Introducción
Hacia 1915 llegó a Tumaco -ciudad ubicada en la costa Pacífica sur de Colombia- un sacerdote bogotano de 24 años llamado Bernardo Merizalde Morales, de la Orden de los Agustinos Recoletos. Su tarea era ayudar en las actividades misionales de los otros padres que estaban en la región, mediante tareas que permitieran la expansión de la religión católica y el afianzamiento de la presencia del Estado en las poblaciones.
Si bien "predicar entre conversos" era importante para los agustinos, la labor misionera en la costa Pacífica debió realizarse principalmente entre las poblaciones de "indios salvajes" y de negros1 que habitaban en zonas selváticas, costeras y en las laderas de los ríos. Lo interesante es que la tarea evangelizadora adelantada por Merizalde se acompañó de un cierto interés por indagar y estudiar, si se quiere "académicamente", a estos grupos sociales. El sacerdote etnógrafo observó y describió los territorios y ríos de la zona, caracterizó su flora y fauna, recolectó material empírico de las costumbres "populares", revisó archivos históricos, escuchó y transcribió canciones, poemas y cantares, ayudó a trazar mapas y planos de la zona, entre otras actividades.
Producto del conocimiento que Merizalde logró sobre la región Pacífica sur de Colombia, publicó el libro Estudio de la costa colombiana del Pacífico, en 1922,2 uno de los primeros trabajos sobre el litoral Pacífico que propuso una visión integral de esta región desde una perspectiva que hoy consideraríamos interdisciplinaria, pues en su texto se entremezclan conocimientos de historia, etnografía, lingüística, zoología, botánica, geografía y cartografía.
En este artículo se procura analizar las relaciones entre los procesos misioneros y las dinámicas de investigación etnográfica sobre la alteridad en la costa Pacífica de Colombia, a partir del caso del libro de Merizalde. Un acercamiento a los que fueron sus intereses etnográficos, por más elementales que nos puedan parecer hoy, contribuye a conocer la historia de la relación entre el Estado y la Iglesia, así como su papel en la institucionalización del poder en regiones apartadas durante la Hegemonía Conservadora. Dicha relación estuvo mediada y moldeada por la producción de un saber y un discurso etnográfico sobre los grupos indígenas y negros, que reprodujo valores morales y religiosos sobre la sociedad. Así mismo, este artículo brinda algunas luces sobre la historia cultural y de la vida cotidiana de los grupos sociales que estudió el sacerdote, y brinda información sobre lo que podríamos llamar la "prehistoria" del pensamiento antropológico y de las prácticas etnográficas que tuvieron un papel clave en la representación de alteridades a comienzos del siglo XX.
Aunque en efecto se podría argüir que las tareas misionales adelantadas por diferentes órdenes en Colombia durante este periodo implicaron un profundo conocimiento de las sociedades en las que se pretendía instaurar la fe -expresado en memorias, correspondencia, libros de notas, artículos en revistas, entre otros-, el caso de nuestro sacerdote resulta interesante en la medida en que él buscó realizar su trabajo con pretensiones de cientificidad académica y, de manera particular, con sensibilidad etnográfica.
Denominar etnógrafo al sacerdote Merizalde puede parecer exagerado. En efecto, sin todavía haberse institucionalizado la formación en etnología o antropología en Colombia -que se dará a partir de la década de 1940-, se podría decir que en este contexto -para usar las palabras de James Clifford- "prevalecía una economía del conocimiento etnográfico un tanto distinta" (1995, 44). Por lo mismo, los conocimientos en este campo de Merizalde eran muy básicos, y parecen ser más el resultado de su instrucción académica, de sus lecturas sobre el tema y de su amistad con intelectuales contemporáneos. Sin embargo, el propio Merizalde denominó etnografía a la labor de estudiar y describir las culturas de los pueblos de indios y negros.3
Tal como ha señalado García-Botero, desde finales del siglo XIX hasta la formalización de la disciplina antropológica se dio un primer momento de "cientifización" de la alteridad o la otredad (García-Botero 2010). Este proceso será apuntalado por diversos hombres de letras de ocupaciones muy diversas -viajeros, ingenieros, políticos, diplomáticos- quienes se dedicarán a la producción de la historia prehispánica y el interés por las sociedades indígenas en medio de las discusiones eugenésicas, ambas estrechamente ligadas con el proyecto de nación de la Hegemonía Conservadora (García-Botero 2010).
Varios sacerdotes encargados de actividades misionales en el país fungieron como una especie de "proto antropólogos", al asumir el estudio de las sociedades que requerían comprender para adelantar con mayor éxito la tarea de promoción de la fe y la colonización económica, política, territorial y cultural4. Aun con los sesgos propios de su naturaleza como agentes de la Iglesia y del Estado, sus textos suelen ser de una naturaleza compleja, que a menudo combinan observaciones científicas, reflexiones históricas y discursos doctrinales. De hecho, la existencia de diversas misiones se justificó durante varias décadas a partir de su estrecha ligazón con el conocimiento científico, al punto que algunos "misioneros eruditos" se vincularon a sociedades del conocimiento e influyeron en el discurso científico de su tiempo (Dietrich 1992; Dujardin 2015).
La actividad misionera, como se sabe, funge como institución de imposición y negociación de formas de comportamiento, pensamiento y moral que buscan precisamente la morigeración o superación de que los sacerdotes consideran supersticiones, falsas creencias, actividades insanas y salvajes, faltas a la moral y desorden social. Así pues, el misionero, aun cuando asuma su labor con prudencia en relación con los grupos sociales locales y con desapego de las autoridades, es un reformador, un agente de transformación social y cultural cuyas intervenciones no se limitan exclusivamente al plano de las representaciones sociales -concepciones y creencias religiosas- sino de diversas conductas, lo que promueve nuevas costumbres y valores frente a otros que ya estaban sedimentados (Bernardini 1990; Colajanni 1990; 2008, 145-147; Páramo Bonilla 2018; Reichel-Dolmatoff 1972).
Para analizar la labor "etnográfica" del misionero agustino, se han identificado las partes del libro en las que describe y opina sobre la vida de los indios y negros de la región. Luego se ha procedido a clasificar dichas representaciones en cinco dimensiones: 1) organización social, vivienda y trabajo; 2) cuerpos, vestimentas y atavíos; 3) formas lingüísticas; 4) creencias religiosas y espirituales; y 5) celebraciones, bailes y músicas. Aunque se trata de una clasificación un tanto arbitraria -dado que Merizalde no dividió su estudio etnográfico así-, la misma posibilita poner en relación diferentes elementos que en el libro aparecen dispersos. Se ha procurado analizar la obra etnográfica de Merizalde a la luz no solo de su papel como actor religioso, intelectual y estatal, sino de fenómenos sociales más amplios del contexto.
El artículo está dividido en dos partes. En la primera se señalan elementos de la actividad misionera de los Agustinos Recoletos en la región sur del Pacífico durante la llamada Hegemonía Conservadora y se ofrecen datos biográficos de Merizalde. En la segunda parte, se describen y analizan las cinco dimensiones del interés "etnográfico" sobre indios y negros de la región expresadas en el libro.
Orden, sacerdote y libro
La presencia de los Agustinos Recoletos en la región Pacífica de Colombia entre finales del siglo XIX y la primera mitad del XX debe entenderse, en primer lugar, como muestra del incremento de las misiones alrededor del mundo, especialmente en Asia, Oceanía, África y América Latina durante este tiempo, proceso en el que el Vaticano contribuyó a definir los aspectos normativos, formativos y éticos de la misiología (Córdoba-Restrepo 2015). Durante su periodo papal, Benedicto XV (1914-1922) adelantó ajustes que permitieron modernizar y potenciar la actividad misionera alrededor del mundo, desligándola de los intereses ajenos al proyecto de la Iglesia. En 1919 publicó la encíclica Maximum illud, considerada la carta magna de las misiones modernas. En la misma, se exhortaba de manera muy precisa a los predicadores a respetar las culturas autóctonas; a no permanecer como extranjeros en el país en el que se trabaja; a evitar cualquier tipo de nacionalismo o connivencia con los poderes políticos coloniales; y a promover el crecimiento de un clero autóctono, formado al mismo nivel que aquellos de los países más desarrollados, del que pudiera salir una jerarquía indígena (Requena 1997).
En segundo lugar, se debe mencionar el interés del Estado colombiano en este contexto por consolidar su presencia efectiva en extensos territorios. Ante la necesidad de fortalecer y desarrollar un proyecto de integración espacial, política y económica, la Iglesia se consideró la institución adecuada para lograr dicho sueño, para lo cual contaba con las diferentes órdenes religiosas que se encargarían de incorporar esos amplios territorios periféricos al territorio nacional (Córdoba-Restrepo 2015). En el marco de la promulgación de la Constitución conservadora de 1886 -en la que el catolicismo es la religión oficial- y del Concordato de 1887 entre Colombia y la Santa Sede de Roma, se promovió la intervención de órdenes religiosas masculinas y femeninas en territorios como Urabá, Guajira, Casanare, Putumayo, Chocó y la costa Pacífica sur, aspecto que fue actualizado y ratificado en 1902 con la firma del Convenio Fomento de las Misiones entre Felipe F. Paul, entonces ministro de relaciones Exteriores de Colombia, y Antonio Vico, delegado del papa León XIII (Córdoba-Restrepo 2015).
La Orden de los Agustinos Recoletos en la región Pacífica hunde sus raíces a finales del siglo XIX (figura 1). Después de conocer la situación de la región Pacífica, el obispo de la diócesis de Pasto, Ezequiel Moreno, resolvió desarrollar un proyecto misionero permanente en esta región, tarea que asignó a la Orden de los Agustinos Recoletos. El sacerdote Reginaldo María Duranti entregó la iglesia de Tumaco a los padres Melitón Martínez y Gerardo Larrahondo, de la Provincia de San Nicolás de Tolentino. Si bien la Guerra de los Mil Días obligó a los padres a abandonar la región en 1900, en agosto del año siguiente los padres Hilario Sánchez y Larrahondo regresaron para proseguir actividades (Restrepo-Mesa 1989).
En 1902 se amplió el territorio de la misión al encargarse de la parroquia de Guapi, que comprendía también las poblaciones de Timbiquí, El Charco y Mosquera. Así mismo, la administración temporal y espiritual de la Misión de la Costa se confió a la Orden de los Agustinos Recoletos de Nuestra Señora de la Candelaria, mediante el convenio celebrado el 13 de agosto de 1913 entre el Provincial Agustino (Marcelino Ganuza) y los Obispos de Cali y Pasto, y que fue ratificado por la Santa Sede el 2 de enero de 1914 (Restrepo-Mesa 1989). Esta decisión le confirió a la misión de los Agustinos Recoletos una relativa autonomía, aunque siguió bajo la jurisdicción de los obispos mencionados. En 1915 se creó la Vicaría Provincial de las Parroquias de la Costa a la que se unió en este mismo año la de Barbacoas.
Esto hizo que los Agustinos Recoletos participaran en actividades y funciones que excedían a su labor religiosa, al punto de convertirse en actores clave en aspectos políticos, económicos y públicos a escala local. Tal como ha señalado Almario, las labores misionales de los agustinos en esta zona se relacionaron con la evangelización, la concentración de la población indígena dispersa, el combate al liberalismo político y la moralización de las costumbres (Almario 2013). Procuraron velar por el mantenimiento del orden y el acatamiento de las directrices del gobierno y de las autoridades locales; organizaron y dirigieron la construcción de cementerios, capillas, casas y caminos; fungieron como inspectores de educación; se ocuparon de la enseñanza mediante la creación de escuelas para niños, niñas y adultos; impulsaron la publicación de medios impresos; socorrieron a las víctimas de incendios, terremotos e inundaciones; en determinados momentos ejercieron como médicos; realizaron colectas y actividades de beneficencia y caridad; convocaron a otras órdenes religiosas para administrar instituciones; realizaron expediciones, fundaron residencias y se instalaron definitivamente en la región por la erección de la misión como Prefectura Apostólica. Lo anterior les permitió estrechar los vínculos con los diferentes habitantes de la región y lograr una importante ascendiente sobre ellos.
Para 1920, el área de acciones de la Orden de los Agustinos Recoletos comprendía un territorio que iba desde el río Mataje -en la frontera sureña entre Colombia y Ecuador- hasta el río Naya, al norte, y entre la línea costera y la cordillera occidental (Merizalde 1921). Se trata de lo que actualmente conocemos como el área del Pacífico centro-sur que, en lo civil, corresponde a veredas, pueblos y municipios de los departamentos de Cauca y Nariño.5
Para el momento de las correrías del padre Merizalde (figura 2), esta región mostraba avances "modernos" desiguales en virtud de la ubicación geográfica, las posibilidades de la economía local y la labor "civilizadora" de algunos grupos sociales. Mientras que ciudades como Tumaco, Buenaventura y Guapi evidenciaban ciertos rasgos propios de un proyecto modernizador -procesos de urbanización, establecimiento de comerciantes extranjeros, creación de casas comerciales, escuelas y plazas, circulación de bienes y servicios recientes, entre otros-, una parte considerable de la población mestiza, negra e indígena vivía en zonas rurales, selváticas y costeras.
Con poco más de dos décadas de trabajo misionero en la Costa, la orden de los agustinos -que había demostrado una inclinación por la publicación de "estudios etnográficos" de las poblaciones locales en las que adelantaba sus labores misionales6-, requerían dar cuenta no solo de las "infatigables" labores realizadas, sino de la región misma, hasta entonces poco conocida para el resto del país.7 Esta tarea debía comisionársele a un miembro de la orden que hubiese recorrido la región, que tuviera habilidades para la investigación de archivos y la escritura, sensibilidad por diferentes ramas del conocimiento y espíritu misionero.
Bernardo Merizalde Morales parecía ser el candidato idóneo para desempeñar esta tarea. Perteneciente a una "conocidísima y distinguida familia" de Bogotá (Rueda-Vargas 1925, 19), Bernardo Merizalde Morales nació el 18 de mayo de 1891. Hijo de Daniel Merizalde Ramírez y Ana Morales Rocha, fue el mayor de ocho hermanos. Realizó sus estudios primarios en el Colegio de las Hermanas de la Presentación y los secundarios en el Colegio San Bernardo de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, en el que estuvo los primeros cuatro años. Para concluir sus estudios en humanidades y latín, en 1905 se dirigió al Monasterio agustino recoleto del Desierto de la Candelaria -Ráquira, Boyacá-, donde tomó el santo hábito el 31 de enero de 1907 e hizo su profesión de votos simples en febrero del año siguiente.
Entre 1908 y 1910, cursó filosofía en este convento y aprendió algunas cuestiones de teología. Al año siguiente cumplió su profesión solemne. Más adelante, se trasladó al convento agustino ubicado en el municipio Sos del Rey Católico, al noroeste de la provincia de Zaragoza, en España, donde prosiguió sus estudios teológicos. Se ordenó como sacerdote el 4 de octubre de 1914 en Pamplona (Navarra, España), que coincidió con la llegada de Benedicto XV al papado (Buitrago 1965, 75-78).
Al poco tiempo regresó al país y, según parece, es cuando su orden le comisionó tareas misionales en la región Pacífica, en la que permaneció por unos meses en 1915. Luego se trasladó a El Espinal hasta 1918, año en el que pasó a Panamá. Después estuvo durante un año (1919) en la Parroquia de Cali. Entre 1920 y 1923, se desempeñó como profesor de Dogmática, Moral y Sagradas Escrituras en el desierto de La Candelaria, y en 1921 fue recibido como lector (Buitrago 1965, 75-78; Restrepo-Mesa 1989, 511 y 530-533). Entre 1915 y 1921, Merizalde solía pasar algunas semanas y meses del año en la región Pacífica.
Como era costumbre en la orden, en 1921 Merizalde envió el manuscrito titulado Estudio de la costa colombiana del Pacífico a los frayes "censores" Rufino Pérez y Cándido Armentia, quienes le dieron el visto bueno en septiembre de ese año. El libro -publicado por la Imprenta del Estado Mayor General y que le mereció a Merizalde su ingreso a la Academia Nacional de Historia en 19228-, tenía 248 páginas, estaba dividido en 33 capítulos, un apéndice, bibliografía y una sección de "fe de erratas"; presentaba 27 fotograbados, un mapa de la costa del Pacífico y un plano topográfico de Tumaco (figura 3).
Pese a los obvios sesgos de la escritura del libro, la misma deja entrever la gran sensibilidad de su autor por la consulta de archivos, el estudio de los dialectos indígenas, la literatura, la historia natural y la geografía de la región. Quizá el hecho de ser misionero le permitió conocer la región de una manera más profunda que la de los viajeros e, incluso, que ciertas autoridades locales. Por lo demás, hay que advertir que los esfuerzos de Merizalde por recolectar informaciones que permitiera disponer de conocimientos veraces sobre la distribución y las características -sociales, étnicas y culturales- de la población, la geografía y los recursos naturales era, al mismo tiempo, una estrategia para afianzar el poder de la orden en esta región, un modo de contribuir al saber etnográfico de la alteridad del país y una manera de posicionar en el ámbito público las labores realizadas por la orden religiosa.
Una vez publicado el libro, Merizalde continuó su periplo como misionero agustino. En 1924 se trasladó a Manizales, donde fue designado director del Apostolado Doméstico. Dos años más tarde, después de pasar una corta estancia en Cali, se desempeñó como sacerdote en el municipio vallecaucano de Pradera y, en 1927, en Fresno (Tolima) (Buitrago 1965, 75-79).
En 1928 Merizalde regresó a la costa Pacífica. Fue nombrado por la orden como encargado de la recién creada Prefectura Apostólica de Tumaco y, también, Inspector Escolar Nacional de la Costa del Pacífico. Se caracterizó por una intensa campaña para fomentar actividades agrícolas -en especial el cultivo del arroz-, así como su apoyo a procesos educativos, el establecimiento del correo aéreo, las torres inalámbrica de Guapi y El Charco, y la construcción de la carretera Diviso-Ricaurte (Fernández y Granados 1936, 267-273). En 1930 ayudó a crear la revista Tumaco, órgano oficial de la Prefectura, de la cual fue su director durante sus primeros años. En 1935 tuvo un papel clave en la creación del puerto que lleva su apellido, ubicado sobre el río Naya, a unos a 80 kilómetros de Buenaventura (Buitrago 1965, 75-79).
En 1947 abandonó la Prefectura y viajó a España, a la región de Badalona, donde vivió entre 1948 y 1955. Ese año se instaló en el Colegio de Pamplona, ciudad en la que vivió hasta su fallecimiento, el 24 de abril de 1971 (Orden de Agustinos Recoletos 1971, 163).
Etnografía de la alteridad
Las correrías misioneras y observaciones etnográficas de Merizalde se dan en un contexto marcado por un proceso político de construcción espacial ligada a una construcción racializada, en la medida en que a los grupos étnicos eran asignados a unos espacios geográficos jerarquizados según ciertos esquemas evolucionistas. De acuerdo con esta racialización geográfica, los individuos fueron clasificados en función de su ambiente: cuanto menor era la altitud geográfica, menor el estatus social de sus habitantes. Diversos viajeros, funcionarios, comerciantes y miembros de las elites locales asociaron lo que para ellos eran grupos "incivilizados" con un entorno poco favorable para la vida humana, debido a enfermedades, animales peligrosos, ausencia de caminos transitables, cambiante clima y zonas difíciles de recorrer. Se consideró que negros e indígenas estaban dotados para vivir en estos territorios complejos, y que su supuesto salvajismo, pereza y melancolía estaban relacionados con el ambiente (Leal 2016).
Después de la abolición de la esclavitud a mediados del siglo XIX, en la costa Pacífica sur se configuró un campesinado negro dedicado a la extracción de diferentes recursos naturales para economías de exportación (Leal 2016). Se trató de un proceso socioeconómico con un nivel de independencia elevado, dado que -a diferencia de otros tipos de campesinos en el país-, los negros tenían mayor control en las dinámicas del trabajo, de acceso a la tierra y al dominio de los bosques, esteros, minas y playas. Lo anterior se acompañó de un proceso de migración hacia las cuencas y las costas, lo que ayudó a que la población negra se apropiara de amplios espacios de la región y aumentara su demografía. De esta manera, el periodo de las misiones de Merizalde correspondió con una intensa peregrinación de negros a las costas no mineras, lo que hizo que se desarrollara un modelo de asentamiento asociado a un sistema de explotación múltiple -agricultura, pesca, caza, recolección- acorde a las circunstancias físicas del entorno, que deriva en una amplia y acelerada movilidad de individuos, grupos, familias, poblados y parcelas de cultivo (Hoffmann 1997, 17-18). La precariedad animó la movilidad: muchos individuos eran capaces de asentarse y formar familia en un espacio determinado, pero después, si las condiciones se tornaban difíciles, desplazarse a otro lugar. A esto se le suma que el poblamiento de los ríos del sur se aceleró durante el cambio de siglo con la llegada de individuos y grupos que quisieron estar al margen de la Guerra de los Mil Días (Hoffmann 2007, 56-62).
Desde inicios del siglo XIX, algunas sociedades indígenas empezaron a apropiarse de espacios poco habitados en la costa Pacífica, animadas por la colonización de sus territorios, los intentos de disolución de sus núcleos sociales y el poblamiento ligado a la economía extractiva. Algunos de ellos abandonaron el territorio del alto San Juan-Atrato y se instalaron en los ríos Saija, Yurumanguí, Cajambre y Naya. Los descendientes de ellos, por un lado, ocuparon la región del río Saija y sus afluentes; otros se instalaron más al sur, hacia los ríos Iscuandé, Tapage y Sanquianga (figura 4). Diferentes grupos se instalaron en el bajo San Juan y Micay, así como en los ríos Munguidó, Copomá y Cucurrupí (West 2000, 142-152). Se crearon ciertas fronteras con los negros en los ríos apropiados; algunos grupos de aborígenes se asentaron en las partes altas de los ríos -zonas montañosas-, mientras que los "morenos" lo hicieron en las zonas bajas, lo que asentó el aislamiento de los primeros (Organización Camawa 2005, 37-39). También procuraron ocupar espacios al interior de las cuencas, pero el predominio demográfico de los negros impidió las intenciones de los indígenas de apropiarse de espacios más extensos (Romero-Vergara 2002, 126-129).
Los indígenas establecidos en la zona baja del río Saija estructuraron el espacio a partir de relaciones sociales que configuraron una serie de reglas y derechos de acceso a recursos y tierras, basados en acuerdos implícitos no siempre reglamentados entre ellos. Las características espaciales orientaron un poblamiento caracterizado por el esparcimiento de los asentamientos; es decir, una especie de continuidad en la que la distancia de territorios entre grupos o entre familias colindantes era cambiante (Rodríguez 2008). Sus labores como pescadores les permitieron un manejo excepcional sobre las desembocaduras de los ríos al mar (Romero-Vergara 2002, 126-129).
De esta manera, la apropiación territorial de esta región por parte de negros e indígenas, aunque se da en un ambiente de disputas, parece que no promovió enfrentamientos violentos o de luchas permanentes. Los espacios alcanzaron para todos de acuerdo a la composición demográfica de cada grupo social (Romero-Vergara 2002, 126-129).
Organización social, vivienda y trabajo
Dado que supuestamente las formas de organización social ponían de presente el estado de "civilización" de indios y negros, Merizalde se interesó por describir los modos de relación entre los miembros, los vínculos de parentesco, las actividades cotidianas, las jerarquías, los roles sociales, sus maneras de habitar el espacio y de trabajar.
Los indios se concentraban principalmente en la frontera entre Colombia y Ecuador, y en las riberas de los ríos Saija y Güanguí, en las poblaciones del Patía, Zaragoza, San Isidro y Micay. Pasaban la mayoría del tiempo "en sus casas dispersas por las orillas de los ríos" (Merizalde 1921, 80), y su principal actividad era el cultivo del plátano, que constituía -junto al zumo de coco- la base de su alimentación. Desde la mirada del agustino, los indios gustaban tanto de beber aguardiente y guarapo como de fumar hojas de tabaco en pipa. Existían labores que tenían una marcada división de género: mientras los hombres se internaban en las montañas para cazar o pescar en los ríos, las mujeres se dedicaban a la elaboración de canastillas de mimbre y petacas de paja. Merizalde destacó la capacidad de desplazamiento de los indios y los viajes que realizan en sus canoas "donde tranquilamente hacen todos los menesteres de la vida: cocinan, duermen, etc." (1921, 80).
Para Merizalde, los indios mostraban una estructura social férreamente modelada por las reglas y tradiciones del grupo social. Interpretó la organización social de los indios dándole un papel destacado a la figura del cacique, quien encarnaba la máxima autoridad del grupo. Este era respetado por los demás, quienes le otorgaban un "tributo anual, en víveres y en dinero" (Merizalde 1921, 80). Era también quien ostentaba los mejores vestidos, la mayor cantidad de accesorios corporales y poseía la mejor vivienda. Su importancia residía en una sucesión familiar heredada cuya memoria se cimentaba mediante monumentos: en lo alto de una colina existía una "capillita" en la que reposaban las "cenizas de los ascendientes del cacique en línea recta" y que era un lugar "sagrado" para ellos (Merizalde 1921, 79). Al momento de su etnografía, el "gobernador de la tribu" era un tal Jacinto, quien ocupó este lugar luego de la muerte en 1905 de su esposa, hija del "viejo Pioquinto", un antiguo cacique de Güanguí.9 Para señalar la importancia del cacique y, al mismo tiempo, recalcar la relevancia de las labores misionales, el sacerdote menciona que los indios le habían manifestado en varias ocasiones que ellos equiparaban a los sacerdotes católicos con su cacique (Merizalde 1921, 80).
El sacerdote subrayó la "castidad" y endogamia de los indios: la vinculación familiar se daba entre los miembros de su propio grupo social y, si establecían relaciones con personas de otros grupos étnicos, eran expulsados del grupo. Si bien no menciona edades, el sacerdote etnógrafo recalcó que los indios se casaban "muy jóvenes". La "pedida de mano" consistía en que el hombre enviaba su mosquitero a la casa de la novia, mientras que la "luna de miel" solía ser un "viaje de recreo" en canoa durante varios días (Merizalde 1921, 80). Los negros -que eran la mayoría de la población en la región- vivían en estructuras sociales más apegadas a ciertas formas "modernas" de interacción y con mayor libertad de desplazamiento y asentamiento en el territorio de la costa Pacífica, a ojos de Merizalde.
Las casas eran uno de los principales elementos para demostrar estatus de las familias negras. No se debe olvidar que algunos hombres y mujeres negras tuvieron la oportunidad de organizar tiendas, trabajaron de la mano con las personas acaudaladas, mandaron a sus hijos a escuelas y lograron cargos medios y menores -policías, dependientes en las tiendas, remeros y guardias-, lo que permitió una cierta movilidad social ascendente. Por lo mismo, tal como señala Merizalde, en ciudades con algún nivel de modernización como Tumaco, Barbacoas y El Charco -seguramente también en Guapi y Buenaventura-, los negros tenían "casas cómodas y elegantemente amobladas" (Merizalde 1921, 151), por lo que su interés etnográfico se concentró en las "casa de los negros de los campos".
Las casas de los negros de las zonas rurales -ubicadas a las orillas de los ríos- eran de planta cuadrada o rectangular, construidas con materiales endógenos -madera, guadua- y que se levantaban del suelo o del agua por pilotes de baja altura constituidos por troncos gruesos de guayacán, con ventanas u orificios en las cuatro paredes para permitir la circulación del aire. Debajo de la casa y a ras del suelo se instalaba el gallinero o la marranera -es posible también que allí se guardan herramientas, leña y canoas, aunque Merizalde no lo menciona-, y para subir al piso alto disponían de escaleras de guayacán o guadua. En su interior se desarrollaban las actividades familiares cotidianas y de interacción con los vecinos que, según parece, tenían asignados lugares específicos, aunque no existan separaciones físicas. Su mobiliario consistía en "baúles" que fungían como asientos, una especie de zarzo de guadua que hacía las veces de cama, un fogón, una mesa de mediana altura y una cuerda que atravesaba la vivienda en la que colgaban "camisas y pañolones de colores" (Merizalde 1921, 151). Al igual que los indígenas, en las casas de los negros, aparte de los cerdos y aves de corral, también era posible que convivieran con perros -varios adiestrados para la caza- "y un gato por lo menos" (Merizalde 1921, 147). En las casas "de alguna importancia" también tenían un espacio asignado para instrumentos musicales como la marimba, la tambora y el cununo.
La base de la alimentación de los negros campesinos era plátano, coco y pescado, a lo que añadían arroz, yuca y huevos; de vez en cuando complementaban esta dieta con carne de res, saíno, gallina o cerdo, así como "tragos de aguardiente" (Merizalde 1921, 151). Sin embargo, durante los días de Semana Santa, se realizaban "suculentas y abundantes comilonas [...] principalmente de fríjoles" (Merizalde 1921, 154).
Según el agustino, existía una división de actividades de los negros de acuerdo a la ubicación geográfica: mientras los que vivían en la "parte baja" de la costa se dedicaban a la pesca, los de zona "alta" eran diestros en la minería y la agricultura. Merizalde enfatizó el papel de las mujeres en las labores de minería, pues -aparte de hacer las actividades domésticas y de tejer las redes para la pesca-, ellas eran las responsables de buscar y lavar el oro.
Aunque no lo expresó abiertamente, el sacerdote consideró que los negros -a diferencia de los indígenas- tenían un sustrato moral diferente, quizá señalando una sexualidad y formas de interacción más libres entre ellos -hay que recordar la aparente expansión de la sífilis en esta población, según el sacerdote-, y una relación con el juego y la fiesta menos atada a las imposiciones de la Iglesia, las autoridades y de la civilidad: "Todavía existe mucha inmoralidad en la Costa, a pesar de la transformación innegable que se ha realizado de veinte años a esta parte, merced al trabajo constante e incansable de los misioneros" (Merizalde 1921, 155).
Al ser los esteros, mares, ríos y quebradas las vías principales por donde se desplazaban tanto los seres humanos como los más diversos productos, las canoas y potrillos eran los medios esenciales -tanto para negros como para indígenas- incluso para los desplazamientos más cortos de una orilla a otra del río. Las habilidades para manejar con pericia y sin miedo estas pequeñas embarcaciones entre estrechos ríos y quebradas eran aprendidas rápidamente por los niños.
Cuerpos, vestimentas y atavíos
La descripción física de indios y negros fue uno de los rasgos distintivos del quehacer etnológico entre fines del siglo XIX y las primeras décadas de XX en Colombia. Esta práctica constituyó al mismo tiempo una manera de acentuar el carácter científico del conocimiento antropológico y una forma para reconocer y particularizar los tipos poblacionales y remitir a ciertos rasgos de su cultura, su moralidad y su relación con la idea de civilización (Arias-Vanegas 2007; García-Botero 2010).
Merizalde prestó especial atención a la forma y expresión de los rostros de los indios y negros de la costa Pacífica sur, el cuidado de sus cabellos, la complexión de sus cuerpos, la figura de sus espaldas y sus narices, a la dimensión de sus estaturas, a la expresión de su mirada. También a los modos en que cubrían sus cuerpos, bien sea con telas, pinturas o adornos. Estas descripciones fisonómicas, al ser una serie de datos fácilmente observables y registrables, eran las más evidentes para nuestro agustino y posibilitaban identificar no solo las diferencias raciales sino las características sociales y morales de las poblaciones indígenas y negras.
El grupo en el que eran más notables las diferencias en estos aspectos era el de los "indios cholos". Merizalde describió los cuerpos de los indígenas partir de diferencias de género: sobre las mujeres, el sacerdote señaló que tenían "regular cuerpo, garrido continente, nariz corva como pico de alcón [sic], rostro ovalado, curtido por el sol, y luenga cabellera" (Merizalde 1921, 80); cubrían su cuerpo con una prenda que bajaba hasta las rodillas y que ataban alrededor de la cintura. Los hombres, por su parte, eran "regordetes, de color bronceado, ojos morunos, narices romas y negras guedejas hasta la mitad de los pabellones de los oídos, que los llevan horadados, con aretes de oro y de flores naturales" (Merizalde 1921, 80). Se vestían con un "pañuelo pendiente" de manera similar a las mujeres.
Hombres y mujeres utilizaban los pigmentos derivados del achiote para colorear rostros, brazos, pechos y piernas. Lucían collares de medallas de plata y "colmillos de fieras" como "amuletos", aspecto que parece depender del rango ocupado en el grupo, pues Merizalde señaló que, especialmente durante las celebraciones, el cacique "no puede casi menearse del peso de las monedas que penden, como una red, de su cuerpo" (Merizalde 1921, 80).
Los negros campesinos también tenían unas formas de vestir que llamaron la atención del agustino. Las mujeres se cubrían la cintura con una "faja de bayeta" y sus senos con "un lienzo", al menos cuando tenían cerca "personas extrañas", lo que quizás sugiere la incorporación de rasgos de pudor ante la mirada del visitante. Por su parte, los hombres usan "un pañuelo anudado atrás y adelante con una cuerda" para taparse la cintura. El sacerdote agregó que tanto niñas como niños andaban desnudos hasta los diez o doce años de edad.
Se advierte que ciertos modelos modernos de vestir se iban colando en las sociedades negras, especialmente con relación a eventos socialmente importantes, como el matrimonio. Eso se puede concluir cuando el sacerdote señala que para este evento "los hombres se visten correctamente" (Merizalde 1921, 154. Énfasis del autor), lo que seguramente hace referencia al uso de camisa, pantalón y zapatos. Por su parte, "las mujeres se engalanan con toda clase de perifollos y colores sin omitir los zapatos, los que algunas se los quitan sentadas en el suelo de la calle al salir de la iglesia por no poder resistir por más tiempo tormento semejante" (Merizalde 1921, 154). La comitiva de los invitados llevaba a la iglesia a los novios procesionalmente, con música y con paraguas abierto. Al regresar a la casa de la boda, el padrino ofrecía un discurso sobre los deberes del matrimonio. Luego no faltaba la comida, con aguardiente, bailes y jolgorio.
Ahora bien, las descripciones hechas por Merizalde también permiten inferir que los negros habían incorporado prácticas de embellecimiento de ciertas partes del cuerpo mediante el uso de adornos (especialmente de joyería). El sacerdote nos indica, por ejemplo, que
Las mujeres se adornan el cuello con monedas argénteas, con pedazos de oro en bruto, y con valiosas joyas. De éstas la mayor parte, son antiguas. Llaman la atención los voluminosos zarcillos y los luengos rosarios de pepas de oro con hermosas cruces de filigrana [...]. A las negras les fascinan los vestidos chillones, y atarse los cuatro ensortijados pelillos de la cabeza con cintas aparatosas. Nada más gráfico ni digno de consideración y risa que ver a las negras cuando se peinan o tratan de peinarse. Allí es cuando manifiestan la vanidad innata en la mujer, elevada en ellas al céntuplo (Merizalde 1921, 152).
Lingüística misionera
El entendimiento y la "traducción" al español del lenguaje y de los modismos propios de las sociedades que pretendían estudiar y evangelizar fue un aspecto clave de los misioneros entre finales del siglo XIX e inicios del XX. Con algún conocimiento de filología, Merizalde prestó atención a usos del lenguaje de los indígenas y los negros, como parte fundamental de su estudio de la alteridad regional.
Para Merizalde, un rasgo distintivo de los negros e indios de la Costa era la importancia que le otorgaban a la oralidad, que no solo se expresaba en charlas cotidianas, sino también mediante rituales y variadas formas lingüísticas. Es, pues, un contexto en el que la relación con la cultura escrita parece ser escasa entre las sociedades indígenas y de negros que vivían en las zonas rurales y en las que, como las sociedades indígenas, tenían un lenguaje con ciertas diferencias con el español, aunque ello no significaba que no hubiese rasgos de hibridaciones y apropiaciones del español por parte de ellos.
Precisamente la armonía de su rol como sacerdote y su interés etnográfico por el estudio de indígenas y negros se advierte en la adopción de la tesis "católica" del monogenismo, que postulaba que la humanidad entera compartía la misma progenie con Adán y Eva como antepasados comunes. De ahí que Merizalde entendía las diferencias raciales como el producto de un proceso evolutivo con actuación más o menos rápida de las influencias del medio. Para él, la "etnogenia" de los pueblos colombianos los relacionaba con los egipcios, fenicios, los asiáticos y los europeos "dadas las afinidades morfológicas y hasta semejanzas genealógicas entre algunas voces de dialectos americanos y otras del sajón, del danés y del flamenco" (Merizalde 1921, 84).
Por lo anterior, Merizalde adoptó el criterio morfológico para clasificar a las lenguas de acuerdo a los orígenes, la construcción, la estructura de sus palabras y sus flexiones. Existían, para el agustino, tres tipos de lenguas: las monosilábicas, las aglutinantes y las de flexión. Las monosilábicas son las que se caracterizaban porque todas sus palabras eran de una sola sílaba; las aglutinantes se llamaban así porque aglutinaban dos, tres o más palabras en una sola; y las de flexión se caracterizaban porque sus palabras se formaban de raíz y morfema.
Según el agustino, los indígenas de la costa Pacífica hablaban dos tipos de dialecto de acuerdo a su ubicación geográfica en los ríos Saija y Micay. Concentró su estudio en el dialecto "saijeño" -al que se refirió como "el popular entre todos aquellos indios" (Merizalde 1921, 85)-, el cual clasificó como una lengua aglutinante e incorporante, debido a que "en él permanecen invariables las raíces a las que se anteponen, intercalan o posponen ciertas partículas que forman las palabras, muchas de las cuales incluyen en sí mismas el sujeto, el verbo y el atributo" (Merizalde 1921, 85).
Al igual que muchos etnógrafos de su momento, Merizalde interpretó los usos lingüísticos de los indios a partir de las estructuras y normas propias del español legitimado. De esta manera, el lenguaje saijeño se caracterizaba por una "simplísima" conjugación de los verbos basada en la "yuxtaposición de ciertas partículas", dimensión que se repetía con aspectos como el género y número de sustantivos y adjetivos. De "raíces invariables", la construcción de frases "es similar a la de otras lenguas (indígenas) americanas", caracterizada por que el sujeto se ubicaba antes del verbo -especialmente en las preguntas-, y la oración determinada a la determinante. Por ejemplo, el sacerdote señaló que la pregunta "[¿] Quieres comer mañana pescado?" se traducía como "[¿] Mañana pescado comer quieres?" (Merizalde 1921, 85).
El sacerdote también señaló que los indios comúnmente eliminaban las preposiciones, y que el sufijo era "el alma del vocablo", porque le daban varias significaciones, de vez en cuando hasta contrarias. Merizalde (1921, 86) agregó que el lenguaje saijeño tenía un vocabulario "pobre", pues abarcaba "solamente los nombres de las cosas que los indios tienen a la mano y carecen casi por completo de palabras que corresponden a ideas abstractas". Pero también nombró un proceso de "traducción" por parte de los indios, cuando señaló que "a los vocablos castellanos para pronunciarlos a su manera saijeña, les añaden las partículas te o toije" como, por ejemplo, "baúl" lo dicen "baulte" y vino" "vinotoije". Sobre las "cualidades fonéticas del saijeño", el sacerdote destacó su carácter "dulce en sumo grado", mediante el uso de sonidos guturales, la correcta modulación de las palabras y la pronunciación silabeada. En el onceavo capítulo de su libro, Merizalde (1921, 87) mostró un listado de cerca de 110 palabras y 19 frases propias de los indios de la Costa "que entresacamos del vocabulario que hemos recogido de las mismas bocas de los indios".
De los negros exaltó su capacidad para la composición de piezas "literarias" tradicionales, que para el sacerdote demostraban una especie de sabiduría colectiva. Señaló la importancia de la décima o tema, una forma de poesía oral popular que encuentra antecedentes en los siglos XVIII y XIX (Kleymeyer 2000) y cuyas temáticas abordaban la historia, la relación con el territorio, la personalidad, las creencias y "los sentimientos del alma popular" de este grupo. En el capítulo 15 del libro (2000, 162-168), Merizalde muestra una "Colección de cantares" de indios y negros costeños, que incluye chigualos, arrullos y décimas, recolectadas al parecer por él y por el sacerdote Regino Maculet.
Paganos, supersticiosos y brujos
Indagar los sistemas de creencias y las prácticas ligadas a ciertas formas de espiritualidad de las sociedades negras y de indios de la costa fue un aspecto clave para los agustinos. Similar a varios misioneros de su época, ellos asumieron sus labores como un "proyecto de conquista espiritual" (Merizalde 1921, 25, 170), que terminaría entre las poblaciones nativas con el conocimiento y la interiorización de la religión católica o, al menos, con sus principales postulados. Por lo tanto, conocer los sistemas de creencias fue clave para determinar las maneras más idóneas de propagar la fe. Dado que estos rituales eran considerados los síntomas de una enajenación, su estudio era concebido como parte de una metodología para identificar los problemas que se intentaban extirpar.
Para explicar la pervivencia de prácticas y creencias de los indígenas que consideraba anticuadas, Merizalde (1921, 75) esbozó una explicación principalmente histórica: dado que las "tribus" estuvieron alejadas de las labores de cristianización española durante un largo periodo después de la Independencia, "volvieron pronto a sus antiguas usanzas, si bien conservaron no poco de la Religión católica, en sus cultos supersticiosos e idolátricos".
Lo anterior derivó, por supuesto, en una serie de hábitos sincréticos de los que Merizalde da cuenta en varias partes del libro. Dice, por ejemplo, que "las actuales ideas teogónicas de los indios son una mezcolanza de cristianismo y paganismo" (Merizalde 1921, 82); y agrega que ellos "tienen vagas nociones de un supremo Ser -Tachajonne-, cuya acción única es el gobierno del mundo. Lo invocan en sus cuitas y quebrantos y rezan a diario unas como letanías para que aparte de ellos las lluvias, inundaciones y terremotos" (Merizalde 1921, 82).10
Mencionó que la visión del pasado de los indios era "limitada": más allá de saber que nacieron de un "gran río" y que cultivaron la tierra hasta que llegaron los españoles a establecerse en su territorio, los indios "nada saben sobre los antiguos tiempos" dado que "fuera de la familia del cacique no conservan recuerdo ni de quiénes fueron sus abuelos" (Merizalde 1921, 82). Esta concepción posiciona las creencias del "salvaje" actual bajo el rótulo de "supervivencias" de antiguos hábitos culturales, coagulados en el fluir de un progreso humano cuyo cenit solo puede encontrarse en Occidente.
Las creencias también se expresaban en ciertos rituales de paso. Merizalde señaló que los indios, una vez que alguno de sus miembros moría, se congregaban a su alrededor para llorarlo y velarlo al son de "lúgubres cantos". Luego trasladaban el cadáver en una canoa al cementerio para sepultarlo. Con el propósito de "ahuyentar a los espíritus que se llevaron el alma del muerto" (Merizalde 1921, 83), los indígenas retiraban de la vivienda los utensilios y la dejaban abandonada por cerca de dos meses; después de ese lapso regresaban a ella y la destruían, al igual que los árboles y malezas alrededor.
El sacerdote recalcó que los indios incorporaron a su sistema de creencias diversas prácticas propias de la fe católica, tales como el bautizo -y la consecuente búsqueda del apadrinamiento-, el matrimonio "según el rito católico"; la adoración a la Virgen del Pilar y a Dios muerto en el leño -Tachajonne pa cruso obecipo-; el homenaje a la imagen de la Inmaculada Concepción y a las de varios Santos en su capilla, así como la presencia de una cruz en la plaza. De hecho, Merizalde (1921, 82) señaló que, durante las que parecen ser celebraciones de advocación mariana, los indios untaban la imagen de la Virgen con pigmento de achiote y luego la llevaban hasta el río en una procesión sobre unas andas. Allí el cacique bañaba y lavaba a la virgen, mientras que los que rodeaban esta práctica cantaban "desapaciblemente". De regreso a la plaza, los indios que cargaban las imágenes empezaban a bailar mientras los tambores sonaban, y los que estaban a su alrededor formaban, con las manos entrelazadas, un gran círculo, imitando sus danzas. Merizalde (1921, 82) concluyó señalando que "No hay para qué describir la irreverente y pagana zambra que allí se arma".
En medio de estas creencias y acciones sincréticas, tanto en los negros como en los indios, se desarrollaban una serie de destrezas curativas y maravillosas para enfrentarse no solo la enfermedad y la muerte, sino que parecían una manera de encarar las difíciles condiciones sociales de la región, la pobreza, las duras condiciones de trabajo, una alimentación suficiente pero reducida a lo que el entorno ofrecía, y la presencia de animales que no solo trasmitían diferentes tipos de enfermedades -como los insectos- sino que también podían matar -como las serpientes-. Se trataba de una serie de costumbres y saberes vigentes entre las poblaciones nativas -no muy bien vistas por la Iglesia ni por los letrados- que al parecer los indígenas y negros no separaron de una serie de creencias generales, ligados a los misterios y creencias mágico-religiosas propias de su forma de entender la vida, pero no menos a un profundo conocimiento de los recursos naturales, en especial de las plantas. Sobre los negros, Merizalde (1921, 156) menciona que:
[...] son supersticiosos en extremo. En diversos lugares se imaginan que asustan y que habitan los espíritus malignos. A pie juntillas creen cuanto se les refiera incomprensible y misterioso por extravagante que sea. [...] Las brujas abundan; y hay personas que ojean (aojan) a la gente y a los animales. Las enfermedades producidas por el aojo sólo pueden curarse con saliva de ciertas personas privilegiadas, untada en el ombligo del doliente. [...] Las madres ponen al cuello de sus hijos colmillos de animales y pepas de algunos árboles para librarlos de las visiones. Y no faltan agoreros que vaticinen y digan que, merced al zumo de cierta yerba, ven, como tras un cristal, el seno de la tierra, y en él las guacas, el oro y las piedras preciosas. Estos mismos suelen dárselas de médicos que ciertamente embarcan a muchos para la otra vida a pesar de poseer lo que llaman su piedra filosofal, que hemos tenido en la mano con la cual lo saben todo, y dicen que a través de ella ven los órganos internos del cuerpo y las enfermedades que los aquejan. Hay negras que intentan verdaderos maleficios amatorios. No logran su intento, pero sí es cierto que hacen a no pocos incautos víctimas de sus venenosas hierbas.
Pese al carácter escéptico que se entrevé en la anterior descripción de Merizalde, la misma evidencia la existencia de una serie de roles y expertos que desempeñaban el papel de sanadores y consejeros, al servicio de la población en temas como el amor, la economía y la salud. De hecho, es posible que aquellas "brujas y brujos" a menudo fueran las únicas personas que prestaban asistencia curativa a los habitantes de una región que vivían en condiciones de pobreza y enfermedad, con una presencia muy precaria de médicos y hospitales.
Celebraciones, bailes y músicas
Merizalde menciona que, durante la Semana Santa y hacia finales de agosto e inicios de septiembre, los indígenas de la Costa y también algunos provenientes del alto Chocó y de Ecuador, se congregaban en la zona alrededor del río Güanguí para celebrar sus fiestas, caracterizadas por el baile y el consumo de bebidas embriagantes -aguardiente y guarapo- "en el salón destinado para las danzas". El agustino describió un encuentro de este tipo que presenció en septiembre de 1916: hombres y mujeres se ubicaron en círculo, y "al monótono son de tamborcillos y de lúgubres cantos" (Merizalde 1921, 81), empezaron a moverse hacia los lados, guiados al parecer por un indígena que "entona solo tristes cantares" mientras los demás cantaban un estribillo. A ciertas señales daban fuertes golpes en el suelo, palmeaban y exclamaban "desaforadamente en estentóreos gritos y en estridentes silbos". El padre también señaló que los indios hacían otra danza similar a la anterior, "con la diferencia de que en ella se mezclan hombres y mujeres y hacen cabriolas y grotescos meneos":
Nosotros al contemplar aquellos indios con las greñas al desgaire, por cuyas frentes, pechos y espaldas corría en abundancia el sudor, casi embriagados, que zapateaban y voceaban enajenados, sentimos que nuestro corazón se llenaba de compasión hacia aquella mísera gente y nos avergonzamos de que en Colombia hubiera todavía hombres sumidos en los profundos silos de la ignorancia y de la barbarie (Merizalde 1921, 82).
Las fiestas parecían ser la ocasión de congregación de diversos grupos de indígenas dispersos a lo largo de diferentes ríos de la zona, por lo que los agustinos no dudaron en convertir estos encuentros en espacios para la propagación de la fe. En una carta de abril de 1920, el sacerdote Hilario Sánchez comentaba lo siguiente:
Estoy en tratos con los jefes de los indios de Guangüí para ver si logro convengan en que asista yo a una de sus fiestas cuando se reúnan los cholos de los otros ríos, y procurar enseñarles los principales misterios de nuestra religión y administrarles los santos sacramentos. Abrigo también la idea y la esperanza de conseguir establecer entre ellos, al menos en Guangüí, una escuela primaria; lo conseguiré? [sic] Roguemos a Dios para que se cristianicen por completo esos pobres cholos (Merizalde 1921, 207).
Los bailes de los negros también fueron de interés para el agustino. En el capítulo 13, por ejemplo, el sacerdote recuerda uno de sus primeros encuentros con estas expresiones culturales durante un recorrido por el río Guapi, asociándolas con el juego y la desobediencia a la autoridad eclesiástica: recordamos que en este lugar nos hallamos el 20 de junio de 1916 con un ataque de fiebres palúdicas sin tener quién nos socorriese. Por fin, a las mil y cuarenta conseguimos que un negrazo, vestido sólo con pampanilla, nos proporcionase en mísera totuma un poco de agua caliente con limón; y entretanto llegaban a nosotros los ecos de la marimba, y los cununos, y los gritos de: "A la plaza! A jugar a la vaca-loca!.... El Cura está dormido!" (Merizalde 1921, 94).
Los encuentros de los negros al ritmo de marimbas, cununos y guasas -que tantos problemas generó entre algunos habitantes de Tumaco en las primeras décadas del siglo XX (Aparicio 2015)- fue una actividad común tanto en zonas urbanas como en las selváticas, cercanas a los ríos y el mar. En dichos encuentros, que podían durar varios días, las bebidas embriagantes eran de suma importancia, y no eran pocas las veces en que terminaban con riñas entre sus participantes.11 Para el sacerdote, era evidente que estas expresiones culturales no solo eran la muestra del atraso de la población negra, sino de su antagonismo con las prácticas evangélicas.
El baile de los negros costeños es de lo más vulgar y salvaje que hemos podido ver. Cuando por acaso en un río en que hay un baile aparece una canoa que lleve a un misionero, cesan instantáneamente la música y la gritería; y si el Padre sube a la casa la encontrará perfectamente vacía, porque todos los de la parranda se han arrojado por las ventanas y han huido al monte. Este hecho lo hemos presenciado varias veces; y ello prueba que los negros no ignoran lo que han trabajado los sacerdotes para extirpar esas abominables orgías (Merizalde 1921, 152-153).
El sacerdote, teniendo en cuenta los "saberes nativos", describió y clasificó los otros bailes, músicas y ceremonias, tales como chigualos, arrullos y cantares. También mencionó que se hacían fiestas en honor a los santos, para lo cual ubicaban una estatuilla de dicho santo en un altar sobre una balsa, lo decoraban con flores y "gallardetes" y lo desplazaban en una procesión hacia los pueblos en medio de arrullos, música y disparos de los pedreros. Así mismo, cuando un padre llegaba a los caseríos, era recibido por un grupo de músicos que tocaban tambores, flautas y chirimías, así como un acordeón y un violín "con cuerdas de pita".
El misionero agustino, como otros cronistas y viajeros que recorrieron la zona, enfatizó en el hábito frecuente y generalizado entre las sociedades indígenas y negras de ingerir bebidas embriagantes y en las peleas que de ello podía derivar.
Aunque por supuesto parece tratarse de un dato más o menos "objetivo", su mención también se relaciona con el auge del debate en torno a la correspondencia de las borracheras con la degeneración de la raza colombiana. Se trata de un aspecto conocido desde tiempos atrás, pero que entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, adquirió nuevos bríos y matices, en virtud de la intervención de destacados médicos, intelectuales y políticos, que argumentaban que el consumo de bebidas embriagantes se relacionaba con la herencia, las prácticas anticuadas, el "medio ambiente" y la "raza". Así pues, a inicios del siglo XX, el alcoholismo, tanto en las ciudades como en las zonas rurales, era entendido como un hábito que terminaba por dominar a quien lo padecía; además de ser una enfermedad social, con connotaciones morales, físicas y mentales (Martínez-Martín 2016, 35-54).
Valga señalar que resulta difícil determinar la eficacia práctica que tuvo el estudio etnográfico de Merizalde en las labores misionales de los agustinos después de su publicación. Aparte de que su libro fue muy citado en diversos estudios posteriores, es posible inferir que se volvió material de consulta privilegiada para los religiosos que realizaron labores evangelizadoras y como agentes estatales en la costa Pacífica en las décadas de 1920 a 1950. Se debe señalar que, en 1954, después de 56 años de misiones, la presencia de los Agustinos Recoletos en la región culminó cuando la Prefectura Apostólica de Tumaco fue asignada a los Carmelitas Descalzos y la recién creada Prefectura de Guapi fue comisionada a los Franciscanos (Almario 2013, 202).
Conclusiones
Puede caer en un error quien lea el trabajo etnográfico de Bernardo Merizalde como una descripción precisa de las tradiciones y formas culturales de las sociedades negras e indígenas que habitaron la región centro y sur de la costa Pacífica en las primeras décadas del siglo XX. No obstante, es justo decir que los intereses religiosos de los misioneros agustinos fueron un elemento significativo para el desarrollo de cierto modo de ejercer el estudio de las poblaciones nativas, antes de la institucionalización de la misma hacia 1940. Es a tales intereses a los que les debemos un acercamiento que, como el estudiado en este artículo, se dedicó a describir y analizar tipos de vivienda, prácticas cotidianas, rituales y celebraciones, vestimentas y fisonomías, lenguajes, etcétera.
La labor misional de Merizalde, que lo obligó a relacionarse con las poblaciones nativas en virtud de propagar la fe, le permitió desarrollar su trabajo como etnógrafo. Los acercamientos etnográficos de este sacerdote estuvieron a tono con una concepción dominante de ejercerla durante las primeras décadas del siglo XX. Su trabajo consistía principalmente en observar, describir y valorar determinadas prácticas sociales de las poblaciones nativas. Más que preocuparse por entender qué sentido le daban a lo que hacían los habitantes de la costa, lo importante era el sentido que Merizalde hacía de dichos comportamientos.
Para Merizalde, al igual que otros misioneros durante este periodo, investigar sobre las poblaciones nativas significó aprender a navegar en los modos y códigos culturales de estas con el objeto de propagar la fe católica. En el caso de los agustinos, esta tarea era particularmente importante dado que la región Pacífica sur había permanecido sin mayor presencia de la Iglesia y del Estado durante la segunda mitad del siglo XIX.
El estudio propuesto por Merizalde establecido una compleja relación entre él y los grupos sociales que pretendió estudiar desde una perspectiva etnográfica. No hay que olvidar el hecho de que nuestro sacerdote se trazó como objetivo describir y analizar ciertos usos, prácticas sociales, tradiciones y formas de pensamiento contrarias a las que su propia institución -la Iglesia- se oponía o, al menos, no veía con buenos ojos. Desarrollar una actividad misionera efectiva obligó a un complejo proceso de reconocimiento por parte de los sacerdotes de las prácticas y costumbres de negros e indios, con el fin de identificar aquellas que -por no poner en peligro la salvación de las almas o el orden social- eran valorizadas de manera positiva -como la llamada "poesía popular" y encuentros-; aquellas que, aunque no eran bien vistas, tampoco eran motivo de rechazo -como las formas lingüísticas y las formas de vivienda-; y las que debían transformarse pues contrariaban ciertas ideas de progreso, civilización y fe -las supersticiones, el consumo de bebidas embargantes, las peleas, las músicas y bailes "escandalosos", etcétera-.
Los indios y negros no fueron en ningún momento sujetos pasivos de la labor misionera. Los rituales descritos por Merizalde, así como la mención de la cosmovisión sobre el origen de su "raza", muestran, por un lado, que la tarea misionera rindió unos frutos más bien tenues entre cierta parte de la población nativa; y, aparejado a lo anterior, que la supuesta expansión de la fe católica no significó la desaparición de sus cosmogonías sino que, más bien, se apropiaron de algunas ideas y prácticas del catolicismo para adoptarlas dentro de sus tradiciones.