Introducción
En la historiografía sobre Independencia se presta poca atención a los esfuerzos iniciales de diversas localidades por suplir la vacatio regis de 1808 (Annino 2003, 161) y la conformación de las comunidades políticas. En el mejor de los casos se estudia bajo los términos de la eclosión juntera (Martínez 2008, 124). No obstante, la constitución de juntas fue sólo el primer acto del proceso de construcción de entidades políticas soberanas dotadas de representación política y sustitutas efectivas del soberano ausente, que por su dimensión eminentemente reducida y limitada a una fracción del territorio del Nuevo Reino de Granada se denominarían como soberanías locales. Estas permitieron caracterizar su adscripción a las diversas localidades que conformaron juntas durante 1810 y esperaron ejercitar su recién adquirida soberanía en un espacio que por vínculos políticos o jurisdiccionales consideraban como parte de la comunidad política que esperaban erigir.
La importancia de un estudio que aborde las soberanías locales radica en descentrar el relato historiográfico, demasiado ocupado en promover los acontecimientos del 20 de julio de 1810 como determinantes y punto de partida de una nación elusiva e inconclusa. Precisamente, esa centralidad del acontecimiento veinteju-liero prácticamente ha borrado de la memoria colectiva nacional los procesos de las localidades, que entran desde muy temprano en tensión con la visión unitaria promovida por algunos integrantes de la élite de la otrora capital del Reino.
En este artículo se analizan los casos de Tunja, Socorro y Mariquita, aunque ocasionalmente se revisarán otros para enriquecer el análisis. Estas soberanías locales aludidas colisionaron, en diferentes momentos, con el Estado de Cundinamarca, organizado en torno a Santafé, la primera comunidad política con ejército, en expedir una consitución, e incluso estuvo cerca de juntar en un solo gobierno el otrora Nuevo Reino de Granada. La voluntad de crear un Estado unitario fue lo que le llevó a someter, por la fuerza de las armas o por la diplomacia, a las provincias aludidas, y otras más, aunque su éxito fue bastante efímero. Lo que subyacía en este conflicto parecía ser la diferente manera de entender la soberanía, retrovertida a los vasallos del rey debido a su cautividad. La postura de Cundinamarca puede ser resumida en una carta redactada por el más notorio de sus líderes, Antonio Nariño, con destino a Lorenzo Plata, presidente de la Junta de Socorro, en la cual señalaba su postura frente a las soberanías locales, con ocasión de la solicitud de San Gil para ser aceptada en la comunidad política cundinamarquesa:
Disuelto por vuestra excelencia el colegio electoral de esa provincia, y dispersos los miembros de la junta que componía ese gobierno, los pueblos han vuelto a entrar en el libre uso de su soberanía, de la que indubitablemente pueden disponer, consultando a los fines de toda asociación que es la de buscar su propia felicidad en los términos y modo que lo crean más conveniente. Los del distrito de San Gil, persuadidos de los sentimientos liberales y francos que animan a este gobierno, y desengañados de los males que comienzan a ocasionar las inmaturas separaciones de las provincias de su antigua matriz, han ocurrido por medio de apoderado instruido solicitando su agregación a Cundina-marca bajo los mismos términos que lo están los demás territorios de su comprensión.1
De esa manera, Nariño declaraba inexistente la provincia de Socorro y que se repetía la acefalía de 1810: nuevamente el pueblo carecía de un soberano, de una representación política capaz de reconcentrar la soberanía popular y acudir a la salvaguarda del pueblo y procurar su felicidad. Los pueblos de la exprovincia quedaban libres para señalar la senda más conveniente para su propio destino. San Gil daba un importante paso al revertir las consecuencias de la emergencia de las soberanías locales: la atomización del virreinato y la inmadurez política de tales soberanías, que les hacía en extremo débiles. Esa debilidad era lo que llevaba a Cundinamarca no sólo a cuestionar la legitimidad de tales soberanías, sino a procurar abiertamente la sujeción de estas a su propia comunidad política, que ya se había constituido a partir de la carta política de 1811 y gozaba de un ejército que había cosechado importantes victorias contra el gobernador de Popayán, Miguel Tacón. De este modo, parecía que el Gobierno en Santafé, ahora denominado "de Cundinamarca", podía dirigir una comunidad política vigorosa para pretender agrupar en una república a todas las exprovincias del Reino neogranadino.
Lo anterior conduce a la problematización de las soberanías locales frente a una opción que puede ser denominada como unitaria, pues propone un gobierno centralizado en la antigua capital virreinal. La soberanía residiría en el conjunto de ciudadanos de ese Estado hipotético y no en los cuerpos representativos locales surgidos tras el cese efectivo del virrey, debido a los sucesos del 20 de julio de 1810. Si bien la caída del virrey propició el ejercicio de las soberanías locales, lo cierto es que incluso antes de ello se habían conformado juntas que se declaraban soberanas. En la historiografía, François Xavier Guerra se ha referido a este problema, subrayando que: "El hombre se concibe ante todo como individuo, como ciudadano; la nación, como un pacto voluntario entre estos hombres en el que no caben ni los cuerpos, ni los estatutos particulares. La única fuente posible de legitimidad es la que surge de esta nación y la soberanía nacional reemplaza a la soberanía del monarca" (Guerra 2003, 30).
La soberanía residía en el común de los individuos que integraban la comunidad política y conformaban un todo unitario donde no cabían soberanías locales. Esta perspectiva para Guerra tiene origen en la Revolución francesa, mientras que por el contrario, la norma general en los dominios del rey de España, conmovidos por su "desaparición" fue señalada por Guerra en los siguientes términos: "La soberanía del pueblo de la época revolucionaria será muy a menudo pensada y vivida no como la soberanía de una nación unitaria, sino como la de los 'pueblos', la de esas comunidades de tipo antiguo que son los reinos, las provincias o las municipalidades" (Guerra 2003, 34). La visión no unitaria tiene su origen en la antiquísima composición de la monarquía hispánica caracterizada por ser un conglomerado dinástico de dominios, con diversos fueros y estatutos.
Siguiendo la senda francesa, parece que Cundinamarca confiaba el ejercicio de la soberanía a una voluntad superlativa emanada de los pueblos en su conjunto. Esta voluntad única e incuestionable era resumida en el pacto nacional y allí no cabían soberanías particulares como las que parecía proponer el grupo rival: los delegatarios de diversas provincias que el 27 de noviembre de 1811 suscribieron el Acta de Federación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, que estarían más inclinados con la segunda postura que enuncia Guerra. Pues ante este pacto federal, el representante de Cundinamarca, Manuel de Bernardo Álvarez del Casal hizo públicas sus objeciones y cuestionó si las antiguas provincias podían ser la base de la soberanía, pues técnicamente tales provincias habían desaparecido junto con el virreinato:
Las provincias, o por mejor decir, sus juntas y diputados, desde que cesaron las autoridades de los antiguos funcionarios, se han empeñado en sostener la integridad de aquellos territorios a su mando, se han opuesto a la separación de sus pueblos hasta llegar al extremo del uso de las armas, y de hostilizar como enemigos a sus hermanos, ¿cómo podrá el solo congreso de ellos mirar con la imparcialidad y con la indiferencia que exige la justicia la reclamación que hagan algunas cabezas de provincia por los pueblos que se les han separado, o por los que voluntariamente hayan querido por su mayor beneficio unirse a otros gobiernos? (Álvarez 1812)
De esta manera, quedaba más que clara la postura del Gobierno cundinamarqués, que consistía en postular que las soberanías locales eran reclamaciones de unos cuantos individuos que habían ocupado diputaciones o integrado juntas y posiblemente no correspondían al sentir de los pueblos que, en medio de su voluntad libre y soberana, habían querido unirse a "otros gobiernos". Para esa época -febrero de 1812- ya se habían integrado a Cundinamarca la totalidad de la exprovincia de Mariquita, los cantones de Vélez y San Gil en la exprovincia de Socorro, así como Muzo y Chiquinquirá en la exprovincia de Tunja. Si bien Manuel de Bernardo acierta al sospechar de la composición azarosa de los cuerpos de representación local, ¿no conviene también determinar si esos pueblos aspiraban a unirse voluntariamente al Gobierno de Cundinamarca? ¿Estaban los líderes de Cundinamarca adornando la realidad para fundamentar su proyecto político de corte unitario y nacional? Lo cierto es que la historiografía ya se ha fijado repetidamente en el problema de la soberanía y cómo esta se reconstituye ante la vacancia real.
María Teresa Calderón y Clément Thibaud exponen que "el principio de la reversión de la soberanía al pueblo -es decir, en un primer momento a las comunidades locales- permite institucionalizar la resistencia gracias a la creación de un conjunto de juntas locales o provinciales necesarias para la dirección de la guerra" (2010, 26). Esta es la norma general y en el caso de Cundinamarca, también se le atribuye el carácter de soberanía local enfrentada con las demás provincias en la primera de las guerras civiles (Calderón y Thibaud 2010, 113).2 Esta argumentación es problemática cuando se consideran las actuaciones impulsadas por el Gobierno de Cundinamarca, destinadas a anexar y subyugar las provincias que suscribieron el Acta de Federación de 1811, y a impulsar en los territorios dominados un régimen unitario y una ocupación militar que muchos de los contemporáneos denunciaron como tiranía. En este artículo se defenderá la alternativa unitaria de Cundinamarca no como una simple divergencia de opiniones o una discusión por asuntos de forma -como lo hacen ver Thibaud y Calderón- sino como un proyecto cuya máxima aspiración parecía ser la reconstitución del antiguo virreinato y la conformación de una comunidad política vigorosa que integrara a toda esta antigua jurisdicción. En suma, el intento de Cundinamarca por reconstituir el virreinato podría contener elementos para la construcción de un proyecto nacional, del cual sólo se dieron algunas luces y no alcanzó siquiera a ser seriamente formulado debido a la pronta desaparición de Cundinamarca como Estado independiente y las vacilaciones propias de las primeras experiencias republicanas.
Por su parte, Guillermo Sosa Abella (2006) defiende la tesis de que Cundina-marca probablemente reconocía algunas provincias como "legales", pero cuestionaba que los corregimientos, entidades administrativas implantadas recientemente por el reformismo borbónico pudieran ser considerados como provincias, y más allá, como comunidades políticas:
Cundinamarca al reconocer el principio del retorno de la soberanía a los pueblos proclamó la facultad que tenían las provincias para establecer los gobiernos que consideraran apropiados. Sin embargo, distinguió esa soberanía en dos sentidos diferentes a como lo entendían las provincias representadas en el Congreso: todos 'los pueblos' y no solo las cabeceras podían disponer de ella y existían provincias ilegales, portadoras de una ilusoria soberanía, como el caso de los corregimientos que se querían elevar al rango de 'Estados soberanos que ni saben, ni pueden sostener' (Sosa 2006, 35).
De manera que aparte de la legitimidad o el origen de la soberanía, debía también cuestionarse si la comunidad política que se pretendía era capaz de sostener su soberanía. Un Estado débil, que no contara con la fuerza suficiente para sostener su independencia y para gobernar a sus ciudadanos, estaría condenado a la anarquía o a la ocupación de otros poderes más fuertes que le sometieran. Por otro lado, al considerar que son los pueblos quienes detentan la soberanía, se está borrando la posibilidad de la provincia como lugar de enunciación de la soberanía, y conviene señalar que quizás incluso las provincias "legales"3 que reconocía Cun-dinamarca se encontrarían en entredicho, pues verían cómo partes de sus pueblos se desprenderían de ellas para invocar otro soberano. La única salida para estas soberanías locales era condenar como ilícita cualquier separación, sin reparar en las circunstancias particulares, como efectivamente se hizo.
Sobre la soberanía y su reconstitución a partir del sustrato popular, Elías Palti (2007), señala que en una etapa inicial de la reconstitución del cuerpo político (1810-1812), se construyeron representaciones políticas a partir de la soberanía reasumida por el cuerpo de antiguos vasallos del rey. La representación política debía su legitimidad a la participación de los cuerpos electorales, en los que tenían cabida los diferentes voceros de las localidades:
Esto se liga, a la vez, a lo que llama el "misterio de la representación" por el que los apoderados se trasmutan de individuos, portadores de una determinada volonté particulière en expresión de la volonté genérale de la nación, y, de este modo, se erigen súbitamente en soberanos de sus poderdantes (facultados, por lo tanto, a ejercer "de manera legítima" el poder de represión sobre quienes les han delegado su poder) (Palti 2007, 212, énfasis del original).
La diferencia diametral era que en las Provincias Unidas esta voluntad general era sumamente débil y las soberanías locales se hallaban fortalecidas. No se apelaba al conjunto de los pueblos constitutivos de la comunidad política para confeccionar la representación nacional/general, sino que estos pueblos integraban varias soberanías locales y era a través de estas que se confeccionaba dicha representación. Cundinamarca operaba de manera diferente, pues allí la voluntad general instituía un poder ejecutivo fuerte, capaz de ejercer soberanía en su territorio; allí no cabían soberanías locales, pues su Gobierno siempre insistió en que no existían poderes alternos a la Representación Nacional.
El movimiento juntista, que abrogaba por la conformación de una representación del cuerpo de vasallos del monarca, tenía sus raíces en los sucesos de 1808. Ya desde ese año, e inclusive desde la Conspiración de los Pasquines de 1794,4 la élite criolla parecía inquieta debido a su poca participación en los asuntos del alto gobierno. Pero la orfandad en la que quedó el cuerpo político, al perder su cabeza natural con motivo de la cautividad de Fernando VII, precipitó la conformación de cuerpos representativos, denominados "juntas", en medio de un clamor de naturaleza continental y trasatlántica, que se replicó en las presiones de los cabildos de México (Rodríguez 2016, 61), Caracas (Quintero 2008, 382) y Chuquisaca (Chust y Frasquet 2012, 46) para la conformación de una junta, sin olvidar por supuesto los sucesos de Quito, cuya junta, pionera en la órbita de la influencia del Virrey del Nuevo Reino de Granada, fue reprimida con dureza por este último. 1808 puede ser el año postulado como el punto de partida de las revoluciones en Iberoamérica, aunque habría que esperar hasta la guerra con la Corona española para ver las consecuencias definitivas que trajo el momento juntista.
La eclosión juntera de 1810: origen de las soberanías locales
La expresión "soberanías locales" es propuesta para caracterizar las incipientes comunidades políticas que intentaron organizarse en torno a la cautividad de Fernando VII y la acefalía monárquica que se experimentó desde 1808 en los dominios hispánicos. Estas incipientes soberanías reclamaron vía utti possedetis iuris el territorio de las provincias y jurisdicciones que integraban el virreinato: algunas de esas provincias eran de origen dudoso, como la de Socorro, que no había alcanzado un estatus claro durante los últimos años del dominio español. Rápidamente las cabeceras provinciales, donde se encontraba asentada la autoridad del rey en cabeza del corregidor o del gobernador, procedieron a conformar comunidades políticas con las poblaciones que consideraban bajo su jurisdicción. En el corregimiento de Socorro, un presunto plan para asesinar a los alcaldes José Lorenzo Plata y Juan Francisco Ardila provocó los sucesos del 10 de julio de 1810: la deposición del corregidor, el desconocimiento del virrey y el surgimiento de Socorro como cabeza de una soberanía local que agrupaba localidades vecinas (Martínez y Quintero 2008, 299).
Pocas semanas antes, el cabildo había solicitado al virrey permiso para conformar una junta ante las solicitudes de este último que les conminaba a jurar cuanto antes al Consejo de Regencia, debido a que "no se consideraba con la suficiente personería que le constituyese como un legítimo órgano para explicar la voluntad de los Pueblos del distrito en un caso tan extraordinario y de tanta entidad como el presente" (Martínez y Quintero 2008, 299). Declarando, por este acto, que la jura de obediencia a cualquier autoridad debía emanar de la voluntad de los pueblos, de ahí la sugerencia que se hacía de "prevenir que en esta villa y demás lugares cabezas de partido o provincia se celebren cabildos abiertos en que, concurriendo diputados de los pueblos por elección de ellos, se trate y delibere sobre el reconocimiento y obediencia que deba prestarse al nuevo consejo de Regencia" (Martínez y Quintero 2008, 301). Esto último implicaba que el pueblo, en su carácter de depositario primario, era libre de indicar el sujeto en que resignaba su soberanía, constituyendo de esa manera su representación. En Socorro, el acta del 10 de julio develó desde un inicio la necesidad de agregar dos diputados de los cabildos de Vélez y de San Gil, poblaciones con las cuales Socorro conformaría una comunidad política.
Dicha comunidad política no es, a juicio de Guerra, una "novedad". Para Guerra, la acefalía de la Corona sacó a relucir las comunidades políticas que se habían ido formando, a fuerza no de las divisiones jurídico-administrativas, sino del estar juntos, propio de la cotidianidad de los individuos, de ahí la importancia que tienen estructuras políticas territoriales como el cabildo (Guerra 2003, 188). El "estar juntos" definía unos rasgos y elementos comunes, usados para la construcción identitaria que suponía conformar una comunidad política. No se trata, como señala Antonio Annino (2003, 161), de comunidades políticas sustentadas bajo un principio de soberanía de ciudades, sosteniendo que las cabeceras municipales tomaban la vocería de toda la jurisdicción que se atribuían, porque a pesar de que los cabildos estaban muy implicados en la conformación de juntas, se observa cómo en el caso aludido (Socorro) desde un principio la comunidad política desbordó lo municipal, por lo cual la manera más acertada de referirse a estas soberanías emergentes es con el epíteto de "locales". Si bien es cierto que puede reconocerse esta pretensión referenciada por Annino en el caso de las cabeceras municipales de las jurisdicciones del Nuevo Reino de Granada, lo cierto es que fue una idea puesta en entredicho de manera constante, como lo demostrarán los casos aludidos (Annino 2003, 165).
Lo que sí queda claro es que la eclosión juntera es el origen de las soberanías locales. En Mariquita, tan pronto se recibieron las noticias del cese de la autoridad del virrey, el día 26 de julio se congregó una junta que tuvo como presidente a Francisco de Mesa y Armero. El primer acto de esta junta fue enviar una comunicación a la de Santafé, reconociéndole como "suprema" y como centro de la "común unión".5 De esta manera, la comunidad política de Mariquita parecía expectante de las decisiones que se tomaran en Santafé, especialmente las que tenían que ver con una hipotética unión de las soberanías locales en un cuerpo de mayor envergadura, cuya naturaleza aún era incierta. Tunja, por su parte, apenas el 18 de octubre lograba reorganizar su Junta, luego de un intento fallido el día 25 de julio.6 Ambas jurisdicciones se aprestaban a enviar su diputado al Congreso General que se estaba organizando en Santafé, pero más allá de tomar las más elementales providencias para la conservación de su soberanía y evitar la acefalía de la comunidad política, no habían realizado actos para afirmar dicha soberanía.
Socorro por el contrario redactó el "Acta constitucional de la Junta provincial del Socorro" (Martínez y Quintero 2008, 304), que sentó las bases que regirían su comunidad política, declarando extintos algunos viejos usos del régimen colonial como los estancos y los mayorazgos. De esta manera, Socorro ejerció su soberanía a través de la representación popular,7 la junta de cinco vocales que posteriormente se reuniría para elegir a Andrés Rosillo, como representante al Congreso General.
Tan temprano como el 29 de julio de 1810, la Junta Suprema de Santafé, invitaba a las soberanías locales a reconocerse como soluciones interinas, para conformar un cuerpo deliberativo común al antiguo virreinato. Afirmaba ya encontrarse en tratos con las demás provincias para evacuar esta convocatoria y condenaba al ostracismo a quien promoviera la desunión:
El Socorro, Pamplona y Cartagena se han entendido ya oficialmente con esta capital, y acaba de presentarse en ella un diputado de Tunja, [...] La necesidad imperiosa nos obliga a esta medida; nada hay que la pueda resistir; la voz general se ha levantado en todas o casi todas las provincias. La capital se anticipa a precaver su desunión y la guerra civil. Pero si alguna de ellas intentare substraerse de esta liga general, si no quisiere adherir a nuestras miras, tranquilos en la santidad de nuestros principios, firmes en nuestra resolución, la abandonaremos a su suerte, y las consecuencias de la desunión sólo serán imputables a quien la promovió (Restrepo 2009, 75).
¿Eran las soberanías locales una mera solución transitoria? Quizás sí, a juicio de Santafé y algunos de sus líderes. Pero su convocatoria tenía un problema: aunque en la circular sus redactores se esforzaban por suavizar los términos de la misiva y afirmaban que no querían imponer a las provincias una alternativa unitaria, la posición de Santafé como centro político no parecía estar en discusión. Santafé conjuraba la adhesión de las demás provincias y se reservaba el papel de contención de la desunión y la guerra civil. Estos dos fantasmas, ¿fueron suficientes para que las soberanías locales renunciaran a sus recién conquistadas prerrogativas? El devenir de los acontecimientos demostró que la convocatoria de Santafé tuvo un desarrollo complicado, que quizás no satisfizo a quienes inicialmente la proyectaron.
Sería Cartagena quien cuestionaría los aspectos de esa convocatoria (Restrepo 2009, 87-88), por medio de un manifiesto publicado el 19 de septiembre de 1810. Entre otras cosas, no convenía en que el hipotético congreso se reuniera en el otrora centro político, postulando la villa de Medellín como posible sitio; además cuestionaba el sistema de un diputado por cada provincia, reclamando que se conformara con un diputado por cada 50 000 habitantes y las provincias que no lo llenasen tuvieran derecho a un diputado. Cartagena declaraba cual parecía ser el sistema político más conveniente y coherente con las soberanías locales, que parecía ser un punto irrenunciable según su argumentación:
El sistema federativo es el único que puede ser adaptable en un reino de población tan dispersa, y de una extensión mucho mayor que toda España. De otra manera si se pensase en concentrar toda la autoridad en cualquiera punto del reino, nos hallaríamos con los mismos inconvenientes de necesitarse de largos recursos, apoderados, y expensas para que las provincias consiguiesen una providencia que exigía con urgencia su prosperidad o evitar graves daños. ¿Por qué una provincia que tiene letrados de probidad ha de necesitar de largos y costosos recursos para que sus ciudadanos oigan las sentencias hasta en último grado en sus litigios? ¿Por qué ha de dilatar en muchos casos el castigo de los delitos, cuyo principal efecto consiste en la brevedad con que la pena sigue al crimen? ¿Por qué si tiene hombres versados en la economía política y con conocimientos prácticos de sus verdaderos intereses, no han de tener toda la plenitud del poder en los ramos administrativos y económicos para obrar por sí mismos su felicidad? (Restrepo 2009, 88).
De esta manera, el localismo encuentra su versión más acusada: sólo los naturales de cada una de las provincias sabrán lo conveniente para la felicidad y prosperidad de sus respectivas comunidades políticas. La aversión de Cartagena a la concentración de la autoridad en un sólo punto del Reino iba en contra de las pretensiones de Santafé y su vocación como cabecera de la futura unión política. Que Santafé se convirtiera en una nueva "metrópoli" a la cual era necesario acudir para tomar todas las decisiones y disponer de cualquier recurso, según Cartagena traería demoras inútiles y sería la ruina de los pueblos de las provincias. Pese a ello, reconocía Cartagena que unas provincias podían agregarse a otras (Restrepo 2009, 89), pero se trataba de un caso excepcional que se hacía entre provincias vecinas y no parecía consentir la idea de una provincia que agregara sistemáticamente varias de ellas; como lo hizo Cundinamarca, pues para mediados de 1812 había agregado en total territorios de cuatro provincias, tres de ellas de manera completa.
Revisado el origen y los límites de las pretensiones de las soberanías locales, es preciso fijar la vista en Cundinamarca, y comprender por qué desde muy temprano no buscó encarnar una soberanía local, sino que con el correr del tiempo se convirtió en la alternativa unitaria, opuesta a las soberanías locales.
La alternativa unitaria
A partir de la Junta Suprema de Santafé, que comenzó a sesionar el 20 de julio de 1810, se creó un gobierno que pretendió ejercer como provisional para todo el Nuevo Reino de Granada. Pero no pudo hacerlo porque su autoridad fue cuestionada o ignorada por las soberanías que no creían conveniente acatar los dictámenes emanados del gobierno residente en la antigua capital virreinal. En un documento anónimo que circulaba a finales de 1810, se afirmaba que "todo el Virreinato tenía relaciones políticas con la capital y estaba ligado a su gobierno porque su autoridad emanaba de legítimo soberano. Variado el anterior sistema por deliberación sola del pueblo de la capital, cesan los enlaces forzosos que nos sujetaban a la autoridad del Virrey y no hay en el día quien pueda en el Reyno imponer igual yugo a las Provincias".8 Bajo esta opinión, las convocatorias de Santafé eran un sinsentido. No es de extrañar que la mayor parte de las recientes soberanías locales no acudiera a la cita.
Sólo las provincias de Socorro, Pamplona, Santa Fe, Neiva, Nóvita y Mariquita aparecen como signatarias de ese primer conato de Congreso General, que data del 22 de diciembre de 1810 (Pombo y Guerra 1951, 111). Por Socorro asistía el canónigo Rosillo, por Neiva el doctor Manuel Campos, por Santa Fe el doctor Manuel de Bernardo Álvarez del Casal, por Pamplona el doctor Camilo Torres Tenorio, por Nóvi-ta Ignacio de Herrera y Vergara y por Mariquita, José León Armero. Instalado este Congreso, llegaron diputados de Sogamoso y Mompox con el objeto de ser admitidos en este cuerpo, cosa que un grupo de representantes, capitaneado por Manuel de Bernardo Álvarez, pretendía admitir (Pombo y Guerra 1951, 113). Este hecho determinó el retiro del diputado por Pamplona y el del recién llegado diputado por Tunja, José Joaquín Camacho. La razón: la presunta violación a las soberanías locales que ocurriría si se aceptaban como diputados legítimos los de dichos pueblos, separados de su respectiva jurisdicción provincial. Debido a este hecho fue improbado el nombramiento de Manuel de Bernardo y nadie volvió a mencionar la idea de un Congreso General, al menos, en el futuro más próximo (Pombo y Guerra 1951, 114).
Tras este hecho, la Junta de Santafé, que desde septiembre de 1810 ejercía funciones legislativas y había constituido secretarías para despachar los negocios del hipotético Estado, se transformó en el Colegio Constituyente de la provincia de Santa Fe, que cambió su nombre por el de Estado de Cundinamarca. ¿Renunciaba finalmente la exjunta de Santafé a controlar las demás soberanías locales y las imitaba, al querer conformar una comunidad política local? Aunque a juicio de un observador desprevenido ello parecía probable, lo cierto es que inclusive en su texto constitucional el recién formado Estado de Cundinamarca, en el artículo 19 del título I, convocaba a "las demás provincias que antes componían el Vicerreinato de Santafe, y de las demás de la Tierra Firme que quieran agregarse a esta asociación y están comprendidas entre el mar del Sur y el Océano Atlántico, el rio Amazonas y el Itsmo de Panamá"9 para ingresar en la comunidad política cundinamarquesa, en calidad de agregadas. Esta solicitud y la admisión en el Colegio Constituyente de diputados de partes de la jurisdicción de Mariquita parecían probar que Cundinamarca sostendría las ambiciones de la Junta Suprema de Santafé, estaba dispuesta a incluir porciones de otras provincias en espera de un hipotético Congreso General que parecía estar lejos de iniciar sus deliberaciones.
El acto de promulgar una constitución no tenía un significado vacío, pues según Isidro Vanegas, "constitucionarse era afirmar la voluntad de instituir una o unas comunidades políticas distintas a la nación española, pero simultáneamente era afirmar la vocación por la libertad de los hombres" (Vanegas 2012, 12). Cundinamarca afirmaba su voluntad de ser una comunidad política. "Constitucionarse" puede ser entendido como un ejercicio de soberanía, pues se trata de promulgar las más elementales disposiciones que regirán la comunidad política. Por su parte, José María Portillo Valdés señala que "cabía también la posibilidad de concebir la constitución como el instrumento apropiado para fijar una forma de existencia política que asegurara, frente a una metrópoli que ya no cumplía su función, tutelar en aspectos tan medulares como el de la religión" (Portillo 2015, 317). Una comunidad política sin constitución era una comunidad que no había asegurado aún su existencia política y carecía de recursos para dirimir controversias, así como fijar los principios de su sociedad.
Al "constitucionarse", Cundinamarca aventajaba a las demás demarcaciones territoriales que buscaban erigirse como comunidades políticas. El primer presidente de Cundinamarca, Jorge Tadeo Lozano de Peralta y González Manrique, organizó un gobierno que fue definido como vacilante y poco enérgico (MacFarlane 2010, 77) por un partido liderado por el representante de la provincia en el Congreso General, que empezaba a reunirse nuevamente en junio de 1811, Manuel de Bernardo Álvarez del Casal y por su sobrino don Antonio Nariño y Álvarez del Casal, que había estado preso largos años por actividades sediciosas en diversos momentos de la última década del siglo anterior. Este último publicaba un papel titulado La Bagatela en el cual se dedicaba a zaherir a Lozano, criticar el sistema federal que al parecer adoptaría el Congreso General y postular la necesidad de apelar a la unidad. Sólo un ejecutivo unitario, fuerte y poderoso podría contener a los monarquistas que, según Nariño, acosaban a los territorios emancipados por varios puntos. La crítica de Nariño era muy fuerte, pues no sólo atacaba la idea de federación, sino que cuestionaba las soberanías locales:
La voluntad general quiere, que todas las Provincias por sus límites viejos se erijan en Estados Soberanos independientes, no solo de la España y demás potencias Europeas sino hasta de su antigua Capital: que se unan por medio de un Congreso Federativo, que solo conozca de paz y guerra: y que á los pueblos que querían seguir su exemplo (esta es la fábula de los Congresos) se les obligue "por la fuerza á vivir sujetos y dependientes de sus antiguas matrices.10
Como para esa fecha Cundinamarca había anexado a su territorio a la provincia de Mariquita y varios pueblos de los Llanos, peligraba por estas disposiciones el territorio del Estado. Las soberanías locales para Nariño revestían una doble ilegitimidad. De una parte, obligaría a los pueblos a vivir sujetos a sus "antiguas matrices", sin permitirles decidir a qué comunidad política deseaban adscribirse. De otra parte, se fundaba en los "límites viejos": muchas veces no se trataba de provincias en el estricto sentido, sino de demarcaciones administrativas propias del quehacer burocrático de la Corona española, sin ningún arraigo en la comunidad.
A través de su periódico, Nariño consiguió inflamar a la población y dar el primer golpe de Estado efectivo en los territorios recientemente emancipados. Salvo algunos días de agosto de 1812, Nariño permanecería en el cargo hasta mediados de 1813. Durante la administración de Nariño se consolidaría el unitarismo como propuesta política, pues no sólo gobernó durante su presidencia con facultades extraordinarias, sino que implementó un agresivo plan para incorporar a las demás provincias a Cundinamarca. La Bagatela continuó siendo el lugar preferido por el ahora presidente de Cundinamarca para exponer sus puntos de vista y criticar al Congreso General, considerando que la posible sanción de un régimen federal sacrificaría la libertad por el ejercicio de las soberanías locales. Por ello afirmó: "Que dirían de nosotros nuestros hijos y nuestros nietos quando gimiendo baxo el yugo de la esclavitud sepan que sus padres los redujeron a aquel triste estado por retener ocho días unos títulos vanos, unas apariencias de Soberanía".11 La polémica estaba servida y la confrontación no tardaría mucho en iniciar.
Conflicto y descomposición de las soberanías locales
La junta que se formó en Mariquita no contó con la adhesión de pueblos como los de La Palma y Tocaima, que en enero de 1811 se prepararon para enviar sus diputados al Colegio Electoral de la provincia de Santa Fe y hacer parte de dicha comunidad política. La provincia de Mariquita pronto entraría en un estado anárquico que haría imposible su viabilidad como comunidad política independiente. Las acciones de Francisco de Mesa y Armero, presidente de la Junta, fueron denunciadas por el doctor José Tiburcio Echeverría, vocal de la junta de la provincia expulsado de la jurisdicción de Mariquita junto a los diputados por Ambalema, Nicolás Tanco y José María García Conde por orden de Mesa (Martínez y Gutiérrez 2010, 324).
Echeverría escribía a la "Junta de la Villa de Socorro" desde la villa de Guaduas -en la provincia de Santa Fe- acerca de las acciones violentas de Mesa, quien con manipulaciones al "pueblo" pedía la cabeza de los citados y la extensión de su mandato presidencial.12 La fuente del descontento según Echeverría era la composición de las milicias de la provincia, dispuestas por una importante proporción de negros esclavos y de "chapetones" afincados en la villa de Honda que se habían manifestado como favorables a la causa del rey. Los otros integrantes de la junta desconocieron a Mesa y eligieron por presidente al cura de Honda, Alejo de Castro, lo que motivó su persecución, de manera que la provincia no logró constituir efectivamente un gobierno, y se encontraba en un lamentable estado de desorden.
Como ya en su constitución, sancionada en febrero de 1811, Cundinamarca reconocía como parte de su territorio a las poblaciones de El Espinal, Ibagué, La Palma y Tocaima (Constitución de Cundinamarca 1811) al presidente de Cundi-namarca, Jorge Tadeo Lozano, le resultó sencillo enviar el 19 de marzo de 1811 un destacamento al mando del capitán Manuel del Castillo y Rada, que tenía como objeto ocupar lo que restaba de la provincia de Mariquita. La documentación que justificaba esta intervención fue publicada en facsímil en julio de 1811, con el título de "Documentos importantes sobre las negociaciones que tiene pendientes el Estado de Cundinamarca para que se divida el Reyno en departamentos".13
El Tribunal de Justicia, presidido por José María del Castillo y Rada, conformado por Juan Dionisio Gamba, José Gregorio Gutiérrez y Francisco González Manrique, estableció la legalidad de la ocupación militar de los territorios citados,14 comentando que en todas las partes restantes de la provincia de Mariquita se encontraban agitadores realistas que buscaban la jura del Consejo de Regencia, concentrados especialmente en la villa de Honda. Recuérdese en este punto las denuncias del doctor Echeverría, relativas al círculo de "chapetones" que rodeaba al presidente de Mariquita. De igual manera, el Tribunal denunciaba hostilidades contra la villa de Ambalema y sus representantes, consideraba que esa expedición traería paz y tranquilidad a esas tierras.
El día 13 de mayo de 1811, la Secretaría de Gracia y Justicia, encabezada por José Miguel Pey, expidió un instructivo destinado a Manuel del Castillo, en el que resumía las razones de la intervención y establecía un plan de reorganización de los territorios citados.15 Pey aclaraba que era muy seguro que se concretara la anexión, pues Mariquita y Honda no podían por sí solas sostener el carácter de provincia, debido a sus desórdenes y a que en la práctica carecían de "representación nacional", esto es, de un cuerpo que asumiera el ejercicio de la soberanía.
El 01 de abril, desde la villa de Honda, Manuel del Castillo dirigía una proclama a los habitantes de Mariquita16 en que declaraba disuelta la Junta ilegal y consumada la anexión. El presunto Gobierno de Mariquita poco o nada pudo hacer, pues el 25 de abril de 1811 su apoderado, José León Armero, suscribió un tratado de anexión con el presidente de Cundinamarca, Jorge Tadeo Lozano.17 De esta manera, se consumó la caída de la primera de las soberanías locales ante la alternativa unitaria. Aunque el tratado entre Armero y Lozano establecía que Mariquita gozaría de ciertas prerrogativas, como la elegir un consejero de Estado por medio de sus cabildos, lo cierto es que la máxima autoridad, el subpresidente, era nombrado desde Santafé y sólo por conducto de este irían las órdenes ejecutivas.18
Durante la administración de Jorge Tadeo Lozano también se verificó la anexión de las poblaciones de San Martín y San Juan de los Llanos, fácilmente obtenida pues el 03 de junio de 1811 se presentó en Santafé Ramón Gómez, el cura de San Martín, como apoderado de estas dos poblaciones y celebró un tratado con José Acevedo y Gómez, secretario de Gracia y Justicia.19 El tratado fue aprobado por el presidente Lozano y reveló un problema bastante particular: los pueblos recientemente incorporados no habían participado en la sanción de la carta política cundinamarquesa, por lo cual se hacía necesario convocar al Colegio Electoral, esta vez con diputados de los lugares agregados, para proceder a una nueva sanción de la Constitución. De no hacerse, se vulneraría el derecho de las nuevas partes a participar en la representación nacional y en la redacción del texto constitucional. Este problema creció a lo largo del tiempo, pues Cundinamarca continuó agregando pueblos, esto tornó inestable su comunidad política.
Paralelo a ello se experimentaban las segundas reuniones del Congreso General, el cual contaba con un diputado por Neiva (Manuel Campos), Cartagena (Henrique Rodríguez), Antioquia (José Manuel Restrepo), Cundinamarca (Manuel de Bernardo Álvarez del Casal), Chocó (Ignacio de Herrera y Vergara), Tunja (José Joaquín Camacho) y Pamplona (Camilo Torres Tenorio). Santa Marta no había enviado diputado, pues se hallaba en manos de los realistas. Popayán se encontraba en un estado de desorden, hostilizado por tropas provenientes de las realistas Pasto y Perú. Socorro no había enviado a su diputado debido al conflicto entre el presidente José Lorenzo Plata y los cabildos de San Gil y Vélez. Estas deliberaciones continuaban cuando Nariño logró su ascenso a la presidencia de Cundina-marca, también le correspondió tramitar la agregación de los pueblos de Muzo y Chiquinquirá, reclamados por la provincia de Tunja a Cundinamarca.
La solicitud fue recibida el 18 de octubre de 1811 y su sola recepción provocó la airada reacción de José Joaquín Camacho, representante de Tunja en el Congreso General. Este envió una extensa misiva a Nariño, en la que afirmaba que para poder recrear exitosamente el sistema federativo deseado por la voluntad general del Reino "se deben conservar las provincias como unidades preciosas que deben componer el sistema, a que es contrario el engrandecimiento de una de estas provincias, contra la voluntad y tal vez en perjuicio de las demás que son parte formal, y se interesan en cualquier alteración que se quiera hacer de los territorios".20 Camacho subrayaba que la "voluntad general" se encontraba manifestada por los representantes acreditados por obra de las juntas conformadas en torno a las cabezas de las pretendidas jurisdicciones provinciales.
En ese punto, sin duda su argumentación se ubicaba en los parámetros establecidos por Elías Palti (2007, 213), quien considera problemática la articulación de un número elevado de individuos en una voluntad general, subrayando que la representación política sería una suerte de ficción que no necesariamente expresaría la voluntad de los pueblos. Empezando por los mecanismos de constitución de dicha representación, pues según Palti (2007, 2015), tales mecanismos estaban pensados no para otorgar participación a la población, sino para legalizar una situación de facto. Por ello él señala que "la representación presupone y excluye al mismo tiempo la heterogeneidad de lo social respecto de la política" (Palti 2007, 216). O sea que, pese a la ficción de una representación confeccionada con arreglo a la pluralidad política, el propio mecanismo representativo termina excluyendo la citada pluralidad, configurando lo que Palti denomina "la paradoja de la representación". Al señalar que las provincias correspondían a la representación popular se conformó la piedra angular del sistema federal y el mecanismo de representación sustentado en la exclusión de posibles intereses divergentes dentro de las soberanías locales, prefiriendo la homogeneidad bajo la máscara de la provincia. Camacho también intentaba argumentar en qué consistía la inconveniencia de la admisión de la solicitud de Muzo y Chiquinquirá y demostrar cómo consentir tal agregación era un paso inconveniente para la reconstitución del Reino:
Ni Muzo ni Chiquinquirá, ni ningún otro lugar se puede separar de su antigua provincia sin expreso consentimiento de todos los pueblos de la Nueva Granada que han proclamado el sistema de federación de todas las provincias conocidas al tiempo de la revolución. Por la misma razón se deben aislar estas provincias, hasta que se consulte la voluntad general sobre hacer nuevas demarcaciones en que se atienda al bien de todas las provincias, y no al de una provincia en particular. Por esto me he opuesto a toda innovación de este género, a que no se debe proceder sin que convenga la representación general del reino, si es que aspiramos a la felicidad común, si es que tratamos de hacer un todo armonioso, cuyas partes se liguen por la unanimidad y no por la fuerza como se unían a sus antiguos gobernantes.21
Camacho citaba las demarcaciones que había instaurado la dominación hispánica como fuente de la legitimidad de las soberanías locales. Para él, la provincia debía ser entendida como una comunidad política, pese a que la mayor parte de estas no se habían "constituido" (Portillo 2015 y Vanegas 2012) y el consenso entre las poblaciones de las presuntas provincias sobre la naturaleza de la comunidad política pretendida al parecer era nulo. La más evidente prueba de ello era la inestabilidad experimentada por las citadas provincias, como las diferencias de criterio en Mariquita que dejaron su cabeza de jurisdicción como una voz en el desierto, observando incluso con beneplácito la intervención de Cundinamarca. La provincia de Tunja recorría ese mismo camino mientras era invocada la máscara de la provincia para garantizar su soberanía y presentarse como una comunidad política.
La contestación de Nariño fue sumamente parca: unas pocas líneas en las cuales recalcaba la necesidad de atender a la voluntad de los pueblos e invitaba a Camacho a indicar qué pruebas tenía para esgrimir que tal voluntad era falsa y orientada por facciosos, mientras tanto Cundinamarca no accedería a las pretensiones que señalaba.
Esta doctrina fue ratificada cuando Cundinamarca recibió otra solicitud de agregación a su territorio, esta vez proveniente desde San Gil, en la jurisdicción de Socorro. Estas acciones de Cundinamarca fueron oficialmente condenadas en el Acta de Federación de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, sancionada el 27 de noviembre de 1811:
Artículo 44. Pertenecen al Congreso todas las disputas hoy pendientes, o que en adelante se susciten entre provincia y provincia sobre límites de su territorio, jurisdicción, comercio o cualquiera otro objeto en que siendo a un tiempo interesadas o partes, no pueden ser en el mismo, árbitros o jueces; y mucho menos cuando semejantes disputas o pretensiones puedan tener cierta trascendencia o perjudicar al bien general, y turbar la paz de las demás provincias. Por lo mismo, ningún gobierno de ellas podrá admitir o incorporar en su territorio pueblos ajenos, aun cuando se pretenda que sea con absoluta voluntad de ellos mismos o de sus respectivas provincias, sin que esto se haya hecho notorio al Congreso, y haya obtenido su sanción (Restrepo 2009, 134).
Es claro que la ruptura entre Cundinamarca y las Provincias Unidas tuvo por origen algo más que una simple divergencia en torno a aspectos formales del gobierno: se discutía sobre aspectos ontológicos de la comunidad política, que tenían que ver no sólo con los mecanismos de representación, sino con el origen mismo de la soberanía. La defensa a ultranza de la soberanía local que pretendían ejercer las antiguas cabeceras jurisdiccionales bajo el término "provincia" se convertiría en un rasgo característico del Congreso General. Era entendible entonces que Manuel de Bernardo se abstuviera de firmar el acta y publicara sus objeciones en febrero de 1812.22
El 23 de diciembre de 1811, arribó a la ciudad de Santafé el cura de San Gil, Francisco José Otero Silva. Llevaba consigo un poder del 07 de diciembre, extendido por el cabildo de esa villa que lo facultaba para perfeccionar la anexión de San Gil a Cundinamarca.23 Este caso fue similar al de Mariquita, pues se hablaba que en la reunión del 27 de noviembre, celebrada en la iglesia principal de Socorro, no se pudo instalar la junta de la provincia; con el retiro de los vocales de Vélez y San Gil, la junta quedaba disuelta. Se denunciaban incluso amenazas de muerte y toda suerte de arbitrariedades, por lo cual San Gil había decidido "su unión con la provincia de Cundinamarca como parte integrante de ella, adoptar y jurar la constitución adoptada y sancionada por ella y, en una palabra, reputarse en un todo como verdaderos cundinamarqueses".24
Sin embargo, esto no sería bien visto por Lorenzo Plata, quien ordenó la invasión de San Gil, Vélez y Charalá, iniciando de este modo una guerra civil que duraría hasta el arribo de las tropas de Cundinamarca en febrero de 1812. Así, mientras el apoderado de San Gil concretaba un tratado que recogía algunos de los derroteros esgrimidos en el Acta Constitucional de la provincia de Socorro, de 1810, como la abolición de los estancos y las alcabalas, en San Gil soportaban el embate de las fuerzas de Carlos Fernández, recientemente nombrado alcalde de Pinchote. En esta población, ubicada entre Socorro y San Gil, se libraron combates, así como en la parroquia del Valle de San José. Las fuerzas socorranas persiguieron a las de San Gil luego de vencerlas en Pinchote y les sitiaron. Los sangileños resistieron en su iglesia principal, hasta que fueron obligados a rendirse. Es posible conocer estos detalles gracias a dos comunicaciones, la primera de ellas despachada por Francisco Fernández a su tío, el cura Otero,25 que cuenta la guerra desde la óptica sangileña. La otra, enviada por Isidro Moreno Rosillo a su tío, el canónigo Rosillo, que relata las acciones bélicas desde la perspectiva socorrana.26
Al tomar San Gil, los socorranos impusieron unas capitulaciones, reclamando su territorio por derecho de conquista.27 Sin embargo, una vez Nariño fue ratificado como presidente por el Colegio Electoral de Cundinamarca y revestido de facultades extraordinarias, envió una expedición fuertemente armada, al mando del coronel Joaquín Ricaurte, con órdenes expresas de someter toda la provincia de Socorro. Y ocupar los lugares de Muzo y Chiquinquirá, pues se requería tomar posesión de lo recientemente anexado.
Las hostilidades iniciaron el 21 de enero, cuando Ricaurte arribó a Chiquinquirá y su vanguardia desalojó a un destacamento socorrano que guardaba posiciones defensivas sobre el Puente Real de Vélez.28 Este hecho determinó la airada reacción de Lorenzo Plata, quien calificó de criminal la intervención de Cundinamarca, que según él se hizo sin mediar una declaración de guerra y se manifestó como determinado a hacer que se respetaran los límites de las provincias.29 Rápidamente, Ricaurte avanzó hacia la parroquia de Oiba, donde fueron completamente derrotadas las fuerzas socorranas. Gracias a esta victoria, el 03 de marzo de 1811 Lorenzo Plata finalmente capituló. Instalado en Charalá, Ricaurte insistió en la necesidad de incorporar todo el territorio provincial a la jurisdicción de Cundinamarca, actuación que quedó sancionada con la rendición de Plata y la entrega de todas las armas que se hallaban en Socorro.
Concluido este negocio, partió otro destacamento, comandado por el mariscal Antonio Baraya y Ricaurte, destinado a ocupar la villa de Leiva y Sogamoso, partes de la provincia de Tunja, que habían solicitado su anexión a Cundinamarca.30 Algunos pueblos de la provincia de Neiva, encabezados por las villas de Timaná, Garzón y Purificación también se separaron de su centro político y buscaron ingresar a la comunidad política cundinamarquesa. El Congreso General se declaraba escandalizado por estas actuaciones, el 13 de abril de 1812 dirigió una protesta a Cundinamarca, en la cual señalaba por qué consideraba ilegítimas sus actuaciones:
Santafé no ha tenido derecho alguno a provincias tan libres e independientes como ella, reconocidas siempre por tales en el antiguo gobierno llamadas como tales a los actos más positivos de independencia cual fue el nombramiento de representantes para la suprema junta central, y que reasumieron de hecho y de derecho su soberanía desde el 20 de julio en que desaparecieron las únicas autoridades superiores y generales que reconocían sobre sí.31
Para el Congreso General, la existencia política de las provincias no podía ser puesta en tela de juicio, ya que estas eran comunidades políticas incluso antes del 20 de julio de 1810, pues su existencia estaba ya bien reconocida por la Corona. La provincia era quien reasumía la soberanía, no el pueblo, pues un pueblo sin provincia no tenía existencia política, no era un sujeto dentro del orden político. Las perspectivas de Cundinamarca y del Congreso General no podían mostrarse más irreconciliables.
La provincia de Tunja, encabezada por su gobernador Juan Nepomuceno Niño, organizó la primera resistencia efectiva a las ambiciones de Cundinamarca, que hasta ese momento había anexado fácilmente los territorios de las provincias intervenidas. Niño consideraba que "cada una de ellas se han reconocido como independientes, garantizando su integridad y existencia política". Pese a la opinión de Niño, estrictamente sólo Cundinamarca había asegurado su integridad y existencia política, pues la mayor parte de las otras demarcaciones provinciales fueron sacudidas por múltiples disensiones y conatos de guerra civil que resultaron favorables para el proyecto político cundinamarqués. En abril de 1812 era lícito afirmar que Cundinamarca se hallaba en pleno proceso de reconstitución del virreinato: Nariño había ordenado a Ricaurte enfilar hacia Pamplona, con la misión de auxiliar a Venezuela, pero quizás ese pretendido objetivo escondía un posible plan para someter a Pamplona, si se tiene en cuenta la conducta cundinamarquesa.
La sorpresa fue mayúscula cuando llegaron unas comunicaciones de Ricaurte y su segundo al mando, Manuel del Castillo, cuestionando las anexiones realizadas por Cundinamarca y recalcando sus vulneraciones a la soberanía de las otras provincias.32 Este duro golpe irritó a Nariño, quien realizó una purga interna, expulsando de Cundinamarca a varios disidentes.33 La lista la encabezaba José María del Castillo, hermano de uno de los cabecillas insubordinados. Sin embargo, las acciones de Nariño sólo lograron motivar más defecciones, pues luego de varios oficios enviados desde Sogamoso que cuestionaban el actuar de Nariño, Baraya se pasó con toda su oficialidad y fuerza armada a la provincia de Tunja (Montaña 1989, 5).
De esta manera, Tunja consiguió el ejército que necesitaba para oponerse a Cundinamarca. La respuesta de Nariño fue ponerse él mismo en campaña y enviar a José Miguel Pey, con el rango de brigadier, a hacerse cargo de las tropas que Ricaurte no había querido llevar consigo y que ocupaban militarmente la provincia de Socorro. Mientras Nariño avanzaba hacia Tunja, dispuesto a anexionarse toda esta provincia, Pey hacía lo propio hacia la provincia de Socorro. Pero acaudillado por el subpresidente de San Gil, Vicente Azuero Plata, el pueblo de la provincia se levantó, esperando la inminente llegada de Ricaurte a la cabeza de tropas. Nariño y Pey habían caído en una trampa. Mientras el primero ocupaba una deshabitada Tunja, el segundo escribía "que la parroquia de Oiba ha cortado los puentes y cabuyas para quitarme la comunicación con la tercera expedición que está en Guadalupe"34 y también, "esta primera expedición está como prisionera a discreción del señor Baraya y el subpresidente de San Gil y que, a más del acampamento del frente, se tenga ocupada la villa con tropas".35 Finalmente, en el campo de batalla de Paloblanco se escribiría el epílogo de la alternativa unitaria: una completa derrota de Pey a manos de Ricaurte sería suficiente para que Cundinamarca desocupara las provincias de Socorro y Tunja, y se preparara para una invasión que llevaría la guerra hasta las goteras de Santafé.
La alternativa unitaria parecía liquidada: Cundinamarca ya no podría aspirar a reconstituir el Reino. Una tensa calma permitió la salida de dos expediciones destinadas a conjurar el omnipresente peligro de la reconquista: Simón Bolívar hacia el norte, hacia Venezuela -donde habían sido vencidos los patriotas- y Nariño, hacia el sur, lugar en donde pese a estar invicto sería víctima de una celada y capturado para ser enviado nuevamente al presidio. Las soberanías locales tuvieron un respiro, y pese a que Cundinamarca retendría Mariquita, Neiva, Vélez y Chiquinquirá, estas agregaciones no soportarían el embate de 1814, cuando las Provincias Unidas invocaron de nuevo la guerra interna para terminar el trabajo iniciado en 1812. Morillo encontró los remanentes de un Reino unido bajo un mismo gobierno, pero las soberanías locales, exhaustas por tanta lucha, no fueron rival para la expedición militar más grande que había visto América. Ni la propuesta unitaria ni las soberanías locales prevalecieron al final: el Reino retornó a su antiguo soberano.
Conclusiones
Los desencuentros entre Cundinamarca y las soberanías locales permiten subrayar aspectos de gran importancia para el debate sobre las Independencias. En primer lugar, la necesidad de matizar el rol de los cabildos que, si bien en la eclosión juntera fue fundamental, no bastaba con sólo uno de ellos para recrear una comunidad política: las asociaciones de cabildos articuladas por una cabecera jurisdiccional eran quienes integraban la soberanía local. Cuando se rompía este principio, los cabildos afirmaban su independencia, pero renunciaban su soberanía en una entidad superior: en este caso Cundinamarca, que conservaba el aura de haber sido el otrora centro político del Reino.
En segundo lugar, la necesidad de valorar a Cundinamarca no como la expresión de una soberanía local, sino como un auténtico proyecto de reconstitución del Nuevo Reino de Granada mediante una alternativa unitaria, a medio camino entre una soberanía local -con intereses limitados a su jurisdicción provincial- y una nación en todo el sentido de la palabra, rival de esa otra pretensión nacional que fueron las Provincias Unidas de la Nueva Granada, pero que se encontraba sumamente debilitada debido a que en realidad funcionaba como una agregación de soberanías locales, con intereses en común pero pobremente integradas.
Por último, al valorar las experiencias de las soberanías locales analizadas, es claro que existe un vacío historiográfico en lo que tiene que ver con la exploración de las soberanías locales, que adoptaron el término "provincia" para definirse como comunidades políticas, puesto que no han sido estudiadas a profundidad en su devenir. Los casos señalados permiten valorar que las cabeceras jurisdiccionales no supieron lidiar con las inconformidades de los pueblos congregados, y demostraron que quizás no bastaba con querer ser independiente, sino que era necesario mantener esa independencia. En ese punto, la alternativa unitaria logró acercarse más al ideal que se impondría políticamente en la modernidad: la Nación.