I would help Rita make the bread, sinking my hands into that soft resistant warmth which is so much like flesh. I hunger to touch something, other than cloth or wood. I hunger to commit the act of touch. Margaret Atwood, The Handmaid's Tale
1. INTRODUCCIÓN
Mercè Rodoreda (Barcelona 1908-Gerona 1983) es el autor catalán más traducido del siglo XX, sin distinción de sexo. Aunque su obra abarca todos los géneros (también poesía, teatro, artículos periodísticos) es, ante todo, una excepcional narradora, tanto cuentista como novelista, entre cuyos títulos se destacan Aloma (escrita en 1936, la versión definitiva después de una profunda revisión de Rodoreda es de 1968 y fue traducida al español por Vidal Jové en 1971), La plaza del Diamante (de 1962, cuya primera traducción española la realizó Enrique Sordo en 1965) y Espejo roto (de 1974, traducida al española por Pere Gimferrer en 1978). Escritas en el exilio, se trata de tres novelas psicológicas, de construcción de personaje (femenino), iniciáticas o de formación.
Sin pretender ser absolutamente original al analizar la obra de Mercè Rodoreda, se propone aquí una metodología oportuna, cuando no necesaria, para evitar apoyarse en la tan subrayada como indiscutible -y nada inconsciente- "ambigüedad" de la obra rodorediana. En este sentido, y coincidiendo con lo apuntado por Marina Gustà, "... estem molt ben servits d'estudis temàtics i de lectures simbòliques des de tota mena d'aproximacions -des de la mitocrítica i la crítica psicoanalítica, fins als estudis culturais-" (85-86)1. Entre estos, abundan los estudios sobre el tópico retórico de la "ambigüedad" de la obra rodorediana, especialmente de su novela más estudiada, La plaza del Diamante. Aluden, por un lado, a la indiscutible riqueza de un texto que se inscribe en la lista de clásicos por eso mismo: su multiplicidad de lecturas. Por otro lado, ejemplifican la interpretación concreta de pasajes, episodios determinados o lecturas panorámicas, que resultan complementarias o incluso radicalmente opuestas. McNerney ofrece un ejemplo de lo anterior: "Pienso que la riqueza de la novela ., con sus ambigüedades, nos ofrece una multiplicidad de interpretaciones y que no se necesita ninguna dicotomía de la crítica" (21). Así, esta propuesta plantea volver al texto y detenerse en un aspecto en apariencia menor, pero de enorme significación. Se trataría de analizar un motivo concreto para luego atreverse a extrapolar inductivamente una tesis global sobre el comportamiento del personaje protagónico o la importancia de dicho motivo en el grueso de la obra de la autora desde la mayor concreción que el texto permita.
Sigo la pregunta retórica que Gastón Bachelard formulara en La poética del espacio: "¿cómo una imagen, a veces muy singular puede aparecer como una concentración de todo el psiquismo ?" (9). ¿Cómo no utilizar esta metodología con una autora para quien el arte de hacer novelas se relaciona sobre todo con la alquimia? En el prólogo a la edición de Espejo roto, la autora plantea: "Una novela se hace con una gran cantidad de intuiciones, con cierta cantidad de imponderables, con agonías y con resurrecciones del alma ... toda una alquimia" (13). Resultaría razonable tratar de descubrir, al menos, uno de los elementos o componentes de esa concentración alquímica. Si, con el fin de transmutar los metales, los alquimistas estaban obligados primero a transmutar su propia alma, no resulta extraño pensar que Rodoreda sometiera la suya a complejos procesos para transmutar la de sus personajes en un elemento simple. Se trataría de invertir el proceso y, desde lo aparentemente muy simple, mínimo, atisbar el alma. Pero este análisis rehúye de manera expresa un enfoque psicobiográfico del autor desde sus obras, o viceversa. En este sentido, la biografía sobre la autora de Montserrat Casals o el epistolario, por ella misma editada, entre la autora y Joan Sales, su editor, podrían constituir un punto de partida para una posible exploración de esos amplios derroteros.
El objeto de este estudio hace referencia al "acto de tocar" que caracteriza muy sutilmente al personaje de Natalia/Colometa de Laplaza del Diamante. Paradójicamente, este rasgo se manifiesta en el personaje de Teresa del Espejo roto, tan opuesto a la primera. Y, en Aloma, se verá cómo el personaje protagonista y su cuñada Anna establecen un precedente en la definición psicológica mediante ese motivo, el del acto de tocar. El final del estudio dará respuesta a la siguiente pregunta: ¿supone la interpretación de este motivo concreto, el del acto de tocar, en el proceder de los personajes de estas tres novelas, una contribución reseñable en el significado ultimo de la obra de Rodoreda ? Se enmarcará esta interrogación dentro de un marco teórico psicoanalítico, que se presenta a continuación, y que se aplicará en los apartados siguientes a cada una de estas tres novelas, examinando cómo el acto de tocar, más que un simple acto físico y como categoría de análisis psíquico, constituye un mecanismo literario revelador de la psicogénesis de sus personajes, y cómo las diferentes articulaciones del tacto producen distintos caracteres de personaje.
2. A MODO DE MARCO TEÓRICO: EL YO-PIEL Y LA CHOSE
Para apuntalar este análisis se partirá de una base psicoanalítica sustentada en dos pilares nocionales: el del Yo-piel, desarrollado por el psicoanalista francés Didier Anzieu (2003) , que aborda el tacto como factor ontopsicogénico fundamental de la persona, y el de la cosa (la chose), procedente de la escuela lacaniana y que se inscribe en la dinámica del deseo (Evans 204-205). Desde estos dos conceptos se analizará la psicología constituyente de cuatro personajes femeninos de la novelística de Rodoreda, con el factor común del tacto como categoría de análisis, que representa la búsqueda de anclaje en la realidad y definición o afirmación de la identidad psicológica.
Ya Freud, en sus progresivas destilaciones de la topografía del Yo, apunta a la importancia de la piel (y por lo tanto del tacto) como superficie física a partir de la cual se construye psíquicamente el Yo y que "deriva en ultimo término de las sensaciones corporales, principalmente de aquellas que proceden de la superficie del cuerpo. Cabe considerarlo, entones, como la proyección psíquica de la superficie del aparato psíquico por lo que puede considerarse al Yo como una proyección mental de dicha superficie" (27-28). El modelo del Yo-piel presenta tres funciones elementales de la piel en calidad de envoltorio no solo físico sino también psíquico: como delimitador entre el interior y el exterior, como protección de la agresión exterior y como interfaz de comunicación con las personas y con la realidad (Anzieu 51).
Los desequilibrios en la configuración del Yo-piel se asocian a estados extremos de neurosis, a una "falta de límites; incertidumbre sobre las fronteras entre el Yo psíquico y el Yo corporal ., entre lo que depende de sí mismo y lo que depende de los demás ., confusión de las experiencias agradables y dolorosas, ver funcionar su cuerpo y su pensamiento desde fuera, de ser el espectador de algo que es y no es su propia existencia" (Anzieu 19). La cita anterior pareciera tanto una descripción sumaria de la sensibilidad psíquica de Natalia/ Colometa en la obra de Rodoreda, tanto como un extracto de un libro sobre psicoanálisis. El papel múltiple de la piel entronca con la sensibilidad casi dolorosa de los personajes de Rodoreda, obligados a menudo a cerrarse a un mundo externo difícil, agresor y doloroso. A partir de ahí es posible señalar que se producen en los personajes de Rodoreda escenas puntuales, pero paralelas, en las cuales el tacto, el hecho de tocar cosas, se convierte en un ultimo intento de aferrarse a la cordura, un último anclaje entre lo físico y lo psíquico.
Será necesario, no obstante, profundizar en el concepto de cosa y de realidad desde el constructo psicoanalítico de Jacques Lacan. Aunque sus planteamientos se despliegan con versatilidad en los campos de lo lingüístico y lo visual -en comparación, apenas nada en el campo de lo corpóreo y lo táctil- su estudio del deseo y su exploración de la relación entre Lo Real y la psique sí resultan válidos para esta propuesta, pues la transacción entre la psique de los personajes y la realidad se produce por medio de la sensación intensa y placentera del tacto de las cosas, en lo que propone como un desaforado intento de afirmación desde el Yo-piel.
El concepto la cosa (la chose para Lacan, das Ding para Freud) en el ámbito del psicoanálisis ocupa una posición preferencial: no se trata de objetos materiales propiamente dichos, sino de lo que se busca, del objeto del deseo. Se define, pues, la cosa no desde el objeto hacia el sujeto, sino desde dentro del sujeto hacia lo externo: "Le Ding est l'élément qui est à l'origine isolé par le sujet, dans son expérience du Nebenmensch, comme étant de sa nature étranger, Fremde" (Lethique de la psychanalyse 64-65). Es algo que resulta "étranger et même hostile à l'occasion" (65). Lacan califica a la cosa como "le secret véritable" (58), cuya utilidad es servir "à rien d'autre qu'à référer par rapport à ce monde de souhaits et d'attente" (65). La cosa está perdida para siempre: "Il ne será jamais retrouvé. Quelque chose qui est là en attendant mieux, ou en attendant pire, mais en attendant" (65) 2.
Así, la relación entre "el deseo" lacaniano y "la cosa" no es directa, sino elíptica, con una tensión permanente entre la búsqueda de la satisfacción (demanda) y aquello que la genera (necesidad), tensión que para Lacan se computa como déficit, satisfacción incompleta de la demanda; es decir, el deseo (Ecrits 580). Lo Real es necesariamente lo inaprehensible, lo imposible; pues nuestro acceso a ello está mediado por la simbolización del lenguaje y los sentidos ("The Transference" 167). El encuentro con Lo Real constituye algo innombrable, inasimilable, que genera angustia, ya que es producto de un fracaso en la simbolización y que caracteriza la dificultad de relacionarse con las personas y los objetos que rodean al sujeto; como se verá, un "sentirse perdida" en el caso de los personajes de la obra de Rodoreda que se analizarán. En ellos, se computa un déficit abismal entre satisfacción y necesidad: las carencias emocionales, la brutalidad del orden social establecido y el enfrentamiento sostenido con la realidad hostil establecen una supresión sistemática del deseo y de su satisfacción. Dicha disociación las lleva a un límite emocional desde el que no pueden despeñarse solamente mediante un mínimo contacto táctil, minúscula búsqueda de lo real mediante la interfaz más íntima: la piel; pues esta actúa de manera paradójica: "una barrera que cierra el paso porque está en contacto y porque, por esa razón, permite el paso parcialmente" (Anzieu 86).
Si fuera necesario ofrecer un vínculo entre los términos cosa(s) y acto de tocar dentro de la crítica literaria, se podría acudir, a modo de correlato objetivo, a las palabras que Hélène Cixous dedicara a Clarice Lispector: "Toucher le coeur des roses: c'est la manière-femme de travailler: toucher le coeur vivant des choses, être touchée..."3 (107). En muchos casos, esta paradójica cercanía e inaprehensibilidad de la cosa, resulta suficiente para salvar el precario equilibrio de la vida psíquica de los personajes en la obra de Rodoreda, y necesario para definir sus dispares psicologías.
3. DE LA(S) COSA(S), QUE NO LOS OBJETOS
Que haya objetos en las novelas de Rodoreda es un hecho que la propia autora asume como obviedad, al igual que resalta la incuestionable presencia de los mismos desde las novelas realistas decimonónicas. Así se lee en el prólogo que Rodoreda escribiera para La plaza del Diamante:
De cosas (de muebles, de relojes, de manecillas del reloj, de péndulos de reloj, de pinturas, de formas y colores de butacas y sofás, de lámparas de aceite y lámparas de pie, de alfombras y de doseles reales), se ha hablado en todas las novelas. Desde Balzac hasta Proust, pasando por Tolstoi, por citar solo los que producen mayor efecto. Las cosas tienen una gran importancia en la narración y la han tenido siempre ... En La plaza del Diamante, cosas hay muchas ... (10) Pero la misma insistencia en su importancia y la abrumadora exhaustividad en su enumeración parece restarles cierto valor. No son los objetos en sí relevantes para el presente estudio, pero sí lo es la enorme frecuencia con la que Rodoreda opta por referirse a ellos con un lexema casi vacío de contenido, inaprehensible en lo real desde un punto de vista del deseo lacaniano, y por esto mismo más abarcador en su ambigüedad referencial: el término cosas, que este análisis conecta, por su recurrencia, con el concepto chose de la enseñanza lacaniana.
Puesto que la realidad descrita en las obras de Rodoreda es absurda y terrible -las fechas de escritura y publicación de Aloma, La plaza del Diamante y Espejo roto refieren a la posguerra española, la Segunda Guerra Mundial, el existencialismo-, parece lógico aferrarse a las "cosas", en su sentido más literal: sustituir las grandes elucubraciones, los valores y las ideas, cuando todas estas carecen de un criterio comprensible en primer término y aceptable en segundo, por el acto de percepción más básico. La vida son las cosas. Cómo, si no, interpretar la cita de George Meredith que Rodoreda eligió para iniciar La plaza del Diamante, a modo de aviso a navegantes: "My dear, these things are life". La desasosegante ambigüedad del término things, que en inglés abarca un campo semántico de mayor amplitud, si cabe, encaja a la perfección con la atmósfera kafkiana y la sobrecogedora vulnerabilidad de personajes como Natalia/Colometa.
Pareciera que Rodoreda hubiera decidido evitar mostrar la autorreflexión de Natalia/Colometa, con excepción de la certeza de saberse perdida en el mundo o apuntar cómo esta siente el vacío de la figura materna. Así, en lugar de una secuencia lógica de pensamientos, el lector se topa con un flujo informe de sensaciones y descripciones de lo que sucede; mejor, el relato de lo que sucede tanto fuera como dentro del personaje, conformando la realidad interna y externa en un todo único indiferenciable, igual que personas y objetos, se con-funden, sin mediación del Yo-piel que busca en el acto de tocar imponer un límite a la disolución.
Las tres partes en que se divide Espejo roto se inician con una cita en inglés, pero interesa subrayar la que inaugura la primera y más extensa de las partes que, de hecho, pudiera considerarse una obra autónoma en sí misma y que se podría titular "Historia de Teresa". La cita, de Laurence Sterne, reza: "I honour you, Eliza, for keeping secret some things". La elección manifiesta la intensa voluntad de la autora de salvaguardar el misterio que emerge como la punta de un iceberg en los casi infinitos secretos que marcan la existencia de todos los personajes, siendo quizás sus deseos el mayor de sus secretos, incluso para ellos mismos. O, lo que es lo mismo, una muestra de su conciencia (no exenta de humana soberbia) de no ser Dios, puesto que, tal como confiesa en el prólogo a la novela: "Un autor no es Dios. No puede saber qué pasa por dentro de sus criaturas . [tiene que] encontrar una fórmula" para evitar decirle al lector directamente cómo son y qué sienten los personajes (18).
En este mismo prólogo, Rodoreda echa mano en numerosas ocasiones del término cosas, cuyo valor no queda circunscrito a la narrativa de ficción (novelas o cuentos) sino que se aplica de manera amplia a los textos teóricos de la autora. Cabe destacar el uso del término en dos ocasiones cargadas de deliciosa ironía: casi al inicio, cuando alude a un largo tiempo que estuvo sin escribir "porque requiere esfuerzo y yo tenía cosas más importantes que hacer, como por ejemplo sobrevivir" (14), y en las dos frases finales del prólogo, con un guiño a modo de captatio benevolentiae: "He hablado de mí y de cosas esenciales en mi vida, con cierta falta de mesura. Y la desmesura siempre me ha asustado mucho" (39). En un contexto confesional, pero cargado de ironía, "cosas" se equipara al acto de escribir, de sobrevivir o de lo que, no siendo yo, resulta esencial para mí, a lo único auténticamente real e inaprehensible, que es de forma permanente diferido en el deseo.
La exploración de las citas que encabezan los diversos apartados de la obra de la autora no acaba aquí: los veinte capítulos en que se divide Aloma se inician con una cita. Interesa resaltar la cita de De Beaumarchais que encabeza el tercer capítulo: "¿Por qué estas cosas y no otras ?" (33), cuya referencialidad no puede ser más amplia y abarca todo lo que acontece frente a todo aquello que, no siendo, sí existe en el deseo, desde la elipsis. Así, se propone que el recurso frecuente al lexema cosa(s) en las tres obras de Rodoreda constituye una serie de instancias textuales de los procesos anímicos que construyen la psicología del personaje en el ámbito del deseo, generalmente insatisfecho, y que se pueden encuadrar dentro de la noción de la cosa en términos psicoanalíticos.
4. EL ACTO DE TO CAR EN LA PLAZA DEL DIAMANTE. LAS BALANZAS DIBUJADAS EN LA PARED DE LA ESCALERA: NATALIA
El rasgo distintivo del personaje de Natalia/Colometa es la conciencia de saberse (sentirse) perdida. Es uno de los escasos señalamientos que la narradora hace sobre sí misma y que la propia autora subraya en el prólogo que escribió en 1982 a La plaza del Diamante: ". la Colometa que solo se parece a mí en el hecho de sentirse perdida en medio del mundo" (10). Rodoreda niega que el personaje de Natalia/Colometa sea un destilado de sus vivencias autobiográficas, si bien reconoce la identificación con su criatura precisamente en el rasgo que las distingue como seres sin asidero existencial.
Josefa Buendía Gómez alude en el tercer capítulo de su análisis de la narración de Natalia en La plaza del Diamante, "Tirando del hilo de la memoria -en las huellas de los sentidos-" (33-48), a "las huellas registradas por los sentidos, como recursos para transmitir veracidad e intensidad a los momentos importantes vividos" (33), y en ese contexto sitúa las balanzas dibujadas en la pared de la escalera donde vive el personaje protagonista. No interesa aquí su valor como resorte de memoria ni como intensificador, ni es relevante que lo que recorre reiteradamente con sus dedos Natalia sea el dibujo de unas balanzas y estas sean vistas como símbolo de justicia o equilibrio. Lo relevante es el acto de pasar el dedo por ellas, de tocarlas. Al igual que hacia el final de la novela "pasa un dedo por una flor de ganchillo" (249) o recorre las ranuras de las mesas para sacar las migas de pan.
Este acto de "repasar" las balanzas recorre transversalmente toda la obra, ya desde el inicio de la novela: "Entre nuestro rellano y el del primer piso la pared estaba pintarrajeada: nombres y monigotes. . había unas balanzas muy bien dibujadas con las rayas hundidas en la pared como si las hubiesen hecho con la punta de un punzón. . Pasé el dedo alrededor de uno de los platillos" (12). Mientras se suceden de manera tan gris como descontrolada las pequeñas injusticias en un trabajo monótono de limpiadora, las imposiciones de un marido tirano, la cruel torpeza "sin razón" de la madre con los hijos, sus propias emociones. En este remolino de eventos y emociones que van y vienen sin sentido, sin causa reconocible, sin asomo siquiera de cuestionamiento se reitera el acto de tocar las balanzas de forma compulsiva, obsesiva pero liberadora, beneficiosa y sanadora. Tocar las balanzas actúa como asidero psíquico:
Cuando llegué al piso, cargada con las arvejas [por imposición del marido], cansada a más no poder, tuve que pararme y todo delante de las balanzas dibujadas en la pared, que era el sitio en que se me acababa el aliento cuando estaba cansada (53).
Cuando se fue [Quimet, el marido] me abrazó muy fuerte y los niños se lo comieron a besos y le acompañaron hasta abajo de la escalera y yo también, y cuando subíamos, cuando estuve entre el rellano del primer piso y el mío, me paré y pasé el dedo por los platillos de las balanzas de la pared, y la niña me dijo que le dolía la cara porque la barba de su padre pinchaba. (63-64).
Lo que sucede -acontecimientos de la realidad exterior y el acontecer personal y subjetivo- se confunden: "me parecía que él me veía toda por dentro con todas mis cosas" (62). Incluso el espacio y el tiempo se confunden:
Y caí al suelo como un saco. Y cuando subía las escaleras de casa y me paré a respirar al pie de las balanzas, no me acordaba de lo que me había ocurrido, como si el tiempo que había pasado entre poner un pie en la calle y llegar a las balanzas, fuese un tiempo que no hubiera vivido nunca. . Y una noche, con la Rita a un lado, y Antoni al otro, con las varillas de las costillas que les agujereaban la piel y con todo el cuerpo lleno del dibujo de las venas azules, pensé que los mataría. (69-70).
Por el contrario, acercándose el clímax de la tragedia -cual lúcida Medea, inmersa en la más absoluta desesperación, Natalia/Colometa decide matar a sus hijos para quitarse la vida después- baja las escaleras, pero, aunque las ve, esta vez no toca las balanzas, único objeto claro entre tanta oscuridad, a modo de faro. En su particular descenso a los infiernos, se aferra a la barandilla (obsérvese en los fragmentos siguientes la presencia de la palabra cosas, destacada en cursiva para su análisis en los apartados posteriores; su recurrencia léxica resulta significativa, pues en el original en catalán abunda incluso más que en la traducción):
Salí de casa . Bajé la escalera como si fuese una escalera que se acabase muy lejos y al final estuviese el infierno. ... Hasta donde llegaba el brazo estaba lleno de dibujos, de monigotes y de nombres; todo medio borrado. Solo se veían claras las balanzas . y pensé en las cosas que había visto el día antes y pensé que lo debía hacer la debilidad, y pensé que me gustaría bajar la escalera botando como una pelota, abajo, abajo... y ¡pam! Abajo de todo. ... Me costó levantarme y acabé de bajar el trozo de escalera con mucho miedo de resbalar, bien agarrada a la barandilla. (74).
El tacto, pues, restaña los límites yoicos y, por lo tanto, genera una suerte de simbolización de reemplazo que restaura el precario equilibrio psíquico. Después de haber "tocado" fondo, cuando sale del pozo, un hombre bueno aparece en el momento más oportuno. En el instante en que reanuda el reto de vivir, reaparece en la narración también el acto voluntario de tocar las balanzas: "Me costó levantar cabeza, pero poco a poco volví a la vida después de haber estado en el hueco de la muerte. . Muchas cosas. Muchas. No se puede decir lo que era para nosotros todo aquello. Salía con mis bolsitas, subía al piso corriendo y siempre me paraba a tocar las balanzas" (77). Y esa acción rutinaria se repite y mantiene, como un acto empecinado de normalidad: "Toqué las balanzas y acabé de bajar. . Me costaba un poco respirar, como a los peces cuando los sacan del agua" (78).
Significativamente, en el capítulo final de la novela encontramos una Natalia (ya no más Colometa) que ha sobrevivido a la decisión de matar a sus hijos, y los hijos han crecido y uno de ellos, Rita, se acaba de casar de blanco. Su casa es ahora otra y el acto de tocar se ejerce sobre una flor de ganchillo: "Empecé a pasar un dedo por una flor de ganchillo y de vez en cuando tiraba de una hoja" (249). Regresa significativamente en el último capítulo a tocar un objeto (una flor de ganchillo) que ya tocara en el momento de dar a luz y antes de expulsar la placenta, o "echar la casa del niño" (70) . Destaca la manera continuista en la que el personaje perpetúa el acto de tocar, pues volverá a las balanzas dibujadas en la pared de la escalera de su casa anterior, pero en sueños, y en sueños querrá tocarlas: "Y al otro lado me volví y miré con los ojos y con el alma y me parecía que aquello no podía ser verdad. Había cruzado. Y me puse a andar por mi vida antigua hasta que llegué enfrente de la pared de casa . Quería subir, hasta mi piso, hasta mi terrado, hasta las balanzas y tocarlas al pasar ..." (253).
Otra variante de la necesidad que empuja al personaje a tocar sería el acto de sacar las migas de pan que se han ido quedando incrustadas en las ranuras de la mesa del comedor: "Volví al comedor, me senté delante de la mesa, y con la uña, me puse a sacar las migas de pan viejas que estaban metidas en una rendija muy grande. Y pasé un rato así" (61). Llega incluso a descubrir a Quimet haciendo lo mismo (igual que en Espejo roto Teresa descubre su manía de tocar en la manía de tocar que tiene su hijo, y se reconoce en él). En una escena muestra un Quimet extrañamente hogareño, cansado de la guerra, que quiere estar metido en casa "como una carcoma dentro de la madera": "Y mientras hablaba metía la uña en la rendija de la mesa y hacía saltar las cortecitas de pan que se metían allí y me extrañó mucho que hiciese una cosa que yo hacía a veces y que él no había visto nunca que la hacía" (64).
Recuérdese que Natalia es un personaje marcado por las pérdidas desde su misma condición de huérfana, como ocurre en Aloma4. Esa querencia por tocar parece una reacción compensatoria a la carencia de tacto de Colometa, a su falta de conexión con "la cosa", con una simbolización aprehensible del deseo, la cual se manifiesta en sus repetidas menciones a "las cosas" y que se analizará en los siguientes apartados. Natalia lleva a cabo con las cosas lo que necesita que hagan con ella: tocarla. La ausencia de caricias es, como otras muchas carencias, un rasgo definitorio del personaje que este invierte de dirección.
5. EL ACTO DE TOCAR EN ESPEJO ROTO. TOCAR Y POSEER (UNA FLOR): TERESA
Un personaje muy distinto al de la protagonista de La plaza del Diamante es el de Teresa, de Espejo roto. Teresa es activa, segura, ejerce control sobre la realidad. Independientemente de las circunstancias trágicas que acontezcan, actúa de forma que su psique sale a flote y se adapta: es un ser "sólido". Coincide una parte de la crítica en considerar Espejo roto, principalmente, una novela de protagonista en lugar de la historia de tres generaciones o, como la propia autora manifiesta en su prólogo, la "novela de una familia" (Pessarrodona 144). Por otro lado, el protagonismo indiscutible de Teresa no resta un ápice de importancia al que en la obra poseen el espacio del chalé o torre de Sant Gervasi, por un lado, y el paso del tiempo, por otro. Todos esos enfoques son complementarios, no excluyentes.
A pesar de que en cierto modo Teresa pudiera considerarse el envés de Natalia/ Colometa, no se debe simplificar a ambos personajes y tildar de "pasiva" la actitud de Natalia/Colometa -despojada de su nombre de pila, que significa "nacimiento"- frente a la Teresa "agente" -cuyo nombre de pila se ha relacionado con la figura del "cazador" (Albaigès Olivart 235), el que apresa la fiera-. Los contados actos de tocar, parecen ser el mínimo movimiento voluntario que se permite la desposeída Colometa en los estados de casi absoluta dejación de su ser, en aquellas fases de su existencia en las que únicamente realiza actividades dictadas por las necesidades (objetivas o creadas) de los otros, y no de su deseo, el cual parece casi desaparecer. Pero pueden rastrearse en Espejo roto algunos episodios en los que el personaje ejerce el acto de tocar, no como acto involuntario y habitual -necesaria percepción- sino como acción deliberada, caprichosa. Los episodios en que esto acontece son significativos estructuralmente. Un ejemplo de ello es el único párrafo dedicado a describir la luna de miel de Teresa con su segundo marido, Valldaura, al final del tercer capítulo: "Teresa extendió los brazos con las manos abiertas y, mirando de muy cerca una flor que se le había quedado en la palma de la mano, dijo en voz baja: 'Esta flor, tan pequeña, es mía'" (73). En el capítulo quinto Teresa sale a pasear por entre los árboles que rodean su casa huyendo del bochorno de una tarde de mayo. Cuando alcanza los límites de su finca elige "tocar" el muro: "La pared, bastante alta, estaba erizada de cristales rotos. La tocó. 'Eres mía'. Y rio. ¿De dónde le venía aquella manía de tocar las cosas que eran suyas ?" (85).
En el capítulo séptimo, Teresa no encuentra nada de sí misma en el niño que tuviera de soltera y al que no ve hace tiempo, no se reconoce en él: "No, no había nada en aquel niño ... ¿Qué había esperado? Lo tenía ante sí, ajeno" (103). Sin embargo, la confirmación del vínculo surge al descubrir que su hijo posee su misma "manía", la de ejercer el placer de "tocar": "... vio que Jesús estaba ante el armario. Tocando el rostro de un soldado. 'Debe gustarle tocar las cosas, como a mí', pensó . Sintió que la invadía la emoción y, tocándole la nariz ..." (103). Una vez Teresa se ha reconocido en el hijo, lo reconoce tocándolo. Teresa echa mano, apresa, si no aprehende, tomando propiedad de la realidad mediante el tacto. Curiosamente, el pequeño, mientras esperaba en el jardín a que apareciera la que nunca él sabrá que es su madre "pasó el dedo con mucho cuidado por el centro de la flor que tenía más cerca" (100).
A veces, el ejercicio del tacto es un acto enormemente placentero, por lo que tiene de transgresor. Por ejemplo, Valldaura "deja tocar" a su hija Sofía el alfiler de la corbata que es una perla gris muy valiosa, regalo de Teresa (132-133), y Teresa hace lo mismo con el más frágil de sus nietos, Jaume, dejándolo tocar, solo a él, la única copa que queda de cristal. Se insiste en la irrelevancia para este estudio del valor como símbolos que puedan tener en la narrativa rodorediana los objetos tocados. Mas bien estos, al ser tocados, propician una individuación de la persona, una definición del yo, que se diferencia respecto al resto, reafirmando el tacto su identidad y, en el caso de Teresa, persiguiendo su deseo en la posesión del objeto. Ese objeto puede ser, para la Teresa anciana y postrada, su nieto tullido, o para la deslumbrante Teresa adulta, el amante gozoso y secreto que elige. Significativamente, en el primer capítulo de la segunda parte, Teresa irá al despacho del notario Riera a pedirle un gran favor "y adelantando algo el cuerpo pasó un dedo por el borde de la mesa. Lo retiró y volvió a pasarlo" (204).
Hay, pues, diferencias entre ambos personajes en la manera de tocar: en oposición a Natalia-/Colometa, Teresa sí reflexiona y tiene conciencia de dicha querencia; no solo se interroga sobre el significado de su proceder, sino que llega a una respuesta en la definición del deseo: poseer. Así, en el prólogo de Espejo roto escrito por Rosa Montero ("El inevitable fin de la belleza"), se alude a la acción de "tocar" por parte de Teresa incluyéndola en la enumeración de sus "ansias", su vitalismo exacerbado: ". tantas son sus ganas de vivir. Una feroz hambruna recorre el libro: el ansia de disfrutar, de sentir, de tocar, de amar, de existir. La alegría salvaje de saberse joven y vivo" (8). Teresa, una mujer pragmática, práctica, no necesita echar mano a las cosas para definirse ante la realidad, sino para aprehenderla: ella sí disfruta de la mirada y el reconocimiento de personas que son, como los objetos para Natalia/Colometa, objetos con mente. Teresa convierte a las personas en "objetos" buenos, indistintamente de los sentimientos que estas profesen hacia ella. Son relaciones de uso mutuo de las cuales Teresa recibe reconocimiento, identidad.
Parecería imposible no detenerse en los "objetos" en un análisis sobre el acto de tocar, aunque manteniendo la inespecificidad del término e insistiendo en su vaguedad. Ciertamente la abundancia de objetos en la novelística de Rodoreda es muy notable y distan de ser mero atrezo. En muchas páginas de Espejo roto, los objetos son el centro del relato, pero tienen un valor común, además de la simbología de cada uno en particular: son señales del paso del tiempo. Si el objeto sobre el que se ejerce el acto de tocar en La plaza del Diamante es la balanza, en menor medida las migas de pan, en Espejo roto es la flor.
6. EL ACTO DE TOCAR EN ALOMA. ANNA Y ALOMA COMO PRECEDENTES
No resultan relevantes para este análisis las descripciones que reflejan actos de percepción involuntaria del propio cuerpo, como las que se encuentran en Aloma. En esta novela, la protagonista es una joven de dieciocho años enormemente sensible, lo que queda de manifiesto en algunos pasajes que hacen evidente una marcada sensibilidad corporal, táctil. Ella siente y se siente desde la piel. El personaje de Aloma rezuma insatisfacción: "A la hora de levantarse no tenía ganas de vestirse y empezar a vivir. Le gustaban tan pocas cosas ..." (57). Quizá, lo más cercano a ese acto de repasar las balanzas con los dedos ejercido por Colometa lo ejerza Aloma con relación a la verja: la información sobre la verja de la casa familiar ocupa buena parte de los dos primeros párrafos de la novela y, en el final de la obra, una Aloma que ha decidido afrontar sola su maternidad y dejar todo y a todos detrás, "Antes de salir a la calle pasó los dedos por los barrotes de la verja. 'Los barrotes de la verja -pensó- dejan una sensación de frescura en la punta de los dedos'" (158). Resulta insoslayable la dimensión limitadora de la verja con la noción de la piel como límite: el tacto y el contacto del límite físico con el límite simbólico perfilan una definición psicológica y relato de independencia.
Sin embargo, es el personaje secundario de Anna, la cuñada de Aloma, quien en una escena en la que expresa su agotamiento físico y mental, "Iba repasando con el dedo el dibujo del mantel" (73). Pareciera un precedente de la Colometa posterior. Anna está atrapada en una existencia absolutamente gris, presidida por los inacabables quehaceres de la casa y sin la complicidad de un marido -el hermano de Aloma-, ausente la mayoría del tiempo. Anna es una figura trágica, su marido la engaña con muchas, ella lo sabe y se resigna. Aloma es también una figura trágica: huérfana de padres, los dos únicos seres de los que ha recibido afecto están muertos -su hermano Dani se suicidó antes de iniciarse la novela, su pequeño sobrino muere hacia la mitad-. Tanto su único hermano vivo como su amante, el hermano de su cuñada, son hombres débiles y egoístas, incapaces de proporcionar ningún tipo de sostén ni cobijo emocional. Ambas aceptan sus terribles situaciones porque carecen de autoestima, y podían haberse apoyado la una en la otra. Por el contrario, son despiadadas en su mutua incomprensión. Desde el desvalimiento, carecen de piedad, son muy duras en los juicios que dirigen a la "otra" mujer de la casa. En un ambiente de miseria y mezquindad, era necesario que ambos personajes cuajaran por separado, inflexibles en sus juicios y en su aislamiento, implacables en su mirada hacia dentro y hacia los de afuera. Quizá como precio ineludible de una lucidez que permite la incorporación de escenas como fogonazos, pero sin ir ni un solo paso en dirección hacia la solidaridad, lo que quizás hubiera conducido la novela psicológica hacia la novela social: Aloma es consciente del terrible sufrimiento de los otros. Lo refleja, pero no se compadece. Y es que Aloma está aislada, no únicamente sola: no puede haber ningún tipo de con-tacto emocional con otras personas.
El aislamiento absoluto era condición previa para que una de las dos figuras trágicas, Aloma, llevara a cabo un acto heroico. Por el contrario, Anna no es capaz de ningún acto heroico, no se salva. Como una absurda Penélope, parece quedarse anclada "repasando con el dedo el dibujo del mantel" (73). De cierta manera, pareciera que estos dos personajes de la más temprana novela publicada por la autora ejercieran de antecedente en cuanto al recurso sostenido de lo táctil como mecanismo de construcción psicológica.
7. ELOGIO DE LA ESTULTICIA: "UNA NOIA BENEITA". A MODO DE CONCLUSIÓN
[Mi amigo Baltasar Porcel] dijo que Colometa era una muchacha tontorrona. Considero esta información, echa a la ligera, muy equivocada. Ver el mundo con ojos de niño, en constante maravilla, no es algo tontorrón sino todo lo contrario: además, Colometa hace que lo que debe hacer dentro de su situación en la vida, y hacer lo que hay que hacer y nada más demuestra un talento natural en todos los aspectos. Considero más inteligente a Colometa que a Madame Bovary o que a Ana Karenina, y a nadie se les ha ocurrido que estas fueran tontorronas. (9).
A pesar de la encendida defensa de la inteligencia de Natalia/Colometa por parte de su autora, lo cierto es que Natalia -como Aloma- es una mujer simple, carente de formación, que no ha tenido una educación o instrucción formal. En las antípodas, por ejemplo, de otro personaje femenino con quien comparte la coordenada espacio-temporal de la Barcelona de posguerra: la Andrea de Nada. Como Laforet, Rodoreda elige el punto de vista en primera persona, que sea la misma protagonista quien relate sus vivencias, externas y sobre todo internas. Pero la joven universitaria Andrea puede valerse de su capacidad intelectual, de la lógica, del razonamiento, aunque sea para darse cuenta -y hacer partícipe al lector- del absurdo de su existencia. Por el contrario, no hay apenas introspección en Natalia/Colometa: ni se autocontempla ni se complace en la observación racional. Es avara incluso con las palabras, en obligada carencia léxica por las leyes de la verosimilitud. El relato de lo que acontece, y más importante, lo que le va a ir aconteciendo internamente hasta su transformación, no tiene lugar en el terreno de la inteligencia, y Natalia es un personaje-narradora de ficción. La pregunta pudiera parecer innecesaria: ¿de qué herramientas o mecanismos puede valerse una escritora tan penetrante y preocupada por el estilo como Rodoreda para mostrar los más profundos pensamientos y los más íntimos recovecos psíquicos de una protagonista-narradora carente de formación intelectual? Hay que acudir a detalles mínimos, motivos sutiles: descifrar la compulsiva querencia por tocar que presentan las heroínas rodoredianas.
La aparente simplicidad de la escritura y una trama en la que parecen acontecer "cosas" sin importancia, apela a una interpretación en los márgenes, en los resquicios, donde se hallan resortes aparentemente insignificantes, pero muy fecundos, preñados de valor, como el acto de tocar. Este acto de tocar no constituye un episodio aislado, una simple anécdota o relleno de la trama. Sin valor narrativo, sin ser parte esencial de la acción, acarrea enorme significación en la psicogénesis del personaje. Constituye un nuevo matiz en todo un proceso de búsqueda de asidero, de ancla. De hecho, parece perforar, si no una puerta, un pequeño agujero de salida de una realidad personal chata, estrecha, que se corresponde con una realidad histórica gris, miserable, mezquina de la España de posguerra, en la que el deseo se encuentra más diferido que nunca, en la que la realidad se ensaña con el individuo, en el que la psique busca en un tacto fugaz un andamiaje liminal que la sostenga.
El personaje de Natalia/Colometa se refugia, no en un objeto concreto ni en un espacio, sino en la regularidad de tocar repetidamente. Y así, a partir de esa acción logra escapar del caos interno y externo. Sustituye la rutina de su vida diaria -cuyos límites le han sido impuestos, por el marido, por un Estado dictatorial- por una rutina mínima, casi imperceptible, con límites precarios, casi raquíticos, pero propios. Sin embargo, se trata de un acto que ella sí ha elegido y que le ayuda a reestablecer precariamente los límites de su Yo frente a la realidad invasiva.
Quizá este acto esté emparentado con la magia, con la fantasiosa consecución del deseo, un deseo tan oculto y reprimido del que ni siquiera se conozca su existencia. Quizá pasar los dedos repetidamente por un objeto -las balanzas transmutadas en lámparas maravillosas- conlleve frotar hasta ver aparecer un agente posibilitador de deseos. Recuérdese que la trampa de los cuentos que incluyen dicho motivo de la lámpara maravillosa está en la elección de deseo. Natalia/Colometa permanece en una fase anterior: solo pasa los dedos, ignorando la existencia del deseo y su esquiva naturaleza.
También pueda considerarse el acto de tocar como un sutil mecanismo narrativo que, dentro de la novela, alude a la necesidad de restablecer un orden, una membrana entre lo externo y lo interno, por reiteración, y así subrayar su carácter consolador por oposición a la falta de orden del mundo real. Aunque esto último parezca paradójico si se apela a la conciencia que tiene Rodoreda de lo misterioso y de los obligados secretos que todo personaje debe guardar, de la que se deriva la cita que inicia la primera parte de Espejo roto ("I honour you, Eliza, for keeping secret some things"), orden y misterio no tienen por qué ser antónimos.
"Tocar" pasa a ser, pues, una forma de comunicación que subsume la paradoja del Yo-piel: contactar con lo otro, aunque sea un objeto, para generar una presencia y sensación de interlocutor, o sensación a secas, por un lado y, por otro, la definición y salvaguarda de lo interior, del equilibrio de la psique. En el viaje hacia el objeto que se quiere tocar está toda la carga de lo que pudo ser, de lo que el personaje hubiera sido, de lo que no se merece no haber sido a pesar de, quizás, ignorar el deseo explícito de serlo. Esto es: lo que en justicia, poética o no, merecería. Cómo no conectar aquí a Aloma, Anna, Natalia con esa larga lista de ilustres personajes literarios femeninos instalados en la insatisfacción. En el trayecto que media entre la voluntad de percibir y el logro de la percepción está la otra historia del personaje que el lector espera a lo largo de toda la obra, y puesto que el lector la espera, también existe en forma de lectura del deseo, o de deseo de esa lectura, como si el acto de tocar por parte del personaje buscara a través de la página el dedo del lector, en deseo recíproco que no puede ser satisfecho, a través de la membrana de la ficción, de la piel de celulosa de las páginas. Y existe en la esperanza del lector porque así Rodoreda lo ha permitido, sembrando para ello una serie de pistas en la obra, indeterminadas como el deseo mismo.
Este análisis es el resultado de rastrear una de esas pistas: el acto de tocar. No es una cuestión moral, sino literaria o estética. El poder que emana una joven y pobre Teresa que vive de vender pescado, la intensidad y coraje que irradia Natalia, la fuerza que transmite Aloma descansan en la brecha inmensa que se abre entre lo que leemos que hacen y lo que percibimos merecerían: aunque ellas no perciban siquiera la posibilidad de desearlo, lo desea el lector. En esa inabarcable elipsis del tacto, el deseo se transfiere a la lectura. Rodoreda condensa, de manera tan sutil como inapelable, la injusticia de una existencia ordinaria