Introducción
Desde hace varias décadas ha ido creciendo la preocupación por el proceso de formación y desarrollo psicosocial de los niños y adolescentes, incluso planteando el debate entre lo que le corresponde a la familia y aquello que se espera les brinde la escuela. Los cambios que han venido sufriendo ambas instituciones han trasladado la preocupación hacia los programas de atención psicosocial y actividades extraescolares que pudieran ofrecerse como alternativa de tiempo libre, y complemento a la formación recibida en la casa y en la escuela.
Numerosos programas y actividades extraescolares se vienen ofreciendo a los niños y adolescentes ya sea por los colegios o por las organizaciones no gubernamentales y oficiales, principalmente en sectores vulnerables de las ciudades, con el ánimo de prevenir su involucramiento en diversas conductas de riesgo, como el consumo de drogas, actividades ilegales, conductas sexuales de riesgo o el intento de suicidio, entre otros. Esto se ha hecho con la convicción de que dichos programas no solo resultan preventivos, sino que ayudan a desarrollar una variedad de competencias y habilidades que les permiten mejorar sus condiciones de vida y construir proyectos de vida saludables. Sin embargo, la falta de evaluación de impacto de la mayoría de estos programas impide conocer, con base en evidencias, si dichas intervenciones están teniendo los efectos esperados.
También es necesario reconocer la existencia de habilidades sociales aun en contextos de pobreza e identificar si son facilitadoras o inhibidoras del proceso de socialización, teniendo en cuenta las características del contexto donde se vive. Por ejemplo, Contini et al. (2010) hipotetizan que los contextos de pobreza impactan el capital simbólico y cultural de las familias de los adolescentes, los cuales inciden en el desarrollo de sus habilidades sociales, y plantean que las experiencias de aprendizaje de la niñez y adolescencia moldean y mantienen pautas de conducta en la madurez; de allí surge la importancia de desarrollar programas que permitan aprendizajes para el desarrollo de nuevas habilidades sociales.
Si bien en la transición a la vida adulta la familia y la escuela juegan un papel protector decisivo frente a comportamientos que podrían acarrearle problemas de salud mental al adolescente, también existen otros grupos sociales y actividades estructuradas que han funcionado como acciones educativas y factores protectores (Ruvalcabaa et al., 2017).
El presente artículo hace un recorrido a nivel mundial por las recientes investigaciones que dan cuenta de la importancia de una adecuada ocupación del tiempo libre en el desarrollo psicosocial de niños y adolescentes, y la presencia de otros adultos referentes, alternos a la familia y la escuela, partiendo de algunos modelos estructurados, haciendo especial énfasis en el modelo del desarrollo positivo en adolescentes (PYD por sus siglas en inglés) y señalando también algunos inconvenientes encontrados a la hora de evaluar este tipo de programas.
Método
El rastreo documental propuesto busca identificar experiencias educativas en las que se hayan planteado, como objeto de investigación o sistematización, procesos de intervención social o de acompañamiento educativo con grupos de jóvenes, ya sea por fuera del espacio formal de la escuela o con objetivos asociados a dinámicas de socialización a través de diferentes alternativas lúdicas, creativas y artísticas dentro de ella. Así mismo, se fijó como criterio que los textos hayan sido publicados principalmente en la ultima década y en revistas arbitradas.
Algunos de los criterios de búsqueda fueron: ocio, tiempo libre, actividades extraescolares, grupos juveniles, desarrollo positivo, adolescencia, con sus respectivas traducciones al inglés y variadas combinaciones. Las principales bases de datos revisadas fueron Ebsco, Scopus, Scielo, Redalyc y Latindex.
El adecuado uso del tiempo libre
Según Pavlova y Silbereisen (2015), las opciones de ocio en los adolescentes dependen de multitud de factores, muchos externos a ellos como instalaciones, recursos financieros y las actitudes de los agentes de socialización, como padres, profesores y compañeros. Sin embargo, para que las experiencias de ocio sean beneficiosas, los adolescentes necesitan ejercer cierto control, y sentirse libres de elegir y planificar los diferentes tipos de actividades. Esto requiere tanto habilidades de organización y autorregulación, como la capacidad misma de disfrute del ocio. Cuando se carecen de tales habilidades y destrezas, no es culpa de los adolescentes, sino más bien que sus agentes socializadores carecen de estas mismas habilidades y capacidades o no crean un entorno de apoyo y reto óptimo para el desarrollo psicosocial.
Es por esto que el apoyo de adultos para generar comportamientos de autonomía consiste tanto en reconocer las perspectivas adolescentes y proporcionar opciones, como ofrecerles oportunidades de actuar voluntariamente con determinación y sentirse responsable de su propio aprendizaje y comportamientos (Deci et al., 2013, citados en Denaul y Guay, 2017). Se señala entonces que lo que pasa fuera de las aulas es igual de importante para el éxito de los niños, ya que las actividades extracurriculares ayudan a los estudiantes a mantener sus notas y resistir la atracción de las drogas y los comportamientos de riesgo.
La reciente investigación de Raza (2019) en una escuela de Quito evidencia que los estudiantes que asisten a actividades extraescolares muestran una mejor autoeficacia que aquellos que no lo hacen; es decir, el hecho de recibir acompañamiento extraescolar como guía en deberes escolares, lectura, escritura y ejercicios matemáticos, espacios para reposo y descanso, y práctica deportiva está relacionado con una mayor creencia en poder superar los retos académicos, construir y mantener relaciones sociales beneficiosas, y tener más seguridad de lograr resistir la presión social y no cometer conductas inadecuadas.
Una de las primeras cosas en que se piensa cuando se aborda la adolescencia son las agrupaciones de jóvenes, las distintas formas de asociacionismo propias de la edad, que van desde grupos contraventores de la ley, como pandillas juveniles, hasta grupos juveniles, scouts, grupos deportivos y culturales. Diversos estudios en España, Brasil, México y Colombia resaltan que las redes sociales que construyen las diversas asociaciones de jóvenes permiten tanto una mejor interacción entre sus miembros, como enfrentar de mejor manera las tensiones del contexto, mientras que la desconexión y desestructuración de las instituciones favorecen su vínculo con fenómenos como el de las drogas y otros que afectan la vida de los jóvenes. Este es el caso de la investigación de Scandroglio y López (2010) con cerca de 80 miembros del grupo Latin King de Madrid, el cual, por demanda del mismo grupo, pretendía una toma de conciencia de la realidad y las necesidades de sus miembros, y cimentar estrategias de acción consensuadas con el equipo investigador. Al convertir a los jóvenes en personas activas y contar con su apoyo, se evitó la presencia de hechos violentos durante el proceso y permitió que se llegaran a acuerdos para impedir enfrentamientos con otros grupos.
Además, se encontró como elemento común y continuo en el discurso de los jóvenes la búsqueda de vías alternativas de solución de los conflictos y de obtención de estatus, y se logró la organización de actividades conjuntas, deportivas y de ocio.
Por otra parte, en la investigación realizada en un municipio del sur de Minas Gerais (Brasil) se analizaron las prácticas culturales de jóvenes de niveles sociales populares en dos proyectos socioeducativos y tres grupos informales, constatando la riqueza de las prácticas culturales juveniles, la diversidad de referencias y la fuerza de las culturas negras con el hip hop y las artes afrobrasileñas (Groppo y Goussain, 2016). Igualmente, la investigación en México indica que la pertenencia a grupos artísticos y scouts correlaciona significativamente con elevados niveles de inteligencia emocional, mientras que pertenecer a grupos deportivos y artísticos correlaciona significativamente con elevados niveles de resiliencia (Ruvalcabaa et al, 2017). En esa misma dirección, tres estudios colombianos sobre el proceso desarrollado por organizaciones comunitarias en Bogotá, Medellín y el Eje Cafetero evidenciaron, por un lado, la forma en que los jóvenes pueden incidir y realizar transformación social, tomando como base proyectos que incentivan la formación en política pública, la participación en diferentes escenarios sociales y la construcción de redes (Zárate, Fonnegra y Mantilla, 2013). Por otro lado, los jóvenes que se encuentran en alto riesgo se convirtieron en sujetos éticos, sociales y políticos con el fin de "construir artistas para la vida", lo cual fortaleció las habilidades sociales y comunitarias de los individuos (Rojas y Agudelo, 2017), y les permitió imaginar proyectos de vida críticos y autónomos alejados de las formas de violencia que imperan en su cotidianidad (Loaiza et al., 2016).
Otras publicaciones revisadas enfatizan en los beneficios de las experiencias de participación comunitaria en el desarrollo psicosocial de los adolescentes. Un ejemplo es la investigación de Martín (2014), realizada en Barcelona, que enfatiza en los beneficios que trae consigo que adolescentes en riesgo de exclusión participen en proyectos con la comunidad. Otro ejemplo son los estudios de Cali (Colombia) (Moreno, Chilito y Trujillo, 2007; UT Corporación Juan Bosco y FÜNÜF, 2005) que señalan la importancia del quehacer juvenil en relación con sus procesos comunitarios, y la necesidad de construir y desarrollar proyectos educativos alternativos, constatando los efectos personales de la acción educativa y las consecuentes transformaciones en las relaciones interpersonales, familiares y sociales.
Estas experiencias evidenciaron que los jóvenes involucrados en procesos asociativos lograron desarrollar mayor confianza en ellos, y fortalecer sus valores y cohesión como grupo, lo que significa que obtuvieron más herramientas en su desarrollo personal.
Otro ejemplo de ello es el estudio de Keser, Akar y Yildirim (2011) en una escuela primaria en Turquía sobre el papel de las actividades extracurriculares en las escuelas como una tendencia contemporánea en la construcción de los valores de ciudadanía activa y competencias en los estudiantes. Encontraron que quienes recibieron formación para la ciudadanía en actividades extracurriculares eran más propensos a desarrollar la autoexpresión y sensibilidad hacia las normas sociales, las habilidades prosociales como la construcción de la empatía y la comunicación, la conciencia de las diferencias, y una mayor sensibilidad hacia los valores globales y el medio ambiente.
Si bien en diversos contextos a nivel mundial se viene evaluando el impacto de las actividades extraescolares, son dos de estas las que más atención han tenido por parte de los investigadores: la actividad física y el deporte, y la música y las actividades artísticas. Por ejemplo, Cabane, Hille y Lechner (2016) analizaron los efectos de la música y el deporte en la educación y la salud de adolescentes alemanes, sabiendo que hay una buena cantidad de estudios que los analizan por separado. Encontraron que la práctica musical logró desarrollar más habilidades cognitivas, mejorar el aprendizaje de idiomas e incentivar a leer más a los jóvenes que la practicaban, mientras que el deporte desarrolló más habilidades físicas y permitió mantener un buen estado de salud para quienes lo practicaban.
Otros estudios desarrollados en Rusia, Inglaterra, España y Colombia muestran que realizar actividades físicas estructuradas promueve actitudes positivas en los niños, como preocuparse por mantener un buen estado físico y el aumento de la autoestima (Ivaniushina y Aleksandrov, 2015). Este es un medio para que los jóvenes adquirieran capital social (Driessens, 2015) y una serie de cualidades en las áreas físicas y cognitivas que les permiten interiorizar y exteriorizar comportamientos sociales (Molinuevo et al., 2010).
Los adolescentes que practican menos actividad física se encuentran menos motivados y el beneficio de esto no va solo en la actividad y los hábitos que desarrollan, sino en la convivencia con los otros, que también les permite crear habilidades sociales para establecer una sana convivencia (Cetina y Moreno, 2015). Esto se relaciona con su motivación académica pues estudios como los de Hughes, Cao y Kwok (2016) y Denaul y Guay (2017) demostraron los efectos generalizados de la motivación en la actividad extracurricular para el contexto escolar.
Así mismo, en el estudio de Marques, Sousa y Cruz (2013), realizado en Cataluña (España), se encontró que, sin saberlo, los entrenadores de futbol-sala promovían mediante su entreno un desarrollo positivo para los jóvenes pues a través de sus discursos creaban vínculos y promovían valores positivos y autonomía. Además, las prácticas de actuación que los entrenadores realizaban hacían que los jóvenes desarrollaran competencias de vida, como vivir en sociedad, e incentivar el deporte y el estudio.
Por otra parte, las investigaciones focalizadas en temas de música y arte consideran que dichas actividades apoyan el desarrollo social de los adolescentes y les brindan la oportunidad de que ellos puedan producir capital social. La experiencia colombiana del programa Batuta (Gómez, 2011) pretende, mediante la conformación de una orquesta sinfónica, generar espacios de socialización política desde los cuales niños y jóvenes desarrollan capacidades para convivir en la diferencia, reconocer a los otros como parte fundamental de su ser, ampliar su círculo ético de cuidado y afectación, y unirse con otros para crear, cuidar y ampliar la vida desde la música. Mientras, la investigación sobre la experiencia de las orquestas infanto-juveniles en el periodo 1998-2010 en la ciudad autónoma y la provincia de Buenos Aires (Argentina) afirma que se mejoran los procesos de solidaridad y socialidad de quienes participan en los programas de las orquestas, a pesar de los entornos complejos y difíciles de pobreza en los que vive la población (Villalba, 2010).
Todo parece indicar que desde este tipo de programas se crea en los niños códigos éticos y morales para tener una sana convivencia en cualquier lugar y con cualquier comunidad, y, de esta manera, no solo ofrecer unas excelentes bases musicales, sino también permitir que los niños desarrollen capital social (Gómez, 2011). Sin embargo, Villalba (2010) advierte que hay asuntos de la vida social de los jóvenes que no pueden ser abordados solo con la experiencia musical, sino que es necesario otro tipo de intervenciones en el campo social y educativo.
Otros estudios, como el de Carballo Villagra (2006) con grupos juveniles dedicados al ska y al reggae en San José de Costa Rica, el de Brolles et al. (2017) con niños de la calle haitianos después del terremoto, y el de Galicia y Ventura (2017) con estudiantes universitarios de la UNAM de México que cantan en el coro, también refieren que la música y el arte constituyen un ámbito especial en el que se dan dinámicas de interacción social donde emerge el proceso socializador. Los significados que atribuyen los colectivos juveniles a su experiencia musical están asociados a sentimientos y experiencias que se generan en su vida cotidiana, espacio a través del cual narran sus vidas (Carballo, 2006), a la representación de experiencias traumáticas pasadas no abordadas, y a la transformación de estas en formas artísticas que podrían entonces ayudar al proceso de simbolización, a la integración psicológica (Brolles et al., 2017) y a mayores niveles de bienestar psicológico (Galicia y Ventura, 2017).
Desde otra perspectiva, y en diversos contextos, diferentes estudios han buscado indagar por la asociación entre comportamientos riesgosos y actividades extracurriculares. Los resultados muestran que los adolescentes que participan en dichas actividades disminuyen el consumo de alcohol y cigarrillo o son menos propensos a consumir sustancias psicoactivas (Badura et al., 2016; Driessens, 2015; Habib, Zimmerman y Ostaszewski, 2014; Modecki, Barber y Eccles, 2014); aquellos que realizan más actividades deportivas adquieren más competencias para relacionarse con los demás y disminuyen la hiperactividad (Molinuevo et al., 2010), y, en algunos casos, los programas extracurriculares suelen ser un medio para prevenir las acciones delictivas (Parra, Oliva y Antolín, 2009).
Dichas actividades moderan el efecto de los problemas familiares y escolares en la presencia de conflictos conductuales disruptivos como el bullying, y ayudan a reducir los niveles de ansiedad, depresión y ausentismo escolar (Driessens, 2015). La aplicación continua de la actividad extraescolar intencionadamente dirigida a estudiantes violentos tiene un impacto significativo en las conductas violentas y mejora el rendimiento académico (Saleh, 2016).
No obstante, en la revisión de Farb y Matjasko (2012) de 52 estudios publicados entre el 2004 y el 2009 sobre la relación entre la participación en actividad extracurricular y el rendimiento académico, el uso de sustancias, la actividad sexual, el ajuste psicológico y la delincuencia, se encontró que en algunos casos, paradójicamente, la participación en deportes se asoció con niveles más altos de delincuencia, consumo de alcohol y actividad sexual, mientras que otros tipos de actividades, como la participación en clubes escolares, se relacionan con menor presencia de estos comportamientos. Esto se corrobora en los estudios de Blomfield y Barber (2010) y Modecki et al. (2014), quienes constatan que la participación en deportes de equipo se relaciona con un mayor uso de alcohol, mientras que para jóvenes en situación de riesgo, otro tipo de actividades estructuradas parecen ser protectoras contra un consumo problemático de alcohol.
Por otra parte, las investigaciones desarrolladas en Estados Unidos y Canadá se han interesado particularmente por la relación entre la participación en actividades extracurriculares y el rendimiento académico o la motivación escolar. Un ejemplo de ello es el mencionado estudio de Farb y Matjasko (2012) y las investigaciones de Abruzzo et al. (2016), Denaul y Guay (2017), y Hughes, Cao y Kwok (2016).
En la indagación de Abruzzo et al. (2016) por la relación de la participación de los estudiantes de grado 11 en deporte y grupos juveniles con el promedio académico, se encontró una correlación positiva entre autoconcepto académico y la participación en las organizaciones, entre autoestima y autoconcepto académico, y entre el autoconcepto y la participación en los deportes.
También en España y Finlandia se han adelantado estudios con similares pretensiones que evidencian que los sujetos que realizan actividades extraescolares de tipo académico como idiomas e informática o actividades musicales y deportivas obtienen mejores resultados en rendimiento académico (Carmona, Sánchez y Bakieva, 2011), y que las mejores calificaciones académicas están relacionadas con patrones de descanso apropiados y ejercicio moderado después de la escuela (dos a cinco horas a la semana) (Pros et al., 2015).
Por su parte, el estudio longitudinal de Metsápelto y Pulkkinen (2012) evidenció que la participación en actividades de música y artes y oficios está relacionada con una mayor conducta adaptativa, logros académicos (específicamente en lectura, escritura y aritmética) y habilidades de trabajo (persistencia, concentración, esmero); la participación en las artes escénicas se asoció con mayores habilidades de trabajo académico y la participación en clubes académicos se relaciona con logros académicos superiores y menores niveles de problemas internalizados. Una mayor duración (dos a tres años) de la participación se asocia generalmente a resultados más positivos.
Aunque todo parece indicar que, en general, las actividades extracurriculares ayudan a cultivar las habilidades, las conexiones y los conocimientos que preparan a los niños para el éxito de toda la vida, Snellman, Silva y Putnam (2015) señalan que los estudiantes de bajos recursos están cada vez más excluidos de participar en ellas. Según los autores, gran parte del debate actual se centra en la desigualdad en los resultados de la educación por la creciente brecha entre los estudiantes de familias de altos y bajos ingresos, pues para muchos niños los crecientes costos que implica participar en equipos deportivos y clubes escolares, combinado con padres que tienen unos horarios inciertos de trabajo y precarios presupuestos familiares, han hecho de las actividades extraescolares un lujo que no pueden permitirse.
Por ejemplo, en Estados Unidos se ha evidenciado que un número creciente de estudiantes de bajos ingresos se encuentra al margen de dichas actividades por costos muy altos o reducción de la oferta. Y aunque las escuelas públicas teóricamente proporcionan igualdad de acceso a actividades después de clases a todos los estudiantes matriculados, la realidad es que el acceso se ha vuelto cada vez más limitado a los niños de familias de clase media y alta (Snellman et al., 2015).
Actividades extracurriculares desde el modelo del desarrollo positivo
En Europa, el desarrollo positivo fue utilizado como un medio que permitía contribuir al desarrollo de los adolescentes, disminuyendo los factores de riesgos y aumentando sus capacidades; en la mayoría de los casos son las instituciones del Estado, principalmente los planteles educativos, las que implementan e investigan sobre el desarrollo positivo. Así mismo, hay un interés creciente por investigar cómo las actividades extracurriculares permiten fortalecer el desarrollo positivo en los jóvenes.
Whitley, Forneris y Barker (2014) señalan cómo en los últimos años las comunidades han recibido mucha atención en el campo de desarrollo juvenil positivo (PYD). Si bien hay un mayor número de oportunidades para los jóvenes marginados en programas basados en PYD, existe una creciente preocupación alrededor de la falta de valoración crítica de estos programas (Kidd, 2008). Desgraciadamente, hay muchos desafíos que impiden el proceso de investigación, como la dificultad para generar confianza con la población objetivo, las relaciones de poder, obtener el consentimiento de los padres, la competencia cultural demostrada y el agotamiento. Además, estos desafíos se discuten raramente en la literatura (Knight, Roosa y Umaña, 2009).
Según Roth y Brooks-Gunn (2003, citados en Parra et al., 2009), no es fácil definir lo que es un programa de desarrollo positivo, sin embargo, se tiene claro que debe cumplir al menos tres requisitos: perseguir unos objetivos concretos, llevarse a cabo a través de actividades planificadas y tener lugar en una atmósfera de relaciones saludables.
Parra et al. (2009) evaluaron los beneficios que ofrecen los programas extraescolares que fomentan el desarrollo positivo en adolescentes, brindándoles la construcción de una serie de recursos y habilidades para el desarrollo social en su proceso hacia la adultez. Ellos afirman que estos programas deben contribuir al desarrollo de la identidad a través de la creación de valores, capacidades y la generación de empoderamiento, y que con su participación los jóvenes presentan más compromiso social en la adultez y mayores logros a nivel educativo y ocupacional; además, a nivel personal, aumentan la motivación, estimulan la fijación de valores, talentos e intereses, desarrollan la capacidad de toma de decisiones e iniciativa, amplían el capital social y estimulan la responsabilidad.
Concluyen que los programas extracurriculares exitosos se caracterizaron por generar contextos seguros, tienen establecidas rutinas claras y consistentes, poseen servicios básicos apropiados y gratuitos, aportan experiencias relevantes y desafiantes para los jóvenes, tienen continuidad a través del tiempo, y crean relaciones afectuosas positivas; estas últimas, según ellos, son el elemento clave para cualquier programa exitoso.
De otro lado, el equipo de trabajo de Oliva et al. (2011) realizó un estudio en veinte planteles educativos de Andalucía que indagaba acerca del desarrollo positivo, postulando de base cinco áreas: la emocional, la cognitiva, la moral, la social y el desarrollo personal, cuya importancia radica en que en ellas se pueden identificar recursos que permiten que los adolescentes fortalezcan sus habilidades sociales y culturales. Se evaluó la relación que existe entre el desarrollo positivo y los recursos personales, comunitarios, escolares y familiares.
Encontraron que los recursos familiares son uno de los elementos más importantes en el desarrollo de los niñas hacia la adolescencia: una relación cercana con los padres, basada en la cohesión, la comunicación y el afecto, entre otras, permite que tengan mayor autoestima, se eleven los niveles de prosocialidad y se produzca mayor bienestar emocional. Además, las escuelas que permiten un ambiente más amigable entre el maestro y el estudiante generan un entorno promotor de eficacia escolar, desarrollando la colaboración y fortaleciendo la convivencia. Así mismo, existen características contextuales en los barrios que hacen que los niños puedan tener o no un desarrollo positivo (Oliva et al., 2011).
En el contexto australiano, con una amplia tradición en el estudio del PYD, Blomfield y Barber (2010) indagaron por la relación entre la participación en actividades extracurriculares (vinculadas a la misma escuela) y los indicadores de desarrollo positivo y negativo en adolescentes estudiantes de secundaria, y buscaron determinar si estas asociaciones estaban mediadas por las características de los amigos de los adolescentes. La participación extracurricular estuvo positivamente asociada a una mayor matrícula académica, aspiraciones de universidad y sentido de pertenencia a la escuela, y negativamente asociada a la inasistencia a la escuela. Además, se encontraron características de los amigos que median la asociación entre indicadores de desarrollo y participación de la actividad.
Un año después, los mismos investigadores se preguntaban si las experiencias vividas durante las actividades extracurriculares se vinculaban a un autoconcepto más positivo y si este vínculo era particularmente fuerte en los jóvenes de escuelas desfavorecidas. Los resultados revelaron que los adolescentes de escuelas de nivel socioeconómico bajo que han participado en actividades extracurriculares tenían una autoestima general y un autoconcepto social más positivos que adolescentes del mismo nivel socioeconómico que no participaron en actividades extracurriculares (Blomfield y Barber, 2011).
Además, las experiencias positivas vividas durante las actividades extracurriculares predijeron una positiva autoestima general y un autoconcepto social y académico, y este vínculo era más fuerte en los jóvenes de escuelas de niveles socioeconómicos bajos. Estos resultados sugieren que la experiencia de participar en actividades extraescolares puede fomentar el desarrollo positivo adolescente.
También Forneris, Camiré y Williamson (2015), en Ontario (Canadá), encontraron que las oportunidades que brindan a los jóvenes las opciones para participar de las actividades extracurriculares para estudiantes de secundaria pueden tener implicaciones importantes para su desarrollo integral y bienestar. Los resultados indicaron diferencias en el número de activos del desarrollo y el compromiso con la escuela entre los jóvenes que participaron en una combinación tanto de deporte y actividades no deportivas, como deportivas únicamente, en comparación con jóvenes no involucrados en dichas actividades.
De otro lado, Wade-Mdivanian et al. (2016) examinaron el impacto de un programa internacional de prevención de sustancias (Y2Y) para el desarrollo juvenil positivo. En general, encontraron mejoras significativas desde la intervención en relación con el conocimiento de los riesgos de alcohol, tabaco y otros fármacos, las actitudes hacia el uso, la autoeficacia, las percepciones de liderazgo y la participación futura en el programa Y2Y. La evaluación de seis meses de seguimiento demostró que, en algunos casos, las percepciones seguían siendo favorables. Los hallazgos de este estudio muestran el valor de los programas de prevención en apoyar el desarrollo positivo de la juventud.
De la misma manera, Rinaldi y Farr (2018) evaluaron un programa psicosocial sobre PYD en el que está implicada la comunidad, para jóvenes multiétnicos en riesgo, en colegios urbanos alternativos. Los resultados indican que, además de tener influencia en las consecuencias positivas planeadas, es probable que las intervenciones PYD tengan efectos progresivos en cascada en los resultados no previstos de los problemas (en este caso, en el comportamiento) que operan a través de sus efectos en los resultados positivos.
Por su parte, Povilaitis y Tamminen (2018) exploraron las formas en las que se facilitan las experiencias positivas de desarrollo en un campamento deportivo de verano. Este contexto fue estructurado deliberadamente para facilitar a los líderes la provisión de oportunidades de crecimiento para los campistas a través del desarrollo de relaciones de apoyo, la presencia de normas sociales positivas y oportunidades para construir habilidades. Los hallazgos de este estudio brindan información relevante respecto a la relación con la creación de programas y ambientes ricos en oportunidades de desarrollo para los jóvenes.
En un estudio comparativo Colombia-México con 991 adolescentes colombianos y 996 mexicanos se analizó, por un lado, si los adolescentes que nunca habían intentado suicidarse presentaban más fortalezas internas y externas que quienes sí lo habían intentado (Moreno, Andrade y Betancourt, 2018); por otro lado, se analizaron y compararon las fortalezas externas en los adolescentes de ambos países con diferentes niveles de consumo de sustancias (Andrade et al., 2017). Los resultados muestran que los adolescentes que nunca han intentado suicidarse presentan puntajes significativamente más altos en fortalezas como apoyo y supervisión de la madre y el padre, importancia de la salud y toma de decisiones. Y los jóvenes que no han consumido alcohol, tabaco o drogas presentan más fortalezas externas (comunicación y supervisión de los padres, y menos amigos consumidores y con conductas antisociales) que aquellos que sí los han consumido.
Así mismo, la revisión de Harris y Cheney (2017), que evalúa la utilidad de los conceptos de PYD en la promoción de comportamientos positivos en la salud sexual en adolescentes, evidencia asociaciones significativas entre las intervenciones enfocadas en el PYD y el hecho de haber tenido relaciones sexuales, parejas sexuales en los últimos 30 días, utilización de protección en el último encuentro sexual y disminución de las tasas de embarazo.
Finalmente, también en la India encontramos estudios sobre PYD cuyos hallazgos muestran mayores puntuaciones en el desarrollo positivo de las mujeres adolescentes en comparación con los varones (Saha y Shukla, 2017). Las mujeres puntuaron más alto en las dimensiones del desarrollo positivo que están emocionalmente reguladas, como el carácter, la conexión y el cuidado, mientras que los varones puntuaron más alto en las dimensiones cognitivas del desarrollo positivo como la competencia y la confianza.
Conclusiones
Se resalta de manera clara el aumento de los estudios que abordan de manera específica los procesos de formación y desarrollo en niños y adolescentes que se dan por fuera del ámbito escolar, lo cual amerita una mayor atención ya que en esas experiencias aún es posible encontrar elementos que faciliten la aproximación cada vez más profunda a los impactos que tienen dichas experiencias sobre la vida de niños y adolescentes.
Todo parece indicar que las experiencias que tiene este grupo poblacional en procesos o proyectos que se generan por fuera del ámbito escolar, y cuyo objetivo se centra en dinámicas de socialización, resultan altamente significativas para la construcción de valores, creencias, actitudes y aprendizajes que claramente mejoran la relación del adolescente consigo mismo y con su medio familiar y social.
Este hallazgo abre una ventana al debate académico en la educación social, en el campo de las políticas públicas y en la sociedad misma sobre la necesidad imperiosa de encontrar alternativas que permitan mejorar los procesos y los resultados que la sociedad espera en relación con la formación, la socialización y el desarrollo de la niñez y la adolescencia.
Es claro que las transformaciones que han venido dándose en el mundo como producto de los procesos de globalización y de los cambios cada vez más veloces en el campo de la cultura han impactado de manera drástica el mundo social de los niños y los jóvenes, específicamente el campo de la construcción de las identidades, los valores y las relaciones con la familia y sus espacios sociales, y se espera que, además de la familia, la institución escolar pueda responder por los procesos de socialización; es por eso que no se puede dejar sola ni a la escuela ni a la familia en esta tarea. Las experiencias revisadas plantean un nuevo campo de acción social y educativa que de manera silenciosa ha venido construyendo un lugar de muchísima incidencia en la formación de los adolescentes y que podría resultar ser la gran alternativa con la que las sociedades podrían impactar en los procesos de vida de esta población.
También se evidencia la necesidad de construir lugares de coordinación, articulación y acción conjunta entre lo que hace la institución escolar, lo que hacen las familias y lo que hacen las organizaciones sociales en el ámbito extraescolar, a fin de hacer del proceso de socialización un espacio no solo formador, sino de construcción social de las identidades de los jóvenes y de sus mundos relacionales. Así, se podrán enriquecer sus valores, creencias y actitudes de tal manera que se facilite su relacionamiento con la sociedad y su preparación para el ejercicio de la una ciudadanía democrática.
Por último, es necesario considerar que el Estado, como dinamizador de la construcción de políticas públicas para responder a necesidades sentidas de la ciudadanía, podría asumir el reconocimiento de experiencias situadas en comunidades barriales y regiones campesinas en las que los hallazgos de las experiencias que se vienen registrando puedan aplicarse para examinar la posibilidad de extenderlas/replicarlas en la ciudad o la región