santiago de la ciudad de México en el paseo del pendón, en contra de la tradición, tal como indicaban los miembros del Cabildo, y a favor de lo aceptado en 1810 por el arzobispo-virrey Lizana y Beaumont. Alegaban para ello los méritos patrióticos de estas corporaciones por sus cuantiosos donativos de guerra o el apoyo brindado a la causa de la Corona contra los insurgentes, puesto que no se unieron a la rebelión y colaboraron con el resguardo de prisioneros sediciosos (AGN, A, 136). A grandes rasgos, los fiscales velaban por la inclusión de los pueblos de indios para que asimilasen las nuevas formas de gobierno, de manera que se cumpliese con los mandatos constitucionales en cuanto a la erección de ayuntamientos y provincias.
Si bien la actuación en la organización política y la asistencia tutelar para que las poblaciones indias operasen conforme a las leyes establecidas era uno de los elementos que definían el oficio del protector, sin duda el sustantivo que da nombre al cargo era lo que más lo hacía. Así lo encontramos en sus aportaciones a la monumental causa generada por el desvío de caudales de las cajas generales de las parcialidades de San Juan y Santiago que acometió el administrador de sus rentas, el licenciado José Francisco Villanueva Cáceres-Ovando (Lira, Comunidades 42-43; Bribiesca; AGN, P, 2). Esta causa dependió del Juzgado General de Naturales, por vía de su asesor, el entonces oidor José Isidro Yáñez, quien se encargó de la investigación para la deposición de Villanueva, que al parecer había desfalcado unos 7000 pesos de aquellas cajas hacia agosto de 1815, cuando se reveló el primer descubierto causado por las dudas que sembró entre los pueblos el propio administrador con la gestión durante el periodo constitucional. Sin embargo, el encausado mandó iniciar una recusación del ministro debido a que facilitó el nombramiento en la vacante que dejó al hijo de un conocido suyo, José Joaquín Romanos. Por ello, el asunto llegó a la Real Audiencia, que desde su denuncia inició un largo proceso para ver a quién se daba la razón. En un principio, se destinó a los dos fiscales, Sagarzurieta y Osés, quienes a inicios de 1816 desestimaron las acusaciones del denunciante al ser “frívolas e inadmisibles”, por lo que tal asunto no debió prosperar. No obstante, ese mismo verano Villanueva volvió a apelar y la votación de los oidores más antiguos la aceptó para su tramitación a finales de octubre, lo que dio lugar a que el caso se alargara en el tiempo. Las consecuencias se hicieron notar al asignar un acompañante a Yáñez en el seguimiento del encausamiento, esta vez junto al alcalde del crimen Felipe Martínez de Aragón, agregación que había dispuesto previamente el protector. Posteriormente, todo ello recayó primero en Odoardo y después, durante el año 1818, en manos de Berasueta, quien consideraba estas malversaciones hurto, por lo que le denegó al acusado que pudiera acogerse al indulto que pedía (AGN, P, 1). En el proceso se ven una serie de dinámicas corporativas por parte de los fiscales a favor del asesor del Juzgado frente a la posición de los oidores de mayor antigüedad, que puede referir incluso a un cierto grado de diferencias internas entre estos cuerpos por mucho que se atuvieran al derecho en sus respectivas resoluciones.
Otro elemento para resaltar es el de la defensa de los pueblos ante los abusos que acometían otras autoridades, como pudiera ser en el caso de los intendentes o sus subordinados, los subdelegados. Protagonistas indiscutibles de las reformas administrativas borbónicas en la Nueva España, estas autoridades subdividían el territorio en intendencias. Los subalternos sustituyeron a corregidores y alcaldes mayores, habitualmente corruptos en su gestión. A raíz también de la conflictividad social fruto de la guerra, estas autoridades amedrentaban a pueblos y comunidades para escarmentar la actitud de los indígenas que pudieran mostrar posibles simpatías por el movimiento rebelde, incluso si esto resultaba en una simple confusión o malentendido por parte de los oficiales reales, puesto que la tesitura solía impelerles a tomar medidas drásticas ante el más mínimo indicio de infidencia. En este sentido, nos encontramos con que, en marzo de 1812, el subdelegado de Tepeaca prendió a unos indios del pueblo de San Francisco Mixtla, en Puebla, acusados de adhesión a la causa insurgente. El caso llegó hasta el intendente, García Dávila, quien abogó por la redención de la pena máxima que se les iba a imponer, siguiendo con ello las solicitudes de clemencia que hiciera el obispo de la diócesis Manuel González del Campillo (AGN, S, 8, 10). En esta ocasión, nos encontramos con un conflicto que otras autoridades gestionaron sin necesidad de la intervención de un protector, pues el prelado actuó en defensa de los indios condenados, y en todo caso la última palabra quedó para el intendente. Parece con esto entenderse que ciertos ministros de lo sagrado continuaban ejerciendo también como valedores, en apariencia oficiosos, de la defensa de naturales bajo su jurisdicción espiritual.
Existe otro caso registrado a comienzos de 1811 en la intendencia de Veracruz, cuando llegaron noticias sobre el asalto de un contingente insurgente al fuerte de Perote que originaron conmoción y tensiones en la región. La cuestión fue que llegaron quejas de los indios de Tehuaitlán y Teuzitlán contra la actuación desproporcionada del subdelegado del partido, José Fernández de la Arada, quien les acusaba de infidentes tras alborotarse por la circulación de algunos rumores. Sus acciones pretendían ser ejemplarizantes, puesto que movilizó a tropas y actuó con contundencia un domingo, persiguiendo a los integrantes de esas corporaciones y aplicándoles severos castigos como encerrarles en calabozos o cortarles el pelo (AGN, S, 50, 4). Al principio intervino ante los alegatos el fiscal de lo civil, Francisco Robledo de Alburquerque, recientemente ascendido desde la fiscalía del crimen del tribunal, ergo aún podría fungir como protector general antes de la llegada y toma de posesión de Osés a finales de febrero de aquel año, como una causa rezagada. Luego actuaría de oficio en esta el titular de la protectoría, a favor de lo dispuesto por el subdelegado.
Ante estos abusos que denunciaban los pueblos, los fiscales se encaminaron a buscar una resolución. El 8 de abril de 1811, con el visto bueno del virrey, Robledo decretó ante la solicitud de resarcir los agravios padecidos por el subdelegado Fernández de Arada que no se revisara la causa, puesto que él había perecido tras un ataque insurgente el 20 de marzo. Juan Ramón Osés contestó al escrito enviado el 28 de marzo y esta vez dejó su parecer, donde definió ante la consulta tres puntos para dirimir: un primero sobre el altercado producido por el pasquín que se colocó en la casa de un notable del pueblo y la algarada que conllevó, el segundo sobre la restitución del honor de la comunidad acusada de apoyar a la insurgencia, y un tercero sobre la liberación de Luis Ortiz, un vecino de la población cuya familia reclamaba poner en libertad por pura necesidad. Ante todo esto, Osés remitió lo primero para consultar a la Junta de Seguridad y Buen Orden, encargada de dicha causa, mientras que para las otras dos planteaba los mismos términos que el fiscal de lo civil, es decir, declarar a Fernández de Arada “por un juez recto y zeloso” y solicitar al nuevo oficial del partido que resolviera el asunto como mejor le pareciera, enviando luego las resultas al fiscal protector para su cotejo (AGN, S, 50,4).
Un aspecto más para valorar sería el relativo al tratamiento de brotes epidémicos y otras enfermedades en el seno de las poblaciones. La última palabra en gestión de la salud pública de pueblos indios recaía también sobre los fiscales protectores, aunque fuese sencillamente para ordenar el pago de hospitales o para los facultativos que desempeñaban su labor con los fondos comunitarios. Así ocurrió en los pueblos de Ticoman y Zitlaltepec, en las respectivas jurisdicciones de Tacuba y Zumpango, que en los meses estivales de 1815 necesitaron de servicios médicos adicionales ante una serie de brotes que saturaron sus hospicios. La labor del protector general en esta ocasión fue simplemente aprobar la formalización del desembolso de hasta 200 pesos extraídos de las cajas de comunidad para pagar a los facultativos por el ejercicio de sus funciones asistenciales (AGN, E, 8,10).
Más casos en los que se inmiscuían los otros fiscales en lugar del protector eran los referentes al tráfico de las llamadas bebidas prohibidas, cuestión que recaía en el de Hacienda por verse procesado este tipo de asuntos por los agentes destinados en aduanas y garitas de acceso al recinto urbano. La participación de pueblos y vecindades indígenas en la aprehensión de estos productos ilícitos quedaba registrada en la documentación, pero realmente eran las autoridades quienes actuaban de oficio en estos casos, en particular los oficiales destinados en los lugares donde se efectuaban las requisas. Así, hemos podido atestiguar un caso en el que Ambrosio de Sagarzurieta finalmente destinaba la aplicación de derechos de sisa a dos barriles de aguardiente de caña requisados. Estos se abandonaron la noche del 4 de junio de 1811 en la ciénaga y los camellones junto al barrio de La Resurrección y los recogieron los vednos, quienes los entregaron a las autoridades competentes (AGN, PE, 36, 4 y 5).
En último lugar, ajeno ya a la documentación localizada en los fondos del archivo general mexicano, podemos referirnos a una serie de documentos conservados en el acervo particular de Juan Ramón Osés. Son expedientes en los que se abordan solicitudes de indios movilizados para que se suspendiera el cobro de determinados tributos, es decir, los de real y medio de ministros u otras prestaciones (ClND-IV-Mss, 54, 130, 146 y 150). La mayoría de estas peticiones eran desestimadas, puesto que aún se exigía un esfuerzo extraordinario para mantener tropas, casi más a modo de donativos de apoyo -y muestra de lealtad por parte de los pueblos para evitar engrosar, fuera cierto o no, las fuerzas insurgentes- que como tributos, suprimidos por órdenes virreinales o de la Regencia española. Entre estos papeles también nos topamos con otro asunto relevante, el de la petición y obtención por parte de partidas de indios armados, llamados patriotas, del beneficio del fuero militar. Este asunto también trajo de cabeza a las autoridades, pues estos regimientos pretendían con ello justificar algunos de los abusos contra la población que solían cometer a causa de la situación del conflicto desatado, ante lo cual se optó por delimitar en qué situaciones se recurriría a ese derecho privativo (CIND-IV-Mss, 139). Aun en época de vigencia constitucional, el fuero militar, junto al eclesiástico, continuaba siendo uno de los derechos exclusivos de corporaciones que podían mantener un estatus de cierto privilegio frente al resto de la ciudadanía, de ahí el anhelo de ciertos colectivos por obtenerlo y mantenerlo como prerrogativa.
En definitiva, si bien el fiscal protector era el encargado oficial de velar por la buena conducta, ordenación y protección de las comunidades indias, interferían en ello diversas instancias. La sociedad corporativa novohispana, organizada como estaba en función de la cosmovisión propia del Antiguo Régimen, seguía postulando que los estamentos superiores velaran por los inferiores. En este sentido, las autoridades de la república de españoles, fuesen ya civiles o eclesiásticas, tenían que salvaguardar la integridad de este otro órgano ante los excesos de su propio cuerpo o de los vicios que se le achacaba al otro. De ahí que el tutelaje permaneciera casi inamovible ante la visión de pretendida igualdad postulada por los partidarios del constitucialismo. Esta forma de ordenar la sociedad sería muy complicada de desmantelar, tanto legal como política y socialmente, ante una pretendida paridad entre ciudadanos, todavía demasiado precaria.
Consideraciones finales
A modo de recapitulación, a lo largo de estas páginas hemos podido apreciar una serie de factores llamativos sobre el fiscal protector de naturales al final de la época virreinal novohispana. En primer lugar, ante lo que hemos podido revisar, porque entendemos que es una institución colonial, altamente compatible con las tendencias generales de aquella tesitura. El gran temor a la rebelión de un estrato marginado dentro del orden social imperante hasta las transformaciones legales de la Constitución de Cádiz, incluso durante estas, como era el de los nativos, requería que sus demandas continuaran siendo atendidas como hasta el momento para evitar mayores altercados. Esto sucedía a causa del tenso ambiente y los desconciertos propios que generaba el temor a los alzamientos, más si cabe a raíz de los programas reformistas impulsados durante los reinados anteriores, lo cual provocaba que las autoridades españolas cometieran abusos contra estas corporaciones con una mayor frecuencia. Hemos presentado algunas situaciones que lo atestiguan.
También este cargo servía para continuar manteniendo al margen de la vida pública, en la medida de lo posible, a estas repúblicas ajenas al gobierno de los españoles, en cierto sentido desplazadas por el conflicto o mediatizadas por el control de las instituciones gubernativas entre europeos y americanos que se intensificó al desatarse la crisis de la Monarquía española en 1808. No obstante, cabe resaltar que la inclusión constitucional de los pueblos y su transmutación en municipios les hizo partícipes de la vida política al dotarles de derechos efectivos de los que no gozaron con anterioridad, como los de elegir a sus representantes o electores. Igualmente, es clara la toma de partido de los defensores de naturales, en general por la causa de la Corona, la cual reivindicaban frecuentemente para hacer valer su adhesión. Las numerosas causas atendidas por los fiscales, no solo ya por el protector, hacen pensar que, a pesar de todas las medidas impulsadas para equiparar a las repúblicas de indios con las de los españoles, las autoridades y el grueso de la alta sociedad continuaban considerándoles en estado de tutelaje. Por ello, consideramos que su funcionalidad continuaba respondiendo a un orden colonial de la gestión indiana, yendo incluso en contra de las disposiciones normativas que apelaban lo contrario, aun con todas sus ambigüedades y silencios.
En segundo lugar, debemos referirnos a la gestión de causas mediante esta dignidad. Para eso, partimos del ejemplo que nos ha ofrecido Juan Ramón Osés, de quien hemos logrado localizar la más copiosa cantidad de información y que tiene en su haber notables contradicciones, como tantas otras personalidades del momento. La más evidente quizás sea la de su perfil, haciendo gala de un apasionado espíritu doceañista, que encarna el ambiente secular del momento, pero a la vez también las limitaciones del constitucionalismo gaditano y de la actitud propia de los actores imperiales que protagonizaron aquella coyuntura histórica en la América española. A pesar de su militancia a favor de los cambios normativos, Osés continuó desempeñando un cargo en teoría incompatible con las nuevas disposiciones esgrimidas en la carta magna promulgada en 1812. No es tampoco de extrañar que un europeo, destinado al poco tiempo de estallar la insurrección al virreinato novohispano, mantuviera posturas acordes con la normativa más estricta preexistente. El desconocimiento de base tanto de la gestión de estas instancias como de la propia realidad americana obstaculizaba, más allá de sus horizontes ideológicos, la comprensión de las lógicas que imperaban en dichos territorios. Aun con las posibles recomendaciones de sus colegas en las otras salas del tribunal, con larga experiencia en la administración indiana, y el tiempo transcurrido ejerciendo este cargo, la perspectiva de Osés continuó siendo la de un peninsular al servicio de la Corona ante una tesitura bélica y una intensa alteración política y social.
Si este fue el caso de un notable partidario del constitucionalismo, pueden apreciarse actitudes también distintas en los demás fiscales, tanto quienes ejercieron como protectores de naturales como de lo Civil o de Hacienda. La complicidad de estos cargos con el mantenimiento del orden social corporativo favoreció para conservar ese mismo statu quo que, poco a poco, iba resquebrajándose.
En tercer lugar, cabe incidir en una prospectiva de trabajo sobre el ejercicio del cargo y sus atribuciones. Son aún cuantiosas las causas, de las que hemos ofrecido una somera muestra, que pueden hallarse en archivos tanto generales como municipales. Cientos de ellas aguardan aún su respectivo cotejo y análisis, tratando temas de la más diversa índole sobre esta época de claras alteraciones de lo que hasta el momento se venía dando, pero todo desde un todavía muy reseñable filtro tradicional. Para el caso de México, es menester continuar ahondando en la sección de “Instituciones coloniales”, así como en muchos otros ramos presentes en el Indiferente virreinal-“Ayuntamientos”, “Criminal”, “Infidencias”, “Real Audiencia”, entre otros- o en los acervos de parcialidades sitos en el Archivo Histórico de la Ciudad de México. Con esos nuevos materiales, podrán ofrecerse nuevas consideraciones o ampliarse las aquí vertidas a la luz de una muestra tan reducida como la que acabamos de presentar. Estas, pues, han de tomarse como una introducción e invitación a continuar abordando el tema, sobre el cual aún hay mucha luz que arrojar, pero que da también pistas sobre posicionamientos, manejos y utilizaciones en una época convulsa y de gran conflictividad.