1. Introducción
La aportación crítica del pensamiento decolonial ha supuesto un punto de inflexión en la forma de enfrentar los problemas históricos. Aunque la teorización haya venido del ámbito de la sociología, la antropología y la filosofía, el quehacer histórico, por su metodología empírica, es el fondo de legitimación para cualquier teoría que se mire en el pasado. Tal y como ocurrió con los estudios subalternos y el poscolonialismo, las historiadoras tenemos el deber de repensar las fuentes con una mirada que se aleje del pensamiento etnocéntrico moderno, en el que se incluye la categoría de género. Lo mismo sucede con los feminismos decoloniales, cuyas teorizadoras principales1 se posicionan en el final de una larga genealogía de pensamiento feminista contrahegemónico, que parte de los feminismos negros y la teoría interseccional.
La puesta en duda a las categorías universales utilizadas por la teoría feminista occidental, que se han aplicado a su vez a la Historia de las Mujeres y a la Historia de Género, ya sea el sujeto mujer o el propio concepto de género, han conllevado una fructífera discusión y teorización también en los estudios históricos2. Por eso Joan Scott3, desde una postura posestructuralista, argumentó la utilidad de la categoría histórica de género, pero criticó su uso universalista y dicotómico. En definitiva, la historización de estas categorías responde a la necesidad de «mostrar cómo las palabras significan diferentes cosas en distintos contextos»4.
Sobre esta base, propongo una serie de preguntas en torno a otra categoría histórica que es fundamental en la argumentación de las teorías decoloniales e interseccionales: la raza. Desde este planteamiento y situando mi estudio en el momento de la conquista de las Islas Canarias, ¿se puede aplicar la raza como categoría de diferencia en el siglo XV? ¿Qué otras concepciones podemos usar sin cometer anacronismos? ¿Cómo concebían la diferencia basada en el sexo en ese momento histórico y de qué manera atravesaba esta opresión a las personas colonizadas? Si utilizamos la aportación de Joan Scott5, ¿es la raza un eco de la fantasía contemporáneo del pensamiento decolonial que se proyecta a momentos históricos en los cuáles no operaba como concepto?
De este modo, la aportación de este texto se resume en dos objetivos principales. Primero, realizar una crítica a la teoría decolonial, fundamentalmente al concepto de colonialidad, por la utilización ahistórica de la categoría de raza en el siglo XV. En segundo lugar, proponer otros conceptos de clasificación que podían operar en la concepción de la diferencia de la cristiandad bajomedieval, en particular la categoría de infiel/pagano, que nos permite obtener una alternativa al concepto de raza para ese momento histórico. La primera sección estará dedicada a definir los aspectos teóricos propuestos desde la teoría decolonial, así como a la aportación de la colonialidad de género desde los feminismos decoloniales. La segunda, comprende la alternativa posestructuralista ante los límites que ofrece esta teoría, así como el debate en torno a la genealogía histórica de la categoría de raza. En tercer lugar, en la última sección la aportación empírica del ejemplo canario, como base para defender la existencia de otra categoría histórica de diferencia durante los siglos XV y XVI.
Estas hipótesis necesitan sin duda un trabajo con apoyo empírico historizado más amplio del que se propone en este texto, pero creo que puede abrir una discusión necesaria en torno al problema del estructuralismo en la teoría decolonial y los aportes de las propuestas poscoloniales, siempre desde la búsqueda de los puntos comunes que nos sirvan a los/as historiadoras para armar un discurso sobre el género y la raza en el pasado. Por último, es necesario justificar la utilización del espacio canario como ejemplo histórico para demostrar la propuesta teórica. Por un lado, no deja de nacer de mi localización personal y geográfica, en unas islas que fueron espacio de colonización por las potencias europeas modernasen su primera expansión por las costas africanas6. Además, las crónicas de la conquista de las Islas Canarias (1402-1496), son fruto de un episodio que concuerda cronológicamente con el inicio de la colonialidad de poder y de género, por lo que según esta teoría debería operar la categoría de raza, y además fue llevada a cabo por las potencias coloniales europeas, que luego buscarán en el otro lado del Atlántico aplicar su empresa de conquista. De hecho, muchos describen a las Islas Canarias como «las primeras Indias», ya que se realiza el primer trasvase étnico, cultural y económico que posteriormente se lleva a Abya Yala7.
2. Las bases teóricas de la colonialidad de poder y de género
El concepto de colonialidad es fundamental a la hora de entender la propuesta de los estudios decoloniales8.Una de las primeras características que llena de significado a la colonialidad es su extensión temporal y transversal, el rasgo que la diferencia del colonialismo, que por su parte es un fenómeno histórico, puntual y contingente9. Es decir, la colonialidad es un fenómeno que se extiende en el tiempo hasta la actualidad, a pesar de que los diferentes colonialismos concluyeran con las descolonizaciones contemporáneas. Esa extensión temporal y transversal se produce porque es un sistema de dominación extenso, tanto en el ámbito económico, político y social, como en la producción del conocimiento y a nivel epistemológico.
La transversalidad, la continuidad histórica y el carácter sistémico nos indican que la colonialidad es una estructura de dominación del poder10. De esta manera, se entiende que haya otros dos pilares que la llenen de significado11. El primero es el concepto de sistema-mundo que insertó Inmanuel Wallerstein en 1979 12, cuya base estructuralista queda claramente definida. Para Wallerstein, el sistema-mundo es una zona geográfica y temporal, en la cual existen instituciones y actividades que obedecen a reglas sistémicas. Inicialmente existió el sistema-mundo moderno, y de este sistema deriva la economía-mundo capitalista13. El segundo de los pilares que significan a la colonialidad es el vínculo con la modernidad, y este vínculo es el que obliga al trabajo de mirada histórica de la teoría decolonial.
La modernidad es entendida por los estudios decoloniales como un periodo cronológico que se inicia en el siglo XV y que tiene el punto de partida en la dominación colonial, como un sistema que se constituye junto a la colonialidad; y como fruto de esta14 y como eje del capitalismo eurocentrado y global15. Está estrechamente relacionada con el inicio del eurocentrismo, por la producción de un conocimiento que se considera racional, pero que se genera solo en el universo subjetivo de los centros hegemónicos del sistema-mundo. En este punto, y en relación con la crítica al eurocentrismo y al pensamiento moderno, la propuesta decolonial tiene consonancia con la crítica poscolonialdel denominado giro ontológico16. Además del inicio del pensamiento eurocéntrico moderno, la colonialidad y modernidad comienzan cuando la idea de raza se utiliza como una estructura impuesta para la dominación, y eso tiene lugar en la conquista americana a partir de 149217. Esto supondría que la raza se aplica como concepto que opera de manera identitaria desde finales del siglo XV, por lo que se entiende que forma parte de la concepción de los sujetos históricos europeos conquistadores, como una forma de diferencia que crea desigualdad y que aplican al mundo que conquistan.
En resumen, la colonialidad se sustenta en la concepción de un sistema-mundo global, capitalista y colonial que nace a finales del siglo XV, cuya estructura determina las relaciones de poder entre los sujetos del mundo occidental y los del mundo colonizado, y que jerarquiza a los sujetos según la diferencia racial.
Sobre este terreno, hay diversas autoras latinoamericanas18 que han teorizado sobre el género desde una postura anticolonial, pero cuya propuesta es a su vez una «crítica a la corriente poscolonial de Spivak»19. Entre ellas, fue la filósofa argentina María Lugones la que sentó las bases teóricas del concepto de colonialidad de género tal y como se maneja en la actualidad. Para ello, la autora realizó una profusa crítica a la teoría de Aníbal Quijano, porque «concibe la intersección de raza y género en términos estructurales amplios», y porque «presupone una comprensión patriarcal y heterosexual de las disputas por el control del sexo y sus recursos y productos»20. Esta autora recogió las bases de los feminismos negros de Estados Unidos, así como los feminismos de las mujeres del Tercer Mundo y el concepto de interseccionalidad, cuyo punto de partida teórico está en la aportación de Kimberlé Crenshaw21 y posteriormente Patricia Hill Collins22.
Para el tema y la categoría histórica que nos ocupa, es preciso detenernos en la teoría interseccional. La finalidad de esta postura es superar el sesgo y el vacío categorial que se revela por la intersección de las diferentes categorías que llevan a opresiones (clase, género, raza/etnia, orientación sexual, religión). Lugones explica que en el esquema de Aníbal Quijano «los ejes estructurales son correctos, porque el género se constituye con la colonialidad del poder, y por eso no hay una separación raza/género»23; sin embargo, lo que critica es la «visión simple y hiperbiologizada del género por parte de Quijano»24, que de alguna manera lo esencializa y no observa su carácter de construcción histórica.
Se llama la atención sobre esta crítica a la asunción de Quijano del significado hegemónico de género con sus rasgos específicos del sistema moderno y colonial (dimorfismo biológico, organización patriarcal y heterosexualismo) y la necesidad de «complejizar el enfoque»25. Creo que esta postura es también una crítica al uso universalista de la categoría de género, y se escapa del estructuralismo al incidir en elementos ontológicos. Para ello, María Lugones se apoya en el genial y transgresor trabajo de la socióloga Ôyèronké Oyèwúmí26 sobre la inexistencia del género como categoría de diferencia antes de la colonización entre los Yoruba. Para María Lugones, el trabajo de Oyèwúmi es mucho más abarcador que el de Quijano, porque su análisis del género como construcción capitalista eurocentrada y colonial «nos permite ver la inferiorización cognitiva, política, económica, y con respecto al control reproductivo»27.
Según Cabrera28, la propuesta de Oyèwúmí forma parte de la reacción crítica contra el universalismo teórico moderno y el etnocentrismo. Es decir, en La Invención de la Mujer, la autora asume que el género es un fenómeno propio del mundo moderno-occidental y que se ha universalizado como concepto teórico, pero existen relaciones e identidades de género en grupos humanos que no se basan en el sexo como factor de diferenciación, como en el caso específico de los Yoruba. Tiene sentido que las teóricas decoloniales utilicen el trabajo de Oyèwúmi para argumentar la colonialidad de género, ya que si en los Yoruba el género no existía (o no era una categoría ontológica29), comenzó a operar como una categoría colonial surgida por la dominación europea30.
Sin embargo, debemos tener en cuenta que el trabajo de Oyèwúmi hace referencia a una sociedad yoruba del XVIII, un momento histórico de racismo científico y con una concepción de los cuerpos distinta a la de los siglos XV y XVI, en los que se sitúa María Lugones para el caso latinoamericano. Este salto cronológico no tiene en cuenta los cambios y la diacronía en la concepción de la diferencia de los cuerpos, y del problema de aplicar el sexo como criterio de clasificación en el periodo moderno. Si seguimos los ejemplos analizados por Laqueur31, estaríamos en un periodo de «sexo único», de negación ontológica del cuerpo de la mujer, mientras que a partir del XVIII ya está claramente establecido el dimorfismo sexual en los discursos de género occidentales.
3. La crítica posestructuralista y la genealogía del concepto de raza
Ante las limitaciones que se observan en la aplicación del uso de la raza en las teorías decoloniales, se proponen a continuación varios ejemplos de autores/as que, desde una postura posestructuralista, han criticado aspectos concretos de este problema, y sobre los que también puede apoyarse esta argumentación.
En primer lugar, resulta ilustrativo el ejercicio del filósofo colombiano Santiago Castro Gómez32, que vincula la colonialidad del poder con la teoría foucaultiana. Estos planteamientos del autor promovieron la edición temática del número 16 de la revista Tabula Rasa, en la que diversas autoras desde la perspectiva de la colonialidad del poder tomaron el relevo en el diálogo con Foucault. Para Castro Gómez, las reflexiones decoloniales pueden ser exclusivamente macroestructurales y derivan de la tesis del racismo como fenómeno que se origina en el siglo XVI y que se reproduce en todas las formas de racismo hasta hoy, un punto de vista que podemos definir como difusionista; sin embargo, para Foucault el racismo sería más bien una formación discursiva que se vincula con diversos contextos, y el racismo colonial puede considerarse una de las caras de ese discurso. Sobre esta idea, Castro Gómez entiende que «hay muchas formas de racismo y que no todas ellas son conmensurables; a veces se cruzan formando entramados complejos (sobre todo cuando se cruzan con otro tipo de relaciones también diferentes entre sí como las de género, clase y sexualidad), pero que muchas veces operan de forma independiente»33; es decir, no están determinadas por un sistema de poder centro-periferia, norte-sur o metrópolis-colonia.
En segundo lugar, y desde un enclave geográfico académico diferente y una disciplina distinta, la historiadora Itzea Goikolea Amiano indica que la narrativa del sistema mundo de Wallerstein, entra en contradicción con los trabajos históricos que demuestran que antes del siglo XV ya existían conexiones entre los sures globales, que no tenían que pasar necesariamente por el norte global, así como «conexiones coloniales» históricas, como indica Breny Mendoza34. Para Goikolea, y como también quiero indicar en este trabajo, la perspectiva de la colonialidad
[...] sustituye una narrativa universalista y abstracta por otra universalista y abstracta, aunque no eurocéntrica (...). Son narrativas más prescriptivas que analíticas o explicativas, y homogenizan toda una serie de procesos históricos bajo supuestos denominadores comunes abstractos35.
De esta forma, se advierte que la crítica de las autoras decoloniales es unidireccional (de lo metropolitano a las colonias), mientras que la idea poscolonial insiste en que muchas veces esos patrones se revierten, esto es, se produce un contacto intercultural36. En este sentido, como indica la socióloga Leticia Sabsay37, las teorías poscoloniales entienden que estos dos mundos se co-constituyen (aunque haya relaciones de dominación y hegemonía), mientras que las decoloniales, desde una crítica radical en una posición exterior, mantienen la tensión entre co-constitución y diferencia ontológica. Puede añadirse que precisamente si se niega la co-constitución, se niega también la agencia histórica de las personas colonizadas y su capacidad de negociación.
En este sentido, la crítica posestructuralista puede servirnos para evitar el esencialismo y el análisis estructuralista determinante, y en este punto creo que es trabajo de las historiadoras definir los conceptos y marcos disponibles en las fuentes y los discursos históricos concretos. Aunque no podamos dejar de lado el debate en torno a la representación del subalterno que bien nos indicó Spivak38, debemos rastrear qué categorías de diferencia se utilizaban para referirse a las personas colonizadas en el momento de las conquista canaria y americana, y cuáles atravesaban en particular a las mujeres, pero no trasladar la categoría de raza de una manera descontextualizada.
En tercer lugar, en una reciente discusión desde la antropología, nos sumerge también en la posibilidad de una crítica ontológica, en relación con la respuesta al etnocentrismo y a los universalismos modernos. Para los autores y autoras del giro ontológico39, las categorías las «imponemos al mundo» y «contribuyen a constituir la experiencia que tenemos de él»40. Para Sanjay Seth, el problema del eurocentrismo no es solamente la hegemonía cultural de la modernidad occidental (es decir, la colonialidad como estructura de poder), sino la universalización de las categorías de análisis, que solo son aplicables en el ámbito de la modernidad y no fuera de ella41. Como indica Miguel Ángel Cabrera «el conocimiento moderno y la modernidad son co-constitutivos, por eso el primero no es de utilidad para analizar mundos que él no ha contribuido a conformar»42. También puede aplicarse esta teoría de forma diacrónica: si la categoría de raza emerge como forma de clasificación del género humano en el XVIII en la ilustración europea, esa forma de concebir las diferencias no operaba con anterioridad, y deberíamos usar en el análisis las categorías que en ese momento se concebían. Una de las que se propone en este trabajo es la categoría de infiel, relacionada con la religión cristiana y que aparece en las crónicas del periodo analizado.
Desde esta perspectiva, el pensamiento decolonial, la sociología indígena y la teoría o sociología del Sur, forman parte de una crítica epistemológica al etnocentrismo, pero no ontológica43, porque, como hemos visto, no rechazan la noción de estructura socioeconómica, que puede considerarse un universalismo moderno. De esta manera, la teoría decolonial sigue siendo una teoría etnocéntrica. Creo que la vía de análisis que plantea el giro ontológico es una de las más propicias para tener en cuenta, a pesar de que resulte imposible empíricamente la reconstrucción de las categorías de las personas colonizadas, en el caso de las historiadoras que analizamos periodos tempranos como la conquista de las Islas Canarias, por ejemplo, pero si nos permite partir de la base de una existencia de la concepción del mundo colonizado a la que podemos, al menos, aproximarnos.
Poner en duda el uso de la colonialidad para analizar la realidad histórica de las mujeres canarias en el siglo XV por el uso de la raza de manera anacrónica, a parte de los aspectos generales de los tres ejemplos anteriores, obliga a preguntarse de qué manera se construyó esta categoría histórica. En la propia historiografía occidental existe un amplio debate en torno a este tema, y diversas medievalistas han teorizado para defender de la existencia de un racismo pre-moderno44 que, como veremos, encaja con las propuestas decoloniales, aunque estas líneas académicas no hayan entrado en diálogo.
La construcción del discurso de legitimación del poder, de la desigualdad y de la violencia entre las personas humanas por causa de su fisionomía, se conceptualizó con las teorías cientificistas del siglo XVIII, en el desarrollo de la denominada Ilustración europea. Kant es uno de los referentes en la teorización filosófica de este racismo científico europeo, con la publicación en 1775 de Acerca de las diferentes razas del hombre; así como otro de los principales ejemplos es la Historia natural de Linneo (1735). Diversas autoras indican que el término de raza, con su significado contemporáneo (de categorización de la diversidad humana según su apariencia) se encuentra por primera vez en el artículo de François Bernier de 1685 «Nouvelle Division de la Terre par les différentes éspèces ou races d'homme qui l'habitent»45.
Este conocimiento localizado, que pasa a entenderse como universal, se sustentaba en las ideas del mundo civilizado (con una herencia del mundo clásico grecolatino) frente al mundo de lo salvaje. Los debates en torno a la raza humana protagonizados por los ilustrados europeos son la prueba de que fue en este siglo cuando se entendió la universalidad del concepto de hombre civilizado, que estaría personificado por los europeos y por sus formas de organización social y política, representante del punto final y por tanto superior, del progreso humano, ante el cual las otras razas se considerarían inferiores o incivilizadas. De esta forma, es en ese momento cuando esta categoría intelectual pasa a utilizarse para organizar a la variedad humana en grupos diferentes y por lo tanto cuando puede hablarse de racismo. Ya en el siglo XIX la raza adquirió un significado equiparable en todos los idiomas europeos: «cualquiera de los grandes grupos (putativos) de la humanidad, normalmente definidos en términos de rasgos físicos distintivos o etnias compartidas, y en ocasiones considerando (de modo más controvertido) la inclusión de caracteres biológicos o genéticos comunes»46.
Sin embargo, encontramos con anterioridad otros ejemplos históricos que también permiten argumentar una historia de larga duración del racismo47, en la que se podría fundamentar la propuesta de la colonialidad del poder. Esta larga duración pasó por el proceso de violencia de las limpiezas de sangre de la Corona Española (en el siglo XIV, y sobre todo a partir de 1449), así como los procesos de segregación en los imperios europeos hasta el siglo XVIII. La idea de historiadores como Joel Kovel48 y Thomas Gossett49 (1963) es que en cada una de estas formas de exclusión de grupos étnicos a lo largo de la historia, tiene que denominarse fenómeno racista.
Por su parte, Juan Manuel Santana indica que la presencia del otro no europeo fue decisiva a la hora de desarrollar las identidades europeas a partir del siglo XVI, y en ese momento se estableció una equivalencia entre las características físicas y morales, y «el mundo se dividía según la raza»50. En este sentido, este autor plantea la diferencia en torno a la categoría raza a partir del siglo XVI, una fecha que se acerca más cronológicamente, que la indicada por los teóricos de la colonialidad (1492).
Para el caso concreto de la Península Ibérica, que nos interesa por su vinculación con la conquista de las Islas Canarias, es sugerente el trabajo de Antonio Feros51, que vincula históricamente la raza y la nación. La tesis defendida por este autor es que la raza y la nación durante la monarquía evolucionaron, a partir del siglo XV en paralelo con las teorías dominantes sobre la existencia de grupos humanos diferenciados; sin embargo, indica que es «evidente que el concepto moderno de raza no surgió hasta finales del siglo XVIII»52, conforme se desarrollaba la españolidad.
Desde esta perspectiva, asumir la conquista castellana de las islas Canarias y posteriormente de Latinoamérica como el inicio de la estructuración por razas sería a su vez reconocer la tesis de que la nación española estaba viva desde la unión dinástica de los Reyes Católicos, una interpretación que, como indica Feros, se cuestionó en la historiografía desde los años setenta: «el matrimonio de Isabel y Fernando no forjó una nación, o un Estado, y los antiguos reinos sobrevivieron como entidades autónomas con identidades propias y diferentes profundamente» 53. Si atendemos a las crónicas de la conquista de Canarias, la crónica Le Canarien54, escrita por franceses, se refiere a algunos conquistadores como castellanos (por ejemplo, en los capítulos 33 y 63) pero en otras ocasiones como españoles (por ejemplo, en los capítulos 8, 12, 14, 17 y 40), así como se distinguen de los aragoneses (capítulo 71); sin embargo, en otros manuscritos referidos a la conquista de la isla de Gran Canaria, escritas por pluma castellana, los conquistadores aparecen como cristianos55. Precisamente es el adjetivo de cristianos el que en otras ocasiones homogeniza a lo que se entenderían como razas distintas. Por ejemplo, el italiano Alvise ca da Mosto a mediados del siglo XV nos indica que cuatro de las islas están «habitadas por cristianos» y las otras tres son «de idólatras» y después insiste en que «los habitantes de las cuatro islas de cristianos también son canarios»56. En este sentido, esta categoría de diferencia de la infidelidad jugaba un papel prioritario a la hora de separar jerárquicamente a las personas humanas durante el siglo XV y gran parte del XVI.
Por último, la genealogía de la categoría histórica de raza debe ampliarse con los estudios lingüísticos que se han centrado en el análisis del término durante la Edad Media, así como su definición en los diccionarios históricos, que nos permiten comprender su uso de una manera más historizada. Para este ejercicio, seguimos particularmente los trabajos de Ana Gómez Bravo, que reconstruye los campos semánticos de la voz raça con documentación castellana de los siglos XIV hasta la segunda mitad del XVI57. Según esta autora, la raça es un término asociado con las imperfecciones en las vasijas de barro (así aparece en su primera definición en el Universal Vocabulario de Alfonso de Palencia en 1490) y en el material textil (en el Vocabulario español-latino de Nebrija en 1495), es decir, es un sinónimo grieta o raja que también aparece en el ámbito de la metalurgia y la mineralogía. El otro significado, esta vez positivo, que va a adquirir el vocablo durante la época bajomedieval y moderna se asocia a la cría selectiva y marcada de caballos. Gómez Bravo indica que, en su primer significado, la raza como defecto, raja o grieta presente en el vocabulario textil, se utilizó frecuentemente como metáfora por escritores modernos, por lo que en el discurso literario transmutó al significado de mancha, mancilla o tacha, en relación con la suciedad y lo oscuro, y en oposición a lo limpio, la luz y la blancura. De esta manera, la raza bajomedieval, «por su proximidad léxica a mancha y defecto se inserta en expresiones de limpieza que marcan la discriminación social y religiosa»58, por lo que termina por usarse con la referencia a la «raça de moro o judío» (así aparece en el Tesoro de la lengua de Covarrubias, 1611) en el vocabulario de la limpieza de sangre, y para legitimar un discurso de dominación y control basado en la diferencia religiosa trasmitida por el linaje y vinculada al concepto de casta.
Ante esta construcción histórica, algunos autores decoloniales indican que, aunque la categoría de raza no se usaba en su sentido contemporáneo en los momentos históricos premodernos, quedaba claro que para los colonizadores y conquistadores había una diferencia abismal entre ellos y los habitantes que encontraban. Esta es la opinión de Nelson Maldonado Torres, que sin embargo también indica que la idea de raza, que comienza a emerger y propagarse de forma global a partir de la conquista y colonización de las Américas, alcanza su clímax en el racismo del siglo XIX59. En este sentido, podemos tomar la pregunta de Daniele Benzi: «la teoría histórica de la clasificación social que sustenta la colonialidad del poder, ¿no concede excesiva prioridad a la categoría raza en detrimento de otras, como por ejemplo la de etnia (tribu, clan, casta) y nación, que no son meros derivados de la primera, o a la religión?»60. Para este autor el problema de la teoría de Quijano es que asume como línea histórica de la categoría raza aquella construida a partir de la conquista americana, pero relega la línea antisemita. Estoy de acuerdo con Benzi en que, aunque la raza haya sido un dispositivo de clasificación social de la población derivada del colonialismo europeo, conviene no restringir la mirada en la investigación histórica, a una línea que defiende la continuidad del fenómeno racista y minimiza la heterogeneidad, la variedad, la discontinuidad y la contingencia. Una de esas discontinuidades puede encontrarse en el ejemplo de las islas Canarias, y en particular en el discurso presente en las fuentes escritas disponibles para el periodo de la conquista.
4. Antes de la raza, cristianos contra mujeres infieles
Como se ha indicado, la teoría de la colonialidad puede criticarse por el uso anacrónico de la categoría de raza en el siglo XV y el XVI, tal y como podemos observar empíricamente en las fuentes correspondientes a la conquista de las islas Canarias. También se hemos observado cómo la colonialidad de género puede matizarse.
En este sentido, debemos imaginar que existía una concepción de la diferencia sexual distinta de las que impuso la sociedad cristiana a partir de la consolidación de la conquista en cada una de las islas, en un proceso de interacción entre dos mundos que duró prácticamente un siglo (desde los primeros contactos a finales del siglo XIV, hasta la finalización de la conquista de la última isla sometida en 1496). Esta imposición de unas relaciones de género, que podemos llamar coloniales, estuvo directamente ligada a las prescripciones evangelizadoras, por lo que fue la religión cristiana la que dictó los nuevos hábitos que debían regir las normas de género masculinas y femeninas, así como las instituciones relacionadas con el control reproductivo, en el caso del matrimonio. Por eso, en este sentido sí que puede aplicarse en la historia de Canarias el concepto de colonialidad de género, como una herramienta que explica un fenómeno histórico en el que se cambian los patrones de diferencia con respecto al sexo de una sociedad por imposición colonial. El matiz recae en la concepción de la diferencia de los cuerpos que los propios colonizadores manejaban en estos siglos, que como habíamos indicado no es el dimorfismo sexual del dieciocho, ni tampoco se había producido lo que se conoce como esencialización del género.
Las crónicas y textos narrativos del periodo contienen un discurso heredado de las concepciones medievales y modernas tempranas, en las que el sexo no operaba como categoría fundamental en las identidades humanas, o no tanto como podía ser el estamento o la espiritualidad, ya que «los límites entre lo que una mujer y un hombre debían ser fueron más flexibles y fluidas durante el Antiguo Régimen»61. Observamos como los cuerpos masculinos y femeninos se diferencian según su relación con los conquistadores en los episodios de lucha, de captura y de evangelización, pero serán las costumbres y hábitos diferentes a los usos cristianos, las que identifiquen más al grupo de población canaria, tanto hombres como mujeres; sin embargo, la diferencia taxonómica de los sexos (que no conlleva una identidad) significó sin duda diferencias en la violencia ejercida sobre los cuerpos conquistados, así como el prejuicio sobre la pasividad y docilidad femenina frente a la agencia masculina.
A modo de ejemplos, las negociaciones y las luchas que aparecen en las narraciones son protagonizadas por los hombres canarios, y no por las mujeres, a pesar de la existencia figuras femeninas con poder e influencia en las élites indígenas (especialmente documentadas en la isla de Gran Canaria) y episodios de luchas violentas protagonizadas por mujeres, sobre todo en el caso de la isla de La Palma. Entre otros, Gomes de Sintra (1484) nos indica que «los hombres y mujeres son corpulentos; y son groseros, salvajes y feroces»62 y el Eanes de Zurara (1453) que son «difíciles de prender»63. Para Gran Canaria, se repite en los manuscritos referentes a la conquista que dos mujeres «se despeñaron, y quisieron morir como murieron, antes de ser cristianas»64.
Este carácter de agencia masculina se contrapone a los estereotipos de mujeres canarias pasivas sujetas a los intercambios entre conquistados y conquistadores, cuyo ejemplo más claro se encarna en las sobrinas de uno de los jefes locales (guanartemes) de la isla de Gran Canaria: «entregaron al capitán Pedro de Vera a la sobrina del Guanarteme el Bueno que murió en Galdar (...) se la entregó a Francisco Mayorga la que luego bautizó»65. También se contrapone a la noción económica del botín de conquista (contamos con numerosas referencias a la captura con fines esclavistas) y a la violencia sexual sobre los cuerpos femeninos. La violencia es difícil de localizar de manera literal, pero podemos imaginarla en casos como la relación entre una mujer gomera de la élite y un conquistador: «Yballa, con la se aficionó Hernán Peraza (...) y como la hermosura e las mujeres es lazo en que caen los más cuerdos y avisados y aun los muy sabios, el dicho no se pudo abstener»66. Estas características, según las teóricas decoloniales, son parte de una hipersexualización de las mujeres indígenas y una hiperexacerbación del rol del hombre a nivel de intermediario común a los regímenes coloniales y a los procesos de conquista67.
Además, los cambios en los sistemas de producción afectarían también a la diferencia sexual del trabajo en la nueva sociedad colonial, tanto de las personas esclavizadas como las libres (sobre todo la relegación al espacio doméstico). En relación con esto, la colonialidad de género se ve atravesada de igual manera por las divisiones económicas propias del mundo moderno, que igualmente serían distintas a las jerarquías que operaban en el mundo indígena de las islas Canarias, lo que nos llevaría también a discutir, pero ya en otro lugar, sobre la categoría histórica de clase.
En segundo lugar, vamos a detenernos en las citas referentes a la categoría de infiel, que proponemos como alternativa a la de raza. Como puede observarse con los ejemplos ya mostrados, las crónicas de la conquista de las islas forman parte del único corpus de fuentes textuales del que disponemos para analizar el periodo, y comprenden un discurso colonial externo y profundamente etnocéntrico que presenta a las personas habitantes de las islas como gentes, gentes infieles, canarios, canarias, pobres gentes, gentes sin alma, enemigos, infieles e idólatras.
También encontramos el concepto de naturales para referirse a los hombres y mujeres habitantes de las islas en los manuscritos de la conquista de Gran Canaria, así como Gomes de Sintra en 1484, indica que «los naturales de Gran Canaria son idólatras»68, pero no aparece este término en la crónica francesa Le Canarien, correspondiente a una cronología anterior, aproximadamente de redactada en 1420. Este adjetivo está relacionado con lo nativo y, si seguimos la opinión de Feros69, en los reinos de la Península Ibérica esta concepción nacía del ius sanguinis (descendencia de padres nativos) y el ius soli (haber nacido en el reino). Como en los siglos XVI y XVII no existía una nación española, la percepción de una identidad conjunta en el momento de las conquistas canarias y americanas que se plantea en las teorías decoloniales, reduce la complejidad histórica de la formación de identidades, ya que en el territorio se asumía la existencia de extranjeros y naturales; sin embargo, ya durante el siglo XVI se aceptó «que todos los habitantes de los reinos peninsulares pudiesen emigrar a las Indias», a pesar de que legalmente eran una anexión del reino de Castilla, y comenzaron a ser llamados españoles70.
Si bien con el término de naturales se hace referencia al lugar de nacimiento, el adjetivo que aglutina a las personas habitantes de las islas es su condición de infieles. Esta categoría es la más alejada al mundo cristiano, porque presupone unas creencias, unos modos de vida y unas relaciones sociales radicalmente distintas a las conocidas y promovidas por las monarquías ibéricas, en este caso. Es con esta fórmula con lo que se estructura la nueva concepción del mundo desde la Europa Moderna, y no tanto en torno a la raza o la diferencia biológica o de color.
Es cierto, sin embargo, que en estos momentos operaba la concepción del blanco como un color vinculado a la hermosura o a la belleza71 y, en general para el caso de las Islas Canarias, era un «signo de aprecio de la figura del aborigen, según los arquetipos europeos en la contemplación del otro»72. Pero, si atravesamos esta concepción con la diferencia de género, la asociación de la blancura como sinónimo de belleza aparece normalmente cuando se definen los cuerpos femeninos, o bien a los cuerpos infantiles («son blancos como los nuestros, pero se ponen tostados a la intemperie por falta de vestidos»73. La piel oscura se relacionaba con lo viril, mientras que el blanco era delicado, femenino y hermoso, lo oscuro era robusto, masculino y tenebroso74.
Debemos detenernos en el tema del color, porque algunas investigaciones sobre el comercio de esclavos canarios indican los documentos de venta, especificaban el color de la piel y eran registrados como «cautivos blancos»75. En las fuentes narrativas y en los relatos de viajeros del siglo XVI se indica que «los que habitaban en la banda sur de la isla eran del color de la aceituna, pero los que vivían en la banda del norte eran rubios, especialmente las mujeres, y tenían el pelo liso y brillante»76, así como «esta gente tostada y morena, agora sea por traer este color de generación, agora sea por ser la tierra algo cálida y tostarlos el sol, por andar casi desnudos, como andaban. Más los de la banda del Norte eran blancos, y las mujeres hermosas y rubias y de lindos cabellos»77. Además, la blancura se conectó, a nivel lingüístico, con la luz, la belleza, la pureza, la inmaculabilidad y la perfección, en oposición al pecado, la mancha y la oscuridad, cuyo campo semántico se relaciona a su vez con el término raça, como metáfora de defecto en los materiales textiles, que indicaba Gómez Bravo78.
Como hemos visto, para definir a las mujeres canarias, en general las crónicas citadas insisten más en los atributos que se entienden como propios de personas que no llevan a cabo una forma de vida cristiana. Podemos observar algunos ejemplos.
El uso indecoroso u honesto de la vestimenta, así como la desnudez en general, tanto de hombres como mujeres, se valora negativamente: «Los hombres van completamente desnudos, salvo un manto por detrás hasta las corvas, y no se muestran vergonzosos de sus miembros; las mujeres son bellas y van decorosamente vestidas con amplias túnicas de pieles que arrastran por el suelo»79. En particular, la cuestión de la vestimenta como un símbolo de civilización en contraposición al salvajismo de la desnudez es recurrente en los discursos coloniales de épocas posteriores, en particular en el mito romántico del Buen Salvaje. En este contexto se relaciona con un aspecto de la identidad del infiel, que tiene falta de pudor cristiano, porque no se avergüenza al no cubrir sus partes80. También se insiste en la desnudez en la crónica de Juan II (ca. 1420)-: «E el que ordenó esta coronica fizo mucho por saber de donde e de qué gentes quedaron estos canarios; que eran vnas gentes que andauan desnudos, saluo que traían vnas bragas de palmas»81; así como anteriormente, lo que vincula esta tradición al pensamiento bajomedieval, el texto de Boccaccio (1341) dice que «existe el matrimonio y las mujeres casadas llevan bragas al estilo de las de los hombres. Las núbiles van completamente desnudas, no considerando vergonzoso andar así»82.
Los hábitos de alimentación y el no amamantamiento de los hijos e hijas por parte de las mujeres las hace, por un lado, pertenecer a un tipo de madres muy diferentes a las cristianas y, por otro, tener rasgos estéticos desagradables a ojos del conquistador: «En esta isla (se refiere a la isla de Lanzarote) las mujeres no tienen leche en sus pechos y alimentan a sus hijos con la boca, y por eso generalmente tienen el labio inferior más alargado que el superior, lo que resulta muy desagradable». A su vez, Eanes de Zurara (1453) indica que las mujeres de Gran Canaria alimentan a sus hijos de forma asquerosa porque utilizan lecha de cabra y no los amamantan.
Las relaciones de poliandria («la mayoría de ellas tienen tres maridos que sirven por meses»83, son vigiladas por la empresa evangelizadora, por lo que esta crónica francesa reserva varios capítulos en los que copia la cartilla evangelizadora que se utiliza en la isla de Lanzarote. Además, conllevan a adjetivar a las mujeres como «casi comunes» en las islas que hay un sistema de matrimonio y de relaciones intersexuales distinto al cristiano. Lo contrario sucede para la isla de Tenerife, porque los hombres «son robustos y valientes, y tienen mujeres seguras, y viven más como hombres que algunos de los otros»84. Es decir, la existencia de lo que a ojos cristianos sería un matrimonio monógamo les confiere a los habitantes de esta isla una humanidad superior a los que tienen esas mujeres casi comunes. El control de la sexualidad y de los cuerpos femeninos encaja en el ideal cristiano y de esta manera se valora positivamente.
Evidentemente, el rasgo más aparente que se vincula tanto a hombres como a mujeres infieles va a ser su desconocimiento de la religión cristiana: «Esto es lo que queremos enseñar a los canarios residentes en las regiones del mediodía, que son infieles y no reconocen a su creador y viven casi como animales, cuyas almas se van a condenar»85. La animalización de las personas infieles se repite en otros textos: «y a veces tienen guerras entre sí y se matan como bestias»86.
Esto nos indica que la categoría histórica de infiel operaba como una manifestación de la diferencia entre la población colonizada y los conquistadores europeos, y que a su vez se utilizaba como argumento para la colonización en nombre del evangelio. Esta categoría se atraviesa con el género cuando las mujeres infieles se sitúan desde la perspectiva colonial en la escala inferior, porque si los infieles necesitan potestad puntual hasta que se cristianizan, las mujeres la necesitan con carácter perpetuo. Esta perspectiva es la que analiza Karina Ochoa en sus trabajos, ya que localiza tres tópicos en el discurso colonial: la bestialización, la racialización y la feminización de los indios, que a su vez indica que son patrones del sistema-mundo-moderno-colonial87. En relación con la feminización del enemigo (como dominación simbólica) para esta autora los teóricos decoloniales no consideran la misoginia como elemento central en la conformación de colonialidad, ni del proyecto civilizatorio moderno-colonial88.
En el caso de las Islas Canarias tuvo lugar una primera fase de contacto anterior, con una serie de acciones misionales catalano-mallorquinas durante la segunda mitad del siglo XIV, con la instauración de obispados y diócesis franciscanas en diferentes islas. Esa labor misional corresponde a la intención evangelizadora y a la finalidad de convertir a las personas canarias nativas en cristianas, lo que indica que ya se observaba a la población como infiel. La infidelidad toma un nuevo matiz en el siglo posterior para el caso concreto de la monarquía hispánica, porque hay que tener en cuenta que «la estrategia de la monarquía en la centuria del Quinientos era transformar la figura del monarca y de la religión, la del rey y la de la divinidad, en un espacio de lealtad y unión»89. Tras el Concilio de Trento, el catolicismo se convirtió en la fuerza identitaria en el territorio español, esto es, «en la península eran catalanes, castellanos, aragoneses o portugueses, pero todos eran católicos»90.
La inserción de la moralidad cristiana sobre las mujeres canarias derivó ya en el siglo XVI en la conceptualización de, por un lado, buenas cristianas propensas a la integración («las mujeres son en general limpias, pulidas, garridas y de rara hermosura, por lo cual muchos de los conquistadores, o casi todos, se casaron en las islas y no regresaron solteros»91, pero por otro la de mujeres lujuriosas y hermosas cercanas al pecado («en esta isla de canaria y Tenerife ay muchos mercaderes, son en todas estas islas las mujeres dadas a la luxuria»92; «la hermosura de las mugeres es caso en que caen los mas querdos e avisados y aun los mui grandes sabios, el dicho no se pudo abstener ni irse tanto a la mano»93.
En general, estos ejemplos nos permiten aplicar la categoría histórica de infiel como la identidad que los agentes conquistadores impusieron a las personas canarias. El paquete identitario se compone de una serie de hábitos, acciones y costumbres cotidianas distintos a las almas evangelizadas, y que atraviesan a los cuerpos masculinos y femeninos colonizados y los acercan a un estado de animalización; sin embargo, las mujeres infieles canarias van a sufrir violencias distintas a las de los hombres, en particular la violencia sexual y la relegación al espacio doméstico una vez insertada la sociedad cristiana colonial.
Conclusiones
Debo apuntar que el propio Enrique Dussel, uno de los representantes de la teoría de la colonialidad, indica que los europeos interpretaron al indio como infiel. En sus palabras:
En realidad (los conquistadores y colonizadores) no "vieron" al indio: imaginaron (a esos) otros que portaban en sus recuerdos de europeos. El otro era interpretado desde el "mundo" europeo; era una "invención de Europa". Ese indio fue visto como la alteridad europea, como el "infiel" que durante mil años había luchado contra el cristianismo en el Mediterráneo. Por ello fue violentamente atacado, desarmado, servilmente dominado y rápidamente diezmado94.
Sin embargo, en su forma última y en el presente, la teoría decolonial entiende la colonialidad como un patrón de poder global, que se expresa en el eurocentrismo de los conocimientos dominantes, así como en las jerarquías sociales hegemónicas, en particular mediante el racismo. Si atendemos al ejemplo de las crónicas de la conquista de las Islas Canarias, en los momentos de las conquistas y colonizaciones en los inicios del siglo XV las categorías de diferencia que pueden observarse en el discurso colonial, y por lo tanto que emergían del poder colonial, correspondían a un binomio de infiel-cristiano, y creo que esa es la realidad que la Europa moderna-colonial utilizó para dominar y observar el mundo que comenzó a colonizar y explotar. Ajustando el argumento a los análisis lingüísticos, la relación del campo semántico del término castellano raça como defecto, utilizado en el vocabulario de las limpiezas de sangre puede reforzar, por un lado, la idea de la importancia de la diferencia religiosa para argumentar la exclusión y violencia en el contexto castellano del siglo XV, y por otro lado, la imposibilidad de aplicar esa noción a las personas canarias, cuya condición de infieles les permite, a ojos cristianos, la posibilidad de salvación mediante la evangelización y bautismo, en contraste con las «raças de moros y judíos».
En este sentido, para resumir la respuesta a una de las preguntas que planteaba a la introducción, diría que con las fuentes disponibles para el caso de la conquista de las Islas Canarias es problemático utilizar la raza como categoría de diferencia en el siglo XV. Ante esta, podemos usar la categoría de infiel de forma más precisa. Pero se puede añadir que, desde la perspectiva del giro ontológico, la religión es también una categoría colonial, un universalismo moderno, que comienza a operar en el siglo XVI y que no existe fuera de occidente95. Si tomamos la idea de Daniel Dubuisson96, la religión es una invención moderna que se aplicó como categoría clasificatoria al mundo colonial, y que además operó antes que la raza como fórmula para identificar al otro e insertarlo en una jerarquía de poder, en cuya base se situaron las mujeres infieles.
En segundo lugar, y con respecto a la categoría de género, las habitantes de las islas concebían la diferencia basada en el sexo de una forma distinta a la moderna europea, y en el momento de la conquista y colonización se produjo un trasvase de esta concepción para organizar la sociedad de forma jerárquica, por lo que la aplicación de la teoría de la colonialidad de género, propuesta por María Lugones no es menos tan problemática. En general, sí se asume que la cosmovisión y ontología que proyectaron los europeos colonizadores sobre los territorios coloniales, estableció una forma de poder basada en la diferencia sexual (género) que era desconocida para los sujetos históricos y que modificó, por imposición, los sistemas locales de poder, que podrían estar basados en otras formas diferentes a las patriarcales y menos injustas.
Si se asume la utilidad del concepto en esos aspectos, es necesario matizarlo históricamente en relación con la raza. Como indicaba, una de las bases de la colonialidad de género también es la clasificación social y universal en términos de raza que permea a todos los aspectos de la existencia social, y que, en el momento de la conquista de las islas y durante todo el siglo XV comenzaría a operar en la mente de los conquistadores para organizar a la población, igual que lo hizo el género. De esta manera, se propone complejizar el enfoque, y preguntar si esta categoría de diferencia operó siempre de la misma forma, o tuvo su consolidación en la cosmovisión hegemónica occidental de los siglos XVIII y XIX.
En definitiva, el ejercicio que se ha propuesto consiste en la observación de la diacronía en el discurso, con especial atención en los conceptos de raza y de género. Esos cambios se podrían analizar de una manera más amplia, sí se acude a fuentes de otra naturaleza también disponibles en Canarias, como el caso de los documentos jurídicos y eclesiásticos, un trabajo que excede esta aproximación, pero que debemos apuntar como un límite metodológico.
Como Santiago Castro Gómez97, creo que la decolonialidad no puede orientarnos a una reflexión exclusivamente macroestructural, y estamos en un punto de teorización en el ámbito histórico en el que no debe ser incompatible asumir una postura teórica anticolonial y a su vez posestructuralista. Desde esta convicción, podemos entender la raza como un eco de la fantasía, es decir, una invocación identitaria constituida por la teoría de la colonialidad, que no tiene existencia previa y natural o esencial. Ante esto, se propone aplicar el método histórico para localizar el discurso de la diferencia, que ha legitimado la postura de superioridad del occidente europeo a la hora de colonizar y explotar los territorios y recursos (en este caso, en los textos de las crónicas canarias de la conquista), y desnaturalizar la idea de raza como un concepto de larga duración. De esta forma, podemos defender su construcción en la época contemporánea, así como nos brinda una herramienta para deconstruir, no los discursos anticoloniales y antirracistas que sustentan la legitimidad de su lucha digna ante la injusticia y la opresión presentes, sino los otros discursos esencialistas con aspiraciones reaccionarias.