Introducción
Si bien "acá no les faltará lo que hubieren menester, aunque vengan en camisa" (Martínez 2012, 55, carta 36), varios testimonios sobre los enseres textiles femeninos transportados en el viaje hacia las Indias durante el siglo XVI certificaban que alguna "ropa de su vestir vale acá mucho", que recomendaban llevar "cuanta puedan traer". Decían sobre sus atuendos -el equipaje de Leonor Díaz resulta ejemplar1-: "no traigáis ropa ninguna de paño, sino que vuestro vestido sea de tafetán, raja y raso, porque aquí no se usa otra cosa por el calor de la tierra" (Martínez 2012, 70). Junto a los géneros nuevos "a uso del país", un rico atavío sería remedio para la imagen pública de aquellas damas (Martínez 2012, 68-72, cartas 283 y 192). Aun así, a su regreso a Castilla sus ajuares apenas diferían y, en cambio, su estado de conservación era mucho más "traído, raído o viejo". Parece que entonces la oferta textil autóctona no era nada amplía si se querían lucir galas aparentes para la demostración de una necesaria notoriedad pública.
Se empieza a conocer en profundidad la historia de la indumentaria iberoamericana desde sus documentos. Se ha abordado la moda en México y su transformación decimonónica, destacando el abandono del atavío aristocrático por el novedoso estilo neoclásico vinculado a las ideas ilustradas y revolucionarias (Pérez-Monroy 2005); el atuendo barroco chileno, el cual ocultaba el cuerpo dentro de pesadas telas, sustituido por el denominado traje de la libertad a finales del XVIII (Cruz 2005); o los ricos ajuares dotales cordobeses o porteños argentinos (Moreyra 2009; Otero 2004).
Allí aparecían casacas y polleras; camisas y enaguas -ropa blanca interior higiénica-; rebozos, mantones y capotes; accesorios; escaso calzado rápidamente gastado por el uso. Diferencias sociales, apreciadas por las bondades de cada pieza más que por su tipología, con diversidad de géneros, procedencias, adornos, estado de conservación y cantidades acumuladas. La legislación indiana atacaba la emulación y el lujo y preservaba un orden inalterado mediante bandos de buen gobierno sobre un correcto vestuario según las distintas castas de mulatos o negros y representaciones de discursos para vestir según la calidad personal (Jiménez 2009). Con cambios y permanencias, durante el siglo XIX, por influjo europeo y mejora en la comercialización textil al hilo de la revolución industrial: pantalones y trajes enteros femeninos -polonesa, bata inglesa o vestido-camisa-, cuando al haberse unificado las prendas, el recambio frecuente sería el único medio que les quedaba a las antiguas aristócratas para distinguirse de las demás (García 2013, 22). Entonces ellas, coquetas, dieron forma a sus cuerpos, frente a la renuncia masculina al refinamiento y el brillo. ¿Unos hábitos constantes, impuestos o siempre deseados?
Siguiendo la historiografía internacional (Aries y Duby 1992; Berg y Clifford 1999; Braudel 1984; Castellucio 2009; Figeac 2014; Roche 1989, 1997), resulta pertinente ahondar en las prácticas materiales, de civilización y de sociabilidad aparente en torno a adornos y vestuarios, cuando el mobiliario doméstico lisboeta (Duraes-Gomes 2018; Franco 2007; Madureira 1990) y portugués (Algranti 1997, 2010; Buescu 2010; Monteiro y Mattoso 2011; Oswald 2010) o los espacios interiores mexicano (Gonzalbo 2005), brasileño (Lima 2011) o español (Birriel 2017; Blasco 2006; García 2013; Imízcoz 1995; Maruri 2016; Pérez-García 2013; Postigo 2015) ya van aportando respuesta a los interrogantes ¿entonces era tan importante equipar el lecho como adornar el salón o revestir la casa?; ¿la vivienda era una cuestión de género, una esfera segregada o mostraba el prestigio familiar?; ¿los objetos: símbolos del "ritmo lento de la vida cotidiana"?; ¿qué significados ofrecen un vaso de cristal, un plato de loza, cerámica o porcelana, un armario o un arca?; ¿todas las vajillas eran de Vista Alegre o Limoges?; cuberterías y mantelerías ¿menajes de calidad novedosa y prestigio minoritario, marcadores de identidad cultural?
El replanteamiento metodológico de comprender lo social en su cultura material cotidiana, aplicado tras una profunda revisión historiográfica comparativa y propositiva, puede colocar el problema de la indumentaria en el centro de este análisis y dar respuesta a los objetivos marcados sobre el poder civilizador de la apariencia pública.
Una amplia revisión historiográfica sobre la cultura material popular en España e Iberoamérica, así como el replanteamiento metodológico de las apariencias familiares e individuales -desde su proyección social y de civilización- durante sus fases más críticas muestra la mixtura de un notable tradicionalismo junto a la fuerza innovadora cultural y vestimentaria, muy conectada con el desarrollo experimentado en las grandes capitales europeas a comienzos de la liberalización burguesa. Desde hace tiempo encabezamos varios proyectos de investigación en ese fecundo campo histórico (Blanco, García y Olival 2019; García 2016a; García 2016c), uniendo esfuerzos a las últimas aportaciones inscritas en las más modernas perspectivas de la Historia Social y de la Familia europea (Ago 2016; Figeac y Bouneau 2017; García-González 2020; Imízcoz, García y Ochoa 2019) y castellana (Chacón y Bestard 2011; Chacón y Gómez 2014; Chacón, Hernández y García 2007; García-González 2016a, 2016b; Irigoyen 2019)2 y siguiendo a los maestros Franco-Rubio (2016)3 y Peña (2019) 4 sobre la vida cotidiana occidental (Chartier 1992; De Certeau 1999; Elias 1988), comparando la española (Arias y López-Guadalupe 2015; García 2015) con la de Portugal (Lobo 2014),5 Brasil,6 Perú (Rivasplata 2015), México (Gonzalbo 2012b), Chile (Sagredo y Gazmuri 2005) o Argentina (Devoto 1999 7; Vasallo 2012).
En concreto, las últimas investigaciones (García 2019) aportan notables resultados sobre el progreso individual castellano de la demostración externa como factor -visual- de quiebra social, por lo que sus representaciones más comunes se convirtieron en signos de identidad y civilización: en el tiempo muy largo, la juventud rompía estereotipos culturales mientras la apariencia disipaba barreras o las controlaba.
Con distintas temáticas comparativas (Ghirardi y Irigoyen 2016; López-Guadalupe e Iglesias 2012)8 -sin entrar en la ya fecunda vía de estudio de la religiosidad popular e inquisitorial-,9 insistiremos en las todavía escasas relacionadas con la cultura material basada en documentación notarial -al tomar el escribano el pulso diario de las cosas y personas de una comunidad (García-Espuche 2010)- y literaria -tratadística o novelada-.
Desde ese cotejo del mundo Ibérico con otros espacios iberoamericanos y europeos (Berg y Eger 2003; Blondé et al. 2009; Thompson 1995) se aborda la cultura material; se viaja de la circunferencia al centro de los objetos, vinculándose la posesión y valor cultural de ciertos enseres cotidianos con prácticas modernizadoras-rupturistas -o de imitación aristocrática-colonial-civilizatoria- que redefinieron la estratificación social. Vestuarios, mobiliario del hogar y platerías cumplían funciones no meramente de uso, añadiendo valor de apariencia y poder, real y/o imaginario-inmaterial, a sus dueños.
Así, entre los grupos intermedios de la burguesía comercial, incluso entre los menos encumbrados de Madrid, Lisboa o São Paulo, brillaban diversos niveles de gasto, stocks y pautas de comportamiento en sus notables inversiones domésticas. En sus casas y trayectorias familiares descollaban unas formas de sociabilidad modernas, unos hábitos de recibir y de ser vistos y una nueva etiqueta que empujarían y dinamizarían las demandas de todo tipo de géneros semiperecederos hacia cotas de cantidad, calidad y variedad. De ese modo, algunos grandes propietarios rurales y los administradores de rentas reales, junto a las clásicas jerarquías castellanas, mostraron ya unos mobiliarios y guardarropas ciertamente espectaculares en comparación con el resto del vecindario; únicos, hasta pretender asemejarse y confundirse -limando distancias de apariencia- con la elite urbana más próxima, acceder a las novedades extranjeras portuarias o equipararse a los sectores privilegiados capitalinos (García 2016b).
También la historiografía portuguesa, brasileña y mexicana se interesa por estos planteamientos (Barreiros 2014; Caldas 1999; Chantal 1965; Drumond 2012; Duraes 1987; Trindade 2002; Vieira 1996). Atentos a las nuevas miradas metodológicas de una economía mundo y transnacional, sus enfoques concluyen que "la especialización era un lujo". Sin olvidar la representatividad de cada nivel de riqueza, los enseres de uso doméstico y corporales -patrimonio mueble-, respondiendo a necesidades y distinciones, definirían las relaciones de poder al construir la jerarquía familiar y permitir diferenciar banalidades de ostentaciones, objetos cotidianos de los festivos o los ligados a una intimidad estática frente a mudanzas de comportamientos, siguiendo el "silencioso lenguaje de los símbolos" (Madureira 1992). Así, la civilización del Brasil colonial no nacería en un Edén, edificándose conceptualmente a partir de múltiples representaciones yuxtapuestas (Buarque 1959);10 y entre los extremos culturales de la ostentación y el decoro se movería el lujo indumentario mexicano del siglo XVIII (Gonzalbo 2012a).11
Aquellos procesos de asimilación/rechazo de los modos de vida se reproducían y modificaban de continuo en la medida en que lo cotidiano -esencialmente inmutable y dentro del marco de un orden preestablecido- implicaba cambios permanentes, atento siempre a espacios y tiempos donde nacerían concepciones civilizatorias, adaptaciones normativas y nuevas costumbres; máxime entre la amplia y creciente medianía social novohispana en cuyo comportamiento se aprecia mejor la riqueza de su acomodo y los distintos ritmos para soslayar las tensiones generadas hasta lograr una teórica concordia que satisficiera el atractivo colonial (Gonzalbo 2009a; Escalante 2010). En tal dinámica, la cultura es un todo de creencias y hogares comunes; ni costumbrismo pintoresco ni relato anecdótico: un conflicto de continuidades en transformación que colmara las necesidades diarias mediante múltiples fórmulas y perspectivas.
El objeto se transformaba en árbitro cultural -dinámico o transgresor- ilustrado o barroco (García Santo-Tomás 2009). Como producto de consumo cumplía funciones que trascendían el universo material, al forjar procesos de identidad y guardar significados simbólicos que le dotaba de valor social, como certifica la correspondencia privada o las noticias demostrativas de la notable diferenciación pública transmitida por el uso de vestidos contrastados entre damas y esclavas (Jiménez 2009, 5312; Martínez 2007) cuando el lujo se convirtió en la clave de aquella civilización de la imagen.
Tráficos indumentarios entre la Península Ibérica y México, Colombia y Brasil
Como la historia es socialmente diferencial, el proceso de transformación y resistencia a la modernidad y la alteración ideológica preexistentes generaron fuertes simbiosis y choques entre los distintos colectivos donde se produjeron -y desde los que difundieron tales cambios- y para quienes los rechazaron. Por eso interesa el contraste del mundo material y la relevancia vestimentaria -femenina y masculina- con la demanda textil en cada espacio americano, al estimular vínculos prefijados (Moreyra 2012; Moreyra y Giorgi 2016). Por ejemplo, los hábitos indumentarios coloniales del hinterland de las regiones brasileñas de São Paulo (Lima 2011)13 o Mariana (Da Silva 2019)14 reflejan al unísono las transformaciones y permanencias del atuendo y la moda y el nexo entre la economía doméstica y su cultura algodonera, precisando consumos lujosos de joyas y ropajes -de distinción- frente a los populares e indígenas, y mientras en Castilla el protagonismo lanero resultaba más contundente y todavía vinculado a su confección casera y poco conectado al mercado.
En ese entorno colonial destaca la posición central de la mujer paulista en el proceso de asentamiento de una economía vestimentaria y en el estímulo al consumo textil cotidiano: la cultura de la apariencia doméstica y los modos de vestir de aquella sociedad esclavista estaban vinculados al desarrollo de una civilización del algodón. En paralelo, esa ostentación de bienes preciosos -una cadena de oro podía valer más que muchos patrimonios; como la de Isabel Sobrinha, tasada en cien mil reis (Da Silva 2019, 114)- y los discursos simbólicos indumentarios adquirirían mayor alcance: las siluetas indígenas se metamorfoseaban mediante una lenta sustitución de sus tradicionales plumajes por los hábitos típicos del Viejo Mundo -pese a los propios conflictos entre las modas europeas (los negros trajes españoles o los más vistosos versallescos según el momento) filtradas desde Oporto, Lisboa o Madrid-, y casacas a la francesa, chapines de valencia o sayos de Londres engrosarían los tráficos indianos; mientras aumentaban las posibilidades de variación en colores y hechuras de cada artefacto de lujo -zapatos de cuero, jubones femeninos de seda y camisas masculinas-, considerados fortuna familiar y distintivo-símbolo de demostración pública, a pesar de las recurrentes leyes suntuarias metropolitanas (Da Silva 2019). Con otra escala de valores diferente, en los sectores populares castellanos los tejidos algodoneros eran una gala moderna muy poco extendida -y criticada la vanidad de sus pecaminosos escotes, largos y tintes- y las alhajas doradas o de plata una aspiración reservada a una encumbrada minoría ávida por destacar sobre el común al exhibir la riqueza callejera de sus joyas (García 2016b).
No se trataba de una sociedad consumista, pero se estaban produciendo las demandas necesarias para incorporarse, con múltiples trabas, al proceso dinámico europeo; y eso que los niveles de vida siempre fueron muy contrastados: junto a una amplia miseria, las burguesías urbanas castellanas, portuguesas e indianas todavía contaban con pocos libros, su instrumental de ocio era escaso y sus guardarropas y tocadores aún debían generalizarse15 (Olival 2011; Pedreira 1995; Pires 1897; Vigarello 1991).
El mercado de objetos extranjeros en cada momento histórico fue producto de búsquedas conscientes por parte de los sectores sociopolíticos rectores por identificarse -hasta transformar su propia identidad si era necesario, arrinconando la precedente- con la modernización occidental, mostrando sus contactos con sus iguales asentados en las capitales europeas más dinámicas (Cruz-Valenciano 2014, 41-89; Otero-Cleves 2009). El traje podía visualizar así la proximidad o resistencia a las innovaciones, entendidas en clave de una cuantiosa inversión económica -pago de mercancías- a la par que de civilización-exteriorizando posicionamientos ideológicos ilustrados, burgueses o tradicionalistas-, mientras la posesión vesti-mentaria se convertía cada vez más en eficaz mecanismo para generar diferenciaciones y reconocimientos patrimoniales y culturales.
En aquel mundo cambiante, el hábito sí calificaba al monje y las monas vestidas de seda16 eran mejor consideradas; queriendo lucir todo su atavío, aunque solo fuesen modas fugaces; entremezclándose en su porte distinciones y vanidades, apariencias e ideologías, demostraciones de mentalidad y comportamientos consumistas; contrastes de estilos sociales y culturales, rústicos o festivos, cosmopolitas y de género; los ropajes casi siempre un símbolo de modernidad -muy claramente durante el siglo XVIII-.
Cultura material popular portuguesa en clave social
En una visión cosmopolita y moderna, la casa lisboeta ofrece claves sobre la evolución de las sensibilidades privadas, la emergencia de una civilización confortable y el culto por los objetos y los espacios individualizados. Los recintos se ajustaban a los nuevos hábitos burgueses cuando la exclusividad de unos arrastraba al resto; cada sala mejor acomodada y tomando una connotación negativa la no independencia funcional, pues sin la necesaria jerarquía doméstica el individuo en ascenso no podía desarrollarse: mejoraba la cámara principal, íntima y zona exclusiva, asegurando un territorio vital, frente al extendido "igualitarismo de la pobreza que impedía el lujo de la diferencia" (Madureira 1992, 50). La vivienda otro índice de reputación social -ostentación exterior y confort-, tendente hacia ambientes especializados, bien equipadas vitrinas, salones apropiados para recibir, exposición de más mobiliario, noción de intimidad e incorporación de normas reguladas de convivencia cotidiana con ruptura de fronteras entre el dominio público y la organización del ámbito interior -percepción de universos personales-, alterando las relaciones afectivas con las cosas... y eso que aun tardarían en propagarse las reglas de ciudadanía, privacidad y libertad de la sociabilidad contemporánea (Madureira 1992, 291-298).17
Aun así, numerosas viviendas capitalinas mostraban enormes carencias y muy pocos signos de confort o privacidad. El uso multifuncional y polivalente de sus cocinas y pequeñas cámaras -moradinhas- ofrecía una alta sensación de promiscuidad -casas terreras en el sur portugués; compartiendo espacio con el ganado en Minho; predominio en Lisboa o Évora de una/dos estancias-. Siempre un reducido y desmontable mobiliario utilitario. Junto a los populares muebles de contener, de asiento y reposo, primaba -pese a las celosías ventaneras- la ausencia de cortinas y corredores, intimidad y comodidades, la escasez de vanos delimitadores -puertas interiores- y la no coincidencia numérica de moradores y catres, platos, colchones o tablas de cama (Duraes-Gomes 2018).
En el Bajo Miño rural, en paralelo, un mobiliario de casa macizo para durar toda la vida representaba estabilidad y perpetuidad frente a la novedad, definiendo estilos de vida clásicos -muy pocos para mostrar- frente a gustos y futilidades. Otorgando gran importancia a sus lienzos de alcoba, muchos eran simples. Aunque primase la modestia generalizada, la loza fina de la India o de Viana también revelaba sociabilidad y civilidad (Duraes 2000; Santos 2011). La hacienda familiar podía permitir la adopción de nuevos hábitos, pero lo arraigado de las tradiciones provocaba que las modas se alterasen muy despacio: en su ropa blanca apenas había lujos y el algodón tardó en popularizarse; no obstante, cierta suntuosidad ornamental demostraba buenas maneras en la mesa o su significado simbólico y constructor de jerarquía social por encima de su propia utilidad práctica: las telas de origen extranjero solo eran accesibles a una minoría con elevado nivel de riqueza -el boticario de São Paio podía mudar de camisa al contar con ocho de buen lino y si bien solían andar descalzos, la tienda de Isabel Fernandes inventariaba ochenta pares de medias gallegas-. Y en esa tierra de filigrana en oro -donde su uso fue constante, siendo vergüenza pública el empeño de sus tesoros-, la joyería popular, igual de cotidiana a la par que indicador de distinción y evidencia de estatus, visualizaba los patrimonios femeninos, presentando una enorme carga afectiva más que su valor como adorno corporal-doméstico (Vilaça 2013).18 x
Ese mundo material rural portugués -en contraste con las realidades cotidianas castellanas, donde en todo acto público se veía "a las damas vestidas riquísimamente"19-, si el lenguaje de la moda fijaba siempre distinción de estatus, también puede compararse con el americano. Sus vestidos definían niveles de fortuna a la par que prácticas de ostentación y consumo contrastadas -o considerándolos preocupación capital para el cuidado de la orfandad y desde perspectivas de género-: las señoras de São Paulo lucían indumentarias lujosas y pomposas conforme a sus propias prácticas, mientras, en cambio, en la Tierra de Santa Cruz las damas optaban por revalorizar su fama ociosa. La apariencia colonizadora marcaba barreras frente a la población indígena y esclava: sus modernos ropajes extranjeros y preciosos adornos significaban fronteras culturales muy reconocibles; o se convertían en apetecida fórmula de integración. De la misma manera que se rastrea en Brasil -ya a comienzos del siglo XVII "los indios tributarios se ponían cuello y vestían como español" (Lima 2011)-, y algo parecido ocurriría después con las prendas occidentales regaladas a los indios tejanos de Nueva España en 1785.
Destacando algunas muestras de mimetismo entre las pobres libres, negras y esclavas por aparentar en su vestir el mismo nivel que la población blanca: aunque la moda vestimentaria es un marcador visual determinante, la aspiración de su uso por todos los grupos sociales le convierte en un ente globalizador de primera magnitud capaz de obligar a legislar en pro de leyes suntuarias o a contravenir toda regla.
En suma, la convivencia callejera seguía siendo la norma.20 Las casas populares eran un lugar de abrigo y no un reducto íntimo elitista donde vivir más de puertas hacia adentro -sin quitar su mirada de ventanas y balcones-, en enconada pugna entre lo ilícito y lo privado, cuando, entre tensiones contrapuestas, todavía en la esfera familiar e individual, no se identificaba el ámbito doméstico con el personal. En el caso americano la diferencia estribaba en que, frente a la elite palaciega, se vivía más puerta afuera -si bien difieren las explicaciones dependiendo de tipologías y ubicaciones-. Y los contrastes de las noblezas peninsulares respecto a las centroeuropeas no lo eran tanto en clave de atraso como de diferenciación, pues al ocupar una posición centrípeta durante el XVI no eran nada periféricas. Aun así, sus mudanzas en la esfera pública y en la intimidad informal tampoco fueron menores. La interacción social confirió visibilidad "al yo": desde la Corte -aunque el gasto palaciego lisboeta era muy inferior al castellano y solo comenzaría a variar en el XVIII por influjo del arquetipo francés- emergería un modelo de conducta civilizada al interiorizar procederes ejemplares disciplinados difundidos gradualmente con posterioridad, si bien en competencia y con dependencias y controles mutuos, revalorizando sus espacios protegidos, vestidos y cortesías. En oposición a la fortaleza comunitaria y modificando sus pautas de comportamiento, los gestos cotidianos adquirieron dimensión de notoriedad global dentro de aquella lógica de la distinción: el acceso a las prerrogativas de la domesticidad y los consumos de privacidad privilegiados -con un protagonismo de género- se vincularon a una solemne proximidad al poder, delimitando las áreas de representación y sociabilidad políticas.21
Espacios y prendas de conexión hacia Europa: los quimonos
En "la construcción social del cuerpo novohispano" el papel pionero mexicano fue clave en la difusión de los cortes asiáticos de quimonos y mantones de manila -también de los biombos, lacados o porcelanas chinas-, relacionado con el incremento de la relación comercial oriental con Castilla a través de Acapulco desde el siglo XVII (Martins 2014; Otte 1988, 332).22 Aquellas batas novedosas serían consumidas después en toda Europa como piezas singulares; primero como regalos y escaparate de curiosidades para convertirse en el resultado de un encuentro intercultural nacido de una generalizada atracción por los objetos curiosos producidos en sitios fantásticos y tan alejados del virreinato. En el XVIII esa prenda se incorporaría al ajuar hispano, europeo y americano en un claro proceso de domesticación de lo exótico al conferirse un valor excepcional a la estética achinada, incorporada a la moda internacional importada frente a modelos autóctonos y déshabillés, tanto por hechura como por tejidos de confección (Martins 2014, 123-148).
El término gusto orientalizante -preferible al de achinado, toda vez que su comercialización y aceptación incluían múltiples enseres procedentes de diferentes partes de Asia- enmarca ese proceso de intercambio de productos y símbolos propios de la Transnational history, además de vincularse a la fuerte modernización textil que supuso el algodón -y la nueva sedería- tendente hacia una innovación vestimenta-ria popular que encajaría en la teoría de la revolución de las apariencias del Siglo de las Luces (Roche 1989) y ya presente en los bellos enseres expuestos en las moradas brasileñas (Borges 2010; Crane 2006) o en los ajuares suntuarios de las familias no-vohispanas (Curiel 2005; Gonzalbo 2009b; Lorenzo 2015; Solé 2009). Objetos-prendas viajeras entre Europa y América -artículos de Indias, agradables y originales, en embargos,23 almonedas, subastas o mandas- a los que sumar el valor añadido sentimental de lo nuevo -"más por la novedad que por su precio"-, registrados en el atractivo surtido, con amplia variedad de géneros foráneos, de sus coloridos tejidos de levante -tocas de seda, bonetes, bolsos, pares de guantes o escofias- o ciertas escogidas piezas de adorno femeninas, todo muy demandado por los consumidores criollos, ávidos de familiarizarse con su uso al distinguirles como europeos e -expuestos en la tienda de Paolo Brun, La Venecia en Tenochtitlan, en 1542 (Martínez 2014, 186-188)-.
Hábitos y objetos -orientalizantes o europeizantes- vinculados a las experiencias transmitidas en común: también en la construcción del estatus bonaerense. Símbolos de la modernidad de cada periodo social -transformándose la gente decente desde 1780-, de acuerdo con un sistema codificado de reciprocidades y costumbres, así como usando imágenes formales rápidamente identificables; dentro de sus hábitat íntimos y públicos; la esfera de lo necesario relacionada con el espacio privado (Otero 2017, 401).24 Sus paseos coloniales lugares de ocio familiar, amén de contar con áreas comerciales definidas, como las tiendas porteñas en torno a la rica calle Victoria, aun sin vidrieras, pero exhibiendo ya en sus escaparates piezas de percal, tripe o pequín cuando el atuendo -un quimono- fue siempre icono de clara jerarquía y la ropa -la cultura material- señal básica y visible de rango y pertenencia. Expuestos ante todos los ojos, podían vestirse con finas galas -hacia 1827, según un viajero inglés: las mujeres "provocativas"; ellos "a la moda inglesa"; sus niños "largos capotes, pantalones a lo wellington y botas... que les convierte en liliputienses"; las niñas ataviadas "como sus madres en miniatura" (Bond 1827)-. Los sectores menos pudientes, recreando las hechuras de la elite: más allá de la represión que el poder imponía sobre sus calidades, utilizaban ropajes de elevado valor; con un gasto anual de tres piezas de linos camiseros de consumo masivo -para mantelerías, pañuelos o sabanería-: con dos mandaban hacer a los sastres cuatro camisas y con la restante paños íntimos y prendas interiores. Demandadas y consumidas, delatando rutas comerciales, poder adquisitivo y nivel de vida, tanto telas al corte como vestimentas ya confeccionadas y un amplio mercado de mercería, guardadas en baúles para trasladar esos efectos personales cuando viajaban, "para mi uso y el de mi casa" o puestas a la venta siguiendo las rutas feriales. Vivencias diarias en un lento proceso de mejoramiento de los enseres y de la decoración interior de las viviendas, comprobado detrás de las puertas de sus comedores y salas, abiertas a la comunidad de sus iguales, o desde sus confortables dormitorios, incorporando entre dichas estancias los pasillos corredores; intimidad y comodidad frente al hacinamiento conflictivo. Visualizando paisajes, allí desplegaron su actividad cotidiana, construyendo vínculos culturales.
Conclusiones
Lo cotidiano "esencia de la sustancia social" (Peña 2012). ¿Todo se reutilizaba hasta perder su utilidad práctica o las novedades diferenciadoras operaban siempre como modelo cultural?: los recursos definían patrones de consumo y niveles de vida mientras los objetos conferían estatus a la par que transmitían valores simbólicos.25 Se trata de contribuir así a que los estudios historiográficos dejen de ser simples sumas de artículos y de manifestaciones analizadas de forma horizontal, para convertirse en revisiones reflexivas transversales donde lo analítico-comparativo se entremezcle con informaciones extraídas de fuentes primarias -aun cuando somos conscientes de que el empleo de variables sea reducido y deba ampliarse-. En este caso, desde el mundo de la indumentaria, con un plus propositivo añadido que parte de argumentaciones metodológicas renovadas: además de la propia actualización bibliográfica, el entrelazar ideas y recursos vestimentarios aproxima a las apariencias peninsulares en contraste con la cultura material iberoamericana durante la Edad Moderna como principal valor a resaltar. Por ejemplo, distinguiendo el mundo material rural portugués en contraste con las realidades cotidianas castellanas -donde parece que las damas iban mucho mejor vestidas en público- y americanas, a partir del lenguaje de la moda fijado como vehículo de distinción de estatus. Dentro de un marco cultural entendido como un todo de creencias comunes que, mediante esas perspectivas visuales, muestre el conflicto de aquellas continuidades en transformación que colmase tanto el imaginario común como las necesidades diarias.
La indumentaria obligaba a un atuendo social decoroso y a la ética de las nuevas apariencias se oponían ciertos mecanismos estamentales, centrados, al enfatizarse la categoría de notoriedad en costumbres convencionales, en la representación de una economía estática y un rígido código de sastrería impuesto por el estatus (Irigoyen y Giorgi 2008). Inscrito en la historia del cuerpo y de la imagen, sobre la base de esa jerarquía ideal, los discursos sobre la estética del vestido resultaban contradictorios, refinando una doctrina moderna sobre la modestia virtuosa que recodificaría los propios hábitos comunitarios -clamando por una decente contención y una actitud de dignidad en todo comportamiento externo, a la par, se promocionaban en Madrid las revistas que incluían figurines y patrones, como El periódico de las damas, El tocador o La luna26-. Los símbolos de un prestigioso vestuario se hacían patentes en la elocuencia de la distinción que, expresión interiorizada, también transmitía valores ideológicos. Aquel encuadre visual fue paradigma de su perpetuación cultural: la estima se basaba ya en un perfil público, en un retrato distintivo, en una uniformización formal, cuya codificación se correspondería con consciencias identificativas particularizadas y con vinculaciones simbólicas figurativas de la realidad que condicionaron la reputación popular al pulcro aspecto de sus portadores, cuando los ropajes contribuían a la contemplación de una honra que destilaba impacto higiénico, privilegio y virtud interior.
Su escenografía permite la formalización de una lectura social que, a través de la utilización del atavío, consolidaba unos rangos colectivos muy ostensibles, otorgando al traje un valor unificador de lo personal. Íntimamente ligado a esos preceptos visibles, todo favorecía la sistematización de su alcance e imperativo civilizatorio, reflejado en la pervivencia y mantenimiento de un discreto aura de probidad autoimpuesto bajo el patrón de la diferencia: una sencilla ambición textil convertida en dogma. Definidos sus teatrales dispositivos, se admitían usos identitarios plurales y complejos: en nombre de una muy cuidada caracterización vestimentaria, cabían tanto cualquier pobre anonimato como las expresiones de elegancia y subordinación a un perfil superior admirado.
Esta amplia revisión historiográfica, partiendo de fuentes notariales y utilizando numerosas investigaciones en curso sobre el conjunto iberoamericano en comparación con el devenir histórico peninsular, y aunque con enormes contrastes exhibidos espacial y cronológicamente, permite definir las líneas de trabajo presentes y futuras para reconstruir cómo las apariencias públicas lucidas por la indumentaria -desde el negro castellano al quimono asiático pasando por la cultura algodonera y las siluetas esclavas o indígenas- definieron los nexos civilizatorios vigentes a ambos lados del Atlántico.
El revestimiento de la vida cotidiana, fundamento de la historia cultural; el discernimiento de aquella civilización de la apariencia, a partir de las innovaciones de su cultura material y al hilo de las diferencias de hábitos, valores, vicios, creencias y modelos, imprescindible para comprender la estructura familiar y la evolución social.