1. Introducción
«No hay enfermedad más cruel que la rabia, ni más difícil de curar», decía el Semanario de Agricultura del 29 de noviembre de 1798, al tiempo que se creía que «entre las enfermedades superiores al arte y al remedio sobresale la rabia»2. Se ha considerado como la peor zoonosis de la humanidad, siendo de las pocas enfermedades infecciosas que no han desaparecido después del siglo XVIII. En consecuencia, ninguna ha tenido tan mala reputación como esta, que nos aparece mencionada ya en el código Eshuma, de 2300 a.C. A partir de entonces se pueden hallar vestigios y estudios en múltiples autores, con las más variadas opiniones3. Todavía en el siglo XVII Sydeham (1624-1689)4, defensor de las teorías miasmáticas, hablaba de las influencias de las emanaciones del suelo y las aguas putrefactas. Hubo que esperar hasta Zinke y su obra Demostración de la naturaleza infecciosa de la rabia (1804) para que se ratificara que la saliva de un perro enfermo contagiaba a uno sano5, y a Louis Pasteur para que con su vacuna solucionase los avances de una enfermedad extendida por todo el planeta. Su definición deriva de su sintomatología, lo que a su vez provocó la identificación como rabia de otros males con síntomas parecidos6. Tradicionalmente se relacionó con la teoría de los cuatro humores, que en forma de fluidos se hallan en el organismo y en concreto, por sus síntomas, con el colérico, producido por la bilis amarilla del hígado.
La importancia dada a la rabia ha estado en relación directa con la evolución del fenómeno urbano, puesto que la necesidad de salubridad, sobre todo en las ciudades, supuso controlar las enfermedades y fomentar el desarrollo de la medicina, tal como lo planteó Foucault, que utilizó el término «biopolítica» para definir el interés del estado para propiciar una vida sana y al mismo tiempo para controlar el capital humano necesario para los avances económicos7. Esto se podría resumir en el deseo de conservación y control de la vida en función de un estado centralizado, tal y como en España lo representaron los Borbones y que, en todo el Occidente, supuso un avance de la medicina y de sus profesionales, cada vez más supeditados a ese estado8. El gobernante, por tanto y siguiendo el símil de Platón, debía actuar como quien dirige un barco, que debe ocuparse al mismo tiempo de las persona y cosas que transporta9. El propio Foucault planteó también que la sociedad aceptaba el problema de la salud como una responsabilidad del poder, por lo que las autoridades debían intervenir para favorecer el bien público10. La rabia, por tanto, fue otra enfermedad abordada en el siglo XVIII desde la óptica de la salubridad y el bienestar humanos propiciados por el estado, aunque en la América española, lo mismo que en la metrópoli, no se alcanzaron los niveles de otros lugares de Europa, a pesar de disposiciones como las de los bandos de buen gobierno y toda aquella normativa que se produjo con la llegada de los Borbones y muy particularmente en los reinados de Carlos III y Carlos IV.
La rabia también ha sido un tema literario del mundo americano, así en Colombia encontramos autores que la mencionan, como Boussingault, en 182411, o más recientemente Gabriel García Márquez en Del Amor y otros demonios, novela de la que se ha dicho que confunde la melancolía con la rabia y la posesión demoníaca12. El primer autor plantea una descripción realista de una experiencia vivida personalmente y relatada en su libro de viajes, mientras que el segundo expone a través de una ficción literaria un hecho que muy bien podría responder a una realidad, pero extemporánea en la Nueva Granada, puesto que la enfermedad, como veremos, no se documenta hasta principios del siglo XIX, mientras la trama se desarrolla en el siglo anterior; sin embargo, Márquez también introduce datos reales en su novela como los precedentes, las creencias y los remedios de la época, las matanzas de perros, etc.; incluso recurre a figuras prosopográficas para describir los síntomas de la enfermedad13.
Nuestra hipótesis de trabajo consiste en averiguar cómo la sociedad americana desarrolló el miedo frente a las enfermedades contagiosas a través del estudio histórico de la rabia, un mal en el que se mezclaban connotaciones de religiosidad popular con el pánico por unos síntomas que provocaban el más absoluto rechazo psicológico, sin que por ello fuera la más letal entre las enfermedades de la época. Asimismo, es nuestro interés relacionar su presencia tardía en América, al menos en términos cuantitativos y de expansión, con los avances en las comunicaciones marítimas del siglo XVIII y con la llegada de perros contagiados, principales agentes transmisores. Todo esto nos debería conducir a establecer una relación con la racionalidad científica, que se mezcló con frecuencia en determinados ámbitos con la superstición y que, al mismo tiempo, sirvió para probar la intervención del poder en el ámbito de salud como manifestación del despotismo ilustrado (biopolítica)14. En la América hispana, el avance de la enfermedad se podría vincular igualmente al auge del criollismo, pues en la medida en que se consideraba como un mal europeo incurable se le buscaron remedios americanos.
A la luz de ello, al estudiar el desarrollo de esta enfermedad en la época colonial, hemos optado preferentemente por fuentes de la época, tanto las bibliográficas como las documentes del Archivo General de Indias y de algunos archivos nacionales, especialmente a las referencias sanitarias que en cada archivo pueden ocupar secciones de diferente denominación; así como a las publicadas (crónicas, libros de viajes, libros técnicos de veterinaria y medicina, obras religiosas y literarias) y a exposiciones teóricas sobre la enfermedad, especialmente de Foucault y de especialistas en historia de las enfermedades infecciosas. Para nosotros han tenido una especial relevancia las hemerotecas por la aportación de datos precisos y contemporáneos a los hechos, especialmente coincidiendo con el periodo ilustrado, ya que con anterioridad existen dudas sobre si realmente la enfermedad tuvo alguna trascendencia más allá de meras especulaciones que la relacionaban con las fuerzas del mal. A partir de los datos obtenidos, teniendo en cuenta también aspectos cronológicos (la época de dominio español y de manera especial el siglo XVIII) y geográficos (el continente americano), elaboramos el presente estudio.
2. Sobre la enfermedad y su presencia en América
La rabia se transmite generalmente por la mordedura de animales infectados, principalmente perros (rabia urbana), aunque en el caso americano también fueron fundamentales los quirópteros (Desmodus rotundus)15, y otros animales, especialmente del ámbito rural (rabia silvestre)16. Una vez inoculado el virus, este altera el sistema nervioso, ya que pasa rápidamente a la medula espinal y al cerebro, produciendo serias alteraciones, por lo que se relacionaba directamente con las enfermedades nerviosas.
Los síntomas aparecen entre los dos y los diez días con el auto-aislamiento, falta de hambre y sed, vómitos y cefaleas; después llegan la hidrofobia y las alucinaciones, para acabar inexorablemente con la muerte; síntomas reflejados en la obra de Pérez Escobar17. El periodo de infección se sitúa entre 2140 días, es decir, menos de lo que solía durar el viaje a las Indias, que se calculaba en unos 40 días hasta Santo Domingo y otros 20 días hasta Veracruz. Esto implicaba que un animal o persona infectada moría en el trayecto y era arrojado al mar antes de llegar al Nuevo Mundo.
La literatura científica de la época, debido al desconocimiento profundo de la enfermedad, no siempre la consideraba letal. De su mortalidad se culpó, a veces, al propio descuido de quienes la padecían, que acudían demasiado tarde a los hospitales, como se menciona en el de San Pedro de Puebla, donde se dice que disponían de las medicinas necesarias, incluidas las más costosas18. En tal sentido no debe olvidarse que los hospitales, controlado por la Iglesia incluso en el siglo XVIII, de alguna manera, representaban el abandono del enfermo que carecía de recursos o, como manifiesta Foucault, el lugar en el que, hasta el siglo XVIII, ingresaba para morir quien no disponía de recursos para contratar los servicios de un médico, por lo que estos lugares representaban al mismo tiempo un efecto positivo (cuidados) y negativo (la inevitable muerte)19, pero su fin esencial no era la curación, sino la asistencia a los pobres20. La presencia del médico al frente de los mismos en el siglo XVIII cambió la situación y dio lugar a una normatividad propia de la medicina clínica, que permitía ampliar los conocimientos desde la praxis médica21; esto, en el mundo hispánico tuvo muchas limitaciones, puesto que el control religioso se siguió manteniendo, aunque es cierto que se introdujeron algunas novedades, como mencionaremos, especialmente en la farmacología, o la aparición de los hospitales militares como germen de la novedad de la atención hospitalaria, siguiendo el modelo francés22.
Se pensaba igualmente que el momento propicio para la expansión era la canícula, porque en ella dominaba la estrella Perro o Sirio, la más grande de la constelación Can Mayor, lo que implicaba sequedad y calor; es decir, existía una idea astral y de determinismo climático23; por ello en Cuba, en 1826, se ordenaba poner recipientes con agua por las calles24. Aquella apreciación se vio reflejada, por ejemplo, en Quevedo:
El piélago encendido está exhalando al sol humos en traje de vapores; y, en el cuerpo, la sangre y los humores discurren sediciosos fulminando25.
Frente a lo mantenido tradicionalmente, existe en las últimas décadas una tendencia a considerar que la rabia ya existía en América antes de la llegada de los españoles y tendría como agentes propagadores a los quirópteros, aunque con una capacidad de expansión mucho menor que la europea y sin la seguridad total de una transmisión de la hidrofobia, que para Koprovsky habría que tener en cuenta desde el siglo XVI26. Los vestigios se han buscado en algunos cronistas; así Fernández de Oviedo mencionaba unos pájaros nocturnos: «E digo que en Tierra Firme hay muchos dellos, que fueron muy peligrosos a los cristianos a los principios que aquella tierra pasaron con el adelantado Vasco Núñez de Balboa y con el bachiller Enciso»27. Molina Solís, al relatar la conquista de Yucatán por Montejo, en 1527, cuenta que «cayó sobre ellos gran plaga de murciélagos que atacaron, no solamente a las bestias de carga, sino a los hombres mismos, chupándoles la sangre mientras dormían»28. Lo anterior se ha relacionado también con la creencia maya de que las enfermedades eran causadas durante la noche por espíritus con forma animal, así como con la existencia de la palabra «coil», equivalente a «rabia», utilizada en el Ritual de los Bacbas, que, aunque es un manuscrito del siglo XVIII, recoge noticias anteriores29. Tampoco se descarta que fuera conocida en otros lugares del continente, pues entre los guaraníes existía un término para denominar a esta enfermedad, tumbibaba30. En realidad, y a pesar de lo dicho, se sigue careciendo de una casuística concreta que corrobore tal existencia31.
La opinión más extendida mantiene que la rabia fue una aportación de los europeos. Gómara negaba su existencia en las Indias, ya que no existían una serie de animales, entre ellos los perros del Viejo Mundo32. En 1591, Juan de Cárdenas reconocía que no había visto rabiar a los animales, porque no se daban las causas que producían la enfermedad, como destemplanza del aire, sed, hambre, fatiga, cansancio y comidas muy calientes33. Juan y Ulloa en el siglo XVIII tampoco admitían la existencia prehispánica de la enfermedad34.
La presencia generalizada, por lo que hasta ahora sabemos, no se produciría hasta el siglo XVIII, aunque puede que fuese anterior, pues en 1667, Du Tertre, al describir Saint-Domingue, mencionaba una enfermedad terrible de los perros en las Indias35. Es probable que el autor usase el nombre genérico de Indias, pero que se refiriera solamente a las islas francesas del Caribe, lo que nos haría pensar que esa misma enfermedad estaría presente en la parte española de Santo Domingo.
Lo cierto es que con el inicio del siglo XVIII la rabia comenzó a propagarse. La velocidad náutica había hecho que el Atlántico dejase de ser una barrera sanitaria de contención36. Lejos quedaba la idílica imagen que en este sentido nos describía uno de los poemas del jesuita Rodrigo Valdés:
Praeservan de contagiosa Peste regiones tan sanas, quae ignoran canes rabiosos, si canes syrios contrastan (sic)37.
Fueron entonces apareciendo los focos de contagio, con unas fechas que repiten los autores, pero de las que haremos algunas correcciones: Nueva España (1709), Antillas (1719), Barbados (1741), las Trece Colonias (1753), Saint-Domingue (antes de 1776, aunque probablemente ya en el siglo XVII), Jamaica, Guadalupe y Haití (1783), Perú (1803), Argentina (1806), Uruguay (1807), Colombia (1810), Saint-Maurice (1813), Canadá (1819), Chile (1835), Puerto Rico (1838)38.
A partir de esas fechas iniciales, en cada lugar la expansión no se detuvo. En Nueva España fue en 1709 cuando Marmolejo mencionaba una loba con hidrofobia en Mellado (Guanajuato)39. Era un solo caso, pero el miedo se filtró en la sociedad, hasta el punto de que en ese año se publicó la novena a santa Quiteria, mientras Steyneffer pensaba que era solo un problema de aquel virreinato40. Precisamente en México, Málaga Alba adelanta esa presencia de la rabia hasta 170341.
El siguiente foco estaría en Cuba, en Villa de Remedios (1719), a partir del cual los sucesos de hidrofobia se fueron repitiendo en diferentes lugares de la isla, y muy especialmente en La Habana, donde en 1725 hubo una verdadera plaga entre los perros de la ciudad42, generando lo que se ha denominado, de acuerdo con una expresión de Foucault, «los pequeños pánicos», que según dicho autor eran propios del mundo urbano y especialmente de la burguesía de las grandes ciudades del siglo XVIII europeo43, pero también de algunas americanas como La Habana44.
La llegada a Sudamérica fue más tardía y, todavía en 1777, se mantenía que no se habían detectado perros rabiosos. El primer foco debió ser la Nueva Granada, donde en 1794 se daba una providencia en Santafé para evitar el mal. En Cartagena, la fecha tradicional de aparición de la rabia en 1810 no parece que sea la correcta, pues la enfermedad ya estaba presente entre 1800-180445.
En Perú, en 1803, desde los valles costeros del norte se había expandido hacia el sur, dejando en Ica hasta 43 muertos, mientras que en Lima los contagiados lo fueron en las chacras y los valles del entorno. Esta epidemia se repetiría en 18071808, afectando sobre todo a Arequipa, donde residía el prestigioso médico Zoldi Rosas y donde llegó en esos momentos José Salvany con la vacuna de la viruela, ayudando a combatir la epidemia46, a pesar de su precaria salud47. Allí el proceso se repetiría en los años 1813, 1821 y 182948. Afortunadamente, en este caso tenemos el relato de un científico y médico como Unanue, que definió aquella hidrofobia como espontánea, puesto que animales y personas la sufrieron sin mordeduras previas, achacando la causa al calor de los años 1803-180449.
Caso peculiar fue el del Río de la Plata, donde la enfermedad llegó y se expandió por medio de los perros que desde Europa y Sudáfrica llevaron los británicos en la invasión de 1806, lo mismo que sucedería al año siguiente en la Banda Oriental50. Con un afán nacionalista, tras la independencia, la prensa incidió en la culpabilidad europea y se comparó a los enfermos con Acteón despedazado por los perros51. En Buenos Aires habría un rebrote en 181052.
De otros lugares no tenemos noticias tan precisas. En Costa Rica se conocen casos de rabia en 1830, en que el presidente mandó decir una misa solemne como se había hecho en 1733, cuando la rabia apareció en la ciudad de Cartago53; aunque hay quien la menciona ya en 171454. También en los territorios quiteños pudo extenderse la enfermedad, a pesar de lo manifestado por Juan y Ulloa, pues en Guayaquil, en la segunda mitad del siglo, la rabia se mencionaba como una de las enfermedades urbanas55. En Chile, cuando Darwin visitó Copiapó, en 1835, relató la epidemia en un valle, donde no era la primera vez que esto sucedía56.
En América del Norte se generalizó sobre todo a partir de la segunda mitad del XVIII, especialmente en la zona atlántica y de manera muy especial en Massachusetts y Maryland57. La Gaceta de Madrid del 17 de julio de 1822 informaba que en Filadelfia y Nueva York la hidrofobia causaba grandes estragos y los soldados tenían orden de matar a los perros en las calles. En Canadá la epidemia de 1819 le costó la vida al propio gobernador, el duque de Richmond58.
3. Los agentes de transmisión. Los perros en el punto de mira
Aunque son muchos los animales que pueden transmitir la rabia, los perros son los agentes por excelencia. Las razas que llegaron del Viejo Mundo lo hicieron paralelamente con las personas59; sin embargo, nada indica que llegasen rabiosos, aun coincidiendo con un momento de auge de la enfermedad en España. De haber sido así, la hidrofobia se habría expandido inexorablemente, toda vez que muchos de estos animales se utilizaron para intimidar a los indios y a los esclavos, a pesar de las órdenes de la Corona para evitarlo, como las enviadas ya a Nicolás de Ovando a La Española60 o a Vaca de Castro al Perú61. Estas órdenes solían ir asociadas al sacrificio de los «perros carniceros», como en Popayán, en 156562; sin embargo, era habitual incumplirlas como sucedió en Santafé63 o en Antioquia64. En el siglo XVIII incluso se adiestraban perros en Cuba, que compraban los británicos para la «caza» de esclavos65.
Fue a partir del siglo XVIII, con la expansión de la enfermedad, cuando estos animales fueron considerados un auténtico peligro, especialmente los que deambulaban sin dueño. Con ello, el temor de la población aumentaba y se era muy susceptible al peligro, como sucedió, por ejemplo, en un barrio de Lima, donde un habitante solicitó al virrey el sacrificio de dos perros bravos que le habían atacado66. Los temores, por tanto, exigían un remedio. La solución más habitual pasó por el «sacrificio» de los agentes, de acuerdo con las ideas ilustradas de salubridad, ya que la higiene pública se convirtió en un fin del buen gobierno, facilitando y controlando la salud de los individuos67. En tal sentido, no hay que olvidar las sugerencias sobre la rabia de Foronda, que en 1781 recomendaba aplicar en los reinos hispánicos las que regían para París68. Lo cierto es que varios bandos de buen gobierno tocaron el tema, especialmente en el Caribe.
Precisamente los cabildos y otras instituciones, ante la amenaza, pusieron su acento en las matanzas de perros, que se hicieron comunes. En la ciudad de México, en 1779, los regidores las justificaron por «las fatalidades que frecuentes se ven y oyen de los perros, con muertes, mordidas y rabia, dejando a muchos lisiados y lacrados, no habiendo casa en que no se encuentre algún mordido»69. Igualmente, en 1790, el virrey, motivado por sus fines modernizadores de la ciudad, ordenó una matanza que afectó a 20.000 de aquellos animales70.
La misma actividad encontramos en el virreinato de Nueva Granada. En 1793 se favoreció en Santafé de Bogotá el sacrificio de los perros en las calles, utilizando para ello «matadores» oficiales. El problema no parece haberse solucionado, pues en 1798 el cabildo prohibía criar y mantener perros dentro de la ciudad y sus arrabales por los daños que podían causar, so pena de ser sacrificados71. Con todo, un lugar especialmente amenazado debía ser Cartagena, donde se recuerda que en 1800 se había sacado a los forzados del presidio para acabar con los perros, lo que se repitió en 180472. En Medellín, en 1808, el procurador general ordenó el exterminio, pues por la rabia se ponía en peligro la salud de los habitantes73. En Antioquia, el 4 de septiembre de 1816, el gobernador permitía la matanza de los perros callejeros, por estar contaminados de hidrofobia, añadiendo otra causa económica, proteger al ganado lanar, del que dependía parte de su desarrollo74.
En Perú, ante el brote de rabia de 1803, el virrey Abascal mando hacer una matanza de perros en Lima75. En 1807, por el mismo motivo, se realizó otra en Arequipa, que incluyó también a los gatos76.
En el Río de la Plata se nos plantean problemas sobre la fecha tradicional aceptada para la epidemia (1806), puesto que ya en 1762 se había ordenado a los criadores de ganado una cacería de perros cada cuatro meses, lo que se repitió en 1790, con batidas que siguieron reproduciéndose hasta 1806, cuando de forma efectiva hizo aparición la rabia77; así, por ejemplo, en 1796 en San Luis y en 1800 en La Luz se había ordenado una aniquilación, permitiendo mantener a uno por casa, pero atado78. Es cierto que no se menciona la rabia como causa hasta la invasión británica, pero nos queda la sospecha de que pueda haber sido uno de los motivos de las matanzas, además del ataque a las reses. Posteriormente, en 1820, el gobierno bonaerense organizó una correría con el ejército, en que se sacrificaron un buen número de perros, pero los soldados se negaron a repetirlo, puesto que en la ciudad se les había comenzado a denominar como «mataperros». Otro exterminio se produjo en 1826, después de que uno mordiese al caballo del presidente Bernardino Rivadabia79.
En 1807 el gobernador de Montevideo ordenó una limpieza de perros por los acuciantes problemas de la rabia, que había causado la muerte de 10 personas80. El cabildo del 5 de octubre de 1807 tomó varias medidas en este sentido. Los estancieros deberían hacer matanzas periódicas, cuyas colas debían entregar a las autoridades para comprobar la ejecución de la orden; las matanzas se extendían a las chacras, mataderos y saladeros del entorno de la ciudad, donde en las casas se permitía un máximo de dos perros, debiendo sacrificarse el resto, excepto si se trataba de «casta fina, los de aguas, los de perdices y los de presa que sirven para el resguardo de la casa», pero siempre mantenidos con bozal. Aquellas matanzas se repetían periódicamente, pero, aunque el motivo era la rabia extendida por el agro, esta no se menciona81, como sí lo hizo el delegado Nicolás Delgado, en su viaje a Paysandú82.
En las islas del Caribe, tras aquellos tempranos brotes que mencionamos, Cuba ofrecía una visión desoladora de perros abandonados y hambrientos, que infectaban a las reses que servían para el consumo83. La situación se achacó a la sequía de 1826, por lo que se ordenó una matanza, alegando que aquello se hacía por el bien de la humanidad y por el propio de los cubanos84. En Puerto Rico, el 13 de abril de 1775, el ayuntamiento de San Juan convocó a los negros lanceros de cangrejos para que realizasen una matanza «de perros, cerdos y otros animales perjudiciales al bien común y sobre que se experimenta un grande exceso principalmente en la abundancia de perros»85.
Estas matanzas organizadas por las autoridades nos están indicando que cada vez más la salud se estaba convirtiendo en un problema del estado, cuyos representantes con frecuencia actuaban como autoridades médicas más allá de sus propios conocimientos sobre la materia, pues la sanidad superaba el ámbito exclusivo de la enfermedad por las consecuencias que esta tenía en otros ámbitos. Esto explicaría que en las matanzas que hemos descrito se aprecie que, con cierta frecuencia, se recurría al ejército para el control de la enfermedad.
4. Ciencia y superstición. Información y curaciones
Aunque en el siglo XVIII se decía que de pocas enfermedades se había escrito tanto86, el nulo o escaso desarrollo de la enfermedad en América hasta entonces no favoreció la atención de los estudiosos de aquellas tierras, mientras en la metrópoli eran muchos los que trataron sobre la hidrofobia, como Andrés Laguna, Luis de Lemos, Miguel de Heredia, Matías García, etc. Incluso se escribió algún tratado expreso como el De hidrofobia natura causis de Juan Bravo de Piedrahita, de 1571, y algún albéitar emitió su opinión, situando el origen de la enfermedad en los malos vapores que suben del estómago a la cabeza de los animales87. Todo ello sin olvidar múltiples autores europeos entre los que podemos destacar a Francastoro, quien primero describió con precisión la enfermedad, en su obra de 1546 De contagione et contagiosis morbis, negando la transmisión por contacto y avalando la de mordedura. En el setecientos fue cuando surgió un verdadero interés por el estudio de la hidrofobia en función del desarrollo de la salud pública y de aquella máxima ilustrada de la felicidad de los hombres, que condujo al interés por el control de las epidemias y con ello de la población.
En la metrópoli abundaron los tratadistas que tocaron el tema, como Francisco de Vallejo (1752), José Santeli (1755), Josef Antonio Capdevila (1787), Juan Antonio Montes (1789), Antonio Pérez Escobar (1776), Juan Galisteo (1776), Segismundo Malats (1800), Joaquín de Villalba (1802) y Antonio Almodóvar (1814), entre otros. Además, Antonio Pérez de Escobar y Felipe López Somoza ofrecieron una idea de las investigaciones médicas de finales del siglo88.
A lo anterior hay que añadir las traducciones al español que se hicieron de las obras de algunos científicos europeos, que se pueden encontrar en las bibliotecas americanas. Fueron especialmente reveladoras las realizadas por Bartolomé Piñera y Siles de la obra de Le Roux, Disertación acerca de la rabia, y de Cullen, Tratado de la Materia Médica; la de Colombier, Instrucción para precaver la rabia (1786), por Felipe López Somoza; la de Balthasar Sage por Casimiro Gómez Ortega; la de William Buchan, Medicina doméstica, por Pedro Sinnot; o la de Antoine Portal por Hippolyte Jaubert. Tales obras recogían información sobre la enfermedad de otras de importancia como las de Richard Mead, Gerard Van Swieten, Herman Beerheave, Pierre Hunnauld o Giovanni Battista Morgagni.
En aquel ambiente tan sensibilizado a una enfermedad que causaba estragos en Europa no faltaron las aportaciones americanas, habida cuenta de que también comenzaba a desarrollarse de forma alarmante en el continente; incluso en las aulas universitarias se vieron las influencias de algunos autores como Herman Beerhave en Cosme Bueno, profesor en San Marcos de Lima.
En el Río de la Plata la problemática favoreció los trabajos expositivos acerca de la enfermedad; así la Memoria de Cristóbal Montúfar sobre los inicios de la epidemia de 180889; igualmente es producto de su pluma el Proyecto de informe sobre la representación de don Pedro Martínez o sea el verdadero punto de vista de la medicina curativa de Mr. Le Roy90. Justo García Valdés centraría su atención en la casuística, lo mismo que Juan Gutiérrez Moreno, formado en el Colegio de Medicina de Cádiz, que pasó a Montevideo en 1809 y que sería el primer doctorado con una tesis sobre la rabia en la Universidad de Buenos Aires, en 183091.
En Nueva España destacaron algunos estudiosos, como José Mariano Mociño, que en su viaje a Guatemala entre 1795-1799 hizo algunos artículos sobre la rabia, analizando la llamada planta «escobosa», considerada como un antídoto y que se aplicaría en el Real Hospital de Puebla por el Dr. Ignacio Domeneche, en 1795, quien escribió Sobre descubrir la verdad antihidrofóbica que tiene la planta Escobosa92.
En Perú es de destacar el capítulo de una obra de Unanue, titulado «Influencia del clima sobre los animales», donde se manifiesta como un claro defensor del criollismo, al oponerse a lo mantenido por Buffon y por Jefferson, haciendo un repaso a los brotes rábicos de 1803-1807 en el punto 12 del escrito93.
A niveles más generales de la población, la prensa ejercería una mayor influencia, especialmente en las élites letradas, deseosas de obtener información sobre un mal hasta entonces alejado de su vida y que casi repentinamente pasaba a formar parte de su existencia. Esa prensa, que recogía informaciones científicas de Europa, permitía acceder con mayor inmediatez a la noticia y a las discusiones y proposiciones de los científicos, al mismo tiempo que daba noticias locales y regionales. Es cierto que su información no siempre era la adecuada, como el optimismo que puso el Mercurio Peruano de 2 de febrero de 1792 al jactarse de que aquella enfermedad era una mera especulación; o el Correo de Comercio, de Buenos Aires, que, fundamentándose de una forma equívoca en Bosquillon, criticó el 31 de marzo y el 7 de abril de 1810 las medidas del gobierno bajo el título «Sobre los males que causa la imaginación», alegando que provocaban el temor público, frente a lo recomendado por el galeno francés.
¿Cómo es posible dexar de reconocer el poder de la imaginación en el trastorno que ocasiona en algunas personas el aspecto del cadáver de un rabioso, o la memoria de los tormentos que han sufrido los que se han visto perecer de esta dolencia? Un médico célebre [Temison de Laodicea] sentía en sí las señales que preceden a la rabia cada vez que se acordaba de un amigo suyo que había muerto de hydrophobia a pesar de su esmerada asistencia y cuidado [...]94.
Aquella intromisión tuvo la respuesta del médico Justo García Valdés, con un folleto en el que reveló la casuística de su trabajo en el Hospital de la Residencia de Buenos Aires y su crítica a los intentos de curar con consejos y sin acción95.
Hubo también una prensa metropolitana, que llegaba directamente a las posesiones españolas. Con un carácter oficial pasaba el Semanario de Agricultura y Artes (1797-1808), cuyo destino eran los párrocos, utilizados como transmisores de los avances de la época. En algunos números se trató el tema de la rabia y sus remedios, aunque la casuística era netamente peninsular, lo mismo que en la Gaceta de Madrid y otros periódicos, que esporádicamente podían incluir alguna información ultramarina, como en El Mercurio Histórico o en los Anales de Ciencias Naturales, que en un artículo de Antonio José Cavanilles se hacía eco del guaco neogranadino como remedio96.
De los periódicos americanos, la Gazeta de México fue la que ofreció mayores informaciones. En Nueva Granada El Censor americano publicaba en septiembre de 1820 que el profesor Lyman Spaldin, de Nueva York, mantenía que la Scutellaria Lateriflora era un buen remedio para la rabia, noticia que reproduciría en mayo de 1842 El correo semanal de Guayaquil. En el Río de la Plata el Correo de Comercio (1810) fue divulgador e informador de la sociedad, en concreto del tema de la rabia.
Toda la información, más o menos científica, acababa por influir en los países hispanoamericanos, aunque a veces las soluciones europeas no respondían a criterios realmente científicos, como los emplastos de pan de nueces, que luego los daban a las gallinas para saber si la herida se podía cerrar97; o los baños de mar, que en Francia se aconsejaban en la playa de Dieppe98. Se mantenían además otros paliativos tradicionales como el opio, la belladona, las almendras amargas o el vinagre99, incluso el ácido clorhídrico.
Otros parecen más adecuados y relacionados con lo reconocido por muchos tratadistas, como cauterizar la herida con hierros candentes o con soluciones de mercurio100. Estos remedios tradicionales son los que se aplicaron en los brotes de Lima al «poner un cáustico sobre la parte mordida para promover su supuración y provocar la salivación por medio de las unciones mercuriales»101. Tampoco era desacertada la idea de mantener la herida abierta durante 40 días, aplicando además otros remedios, para que no se propagase el veneno. El problema era que muchos remedios europeos difícilmente podían ser aplicados en América, como la hiniesta amarilla que se utilizaba en Ucrania102. En la Biblioteca Nacional de Colombia existe un manuscrito que reproduce un remedio copiado del n° 8 del Journal des connaissances útiles (1835); en él, se recomienda el aislamiento del enfermo, baños de vapor a 40° durante siete días, beber zarzaparrilla en las comidas y vino con agua después de ellas, y sudoraciones nocturnas, amén de mucho ejercicio103.
No faltaron ideas originales como la utilización del veneno de víbora, recomendado por el dr. Mathiis, cirujano del ejército de Nápoles104; o el álcali volátil, fabricado en Madrid por el primer catedrático del Jardín Botánico, Casimiro Gómez Ortega105, y cuyo producto vendía Pedro Barrios en México106. Incluso todavía en 1864, cuando ya se mantenía que no existía un remedio eficaz, se habló del influjo benéfico de la escuela homeopática107.
Frente a las soluciones farmacéuticas europeas, en América se buscaron soluciones en su propia botánica, de los que también hacía eco la prensa, como en Nueva España el «árbol de la margarita o de la flecha», que crecía en Ostotipaquillo y que Martín Sessé mencionó en su carta a Gómez Ortega, en 1785108; sin olvidar otra planta semejante llamada «hierba colorada» que se daba e Xiquipilco109, o la cebadilla de Peribán110. El amolli, utilizado habitualmente como jabón, también se consideró eficaz para curar la rabia, como lo expresa Carlos Bustamante en las anotaciones a la obra de Sahagún111 y como lo propagaron la Gazeta de México, de 3 de octubre de 1807, y el n° 1 del Diario de México, en 1804.
En Nueva Granada se contó con el guaco (Mikania guaco), descubierto en Mariquita en 1788112. Incluso se habla, sin especificar, del regalo de un americano a un cura italiano de un remedio contra la rabia113.
La falta de alarma ante la enfermedad hasta el siglo XVIII es lo que debió evitar la presencia en América de «saludadores» o sanadores que habían aparecido en España en el siglo XVI para curar la rabia con saliva y hasta con el aliento y otros productos, habiendo sido muy criticados por algunos autores como Ciruelo114 o en el siglo XVIII por el padre Feijoo115; sin embargo, también tuvieron defensores por su tratamiento de la rabia116, incluso se contrataban por algunos municipios, especialmente de la mitad norte de la Península, siendo frecuente que tuviesen ciertos problemas con la Inquisición117.
La curación de un mal pasaba por algo más que la teoría y los remedios científicos o populares, pues, aunque la política ilustrada trataba de imponer la racionalidad en la sanidad, el pueblo mantenía unas tradiciones vinculadas al ámbito de lo religioso. En ese sentido, la enfermedad era considerada como un castigo de Dios, y aplacarle era fundamental más allá de las acciones políticas, higiénicas o curativas. No es de extrañar la visión de dos mestizos en México, en la primera década del XVIII, que aludían al envío de enfermedades, como la rabia, para castigar la política del virrey y la mala vida mundana de la corte. Incluso un ilustrado peruano como Unanue llegó a decir que «lo más seguro es matar [a los perros que presentan síntomas], e implorar del padre de las misericordias no vuelva a estos países una calamidad tan acerba»118.
Por tanto, en el Siglo de las Luces la religión y/o las supersticiones mantenían un valor fundamental119. En lo religioso, la invocación directa no se hacía a Dios, sino que se buscaban intercesores como María, ante la cual «la rabia no se embravece» y su «furiosa actividad desespera a la humana medicina»120. Entre los protectores contra la hidrofobia destacó Santa Quiteria, que calmaba a los perros con su presencia121; por ello, cuando se produjo en México el brote de 1709, inmediatamente se le hizo una novena, reimpresa en 1731 y 1774122. El autor, el agustino Gil Ramírez, entró en una polémica con el censor franciscano fray Pedro Antonio de Aguirre, porque autorizó la publicación con modificaciones que el primero no quiso aceptar. Apareció entonces la obra titulada El perico y la rabia, burlándose del censor, que presentó una queja ante el Santo Oficio. Al mismo tiempo, Ramírez ponía otra denuncia en el mismo tribunal por la censura de Aguirre a su novena. El resultado fue que la novena se pudo imprimir sin las correcciones sugeridas y que la sátira fue prohibida, aunque no evitó que se siguiese reproduciendo123.
También en 1709 fray José de Torrico fue autor de un sermón que se imprimió en acción de gracias por el final de una enfermedad «que comenzó por los brutos y cundió a los racionales», ya que Dios, antes de castigar al mismo hombre, lo hacía en sus cosas124. Al año siguiente, se publicó también en México otro sermón a Santa Rita y Santa Quiteria125 y, en 1759, se imprimía en Nueva España una novena española de la Santa126.
La advocación de santa Quiteria contra la rabia no era la única, puesto que también eran patrones san Huberto, por la curación que hizo de un enfermo, y al que se menciona en la novela de García Márquez como «patrono de los cazadores y sanador de los arrabiados»127; santa Walpurga, de cuyo sepulcro se dice que brotaba un líquido curativo; santa Catalina de Alejandría, vinculada a los saludadores; el perro de san Roque, que espantaba a sus congéneres rabiosos; incluso en Costa Rica se recurrió a la protección de Santa Ana128.
Todo esto se estaba produciendo en los momentos en que comenzaba a desarrollarse una medicina social, científica y racional en aquellas naciones donde había aparecido un proletariado social, producto de la Revolución Industrial129, que en la América hispana ni siquiera tenía atisbos de producirse.
Conclusiones
La rabia, a pesar del impacto que ejercía por sus síntomas, no ha sido una enfermedad muy tratada por los historiadores, ya que ni en los momentos de mayor desarrollo en América llegó a generar las llamativas visiones de mortandad de otras epidemias; de ahí que con este artículo hayamos tratado de contribuir a llenar un vacío que hasta ahora han tratado casi exclusivamente de llenar médicos y veterinarios, dedicando apenas unas líneas en sus trabajos a los antecedentes históricos. Al mismo tiempo, la rabia o hidrofobia nos ayuda a poner de manifiesto la importancia de la medicina en los estudios de las humanidades, pues, como toda enfermedad, tuvo consecuencias sociales económicas, políticas y culturales.
Seguimos sin poder precisar con claridad la presencia inicial de la rabia en América. Es a partir de los inicios del siglo XVIII cuando se hizo evidente y se extendió con cierta rapidez, generando una alarma social que provocó las matanzas de perros en todo el ámbito hispánico, por considerarlos principales transmisores de la enfermedad. Hubo incluso batidas periódicas en aquellos lugares donde su contención fue más difícil, como el Río de la Plata. Los motivos concretos de aquella eclosión y propagación se nos ocultan, pero sin duda tuvieron que ver con la mejora de los transportes marítimos, que permitían la llegada de animales infectados desde Europa y África, con el incremento del comercio, el traslado de las guerras europeas a América y la mayor movilidad de la población.
Todo esto sucedía en el Siglo de las Luces, coincidiendo con lo que Foucault ha denominado como «biopolítica», es decir, el intervencionismo estatal sobre la vida en general y las enfermedades y su curación en particular para un mayor control sobre la población, ya que interesaba la salud de los individuos en su conjunto (no como individualidades) en función de la utilidad (el poder sobre la vida y el homo o economicus). Esto coincidía en el mundo hispánico, como en Europa, con un momento de crecimiento demográfico y de ampliación de las ocupaciones territoriales, solo posibles a partir de dicho crecimiento (Texas, Florida, Mosquita, Amazonía, Patagonia, etc.), además de importantes avances en la medicina, que permitía aumentar los niveles de salud, imprescindibles para los avances económicos y que se tradujeron en campañas de salubridad y de higiene que fueron desde los bandos de buen gobierno a la expansión de la vacuna contra la viruela. Es decir, la monarquía hispánica, como casi todas las del siglo XVIII, mostró su interés por «gestionar la vida» de sus súbditos, incluidos los ultramarinos; es decir, ejercer el «biopoder» del que hablaba el autor francés130, aunque con más limitaciones que los monarcas de otras potencias continentales.
De todos modos, en las posesiones españolas ese interés por la salud pública no se manifestó todavía de una forma tan contundente, aunque se aprecia que en los controles de la rabia existieron campañas en las que ya intervinieron directamente las autoridades, incluso recurriendo al ejército, como brazo ejecutor del estado, para paliar su expansión.
Para contener la enfermedad, además, se utilizaron diferentes remedios, algunos de la medicina tradicional, incluso relacionados con la curandería; otros trataron de ser más científicos, y de ellos se daba cuenta en diferentes impresos, aunque su utilidad en la América hispánica no era mucha, ya que solían estar relacionados con las condiciones biológicas de Europa, si bien también se propusieron otros puramente americanos. Ambos encontraron su medio de propaganda a través de la prensa, los libros y los folletos. Precisamente esto pone de manifiesto la decadencia científica del mundo hispánico, que cedía ante los avances de otras naciones, especialmente Francia, cuyos autores eran traducidos sin apenas aportaciones originales, más allá de algunas descripciones y estudios de caso. Casi todos esos tratados coincidían en una visión determinista de la enfermedad, que en este caso se relacionó directamente con el clima seco y caluroso, sin olvidar en otros casos las consideraciones miasmáticas. Las aportaciones americanas apenas tenían eco, probablemente por aquello de los «saberes jerárquicamente inferiores, saberes por debajo del nivel del conocimiento o de la cientificidad exigidos» en que se consideraba a los extraeuropeos131; aun así, hubo aportaciones de remedios que podemos vincular con el criollismo en alza, en la medida en que se trató de poner en valor lo autóctono, especialmente en el campo de la botánica.
Hubo otros remedios más relacionados con la higiene pública, que caracterizaron a la Ilustración: eliminación de perros, limpieza de las calles, higiene personal, etc. Aun hubo ciertos atisbos de desarrollo hospitalario, pero que raramente estaba especializado en esta enfermedad ni en otras, puesto que en el mundo hispánico seguía manteniéndose la idea de lugares de asistencia para pobres y desvalidos de la sociedad, salvo en el caso de algunos hospitales militares, especialmente en las ciudades portuarias.
La rabia, como otras enfermedades, puso de manifiesto que en pleno Siglo de las Luces, conviviendo con los relativos avances de la medicina social en el mundo hispánico, las tradiciones, supersticiones y el peso de las creencias religiosas populares lograban mantenerse vivas, tratando de atajar los males con sermones y novenas a los santos protectores. En este caso, se observa una devoción especial a santa Quiteria. La religión, por tanto, seguía siendo una fuente de esperanza, que no cedía ante la racionalidad, y sus imaginarios eran un paliativo al sufrimiento real, causado por alguna ruptura con la ley divina.