«Siendo los hombres los que escriben la Historia, rara vez se dignan a tomar en consideración lo bueno y grande que una mujer ha logrado; y si lo hacen es con esta sagaz observación: que tales mujeres superaron loslímites de su sexo»
Mary Astell
1. Introducción
Que la conquista y población de los territorios americanos incorporados a la monarquía hispánica no fue un «asunto masculino» es una afirmación que ya no puede ser cuestionada. Desde hace décadas, son varios los estudios que han abarcado esta problemática a partir de diversos enfoques, ampliando notablemente nuestra comprensión sobre este fenómeno y de otros ligados al mismo, como el proceso de emigración femenino; sin embargo, todavía resta por analizar y evaluar varios aspectos de importancia relativos a la identidad y roles femeninos en esta etapa, así como cuantificar, aunque sea de manera aproximada, su presencia, ya que, si bien se ha desterrado la noción de ausencia o inactividad femenina sistemática, a la par que se han rescatado nombres y actividades protagonizadas por mujeres, nuestro conocimiento sobre estos y muchos otros temas de gran valor e interés es exiguo. Son muchas las voces que todavía permanecen silenciadas y cuyo testimonio es vital para comprender este periodo histórico a cabalidad, completando un relato incompleto.
Esta tarea se antoja aún más necesaria y es más complicada para el caso del ámbito en el campo militar, donde los protagonistas han sido secularmente hombres, salvo excepciones. Las fuentes primarias han privilegiado sus nombres y hazañas, sepultando en el olvido y condenando al anonimato a miles de mujeres2. Ejemplo de ello sería uno de los casos que abarcaremos, relativo a una expedición compuesta y dirigida por mujeres en el Rio de la Plata en la década de 1560. A pesar de su importancia y trascendencia, ninguna crónica la recoge en sus páginas, al igual que otra notable actuación llevada a cabo por mujeres de la expedición de Pedro Mendoza. Narrada por Isabel de Guevara en uno de los testimonios femeninos escritos más tempranos, su autenticidad ha sido, incluso, puesta en tela de juicio por parte de algún historiador, al igual que las gestas de la conquistadora Inés Suárez. Es decir, no solo las fuentes primarias marginan, juzgan y manipulan el rol e identidad femenina. También lo hacen las secundarias.
El objetivo de este trabajo es analizar de qué manera las mujeres y sus actividades fueron percibidas, consideradas, interpretadas, y/o narradas a partir de los arquetipos y estereotipos de género imperantes en el periodo. Asimismo, observar cómo han sido transmitidas en bibliografía posterior con base en el mismo condicionamiento. Consideramos necesario realizar este análisis para poder profundizar en aspectos centrales como el papel de las mujeres o el proceso de construcción de identidad femenina en el periodo de conquista (s. XV-XVI), y sus repercusiones en la sociedad colonial. Para nuestro estudio será imprescindible el uso de la categoría analítica de género como herramienta metodológica la cual permite contextualizar, interpretar y analizar las citadas actuaciones femeninas, máxime cuando las fuentes disponibles para su estudio son en su mayoría crónicas y otros relatos masculinos en los cuales no se mencionan o se hace bajo los prejuicios del momento.
2. La perspectiva de género como un necesario marco metodológico
Ante la «desaparición de las mujeres» del relato histórico oficial3, concordamos con Mary Nash, quien afirma que no se trata de una «conspiración malvada de ciertos historiadores masculinos» o de una acción consciente y premeditada4. Más bien, obedecería a que, dado que la historia se ha ocupado principalmente de la vida pública, en que los hombres son los protagonistas en sus diversos ámbitos, como el político o el militar, las mujeres confinadas en el privado y sus actividades cotidianas no habrían sido dignas de atención. En occidente, esto sería así desde la antigüedad, tal y como demuestran los estudios de diversas autoras especialistas en historia de las mujeres en Grecia y Roma, como Rosa Cid, Claude Mosse o Marina Picazo, quienes de manera unánime señalan la identificación de lo masculino con lo público y digno de ser narrado y recordado. Por su parte la supeditación forzosa de lo femenino al espacio privado la condenaría a su desaparición5.
Simone de Beauvoir ya ponía el foco en cómo el ser era lo masculino, mientras que lo femenino se convertía en lo «otro» por oposición. Lo masculino representaba lo público, lo político, lo moral, la ciencia6. Por su parte, la mujer representaba lo privado en un momento en que lo privado todavía no era político. Afortunadamente, son varios los historiadores que entonan un mea culpa al analizar de manera crítica el abandono que esta mayoría fundamental ha tenido en sus trabajos, como Eric Hobsbawm quien indicaba que: «Las mujeres han señalado con frecuencia que los historiadores, incluyendo a los marxistas, han olvidado siempre a la mitad femenina de la raza humana. Esta crítica es justa y reconozco que cabe aplicarla a mi propio trabajo»7.
Sin embargo, como señala Ana Lidia García Peña, «conceptualizar y escribir historias de las mujeres no termina con el problema de la invisibilidad, sino que marca el inicio para una mayor reflexión teórica y metodológica» que apunte a reformar los paradigmas historiográficos. Solo así, dicha labor no será un simple añadido a la historia general8. En este quehacer debemos evitar, tal y como advertía Mary Nash, caer en concepciones que retraten a las mujeres bien como eternas víctimas pasivas de una sociedad patriarcal, bien como constantes luchadoras de la transformación social. Es necesario aplicar un enfoque que permita superar dicha dicotomía, aunque sin ignorar las restricciones sufridas por las mujeres e incorporando sus aportes y experiencias vitales, con toda su complejidad, en un relato histórico más amplio9. Así, una pluralidad de historiadoras e historiadores apuntamos a la necesidad de enmarcar el análisis de las complejas, y siempre diversas, experiencias vitales de las mujeres en los procesos históricos globales, así como en las propias particularidades locales, considerando tanto las estructuras en que esta se enmarca (económicas, sociales y políticas) como la propia esfera privada.
Para poder llevar a cabo este sutil y complicado cometido, es necesario utilizar herramientas metodológicas adecuadas destacándose la categoría analítica de género, utilizada desde las últimas tres décadas por investigadores de diversas disciplinas. Para Joan Scott, quien en una charla dada en 1985, sentaría las bases teóricas de su uso10, el género es una creación social de ideas sobre los roles apropiados para mujeres y hombres. Su uso implica reconocer que una cosa es el sexo biológico y otra las ideas, representaciones y mandatos construidos en torno a la diferencia sexual, proceso que se ha dado y se da en todas las sociedades. Coincidimos con Amparo Pedregal al señalar que «lo que determina el reparto de funciones de hombres y mujeres en una sociedad, no son sus características biológicas, sexuales, es decir, condicionantes naturales, inalterables y universalizadores, sino la lectura que de esas características biológicas haga su realidad histórica concreta, el contenido social que se les de»11. El género es, por lo tanto, una categoría impuesta, «una forma primaria de relaciones significantes de poder» que vincula al sujeto con las organizaciones e instituciones, y que, como señala Marta Lamas, «ordena espacios diferenciados, tareas complementarias y actitudes distintas para cada sexo», dificultando conceptualizar a las mujeres y a los hombres como iguales12.
Es así que dicha categoría aplicada al análisis histórico permite establecer una visión integral de la experiencia histórica de las mujeres y observar, entre otros, la complejidad de sus relaciones, el proceso de formación de su conciencia e identidad o las modificaciones de su estatus13. Se convierte, de esta manera, en instrumento que permite explorar la variabilidad histórica al mostrar la conceptualización y construcción de los estereotipos de género, así como los espacios, normas, valores, costumbres, símbolos, representaciones y/o patrones de comportamiento social de mujeres y hombres asociados a dichos roles en los diversos momentos históricos.
3. El modelo femenino en la Edad Moderna: la doncella virtuosa
Los arquetipos y estereotipos de género femenino de la Edad Moderna castellana son una suma de diversas imágenes e ideales forjados desde la época grecorromana y con una decisiva influencia del cristianismo, en particular en la Edad Media. Respecto a la Antigüedad, Thomas Laqueur, señala que hasta el siglo XVIII se mantuvo vigente un modelo unisexo según el cual las mujeres, en esencia, eran hombres diferenciados por determinados factores como el calor, sus fluidos corporales o por la capacidad de las mujeres de procrear, lo que a su vez se convirtió en su principal función y razón de ser14. Platón identificaba ese ser completo con el Andrógino, separado por castigo de los dioses en masculino y femenino. Aristóteles, por su parte, preconizaba esta concepción de la mujer como un ser inferior, con base en una argumentación que podríamos denominar biologicista, basada, entre otras, en la teoría de los humores o en fenómenos como la dolencia del «útero errante», que hoy se denomina histeria15.
Dichas teorías cimentaron su solidez e inviolabilidad a partir de la invocación de valores que se presentaban como determinados por la naturaleza, y con una proyección atemporal sancionada a través de la religión16. Esta polarización asociaba al hombre y lo masculino con capacidades y conceptos superiores tales como la civilización, la fuerza, la razón, la inteligencia o el control, mientras que lo femenino, la mujer, lo estaba con la debilidad y lo carnal, entre otros. Es así que la visión unisexo reducía a las mujeres a una versión imperfecta del hombre, a la par que le negaba su categoría ontológica17. Esto determinaba su inferioridad frente a lo masculino y, por lo tanto, su sometimiento.
Los moralistas, filósofos y tratadistas posteriores heredaron estas nociones que, sumadas a los condicionamientos del cristianismo, ocasionaran que durante la Edad Media y Moderna la mujer, perteneciera al grupo social que perteneciera y salvo excepciones, fue retratada como un ser débil que debía estar siempre sometida al varón y a Dios, y cuya principal función sería la reproductora, aunque la perfección femenina, identificada con la virgen María, tendría como meta la virginidad, o abstinencia sexual. Fray Luis de León en su Perfecta Casada hace énfasis en la inferioridad femenina en atención a su sexo, al señalar: «Porque cosa de tan poco ser como es esto que llamamos mujer, nunca ni emprende ni alcanza cosa de valor ni de ser, si no es porque la inclina a ello, y la despierta y alienta, alguna fuerza de increíble virtud que, o el cielo ha puesto en su alma, o algún don de Dios singular que, pues vence su natural»18. Debido a dicha inferioridad, la conocida como imbecillitas seu fragilitas sexus, era necesario que las mujeres estuviesen a cargo de un tutor masculino, responsabilidad que recaía en su padre y, más adelante, en su esposo. En caso que su estatus lo permitiese, era aconsejable que la mujer recibiese una formación adecuada que le ayudara a enmendar sus fallos innatos y desarrollar correctamente el rol que le correspondía como esposa, madre y regente del hogar.
Aunque un análisis de los tratados y otras obras relativas a estas cuestiones, así como los estudios relativos a ellas, excede con mucho los límites de este trabajo19, debemos hacer alusión a algunas de particular importancia, especialmente a los manuales instructivos en los que, además de detallarse el arquetipo de mujer ideal, se ofrecían recomendaciones de los comportamientos y valores a cultivar para lograrlo. Uno de los más populares es el Libro llamado de la instrucción de la mujer cristiana de Juan Luis Vives20, destacado filósofo y humanista español. Tras su traslado a Inglaterra en 1523, fue consejero de la reina y preceptor de la princesa, María Tudor a quien compuso esta obra para guiarla en su formación. El libro se divide en atención a los estados de la mujer: doncella, casada, viuda, y aborda diversos aspectos para una adecuada formación femenina. Si bien, a diferencia de otros autores, aboga por su plena capacidad intelectual, sin embargo, conserva la tradicional y patriarcal visión de la mujer débil y sumisa a Dios y al marido, en caso de estar casada: «Tú estarás debaxo la potestad del varón y el terná señorío sobre ti (...) Las casadas deven aun salir menos de casa que las donzellas (...) todo su cuydado deve ser en trabajar de conservar a su marido y a él solo agradar»21. El autor, reflejó la mentalidad de la su época, enfatizó en la necesidad de que la mujer permanezca fuera del espacio público y en silencio, siendo esto último, «la más loable virtud en la mujer», incluso en caso de maltrato: «Si su marido riñere con ella por mucho que le diga y la maltrate nunca ella le responderá»22.
También fray Luis de León, es autor de un manual, instructivo dedicado exclusivamente a la mujer casada cuyas obligaciones serían: «servir al marido, y el gobernar la familia, y la crianza de los hijos, y la cuenta que juntamente con esto se debe al temor de Dios y la guarda y limpieza de la consciencia»23; sin embargo, el religioso consciente de que muchas mujeres no podrían alcanzar su exigente arquetipo de mujer recatada, servicial y dócil, señalaba que la perfecta casada era algo sumamente preciado. Comparte esta opinión otro destacado autor, fray Martín de Córdoba, que en su tratado El Jardín de nobles doncellas, destinado a la entonces princesa Isabel de Castilla, señalaba que «la muger fuerte y virtuosa en pocos lugares se halla, pero, cuando se halla, su precio es incomparable, ni puede ser apreciada por quantas riquezas hay en este mundo»24.
En lo que coinciden todos los autores es en la importancia de la virginidad femenina, garante de virtud y honor de la mujer y su familia, además del estado ideal, ya que, como señalamos anteriormente, es cuando más cerca estarían de Dios25. Para Joseph Rojo autor del Espejo de ilustres y perfectas señoras, si bien la casada puede ejercitar la virtud de la caridad, sin embargo: «la virginidad sea como reina; la viudez, como señora, y el estado matrimonial, como siervo»26. Para mantener la virginidad en la doncella y el honor en la casada y viuda, la mejor opción era su encerramiento en un convento o en el propio hogar, algo que los tratadistas y moralistas no dudaban en ensalzar: «las que en sus casas cerradas y ocupadas las mejoran, andando fuera dellas las destruyen. Y las que, con andar por sus rincones, ganaran las voluntades y edificaran las consciencias de sus maridos, visitando las calles corrompen los coraçones ajenos y enmollecen las almas de los que las ven»27. Rojo llega a afirmar, citando a Plutarco, que las egipcias no usaban calzado porque no salían jamás de casa28. Fray Luis de León recurre a otro supuesto ejemplo histórico al señalar que, al nacer las niñas chinas, les tuercen los pies para que cuando crezcan no puedan salir de casa concluyendo vehementemente: «Como son los hombres para lo público, así las mujeres para el encerramiento; y como es de los hombres el hablar y el salir a la luz, así dellas el encerrarse y encubrirse»29. Por su parte, Francesc Eiximenis, autor del Llibre de les dones, dedicado a «mujeres de toda edad y condición», es decir doncellas casadas, viudas y monjas, aconsejaba casar a las hijas en el menor plazo posible para evitar que pudieran deshonrar a la familia30.
Como podemos observar, casi la totalidad de los manuales presentados que aluden a la imagen y comportamiento femenino son producto de autoría masculina, es decir, son relatos y descripciones subjetivas construidos por hombres que no recogen ni tienen en consideración la opinión de las aludidas31. Todas estas obras de teólogos y moralistas tuvieron gran influencia en la educación y formación femenina32, especialmente tras la reforma tridentina, tanto en Europa como en la América española33. Estos y otros tratados, fueron centrales para el traslado y consolidación de los modelos y roles de género femeninos vigentes en el denominado Nuevo Mundo, labor en que los monasterios femeninos tuvieron un papel destacado.
Fuente: Citado según el museo. «La donzella virtuosa», https://barcelona.cat/museu-etnologic-culturesmon/ca/blog//la-donzella-virtuosa.
Un cuadro anónimo, fechado aproximadamente a finales del siglo XVI ilustra esta imagen de la perfecta doncella, o doncella virtuosa, título de la propia obra (Imagen 1). En ella, se nos presenta una joven etiquetada, a la usanza de un antiguo Facebook o Instagram, con las cualidades que la convierten en el estereotipo de muchacha ideal. Asimismo, las leyendas están ligadas a atributos simbólicos, representados por objetos significantes asociados a estas cualidades.
Comenzando desde la parte superior de la pintura, encontramos la primera leyenda en la cabeza de la joven: subieta (sujeta). Esta se sitúa debajo de la imagen de un yugo, que en la Biblia y otras obras alude de manera alegórica a la sujeción o sumisión34. Descendiendo, una cartela con la palabra Púdica, es decir pura, sale de un tocado que cubre decorosamente el cabello de la joven, que así evita exponer su vana belleza y tentar a los hombres. La leyenda Taccita, (callada), sale de su boca, haciendo referencia a que debe estar cerrada.
Dos leyendas salen del pecho de la doncella, Fidelis y Charitas. La primera, está representada con una vela encendida. Por su parte, Charitas sale del corazón de la dama donde aparece una llaga sangrante en referencia a la caridad cristiana. Más abajo hay dos nuevas cartelas; una que sale del cinturón y otra a la altura de los genitales, y que rezan Casta y Honesta, respectivamente. Ambas hacen referencia a la sexualidad femenina y señalan que la doncella virtuosa debe ser recatada y pudorosa, y abstenerse de cometer actos inmorales. Del mismo modo, se puede apreciar cómo va vestida de manera muy decorosa, a la usanza del tiempo de Felipe II con corsé, gorguera blanca y cofia y una especie de corse coraza. En la mano derecha de la joven podemos observar que sujeta un huso del que sale una leyenda con la palabra Solicita, es decir dispuesta a satisfacer las necesidades de los demás. Cabe señalar cómo el hilado, era una de las tareas más recomendadas a las mujeres de todos los estamentos en los antes citados manuales. Así fray Luis aconsejaba a duquesas y reinas que «tomen la rueca, y armen los dedos con la aguja y dedal, y cercadas de sus damas, y en medio dellas, hagan labores ricas con ellas (...) y ocupen los pensamientos de sus doncellas y hagan que contiendan entre sí, procurando de aventajarse en el ser hacendosas»35.
Por fin llegamos a los pies de la joven, que se encuentra de pie sobre una gran esfera, lo que hace referencia al difícil equilibrio de vivir en virtud. De su pie derecho, que está encadenado al tronco de un árbol, sale la leyenda Qvieta. Mientras que en la parte inferior derecha hay una escoba apoyada sobre el suelo junto a la leyenda Humillis. Finalmente, la joven sujeta un libro con su mano izquierda donde estarían escritos los primeros versos del Magnificat, cuyas estrofas referidas a las virtudes de la Virgen están vinculadas con la propia representación: «Quia respexit humilitatem ancillae suae ecce enim ex hoc beatam me dicent omnes generationes»36.
En suma, nos encontramos frente a una alegoría de la perfecta mujer virtuosa cristiana reflejo del espíritu de la Contrarreforma y representativa del estereotipo de género del momento. Una mujer creyente, callada, humilde, casta, solícita y subordinada, cual la perfecta casada de fray Luis o la instruida cristiana de Luis Vives.
De doncellas virtuosas a viragos: la conquista en clave femenina
Inés Suárez ¿conquistadora o compañera de conquistador?
Desde el inicio del proceso de conquista y población del territorio americano por los españoles, se aprecia una presencia de mujeres procedentes de la península ibérica.
Ya en el cuarto viaje de Colón, 30 mujeres recibieron autorización para embarcarse. En el caso del virreinato peruano, James Lockhart señala que, aunque en 1537 solo había 14 españolas en la Ciudad de los Reyes, esta cifra habría aumentado a 300 o 400 en 1543. Del mismo modo, se habría dado un notable aumento migratorio tras el fin del conflicto con Gonzalo Pizarro. Así, en 1555, de los 8000 españoles en el virreinato, estimados por el virrey Cañete, unas 1000 serían mujeres37. Por su parte, Boyd Bowman señala que de 1540 a 1559 se embarcaron 1480 mujeres, llegando gran parte al territorio peruano38, tal vez las que habrían entrado de manera ilegal.
Sin embargo, aunque son muchas las mujeres que llegaron, son muy pocas de las que tenemos noticia, y menos de sus intervenciones en el ámbito bélico. Los casos que han llegado hasta nuestros días son los de mayor excepcionalidad, siendo quizás el más célebre el de la conquistadora Inés Suárez, que participó en la expedición a Chile de Pedro de Valdivia. Inés, nacida en Plasencia39, había contraído matrimonio con Juan de Málaga, quien en 1528 se embarcó con rumbo a Panamá para participar en la conquista. Tras dejar de recibir noticias de su esposo cuando este estaba en la actual Venezuela, Inés consiguió una licencia real para ir en su busca y salió de España en 1537, con unos 30 años de edad; sin embargo, al llegar a Tierra Firme recibió noticias devastadoras, su esposo había fallecido en la batalla de Salinas, en el marco del conflicto entre almagristas y pizarristas.
Llegados a este punto, sabemos que Inés se dirigió a Cuzco. Casi toda la bibliografía coincide en señalar que, como compensación a la muerte de su marido, se le habría concedido una merced real de tierras en Cuzco, donde se instaló, además de una encomienda40; sin embargo, por nuestra parte no hemos encontrado ningún documento que nos permita sostener dicha afirmación. Ni en los censos y listados de encomiendas de dicha jurisdicción, donde no aparece el nombre de Inés ni de su esposo. Tampoco hemos hallado ninguna cédula haciendo referencia a esta merced. Finalmente, tanto el estatus de Juan de Málaga e Inés en la península como el tiempo trascurrido desde la llegada de Inés a Cuzco hasta su salida a Chile hacen poco factible tanto la concesión como la toma de posesión. Finalmente, la salida de Inés hacia Chile en enero de 1540 es contradictoria con su condición de encomendera, tanto por la privilegiada situación económica que habría adquirido como por la obligación de residencia que conllevaba41. Por estos motivos nos inclinamos a considerar que es más probable que Inés hubiera ido allí en busca del cadáver y bienes de su esposo fallecido en la batalla de Salinas, llamada así por haber tenido lugar en unas antiguas salinas incas a 5 km de Cuzco.
En esta ciudad imperial inca, Inés habría conocido al conquistador Pedro de Valdivia, extremeño como ella y muy cercano a Francisco Pizarro. Al parecer, poco después de conocerse habrían iniciado una relación íntima, aunque Valdivia estaba casado desde 1527 con una mujer cordobesa de familia noble llamada Marina Ortiz de Gaete42. En 1540, Inés se unió a la expedición a Chile en condición de sirvienta de Valdivia. En diciembre de dicho año el grupo llegó al valle del río Mapocho, donde fundarían la ciudad de Santiago de Nueva Extremadura, la cual en 1541 sería atacada por mapuches aprovechando la ausencia de Valdivia, que estaba sofocando una rebelión en Cachapoal. Según varios testimonios y relatos de cronistas posteriores, Inés habría tenido una actuación vital tanto en el trayecto hasta esta región, salvando a la expedición de morir de sed gracias a su don para hallar agua, como en la defensa frente a este ataque. El cronista Jerónimo de Vivar señala cómo Suárez, en el asedio indígena, apareció armada con una espada con la que ejecutó a siete caciques que se hallaban prisioneros en casa de Valdivia: «Como sabía, reconociendo lo que cualquier buen capitán podía reconocer, echó mano a una espada e dio de estocadas a los dichos caciques, temiendo el daño que se recrecía si aquellos caciques se soltaban»43. El cronista señala que tras el asesinato, Inés, aun con la espada ensangrentada, gritó a los atacantes: «"Afuera, auncaes- que quiere decir- Traidores, que ya yo os he muerto a vuestros señores y caciques", diciéndoles que lo mismo haría a ellos, mostrándoles la espada»44.
Podemos observar cómo los relatos sobre la actuación de Inés están regidos por los estereotipos de género del periodo, construidos a su vez a partir de los condicionamientos sociales, religiosos, políticos o morales del Antiguo Régimen, como del propio proceso de conquista. Es así que por un lado se ensalza su faceta de cuidadora, labor realizada tradicionalmente por mujeres, al señalar el cronista Mariño de Lobera que Inés se ocupaba de los soldados «a los cuales curaba ella misma como mejor podía, casi entre los mismos pies de los caballos; y acabando de curarlos, los persuadía y animaba a meterse de nuevo en la batalla»45. También Jerónimo de Vivar señala que «ella los curaba y animaba»46.
Sin embargo, Inés es presentada, en mayor medida, como una conquistadora feroz y valiente, atributos reservados para el género masculino, siendo, además, excepcional la participación de las mujeres en una batalla. La manera de justificar y explicar el heroísmo de Inés frente al ataque mapuche es enmarcarla en la excepcionalidad y engalanarla de atributos masculinos al compararla con otros héroes militares, como hace Mariño de Lobera. Según el cronista, cuando los soldados Francisco Rubio y Hernando de la Torre preguntaron a Inés qué hacer con los caciques prisioneros, ella contestó: «Desta manera, y desenvainando la espada los mató a todos con tan varonil ánimo como si fuera un Roldán, o Cid Rui Días»47. El cronista, añade que, tras decapitar a los caciques, viendo que los indígenas iban a tomar el sitio, «echó sobre sus hombros una cota de malla y se puso una cuera de anta y desta manera salió a la plaza y se puso delante de todos los soldados animándolos con palabras de tanta ponderación, que eran más de un valeroso capitán hecho a las armas que de una mujer ejercitada en su almohadilla»48.
Inés es, así, transformada en una virago, una mujer viril con virtudes y atributos propios de un hombre, tal y como indica la propia palabra49. Este concepto, con orígenes en la Antigüedad, se basaba en el supuesto de que las mujeres, a pesar de ser hombres incompletos, podían alcanzar la areté y la virtus, conceptos claramente masculinos50. Para ello debían superar su estadio inferior de muliebris (pusilánime)51. De este modo, si una mujer era o realizaba una acción lo suficientemente excepcional, superando las expectativas y límites de lo que se creía posible para su sexo, podía ser una virago con una connotación de admiración52. Es así que Inés Suárez, vestida de cota de malla y decapitando indígenas, sería un perfecto ejemplo de virago, una Juana de Arco de los Andes, tal y como la muestra el retrato de José Mercedes Ortega (Ilustración 2).
Fuente: «Inés de Suárez 2», https://en.wikipedia.org/wiki/In%C3%A9s_Su%C3%A1rez#/media/File:Ines_de_Suarez_2.JPG.
Sorprendido por la gesta, Mariño de Lobera señala que no recuerda «haber leído historia en que se refieran tan varoniles hazañas de mujeres como las hicieron algunas en este reino». A continuación, apela a un recurso muy frecuente a la hora de justificar y narrar acciones femeninas excepcionales, como es el recurrir a ejemplos históricos53. Así, el cronista compara a Inés con guerreras de la Antigüedad como Alartesia, Lampeda, Pentesilea, Hipólita o Harpe, aunque destaca el accionar de Inés sobre estas al señalar que muchas de sus historias «no son tan auténticas ni tienen tantos fundamentos de credulidad» como la de Inés y otras mujeres a las que menciona en su relato, sosteniendo su afirmación en la existencia de muchos testigos vivos «muy fidedignos y de autoridad»54.
Estos ejemplos femeninos no estaban destinados a demostrar que las mujeres podían ser excelentes. Solo se admitía la excepcionalidad de alguna mujer, lo que a su vez era compatible con la idea de su inferioridad frente a los hombres55. La excepcionalidad de las viragos o las «mujeres fuertes» con respecto a las demás no consistía en llevar a su extremo más heroico las virtudes femeninas, como sería el caso de los héroes masculinos en relación con los otros hombres, sino en poseer en el más alto grado las cualidades propias del otro sexo56. Por otro lado, estas mujeres no constituían, en absoluto, un ideal de perfección o un modelo a imitar. Tal y como afirma Bolufer: «la glosa de sus méritos, no representaba tanto las cualidades deseables en la mujer como encarnaban en figuras femeninas los valores propios del estamento privilegiado y compartidos por la sociedad de Antiguo Régimen. Letras, armas y gobierno son, junto a la castidad, los ejes que centran la alabanza de las mujeres excelentes»57. Es así que encarnaban y ensalzaban un perfil cifrado en el mérito y prestigio de las armas como reminiscencia del ejercicio militar de la nobleza guerrera y que, en el siglo xvi, en el marco de la Conquista de América, se antojaba de total actualidad y pertinencia.
Aunque varios testimonios y crónicas relatan las gestas de Inés Suárez, destacados historiadores chilenos, como Claudio Gay y Benjamín Vicuña Mackenna, negaron la veracidad de estos hechos argumentando que no aparecían consignadas en las Actas del Cabildo de Santiago58; sin embargo, a tenor de otras fuentes disponibles es indudable que hubo una actuación por parte de Inés y que esta debió ser decisiva ya que le valió la concesión de la encomienda de Apoquindo Tunguillanga, Ubalgalge y Catapillo en 1544, y de Melipilla, Curiponabal y otras tierras aledañas a Santiago y Aconcagua en 1546, lo que la convirtió en una de las más ricas encomenderas del virreinato.
En lo que sí coinciden casi todos los documentos y testimonios, tanto coetáneos a Inés como en estudios posteriores (hasta la actualidad), es en privilegiar sobre otros aspectos su relación sentimental con el conquistador Pedro de Valdivia. El cronista Alonso de Góngora Marmolejo tan solo habla de Inés para culpabilizarla de corromper a Valdivia, señalando que este adolecía de dos fallos: «aborrecía a los hombres nobles, y de ordinario andaba amancebado con una mujer española [Inés], a lo cual fue dado»59. De hecho, la relación personal de Valdivia y Suárez fue utilizada con propósitos políticos en un proceso realizado contra el conquistador en 1548. En él, tuvo un papel crucial un acta de acusaciones anónima enviada a Pedro de la Gasca que, entre otros hechos, denunciaba que Valdivia había traído de Perú a una española llamada Inés Suárez, con quien tenía ilícitas relaciones:
«que todo el tiempo que está en Chile y desque salió del Cuzco, que ha más de ocho años, está amancebado con esta mujer, y duermen en una cama y comen en un plato, i se convidaban públicamente a beber a la flamenca, diciendo: "yo bebo a vos manteniéndola en su casa y comiendo en la misma mesa"»60.
Inés está presente, de forma explícita o implícita, en 11 de las 49 acusaciones que componen el acta. En ellas se denuncia, principalmente, la supuesta influencia que tendría sobre las acciones de Valdivia y los privilegios que habría obtenido debido a su ilícita relación. Es más, el acta comienza acusando a Inés de haber sido responsable indirectamente de la muerte a garrote de un soldado en Atacama y de tener «espías e grandes intelijencias» para controlar a sus enemigos. Las acusaciones retratan a una Inés codiciosa y poderosa «que manda a las justicias como el mismo gobernador», y que hace valer su influencia tanto para recompensar a aquellos que le hacían favores, como para perseguir a los que la ofendían de cualquier modo, aprovechándose de la docilidad del conquistador, quien accedía a todos sus caprichos. Uno de estos antojos habría sido aprender a leer, y en el acta se señalaba que el conquistador había ordenado esta misión al clérigo González Marmolejo, futuro obispo de Chile61. Inés sería, incluso, la culpable del descuido de las obligaciones militares de Valdivia: «Estando la tierra alzada, iban a conquistalla con el gobernador, y los dejaba, y se venía por la posta a ver a Ines Suárez»62.
Una de las principales acusaciones en el acta, y que se reitera en varios de los ítems, es la mala praxis relativa a la concesión de repartimientos en la que Suárez habría tenido gran parte de responsabilidad y en la que, además, habría salido beneficiada con algunas de las mejores encomiendas63. Según la acusación número 39, Valdivia habría «removido muchas veces los indios, quitándolos a unos y dándolos a otros. Y a su manceba, que le había dado gran cantidad de indios, quitólos para dárselos, demás de los muchos que tenía a Francisco Núñez y Landa conquistadores». Valdivia, por su parte, justificaba su actuación descargando de cualquier culpa a Inés y argumentando la concesión a partir de sus importantes méritos, no solo durante el ataque mapuche, sino como benemérita conquistadora y pobladora, siendo la primera mujer española que habría entrado en dicho territorio:
[…] aquel día que los indios dieron guazábara a la ciudad fue la dicha Inés Suárez grande ayuda para que no se desamparase, por la diligencia que había tenido en curar a los heridos para que volviesen a la pelea, e después en el ánimo que tuvo en que se matasen los caciques y en ayudar a ello, que fue causa principal para que visto los indios muertos a sus señores, se retrujesen, e que por ser la primer mujer que en ella tierra había entrado se le diesen algunos indios para su sustentación, porque sin ellos no podría vivir […]64.
Consideramos que las acusaciones contra Inés habrían estado motivadas tanto por un enfrentamiento y deseo de descrédito a Valdivia por parte de sus rivales, como por un intento de despojar a Inés de la encomienda que le había sido legítimamente concedida debido a sus méritos militares y que, con suerte, podía acabar en manos de alguno de los no tan anónimos denunciantes65. La estrategia de desacreditar a los oponentes políticos a través del cuestionamiento del honor propio y de la virtud de sus compañeras ha sido un arma frecuente. El cuestionamiento de la virtud sexual ha sido un castigo habitual para las mujeres que han transgredido los roles de género asignados a su sexo en cada momento histórico. Julia, la hija de Augusto; Cleopatra; Fulvia; María Antonieta o Catalina la Grande serían algunos de los ejemplos más conocidos. Miles de mujeres anónimas, o no tanto, a lo largo de la historia habrían tenido que cargar con esta gran letra escarlata, mientras que la promiscuidad masculina en rara ocasión ha sido cuestionada.
Tan solo la Crónica de los reinos de Chile, de Jerónimo de Vivar, es más generosa con Inés Suárez, y, probablemente, no por respeto a ella sino porque fungió en gran medida como un escrito de descargo de las acusaciones contra Valdivia. En ella, se retrata a Inés como una «dueña honrada» que había llegado con Valdivia desde Perú como su sirvienta, lo que tampoco correspondería con la completa realidad de la relación entre ambos, aunque, efectivamente, Inés habría podido unirse a la expedición solo en calidad de sirvienta de Valdivia66.
Es de destacar el veredicto, en el que La Gasca, si bien descargaba al conquistador de los cargos más graves relativos a su actuación como gobernante, no podía pasar por alto las acusaciones relativas a su relación extramarital. Era el gobernador y debía dar ejemplo al resto, por ese motivo, se le ordenaba que no conversase «inhonestamente con Inés Suárez ni viva con ella en una casa, ni entre ni esté con ella en lugar sospechoso»67. Asimismo, para cesar toda sospecha de «carnal participación» se mandaba casar a Inés en un plazo de seis meses o «enviarla a Perú y de ahí a España, o donde ella quisiere». Del mismo modo, se ordenaba privarla de sus repartimientos, para otorgárselos a otros conquistadores del territorio. Debemos, no obstante, indicar que, contra lo prescrito, esta parte de la sentencia no se cumplió, quizás porque tanto Valdivia como el resto de los soldados pensaban que Inés era legítima merecedora de las encomiendas por sus méritos o porque interpretaron que esta decisión de La Gasca solo tendría valor en el caso de que abandonase las tierras chilenas68. Por su parte, Valdivia era honrado con el título de gobernador de Chile, y se le ordenaba traer a su esposa María Ortiz de Gaete a hacer vida maridable con él69.
Pero los prejuicios contra la figura de la conquistadora no solo son apreciables en los documentos coetáneos a Inés, sino también en la bibliografía relativa a ella, como el trabajo de Diego Barros Arana, titulado, precisamente, «Inés Suárez I doña Marina Ortiz de Gaete», publicado en la Revista de Santiago en el año 1873. En él, el autor disculpa la «tibieza moral» de Inés a cambio de su contribución a la historia nacional, en sintonía con un modelo patriótico, particularmente en auge en Chile desde finales del siglo XIX y hasta mediados del XX, por el que solo merecían salir del olvido las reinas, santas u otra serie de mujeres excepcionales; sin embargo, Inés no escapa del filtro censurador de Barros Arana, cargado con los convencionalismos de la alta sociedad chilena del s. XIX a la que este pertenecía, a pesar de sus inclinaciones liberales.
Recordemos que, tal y como señalábamos al inicio de este ensayo, el género es una construcción histórica. Lo que se considera propio de cada sexo cambia de época en época, siendo la categoría de género específica y dependiente de un determinado contexto. Así, las consideraciones sociales decimonónicas permean el relato de Barros Arana, quien, al igual que los antes citados Gay y Vicuña Mackenna, debido a ellas emite juicios de valor que condicionan el análisis histórico de las actuaciones de Inés Suárez y de Marina Ortiz, mujeres a las que Barros Arana enfrenta en este artículo bajo el paradigma de la esposa y la amante70. Por ejemplo, Barros Arana niega a Inés cualquier propósito más allá del interés romántico y del propósito de servicio, ambas condiciones constantes en el arquetipo histórico femenino, al indicar que «estaba ligada a Valdivia por los vínculos del amor, i venía a su lado para confortarlo en sus sufrimientos, i para hacerle menos pesados los afanes de la guerra i las privaciones consiguientes a la ocupación de un país en que solo vivían indios bárbaros i desprovistos de todas las comodidades de la vida civilizada». Se presenta así una mujer ausente de toda agencia y voluntad, convirtiéndose, por el contrario, en un accesorio diseñado para hacer más llevadera la conquista a Valdivia. Una Eva para su Adán, culpable también, según Barros Arana y otros muchos historiadores, de que este mordiera la manzana.
Sin que de mí y de mis trabajos se tuviese ninguna memoria: Isabel de Guevara e Inés Muñoz
La región del Río de la Plata situada en el actual Paraguay, que formaría parte del virreinato peruano hasta fines de la década de 1770, nos ofrece destacados casos de participación femenina en el proceso de conquista. Uno de los más conocidos es el relatado por Isabel de Guevara, conquistadora y pobladora de esta región como parte de la expedición de Pedro de Mendoza, que partió desde Sanlúcar hasta América en 1535; sin embargo, tal y como hemos señalado a pesar su importancia, esta no fue recogida ni por los participantes de la expedición ni por las crónicas del periodo71. Únicamente quedan como testigo de su presencia en esta gesta documentos como el registro de pasajeros, donde figuran algunos de sus nombres como Elvira Hernández, Catalina de Vadillo, Mari Sánchez, María Dávila, María Díaz, Juana Martín de Peralta, María Duarte, Isabel Martínez o Ana de Rivera, entre otros72.
Es gracias a una carta enviada en 1556 por Isabel de Guevara a la Corona, más concretamente a la princesa regente Juana, que podemos saber de primera mano el papel de estas mujeres durante el proceso de conquista. En su misiva, Isabel narra las grandes vicisitudes y peligros atravesados al servicio de S. M., destacando la importancia de su actuación y la de otras mujeres para la supervivencia del grupo:
Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban de las pobres mujeres, ansí en lavarles las ropas como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, a limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas cuando algunas veces los indios les venían a dar guerra, hasta acometer a poner fuego y a levantar los soldados, los que estaban para ello, dar alarma por el campo a voces, sargenteando y poniendo en orden los soldados (…) si no fuera por ellas todos fueran acabados 73.
Deseamos hacer énfasis en cómo, a pesar de ser un testimonio femenino, las actividades descritas también están empapadas por los estereotipos y consideraciones de género del periodo. Así, Isabel describe actividades atribuidas secularmente a las mujeres tales como cocinar, lavar o limpiar. Asimismo, la propia autora justifica su resistencia y la de las otras mujeres a la naturaleza femenina: «como las mujeres nos sustentamos con poca comida no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres». Del mismo modo, aunque realizan actividades propiamente masculinas como navegar, se combinan con aptitudes y atributos de las mujeres como el cuidado o el cariño:
[…] los curaban y los miraban y les guisaban la comida, trayendo la leña a cuestas de fuera del navío y animándolos con palabras varoniles que no se dejasen morir, que presto darían en tierra de comida, metiéndolos a cuestas en los bergantines con tanto amor como si fueran sus propios hijos (…) Porque todos los servicios del navío los tomaban ellas tan a pecho que se tenía por afrentada la que menos hacía que otra, sirviendo de marear la vela y gobernar el navío y sondar de proa y tomar el remo al soldado que no podía bogar y esgotar el navío y poniendo por delante a los soldados que no se desanimasen (…) ellas no eran apremiadas ni las hacían de obligación ni las obligaba, sí solamente la caridad74.
Isabel también narra las penurias de la expedición bajo el mando de Juan de Ayolas en el río Paraná, que concluyó con la fundación del fuerte de Nuestra Señora de la Asunción en 1537, que en 1541 se transformaría en la primera ciudad del área. En su carta enfatiza la terrible hambruna que causó estragos entre los expedicionarios, señalando que después de tres meses murieron 1000 de unos 150075. Tan grande debió ser la necesidad que varias fuentes coinciden en afirmar que el grupo se vio forzado a practicar coprofagia y antropofagia76. Isabel hace referencia a este hecho con gran prudencia y discreción indicando únicamente que «si no fuera por la honra de los hombres, muchas más cosas escribiera con verdad y los diera a ellos por testigos»77.
Las privaciones narradas por Isabel son atestiguadas en los relatos de otros expedicionarios como Alonso de Ochoa, Ulrich Schmidel o Francisco de Villalta; sin embargo, estos no hacen referencia a la actuación de las mujeres, a las que solo se menciona al contar los fallecimientos causados por la necesidad: «nueve hombres, una mujer y nueve caballos»78. Asimismo, al relatar la fundación de Asunción, aunque Isabel narra los esfuerzos femeninos para hacer de este un lugar habitable, «haciendo rozas con sus propias manos, rozando y carpiendo y sembrando y recogiendo el bastimento sin ayuda de nadie»79, sin embargo, Villalta da todo el crédito a los soldados, y Schmidel, señala que los indígenas los que construyeron el fuerte80.
Al final de la misiva, tras relatar sus méritos, Isabel hace solicita una encomienda para ella y un oficio para su esposo, Pedro de Esquivel, un caballero de Sevilla81. Según Guevara esta sería la única manera de subsanar «la ingratitud que conmigo se ha usado en esta tierra, porque al presente se repartió por la mayor parte de los que hay en ella, ansí de los antiguos como de los modernos, sin que de mí y de mis trabajos se tuviese ninguna memoria, y me dejaron de fuera sin me dar indio ni ningún género de servicio»82. Destacar que Isabel no pide el repartimiento para su marido sino para ella con base en sus propios méritos, ya que su matrimonio se habría producido varios años después de los hechos narrados. Dicha petición debió extrañar al receptor de la misiva, ya que, en el original, a modo de resumen, podemos leer: «De doña Isabel de Guevara. Trata de los trabajos de las mujeres en favor de los hombres y suplica se dé repartimiento a su marido Pedro de Esquivel»83; sin embargo, a pesar del error del escribano, esta solicitud no sería en absoluto extraordinaria. De hecho, son numerosas las mujeres beneméritas que solicitarán mercedes al monarca en función de sus méritos o a los de sus familiares, siendo esto último lo más frecuente según avanza el virreinato y finaliza la conquista.
Algunos historiadores no han mostrado reparos al manifestar sus dudas sobre la autenticidad del relato y de la propia existencia de Isabel de Guevara. Mar Langa señala cómo Paul Groussac califica la carta de: «revoltillo de lugares comunes y exageraciones, redactada por algún tinterillo de la Asunción»84. Uno de los argumentos del historiador es el tiempo pasado entre los hechos y la solicitud de Isabel: unos 20 años; sin embargo, lo que Groussac no tiene en cuenta es que no es hasta 1556, fecha de la carta de Isabel, que el gobernador Martínez de Irala instauraría el sistema de encomiendas. Tras la fundación de la capital, diversas ordenanzas prohibieron las expediciones y entradas españolas; sin embargo, la noticia de la conquista del Perú por Pizarro y de la riqueza del área atrajo a varios conquistadores hasta Asunción. Desde su llegada, estos trataron de acceder a mano de obra indígena procedente de los diversos grupos étnicos que habitaban esta zona de frontera, como los carios, los guaycurúes, belicosos cazadores, o los payaguá. Es así que durante el segundo gobierno de Martínez de Irala los españoles usaron violentos métodos como las rancheadas, es decir, la búsqueda y captura de hombres y mujeres indígenas para ser usados como mano de obra forzada. El resultado fue una feroz resistencia indígena, lo que, por otro lado, ocasionó que Irala instaurara en 1556 el sistema de encomienda, ya vigente en el territorio mexicano y peruano85. Sería este hecho el que alentara a Isabel y a otros expedicionarios mendocinos como el antes citado Francisco de Villalta, a solicitar las mercedes que todavía no habrían recibido a pesar de su calidad de beneméritos debido a sus servicios durante la conquista y poblamiento de esta región86.
Otro de los argumentos de Groussac era que las mujeres no escribían; sin embargo, tampoco muchos de los hombres de las expediciones eran capaces de leer y escribir y eran los escribanos, o los que fungían como tales, los encargados de redactar y leer las cartas de todos y todas aquellas que no eran capaces de hacerlo. Por otro lado, señala que «no se embarcaron con Mendoza tantas mujeres que pudiesen desempeñar el absurdo papel varonil que allí se describe (…) ni quizá viniera entonces la "noble dama", sino en alguna de las expediciones inmediatamente posteriores»87. De nuevo sus argumentos son rebatibles. Su desconocimiento del número de expedicionarias no permitiría realizar tal aseveración, así como la ausencia de referencias a su rol en las crónicas u otros documentos, a excepción de la carta de Guevara. Asimismo, su intención al entrecomillar «noble dama» nos remite, tal y como señala Langa, a la insistencia de identificar como prostitutas a la mayoría de las primeras mujeres solteras llegadas a los territorios americanos88.
Finalmente, Groussac se burla de que quien escribió la carta anduviera «tan atrasado en noticias», que dirigió la epístola a la princesa doña Juana en julio de 1556, es decir, más de un año después de celebrarse sus exequias. La explicación a este hecho también es fácil: el historiador confunde a la princesa Juana de Habsburgo, hija del emperador Carlos V y hermana del monarca castellano Felipe II, archiduquesa de Austria e infanta de España, con la hija de Isabel la Católica de Castilla. La Juana a quien escribe Isabel actuó como regente en ausencia de su hermano, entre 1554 y 1559, por lo que las fechas de la carta de Isabel corresponderían con dicho arco temporal.
En el caso de Guevara encontramos los riesgos de la dicotomía que mencionábamos al inicio del texto. Bien subestimar e invisibilizar la actuación femenina como hace Groussac, o bien idealizarla y descontextualizarla como hace, por ejemplo, Raúl Marrero, quien interpreta la actuación de Isabel describiendo la misiva cómo: «una defensa de los derechos de la mujer que pone en entredicho el sistema legal de la época a través del vínculo directo que se establece con la autoridad real, y de ese modo transgrede el papel asignado a la mujer por esa sociedad»89. Disentimos por completo de esta opinión y consideramos que este texto se insertaría en la categoría de documentos destinados a la solicitud de mercedes, en este caso una carta de súplica en la que la solicitante, tras demostrar sus méritos, solicita una recompensa acorde a los servicios prestados a la Corona. Del mismo modo, no concordamos con la tesis de este autor quien señala que la principal novedad de este texto sería que Isabel escribe directamente al monarca y no al gobernado local90. Por el contrario, no era en absoluto atípico ni novedoso que los solicitantes, hombres y mujeres, interpelaran directamente a SM, sino que era una de los instrumentos estipulados en el proceso de solicitudes y un trámite habitual. A pesar de que, indudablemente, la cuestión de género permeaba tanto las relaciones sociales como el ámbito jurídico, sin embargo, tanto hombres como mujeres, indistintamente de su sexo, podían ser pretensores y receptores de mercedes.
Es así que la actuación de Isabel y otras muchas mujeres que, conscientes del valor de sus actuaciones, reclaman prerrogativas a la Corona no es excepcional. Podemos citar otro caso para ilustrar este hecho, el de la sevillana Inés Muñoz de Ribera, quien habría participado en la conquista y poblamiento del Perú junto a su esposo Francisco Martín de Alcántara y su cuñado Francisco Pizarro, hermano materno del primero. En 1543, Inés escribía una misiva al emperador Carlos V en la que se declaraba «la primera muger casada que en ella entró [en el Perú] y comenzó a poblar» y solicitaba la devolución de unas encomiendas y encomendados que habían sido usurpados por el licenciado Vaca de Castro a ella y a sus sobrinos Francisca y Gonzalo, hijos del conquistador Francisco Pizarro»91.
Asimismo, el relato de las actividades de Inés por parte de los cronistas, está condicionado, al igual que los de Isabel de Guevara e Inés Suarez, por la percepción de la imagen femenina vigente en las mentalidades del siglo XVI. Así, encontramos a otra virago cuando Bartolomé Cobo narra su papel en la conquista, al señalar que Inés se había hallado: «[...]en todos los trabajos y peligros, con tan varonil pecho y ánimo que no solamente los toleraba sin muestras de flaqueza, sino que alentaba y esforzaba a su cuñado y compañeros para que no desistiesen de la empresa, de manera que podemos decir muy bien haber tenido esta gran matrona no menos parte en la conquista de este reino que el mismo Marqués Pizarro. Pero Cobo enseguida la transforma en una perfecta casada, cuidando al conquistador para que pueda fructificar en la conquista: «lo alimentó [a Pizarro] y sustentó con regalos y comidas que por sí misma le aderezaba, para que pudiese perseverar en tantos reencuentros y batallas como cada día con los indios tenía»92.
La adelantada Mencía Calderón y la expedición de Sanabria93
No podemos finalizar este trabajo sin hacer referencia a otra expedición al Rio de la Plata, pero en esta ocasión de poblamiento. Nos referimos a la llamada Expedición Sanabria que, de manera excepcional, fue dirigida por una mujer: doña Mencía Calderón. De manera muy resumida, podemos señalar que, con el objetivo de poblar esta apartada región, el emperador Carlos I autorizó una expedición a Juan de Sanabria, esposo de Mencía Calderón, quien tendría el cometido de trasladar hasta la ciudad de Nuestra Señora de Asunción a un grupo de mujeres solteras para que contrajesen nupcias con españoles, solteros o viudos, que allí se encontrasen. No olvidemos que, dado que uno de los principales objetivos de la Corona era la población y afianzamiento de los nuevos asentamientos en sus territorios americanos, las actividades relacionadas con este proceso fueron unas de las más incentivadas por la Corona94; sin embargo, los planes de Sanabria se vieron truncados por su repentina muerte, lo que ocasionó que la armada se dividiese en dos grupos, siendo uno dirigido por Diego de Sanabria, hijo del fallecido adelantado, y otro por su viuda Mencía. El primer grupo nunca llegó al Paraguay. Por su parte, el segundo, que partió en marzo de 1550, estaba integrado por unas doscientas cincuenta personas, entre las cuales había cincuenta mujeres de respetadas familias, siendo unas cuarenta y cinco solteras. Mencía lideraba este grupo y viajaba con sus tres hijas, María, Mencía y Francisca95.
Durante el novelesco trayecto el grupo sufrió ataques de piratas, inclemencias climáticas, así como los rigores propios del trayecto, lo que ocasionó numerosas bajas, incluyendo una de las hijas de Mencía. En 1552, el grupo llegaba a Brasil, ahora terreno lusitano, donde sería retenido unos tres años debido a las rivalidades entre la corona portuguesa y española. Tras conseguir la libertad, el grupo, ahora reducido a unos ochenta hombres y cuarenta mujeres, siguió hasta la ciudad de Asunción, donde llegó a finales de 1555, más de cinco años después de su salida desde Sanlúcar.
Pese a la excepcionalidad, importancia y repercusiones de esta gesta para la recién fundada capital, no fue hasta 1931 que esta hazaña se difundió por el historiador Enrique de Gandía96. No deja de sorprendernos que ninguno de los cronistas de esta región relatase este hecho, como los ya mencionados Ruy Díaz de Guzmán o Martín del Barco Centenera. Este último habría llegado a Asunción en 1575, por lo que algunos de las o los expedicionarios, o testigos del hecho, seguirían con vida. Del mismo modo, existe una información como parte de una solicitud de méritos y servicios enviada por Mencía a la Corona en 1564, la cual, a pesar de ser publicada por Morla Vicuña en 1903, no obtuvo la merecida atención hasta la década de 1930. Desde ese momento su figura comenzará a ser reivindicada en cuanto a matrona y protagonista de los orígenes de la nación. Asimismo, su apasionante aventura ha servido de inspiración para varias investigaciones, novelas e incluso una serie de televisión, en las que se destaca su notable gesta, no dudando alguna de las novelas en presentarla como «la mujer más audaz de todos los tiempos», y una rebelde joven (a pesar de que marchó con 34 años) dispuesta a luchar contra una sociedad machista o, por contra, como una mujer resignada, titubeante y víctima de un marido acostumbrado a maltratarla97.
A modo de conclusión
Como hemos podido constatar a lo largo de estas páginas, el destacado patriarcalismo y androcentrismo -legitimado institucionalmente y difundido a través de diversos medios como los manuales instructivos- marcó la ideología oficial en la Edad Moderna y estableció los modelos de comportamiento de hombres y mujeres a partir de sus diferencias sexuales. En el marco de esta mentalidad, la mujer debía someterse al varón y a Dios, en el restringido espacio asignado para ella; el hogar o el convento. No obstante, el contexto de frontera, generado por el proceso de conquista y población de los territorios americanos que estaban siendo incorporados a la monarquía hispánica, propició y llegó a forzar el desempeño de roles femeninos muy alejados, incluso antagónicos, de los seculares modelos permitidos y aceptados, como se puede percibir en los casos de Inés Suárez o de Isabel de Guevara, entre otros.
A pesar de la importancia y trascendencia de gran parte de dichas actuaciones estas fueron percibidas, tratadas y narradas en sintonía con los convencionalismos de género y las mentalidades vigentes del periodo. Es así que dichas acciones o bien fueron excluidas de los relatos oficiales como las crónicas, o bien fueron relatadas a través de los filtros éticos religiosos y morales correspondientes. Así, para justificar el desempeño de hechos extraordinarios, como el protagonizado por Inés Suárez, las débiles féminas fueron retratadas como viragos, o mujeres viriles, que habían logrado superar las limitaciones inherentes a su género, aunque siempre con tiempo para realizar las tareas más propias de su sexo. Sin embargo, dichos ejemplos femeninos excepcionales, ni estaban destinados a demostrar que las mujeres podían ser excelentes, ni constituían, un ideal de perfección o modelo a emular. Por el contrario, encarnaban y ensalzaban un perfil cifrado en el mérito y prestigio de las armas como reminiscencia del ejercicio militar de la nobleza guerrera, algo que, en el siglo XVI, en el marco de la conquista de América, era totalmente pertinente.
Por otro lado, las descripciones de los cronistas, o de otros testigos masculinos de los hechos, resultan altamente ilustrativas de la manera en que sus planteamientos y argumentos están permeados por prejuicios de género. Pero dichos prejuicios, lejos de influir únicamente la cultura e ideología del periodo analizado, impregnan también los relatos posteriores, como en el caso de Arana o Groussac entre otros, revelando modelos y patrones vigentes durante siglos y siglos de predominancia masculina y que, tan solo desde hace unas décadas, han comenzado a ser cuestionados.
Es así que la perspectiva de género se revela como una herramienta imprescindible para el análisis histórico, ya que no solo posibilita interpretar las fuentes primarias en su justa medida, y para comprender a cabalidad y de manera contextualizada hechos como las actuaciones de Inés, Isabel o Mencía. Por otro lado, su ausencia entraña considerables problemas en la construcción del conocimiento histórico, así como en la didáctica y divulgación de la historia. Muestra de ello serían los cientos de libros, artículos, documentales, películas, series, webs o blogs donde se manipulan las verdaderas vidas e historias de estas mujeres conquistadoras y pobladoras, quienes, a pesar de haber vivido en la Castilla del Siglo de Oro, son presentadas enarbolando discursos feministas, o cargando con prejuicios de género que, desafortunadamente, siguen vigentes en diversos sectores de la sociedad actual. Es, por consiguiente, una labor necesaria y apremiante escribir, y reescribir, una historia que integre a todas y todos sus agentes históricos y que incorpore tanto sus luces y sombras como sus voces y silencios. Solo así podremos comprenderla con toda su complejidad.