Introducción
El surgimiento del teatro moderno en Bogotá podría fecharse en 1923, cuando Luis Enrique Osorio creo la Compañía Dramática Colombiana (Reyes 2006; Andrade 1982, 31),1 o con la fundación de la Escuela Nacional de Arte Dramático en 1951, la primera en organizar montajes contemporáneos y un programa de entrenamiento.2 La dispersión de estos pocos antecedentes favorece la tesis de que se estableció plenamente hasta el final de los 1950, cuando se dieron cuatro condiciones fundamentales: una divulgación amplia de las vanguardias teatrales mundiales, un pequeño mercado, la formación de grupos estables y con vocación profesional, y el reconocimiento de personalidades artísticas.3 Estas características fueron llenadas poco a poco por los teatros "experimentales" durante los años 1960.
La Casa de la Cultura -más tarde teatro La Candelaria-, el Teatro Libre, La Mama y la Corporación Colombiana de Teatro ayudaron a crear en las décadas de 1960 y 1970 una polémica sobre el derecho a producir y consumir arte, y, de una u otra manera, demandaron que el Estado garantizara la producción de teatro (cada teatro, por ejemplo, fue encontrado la manera de financiar sedes propias con dineros públicos y privados).
Más ríspida fue la polémica acerca del derecho a crear un arte crítico. En un principio se trató de juicios severos pero vagos sobre el mundo contemporáneo, a propósito de obras del teatro norteamericano y europeo. Los dramaturgos y directores más amados eran Bertolt Brecht, Jerzy Grotowski, Eugene Ionesco, Samuel Beckett, Edward Albee y Peter Weiss que, a pesar de haber sido tan diferentes, tenían en común una intuición crítica de los malestares occidentales. Pero no eran solo las obras, eran las historias mismas que se contaban o se leían sobre sus creadores. Se trataba de artistas cuyo arte era una crítica social pero también una forma estética producida por un estilo de vida, un ethos teatral "moderno", contemporáneo, auténticamente diferenciado de prácticas culturales precedentes o propias de aficionados. Las obras adquirían un sentido más profundo al ser testimonios de una formación, de manera que rápidamente el juego cambio de divulgar piezas de teatro a crear el teatro mismo.
Pero paso algo más, y es que en pocos años la inspiración comenzó a ser la urgencia de cambio en Colombia: desigualdad social, violencia política y heroísmo popular se volvieron tópicos obligatorios. Explicar tal actitud conduce al carácter iconoclasta de las vanguardias teatrales occidentales, pero también a que uno de los atractivos del teatro "moderno" era su autoridad para validar la libre expresión de ideas revolucionarias (la estrecha relación mantenida -casi sin excepción- por cada miembro de la comunidad teatral con algún grupo de izquierda refuerza esta tesis).
Las clases dirigentes locales no habían tenido en cuenta tal impulso. Mientras estos jóvenes, de mentalidad urbana e influencias modernas, comenzaron a habitar un subsuelo cultural desconocido, en la superficie lo que se jugaba era la posibilidad de una democracia. Ellos pensaban en rock, marxismo, historia, van-guardia, existencialismo, García Márquez, aquellos en estabilizar el pacto de Liberales y Conservadores para alternarse el poder presidencial y legislativo (el Frente Nacional, acuerdo vigente de 1958 a 1974).4 No deja de causar curiosidad que un intento serio por estabilizar la democracia -luego de sangrientos ciclos de violencia- fuera sorprendido por los años sesenta y su rebeldía. Ejemplos de la buena disposición hacia "lo moderno" no faltan. Alberto Lleras Camargo, el primer presidente del Frente (1958-1962), defendió reformas que actualizaran la educación; Carlos Lleras Restrepo (Presidente en 1966-1970) procuro la racionalización de la burocracia estatal y la regulación de la economía (la ANDI llego a acusarlo de "socialista"), Virgilio Barco Vargas -alcalde de Bogotá de 1966 a 1969- promovió un concepto de ciudad más contemporáneo. Pero -bien lo dijo Daniel Pecaut- los reformadores se encontraron con que todos los partidarios del Frente Nacional defendían el cambio, pero dentro de un sistema que no cambiara.5
El Frente solo representaba a las facciones poderosas de los partidos Liberal y Conservador; no reconocía suficientemente la existencia de una oposición política, y se resistió a la posibilidad de la movilización social (según el politólogo Leopoldo Múnera (1988, 152, 174), un conjunto de medidas tomadas en 1965 implicaron que en la práctica el Ejercito asumiera el control de la protesta social). No sobra agregar que el desmonte del cerrado sistema electoral establecido en 1957 se tardó de 1968 a 1974, es decir, el periodo histórico de mayor impacto de los movimientos contraculturales que provinieron de Europa, América Latina y los Estados Unidos (rock, anticonceptivos, mayo del 68, generación beat, artes performativas, teología de la liberación y Revolución Cubana harían parte de la lista).
Se comprende que haya predominado una mezcla de interés y sospecha hacia los artistas de teatro desde el poder, y una intensa inconformidad de estos con respecto a la realidad paradójica y frustrante del Frente Nacional.
El matiz local del contexto nacional puede ser engañoso. El juego entre lo propio y lo universal se reflejó nítidamente en la historia del teatro bogotano. Extranjeros y viajeros fueron vehículos de ideas artísticas y políticas que no fueron sugeridas por la violencia o el Frente Nacional. Si algo conecta lo universal y lo particular es ese gran escenario transnacional que había comenzado a ser la ciudad desde comienzos del siglo XX: sin la salvaje urbanización, y esa escenografía que fueron los nuevos medios de comunicación de masas, hubiera sido impensable el advenimiento del teatro "moderno" en Bogotá.
La Candelaria, La Mama y el Teatro Libre: génesis y conexiones
En 1965 se presentó uno de los primeros montajes profesionales de Bertolt Brecht en Bogotá. El director era Santiago García, personaje fundamental para comprender el teatro bogotano del siglo XX. García emigro en su adolescencia a Europa, donde recibió una amplia formación en arquitectura y teatro.6 En los años 1950 fue un miembro destacado de la vanguardia artística bogotana: participo en películas de cine experimental, ayudo a montar obras de dramaturgos clásicos y contemporáneos, y trabajo en la radio y la televisión estatales. Su círculo más cercano estaba compuesto por algunos de los grandes artistas e intelectuales colombianos de una o dos décadas más tarde: David Manzur, Enrique Grau, Omar Rayo, Fernando Botero, Arturo Alape, Gonzalo Arango y Fausto Cabrera.
En 1955 participo en un curso impartido por el japonés Seki Sano, que tenía entre sus credenciales haber sido uno de los introductores del teatro moderno en México durante los años 1940 (Tanaka 1994, 53-69). Quizás el principal efecto causado por Sano fue aumentar el entusiasmo por conocer el método de Stanislavsky, cuyo postulado era una compañía estable, accesible al gran público y practicante de un método actoral profesional.7 Transcurridos unos meses Sano fue expulsado del país con la excusa de ser comunista. Sus alumnos (la mayoría vinculados a la Escuela Distrital de Teatro) vieron en él un símbolo o una inspiración. La marginalidad artística y política de Sano pudo haber motivado tal identificación: cuando aún era joven se exilió de Japón por ser comunista; busco refugio en la Unión Soviética de donde fue expulsado por oponerse a la tesis de la prevalencia de la política sobre el arte -allí hizo parte del teatro dirigido por Vsevolod Meyerhold, ferozmente perseguido por el régimen estalinista-; luego de un periplo por Estados Unidos y Europa (donde fue acosado por la diplomacia japonesa) fue a parar a México, país que lo acogió, aunque constantemente se escandalizaba con sus maneras.8
Algunos discípulos de Sano formaron en 1958 el Teatro el Búho, proyecto pionero del teatro avant garde bogotano. Con excepción de Santiago García, los principales miembros eran extranjeros: Marcos Tysbrother (suizo), Sergio Bishler (francés), Arístides Meneghetti (uruguayo), Dina Moscovicci (brasileña) y Fausto Cabrera (español). En El Búho también participaron los pintores Fernando Botero, Omar Rayo y David Manzur.9 García permaneció poco tiempo, pues obtuvo una beca para estudiar Dirección Escénica en Praga; allí se abrió la posibilidad de realizar su trabajo de grado en Berlín, con el Berliner Ensemble, fundado por Bertolt Brecht en 1949.10
En 1961 García regreso, y fue contratado en el Teatro Estudio de la Universidad Nacional (1954) en el puesto de director. Realizo algunos montajes menores, y obtuvo una beca en 1963 para ir al Actors Studio en Nueva York; luego visito en Lyon el Teatro Nacional Popular (1920) y observo el trabajo de Roger Planchon11 (García admiraba sus fastuosos montajes de autores clásicos y contemporáneos, y su capacidad para atraer inversión pública para un teatro dirigido a una audiencia culta y politizada).
Se reincorporo al Teatro Estudio a finales de 1964, y propuso montar La Vida de Galileo Galilei de Brecht.12 La Universidad destino una cuantiosa partida13 y coloco publicidad en los diarios de circulación nacional. Sesenta y dos actores, dos escenógrafos, fotógrafos y pintores echaron a andar la empresa durante seis meses, al cabo de los cuales García y el Galileo ya eran estrellas de la pequeña escena artística colombiana. El director interpretaba el papel protagónico, y los personajes principales del reparto estaban a cargo de "profesionales de teatro cine y T.V".14 La efusión de elogios en los periódicos fue general: "Leccion de Galileo", "El acontecimiento teatral del ano", "Una superproducción teatral Galileo Galilei", "El estreno del ano: Galileo Galilei", "Brecht en Bogotá", anunciaron los titulares de la prensa.
¿Pero por que precisamente esa pieza? El final del folleto del estreno15 indica una intención de proyectar las vicisitudes de Galileo en la realidad inmediata. Allí aparecía un apartado titulado "El caso Oppenheimer",16 acompañado de una fotografía de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki. En el texto se daba a entender que lo que había sucedido con Galileo había sucedido en la Segunda Guerra Mundial con Oppenheimer, y estaba sucediendo en el presente con la Universidad Nacional (una suerte de perversión política de la ciencia).
Las autoridades universitarias estuvieron en desacuerdo con el documento, probablemente porque en 1965 la rectoría de Felix Patino (1964-1966) había emprendido una modernización del claustro universitario, con fondos que incluían dineros de las fundaciones norteamericanas Ford, Kellogg y Rockefeller, y del Banco Interamericano de Desarrollo.17
El público al que se dirigía García con su montaje de Galileo estaba integrado principalmente por la simiente intelectual que orbitaba alrededor de la Universidad. Hubo, por ejemplo, una masiva asistencia a los actos previos al estreno, que no eran de propaganda sino de exposiciones académicas acerca de Brecht y la literatura, su música, e incluso su trasfondo filosófico; estos eventos tuvieron lugar en las facultades de Bellas Artes y Ciencias Humanas.18
En suma, el carácter estético de estos acontecimientos se expresaba en el interés por difundir a Brecht y en una práctica profesional del teatro de vanguardia, mientras el carácter político surgía del intento de extender el espacio teatral hacia la crítica practicada en la Universidad por la izquierda. Pero lo que levanto escama no fue la propuesta estética (por más "brechtiana" que fuera) sino el comentario político a propósito de ella.
Luego de algunas presentaciones de La vida de Galileo Galilei, Santiago García se separó del Teatro Estudio para fundar la Casa de la cultura. La crítica de arte lo tenía en un inmejorable lugar, y había sido incluido por la comunidad periodística en los diez personajes culturales del año 1965 (la lista contemplaba figuras como el escultor Edgar Negret y el pintor Fernando Botero).19
El planteamiento de la Casa no fue solo teatral, sino que se propuso llevar a cabo una especie de política cultural, que contemplaba música de cámara, cortometrajes de cine, exposiciones de artes plásticas, conferencias y seminarios.20 La idea central -según un documento fundacional- era crear una entidad de alcance nacional.21
El primer local ocupado por la Casa de la Cultura era propiedad de la empresario Julio Mario Santodomingo (Arcila 1992, 23; Duque y Prada 2004, 172) (quien un par de años más tarde, rento otro de sus locales al teatro La Mama). Quedaba en la Carrera 13 entre calles 20 y 21, en el centro de Bogotá. La financiación que se propuso sonaba lógica, pero resultaba ingenua con respecto al objetivo original: se conformaría un "Club de amigos", se venderían bonos a los estudiantes, y se buscarían donaciones de compañías privadas y entidades oficiales.
Transcurridos unos meses, la Casa hacia más que nada teatro; de hecho, lo que permitía vadear la difícil situación económica era la serie de logros en esa materia: la creciente concurrencia, el constante reconocimiento en la prensa, y los premios ganados en los festivales. A pesar de la pretensión inicial, la cuestión que en realidad se estaba resolviendo era que en Bogotá había pocas salas de teatro cuyo repertorio incluyera las obras que estaban de moda a nivel mundial, y que garantizaran un ejercicio artístico libre y un público estable. Esto es tanto como decir que La Casa estaba respondiendo al cambio en las maneras de vivir la ciudad. La preferencia intelectual por los teatros (y la universidad) aumentaba; la afición por los cafés - tan "modernos" hasta los años 1950- disminuía.
El concepto teatral de la Casa era iconoclasta: no se aceptarían los productos tradicionales de "los mercados de la cultura"22 (en ese anhelo coincidían algunas voces del periodismo cultural).23 El trabajo seria "permanente" y guiado por reglas propias.24
En la primera temporada quedo claro que el problema no solo consistía en traer lo moderno, sino que igualmente era fundar una autoconciencia teatral nacional, y latinoamericana. Las primeras tentativas obedecieron a extrapolaciones elementales: los personajes de Divinas palabras, de Valle-Inclán, se presentaban en el programa como algo coherente con la mentalidad de ciertas regiones y barrios populares de Colombia;25 y en una adaptación de La metamorfosis de Kafka se sostenía haber representado situaciones que cotidianamente se Vivian en el país.26
En 1967 exploto una polémica en torno a El matrimonio, del escritor polaco Witold Gombrowicz. La pieza (inscrita en el teatro del absurdo) acometía contra la familia y el Estado, fue censurada en el Festival Nacional de Arte, y recibió agrias críticas de algunos columnistas. Enseguida de una disquisición acerca de las teorías de Saussure, el programa -un folleto de veinte páginas- hablaba de la brecha entre intelectuales y "país", y de sus orígenes en la desigualdad social.27
En 1969 la Casa pasaba por una dura crisis cuando consiguió el dinero para comprar una sede propia, con ayuda del político conservador Álvaro Gómez Hurtado.28 El hecho merece una consideración sucinta. El grupo político que había rodeado a Gómez había sido un extremoso opositor de las reformas sociales en Colombia entre los 1940 y 1960 (Braun 1998, 64; Safford y Palacios 2002, 605): ¿si se tomara esta actividad política y el apoyo al proyecto de García como premisas, se podría concluir que Gómez se olvidó de sus temores seducido por el modernismo del teatro "experimental"?
En esas circunstancias inicio otro periodo (acaso decepcionante para Gómez Hurtado). Se adoptó como única especialidad el teatro "nacional" y la clase obrera seria el destinatario imaginario más importante. De allí surgió el Teatro la Candelaria, nuevo nombre del proyecto.
En 1968 se había establecido en Bogotá el Café Teatro La Mama, franquicia de uno de los proyectos neoyorquinos de teatro experimental más exitosos.29 Un año y medio después todos sus fundadores renunciaron, y Eddy Armando, uno de los miembros más jóvenes, tomo las riendas del proyecto. En la biografía de Armando resaltan dos cosas. Se trataba de un joven cuya familia había sido afectada por la violencia, y La Casa de la Cultura había ejercido una poderosa influencia en el.30 Armando había participado como actor y asistente de dirección en casi todos los montajes dirigidos por Santiago García.
La dirección firme de García al frente de La Casa y las ambiciones artísticas de Armando motivaron su incorporación al proyecto de Amuchastegui, donde tendría más libertad. A pesar que Amuchastegui se inclinaba por un teatro del absurdo con alguna crítica humanista pero sin compromiso ideológico, Armando desarrollo rápidamente una propuesta de teatro político. Una vez que Amuchastegui y los demás fundadores se alejaron definitivamente, el método del Teatro Documento del dramaturgo alemán Peter Weiss se convirtió en el núcleo artístico de La Mama, y la reflexión sobre la violencia colombiana en su principal preocupación. Al mismo tiempo Armando militaba en un núcleo urbano de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia en Bogotá, la cual, luego de una deserción, se convertiría en el núcleo del Movimiento 19 de Abril (guerrilla que en sus inicios conto con una gran presencia de artistas e intelectuales) (León 2009, 223, cap. 4).
En La Mama Armando contaba al menos con una cómplice en sus actividades conspirativas. Se trataba de Peggy Kielland, quien había ingresado en octubre de 1970.31 Kielland -que hacia parte del mismo grupo clandestino (Ariza y Kielland, 1992)- probablemente lo había conocido en el Teatro Estudio de la Universidad Nacional, durante el montaje de Galileo Galilei, en el que ejecuto un pequeño papel; también es probable que fueran estrechando su relación en la Casa de la Cultura, donde ambos figuraron en el reparto de dos obras dirigidas por Santiago García.32 En la Corporación Colombiana de Teatro33 también eran compañeros, ella era integrante de la Junta Directiva,34 y el Tesorero.
En tal contexto, el lugar que ocupaba la alianza con La Mama de Nueva York ahora le correspondía a otra con la Corporación Colombiana de Teatro. Los programas de La Mama bogotana comenzaron a aparecer en la publicidad de esta asociación, y sus integrantes empezaron a recibir cursos de formación dramática, impartidos por sus miembros más prestantes.35
En un lapso corto las ideas habían cambiado. Bajo la dirección de Amuchaste-gui, los planes publicitarios incluían cunas radiales y televisivas, avisos en los cines, y entrevistas en los periódicos.36 Bajo la dirección de Armando, la publicidad se dirigía a la clase obrera organizada, y era de izquierda. Aun entonces se mantuvo algún trato con el establecimiento (la Federación Nacional de Cafeteros, por ejemplo, siguió prestando pequeñas colaboraciones económicas),37 pero de manera marginal.
No se debe ignorar que la elección de La Mama tenia asimismo un sentido práctico: se le daría arte al movimiento obrero, y este aportaría un público.38
Pronto, el nombre de La Mama comenzó a figurar no solo en iniciativas para llevar el teatro a la clase obrera, sino en dicterios contra el gobierno, "el costo de la vida" y las empresas, que invitaban a mítines y marchas, en los que se mezclarían estudiantes y sindicatos con los "trabajadores de la cultura".39
El abejón mono, escrita por Eddy Armando durante 1970, fue una fiel expresión de este proceso. En la elaboración de la obra Armando se había basado en el teatro documento. ¿Que entendía el director de La Mama por tal modelo? El indicio más claro se encuentra en un programa de mano de 1972, año en que se reestreno la pieza. Allí se citan fragmentos de Catorce tesis a propósito del teatro documental, texto programático de Peter Weiss (Weiss, 1976). Siguiendo esto, aquel método consistía en criticar el encubrimiento de los medios de comunicación, la falsificación de la realidad, y los efectos de la "mentira histórica". Sin embargo, al final se citaba: "un teatro documento que desea ser en primer lugar una tribuna política y renuncia a ser una realización artística, se pone a sí mismo en cuestion".40 La Mama era ambivalente, y había encontrado en Weiss una posición adecuada para mantenerse en el doble margen de la caricatura política del arte y del arte por el arte.
La Mama no fue la única que viro del teatro del absurdo al teatro documento (y de la tímida colaboración con las instituciones al enfrentamiento). Otro caso surgió de la Universidad de los Andes, cuyo grupo teatral se convirtió en el Teatro Libre de Bogotá (1973). El centro universitario había patrocinado la labor de Ricardo Camacho Guizado, estudiante de filosofía, en la dirección de un conjunto "experimental", desde 1966.41 En realidad su repertorio tenia de todo un poco (alternaban Ionesco, Chejov y Mario Vargas Llosa).42 Luego vino en 1969 El canto del fantoche lusitano, de Peter Weiss. La obra era un ejercicio de técnicas experimentales (por ejemplo, la rotación de varios papeles en cada actor), pero a pesar de esto, en ella dominaba el contenido político.43 El tema era el colonialismo portugués en África, y fue tan implacable su tratamiento que la Embajada Portuguesa en Bogotá quiso que las presentaciones se cancelaran. Prime-ro lo intento -infructuosamente- con las directivas de la Universidad de los Andes;44 después solicito al Teatro Colon que no la exhibiera, logrando su cometido.45
Transcurridos pocos meses Camacho volvió a irritar al público conservador con Discurso sobre Vietnam, escrita por Peter Weiss en 1967. La pieza se exhibió en 1969 en el local de La Mama,46 meses antes de causar controversia en el Festival Latinoamericano de Teatro Universitario, del mismo año. Luego de este montaje Camacho salió de la Universidad de los Andes y el grupo de teatro fue cerrado.47
Ricardo Camacho era un joven de clase media alta, que había entrado a cursar la carrera de filosofía en la Universidad de los Andes en 1964. Su vocación artística había surgido en la adolescencia, cuando formo parte de la agrupación teatral del Liceo Francés bogotano, distinguido colegio de tradición liberal. Durante sus primeros años universitarios dejo el pequeñoburgués teatro del absurdo y se unió a Sol Rojo y Fusil, grupo maoísta que ese mismo año fue absorbido por el Movimiento Obrero Independiente Revolucionario,48 igualmente maoísta; pese a las apariencias, en los dos casos se trataba de organizaciones más inclinadas a la difusión ideológica que al accionar radical.
Esas tendencias políticas de Camacho permiten comprender solo, de modo parcial, su preferencia por Peter Weiss. Era la Casa de la Cultura de Santiago García la que había introducido al influyente autor en Bogotá, con Marat/Sade, que se había presentado en 1966.49 Camacho había tenido un vínculo directo con García: así lo sugiere su presencia en 1966 actuando para el Teatro Estudio de la Universidad Nacional,50 y su participación en el Festival John Synge, organizado en la Casa de la Cultura a mediados de 1968.51 En 1970 dirigió para el Teatro Estudio un par de montajes colectivos del mismo corte critico; como consecuencia "el grupo fue desconocido por las directivas de la Universidad y cancelado el contrato de su director", según se declaró en un programa de mano posterior.52
Si se quisiera sintetizar la experiencia estética de lo político en la Casa de la Cultura, La Mama y el Teatro Libre, se podría decir que significo cosmopolitismo y reconocimiento, pero también polémica y marginación.
El teatro histórico
Había otro aspecto coalescente a la predilección por Peter Weiss: una tendencia a revisar la historia nacional, en especial la de aquellos periodos directamente relacionados con la violencia. Esta práctica común emergió por primera vez en El abejón mono, publicado en 1971.53 La obra, inspirada en relatos de Arturo Alape sobre los orígenes de la guerrilla colombiana, se remontaba a la colonia, los conflictos agrarios de los 1930, el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán y la formación de guerrillas durante los 1950.
Esta pieza inauguro un periodo de revisión pedagógica de la historia nacional a través de la dramaturgia. Hasta ese momento la escena teatral bogotana se había centrado en una rápida asimilación de las vanguardias contemporáneas europeas y norteamericanas, pero de repente parecía que solo lo propio podía ser universal. La urgencia de arrojarse a un teatro de compromiso político fue producto de varias circunstancias. La familiaridad con la historiografía moderna y la cultura de izquierda había estimulado en los artistas una preocupación por la historia. La Revolución Cubana y la admiración por las nuevas guerrillas colombianas había causado la sensación de que era más necesario que nunca imaginar lo nacional, quizá para preparar el advenimiento de "lo nuevo". El nadaísmo -que lentamente ha sido entendido-54 había escenificado la demanda por darle una forma artística a la urbanización salvaje que había creado un universo de ciudades sin ciudadanos -al menos no con respecto a los estándares mostrados por la noticias, el cine, la televisión o el arte de los países modernos-. Y, si se tienen en cuenta que los periodos de creatividad humana suelen ser asociados con periodos de paz social, no es sorpresivo que la violencia haya logrado un estado de resiliencia entre 1965 y 1975.55
La misma dirección fue seguida por el Teatro La Candelaria con Nosotros los Comunes, una creación colectiva acerca del levantamiento de los Comuneros en el
Virreinato de la Nueva Granada, en 1781.56 En 1973 el Teatro Popular de Bogotá monto I took Panama, que satirizaba el papel de los Estados Unidos en la separación de Colombia y Panamá en 1903, y que era esencialmente teatro documento (Duque y Peñuela 1994, 46); la obra tuvo buena acogida, y causo gran interés en el país del norte.57 Ese mismo año el Teatro Libre presento La historia de Milciades García. El montaje relataba las luchas campesinas en Colombia desde 1936, y estaba basado en una investigación guiada por el método brechtiano.58
Independientemente de las distintas posibilidades dramatúrgicas (invocadas con el precoz conocimiento de las tradiciones teatrales occidentales), todos los grupos de este pequeño boom creían en una estética que propiciara una conciencia histórica critica. Había motivos humanísticos e ideológicos que flotaban en el aire, que apuntaban ansiosamente a la postergación del liberalismo político (Palacios 1999, 96). No menos cierto es que, al romper simbólicamente con la historia oficial, se realizaba el trabajo requerido para hacer de la izquierda el público que su arte requería. El abejón mono gozo de la publicidad proveniente del primer conflicto a gran escala por censura teatral en Bogotá, I took Panama tuvo miles de presentaciones, Nosotros los Comunes fue contratada por decenas de sindicatos e incluso por la Central Única de Trabajadores de Chile (Arcila 1992, 45-49), y con La historia de Milciades García un pequeño colectivo universitario creo el Teatro Libre, que era profesional y tenía sala propia.
El éxito relativo de esta especie de arte historiográfico implicaba estar al mismo tiempo en el arte, las vanguardias teatrales, la militancia política, y la historia; en los límites de cada uno, es decir, en una posición ambivalente. No era la ambivalencia de un lenguaje esencialmente artístico, como quizá había sucedido con algunos dadaístas y los primeros artistas "conceptuales" (hay que pensar, por ejemplo, en la disolución de un busto de sal de Carlos Lleras Restrepo, que ejecuto Antonio Caro en el XXI Salón de Artistas Nacionales [1970]) (Herrera 2011, 71-73). Más bien era una ambivalencia social, una conducta que se servía selectivamente (acusando audacia pero también inexperiencia) de la cultura teatral occidental, y de ciertos órdenes y desordenes locales: izquierda, violencia, inequidad, sed de "modernidad".
El teatro -a diferencia de la poesía o las artes visuales- era un entretenimiento de masas y su lenguaje era algo dicho. La tentación de politizarlo era su gran atractivo, o su gran vulnerabilidad. El afán de representar la historia política expresaba la demanda de unificar la experiencia fragmentada de la política colombiana y presentarla ante un público urbano59 de manera crítica. La emergencia de este teatro historicista y político no era una ruptura con el teatro "moderno" o "experimental" de los años anteriores (Montilla 2004, 86-97), ni tampoco su evolución positiva (Jaramillo 1992, 86, 103, 286; González 1983, 7, 147, 171), sino una solución a un problema sentido, un intento60 que expresaba lo difícil que era ser universal en aquella situación local, y lo absurdo que era hacer teatro por fuera de lo político; era una manifestación del estado adolescente de la nación y sus artistas; y era una aventura: algo a lo que la persona se arroja sin la suficiente preparación.
En 1975 apareció una obra que hay que comparar con El abejón mono, pues compartía una serie de rasgos genéticos. Había sido producto de una "investigación histórica" colectiva, tenía una intención de revisión pedagógica de la historia nacional, su versión final había sido escrita por Arturo Alape (el demiurgo literario del Partido Comunista)61 y el estilo brechtiano de la pieza poseía el toque de Peter
Weiss: la crítica al abuso del poder a través de los medios masivos de información. Guadalupe Anos Sin Cuenta era su título, y el grupo de Santiago García su creador. Exponía dos relatos (La Candelaria 1976, 9-108).62 Uno, Guadalupe había sido un campesino, líder de la guerrilla liberal más fuerte de las formadas a raíz del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, y uno de los que inocentemente había aceptado el llamado del gobierno a realizar un acuerdo de paz, oportunidad que habría aprovechado el Ejercito para asesinarlo. Otro, que Guadalupe había sido un guerrillero reincidente que el Ejercito se había visto obligado a matar. El espectador debía decidir cuál era verdadero, aunque todo apuntaba a que se escogiera el primero.
Al igual que El abejón mono, Guadalupe años sin cuenta suponía un artista total, aquel que combinaba una multiplicidad de saberes para consagrarse artísticamente: arquitectura, teatro y política en Santiago García, literatura, teatro y política en Eddy Armando.
En ambas piezas el teatro se convertía en un laboratorio para complacer deseos insatisfechos -o conjurar miedos padecidos- relacionados con la desigualdad social y el poder ilegitimo de las instituciones: se creaban las condiciones para revelar una verdad, y para rebelar al individuo contra la fuente que la ocultaba y la usaba para su beneficio; verdad y rebelión de campesinos revolucionarios, guerrilleros sinceros y abogados de los oprimidos, enfrentados a una oligarquía de curas, empresarios, militares y políticos corruptos: héroes y villanos de una imaginación socialista.
Quizás, esto tenía más complejidad en Guadalupe años sin cuenta que en El abejón mono. En la segunda no existía el refinamiento del distanciamiento brechtiano, si bien había sido pionera de aquel teatro histórico.
El vínculo de estas obras se extendió incluso a la reivindicación que de una y otra hizo el periódico del Partido Comunista. Guadalupe años sin cuenta fue calificada como un producto acertado de la "necesidad de profundizar hasta el máximo en nuestra realidad histórica".63 En el caso de El abejón mono la publicación la había defendido contra los intentos persecutorios de la Alcaldía bogotana,64 y acerca de su director afirmo: "La intención de Eddy y su grupo es demostrar que el pueblo no muere y que de sus combates surgen las semillas de futuras victorias".65
Teatro socialista, a la colombiana
En 1969 se fundó en Bogotá la Corporación Colombiana de Teatro para agremiar a la comunidad teatral. Si bien los puestos directivos se distribuían entre los socios, el cerebro del proyecto era la Casa de la Cultura, cuyos dirigentes simpatizaban (algunos militaban) con el Partido Comunista.
En esencia, los objetivos de la Corporación eran defender a los artistas del teatro (íntimamente ligados a la izquierda) y llevar ese arte a las clases populares urbanas, usando el activismo:66 un teatro imaginado para luchar por el socialismo.
A mediados de 1970 fue su bautizo de fuego. La Alcaldía de Bogotá intento aplicar nuevos impuestos y normas de control a los grupos teatrales. La Corporación respondió con marchas que lograron neutralizar tales medidas.67
A través de los festivales de teatro la Corporación logro cierta integración con las instituciones culturales oficiales (sobre todo en 1970), pero, conforme se calentaba la Guerra Fría en Colombia,68 se enzarzo en agrias disputas. En un comunicado, por ejemplo, denuncio que la suspensión del Festival Latinoamericano de Teatro en 1972 obedecía a "un plan trazado", cuya meta era "acabar con el movimiento teatral colombiano", y que para tal objetivo se habían coludido "los poderes económicos, oficiales y privados del país".69
Un modus operandi similar siguió la Corporación en el seno del gremio teatral. La lucha entre las diversas interpretaciones de izquierda -asentada en la tradición sectaria colombiana-70 motivo un clima de competencias que condujeron al distanciamiento de La Mama y el Teatro Libre (Arcila 1992, 73 y ss). Las críticas a la Corporación eran generales: unos condenaban el favoritismo con los dirigentes,71 otros argumentaban que la producción profesional de un teatro crítico se había deformado en un mero activismo político.72 Lo que más incidió en el retiro de La Mama fue la rivalidad del Movimiento 19 de Abril con el Partido Comunista (en 1975, luego de su detención, Eddy Armando se quejó de la reacción parca de la Corporación, que atribuía a la influencia del Partido Comunista sobre sus dirigentes; y en 1977, una vez el M-19 se opuso al Paro Cívico Nacional convocado por el Partido, se conoció una andanada de críticas desde La Mama a la Corporación).73
En torno al Festival Latinoamericano de Teatro se dieron conflictos similares entre la Corporación y la Asociación Nacional de Teatros Universitarios. La explicación es sencilla: en la Corporación predominaron los intereses del Partido Comunista, en la Asociación los de varios grupos que en mayor o menor medida eran sus rivales (el M-19, curiosamente, tenía incidencia en ambos lados: Eddy Armando era directivo de la Corporación, en tanto que Carlos Duplat -también miembro de esa guerrilla- era uno de los dirigentes de la Asociación).
Conclusiones: lo propio y lo universal
Hubo dos cosas que ejercieron una poderosa atracción en los artistas de teatro en este periodo, y en ambas se entremezclo lo transnacional con lo nacional. La idea de establecer una escena de teatro "moderno" fue inspirada por viajes, migraciones, visitas: indicios de un mundo externo y cosmopolita que personajes como Santiago García, Eddy Armando y Ricardo Camacho atisbaron con curiosidad. La violencia y el enfrentamiento entre Estado e izquierda constituyeron lo político, que proveyó la materia y el impulso para transitar de la divulgación de lo experimental (según la cual solo lo universal debía ser lo propio) a la ilusión sentida de un teatro autóctono, es decir, a la creencia de que solo lo propio podía ser universal.74 En esa manera de mirar lo propio también se adivina algo transnacional: el anhelo de las libertades burguesas y la identificación con el lado izquierdo de la Guerra Fría.
El intento de solución fue doble: canalizar las preocupaciones políticas bajo la forma de un lenguaje artístico, y encontrar en la demanda cultural de la izquierda la posibilidad de un mercado (mercado material y simbólico que toleraba la idea de que este no era un teatro "mercantil", y que su fin era un ejercicio teatral puro). Paradójicamente, el rudimentario comercio de lo experimental en el teatro se conectó con patrocinadores y mecenas provenientes de la clase empresarial y los partidos tradicionales. No se trataba de un mercado boyante, pero si estable.
Es exagerado ver en estas prácticas el establecimiento de un sistema artístico autónomo. La inmadurez del entorno político y cultural impuso una constante confusión entre valores políticos y artísticos, y una relativa dependencia de la izquierda o en casi todos los teatros; tampoco ayudo la escasa diferenciación entre practicar el teatro con autonomía hacia las instituciones y luchar contra las elites por derechos ciudadanos o consignas socialistas. El intento que estuvo más cerca de tal ideal (propio de las sociedades cabalmente liberales) fue la profesionalización del oficio, si bien deberá ser objeto de estudio que tan fina fue la interpretación y uso de las corrientes y escuelas del teatro moderno, y que de cierto hay en que surgió un estilo teatral propio.75 Observaciones de algunos críticos sugieren que no se puede ser tan optimista (por ejemplo, Gómez 1978, 365; Moure 1989, 38).
En este periodo, el teatro fue una práctica cultural utilizada para acceder a la libre expresión de las ideas, por más polémicas que fueran, dimensión de la ciudadanía escatimada a lo largo de la historia colombiana. Hacer teatro era integrarse a un mundo que proveía reconocimiento y una cobertura más o menos creíble -según el que mirara- a los jóvenes deseosos de criticar y protestar.
La ciudadanía en las sociedades modernas (al menos en aquellas que han tendido a ser expansionistas, por ejemplo, la francesa o la norteamericana) ha solido ser un sistema que prefiere la inclusión a la exclusión (Brubaker 1992, 2 y ss). En ese sentido, la representación del ciudadano en esta comunidad teatral tendió a ser modernista, pues constantemente lucho por incluir a grupos excluidos en sus temáticas y en sus públicos. No solamente se trataba de campesinos, obreros y luchadores sociales. En el acto de incluir estas poblaciones en sus propuestas estéticas, sutilmente, los artistas se incluían a sí mismos como observadores críticos de la joven polis.