Introducción
El año 2020 marcó el comienzo de la tercera década de existencia autoconsciente de la historiografía ambiental latinoamericana, campo del conocimiento dedicado a indagar por las múltiples maneras en las que las sociedades humanas y el resto de la naturaleza han co-evolucionado juntos, afectándose y condicionándose mutuamente. Si la primera década del milenio (que quizá comenzó a mitad de los Noventa: excentricidades cronológicas frecuentes en la historia) fue la fundacional, y la segunda fue la del afianzamiento de este campo y su comunidad académica, cabe preguntarse ¿qué se puede esperar de la tercera?2.
El que la Historia ambiental de América Latina haya avanzado y se pueda decir instalada en el escenario académico es vox populi. Si bien sería atrevido afirmar, como lo hace el historiador Paul Sutter al referirse a Estados Unidos, que «the field of environmental history has grown like kudzu on a hot July day»3, muchos indicadores y observadores señalan que también en América Latina el campo se ha ganado un lugar estable4; sin embargo, estas observaciones suelen venir desde las entrañas de la historia ambiental misma, propuestas por autores (entre los que me incluyo) que son ellos mismos partícipes de la historia que quieren defender. Surge entonces la duda: ¿y si fuera la voz populi ambientis? Es decir, ¿no será una proyección autocomplaciente de los historiadores ambientales? ¿Cuánto ha aportado la historiografía ambiental latinoamericana a la historiografía de la región, y qué tanto le ha importado a la primera influir en la segunda? ¿Podría tejerse esta relación con mayor provecho para ambas?
Desde luego, plantearse esta clase de preguntas significa interpretar y sin duda limitar el campo de acción de la historia ambiental, porque no solo es opinable que contribuir a la disciplina de la Historia sea su fin último o más preciado, sino que las raíces, la bibliografía y la biografía de los autores de la historia ambiental latinoamericana (aunque quizá no la latinoamericanista)5, indicarían más bien que su preocupación vertebral ha sido más la de tejer puentes con los estudios ambientales y del desarrollo, procurando incidir si acaso en las políticas públicas y la transformación social, que la de influir en la agenda y el oficio de la Historia6. Esta sería, de hecho y para algunos, la razón de ser de una historia ambiental para la región latinoamericana, y no (solamente) sobre ella, como reclama Patricia Clare7.
Cualquiera que sea la postura que se escoja frente a la razón de ser de este campo, es innegable que en su multidisciplinar DNA está también la intención de funcionar como agente disruptor de aquella Historia antropocéntrica, evolucionista y ciega frente a la crisis civilizatoria que representa en realidad la crisis ecológica8. En idioma Millenial se podría traducir por «hackear la Historia»9.
La preocupación por la relación entre Historia (general) e Historia ambiental es compartida por varios autores10. En América Latina, Claudia Leal le ha dedicado un reciente ensayo programático, llegando a la conclusión que, por lo menos en el caso colombiano, «nuestro campo ha añadido aún poco al gran tratado de historia nacional»11. Alejandro Tortolero ha tomado en cambio el camino del análisis metodológico, confrontando la historia ambiental en uno de los terrenos más sólidos de la historiografía latinoamericana, como lo es su filiación de la Escuela de Les Annales12. Y para quienes se dedican a este campo desde departamentos y programas curriculares en Historia, el problema se convierte en experiencia cotidiana, al tener que luchar por embeber la perspectiva histórico-ambiental en cursos de historia general, encontrar evaluadores de tesis y proyectos de investigación abiertos a pensar al ser humano como «un mamífero más», o participar desde la historia ambiental en eventos dedicados a efemérides clásicas de la Historia13.
Por las anteriores consideraciones, este escrito quiere hablarle al público de la Historia, lectores de revistas académicas como la presente, para contribuir a construir un puente y una legitimación crítica, ojalá no autocomplaciente, de la historia ambiental latinoamericana14. La argumentación se desarrolla en cuatro actos. En el primero, conejos y basura son los ejemplos que sirven para mostrar cuanto amplia y compleja sea la agencia histórica sugerida por la historia ambiental. El segundo acto es un acto autocrítico, que apunta a señalar cómo la narrativa por lo general negativa y el interés de la historia ambiental, por dialogar más con los estudios ambientales y de la sostenibilidad, que con la historiografía no ha servido a integrar la perspectiva ambiental. La actual etapa de madurez de la historiografía ambiental latinoamericana, sin embargo, muestra que está abierto el camino hacia mejores preguntas a temas álgidos de la historiografía latinoamericana, que resultan renovadoras tanto conceptual como metodológicamente. Como ejemplos, en el tercer acto se discute la temática de la cuestión agraria y en el cuarto la de la construcción del Estado nacional, señalando que persiste una necesidad de documentar y sistematizar mejor la metodología de la historia ambiental latinoamericana. Queda planteada en las Conclusiones la hipótesis de cómo innovar, y no solo adecuar la agenda de la historiografía latinoamericana a la luz de las perspectivas ambientales, razonando acerca del Antropoceno como lugar para construir una «historia rota y atormentada» que ayude a la comprensión del problema histórico de mayor envergadura actual.
Cabe un caveat metodológico. En comparación con mis propios intentos anteriores, este ejercicio interpretativo ha tropezado con el crecimiento exponencial de la bibliografía en la última década, una dificultad sensible para las que no nacimos con el don de la síntesis. La estrategia metodológica utilizada ha seguido un movimiento en tres pasos, cuyo comentario con cierto detalle puede resultar útil para documentar la «cocina» de la búsqueda y la revisión bibliográficas15. No sobra advertir que tampoco aspira a ser una exploración exhaustiva ni canónica.
En primer lugar, se escrutaron los recursos bibliográficos digitales Redalyc, SCOPUS, Dialnet, la Bibliografía On Line de Historia Ambiental Latinoamericana - BOHA, la sección Environmental History en la Oxford Research Encyclopedia of Latin American History, mi propia base bibliográfica Zotero EH, el portal Academia.edu, y el portal multimedial del Rachel Carson Center Environment and Society16. De alguna utilidad ha resultado también la comunicación académica que circula en Twitter, especialmente bajo el #envhist. Con ello se pretendió tener un panorama de temas, autores, lugares de producción, y problemas cubiertos por la bibliografía17.
El segundo paso fue la revisión de balances recientes de historiografía ambiental latinoamericana, un bien codiciado del cual el año 2019 ha sido pródigo. Vieron la luz, en particular, tres publicaciones de autoría múltiple que explícitamente se propusieron como estados del arte: la introducción y los ensayos reunidos en el libro editado por Leal, Soluri y Padua, Un pasado vivo: dos siglos de historia ambiental latinoamericana; el dossier de la revista HALAC sobre «Balances de HA», y la introducción de Sánchez y Blanc al de la revista Historia crítica, titulado «Panorama actual de la historia ambiental latinoamericana»18.
En tercer lugar, se tomaron en seria consideración varios ensayos de síntesis de la historia ambiental latinoamericana publicados en los últimos años, un lujo del cual las primeras generaciones de cultores de este campo evidentemente no gozaron19. Esto, junto con el acumulado de docencia en el cual he ido yo misma ensayando tópicos y referencias20, permitió caminar sobre terreno pisado.
1. Actores insólitos para problemas importantes
A menudo en las revistas de historia ambiental aparecen títulos que, no lo dudo, hacen sonreír a quienes los lean desde afuera del campo: «Attacked by Excrement: The Political Ecology of Shit in Wartime and Postwar Tokyo»21, por ejemplo. O «El conejo europeo en Chile: historia de una invasión biológica»22. Residuos y animales son dos ejemplos ilustrativos del cambio de mirada que pretende sugerir la historia ambiental a la indagación histórica en general, otorgando estatus de actores (o actantes, según las preferencias epistemológicas23) a entidades insólitas en los relatos históricos, como excrementos y conejos. Estos, sostienen los historiadores ambientales, participaron de muchas maneras en moldear la existencia humana tal como la conocemos. Los excrementos humanos fueron un componente fundamental, junto a los desechos animales y en general a los residuos, del metabolismo urbano, un flujo de salida de la ciudad que tuvo comercio, fue ejercicio de poder, sirvió para trazar demarcaciones de clase, género y etnias, fue protagonista de políticas higiénicas y de salud pública, fue objeto de experimentación tecnológica y circulación internacional de saberes ingenieriles y médicos, y también representó por siglos un vínculo vital entre ciudad y campo, que lo recibía como fertilizante. Todavía conocemos poco de esta historia desechada para América Latina, pero basta con detenerse a ojear la mirada amplia que los Discard Studies proponen para captar las inmensas posibilidades del estudio de los residuos y comprender algunas de las dinámicas más profundas de la historia de las sociedades humanas en su interacción con el resto de la naturaleza24.
En cuanto a los conejos, cuentan Camus, Castro y Jaksic que, similar a lo que le ocurrió a ratas, marranos y malas hierbas –protagonistas del intercambio colombino que Alfred Crosby canonizó como conquista biológica25– actuaron como aliados inconscientes de dinámicas imperiales que resultaron exitosas, en la medida en que lograron modificar los paisajes y las cadenas ecológicas, y no solo las relaciones sociales o la organización política. Los conejos europeos fueron invitados probablemente desde mitad del siglo XVIII, en plena época colonial, para poblar Chile por ser proveedores de carne y pieles. Dos siglos después, se habían transformado en extraordinaria plaga a expensa del zorro nativo.
La historia de estos animales comunes puede parecer anecdótica, pero en cambio enseña un pilar fundamental de la perspectiva ambiental: los seres humanos comparten su historia con muchas otras especies, que no solo son comidas, cultivadas, extraídas o modificadas por las personas, sino que tienen su propia historia. Se reproducen y establecen en el territorio no solo porque haya intereses comerciales en que esto suceda, sino de acuerdo a su biología, como anota Melville en su conocida Plaga de ovejas en el Valle de Mezquital, en México. Conocer la forma en la que el ganado menor introducido por los conquistadores se reproducía le permite a Melville establecer que, los números de cabezas que aparecen en los registros archivísticos hablan de una verdadera irrupción de ungulados, con todo lo que aquello acarrea para la compactación del suelo, y de allí la reducción de la fertilidad de la tierra, y el empobrecimiento de los pobladores antiguos del Valle central de México y la estabilización del sistema del pastoralismo colonial26.
Cualquiera que mire a su alrededor hoy aceptará que los animales –de todos los tamaños, razas e importancia económica– ocupan un lugar extraordinario en la existencia humana. Pero esta visibilidad animal es fruto de una sensibilidad reciente, lo cual explica porque sea solamente en años recientes cuando la historiografía le ha abierto sus puertas27. En América Latina, la historia de los animales se ha ido ensanchando desde los iniciales estudios sobre bovinos, ovinos y otra fauna entendida como recurso productivo, hasta interesar animales urbanos, habitantes de los zoológicos, aves migrantes o jaguares sobreviviente, mosquitos, y bagres, entre muchos28.
Excrementos y conejos son entonces nada más que dos ejemplos, que se podrían multiplicar casi ad infinitum para tratar de convencer a los apasionados de la nueva historia cultural, a los secuaces de la historia conceptual, a los irreducibles de la historia económica y a los apóstolos de la historia política, que buscar en las fuentes documentales y otorgarle agencia histórica a agua, suelos, insectos, lluvias, paisajes, aves, y demás participantes del circo de la historia ambiental puede cambiar su forma de entender de quién y para qué es la Historia29.
Las madres de adolescentes, sin embargo, sabemos que nada es menos exitoso que intentar convencer a punta de ejemplos «sugerentes» a sujetos, como los adolescentes y los historiadores, por lo general desconfiados de la utilidad de consejos que no vengan de su grupo de pares más cercano. Más eficaz resulta, en ambos casos, hacer un esfuerzo de empatía y tratar de adoptar el punto de observación del otro. ¿Por qué debería un historiador interesado en aristas distintas a la ambiental detenerse a conocer, y ojalá apropiarse, lo que ha producido la comunidad que a esto se dedica? O, parafraseando a Leal, Soluri y Padua, ¿qué es «lo histórico» en la historia ambiental de América Latina?30.
2. Hacia una «historia rota y atormentada»
Espero no resulte en un ejercicio de autocrítica á la soviética (con condena a expulsión automática del gremio) reconocer, con base en la revisión bibliográfica explicada al comienzo, que la historiografía ambiental latinoamericana muy a menudo no ha estado guiada por preguntas que la comunidad histórica general pueda reconocer como propias. De hecho, muchos problemas en la agenda investigativa de la historia ambiental latinoamericana no son tales para los demás practicantes del oficio de historiador: ¿cómo se transformó el paisaje durante la Colonia? ¿Cuándo ha surgido una política de conservación de ecosistemas vulnerables y de protección de especies en extinción? ¿Cuál ha sido el impacto ambiental de la minería? ¿Cómo se manifestaron las variaciones climáticas en el pasado? ¿Eran ambientales los conflictos por la tierra que tanto aparecen en los registros archivísticos? ¿Quién se benefició de los cambios en los regímenes hídricos de la modernización hidroeléctrica? ¿Cómo influyó la representación de la naturaleza tropical en la deforestación de las selvas? ¿Qué le pasó a los desiertos o a los ecosistemas marinos durante los siglos de construcción de Estados y economías nacionales? ¿Cómo impactó la Revolución Verde en los saberes campesinos tradicionales?
Todas son preguntas válidas e importantes, y han contribuido a escribir páginas iluminantes de lo que sabemos de la historia ambiental de América Latina. Pero sólo le importan a quienes tenga un visor ambiental puesto en su mirada a la Historia (y la vida), y la historiografía actual en su mayoría no lo tiene. Uno de los varios indicadores es, por ejemplo, la inclusión de un capítulo ambiental en las recientes compilaciones generales de la historia de la región, pero separado de las narrativas generales, un apéndice que finalmente se puede poner y quitar al gusto. Así se puede interpretar la valiosa síntesis de la historia ambiental contemporánea latinoamericana de Sedrez en el Companion to Latin American History o el capítulo de Rodríguez Becerra sobre la historia del ambientalismo latinoamericano y caribeño en la Historia General de América Latina de la UNESCO31. Quien ha hecho el análisis en compendios de historias nacionales ha llegado a la misma conclusión32. Otro de los indicadores puede ser la presencia y frecuencia de términos importantes para la historia ambiental latinoamericana en los compendios de historia general de América Latina, y en las revistas de Historia de y sobre la región. Tómese, por ejemplo, los términos Revolución Verde, conflictos socio-ambientales, transiciones energéticas, agroecosistema, conservación, bosques y, por supuesto, cambio climático. Su recurrencia en textos de historia general se puede buscar con facilidad porque se trata de un corpus documental disponible digitalmente. El resultado de la búsqueda es contundente: la historia ambiental ha crecido en un nicho33. Sus palabras claves no aparecen en la lengua vernácula de la disciplina histórica.
No tendría por qué ser así. La historiografía ambiental, que es una caja de Pandora en la que se logran acomodar a gusto geógrafos, agrónomos, sociólogos, biólogos, historiadores y antropólogos –para citar identidades disciplinares frecuentes entre autores de este campo –sabe participar de la indagación histórica general y, en este acometido, ha resultado más original cuando ha superado su probablemente fisiológica tendencia a la «narración a teleología negativa», como la llama Bevilacqua:
[…]una especie de historia progresiva invertida. Una nueva narración, teleológicamente negativa, cuyo objetivo es seleccionar los fenómenos y procesos del pasado para encontrar en los problemas ambientales del presente el resultado inevitable y coherente de aquellos. No es que esta historia no tenga su utilidad. (...) [pero] La naturaleza de las relaciones reales entre los hombres y su entorno no siempre se puede ceñir a marcos de coherencia geométrica. Es una historia mucho más rota y atormentada34.
Esta tendencia a la unilinealidad histórica para explicar transformaciones ambientales negativas, que ha venido llamándose entre analistas de habla inglesa declensionist narrative35, y entre latinoamericanos y latinoamericanistas «historias trágicas»36, podría decirse una variante ambiental de la versión Whig de la Historia, aquella que en la tradición británica suponía el pasado y el futuro atados en un inevitable camino de progreso pavimentado por eventos que, leídos en cadena, revelaban la clave explicativa uno del otro.
Para oficiantes de la Historia con intereses distintos a la indagación de la relación entre sociedades y ecosistemas, las narraciones trágicas tan comunes en una primera etapa de la historia ambiental –y que siguen teniendo mucho espacio en las publicaciones en este campo en América Latina– probablemente resulten de limitado atractivo. La solución, desde luego, no puede estar en un revisionismo histórico-ambiental per se, por el gusto de crear contracorrientes académicas más cercanas a otras perspectivas históricas. La historia ambiental debe seguir intentando explicar las razones, las dinámicas, las dimensiones de las transformaciones socio-ambientales. En este sentido, siguen haciendo falta indagaciones factuales sobre muchísimos hechos ambientales que se pueden catalogar, con tranquilidad epistémica, como desastrosos o por lo menos perjudiciales para las complejas relaciones sociedad-naturaleza37. Sin embargo, parece urgente propender por una historiografía ambiental de la complejidad, a espejo de su propia materia, esforzándose por reconstruir aquella «historia rota y atormentada» que menciona Bevilacqua, y aportar desde allí a la comprensión de problemas históricos de interés general.
La observación de la producción historiográfica más reciente sugiere que posiblemente esta etapa de mayor madurez le ha llegado a la historiografía ambiental de América Latina. Es una temporada de caminos menos previsibles, fracasos que resultan ganancias, errores reveladores y, sobre todo, preguntas mejor atinadas. La evidencia se encuentra en el abordaje de muchos temas, pero prefiero limitarme a los que mejor conozco, que me parece tienen poder explicativo, y que son centrales en la historiografía latinoamericana: la cuestión agraria y la construcción del Estado nacional.
3. Preguntas históricas con respuestas ambientales: la cuestión agraria
«Cuestión» deriva del latino quaerere, que significa buscar, tratar de encontrar. Hay cuestiones que son problemas, como la cuestión homérica – la dificultad de atribución de la autoría de los poemas épicos a un único autor llamado Homero – y la “cuestión agraria”. Al primero que le pareció un problema fue, en 1899, Karl Kautsky. El intelectual europeo y figura central del pensamiento marxista y de la socialdemocracia indicaba con La cuestión agraria la dificultad de definición del rol del campo y del campesinado en el desarrollo del capitalismo (o más bien al revés, el rol del desarrollo capitalista en el campo y el destino del campesinado en la proletarización coexistencial al capitalismo)38.
Desde entonces y grosso modo en los mismos términos de Kautsky, el agro le ha seguido pareciendo un problema a una parte importante de las ciencias sociales. Su interrogación intelectual ha vivido épocas doradas y olvidos prolongados, pero, como las malas hierbas y las buenas amigas, nunca ha desaparecido del escenario39. Esto ha sido especialmente cierto en América Latina, y no solo por la constante y políticamente ruidosa presencia de campesinos en la región aún en época de furibundo neoliberalismo40, sino por la importancia que precisamente el campesinado latinoamericano ha tenido en la reflexión teórica alrededor de la cuestión agraria en general. Lo recuerda Roseberry en un texto viejo, de más de 25 años (1993), pero todavía válido, y Soluri en un ensayo joven, de menos de 1 año (2019), que amerita lectura atenta41. Escribiendo justo a mitad entre estas dos apreciaciones, una voz atenta al mundo rural e indígena latinoamericano, la del antropólogo e historiador chileno José Bengoa, observaba con respecto a los estudios agrarios:
[…]la lectura de textos que fueron de la mayor trascendencia en los años sesenta hoy en día no son, con excepciones, otra cosa que asuntos de interés para el análisis de la historia de las ideas. Al revisar la literatura uno se encuentra ante debates que hoy suenan pasados de moda, sin importancia actual e incluso desmedidos. Más aún la inercia de los estudios actuales conduce a pensar en una falta de renovación y ausencia de nuevas miradas, por lo que es necesario el ejercicio de la crítica42.
La inercia denunciada por Bengoa responde a un viraje de la atención de la historiografía latinoamericana de esos años hacia la historia cultural, la crítica posmoderna y hasta cierta medida la recepción y adaptación de los estudios subalternos y decoloniales, siguiéndole el hilo especialmente a la academia norteamericana. Los estudios agrarios con perspectivas históricas se reorientaban hacia la historia regional o local, y renunciaban patentemente a una visión macrohistórica, que había sido una verdadera pulsión mesiánica en las décadas anteriores, y por ello también su mayor limitación43. Durante los ’90 – años de Consenso de Washington y recetas aperturistas, pero también de nuevas y más incluyentes cartas constitucionales y de resistencias indígenas y campesinas –la historia agraria se desteñía y revistas que fueron importantes del agrarismo social– como «Estudios Rurales Latinoamericanos» publicada por CLACSO en Bogotá desde 1978, cesaban publicaciones (1993).
Recientemente, sin embargo, la interpretación histórica de la cuestión agraria latinoamericana, después del ocaso de los Noventa, volvió a ser relevante en el tablero académico44. Un rol significativo en esta resurrección lo jugó la historia ambiental, por razones que son metodológicas y conceptuales, como voy a argumentar a renglón seguido.
Los cambios historiográficos, al igual que los tecnológicos, ocurren cuando nuevos paradigmas conceptuales (el software) se juntan con herramientas metodológicas nuevas (el hardware). Ocurrió por ejemplo cuando el feminismo se volcó hacia la recuperación y producción de fuentes orales (que permitían superar la menor presencia de voces femeninas en la documentación textual tradicional), empezando a producir, primero, historias de mujeres y, luego, historias engendered, donde el género no era un complemento objeto de la proposición histórica, sino una clave de lectura de la historia. Ocurrió de nuevo con la historia económica, cuando el ocaso de las grandes metanarrativas del siglo XX y la disponibilidad de los computadores personales redireccionó el análisis histórico-económico hacia la cliometría (y de paso alienó la historia económica de las demás corrientes de la disciplina).
De la misma forma, la «cuestión agraria» está siendo protagonista de un cambio historiográfico porque la perspectiva ambiental es un paradigma conceptual, que sacude las bases teóricas (economicistas) de esa cuestión, por un lado, y porque introduce herramientas metodológicas nuevas al laboratorio de su indagación, por otro.
Lo primero, la sacudida de la concepción economicista de la cuestión agraria ha sido propiciado por la agroecología, «aquella parte de la Ecología que (…) proporciona una visión integral de la estructura, funcionamiento y dinámica de los sistemas agrarios»45. Adoptada la visión agroecológica, ya no es posible seguir considerando un agroecosistema como «el objeto de una actividad económica llamada agricultura que “produce” alimentos, fibras, sustancias medicinales y combustibles y también beneficios monetarios», sino como el resultado siempre cambiante de las relaciones entre sus componente46. Esto significa también repensar lo que los sistemas producen, a comenzar por la comida, desde el punto de vista energético y ambiental47.
Lo segundo, la introducción de herramientas metodológicas nuevas, está ocurriendo con la «reorientación desde conceptos muy conocidos –como paisajes, espacios y lugares– a unos menos conocidos –flujos, transformaciones en energía y metabolismos– y mucho menos tangibles que un árbol o un pájaro»48. Y éstos vienen con sus propios instrumentos de medición, procedimientos y maneras de presentar resultados, es decir con su propia caja de herramientas.
En esta «nueva cuestión agraria», la pregunta clásica por la propiedad de la tierra deja de ser central49, y con ella los análisis de éxito o fracaso de las reformas agrarias a partir de las hectáreas de tierras redistribuidas, y los títulos de tierras como fuente principal de la historia agraria. Interesa en cambio saber si las transiciones agrarias, incluidas las que modificaron los marcos propietarios, alteraron significativamente la diversidad agrícola. «¿Cómo ha podido mantenerse (…) [la] diversidad agrícola a través de las numerosas revoluciones políticas, sociales, tecnocientíficas?», pregunta Soluri50.
Igualmente redefinida resulta otra pregunta canónica de la cuestión agraria latinoamericana: ¿cómo entender el lugar del agro y su gente en el marco de las transformaciones capitalistas de la tierra? Y aún más en concreto, ¿fueron las plantaciones el último refugio de la Colonia o la avanzada de la modernidad? Para Funes, las plantaciones caribeñas en el momento de la revolución de Haití en 1791 hay que verlas «en los marcos de la economía orgánica preindustrial, basada en la fuerza muscular humana y en los animales, junto a la fuerza motriz del viento y del agua», más que como unidades de producción de materias primas para la exportación, como acostumbra a conceptualizarlas la historia económica. La rebelión de esclavos en Haití –que abrió la era de las Revoluciones atlánticas– iba junto a «la rápida deforestación, la escasez de combustible, la erosión y la pérdida de fertilidad del suelo». No hay duda de que se trataba de desgracias ambientales, pero resulta que impulsaron sin embargo «la aplicación de innovaciones como los trenes de calderas a un solo fuego, capaces de quemar el residuo de la caña; empleo de estiércol para fertilizar las plantaciones; siembra de nuevas variedades de caña e implantación de regadíos». Y así, de la deforestación y el empobrecimiento del suelo y la afectación a la fauna, «las Antillas menores se convirtieron en territorios pioneros en la adopción de medidas conservacionistas, creación de jardines botánicos, reservas forestales y áreas protegidas»51. La historia ambiental en su etapa de madurez logra por fin mostrarse rota y atormentada.
Su nueva condición le permite atreverse a tocar las puertas de temas casi sagrados de las respectivas historiografías nacionales: la secuencia de revoluciones en México, que son repensadas como «revoluciones ecológicas» en las que lo que más cambia no es la política, sino las huellas sociales y ecológicas y su posibilidad de ejercer cambio a futuro52; la «formación objetiva y subjetiva de Brazil como país», vista a partir del peso de una realidad territorial que pueblos y biomas fueron construyendo paulatinamente y juntos53; o la expansión incontrolada y destructora de la ganadería y su corolario de la consolidación de oligarquías agroexportadoras, una teorización que tuvo en escasa cuenta la extrema complejidad tanto de los ecosistemas como de las lógicas ganaderas54.
Por esta vía también asumen otro espesor las preguntas grandes de la historiografía latinoamericana, y dos en particular. La primera es, en palabras de Marixa Lasso, «The historical erasure of Latin American modernity» con la consecuente y cómoda consolidación de la idea de una América Latina que siempre estuvo en una carrera para alcanzar Europa y EEUU, «the idea of Latin America as a región of elite imitators and traditional peasants», evidentemente «a caricature that obscures the region’s complex history»55. El libro de Lasso, quien no se define a sí misma necesariamente como historiadora ambiental y que reconstruye con originalidad la contra-historia del Canal de Panamá y sus pobladores, es la prueba viva de que la perspectiva ambiental está siendo metabolizada por cualquiera que haga historia y tenga sensibilidad para los territorios, las otras especies no-humanas y la relación que la gente teje con ellos. La que queda borrada, nos narra Lasso, no es solo la serie de asentamientos que existían –y numerosos– en la Zona del Canal antes y después de su construcción, sino una manera de vivir –comerciando, transportándose, y cultivando– que pobladores locales habían negociado con la naturaleza tropical de la porción del istmo centroamericana56. Esa era también una «modernidad» latinoamericana.
4. La construcción del Estado nacional y los pendientes metodológicos de la historia ambiental
La segunda pregunta, o más bien idiosincrasia persistente de la historiografía latinoamericana, que una historia ambiental más madura puede contribuir a enriquecer, es la dinámica de construcción del Estado nacional (state and nation building). El problema del Estado –su formación, su fracaso, su dificultad para mantener el ejercicio de la soberanía, su peculiaridad en comparación a los caminos modélicos europeos o norteamericano, su captura por parte de algunas oligarquías, su persistencia no obstante las adversidades, la lentitud de su paso, su transformación en plurinacional– es quizá el problema-núcleo de la reflexión latinoamericana.
Frente a ello, la historiografía ambiental ofrece un camino innovador: la gestión de la naturaleza, o lo que un grupo de autores ha llamado Nature State, fue un gran laboratorio para experimentar soluciones administrativas, afinar capacidades de negociación, estrategias y alianza57. Así, los temas clásicos como el surgimiento de políticas de protección de áreas naturales o la historia de la gestión de parques se convierten en oportunidades para entender qué tipo de Estado se fue construyendo a partir de qué relación con una biodiversidad específica.
Siendo esta veta incipiente, es temprano para saber si encarna un potencial innovador importante para el estudio de la experiencia histórica del Estado en la región. Por lo pronto, se puede sin embargo observar que resulta curioso cómo la actuación del Estado siga estando en el centro del interés de una parte relevante de las ciencias sociales latinoamericanas, no obstante estas mismas hayan sostenido tradicionalmente la teoría de una atávica debilidad del Estado para ejercer sus funciones capitales. Si esto fuera cierto, ¿por qué no dedicarle atención a actores no-estatales (o de hecho contra-estatales) que en varias etapas de la historia latinoamericana tuvieron control territorial y se consolidaron como institución con influencia para alterar la relación entre la sociedad y la naturaleza de lugares y zonas específicas. Por ejemplo, sería interesante comprender la forma en la que colonos y migrantes no organizados moldearon paisajes, o cómo las mafias narco interpretaron la naturaleza tropical, o cómo las guerrillas interactuaron con los animales del monte y de la selva, o cómo las transnacionales mineras intervieron en la litósfera? El pensamiento Estado-céntrico no contribuye a comprender estas otras formas, a veces antagónicas y no solo alternativas, de organizar la vida en comunidad. Quizá entonces un Nature-anti/alter State, a la par del Nature State ya mencionado, puede ser un planteamiento fecundo.
Con preguntas nuevas, como las anteriores, vienen metodologías y fuentes que pueden ayudar a renovar los métodos históricos más allá de la historia ambiental. Sin embargo, a ésta le sigue faltando claridad metodológica. ¿Cómo se hace historia ambiental? La respuesta es incierta porque no es común el interés hacia temas metodológicos entre historiadores ambientales, y porque los historiadores, a diferencia de los ingenieros de sistema, no cuentan con una tradición de documentación de sus pasos. Son pocas las referencias acerca del método para investigar y menos aún para enseñar historia ambiental desde y para América Latina, ni existen a la fecha (o no las pude encontrar) compilaciones como las de MacEachern y Turkel, para Canadá, y de Wakild y Berry58. El muy útil compendio editado por Myllyntaus no tiene en su mira a América Latina, pero los temas del uso de las biografías, la deconstrucción de las percepciones culturales del paisaje (incluido memoryscape), el diálogo con los saberes indígenas, el aprovechamiento historiográfico de los desastres como las inundaciones, y la oportunidad que representa la historia de los ríos para entender la relación sociedad-agua, son todos temas de mucha pertinencia para la historia ambiental de América Latina59.
Un cierto número de autores latinoamericanos se ha encargado de traducir los postulados y los llamados ‘genéricos’ a la transdisciplinaridad, muy propia de la etapa inicial de la historiografía ambiental, a una serie de indicaciones metodológicas referidas a sus propios campos de investigación, por ejemplo, el todopoderoso Sistema de Información Geográfico, o los métodos para hacer historia climática para periodos preinstrumentales60.
Detrás de la adopción práctica (y no solo la postulación teórica) de la transdisciplinariedad están posiblemente varios elementos, de los que se destacan dos. El primero es la llegada de una generación de híbridos disciplinares, con estudios de pregrado en un área, de posgrado en otra y quizá de activismo en una tercera, resultado de una flexibilidad de los currículos universitarios latinoamericanos, tal vez mayor que la del norte del continente y de Europa61. El segundo elemento es la revolución digital, que, al permitir búsquedas de información por palabras claves en lenguaje natural (por ejemplo selva, en lugar de bosque húmedo tropical62), democratizó la ignorancia, que es notoriamente atrevida. Esto ha permitido a muchos dar pasos menos temblorosos en campos de saberes muy codificados. En tiempos pre-internet (que no son jurásicos, puesto que varios representantes de aquella época seguimos en circulación), cruzar en una misma investigación las últimas elucubraciones sobre los efectos a largo plazo de las reformas agrarias latinoamericanas en el siglo XX, con los hallazgos de la genética vegetal requería tiempo y valentía. Hoy día requiere tener conexión a internet.
Conclusiones: el dilema Antropoceno
La historiografía ambiental de América Latina ha producido en la última década más historias, pero sobre todo ha entrado en una etapa de madurez que le permite alejarse de narraciones teleológicas, y con ello encontrar un diálogo más proficuo con la Historia general. Por supuesto, sigue habiendo más temas pendientes que investigadores dispuestos a atenderlos. Algunas son faltas macroscópicas: los estudios de migración apenas han empezado a ser de interés para la historia ambiental63, mientras que en América Latina la historiografía ha sido más que tímida en cuanto a género y medio ambiente64. Entre los temas promisorios está el turismo, entendido como fenómeno transformador de gentes y de paisajes65. El listado podría seguir, pero no para hacer más completa la escena66, añadiendo roles y episodios, sino para hacer más compleja la interpretación de la historia (y más difícil su manipulación). Cuando la historia ambiental lo logra, el diálogo con la historiografía general es fecundo.
Esta estrategia parte, sin embargo, del supuesto que la agenda de la investigación historiográfica ya existe, y la historia ambiental debería adaptarse a ella. Pero, si se acepta, como se comentaba en la Introducción, que el reto mayor de la historia ambiental es cambiar el sentido de la narración histórica, no adaptarse debería ser la consigna, y desafiar en cambio la historiografía en su propio terreno. ¿Podría el Antropoceno y su debate fungir como el caballo de Troya de la historia ambiental para penetrar la fortaleza de la historia, o será más bien un pantano en el cual se enterrará la perspectiva histórica, difuminada en las Humanidades ambientales y las demás prácticas culturales que están nutriendo lo que Astrid Ulloa llama «el giro antropocénico»?67.
El término Antropoceno nace en Cuernavaca, México, en febrero 2000. Lo lanza al agua pública Paul Crutzen, premio Nobel en Química 5 años antes, durante una reunión del International Geosphere-Biosphere Programme (IGBP)68. El concepto Antropoceno sale a la luz tres meses después, cuando Crutzen y su colega Stoermer formalizan por primera vez la propuesta de bautizar Antropoceno a la época geológica actual, caracterizada por el creciente y medible impacto de las actividades humanas sobre la Tierra y la atmósfera69, una acción humana tan gigantesca y duradera «que compite ahora con algunas de las más grandes fuerzas de la naturaleza en su impacto sobre el funcionamiento del sistema Tierra»70. Como recuerda Steffen71 –otro protagonista de la historia del posicionamiento científico y político-presupuestal del Antropoceno–, Crutzen y su prestigio logran rápidamente que el nuevo concepto sea adoptado como «concepto-marco del significado último de cambio global», una transformación colosal cuya evidencia está en la alteración de los ciclos biogeofísicos del planeta, una población humana de un tamaño que el sistema-Tierra nunca había experimentado antes, un porcentaje de transformación de cobertura de la superficie terrestre también enorme, un número impresionante de especies extintas no por la caída de ningún meteorito, sino por la acción antrópica de sobrexplotación o transformación ecológica, la pérdida de enteros ecosistemas marinos, y otros indicadores más sobre los cuales florece la diatriba científica, mas no la generalizada aceptación de estar viviendo un cambio epocal72.
El químico de la atmósfera Crutzen y el biólogo Stoermer avanzan igualmente en una propuesta de periodización histórica, de la nueva época geológica dominada por el ser humano: el Antropoceno comenzaría a finales del siglo XVIII, porque es a partir de esa fecha cuando los núcleos de los hielos glaciales delatan el comienzo del crecimiento de gases de efecto invernadero en la atmósfera. La causa es, continúan los dos científicos, la entrada en escena del motor a vapor en 1784 por el inocente James Watt, es decir el comienzo de la transición energética de la era moderna, dominada por la combustión fósil73.
El debate acerca del Antropoceno es interesante, entre otras razones, porque es prescriptivo. José Augusto Padua, quien escribe desde Río de Janeiro y no desde Estocolmo o Washington como otros autores antropocénicos, recuerda que algunos autores hablan de tres fases potenciales del Antropoceno: la primera, que iría desde la Revolución Industrial de finales del siglo XVIII; la segunda, llamada Gran Aceleración, desde el final de la Segunda Guerra Mundial; y la tercera, «a busca da sustentabilidade, ou seja, quando a humanidade, tomando consciência de que mudou de patamar, do risco que representa sua condição atual, possa buscar uma transição no rumo de um Antropoceno inteligentemente manejado»74.
Se va así consolidando un paradigma Antropoceno, que lee el pasado con miras a construir el futuro; varios autores latinoamericanos, en línea con algunos de los intelectuales más lúcidos de la academia crítica norteamericana, como Jason Moore y Donna Haraway, han contribuido a cuestionar no solo el término y la periodización del Antropoceno, sino la filosofía que está incrustada en la propuesta de la época dominada por los Humanos75. La misma revista HALAC le dio voz a esta scholarship dedicando un número (2019/1) al Capitaloceno, el término contrapropuesto por quienes revindica lo erróneo que es atribuir a la especie humana la responsabilidad de haber transformado irremediablemente el planeta Tierra, cuando a toda luz es un porcentaje más bien localizado y reducido de seres humanos quienes, organizados en un modo de producción especialmente depredador de la naturaleza, como el Capitalismo, se ha encargado de producir aquellos cambios.
En este debate, que es en extremo relevante tanto desde el punto de vista especulativo –como ha demostrado Chakrabarty– como desde la perspectiva de la acción –como lo sostiene en particular la Antropología ambiental latinoamericana– «los historiadores en general han sido lentos en hacer propio el concepto de Antropoceno, pero cuando lo han hecho, han sido los historiadores ambientales que han guiado el camino»76.
Las razones para tenerle antipatía al «paradigma Antropoceno» son muchas y válidas77. Algunas que son relevantes para el oficio de historiador las recuerda McNeill: el Antropoceno estandariza la periodización de la historia mundial, porque la Estratigrafía –autoridad suprema en el nombramiento «oficial» de esta nueva época geológica– requiere leer la historia del mundo como un todo indiferenciado. Este es exactamente uno de los frentes de batalla más álgido en la investigación histórica, y especialmente en las propuestas decolonial. La Historia única no existe, aunque exista una dimensión global de la historia, en la que lugares distantes en el mundo se encuentran de repente conectados. Varias historias ambientales latinoamericanas recientes son escritas desde esta óptica: historias de arroz asiático en las tierras fértiles andinas, guano peruano en suelos británicos, epidemias migrantes, paquetes tecnológicos para la Revolución Verde diseñados en México, aplicados en Costa Rica, y transportados al otro lado del océano, y cobre chileno encendiendo farolas en las urbes de Europa. La historia global, sin embargo, no equivale a universalizar la periodización histórica (por ejemplo, haciendo de la Revolución Industrial un único, monolítico acontecimiento con fecha de nacimiento en la casa de James Watt), una operación que los Estudios subalternos y decoloniales hace tiempo han desenmascarado.
La decisión sobre la «existencia» del Antropoceno, además, es jerárquica, burocrática y basada en una evidencia empírica específica, validada por un puñado de especialistas en una de las ramas de la Geología. Esto es evidentemente inconcebible para cualquier historiador en su sano juicio. De hecho, se podría decir que una buena dosis de los esfuerzos de quien se dedica profesionalmente a la Historia está en contradecir la «evidencia empírica». Sigue McNeill al respecto anotando que a los estatigrafistas no importa el porqué de lo que miden, sino la medición. En otras palabras, a historiadores y geólogos los separa la crítica de fuente, que para los geólogos debe ser una grosería, mientras para los historiadores es un artículo de fe.
Por último, la responsabilización unívoca del ser humano (que en realidad es el homo capitalistus) frente al cambio global, también resulta problemática en la medida en que la historia ambiental postula agencia histórica en la naturaleza no humana. El Antropoceno reafirmaría así el antropocentrismo que entorpece la comprensión de las relaciones cambiantes entre sistemas naturales y sistemas sociales.
Las objeciones al Antropoceno, como se aprecia, son serias y fundamentadas, y aún así, el paradigma avanza en su consolidación. Esta misma, me parece a mí, es la razón principal para interpretarlo como una oportunidad única para llevar las preocupaciones y la capacidad de análisis propias de la historia ambiental, al centro de la disciplina histórica.