Introducción
A mediados del siglo XVIII gran parte del continente americano estaba ocupado por poblaciones indígenas que no reconocían la autoridad de los poderes imperiales. Desde Canadá hasta la Patagonia, amplísimas regiones habían escapado a los intentos colonizadores de los europeos y constituían regiones de frontera en las que competían diversas lógicas de poder. Esta situación ha sido especialmente destacada en los últimos años para el espacio geográfico de los actuales Estados Unidos. Los historiadores de esta región han desarrollado el concepto de frontera como una herramienta para analizar las relaciones establecidas entre estas poblaciones libres y los agentes coloniales en los espacios donde se encontraban sus respectivas formas de organización (White; Weber, The Spanish Frontier; Richter; Hämäläinen, The Comanche; Hämäläinen, Indigenous).
La coexistencia de los imperios ibéricos con poblaciones indígenas libres también ha sido estudiada en las últimas décadas en otras regiones americanas. Hoy existe un gran número de trabajos que analizan las interacciones fronterizas entre las poblaciones indígenas y los imperios de España y Portugal, con el énfasis puesto en las perspectivas nativas y la complejidad de las relaciones sociales establecidas en las fronteras, entendidas como espacios de violencia, pero también de acuerdos y negociación (Boccara; Radding; Weber, Bárbaros; Langfur; Erbig Jr.). La Amazonía es una de las regiones donde mejor se ha visualizado esa tensión de frontera, debido a la frágil implantación colonial y a las resistencias de las poblaciones indígenas (Meireles, Guardiães; Farage; Domingues; Carvalho, Natives; Ibáñez, “La conquista”; Roller, Contact).
En este artículo exploraremos la persistencia y las agencias de diferentes grupos indígenas en las fronteras ibéricas de la Amazonía en las décadas centrales del siglo XVIII. En concreto, se analizará la influencia y la participación de estas sociedades en el contexto de rivalidad entre las Coronas de España y Portugal tras la firma del Tratado de Madrid (1750). Dicho tratado debía suponer el fin de las reclamaciones fronterizas de ambas Coronas en territorio americano, pero los años posteriores a su firma presenciaron, por el contrario, un incremento de la tensión, debido a los vaivenes de la diplomacia y a las desconfianzas mutuas. La anulación del tratado en 1761 dio paso a la entrada de ambas Coronas en el conflicto global de la guerra de los Siete Años (1756-1763), por lo cual las dos potencias ibéricas estuvieron en guerra durante unos meses, entre 1762 y 1763.
El desarrollo y el impacto de la guerra de los Siete Años en los distintos escenarios globales han sido bien estudiados en las últimas décadas (Szabo; Schuman y Schweizer; Danley y Speelman). Sin embargo, las enormes fronteras ibéricas en la Amazonía han quedado al margen de estos análisis con una perspectiva global. El impacto del conflicto en la Amazonía, en cambio, sí ha sido estudiado desde un punto de vista regional transfronterizo (Brito; Carvalho, Natives; Gómez). Sobre la base de estos trabajos, en los últimos años he publicado una serie de artículos en los cuales he procurado aplicar una mirada amplia que abarque el conjunto de la Amazonía a partir de la documentación producida en las fronteras por los agentes de ambos imperios (Ibáñez, “Entre sustos”; Ibáñez, “Del tratado”).
En esos textos he tratado de estudiar las agencias locales y demostrar la relevancia de sus resistencias a los poderes metropolitanos. En esa línea, el presente artículo se centra en la participación en la guerra (de forma directa o indirecta) de las poblaciones indígenas que habitaban en las fronteras imperiales, siguiendo el ejemplo de otros trabajos que han mostrado la activa participación indígena en el proceso demarcador y en dicha guerra en otros escenarios americanos (Erbig Jr.; Hämäläinen, Indigenous268-300). Así, este artículo pretende mostrar la mayoritaria presencia indígena en dichos territorios y, al mismo tiempo, contribuir a la comprensión de sus formas de resistencia.
Tradicionalmente, se ha pensado que estas resistencias solo fueron expresadas mediante una violencia que impedía cualquier tipo de comunicación. Sin embargo, el repertorio de las resistencias indígenas fue “multiforme y polifacético”, incluyendo formas de negociación, adaptación, recreación y resistencias veladas (Pérez). Del mismo modo, los grupos indígenas de las fronteras tomaron también la iniciativa para establecer negociaciones e intercambios con los agentes coloniales, sin perder por ello su libertad (Roller, Contact). Estas “estrategias de contacto”, usando la expresión de Roller, eran pensadas y ejecutadas por jefes locales con un poder regional siempre condicionado y temporal. Insistiremos en este artículo en esa dimensión regional de las relaciones fronterizas, considerando agendas locales y perspectivas que habitualmente quedan eclipsadas por las grandes categorías étnicas que abarcan a distintos grupos, aldeas y jefes (Weber, Bárbaros 16; Roller, Contact 42; Carvalho, Natives65-96).
Observaremos así la coexistencia y superposición en las fronteras de múltiples actores y múltiples territorialidades, entendidas estas “como el esfuerzo colectivo de un grupo social para ocupar, usar, controlar e identificarse con una parcela específica de su ambiente biofísico, convirtiéndola así en su ‘territorio’ o homeland” (Little 253, traducción del autor). El estudio de las territorialidades, tanto indígenas como coloniales, es importante en este contexto para comprender mejor las distintas formas de ocupación del espacio, y especialmente de las múltiples fronteras que coexistían en las periferias imperiales a mediados del siglo XVIII. El artículo se estructura, precisamente, a partir de esa complejidad fronteriza para ofrecer un acercamiento, necesariamente superficial por la extensión del texto y la amplitud del marco geográfico, al conjunto de regiones disputadas en la Amazonía por las Coronas de España y Portugal.
Las fronteras misionales: la reducción negociada
A mediados del siglo XVIII las fronteras amazónicas todavía eran espacios sin demarcar. La presencia europea permanente era muy limitada y se reducía a misiones religiosas y a pequeños fuertes de madera. El patrón de asentamiento era similar al de otras regiones de las tierras bajas americanas, como Brasil o el Río de la Plata, donde las poblaciones coloniales formaban un archipiélago de islas dispersas (Russell-Wood 180-181; Erbig Jr. 12-38). Estas islas cubrían parte del territorio y pueden dar hoy la impresión de cierto control colonial, pero en realidad muchas de ellas eran pequeñas y de existencia fugaz. Además, allende sus límites existían grandes zonas que todavía no habían sido ocupadas por los europeos. A efectos de este texto, nos referiremos como frontera tanto a las fronteras competidas por los dos imperios ibéricos (borderlands, Adelman y Aron; o fronteras estratégicas, Weber, Bárbaros 280) como a esos enormes espacios abiertos donde la competencia europea no era una amenaza.
Ambos tipos de fronteras fueron frecuentados en la Amazonía, principalmente por misioneros de las órdenes religiosas. Las dos Coronas ibéricas habían delegado la ocupación de estos territorios en dichas órdenes, las cuales crearon núcleos de misiones donde concentraban a las poblaciones indígenas (Santos, Etnohistoria107-178; Carvalho, Missionizing). Estos asentamientos tenían una función civilizatoria y de control político-económico, pero también sirvieron como barrera para la expansión de los enemigos europeos. El objetivo de las misiones era imponer un proceso de territorialización. Es decir, “una nueva relación de la sociedad con el territorio, provocando transformaciones en múltiples niveles de su existencia sociocultural” (Oliveira 54, traducción del autor). Estas transformaciones incluían la creación de una nueva identidad étnica diferenciadora, la constitución de mecanismos políticos especializados, la redefinición del control social sobre los recursos ambientales y la reelaboración cultural (Oliveira 55).
Las misiones religiosas de las fronteras persiguieron estos objetivos mediante la concentración y la mezcla de grupos e individuos de orígenes diversos a lo largo de los años. Ya fuera por el efecto de estos intentos misionales o por estrategias políticas de los indígenas que desconocemos, lo cierto es que a mediados del siglo XVIII los administradores coloniales pudieron contar con la colaboración y el apoyo militar de los habitantes de ciertas misiones. Así, en el contexto de la guerra estudiada en este artículo, los españoles movilizaron a más de 1 200 guaranís de las misiones de Paraná y Uruguay para la toma de Colonia de Sacramento, en el Río de la Plata (AGI, Buenos Aires 537). En la Amazonía, recurrieron a los habitantes de las misiones jesuíticas de Mojos para luchar contra los portugueses de Mato Grosso en 1763.
También pensaron en reclutar indígenas de las misiones de Chiquitos (Carvalho, “Lealdades” 391-392), los cuales eran preferidos por ser más valientes en la batalla y más parecidos a los europeos “en la disposición del cuerpo, capacidad y aplicación al trabajo, en el valor y constancia” (Pastells 902). Este tipo de preferencia no era una rareza, ya que los europeos creían apreciar predisposiciones bélicas en determinados grupos con los que mantenían contacto regular. Así ocurrió también con los bororos, a quienes el gobernador portugués del Mato Grosso consideraba “os mais esforçados que há por estas terras, e usam bem das armas de fogo” (Melo 211; Meireles, De confederados207-208). Otros actores indígenas, en cambio, se mostraron reacios a la participación en la guerra, como por ejemplo muchos de los reducidos en las misiones españolas de Maynas, que huyeron hacia el interior de la selva cuando circuló el rumor de un conflicto entre las dos potencias ibéricas (Uriarte 306-309).
Y es que no todas las misiones eran iguales. En los sectores de implantación más débil o reciente, los proyectos de territorialización colonial estaban lejos de imponerse. El apoyo de los habitantes a las misiones, en general, no podía darse por descontado, ya que estos mantenían un amplio margen de autonomía. Los misioneros eran incapaces de controlar los movimientos de sus catecúmenos, acostumbrados a abandonar temporalmente las aldeas para cazar, pescar o socializar con otros pueblos. También se vieron desbordados los directores que a partir de 1757 tomaron el control de las misiones religiosas tras su secularización en la Amazonía portuguesa (Roller, Amazonian). Estas circulaciones de indígenas supuestamente reducidos incluían en muchos casos el tránsito de un espacio imperial a otro, así como la comunicación con grupos no reducidos. Un ejemplo de ese dinamismo se encontraba en el río Amazonas/Solimões, donde grupos como los ticunas mantenían unas estrategias espaciales propias que trascendían los límites coloniales (Zárate).
El proyecto de demarcación de las fronteras imperiales vino a amenazar esas territorialidades indígenas. Una de las disposiciones del Tratado de Madrid, por ejemplo, implicaba el traslado de dos misiones jesuíticas en el río Guaporé. Teóricamente, sus habitantes eran libres para decidir si permanecían en sus tierras o acompañaban a los misioneros españoles al otro lado del río. En la práctica, los jesuitas organizaron el traslado de las misiones con todos sus bienes y habitantes. Estos cambios no impidieron que los indígenas siguieran visitando sus antiguas tierras y aprovecharan los recursos que allí encontraban. Algunos, incluso, optaron por establecerse junto a los portugueses, los cuales promovieron dichas circulaciones. Así lo hicieron, por ejemplo, los mures y los rocoronos de la misión española de San Miguel, ahora “adherentes inconquistables de los Portugueses” (AGI, Lima 1054).
Las coordenadas de las fronteras europeas, de hecho, respondían a motivaciones arbitrarias, o por lo menos ajenas a las poblaciones indígenas que vieron sus territorios fragmentados. Esto ocurría en el río Guaporé y también en la desembocadura del río Amazonas, donde vivían los aruás. Por su posición, este grupo de lengua arahuaca no solamente se relacionaba con los portugueses, sino también con los franceses de Cayena desde el siglo XVII. Por ello, los portugueses trataron de ganar su fidelidad durante décadas, alternando la violencia con la entrega de regalos y mercedes. Para mediados del siglo XVIII, una parte importante de los aruás se había reducido en misiones franciscanas en la isla de Marajó. A cambio, sus principales jefes recibieron títulos, vestidos y otros incentivos. Sin embargo, no abandonaron sus antiguos tratos con los franceses, con otros aruás y con grupos indígenas que vivían más allá de la frontera, haciendo caso omiso a las prohibiciones de misioneros y directores (Ibáñez, “Aruás”; Espelt-Bombín).
Las políticas territoriales de los aruás, por tanto, combinaban espacios no colonizados y espacios controlados por las potencias coloniales, dibujando espacialidades propias que incluían la red de misiones franciscanas, la ciudad de Belém (a donde se desplazaban para vender y comprar productos), la colonia francesa de Cayena e incluso la capital imperial portuguesa. Varios jefes (aruás y de otras etnias) viajaron a Lisboa para conseguir el título de principal y otras honras en 1755; allí fueron agasajados por el futuro marqués de Pombal. El jefe aruá Ignacio Coelho falleció durante la estancia y suponemos que fue enterrado en suelo portugués (BA, 54-XI-27, n. 16).
Ya en el contexto de las tensiones diplomáticas entre las Coronas de España y Portugal, los aruás tuvieron un papel importante. Fueron reclutados por las autoridades portuguesas como remeros y pilotos de una canoa de guardacostas que debía prevenir una posible invasión francesa, ya que eran los que mejor conocían el estuario del Amazonas. También participaron como mano de obra en la construcción de la fortaleza de Macapá. Sin embargo, por su relación con los franceses a través de la frontera, las mismas autoridades que los habían reclutado tenían motivos para recelar de su fidelidad. En última instancia, no se podía descartar que desertaran y se unieran a los enemigos en una eventual invasión (Ibáñez, “Aruás”).
Rebeliones en las fronteras ibéricas
Los indígenas reducidos en villas y misiones, por tanto, desempeñaban un papel ambiguo en la frontera: tanto eran una garantía para defender el territorio como una amenaza de traición y deserción. Las poblaciones indígenas a lo largo y ancho de la América española protagonizaron, de hecho, rebeliones contra las autoridades coloniales a mediados del siglo XVIII, en el contexto de la sucesión dinástica y el inicio de las políticas reformistas y centralizadoras que habrían de caracterizar los reinados de los monarcas borbones (Castro; O’Phelan). En las regiones de frontera, los neófitos de las misiones jesuíticas también se rebelaron en este periodo contra las imposiciones coloniales, tal como hicieron los guaranís en respuesta a los términos del Tratado de Madrid y a la obligación de trasladar sus aldeas a la orilla opuesta del río Uruguay (Quarleri).
Por su condición de fronterizas, y por tanto alejadas de los centros coloniales, las misiones amazónicas estuvieron siempre expuestas a la amenaza de los alzamientos indígenas. Uno de los más notables ocurrió precisamente a mediados del siglo XVIII en la selva central del Perú: la rebelión liderada por Juan Santos Atahualpa, quien decía ser descendiente de los incas. Este indígena serrano llegó desde los Andes al Gran Pajonal para establecerse entre los grupos reducidos en las misiones franciscanas de Tarma y Jauja (Varese 169-220; Santos, Etnohistoria 237-256; Glave). Su trayectoria nos informa sobre las continuidades entre tierras altas y tierras bajas, entre Andes y Amazonía, en una malla de relaciones que no siempre era apreciada por los observadores coloniales, en parte por el desgaste que estas sufrieron tras la Conquista española (Renard-Casevitz et al.). En este caso, además, la rebelión de Juan Santos ocurrió en las proximidades del Cerro de la Sal, que actuaba desde tiempos precoloniales como un punto de encuentro y de intercambios para grupos diversos (Renard-Casevitz; Santos, Etnohistoria 5-32; Santos, “Paisajes”).
La prédica de Juan Santos Atahualpa fue bien acogida por grupos como los asháninka y yanesha, que iniciaron en 1742 una serie de ataques contra los encomenderos y los misioneros franciscanos, como consecuencia de los cuales eliminaron los mecanismos coloniales de control establecidos en la región. Aunque el liderazgo de Juan Santos era especialmente visible para los españoles, los diferentes grupos tenían intereses y prioridades distintas, lo que aumentaba la impredecibilidad de los rebeldes, entre los que se contaban indígenas venidos de la sierra, mestizos y afrodescendientes (Glave 286-287). El miedo a una extensión de la rebelión se proyectó hacia otras fronteras, como la gobernación de Maynas (Brito 71-72), y en los años posteriores los rebeldes hicieron nuevos ataques con la intención de ampliar el territorio bajo su control.
Para 1752 los rebeldes ya controlaban la mayor parte del territorio y todavía en 1761 el fantasma de Juan Santos asustaba a las autoridades. Existía el temor de que saliera de la selva y se aliara con los ingleses para atacar la frontera. Se temía que “el pretendido Inca”, como le llamaban, “siendo tan hábil, como dicen que es, acaso intentará apoderarse de algún Puerto de los de la mar del Sur, por donde pueda comunicarse, y recibir socorros de alguna Potencia de las émulas de España, en cuyo caso sería mucho más arduo, o insuperable el empeño de sujetarlo” (AGI, Buenos Aires 537). La amenaza de una alianza angloindígena inquietaba en otras regiones del imperio hispanoamericano (Weber, Borbones 150-151) y no era descartable en los teatros americanos de las guerras europeas.
La pervivencia del mito de Juan Santos y el temor a la frontera desprotegida, veinte años después del alzamiento, demuestran el éxito de aquella rebelión que mantuvo a la región fuera del control de las autoridades hasta el final del periodo colonial. Las rebeliones indígenas suelen pensarse como explosiones de violencia, improvisadas y destinadas al fracaso (Ibáñez, “Desmontando”). Aquí, sin embargo, tenemos un ejemplo de lo contrario, una rebelión exitosa y cuyos ecos alimentaron formas de resistencia en regiones cercanas. Así, hubo otras rebeliones en la selva central peruana en los años posteriores, como la protagonizada por los setebos, los shipibos y los conibos en 1766 en el río Ucayali (Varese 205; Espinoza 292-294). Este nuevo alzamiento desbarató la labor de los misioneros franciscanos, que se habían concentrado en las misiones del sector Huallaga/Ucayali tras el alzamiento de Juan Santos Atahualpa.
También en las misiones jesuíticas de Maynas se registraron rebeliones de forma habitual y a mediados de siglo, en un contexto de epidemias recurrentes que diezmaron notablemente la población misional, se amotinaron los indígenas de las misiones de San Miguel, El Nombre de Jesús o San Ignacio de Pebas (Espinoza 279-280). Incluso en la efímera misión franciscana de San Joaquín, situada en la boca del río Putumayo, tenemos registros de un alzamiento indígena. En este caso, los yumanas fueron instigados por los portugueses que vivían al otro lado del río y que pretendían acabar con la ocupación española (Ibáñez Bonillo, “La odisea”). Tras fracasar en su intento, los yumanas acabaron regresando a la aldea y pactaron su reducción con el misionero español. Ya en el contexto de la guerra entre las dos Coronas, las autoridades portuguesas ordenaron el fin de las comunicaciones entre los indígenas a ambos lados de aquella frontera.
Otra gran rebelión indígena ocurrió por las mismas fechas en la Amazonía portuguesa. Se trata del “fabuloso motín de 1757”, protagonizado por los manaos y otros grupos (Sampaio). Portugueses y manaos llevaban décadas de convivencia en el río Negro, donde los carmelitas habían establecido una serie de misiones religiosas. Los manaos actuaban allí como intermediarios en la venta de esclavos indígenas y fueron capaces de mantener su autonomía durante décadas y equilibrar sus tratos (directos o mediados) con los holandeses del Esequibo y con los portugueses. Sin embargo, la creciente presencia de agentes portugueses desde inicios del siglo XVIII y su voluntad de controlar la frontera derivó en varios conflictos, como los dirigidos por Ajuricaba en 1727 (Sweet, “A Rich Realm”; Farage 61-68). Ya en 1757, varios jefes indígenas organizaron una rebelión contra los portugueses del río Negro.
A diferencia de los españoles en la selva central del Perú, los portugueses consiguieron restablecer el orden y retomaron el control del río Negro con prontitud. Eso sí, a costa de una durísima represión ejecutada por soldados traídos desde la capital de la colonia. El precio de aquel castigo era evidente para los observadores portugueses. Ya en 1755 el gobernador Mendonça Furtado había advertido que los vecinos españoles, holandeses y franceses trataban con “afabilidad y blandura” a los indígenas que huían de la dominación portuguesa. Ciertamente, este trato no se debía a ninguna predisposición humanitaria, opinaba el gobernador, sino a la imposición de razones políticas y económicas sobre los intereses particulares de algunos habitantes interesados en esclavizar a los nativos. Como consecuencia, amplias zonas de las fronteras lusas estaban siendo abandonadas por los indígenas y todo hacía presagiar que, en caso de una futura guerra contra los enemigos europeos:
devemos contar como inimigos, não só a tal nassão, e aos Indios que com ella se acham alliados, mas aos mesmos que vivem entre nós que todos são parentes, e amigos daquelles, e que só estao detidos em quanto se não presenta ocaziao de mostrarem o seu animo e de haver corpo que os proteja e ampare, para se declararem e mostrarem verdadeiramente o que tem no coração. (AHU, Rio Negro, c. 1, d. 22)
Nuevas fronteras ibéricas y nuevos aliados indígenas
Efectivamente, muchos indígenas huyeron de la represión portuguesa hacia el río Orinoco. Aquella ruta de fuga suponía una frontera abierta, puesto que entre los asentamientos portugueses del río Negro y las misiones jesuíticas del Orinoco mediaban centenares de kilómetros sin presencia europea. El canal de Casiquiare, que conecta los cauces de ambos ríos, desempeñaba aquí un papel estratégico que fue explotado por las poblaciones indígenas. Desde inicios del siglo XVIII fueron muchos los grupos de lengua arahuaca que abandonaron el río Negro, huyendo de la expansión portuguesa y buscando nuevas tierras donde asentarse en el propio canal de Casiquiare y en el alto Orinoco (Vidal 35). Entre esos grupos, los guaypunabis (dirigidos por el jefe Crucero en el alto Orinoco) y los marabitenas del Casiquiare, con líderes como Immo o Cucui.
El poder regional de estos jefes en la década central del siglo XVIII parece haber sido notable y haberse extendido a otras parcialidades étnicas. Silvia Vidal se ha referido a estos conglomerados políticos como confederaciones multiétnicas regionales, caracterizadas “por la inserción individual y grupal en el sistema político-económico colonial” (Vidal 41). En efecto, tanto los guaypunabis como los marabitenas participaron en el comercio con los europeos en las fronteras y su contacto activo con españoles y portugueses llevó a procesos de transformaciones identitarias y culturales. Al momento de la llegada de los españoles a aquella frontera, ambas confederaciones competían por el poder regional y mantenían a su vez rivalidades con otras formaciones sociopolíticas indígenas, como los caribes (de los que luego hablaremos).
De esta manera, las reivindicaciones de los tres poderes imperiales en la región (españoles, portugueses y holandeses) se solapaban con las relaciones políticas y las aspiraciones de las distintas “confederaciones”. Podemos asumir que todos los actores eran más o menos conscientes de los complicados equilibrios que estas múltiples pugnas provocaban. Los europeos sabían cómo operar las rivalidades interétnicas en beneficio propio y entendían que aquel que pudiera conjugar un mayor número de intereses se encontraría en una buena situación para controlar la frontera. Por su parte, los indígenas conocían también las diferencias entre los distintos imperios y, no menos importante, entre los distintos agentes coloniales (misioneros, colonos, soldados, entre otros).
Los comisarios de límites españoles entendieron bien estas premisas en su exploración del camino fluvial que los había de llevar al río Negro, donde esperaba la delegación portuguesa para iniciar los trabajos de demarcación previstos en el Tratado de Madrid. Así, una vez dejaron atrás las últimas misiones jesuíticas del Orinoco, trataron de establecer acuerdos con los jefes más poderosos de la región. Estos acuerdos, más que el reconocimiento de una lejana autoridad real, eran una alianza política y militar en beneficio de ambas partes contra sus respectivos enemigos, no pocas veces comunes. Uno de los primeros jefes con los que establecieron contacto fue el guaypunabi Crucero. Según parece, la colaboración de los guaypunabis había sido importante en los años anteriores para que los jesuitas despejaran la amenaza de los caribes en el Orinoco (Del Rey 37). Sin embargo, ello no significaba que hubieran perdido su autonomía.
Crucero era un jefe temido y respetado en la región, descendiente de un linaje de gobernantes, “y es de creer fuese descendiente de algunos de los Incas del Perú que con algunos indios de aquella parte se fueron retirando de la conquista” (Altolaguirre 276). Sus dominios, según los comisarios españoles, alcanzaban desde el raudal de Atures (en el río Orinoco) hasta el río Ventuari. Su colaboración, por tanto, resultaba imprescindible para enlazar el río Orinoco con el río Negro. Crucero, nombre que debía al crucifijo que colgaba de su cuello y que había arrebatado a un portugués durante un combate, recibió primero con desconfianza a los españoles, pero pronto entendió que podría usar su alianza contra sus propios enemigos.
Sus planes se vieron frustrados, sin embargo, por la inesperada aparición de dos importantes jefes arahuacos del río Negro (Immo, jefe marabitena, e Inao, jefe manao) que huían de la represión portuguesa tras la rebelión de 1757. Alertado por la noticia de su llegada, Crucero trató de parlamentar con ambos líderes, tal vez para evitar que establecieran contacto con los españoles. Si esta era su intención, no tuvo fortuna, puesto que Inao tomó la iniciativa y escribió una carta en portugués al comandante español, en la que se presentaba como João Marcelo (su nombre de bautismo), abominaba de los portugueses y pedía la protección del rey de España:
Señor Comandante D. Josef Solano: Quezera que Vmm. Nos desse licença para que podesemos entrar debaixo de Coroa de España ja que á Coroa do Portugal nao nos quer valer, vallamos agora á Coroa de España Abaixo de Déos = DeVm.m. Certo criado ó Servo = Joao Marcello. (Altolaguirre 286; Perera 56)
El caso de Inao nos permite ver la iniciativa de los grupos indígenas para establecer contacto con los europeos en las fronteras, un factor decisivo (y no siempre considerado) para mantener su autonomía (Roller, Contact). Tal capacidad de los manaos, además, no parece haberse agotado con los españoles. El comandante holandés del Esequibo habría de reportar que los manoas (manaos) habían enviado en el pasado una delegación para sellar un “tratado comercial” con los holandeses, puesto que no estaban satisfechos con el trato que recibían de los portugueses. Los caribes, celosos de mantener en exclusiva la alianza holandesa, atacaron a la delegación manoa (Farage 64-65, 83). Ya en 1763 había rumores de que los manaos volverían a intentar el contacto, por lo cual los caribes se preparaban de nuevo para repelerlos (Gravesande 413-414).
Así pues, los grupos indígenas competían por establecer alianzas con los europeos y mantener estas en exclusiva. Sin embargo, los guaypunabis de Crucero tuvieron que aceptar que sus antiguos enemigos también pactaran con los españoles. No sin tensiones y conatos de violencia, los españoles supieron manejar aquel escenario multiétnico, y el comisario José Solano fue capaz de negociar la alianza de los tres grupos en marzo de 1759. Eso sí, Crucero exigió ser el primero en constituirse en vasallo del rey y recibir el bastón de mando que reconocía su jefatura (Altolaguirre 287). Ya con las alianzas consolidadas, la comisión de límites española estuvo en condiciones de adentrarse por el canal de Casiquiare en dirección al río Negro, donde debían iniciarse los trabajos de demarcación.
Cocui (Cucui), hermano o yerno de Immo, ayudó a los españoles en el transporte de sus emisarios y en la construcción del fuerte de San Carlos del Río Negro, y ejerció también de intermediario con los portugueses y con los indígenas que orbitaban alrededor de las nuevas posiciones de la vanguardia lusa, en São Gabriel da Cachoeira y São José dos Marabitenas. Nacía así una nueva frontera, multiplicando los riesgos y las posibilidades para los indígenas, los cuales conservaban su capacidad para circular libremente a través de la nueva raya. El mantenimiento de su movilidad se vio facilitado por la capacidad de sus jefes para negociar simultáneamente con ambos poderes imperiales y, no menos importante, por la propia fragmentación del poder indígena.
La libertad de estos grupos, no obstante, pronto sería cuestionada a ambos lados de la nueva frontera. La navegación y el tránsito permanente formaban parte de la vida sociopolítica de los grupos arahuacos del alto río Negro y del Casiquiare, pero resultaban contradictorios con la fijación de una raya delimitadora entre las posesiones de españoles y portugueses. El propio Immo, tras pactar su alianza con los españoles, fue interceptado por una patrulla en el Casiquiare al intentar regresar al río Negro. Los españoles encañonaron al jefe indígena, le impidieron el paso y le recordaron que para atravesar el canal necesitaba licencia (Ramos Pérez 410-411). Ofendido, Immo dio media vuelta y procuró una ruta alternativa.
Desde el punto de vista ibérico, el mecanismo más eficaz para controlar la movilidad indígena era su fijación permanente sobre el terreno. En ello se esforzaron ambas Coronas en la frontera del Casiquiare, para lo cual trataron de concentrar a los marabitenas y otros grupos alrededor de los fuertes y en aldeas situadas en las orillas de los ríos navegables. En la percepción territorial de los europeos, estos ríos eran el eje fundamental que debía ser controlado, y con sus escasos recursos ni siquiera aspiraban a conocer las complejas territorialidades nativas, que incluían canales y caminos terrestres. Los españoles consideraron también la posibilidad de proponer el traslado al Orinoco de los nativos que desertaran del bando portugués (AGI, Santa Fe 576). Ante las dificultades de “territorializar la obediencia” en la frontera, cabía la opción de “desterritorializar” a los indígenas y “relocalizarlos en un espacio ya disciplinado”, como ocurriera en otras fronteras americanas (Giudicelli).
Mientras esos planes no se ejecutaran, la frontera seguiría siendo un espacio frecuentemente transitado por los distintos pueblos indígenas. Los respectivos aliados de españoles y portugueses aprovecharon aquella movilidad para fomentar la deserción en el bando aliado y espiar al enemigo. A cambio de estos y otros servicios, exigieron una creciente cantidad de regalos. Los comandantes de ambos bandos se vieron obligados a distribuir ropas, cuchillos e incluso productos tradicionalmente prohibidos en las relaciones con los indígenas, como alcohol y armas de fuego. Aquí también, como en otros contextos, es reseñable la apropiación que los indígenas hicieron de las tecnologías europeas para incrementar su capacidad militar.
Los indígenas se encontraban, por tanto, en una posición de privilegio que resultaba frecuente en las fronteras competidas entre dos o más potencias europeas. Los marabitenas, así, se veían con fuerzas para amenazar a los portugueses si estos no traían más regalos o insistían en darles órdenes. Ello hizo que los pocos soldados portugueses establecidos en la frontera vivieran en una situación de temor permanente y a merced de sus aliados indígenas. En una ocasión, los soldados del destacamento de São José dos Marabitenas presenciaron la ejecución de una mujer y un supuesto ritual antropófago; cuando reprendieron a los nativos, estos les hicieron saber que “los blancos ya les habían engañado dos veces, y que a la tercera verían lo que les hacían” (APEP, cod. 99, d. 52, traducción del autor).
Finalmente, en el mes de diciembre de 1762, los marabitenas desertaron del fuerte portugués y pasaron a establecerse junto con los españoles. Su deserción debilitó las aspiraciones portuguesas y ayudó a fortalecer las medidas defensivas de los españoles, las cuales se basaban en atraer a los indígenas y conseguir que se situaran por su propia voluntad “en los parajes importantes a cortar a los portugueses sus fundaciones hacia arriba de dicho Río Negro, y de sus establecidos pueblos”. Para ello, los soldados tenían que tratar “amigable y sensiblemente a los indios, atrayéndoles el amor a nuestra Nación, y vasallaje al Rey”, para lo cual debían obsequiar a los jefes principales. A uno de ellos tenían que entregarle “vestido entero, […] compuesto de una camisa, un par de calcetas-medias, un par de zapatos, un par de hebillas de metal, un par de calzones, una chupa casaca, un bastón de caña con puño de plata, y un sombrero negro galoneado” (AGI, Santa Fe 576).
Además de regalos y buen trato, los españoles optaron también por desplegar misioneros capuchinos en la frontera, lo que facilitó la concentración de los indígenas. Tal y como observaba un oficial portugués del río Negro, los misioneros desempeñaban un papel importante “porque entre ellos haber Iglesia y Padres es señal de permanencia y establecimiento”, y sin ellos desconfiaban de las intenciones de los europeos (AHU, Rio Negro, c. 2, d. 112, traducción del autor). El comisario Solano, echando la vista atrás, habría de concluir que la colaboración de los indígenas fue esencial en el devenir de la guerra contra los portugueses, “porque los indios que fueron los que a esta guarnición dieron noticia de la guerra, se prepararon inmediatamente no solo a la defensa del fuerte sino a la de todo el país español” (Altolaguirre 298). Con el pasar de los años, la fijación de la frontera colonial provocaría grandes transformaciones en los grupos indígenas.
Viejas amenazas en las fronteras interimperiales
Como hemos visto en las páginas anteriores, el recelo de que la presión indígena desbordara las frágiles fronteras imperiales era compartido por los agentes de ambas Coronas ibéricas en las fronteras misionales y en los territorios recientemente ocupados. El recelo era incluso mayor en aquellas otras fronteras donde españoles y portugueses lidiaban desde hacía décadas (o incluso siglos) con indígenas no sometidos que ofrecían una resistencia violenta. Estos grupos, considerados “salvajes” o “bárbaros”, fueron construidos discursivamente a partir de prejuicios, exageraciones y estereotipos que magnificaban su incapacidad para reducirse a civilización. A lo largo del siglo XVIII, la Corona española (y también la portuguesa) adoptó nuevas políticas con estos grupos, para conseguir su definitiva rendición o alianza y, como consecuencia, el fin de su amenazante oposición en las fronteras (Weber; Borbones; Weber, Bárbaros).
Tal oposición era especialmente peligrosa en aquellas fronteras donde competían varios imperios europeos. Allí los indígenas supieron manipular las ambiciones de los distintos actores, negociando sus alianzas y transitando a través de las fronteras coloniales. Entre estos grupos figuraban los llamados “caribes”, los cuales mantenían una fructífera relación con los holandeses del Esequibo. Estos caribes controlaban el suministro de esclavos indígenas a los holandeses desde el siglo XVII, a cambio de productos manufacturados y asistencia militar. Para conseguir sus esclavos (poitos) y mantener dicha relación, los caribes asaltaban las aldeas de otras poblaciones indígenas e incluso las misiones españolas del Orinoco.
A mediados del siglo XVIII, las poblaciones caribes, asociadas con los holandeses del Esequibo, continuaban siendo una amenaza para la navegación del Orinoco, la supervivencia de las misiones y el control de las fronteras interiores. Los españoles trataron de aprovechar su amenazante presencia para negociar acuerdos con los grupos indígenas que sufrían sus asaltos, a los cuales les garantizaron su protección. Así lo hizo Apolinar Díaz de la Fuente con los maquiritares del alto Orinoco, los cuales vivían hostigados tanto por los caribes como por los indígenas del río Negro y del Casiquiare. El español les dijo que las nuevas fortalezas servirían para protegerles, pero “que habían de estar sumisos a la obediencia del Rey de España […]; y asimismo procurasen vivir unidos en pueblos con Españoles para irse haciendo a sus costumbres y recibir el Santo Evangelio” (Altolaguirre 314).
Contener las entradas de los caribes, pues, era una prioridad para los españoles, tanto para su propia defensa como para la de sus aliados indígenas. A tal fin, se ordenó la traslación del antiguo fuerte de Guayana a un nuevo emplazamiento aguas arriba del Orinoco (Angostura). De la misma manera, José Solano explicaba que los españoles fundaron dos nuevas ciudades (Ciudad Real y Real Corona) para “evitar las continuas correrías que los Indios caribes hacían en la Provincia de Guayana y río Orinoco”. El propósito inicial era establecer una tropa permanente en Ciudad Real para defenderse de las incursiones de los portugueses y los ataques indígenas (AGI, Santa Fe 575). Sin embargo, la idea fue descartada y los nuevos planes territoriales de los españoles fracasaron “por la dificultad de conseguir españoles para su población, por los horrores en que tenían a […] las hostilidades de aquellos Bárbaros” (AGI, Caracas 440).
También los portugueses sentían las amenazas de las incursiones caribes y holandesas en sus fronteras. Hacía mucho tiempo que conocían sus entradas para comerciar y capturar indígenas por el río Branco, el cual conectaba el río Negro con el Esequibo holandés. El misionero de São Eliseu de Mariuá narraba una de estas incursiones en una carta de 1750 (ANTT, Correspondencia Brasil 597; Farage 79-80). Poco después, el gobernador Mendonça Furtado consideraba que interrumpir aquellos tratos era una prioridad, y para ello era necesario coordinar la construcción de una fortaleza en el río Branco y la fundación de una buena población en el río Negro. Los portugueses taponarían así toda la frontera y serían capaces de “rebater os insultos, que aquelles Indios, fomentados pelos Olandeses, que se mesturam com elles, vem fazer as terras pertencentes a Coroa de Portugal” (AHU, Rio Negro, c. 1, d. 18).
La posición estratégica que ocupaban los caribes puede ser comparada con la que tenían payaguás y guaycurúes (mbayá) en la región del Chaco (Jesús 141-154; Roller, Contact). Estos y otros grupos mantuvieron su autonomía en la frontera entre el oriente de la Audiencia de Charcas, Asunción (Paraguay) y Cuiabá (Mato Grosso), mediante un continuado contacto (pacífico y violento) con los representantes de ambos imperios. Gracias a su movilidad y a la apropiación de las armas de fuego (también de los caballos, en el caso de los guaycurúes), supieron incrementar su capacidad de resistencia en una zona estratégica que conectaba los principales asentamientos ibéricos del Atlántico sur con las minas del interior continental (Cuiabá, Potosí). Su existencia suponía un inconveniente para las comunicaciones, pero también para el contrabando y para posibles invasiones de los rivales europeos. Esta ambigüedad favoreció tal vez su autonomía y contribuyó a que todavía a mediados del siglo XVIII controlaran un gran territorio en la frontera del alto Paraguay.
Los guaycurúes se organizaban en varias parcialidades y contaban con múltiples jefes con autonomía, por lo que no hemos de pensar que actuaban como un “bloque étnico” (Roller, Contact 42). Cada grupo tomaba sus propias decisiones y en general gozaba de una amplia movilidad a través de las fronteras imperiales, las cuales ofrecían un conveniente refugio. En 1753, en el marco de una de las guerras portuguesas contra los payaguás, el gobernador António Rolim de Moura escribía a su homólogo español en Asunción pidiendo permiso para cruzar la frontera y perseguir a los indígenas (Vangelista 159). La frontera les permitía saquear canoas en la zona portuguesa y vender el botín (mercancías, animales y cautivos) en Asunción (Herreros 167), y viceversa (Roller, Contact 41).
Así pues, en el contexto de las demarcaciones y de la guerra estudiado en este artículo, ambas Coronas intentaron nuevos planes para conseguir la alianza, la reducción o el exterminio de estos grupos. Los españoles avanzaron en la instalación de reducciones y firmaron en Asunción un tratado con el cacique Lorenzo Mbayá en 1759, el cual facilitaba el establecimiento de los jesuitas entre los guaycurúes (Herreros 168). Desde el complejo misional de Chiquitos, los jesuitas planearon también enviar dos misioneros a los guaycurúes, “ofreciéndose muchos Chiquitos a acompañarles a empresa tan arriesgada”, tal y como habían hecho en otras ocasiones (Carvalho, “Lealdades” 385-386).
Según creía el gobernador de Santa Cruz de la Sierra en 1763, la tentativa misional desde Chiquitos se dejó “para tiempo más oportuno por los embarazos actuales con la expulsión de los portugueses” del río Guaporé (Pastells 902). Sin embargo, en junio de aquel mismo año, el padre Antonio Guasp partió con cuatrocientos indígenas de las misiones chiquitanas para establecer contacto con los guaycurúes. El intento fue un desastre, ya que, tras un primer contacto positivo, los guaycurúes atacaron la misión de Sagrado Corazón en el mes de agosto, y mataron al misionero y a nueve indígenas. Se iniciaba así un largo ciclo de guerras entre chiquitos y guaycurúes (Martínez), los cuales también se vieron amenazados por sus viejos aliados, los payaguás (Santamaría 132).
Las rivalidades interétnicas, según vemos, definían las relaciones de frontera tanto como los proyectos territoriales europeos. Sin embargo, los observadores coloniales tendían a simplificar la heterogeneidad étnica de las tierras bajas, ya fuera mediante la integración de diversos grupos en etnónimos genéricos o mediante el silenciamiento de aquellos que escapaban a su conocimiento. En el caso del Chaco, la frontera estaba ocupada también por otros grupos como los mataguayos o los pasaines. El gobernador Joaquín de Espinosa y Dávalos dirigió una campaña en 1763 para conseguir la reducción de ambos, en un impulso pacificador que sería continuado en los años siguientes (Herreros 162). En 1764 los guaycurúes se ofrecieron en Asunción para participar en la guerra contra algunos de esos grupos, como los abipones, los lenguas y los tobas. Su ofrecimiento fue bien recibido, pero finalmente los españoles desconfiaron de una posible traición de los guaycurúes, y no solo cancelaron la jornada, sino que deliberadamente contagiaron de viruela a los aliados indígenas para menguar su número (Carvalho, “Lealdades” 175-176).
Los límites del imperio: resistencias indígenas en las fronteras interiores
Los ataques contra payaguás, guaycurúes, caribes y otros grupos podían estar justificados, desde el punto de vista colonial, por décadas de complicada convivencia y por discursos que magnificaban la violencia de los indígenas. Sin embargo, la presencia de competidores europeos obligaba a contemporizar y procurar también la diplomacia y la negociación. En las fronteras “interiores”, donde los indígenas no podían beneficiarse del contrapeso de otro negociador europeo, era menor el incentivo para negociar los términos de convivencia (Carvalho, “Lealdades” 172, 554). En esas fronteras “interiores” también existieron resistencias indígenas que se alargaron durante décadas y en las que se alternaron los intentos de reducción voluntaria con los ataques mutuos.
En la Amazonía portuguesa, la Corona desplegó a mediados del siglo XVIII una serie de políticas reformistas con la finalidad de optimizar el rendimiento de la colonia y favorecer la integración de los indígenas. Estas medidas incluían la secularización de las misiones religiosas o la prohibición de la esclavitud indígena. Sin embargo, las buenas intenciones chocaban con la realidad de las fronteras interiores y con los deseos de sus habitantes, que en su ocupación progresiva del territorio encontraban la resistencia de grupos indígenas libres. Algunos de estos grupos eran conocidos como gentio de corso, por su extrema movilidad y su capacidad para incursionar de forma imprevista en las estancias de la frontera. A estos ataques seguían represalias coloniales en un ciclo que venía repitiéndose desde el siglo XVII.
En ese contexto, los habitantes de las capitanías de Maranhão y Piauí se encontraban en el año 1760 enfrentados con grupos timbiras. Informado de esta situación, el rey de Portugal autorizó la guerra contra los timbiras, no sin antes incluir una serie de recomendaciones. En primer lugar, recordó a los gobernadores que habían de partir “del cierto e indudable principio” de que los indígenas no eran feroces por su naturaleza; más bien, lo eran por las violencias sufridas o por las malas artes de los jesuitas. Siendo así, era recomendable “procurar antes iluminar os ditos Indios, fazendo-lhes conhecer o engano em que se achão, do que destruilos”. Y si la guerra era realmente imprescindible, habría que tratar con caridad a los prisioneros, que, eso sí, serían desterrados a las poblaciones más remotas (APEP, cod. 103).
Las recomendaciones incluían una orden para que el gobernador de Maranhão enviara ochenta o cien hombres para apoyar la ofensiva. Sin embargo, cuando la noticia llegó al gobernador, este tenía otras prioridades. Nuevas órdenes reales, fechadas en febrero de 1762, le conminaban a prepararse para “rebater qualquer invasão q quizesem fazer nesta Cap.nia os inimigos da sua Real Coroa”, por lo que hizo caso omiso a las peticiones de ayuda (AHU, Maranhão, c. 41, d. 4044). Ya a finales de 1763, concluida la guerra en Europa y firmadas las paces, estuvo en condiciones de mandar los refuerzos a las fronteras, cuyos habitantes seguían padeciendo las incursiones de timbiras, guegués y otros grupos de corso (AHU, Maranhão, c. 41, d. 4019).
Dinámicas similares ocurrieron en otras fronteras “interiores” de la Amazonía portuguesa, como los ríos Madeira y Solimões. Allí, los muras atacaban los asentamientos lusos y las embarcaciones que se aventuraban por los ríos (Amoroso; Sweet, “Native”; Araújo; Roller, Contact). Desde su base en la región lacustre de los Autazes, los muras dominaban una zona estratégica entre las minas de Mato Grosso y el Pará. Los portugueses tenían miedo de sus ataques y eran pocos los que se atrevían a pasar por la ruta del río Madeira. Los misioneros jesuitas y otros actores locales mostraron desde bien temprano un claro interés por combatir la amenaza de los muras, tanto para garantizar la seguridad de las aldeas como para reclutar mano de obra esclava entre los prisioneros de una eventual guerra justa. Sin embargo, la amenaza que suponían los ataques muras no fue siempre contradictoria con los proyectos territoriales de la administración colonial. En su afán por detener el contrabando, la Corona había prohibido la navegación por el río Madeira. En ese contexto, la presencia de los “corsarios muras” podía servir para “asustar a los aventureros” y desalentar el tráfico por el río Madeira, por donde fluía el oro de las minas de Mato Grosso (Amoroso 300).
Esta situación de complementariedad territorial se vio alterada cuando los portugueses, en el contexto de su competencia fronteriza con España desde 1750, quisieron abrir y consolidar su dominio sobre la ruta del río Madeira (Jesús 62-97; Melo). Para ello se permitió la navegación por el río en 1752, se fundó la villa de Borba a Nova (sobre la base de la antigua misión jesuítica de Trocano), se organizaron expediciones de reconocimiento, entradas militares en 1756 y 1758 (Carvalho, “Lealdades” 162-163, 396), y se planificó la fundación de una nueva villa aguas arriba del Madeira (Nossa Senhora de Boa Viagem), así como el establecimiento de una guarnición permanente que patrullara el río. Estos proyectos encontraron muchas dificultades y para 1760 la nueva villa ya estaba prácticamente deshabitada (Carvalho, “Lealdades” 372-374; Melo 116-122). Para entonces ya era evidente que los muras suponían un obstáculo considerable para la protección de las fronteras y para los planes ilustrados de desarrollo amazónico.
Estos planes demandaban el control y el uso del cauce fluvial como medio seguro de transporte y comunicación. Para tal fin era necesario vencer o convencer a los muras, ya fuera mediante su desplazamiento hacia otras regiones interiores o su reducción en asentamientos coloniales. Los muras, obviamente, tenían sus propios proyectos, y en las décadas de 1760 y 1770 protagonizaron una notable expansión geográfica; sus incursiones se hicieron sentir en zonas donde no habían actuado antes. Lejos de esquivar el contacto o de procurar un refugio estable, más bien redoblaron su movilidad y buscaron los límites de la expansión portuguesa para proseguir con sus actividades de saqueo y cautiverio (Roller, Contact 38-39, 45).
Existía, por tanto, una competencia entre varios proyectos territoriales, que por cierto no debe ser entendida como una lucha entre nuevos proyectos coloniales y viejas territorialidades indígenas. La expansión territorial de los muras se produjo, de hecho, a partir del siglo XVII, posiblemente como consecuencia del desplazamiento de otros grupos indígenas a causa del impacto de la conquista portuguesa. Los muras atravesaron grandes transformaciones durante el periodo colonial, y su alta movilidad y autonomía en el siglo XVIII debe entenderse como consecuencia de un proceso contemporáneo a las estrategias portuguesas de ocupación del espacio. Su configuración étnica también fue producto de las interacciones con la vanguardia colonial, al incorporar cautivos y fugitivos a sus comunidades (Roller, Contact 50-52). Estos y otros procesos de etnogénesis fueron habituales en las fronteras americanas y en muchas ocasiones contribuyeron a aumentar las capacidades de resistencia de los nativos (Boccara; Monteiro 29-37).
Sea como fuere, el choque entre la ambición controladora de los portugueses y los patrones de movilidad de los muras supuso una amenaza permanente en las villas coloniales y en las embarcaciones lusas. Al igual que hicieron los españoles con los caribes, los portugueses crearon un estereotipo salvaje de estos indígenas, el cual sirvió como base para justificar las agresiones coloniales contra ellos. Tras décadas de ataques mutuos, los muras acabaron por negociar los términos de su convivencia con los portugueses en 1784-1785 (Sweet, “Native”; Amoroso; Roller, Contact).
Los españoles convivieron con un enemigo similar en las estribaciones andinas situadas entre el Chaco y el altiplano boliviano. Los chiriguanos, grupos de lengua guaraní, eran un enemigo antiguo, reconocible, de una fama alimentada por su exitosa resistencia desde el siglo XVI. A pesar de ello, mantenían contacto regular con los españoles a través del comercio fronterizo, la negociación política e incluso el trabajo temporal en las haciendas (Saignes, “Entre ‘bárbaros’” 30-32). También los jesuitas intentaron su reducción, pero al momento de su expulsión en 1767 solo dejaron una misión con 268 fieles (Saignes, Historia234). Los chiriguanos supieron, pues, contener la presión de colonos y misioneros. Para ello, recurrieron a múltiples formas de resistencia, incluidas alianzas esporádicas con otros grupos indígenas, como los tobas, con los que mantenían una larga relación que oscilaba entre la cooperación y la rivalidad (Combès).
La amenaza de los chiriguanos acabó teniendo un papel decisivo en la única operación bélica que se dio en la Amazonía durante la guerra hispanoportuguesa de 1762. Desde Lima, el virrey Amat había ordenado una campaña para expulsar a los portugueses del Mato Grosso y Cuiabá, recientemente instalados en el río Guaporé. Aquella operación fue dirigida por el gobernador de Santa Cruz de la Sierra, al mando de hombres reclutados en la ciudad y sus alrededores. La idea era alistar a miles de hombres, pero finalmente solo se logró reclutar seiscientos. Las autoridades no pudieron autorizar un número mayor, ya que la ciudad de Santa Cruz debía “quedar a cubierto de cualquier irrupción del bárbaro Chiriguano” (AGI, Lima 1054). No en vano, los chiriguanos habían atacado la ciudad en varias ocasiones en los años anteriores.
El comandante español llegó incluso a enrolar a un grupo de principales chiriguanos, “que como en rehenes los pasé conmigo a Mojos, porque así se mantuviesen en quietud los de esta Nación, que tantas hostilidades, y alevosías han cometido” (AGI, Lima 1054). Esta amenaza de los chiriguanos, como decíamos, resultó decisiva en la guerra, ya que los seiscientos hombres reclutados se mostraron insuficientes para doblegar la resistencia portuguesa. Muchos de ellos desertaron y los que quedaron no fueron capaces de desalojar a los portugueses, lo que significó el fracaso de la operación.
Consideraciones finales
En las páginas anteriores hemos realizado una aproximación superficial y con voluntad comparativa a distintas fronteras de la Amazonía ibérica en el contexto de la guerra entre las Coronas de España y Portugal (1762-1763). Dicho acercamiento nos ha permitido constatar la coexistencia de múltiples territorialidades, tanto coloniales como indígenas. En el caso de los ibéricos, es posible detectar un cambio de tendencia en sus políticas de ocupación y defensa de las fronteras. Tras la firma del Tratado de Madrid, y en el contexto de las demarcaciones, ambas Coronas redoblaron esfuerzos por controlar la navegación de ríos estratégicos, fundar nuevos fuertes y ciudades, abrir caminos y reducir (mediante alianza o violencia) a las poblaciones indígenas que hasta entonces se habían resistido a su incorporación.
Frente a estas aspiraciones, las poblaciones indígenas mostraron un variado catálogo de respuestas, que incluían desde la guerra abierta y la rebelión, hasta la negociación simultánea con varias potencias coloniales. Las territorialidades indígenas (marcadas por patrones de ocupación discontinua, múltiples liderazgos, una alta movilidad y una fuerte sociabilidad con grupos vecinos) se vieron amenazadas por la creciente presencia de agentes de los imperios ibéricos. En cualquier caso, la amenaza era recíproca, y también los misioneros y oficiales ibéricos sintieron que sus proyectos territoriales estaban seriamente cuestionados por unas poblaciones que los superaban en número, en conocimiento geográfico y, no pocas veces, en voluntad de expansión, así como en experiencia y flexibilidad diplomática.
Los proyectos coloniales de demarcación de frontera, en definitiva, forzaron una convivencia más estrecha entre las poblaciones indígenas y los distintos representantes de las monarquías ibéricas. Todos ellos tuvieron que negociar en estos años sus distintos (y no siempre contradictorios) proyectos territoriales. Hemos visto casos en los cuales la violencia signó dicha relación (en ambas direcciones), mientras que, en otros, la alianza y la reducción (temporal o permanente) permitieron conciliar los intereses respectivos. Hemos visto también que los proyectos territoriales de las sociedades nativas no respondían únicamente al mantenimiento del control sobre la tierra de sus antepasados, sino que estaban vinculados con proyectos dinámicos que se redefinían con los riesgos y las oportunidades que iba generando la expansión colonial.
En algunos casos, estos proyectos territoriales indígenas toleraban la presencia futura de los europeos. Algunos grupos optaron por reducirse en asentamientos coloniales (misiones, villas) para mantener sus complejas territorialidades al abrigo de una alianza con una potencia europea. Fue el caso de los aruás, que añadieron las misiones franciscanas, la ciudad de Belém y hasta la lejana Lisboa a su geografía étnica. Otros, como los caribes, utilizaron la alianza con los europeos (holandeses en su caso) para mantener una alta movilidad con la que hostigar las fronteras del Imperio español. La posición de estos grupos, situados entre dos o más poderes imperiales, les ofrecía una posibilidad de negociar su apoyo sin renunciar a su libertad ni al suministro de armas y herramientas.
En otros contextos, los grupos de frontera optaron por imaginar futuros en los que se desconectaban de los lazos que hasta entonces habían mantenido con los europeos. Las rebeliones de Juan Santos Atahualpa o de los indígenas del río Negro persiguieron la expulsión de los ocupantes ibéricos para construir nuevas territorialidades indígenas. Otros, como los muras, ni siquiera necesitaron orquestar un alzamiento armado, puesto que transitaron la mayor parte del periodo colonial operando al margen de la estructura imperial. Esto no debe confundirse, sin embargo, con su aislamiento. En mayor o menor medida, todos los grupos indígenas de la Amazonía se vieron afectados y tuvieron contacto con los proyectos expansionistas ibéricos.
Las resistencias indígenas en las fronteras incluyeron también expresiones de resistencia cotidiana, como las continuas desobediencias de los habitantes de las misiones religiosas, que circulaban a través de las fronteras para visitar a sus parientes, amigos y a representantes de otras potencias coloniales, o como la simple insistencia en el movimiento más allá de los límites de las reducciones, que incluía la visita a zonas de pesca o de recolección, la participación en rituales y muchas otras actividades que escapan del radar de las fuentes coloniales con las que hemos trabajado. Por tanto, las territorialidades indígenas a mediados del siglo XVIII presentaban perfiles originales, dentro y fuera del espacio imperial.
Esta capacidad de los pueblos indígenas para relativizar el peso de la frontera europea y poner en duda las reclamaciones territoriales de los ibéricos fue especialmente evidente en el contexto de la guerra entre España y Portugal en la fase final de la guerra de los Siete Años. La amenaza que representaban grupos como los chiriguanos y los caribes afectó los planes ofensivos de los españoles, que se vieron forzados a reducir su capacidad de ataque para atender sus retaguardias en el Orinoco y en Santa Cruz de la Sierra. Los muras en el río Madeira dificultaron los planes portugueses para establecer una base estable de comunicaciones entre el Pará y Mato Grosso.
No en vano, los europeos eran una minoría en las fronteras y sus temores ante eventuales ataques indígenas estaban justificados por su experiencia reciente y por la constatación de que eran los distintos grupos indígenas, en sus diferentes formas y grados de autonomía y resistencia, los que controlaban el devenir de las regiones fronterizas de la Amazonía. Además, la ausencia de grandes líderes que concentraran el poder político dificultaba las negociaciones. Las agencias indígenas, en definitiva, acabaron por afectar el desarrollo de la guerra y los procesos de demarcación de fronteras. Si la ejecución del Tratado de Madrid (1750) y la resolución de la cuestión de límites fue un fracaso en este contexto, ello no puede achacarse únicamente a la falta de interés de los actores políticos en las cortes ibéricas, a los desacuerdos diplomáticos o a la ineficacia de las comisiones demarcadoras. Las resistencias indígenas deben ser también interpretadas como factores explicativos de la incapacidad colonial para fijar y controlar las regiones de frontera.