Introducción: la evaluación, un entramado de posibilidades en la escuela1
-Profe, en esta hojita le anoté a los que se portaron mal
antes de que usted llegara.
-¿Podemos hacernos en parejas? Es que Juan Pablo no trajo el material.
-Yo vi un video ayer sobre lo que usted nos explicó de los mayas y aprendí
otras cosas nuevas.
-Profe, ¿cuánto vale la nota de la evaluación de ciencias?
-Si corrijo la tarea de español, ¿recupero esa nota?
-¿Cómo le parece que me estoy portando hoy?
-¿Y qué pasa si uno no nombra los polígonos con letras mayúsculas?
(Estudiantes de grado 5° I.E. Concejo de Sabaneta)
Un sinnúmero de experiencias educativas emergen en la escuela como posibilidades de aprendizaje (Pozo, 1996; Ríos, Fernández & Gallardo, 2012), como pretexto para conversar (Zuleta, 2005; Esteve, 2009), como centros de interés para plantear nuevos proyectos (Galeana, 2006; Pérez, 2008) e incluso como puntos de reflexión frente a la influencia pedagógica en la construcción y deconstrucción de saberes (Díaz, 2006; Pérez, 2003).
En el aula de clase, hoy los maestros deben asumir desde su identidad ética (Cullen, 2009; Lara & Cruz, 1992) la multiplicidad compleja en las realidades que enfrentan niños y jóvenes como sujetos cambiantes (Sandoval, 2002; Villalobos, Flórez & Londoño, 2017), pero supeditados a las posibilidades limitadas de ser y de estar en el mundo contemporáneo (Freire, 2006; Leiva, 2017). Al respecto, Van Manen (2012), frente a las implicaciones de la acción pedagógica, plantea que:
Casi todas las cosas en la vida dejan su marca en el carácter de un niño: su casa, la calle, la lengua y las costumbres del mundo del niño, su música, la tecnología, la televisión y la radio; casi todas las cosas que ocurren durante las horas en que el niño está despierto, e incluso lo que ocurre en sus sueños, pueden tener consecuencias. Vivir es siempre vivir bajo la influencia del mundo. El mundo influye en el niño así como lo hacen los que son responsables pedagógicos del niño. (p. 93).
Justamente, debido a que en la escuela afloran estas experiencias -se habla sobre ellas o se asumen actitudes que responden a la forma como son percibidas-, la actitud pedagógica del maestro (Cascón, 2000; Palacios, 1999) debe siempre contemplar la diversidad como elemento enriquecedor, no solo porque propone distintas formas de relacionarse con los niños, sino también porque sus dominios, sus desempeños, valores y actitudes van a estar influenciados y, en ocasiones, supeditados a dicha diversidad. En palabras de Cabra (2012): “La educación en las instituciones escolares, como la vida en cualquier otro ámbito, se enfrenta -mejor: debería enfrentarse- de manera natural con la diversidad entre los sujetos, entre los grupos sociales y con sujetos cambiantes en el tiempo” (p. 28).
Así pues, tal encuentro entre subjetividades (Arfuch, Catanzaro & Cori, 2002; Salas & Oliveira, 2009) supone también encontrarse con otras riquezas de la escuela: momentos para el arte, para la tertulia, el análisis y el debate, para la creación y la repetición, para el disfrute y la tensión, para el colectivo y el individuo; todas estas entendidas como experiencias de aprendizaje (Ordóñez, 2004; Santos, Sosa & Vega, 2017).
Resulta entonces ambiguo hallar tal escasez de recursos, estrategias y técnicas para valorar la vida escolar de los niños, según las ligeras interpretaciones que hace la escuela sobre los planteamientos de los sistemas de evaluación escolar, propuestos en el Decreto 1290 de 2009 del Ministerio de Educación Nacional de Colombia [MEN], los cuales trazan las rutas de intervención pedagógica en las instituciones educativas [IE] frente a la evaluación. Bajo estas orientaciones, a los niños y jóvenes se les aprecia su nivel de apropiación conceptual a lo largo del proceso de aprendizaje, pero también sus estrategias cognitivas y las acciones concretas que emplean en la construcción de saberes, así como las actitudes que asumen en el empoderamiento y exploración de sus habilidades, e incluso la puesta en marcha de ejercicios de realimentación que nutren el desarrollo de su autonomía (Anaya & Ocampo, 2016; Sánchez, 2015)2.
Dicho de otro modo, es posible afirmar que el funcionamiento técnico-pedagógico de la escuela, en su tarea de acompañar procesos de formación (Díaz & Londoño, 2017; Uribe & Ramírez, 2007), contempla diversos elementos que intervienen a favor del desarrollo emocional y cognitivo de los niños (Restrepo, 2013; Tamayo, Merchán, Hernández, Ramírez & Gallo, 2018). No obstante, las prácticas y las relaciones pedagógicas que se construyen en la realidad de la escuela evidencian significativos vacíos en tal ejercicio (Klimenko, 2008; Ríos et al, 2012).
La literatura sobre el protagonismo de la evaluación en la escuela devela sus inicios como herencia de los mecanismos de control empresarial y como recopilación de instrumentos para medir, clasificar, examinar o calificar (Anaya & Ocampo, 2016; Sánchez, 2015), práctica que trasciende e impera en otros escenarios de la vida social, política y económica (Londoño & Ospina, 2016; Whitty, 2017). Sin embargo, la escuela reproduce permanentemente múltiples experiencias de aprendizaje que desbordan estas concepciones sobre la evaluación, pero, pese a ello, se queda anclada allí (Álvarez & Amador, 2017; Mejía, 2015).
Esto se puede ejemplificar claramente en los informes que suelen presentar los maestros al finalizar cada periodo académico en las comisiones de evaluación o en las reflexiones que surgen de las jornadas pedagógicas (Ahumada, 2005; Ángel & Pérez, 2014), o que se plasman en los diarios de campo (Cardona, Valencia, Duque & Londoño, 2015; Esteve, 2009), en donde se evidencia que muchos niños y jóvenes muestran bajos niveles de desempeño en las distintas áreas. Ante las dificultades propias que implica el dominio conceptual en un área específica, escasean las otras miradas desde lo formativo y lo pedagógico que puedan representar formas distintas de aprender y que tengan el mismo peso desde lo académico (Acevedo, Londoño & Restrepo, 2017; Méndez, 2015).
A propósito, el MEN (2017), en su ejercicio continuo de brindar orientaciones a las IE para cualificar sus procesos internos, pone a disposición de las escuelas material pedagógico, en el cual se brindan apreciaciones formativas de la evaluación, además de otras prácticas escolares en las que se contemplan también elementos de la diversidad latente en las aulas de clase como aspectos caracterizadores de las prácticas evaluativas. A continuación, se presentan algunas de las cuestiones por las que debe preguntarse un docente, según dichos planteamientos:
Tengo claridad de los objetivos de aprendizaje planteados antes de proponer actividades para mis estudiantes.
Tengo claridad de las evidencias que debo recoger para verificar los aprendizajes de todos mis estudiantes.
Uso múltiples fuentes para evidenciar el aprendizaje, por ejemplo: exámenes, proyectos, rubricas, autoevaluación, coevaluación, portafolios, foros, experiencias artísticas, presentaciones, debates, entre otros.
Las evaluaciones que planteo en el aula me permiten identificar las características personales, intereses, ritmos de desarrollo y estilos de aprendizaje para valorar los avances de aprendizaje de todos mis estudiantes.
Las evaluaciones que llevo a cabo en el aula me permiten implementar estrategias pedagógicas para apoyar a todos los estudiantes que lo requieran.
Les doy realimentación oportuna a todos los estudiantes, que les permita reflexionar acerca de su proceso de aprendizaje.
Modifico mi práctica a partir de los resultados de la evaluación.
Suena familiar y esperanzadora tal apreciación sobre las reflexiones que deben acompañar al docente, máxime cuando el discurso emancipatorio de su procedencia resulta en ocasiones inquietante y desalentador para la escuela, de la que se esperan impactos inmediatos pese a los programas y proyectos de turno, en sí mismos disruptivos. No obstante, esta y otras posturas políticas que llegan a la escuela no desconocen las aproximaciones que, desde el saber, el hacer y el ser, configuran el desarrollo pleno de las capacidades del ser humano, en un escenario de inconmensurables oportunidades como lo es la escuela.
Retomando los planteamientos de Cabra (2012), “en la perspectiva ética, la evaluación constituye un proceso de interacción humana en el que se generan distintos encuentros con el otro y emergen todo tipo de dilemas y preocupaciones que exigen prudencia y deliberación” (p. 242). Entender la evaluación desde esta dimensión implica también comprender que toda acción pedagógica exige momentos de reflexión y que a partir de la evaluación se generan otros aprendizajes que tienen lugar en la interacción y, a la vez, ayudan al fortalecimiento del autoconcepto (Campo, 2014; Tobón, 2015); pero, ante todo, implica reconocer que a estas cuestiones se les puede dar una intención a partir de una relación pedagógica que contemple un serio compromiso de ayudar al niño a explorar sus habilidades y a superar obstáculos, lo cual pone de manifiesto la necesidad de fijarse un propósito pedagógico en toda intervención educativa.
No en vano, los docentes de las IE requieren largas jornadas de trabajo para planear sus intervenciones en el aula (Pérez, 2003; Sánchez, Medina, Moreno, Ferrer & Hodelín, 2016), además de la tarea de acompañar y orientar a los padres de familia y otros miembros de la comunidad educativa, para trazar las rutas que han de seguirse en las experiencias de aprendizaje y emprender acciones encaminadas al progreso cognoscitivo y formativo del estudiante con la ayuda de su familia o de quienes son responsables de su cuidado (Acevedo et al., 2017; Cardona et al., 2015). Esta disposición, ha de suponer el dominio de referentes conceptuales y éticos frente al ejercicio de evaluar, así como frente al acto de aprender. Dichos referentes, a su vez, se fundamentan en la lectura que cada docente logra hacer de su entorno y de los contextos de sus estudiantes.
Una amplia gama de aseveraciones pueden tener lugar a partir de esta premisa, pero es una realidad que los desempeños cognitivos limitados en el tiempo tienen un lugar preponderante en la escuela (Babb, Olaru, Curtis & Robertson, 2017; Westman, Olsson, Gärling & Friman, 2017), y que estos -a veces como consecuencia y otras veces como causa de las prácticas evaluativas- están atravesados por factores emocionales, culturales, sociales, económicos e incluso orgánicos del sujeto que aprende, cuya convergencia constituye la necesidad de volver la mirada al rigor pedagógico, como acto transformador (Rengifo, 2017; Westman et al., 2017).
El propósito de la evaluación define la ruta de los aprendizajes
Esta discusión no se trata de satanizar la demanda social y política de la educación como fuente de progreso, que opera como facilitadora de mecanismos de autogestión para la vida productiva. La visión que ello supone va más allá de la causa-efecto e involucra una profunda mirada al sujeto y su entorno como aquel que determina en fuerte medida sus carencias, metas personales, habilidades y limitantes, sin excluir, necesariamente, la experiencia, haciendo que la evaluación esté cargada de sentido, movilice relaciones interpersonales y cognoscitivas y esté situada.
Definir el propósito pedagógico de la evaluación depende en buena parte de cuál es nuestra concepción de la evaluación en tanto práctica educativa y de cuál es nuestra posición ética frente a la diversidad connatural de los contextos educativos y de los sujetos que participan en los procesos formativos. (Cabra, 2010, p. 28).
Quizá esta relación entre el propósito y las ideas preconcebidas sean la razón por la cual, a pesar de la riqueza de posibilidades que conforman la esencia de la escuela, las vivencias evaluativas terminan la mayoría de las veces enrutadas en la misma línea del resultado, pues no se percibe en la evaluación una fuente de información permanente para redirigir procesos o para afincarlos, sino como una afirmación verídica de lo que el sujeto evaluado “sabe ahora”, incluso sin tener en cuenta el contraste con lo que “sabía antes”.
Como lo propone Gimeno (2014), los currículos deberían estar más orientados a las vivencias y experiencias singulares y creativas que fortalezcan el desarrollo del ser, la capacidad de análisis, la exploración de diferentes recursos, la cercanía en los procesos evaluativos y las relaciones con otros.
Hoy un número representativo de los niños y jóvenes que reprueban un grado de escolaridad, o presentan bajos niveles de desempeño, han requerido ajustes de tipo metodológico, didáctico y curricular, aun cuando carezcan de conceptos médicos especializados que justifiquen sus dificultades o condiciones. Lo anterior implica intervenciones pedagógicas que asuman el aprendizaje desde planteamientos científicos, epistemológicos y éticos (Flórez, Villalobos & Londoño, 2017; Henao & Londoño, 2017). La escuela se ha venido quedando rezagada bajo creencias populares y tradicionalistas que asumen jerarquías de saberes y homogenización en las estrategias de enseñanza y aprendizaje, conceptos además ampliamente debatidos desde otras disciplinas como la sociología, la psicología, el neurodesarrollo, entre otras.
Dada la percepción que se tiene sobre los niños y niñas que no alcanzan los mismos niveles de desempeño que el común del grupo, en el mismo tiempo y bajo las mismas estrategias, queda claro que la escuela requiere replantear el acto de aprender como una construcción personal mediada por múltiples elementos del entorno y la cultura. Entre ellos están la carencia de entornos familiares protectores y de referentes de vida -más que de figuras de autoridad temporales-, la disminuida capacidad para vincularse al arte, al deporte y la recreación -como potencial indudable para el desarrollo del autoconocimiento y el proyecto de vida- y la desproporción de contenidos censurables que circulan en los contextos más próximos mediante los dispositivos tecnológicos de un mundo virtual -que es la antítesis de las necesidades reales-, entre otras.
Cada vez con mayor premura, los niños inician su vida escolar, lo cual rompe abruptamente con su etapa de cuidados maternales, de exploración, de descubrimiento, de juego y de libertad. La epistemología genética de Piaget y Delval (1970), en concordancia con la teoría de Luria y Villa (2003) sobre el desarrollo cognitivo, propone un desarrollo por etapas evolutivas, en las que el sujeto experimenta escalonadamente la adquisición y afianzamiento de habilidades motrices, de pensamiento y de lenguaje en su ejercicio de adaptación al mundo circundante, las cuales son altamente estimuladas a partir de su ingreso a la escolaridad alrededor de los seis años. Sin embargo, hoy en las aulas de transición se encuentran niños incluso de cuatro años sometidos al cumplimiento de horarios, al manejo de varios cuadernos con renglones, bloc, carpeta y otros instrumentos -punzones, tijeras, pegante y lápices-. Siguen la estructura de un libro de texto, que empieza por el reconocimiento de cada vocal y luego con la combinación de la m con la a, la m con la e, y así, hasta terminar el alfabeto, de acuerdo con el consecutivo de consonantes y vocales.
Con frecuencia, los aspectos físicos, cognitivos, lingüísticos, socioafectivos, temperamentales y motrices se ven poco a poco violentados de manera sutil a través de las prácticas evaluativas estandarizadas y descontextualizadas que aplica la escuela regularmente desde muy temprana edad.
Por consiguiente, definir la finalidad de la evaluación debe ser el factor primordial a tener en cuenta para precisar los aspectos a evaluar y las estrategias a aplicar, pues con estas determinaciones el docente podrá tener claridad sobre el tipo de información que requiere, las circunstancias bajo las cuales la va obtener, los medios que empleará en tal ejercicio y los criterios que tendrá en cuenta para plantear los juicios de valor al respecto (Coll et al., 1997).
No obstante, para definir el propósito pedagógico y formativo de la evaluación bajo esta mirada, sin transgredir el desarrollo evolutivo de los sujetos, también es necesario partir de los principios de la dimensión ética de la evaluación, los cuales, según House (citado por Serrano, 2002), se basan en el respeto mutuo, en la no coerción y en la defensa de valores democráticos. Es así como al construir el para qué de la evaluación, los docentes pueden atender a los intereses y presaberes de los niños y las niñas, pueden garantizar la participación activa de ellos sin restricciones ni prejuicios, y desde luego, considerar la vivencia de valores como la equidad, la justicia y la libertad. La evaluación y la vida escolar en sí misma no son asuntos exclusivamente técnicos. Pues ambas están rebosadas de contenidos éticos y morales que consolidan el conjunto de posibilidades o limitantes para aprender.
La evaluación para el aprendizaje
Es una realidad que la escuela, desde una mirada global, está en crisis por múltiples motivos. El currículo enciclopédico - fragmentado, comprimido y abstracto, de kilómetros de extensión y milímetros de profundidad- no puede ser considerado una base aceptable, porque ha demostrado su incapacidad para formar el pensamiento aplicado, crítico y creativo de los aprendices.
Tener que aprender un territorio tan extenso de ciencias, artes y humanidades solamente ha conducido al aprendizaje superficial, memorístico, de datos, fechas, informaciones, algoritmos, fórmulas y clasificaciones, un conocimiento de orden inferior, con valor de cambio por notas, pero sin valor de uso. (Ángel & Pérez, 2014, p. 39).
Esta lectura, propia de la era industrial, no es ajena a las aulas escolares, a los pasillos y a las gentes que por ella transitan, pero más que la crítica por la densidad e irrelevancia de estos quehaceres, el asunto de fondo alude a la evaluación como mecanismo a través del cual se han convalidado -o no- tales desafíos, o como forma de regular el movimiento entre una u otra categoría de saberes.
El acto evaluativo así concebido no simboliza el trayecto que se debe recorrer para concretar aprendizajes, sino que representa la tendencia contraria, al asumir que de modos naturales el aprendizaje se elabora y de modos instrumentales se evidencia. La premisa que aquí se defiende no es la evaluación como punto de llegada, sino el lugar desde donde se parte en la multidimensional tarea de aprender.
La evaluación restringida a la concepción instrumentalista no tiene lugar en la vida escolar de hoy. Los niños y jóvenes que asisten actualmente a la escuela vienen reclamando, cada vez con mayor fuerza, lugares de participación desde su diversidad, porque reconocen sus potencialidades, defienden sus intereses, reaccionan frente a la contención, consumen información de muchas fuentes y tienen ideales y proyectos propios; todo ello está mediado por la lectura emocional y racional que hacen de sus contextos y de la sociedad en general. En consecuencia, al hablar de evaluación para el aprendizaje, se parte del hecho de que la evaluación permite conocer la estrategia utilizada por el estudiante para el desarrollo de una tarea. A través de ella también se hacen explícitas las dificultades, las confusiones y las nuevas construcciones sobre un fenómeno, un concepto o una situación, y las relaciones que se establecen con otros elementos del contexto. Esto implica darle valor pedagógico a los estados iniciales de aprendizaje, a los momentos de profundización a través de la experiencia sensorial, al ejercicio de autoevaluación -que hace posible la autorregulación- y la toma de decisiones, y a la consolidación de saberes en comunidad.
El intentar separar las evaluaciones del proceso normal de aprendizaje es uno de los aspectos que actuarían como freno o retroceso en la búsqueda de principios válidos para una evaluación centrada en la construcción de conocimientos, por lo que en la medida que ambos procesos, aprendizaje y evaluación, permanezcan consustancialmente unidos, se estaría realizando una labor sinérgica favorable a la reconstrucción de los contenidos aprendidos. (Ahumada, 2005, p. 18).
Sin embargo, ante esta demanda, como ya se expuso, la escuela se ha quedado rezagada, dadas las discrepancias en la forma como cada docente percibe la evaluación y el aprendizaje, y en las apreciaciones que hacen de los actores frente al proceso educativo. Continuamente el docente hace juicios sobre los bajos desempeños de sus estudiantes y solicita mayor compromiso por parte de la familia, pues asumen que sus resultados son reflejo de su apatía y desinterés. El docente le presta demasiada atención al cumplimiento con tareas u otros trabajos para asignar escalas valorativas a sus producciones. De acuerdo con Gimeno (1997), la evaluación contempla dos condiciones previas fundamentales: a) una comunicación fluida y sin conflictos entre profesores y estudiantes para que sea posible el conocimiento real entre unos y otros; y b) un esfuerzo por evitar separar el tiempo de enseñar y de aprender de los momentos de evaluar lo aprendido.
Este panorama devela: que se sigue empleando la evaluación como respuesta a unos objetivos, conceptos o dominios que se propone el sujeto que enseña; que se enseña de manera unilateral y bajo relaciones de poder; que la motivación y la participación activa son factores inamovibles y carentes de interpretación o de afectividad; y que aparentemente se retoman aspectos que podrían llamarse parte del proceso, pero que en realidad se dilucidan aisladamente en momentos de cierre.
Las situaciones cotidianas -que toman nombre y sentido en la escuela- son posibilidades de acercamiento a la esencia genuina del niño y, por ende, a sus capacidades y limitaciones, a sus anhelos y sus temores. La interacción con sus pares, la participación en actividades culturales, los juegos, la lectura de su entorno, la adquisición de rutinas, los roles que asume en el trabajo grupal, su lenguaje gestual, su capacidad de preguntarse y de profundizar, y su sensibilidad natural son oportunidades de proximidad a la evaluación para el aprendizaje, que se da en la mirada integral y legítima del sujeto. De acuerdo con Méndez (2015), esta concepción de la evaluación
se pone al servicio de quien aprende y se vuelve un recurso de aprendizaje. No tiene como objetivo la acreditación ni la calificación ni la certificación -si acaso, son consecuencias colaterales inevitables, pero antes habrá garantizado el aprendizaje-, sino que además pretende el desarrollo de las capacidades de cada sujeto, a la vez que permite al docente poner en acción sus propios conocimientos profesionales. Se trata de seguir el proceso de aprendizaje del alumno para observar lo que produce. (p. 71).
Cabe destacar que, al hablar de la evaluación como recurso para el aprendizaje, hay unos elementos de la práctica pedagógica que adquieren un lugar de prevalencia, como lo son los datos sensoriales en la construcción personal del conocimiento y el concepto de error como componente inherente al aprendizaje, mas no de la falta del mismo. Además, hay otros elementos que, por el contrario, deberían quedar soslayados, como los límites del tiempo -materializados en la intensidad horaria de las asignaturas-, la determinación de contenidos explícitos en los densos planes de área y la recurrencia a las técnicas escritas en la evaluación -que son una respuesta al discurso hegemónico de calidad y se hacen explícitas en acciones que “preparan para las pruebas externas”, ya instauradas en la memoria del colectivo pedagógico-. Todos estos elementos son una debilidad de los procesos evaluativos bajo la concepción tradicional de la evaluación y del aprendizaje.
Algunas conclusiones frente a la evaluación
Los docentes están llamados a reflexionar sobre la evaluación como un acto inherente al aprendizaje, que tiene su naturaleza en todas las formas posibles de pensar, decidir, actuar, crear, comprender y sentir el mundo. Si bien los instrumentos son útiles, como parte del funcionamiento técnico de la escuela hay un componente pedagógico que supone la postura ética de quien evalúa y que indudablemente tiene un efecto en el otro, la cual, en su rigor, permite consolidar el para qué, el qué y cómo evaluar. Lo cierto es que la escuela, como espacio de legítimas interacciones, posee en su íntima esencia una riqueza invaluable de posibilidades de desarrollo desde las condiciones más genuinas del ser, que en definitiva serán necesarias para la vida futura.
Definir el propósito pedagógico de la evaluación desde el desarrollo singular del individuo permite incluir en la acción educativa -además de los conocimientos- las emociones, las habilidades y los intereses de los estudiantes; así como esclarecer el tipo de información que se espera recoger y las estrategias o recursos que se han de utilizar; pero ante todo, hace posible volver la mirada sobre sus prácticas y los resultados que de estas emergen, reevaluarlos y redirigirlos.
La evaluación como recurso del aprendizaje supone abandonar la idea del conocimiento enciclopédico como única fuente de desarrollo cognoscitivo del sujeto. A través de ella, se empodera al estudiante de su proceso de aprendizaje y se proponen experiencias que le permitan la autorregulación y la toma de decisiones. Puede llevar el control de sus logros y dificultades y a su vez buscar modos de resolverlas en interacción con sus pares.
La legislación, que ha marcado los límites en la autonomía de las IE, ha sido leída principalmente por los docentes como un discurso descontextualizado de las macroestructuras educativas, cuyos ideales de calidad son bastante ambiguos. De acuerdo con ello, los retos que les son dados a las instituciones año tras año parecen desconocer los tipos de interacciones que se dan en la escuela y las condiciones físicas, emocionales, económicas y familiares reales de los niños y las niñas. No obstante, los fundamentos éticos y epistemológicos de fondo que están en dichas macroestructuras -incluso de una manera explícita- precisan miradas objetivas, desprevenidas y cargadas de humildad, para reconocer, por ejemplo, que la dimensión ética y formativa de la escuela y de las experiencias que allí surgen tienen prelación frente a los retos académicos y competitivos. Al docente le compete apropiarse de tales planteamientos con el rigor y la vocación que ello amerita.
En el medio educativo circulan variados materiales de apoyo a la multidimensional labor del docente en la vida escolar. Sin embargo, precisamente por la predisposición que muchos docentes tienen frente a las imperiosas demandas del MEN y las demás instituciones seguidas en la escala jerárquica, estas propuestas terminan reposando con olor a nuevo en los archivos institucionales, porque en el mejor de los casos, los docentes carecen de tiempo para aproximarse desde el sentido pedagógico a tales sustentos.