Corría el año 2010. El Ministerio de Educación Nacional (MEN) había aprobado el proyecto para hacer los ajustes del modelo etnoeducativo del pueblo siona. El trabajo contemplaba la contratación de agentes comunitarios, profesionales idóneos y el desarrollo de encuentros en los resguardos afiliados a la Asociación de Cabildos Indígenas del Pueblo Siona (Acips), ubicados a orillas de los ríos San Miguel y Putumayo.
Durante uno de esos encuentros, el taita Luis Felinto Piaguaje (Q. E. P. D.)1, autoridad tradicional del pueblo y agente comunitario contratado en el proyecto, sorprendió al equipo de profesionales con una pregunta que se pronunció después de una jornada en la que se habló del peligro de extinción en el que se encontraba el mai coca, una de las lenguas ancestrales que existen en el país. “¿Por qué nos dicen ahora que hay que enseñar nuestro idioma, si a mí me castigaron tanto por hablarlo? ¡Ya no entiendo nada! ¡Antes nos daban plomo por hablar y ahora nos dan plata pa’ que hablemos!” (conversación con el taita, Resguardo de El Tablero, Puerto Asís, Putumayo 2011)2.
Las palabras de Luis Felinto recuerdan dos escenarios. Primero, el azaroso sometimiento a procesos educativos que, agenciados por distintos grupos religiosos, castigaban con severidad el uso de los idiomas nativos en los internados donde eran confinados los niños a principios del siglo XX. No obstante, ahora, de manera contraintuitiva, eran las mismas autoridades educativas las que reconocían la necesidad de salvaguardar el patrimonio idiomático del pueblo, contratando a los escasos hablantes para proponer difíciles iniciativas de fortalecimiento educativo y rescate lingüístico. Segundo, este testimonio rememora los horribles episodios de la historia nacional en los que las cacerías de indios eran parte de algunas detestables prácticas colonizadoras, justificadas por los prejuicios con los que, por mucho tiempo, fueron comprendidos los pueblos indígenas en el país.
Con este marco de sentido, las palabras de Luis Felinto orientaron la problematización de esta investigación. Si bien durante los últimos cincuenta años el giro pluralista (Chaves y Zambrano 2006), que asumió el orden institucional en el país, configuró algunos de los mecanismos con que se implementaron las propuestas educativas para los pueblos étnicamente diversos, el fortuito vaivén denunciado en la pregunta del taita cuestiona las prácticas y los conceptos con que se operó la política pública educativa a nivel nacional. Al respecto, es claro cómo los diferentes avances de renacimiento étnico acontecidos en distintos territorios a finales del siglo XX han discutido los mecanismos con que cuenta el Estado para responder a las complejas necesidades de los pueblos ancestrales. Así, el objetivo de esta investigación es comprender las relaciones que se tejen entre los procesos de construcción de la identidad étnica en los pueblos ancestrales del departamento de Nariño y la implementación de programas etnoeducativos agenciados por los representantes de la institucionalidad.
Entonces, podemos afirmar que cuando el MEN asumió las reclamaciones por una educación diferencial, expresadas en relación con los distintos movimientos sociales que reivindicaban la identidad étnica, implementó, en los años ochenta del siglo XX, el Programa Nacional de Etnoeducación. En sus orígenes, este concepto se relacionó con la propuesta del etnodesarrollo (Rojas y Castillo 2005) formulada por Guillermo Bonfil (1982) en el marco del encuentro de San José de Costa Rica. En este espacio se denunció el etnocidio en contra de los pueblos latinoamericanos y se propuso una reinterpretación del metarrelato del desarrollo, adaptándolo a las diversidades geográficas y culturales de los pueblos indígenas.
Como concepto que orientó la formulación del componente étnico de la Ley General de Educación3, posterior a la Constitución Política de 1991, la etnoeducación se convirtió en la herramienta jurídica del Estado para acompañar las iniciativas de educación que venían floreciendo o se reclamaban en las distintas comunidades étnicas a lo largo del país. En este sentido, y como palabra que terminó siendo apropiada e interpretada en diversos círculos sociales, la etnoeducación también permitió la emergencia de nuevas construcciones argumentales que llevaron a los pueblos a formular varios alcances en sus propuestas educativas.
De esta manera, programas rotulados bajo los epítetos de educación propia, intercultural, bilingüe o territorial empezaron a alimentar el debate entre las asociaciones de Autoridades Tradicionales Indígenas (ATI) y los representantes de las instituciones gubernamentales encargados de atender los programas educativos a nivel nacional, regional y local. En la actualidad colombiana, los avances en la construcción de una política que garantice la autonomía presupuestal y conceptual para operar programas de educación para grupos étnicos se debaten en la construcción de un Sistema Educativo Indígena Propio (SEIP), en el marco de los encuentros que adelanta la Comisión Nacional de Trabajo y Concertación por la Educación de los Pueblos Indígenas (Contcepi).
De acuerdo con estas consideraciones, la investigación se desarrolló en dos bloques de trabajo que, en su interacción, permitieron la construcción de las reflexiones sobre la diversidad étnica y la educación. El primer bloque corresponde a la revisión histórica de las tensiones alrededor de la etnoeducación y sus relaciones tanto con la conformación de un Estado nacional en el territorio colombiano, como con la educación evangelizadora y sus relaciones con los habitantes ancestrales devenidos ciudadanos.
El segundo bloque describe la puesta en operación del servicio educativo en el departamento de Nariño, las implicaciones, transformaciones y comprensiones de la etnoeducación y las relaciones que se tejen entre sus diversos agentes en los niveles locales, regionales, nacionales e internacionales. Entender gráficamente estas relaciones facilitó la descripción de los lugares, los actores y los sentidos con que se opera el servicio educativo, sus niveles de consolidación y los retos que se enfrentan en el marco de los referentes de la interculturalidad.
Aspectos metodológicos
¿Por qué es necesario adelantar procesos de educación propia? Con esta pregunta iniciaba la mayoría de las conversaciones que sostuve con profesionales, taitas, educadores y funcionarios públicos que trabajan o trabajaron con asociaciones de autoridades tradicionales o en fases de implementación de programas educativos orientados a la atención de la diversidad étnica en las cercanías de Nariño. Veintitrés mujeres y hombres que, dependiendo de su historia personal, se identificaban como indígenas. O no.
A todas las personas se les comunicó cuál sería el horizonte de la investigación y quienes decidieron, de manera explícita, voluntaria e informada, participaron en las conversaciones que se propusieron en el marco de la investigación y autorizaron el uso de sus datos personales. Solo dos personas no me permitieron publicar sus nombres. Estas conversaciones -que fueron grabadas y transcritas- iniciaban con una breve presentación personal en la que le narraba, a quien invitaba a dialogar, algunas anécdotas sobre mi experiencia laboral en el río Putumayo y con diversos pueblos.
También se hablaba de lo que implica ser un profesional idóneo en los convenios financiados por el MEN, los retos técnicos con que se formulan los proyectos educativos, la complicada historia de las relaciones interétnicas y la inefable experiencia de compartir lugares y tiempos con quienes conviven con la tradición ancestral. Si bien la escritura formal de la investigación ocurrió entre 2018 y 2022 -en un cronograma interrumpido por un estallido social4 y la pandemia-, la pregunta que orientó la investigación resuena en mi memoria desde 2010 y, por supuesto, las cuestiones que aborda enriquecieron el debate sobre la educación para la diversidad étnica desde las últimas décadas del siglo XX y las primeras del XXI (1970-2020).
Aunque en Nariño se reconoce la presencia de siete pueblos indígenas5, esta investigación nunca pretendió conocer lo que significa la educación para alguno de esos pueblos específicamente. Mi interés siempre estuvo situado en el espacio interinstitucional en el que se debaten varias construcciones de la identidad étnica frente a los programas educativos propuestos para atender la diversidad poblacional. Entonces, para aproximarme a esta realidad, acudí a la tradición que se aferra a la obstinada idea de utilizar el prefijo etno para referirse a los otros. Así, el enfoque etnográfico se convirtió en el marco de referencia óptimo para acercarme a las personas, sobre todo porque me permitió entender que, más allá de proponer relaciones jerárquicas en la construcción de los saberes, lo que pude hacer fue construir espacios de diálogo al procurar que mi interlocutor no repare en mi estatus de estudiante de doctorado.
De la misma manera, navegar en el amplio horizonte de la autoetnografía (Bénard 2019), la etnografía del Estado (Rivas 2011), las burocracias (Jaramillo y Buchely 2019) o la etnohistoria, me hizo pensar en un marco analítico que entiende la interpretación de la realidad como un texto vivo, enunciado y experimentado por actores que ocupan diversos lugares en varios momentos y que asumen roles protagónicos, antagónicos y complementarios en los procesos de educación para la diversidad étnica. Al mismo tiempo, esta mirada nunca descartó la revisión bibliográfica y documental, la construcción de diarios de campo y el uso de mecanismos digitales y virtuales para el registro de la información.
La etnografía también me llevó a cuestionar el hecho de que en las ciencias sociales latinoamericanas abunda una extraña categoría diferencial que asumen muchos científicos: el sujeto no indígena. Es así como entiendo que el ejercicio del autorreconocimiento ha favorecido la eclosión de continuas contradicciones en el entorno social que tienen su correlato en los contextos académicos. Muchos científicos se reconocen como no indígenas cuando abordan las realidades vernáculas y a partir de esa distinción construyen sus referentes. En este caso, por mi color de piel cobrizo, muchas veces he sido el indio entre los blancos y el blanco entre los indios -dependiendo del lugar donde ocurra la reunión y mi posición profesional-, situación que ha discutido, sobre todo, la idea de referirme a mi identidad étnica a partir de una negación. Es así como, en medio de estas reflexiones, intento conciliar teórica y metodológicamente una genuina pregunta personal con los esquemas requeridos por la investigación científica.
Consideraciones teóricas
La elusiva y compleja tarea de hablar sobre la identidad étnica se estudió desde las categorías fundamentales de las ciencias sociales. Los elementos que configuran la raza, la nación, la etnia y los Estados fueron algunos de los referentes con los que se trató la comprensión de la construcción de la etnicidad y sus relaciones con los procesos educativos. El problema del indio, tal como fue definido por Mariátegui a principios del siglo XX, se puede entender desde el etnonacionalismo (Connor 1998) como un asunto de construcción de un relato filial, que une grupos de población alrededor de discursos de pertenencia, familiaridad, proximidad y construcción de códigos culturales que movilizan y politizan a los grupos sociales. En este sentido, la idea de Estado nación, propia del relato moderno que se instituyó al lado de las repúblicas independientes, tensiona la construcción de relaciones entre los pueblos nativos del territorio americano y los pueblos visitantes europeos del siglo XVI.
Ahora bien, toda esta discusión está enmarcada por una perspectiva en ciencias sociales que describe estas construcciones como invenciones (Hobsbawm y Ranger 1983), imaginaciones (Anderson 1983), ficciones (Zuberi 2013) o ilusiones (Hering, Lema y Lomné 2020). Así, queda en evidencia la artificialidad que descansa en las ideas de grupo étnico, Estado nacional o proyecto educativo, entendiendo que no por esto dejan de tener menos consecuencias concretas en la determinación de las subjetividades de los actores sociales; por el contrario, por su carácter simbólico estas construcciones sobredeterminan las formas de relación que se establecen entre los diferentes agentes del diálogo interinstitucional.
Con lo anterior se señala la complejidad, por ejemplo, del uso de la palabra indio para referirse a los habitantes del territorio americano. Tzvetan Todorov (1998) dirá que se debe al malentendido que llevó a Cristóbal Colón a buscar la costa asiática. En la imaginación política de las repúblicas independientes, la palabra indio fue utilizada en sentido despectivo contra los pueblos ancestrales. Juan Friede (1972) indica que, si bien con la independencia hubo una transición nominal entre los términos indio e indígena, para el caso de muchos pueblos las difíciles condiciones de exclusión se seguirían sosteniendo en el tiempo. Para Nancy Appelbaum (2003), esta transición nominal obedeció a una suerte de corrección política utilizada por la élite criolla en su afán por consolidar una masa ciudadana que participara en el proyecto del Estado nacional. Con respecto a México, Ana Luz Ramírez (2011) relata que existieron académicos que se oponían al uso de la palabra indígena para referirse a cualquier grupo humano, pues en principio el término fue utilizado por la botánica. Sin embargo, es la profesora Linda Tuhiwai (2008) quien nos recuerda que, a pesar de los problemas que surgen al usar la palabra indígena como contenedora de tantas diversidades inefables, esta ha permitido la inclusión, movilización y reivindicación política de esos otros subordinados a las históricas relaciones de hegemonía social.
Más allá de las dificultades en la definición de estas palabras, podemos pensar que las persistencias coloniales en sus usos políticos -despectivos o reivindicatorios- sostienen sentidos paradójicos que configuran consecuencias contraintuitivas (Comaroff y Comaroff 2011) en la evolución de las relaciones entre pueblos, élites gobernantes y sectores sociales. De esta manera, la idea de Estados nacionales independientes; ciudadanos cívicos o étnicos (Smith 1991) participantes de la democracia; instituciones políticas para educar al pueblo en las lógicas de una nacionalidad compartida -pero negada en sus aspectos diversos-, son todas claves que convergen en un espacio de discusión que va y viene entre políticas de exterminio, protección paternalista (Almario 2009), asimilación y/o destrucción. Lo anterior configura una suerte de movimiento pendular que muestra las complejidades de la jerarquía social basada en la racialización de la diferencia, situación justificada por los prejuicios de la estadística (Zuberi 2013) y la construcción imaginaria de un Estado contenedor de la diversidad geográfica, política y social presente en los territorios americanos.
Con este marco histórico y conceptual se describe, entonces, cómo el discurso educativo con que se pretendió civilizar a los salvajes en tiempos de la colonia configuró la matriz con que se desarrolló la institucionalización de las tecnologías estatales que pretendían la unidad nacional. En la historia, este discurso educativo oscila entre una propuesta evangelizadora/civilizadora y una apuesta laica renovadora en el contexto independentista. Ahora bien, como ya se ha señalado, este vaivén entre laicismo y devoción concuerda con las cambiantes formas de asumir las relaciones con los pueblos que reivindican su identidad étnica y que han estado marcadas -como ya se ha dicho- por históricos eventos de exterminio, asimilación, proteccionismo, integracionismo, relativismo, esencialismo, hibridación y continuismo. Al final, las ideas de identidad étnica, Estado y educación triangularon el panorama conceptual con el que se abordó la implementación del servicio educativo en el territorio nariñense.
Comprender la educación para la diversidad
El problema del indio -que para esta investigación derivó en el problema de educar al indio- fue descrito históricamente para hablar tanto del origen y consolidación del concepto de etnoeducación, como de las rutas institucionales que asumieron los procesos de educación en los territorios ancestrales. Así, se puede decir que las continuidades y transformaciones que danzan en los hilos del tiempo mediante el reconocimiento y el desconocimiento, entre la integración forzada y la integración educada o -en última instancia- entre la tradición y la modernidad, permitieron describir las relaciones que la institución escolar asumió con el paso de las épocas y su llegada a los territorios.
En la etapa colonial los esfuerzos educativos se concentraron en civilizar al salvaje, como ya se mencionó, por medio de la educación evangelizadora en el marco de la consolidación de una sociedad señorial (Meza 1975). Lo que inicialmente fue concebido como un viaje de contacto orientado por las buenas intenciones de los aventureros europeos -explícitamente delegadas al almirante de la mar océana por parte de su real financiadora-, derivó rápidamente en una gesta de extracción de recursos y en la consolidación de un orden social muy complejo, agenciado por nativos, marineros, soldados, mercenarios, reclusos, inversionistas, sacerdotes, académicos y algunos conquistadores que actuaban con atención a las disposiciones del marco legal eclesial. De esta forma, la educación fue comprendida -no sin tensiones y paradojas- como una herramienta para la civilización a través de la evangelización (Gonzalbo 1990).
Más adelante, en épocas revolucionarias y poscoloniales, las transformaciones propuestas dentro de la institución escolar recogieron los conceptos de la modernidad biologizante de la raza (Restrepo 2019; Segato 2010) y asumieron la construcción del relato de unidad nacional liberal que reconocía la igualdad política de los diversos grupos de población, pero segregaba la diversidad étnica. Esta imaginación política en la naciente República perpetuó las condiciones de exclusión a las que fueron sometidos los pueblos indígenas (Friede 1972; Pita 2017) y configuró la matriz del fenómeno que ahora referenciamos como el reconocimiento retórico de la diversidad (Rojas 1999), algo que podríamos entender como una persistencia colonial. Con ello, civilización, educación y evangelización se constituyeron en los ejes sobre los que se construyó el relato moderno, situación que definió las diferentes etapas que caracterizaron las relaciones educativas entre las élites gobernantes y los pueblos nativos.
Mientras el siglo XIX fue determinado por el ir y venir entre el laicismo liberal y el paternalismo católico en la institución escolar (Pita 2017), la entrada al siglo XX continuaría marcada por la biologización de la raza fundada en los juicios del darwinismo social de corte spenceriano. No obstante, el debate a nivel regional avanzaba en dirección a las propuestas de la raza cósmica universal o de las democracias raciales (Bernand 2016). En Colombia, la discusión sobre la identidad nacional y la raza produjo acalorados debates entre los representantes locales de la eugenesia radical -liderados por el médico Luis López de Mesa, quien defendía la idea de la degeneración de nuestros pueblos- y los enardecidos estudiantes de los centros de pensamiento local -quienes rechazaban la idea de la degeneración (Herrera 2013).
En seguida, los renacientes movimientos de reivindicación étnica empezarían a consolidar su presencia institucional y a mediados del siglo XX formarían parte del movimiento latinoamericano que denunció las históricas condiciones de subordinación e injusticia a las que fueron sometidos los pueblos originarios durante un continuo estado de aculturación. El epítome de estos movimientos se consolidó con la declaración de San José de Costa Rica que denunció el etnocidio y presentó los elementos del etnodesarrollo.
Siguiendo esta rápida revisión de una historia mucho más compleja, podemos decir que el concepto de etnoeducación sería el marco referencial con el que, a finales del siglo XX, se operarían las acciones institucionales para atender las demandas de los pueblos indígenas. Es así como entre las décadas de 1980 y 1990 se adelantaron encuentros nacionales, se distribuyeron cartillas y materiales producidos por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), y se participó en el diálogo latinoamericano por el respeto y el reconocimiento de la diversidad étnica. En el plano institucional, el país conformaría los Centros Experimentales Piloto (CEP), unidades de desarrollo educativo encargadas de acompañar técnicamente esta clase de propuestas (Enciso 2004).
Por otra parte, el MEN también definió el Grupo de Trabajo en Etnoeducación, decisión con la que conformaría en su estructura administrativa toda una división de técnicos profesionales especializados en el campo de la educación para la diversidad (Rojas 1999). Lo anterior generaría la implementación de programas de capacitación y profesionalización de etnoeducadores; esto gracias a convenios con las escuelas normales y las universidades que empezaron a formular y ofertar programas de licenciatura en etnoeducación (Castillo, Hernández y Rojas 2005). El máximo nivel de estos ciclos se alcanzaría con la experiencia de la Maestría en Etnolingüística que ofreció la Universidad de los Andes y el Centro Colombiano de Estudios en Lenguas Aborígenes (CCELA).
Así, toda esta perspectiva técnica que inundó la propuesta educativa institucional movilizó la reflexión y la reinterpretación del sentido con que se operaba la etnoeducación en el país. Muchos líderes en los pueblos -casualmente egresados de programas de etnoeducación- empezaron a reclamar con mayor vehemencia la necesidad de consolidar el Sistema Educativo Indígena Propio y el flujo de estas interacciones entre indígenas y Estado derivó entonces en la construcción de múltiples marcos de referencia. Esta situación hizo que los representantes de las autoridades indígenas reinterpretaran los preceptos institucionalizados del etnodesarrollo con la eventual construcción de propuestas alternativas a la mirada gubernamental. Con ello, los grupos étnicos organizados en el país empezaron a construir diferentes opciones para comprender el fenómeno educativo en sus territorios. Propuestas de educación propia, intercultural, bilingüe o territorial -entre otras- empezaron a formar parte de las nuevas exigencias que se hacían al Estado para garantizar un derecho que por años transformó y desestimó el conocimiento ancestral.
En este momento cabe aclarar que los movimientos de reivindicación étnica en Colombia no reclaman separatismos territoriales (Zambrano 2003). Plantean, por el contrario, ampliar el horizonte con el que se puede comprender a la ciudadanía étnica. En este sentido, una de las consecuencias que deriva de esto tiene que ver con que, en el proceso de garantizar los derechos a las comunidades ancestrales, se exige una mayor participación de estas en los lenguajes técnicos e institucionales. Es decir, se reclama mayor participación en los asuntos del Estado y en el acceso a los recursos económicos, situación que contraintuitivamente presiona a las comunidades para que dominen las claves tecnócratas y los lenguajes de la planeación institucional, los mismos que por mucho tiempo agenciaron mecanismos de aculturación.
De esta manera, se configura una extraña dinámica de reconocimiento en la que el ejercicio de la educación -herramienta histórica de la evangelización/colonización- ha sido resignificada como espacio de recuperación, fortalecimiento o renacimiento de la historia cultural de los pueblos ancestrales, eso sí, adaptada a los preceptos del lenguaje técnico propio de las decisiones del Estado. Por esto, se crean gramáticas, cartillas, manuales, proyectos y modelos educativos6 que intentan conciliar los lenguajes técnicos de las propuestas pedagógicas con las voces vernáculas de los saberes tradicionales.
Claro que estas construcciones, en muchos casos, han sido orientadas por las persistencias católicas y las transformaciones laicas, las relaciones de subordinación en la formulación de las políticas públicas y el enfoque técnico de los profesionales de la educación; situaciones que pueden terminar instrumentalizando el acto educativo o construyendo modelos ideales de recuperación de saberes ancestrales en diversas experiencias escolares. Colonizar, descolonizar y recolonizar serían entonces la sucesión de sentidos con que se puede entender la naturaleza de estas formaciones educativas; construcciones en las que las persistencias coloniales conviven impunemente con las reflexiones culturalistas y relativistas de los enfoques de la multi o la interculturalidad.
La revisión de la historia colonial, la política indiana y el avance evangelizador en esta investigación me permitieron comprender los referentes históricos que perviven en las actuales formas de implementación de la etnoeducación y su reinterpretación en el escenario de los intercambios institucionales. Así, se puede decir que las tensiones y contradicciones que se configuran entre Estados nacionales y pueblos ancestrales obedecen a estas persistencias que, a pesar de los procesos de emancipación y consolidación de algunas modernidades, no han podido superarse en el marco de las relaciones sociales, políticas, culturales y, sobre todo, económicas que caracterizan los espacios de encuentro -y desencuentro- entre pueblos y Estado.
Educando a los otros en Nariño
Hablar de la implementación del servicio educativo para los pueblos indígenas en Nariño durante las últimas cinco décadas invita a recordar los movimientos étnicos y sociales que se gestaron en el suroccidente colombiano, a partir de los años setenta del siglo XX. En esta fase fue relevante la consolidación del ala étnica de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), instancia que propició la eventual configuración del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) y la Asociación de Autoridades Tradicionales del Suroccidente Colombiano (AISO) (Mamián 2019). La recuperación de tierras, la reivindicación de las identidades étnicas y los movimientos políticos que originaron las organizaciones de autoridades tradicionales tienen, en este momento, un especial reconocimiento y protagonismo en la historia institucional del país.
El movimiento de recuperación de tierras, que generó situaciones de extremo conflicto en los lugares donde ocurrió, puede entenderse como el resultado de la historia no concluida del proceso de extinción de resguardos que, desde principios de la República y finales del siglo XIX, se había propuesto en el marco jurídico nacional7 y que a mediados del siglo XX originó oleadas de invasiones en territorios étnicos que fueron convertidos en haciendas por parte de acaparadores de tierras, empresarios y particulares, en trámites administrativos gestionados por el oportunismo y el engaño (Cerón 1985; Zúñiga 2002).
En este complejo y agitado panorama social que caracterizó la conversión de resguardos en haciendas y su posterior retoma en el marco del renacimiento étnico, las oscilaciones de la política nacional se reflejan en las contradicciones que generó el enfoque proteccionista que el Estado asumiría a mediados del siglo XX con la creación del Instituto Etnológico Nacional y la vinculación del país a las propuestas del Instituto Indigenista Americano (Llanos y Romero 2016). Esta situación produjo una nueva orientación hacia el respeto por la diversidad étnica, a pesar de que el ordenamiento jurídico había propiciado el exterminio de los resguardos algunos años antes.
En todo caso, y una vez el tema de la recuperación de tierras y la consolidación de nuevos resguardos favoreció a muchos pueblos para que contaran con una plataforma de reconocimiento, la exigencia de propuestas educativas adaptadas a la diversidad poblacional fue parte fundamental de los reclamos que se elevaron a las distintas instancias del poder gubernamental. Como fruto de un proceso histórico complejo, violento y telúrico, la reivindicación de la identidad, la exigencia de más territorios y la consolidación de escuelas fueron los argumentos centrales de las agendas entre pueblos y Estado a finales del siglo XX, y propiciaron escenarios de discusión que hasta el día de hoy cuestionan algunos elementos de nuestra institucionalidad.
Estamos hablando de los años 80 y empieza la organización tan fuerte, tan fuerte, con los cabildos del sur, especialmente con Guachucal, Cumbal, Muellamues, Panán, Mayasquer, Chiles […]. Esos fueron los cabildos pioneros en el tema de la recuperación de las fincas. Y una vez recuperado el territorio, ellos empiezan a recuperar el tema de la educación. […] Y en aquel entonces, no sé cómo se consiguen el decreto 1142, ese decreto es de 1978, se consiguen ese decreto y crean la primera escuela en una finca recuperada y a esa escuela le ponen el nombre de La Libertad. (Comunicación personal con Luis Ulpiano Tatamués, Pasto, 6 de septiembre de 2019)8
Las primeras experiencias educativas que se agenciaron en el marco de esta revitalización étnica y política tienen que ver con la implementación de pequeñas escuelas comunitarias autogestionadas por las comunidades. Esto ocurrió en el marco de iniciativas locales que rápidamente fueron cooptadas por las prácticas proselitistas de los funcionarios públicos y los interesados en la representatividad política, quienes encontraron en los espacios comunitarios lugares para desarrollar sus iniciativas y gestiones administrativas. Del mismo modo, las comunidades étnicas participaron cada vez más en las propuestas de formación técnica que requerían los procesos institucionales y, con respecto a esto, muchos profesores indígenas hicieron parte de los programas educativos de etnoeducadores.
Esto dio pie para empezar entonces el tema de la educación, de la etnoeducación. Y empezaron a hacer ese trabajo. Trabajo que […] dio buenos resultados, porque en principio se pensó primero formar a los docentes… En convenio con el Centro Experimental Piloto se formaron aproximadamente 400 docentes. Sacaron su bachillerato pedagógico para poder escalafonarse… (Comunicación personal con Luis Ulpiano Tatamués, Pasto, 6 de septiembre de 2019)
Entonces, la oferta del servicio educativo que el Estado ha operado para el sector de la población que se reconoce como mayoritario, en contraposición a la idea de las minorías étnicas, permitiría transformaciones, hibridaciones y contradicciones en su puesta en marcha en lugares con población indígena -en pueblos que pudieron haber participado o no en los procesos de revitalización étnica-, tramitando lo que Corbetta et al. (2018) han descrito como un servicio educativo con perspectiva poblacional, es decir, la implementación de programas particulares que intentan adaptar sus referentes técnicos a las necesidades de algunas comunidades humanas.
El título fue de bachiller pedagógico con la Normal Superior de Túquerres […] [pero] para mí, la educación propia inicia con nosotros mismos. O sea, en las comunidades indígenas. En la familia inicia la educación propia. Solo que, por política, teníamos que institucionalizarlo. Porque si no, el sistema nos seguía haciendo a un lado. Así, por más que nosotros hiciéramos dentro del hogar nuestras prácticas culturales, por más que hiciéramos el ejercicio de nuestras costumbres, el que camináramos el territorio, el que fuéramos a los sitios sagrados, el gobierno lo desconoce. O lo desconocía. Hacía falta institucionalizarlo, que no está bien, pero es una manera de resistencia política […]. (Comunicación personal con Lucía Moreno, resguardo de Muellamués, 25 de agosto de 2021)9
Los relatos que describen la reivindicación étnica y política entre las organizaciones sociales señalan la presencia de iniciativas escolares de organización comunitaria autogestionada. En este marco de acción también se describe la exigencia que se hace al Estado por el apoyo a estas iniciativas comunitarias. Posteriormente, estos espacios serían transformados por el lenguaje institucional y técnico con que se comprende el enfoque de la etnoeducación en el plano gubernamental. Dicha situación moviliza la revisión de las exigencias étnicas a la luz de la reinterpretación de los referentes de la propuesta técnica institucional. Con esta dinámica organizativa se configura un encanto y un desencanto (Guido y Bonilla 2013), en la medida en que los efectos de las movilizaciones sociales devinieron en procesos de formalización institucional que generalmente se entienden como imposiciones gubernamentales. Esto ha sido descrito constantemente por la literatura científica que en el país aborda los sentidos y contrasentidos con que se opera la educación para la diversidad étnica.
La actualidad educativa
La política que define al servicio educativo nacional ha orientado la implementación de varias iniciativas de educación para la diversidad étnica en el territorio nariñense, sus transformaciones y sus tradiciones. De esta manera, la educación se concibe como un derecho que al mismo tiempo es un servicio público (Castellanos y Caviedes 2007). En relación con esto, las discusiones en torno a las formas de operar el derecho educativo con cargo al presupuesto general de la nación obedecen al marco legislativo nacional.
Uno de los elementos que hay que tener en cuenta para comprender esto es que en el país el servicio público educativo se ofrece oficialmente por parte de los establecimientos adscritos a los entes territoriales. Ahora bien, en los casos en los que por las diversidades geográficas y culturales el Estado no puede operar el servicio educativo en sus establecimientos, podrá contratar su prestación con privados que garanticen las condiciones mínimas. Esto configura una modalidad que se reconoce en el argot institucional como la educación contratada, situación que generó la eclosión de diferentes métodos para administrar el servicio (MEN 2018).
Hay dos modalidades de atención: uno que es contratación y el otro es administración. Contratación es cuando el estado te paga el ciento por ciento de la atención a un niño y administración solamente te paga un porcentaje. ¿Cuál es la diferencia entre estos dos tipos de estudiantes? El estudiante por contrato es atendido por docentes que son contratados, en este caso por Unipa y en administración los estudiantes son atendidos por docentes nombrados en propiedad. (Comunicación personal con Isleny Eraso, Pasto, 1.º de agosto de 2021)10
Si bien, por mucho tiempo la Iglesia católica fue la mayor contratante de la educación con el Estado colombiano, otras organizaciones también participaron en este modo de administración al propiciar complejos sistemas de hibridación educativa en los territorios étnicos. Fue precisamente esta modalidad de contratación una de las adaptaciones que el país asumió -gracias al reconocimiento de los referentes de la etnoeducación en el panorama legislativo- para que las asociaciones de autoridades tradicionales pudieran formar parte de los bancos de oferentes que acceden a los recursos públicos destinados al servicio educativo. De esta manera, se consolidaron en distintos resguardos y cabildos diferentes estructuras administrativas y personas jurídicas que atienden la gestión de procesos académicos, administrativos y comunitarios, en el marco de la implementación de propuestas de educación con enfoque étnico, al desarrollar, a su vez, convenios interadministrativos ajustados a las leyes y decretos que regulan la educación en el país11.
Ahora bien, en medio de las reflexiones sobre las modalidades de contratación, muchos pueblos interpretaron esta situación, de la mano de varias organizaciones políticas, como una suerte de privatización del servicio público. Esto los llevó a defender el fortalecimiento de otros modos de entender sus avances educativos, bien sea instaurando contratos administrativos del servicio con los entes territoriales, construyendo modelos de educación intercultural para sus establecimientos educativos o proponiendo formas particulares de entender la educación. Así, la diversidad étnica se tradujo, en el entorno educativo, en una diversidad contractual que ha llevado al país por varias modalidades de administración y operación educativa.
Eso es lo que vivimos ahora. Y ahí entonces viene el problema de la educación, porque ya la educación se vuelve un problema. O sea […] el CRIC decía: la educación para la resistencia. En otros lados se hablaba de la educación para sobrevivir. En otros, para pervivir. En otros, la educación para ser libres. Y hay diferentes visiones en cada pueblo. Una educación propia, ahí, con las comillas grandes de ¿qué es lo propio? Y, ¿qué es lo ajeno? ¿Qué es la tradición propia? Un ejemplo sencillo. El perrero12 ¿es en realidad propio? Y claro, esas estructuras se duplican y siguen, digamos, siempre con la visión de la ley 89 que dice: la reducción del indígena a la vida civilizada. Esa reducción del indígena a la vida civilizada, ¿cómo se traduce en la educación? Pues sencillo. Es ser servil. Es la mano de obra servil. O es la persona que está con la visión, siempre, de dar crédito a la palabra del de afuera. Dar crédito a la palabra del que tiene el dinero o del que tiene siempre -entre comillas- un poder […]. (Comunicación personal con Fernando Guerrero, Pasto, 15 de septiembre de 2021)13
La complejidad con que se establecen las relaciones entre los distintos agentes que intervienen en la prestación del servicio conforma un ecosistema que es más fácil comprender en un diagrama que da cuenta de los lugares, las organizaciones y los niveles en los que acontece la implementación de muchos de los programas educativos en los territorios ancestrales.
La figura 1 esquematiza, en cuatro niveles, los agentes y escenarios institucionales en los que se debate el servicio educativo orientado a los pueblos indígenas en Nariño. En el nivel internacional reposan las agencias multilaterales y transnacionales que participan en la discusión por la política étnica a escala global. Desde varias agencias y órganos de las Naciones Unidas y las ONG internacionales, el discurso del reconocimiento étnico ha impactado el debate mundial por las políticas de la diversidad y, en consecuencia, el país ha asumido los tratados, convenios y acuerdos internacionales que garantizan un mayor y mejor tratamiento político a los pueblos diversos.
En el nivel nacional aparece el ente rector de la política educativa. En este lugar, el MEN y los organismos de concertación que se han consolidado en la experiencia institucional del país, debaten la formulación de la política educativa nacional con orientación a la diversidad étnica, proponen la construcción del SEIP y dictan los lineamientos institucionales para que las secretarías de educación certificadas14 puedan adelantar los procesos de descentralización de la oferta educativa.
A escala regional, las distintas secretarías de educación certificadas (departamentales SED / municipales SEM) operan la administración educativa en los establecimientos oficiales o mediante las modalidades descritas de contratación. Dependiendo de la cantidad de población atendida, el presupuesto se incrementa en una ecuación lineal que determina el dinero que se invierte por cada estudiante. Para el caso de la Secretaría de Educación de Nariño, la presencia de una Mesa Departamental de Etnoeducación Indígena y un Consejo Mayor de Educación se corresponde con iniciativas de organización institucional que se fueron consolidando en la medida en que los diálogos con los cabildos y resguardos indígenas ganaban una mayor presencia institucional. Esto permitió la construcción de un documento de política pública departamental que intentó formularse con apoyo de los siete pueblos reconocidos y, aunque se escribió un borrador, no pudo ser refrendado por ninguna instancia institucional, lo que reitera estas relaciones de encanto y desencanto con las lógicas de la administración pública.
Por último, en el nivel local encontramos a los resguardos y cabildos de los pueblos reconocidos por los entes territoriales. En este nivel se implementan las decisiones y se pone en escena el ejercicio educativo. De acuerdo con la naturaleza de la contratación, tenemos la presencia de establecimientos educativos oficiales o iniciativas de administración escolar regentadas por las asociaciones de autoridades tradicionales. De acuerdo con esto, para avanzar en los trámites y vínculos con el Estado, los pueblos están en la capacidad de conformar personas jurídicas que adelantan la firma de convenios y la ejecución de los presupuestos o, por el contrario, deciden reclamar una mayor presencia del Estado gracias al fortalecimiento de establecimientos educativos oficiales que orienten sus proyectos educativos con los referentes de la interculturalidad. Dependiendo de la modalidad del servicio, cada propuesta tendrá más o menos autonomía para tomar decisiones académicas y administrativas.
Ahora bien, una experiencia particular que se encuentra en este universo de actores que construyen la educación para la diversidad étnica en el departamento de Nariño ocurre con el pueblo de los pastos, cuyos docentes nombrados en el sistema educativo oficial consolidaron una organización de maestros indígenas que, al replicar la estructura de una asociación sindical, trabaja por la organización étnica y la construcción de apuestas educativas pensadas para el territorio. Es así como la Asociación de Maestros Indígenas Yachay Awanakuna15 del Pueblo de los Pastos adelanta jornadas de reflexión y trabajo por la educación con perspectiva étnica.
Todo este panorama que intenta describir los lugares y los actores de los diferentes procesos de educación propia no pretende en ningún momento ser totalizante y mucho menos presentar una serie de relaciones jerárquicas. La representación gráfica acude a la integración de lugares y con toda esta descripción, un nuevo giro en la esquematización nos puede ayudar a visualizar con otra lógica (figura 2) las complejidades que se tejen entre los actores de la educación con orientación étnica en el departamento de Nariño y los diversos escenarios institucionales que propician el intercambio.
Conclusiones
Comprender el panorama institucional en el que se inscribe la implementación de programas e iniciativas de educación con orientación étnica en el departamento de Nariño y las transformaciones de la etnoeducación, me permitió cuestionar algunas ideas en torno a los modelos educativos construidos con los referentes institucionales. Asimismo, hizo posible la revisión de algunos de los mecanismos de reconocimiento étnico que se han agenciado en los diferentes territorios ancestrales.
Sobre este último aspecto, y comprendiendo lo complicado que resulta conjurar una definición de la identidad étnica, la investigación propuso algunos elementos de reflexión sobre los encuentros y desencuentros en el diálogo intercultural, al ampliar el horizonte hacia los usos políticos de la etnicidad (Becker 2015). Partiendo del hecho de que el autorreconocimiento es el principio que, desde finales de la Segunda Guerra Mundial, orienta los preceptos que las Naciones Unidas asumen en el orden internacional para reconocer a los pueblos (Connor 1998) y que, en ese mismo sentido, es uno de los principios que intenta incluirse en los más recientes censos de población en toda Latinoamérica, las consecuencias contraintuitivas que la revitalización étnica y cultural le proponen al país han configurado distintas formas de ser los otros de la nación.
Entonces, acercarse a las personas que participan en los programas educativos para la diversidad étnica plantea interrogantes sobre su propio proceso de reconocimiento identitario y las respuestas que se construyen son tan diversas como todo lo que se ha descrito hasta el momento. La idea de la identidad personal y ciudadana, que suponemos es la que establece nuestro orden social, se empieza a cuestionar cuando, en medio de las conversaciones sobre estos asuntos, aparecen diversas posibilidades. De esta manera, la investigación me llevó a discutir las enunciaciones con que se refieren las identidades frente a la persistencia burocrática con la que se suelen ordenar los asuntos del Estado.
Lo más irritante de la cuestión de la ciudadanía es su carácter embaucador e impreciso. ¿Quién está en contra de la ciudadanía? ¿Quién se opone al aprendizaje de la ciudadanía en la escuela? Nadie o casi nadie. Así las buenas intenciones y los análisis suelen confundirse; así se puede eludir el hecho de que la educación para la ciudadanía resulta a veces paradójica. En efecto, la ciudadanía implica igualdad y autonomía de los sujetos; en cambio, la educación se basa en la desigualdad fundamental de maestros y alumnos, de adultos y niños. (Dubet 2003, 219).
Este es un modo de entender cómo estas relaciones de subordinación con las que se unifica la diversidad tienden a repetir sus esquemas en los entornos educativos.
Lo educativo se comprende en unos espacios; en unos horarios; con una gente. Y no se comprende que lo educativo realmente es todo. Así es como uno lo alcanza a comprender con los pueblos indígenas. Es que el acto educativo está sucediendo todo el tiempo, incluso desde que el bebé está en el vientre, porque si uno va a lo que consideran los indígenas como educativo, eso no se limita a un solo espacio. Recuerdo que cuando hicimos el proyecto del modelo propio siona, ellos nos hablaban de que el espacio es el territorio, es la vida misma. E incluso colocaban al espacio, al territorio, como agente educativo porque lo educativo para ellos no está centrado solamente en lo académico. Recuerdo algunas tensiones que teníamos en ese entonces con la gente del ministerio cuando los sionas decían: “Es que el territorio también es un actor educativo”. Y entonces ellos decían: “No, no, no, ahí se está entendiendo mal, porque estamos hablando de los profesores, de los padres de familia…” lo que llamaríamos la comunidad educativa, entendiendo que en las comunidades indígenas también están los taitas, los sabedores, los mayores. […] Entonces, digamos que es una visión antropocéntrica de la educación en que personas mayores o personas con cierto estudio académico pueden ser los actores, pero, hablar del territorio como un actor más para ellos es una cuestión bien difícil. (Comunicación personal con Juana Moya, Mocoa, 27 de octubre de 2021)16
Por otra parte, en el país el reconocimiento de la identidad étnica obedece a un trámite administrativo que implica estudios etnológicos, censos y actas de constitución o reconstitución de cabildos y resguardos. Estos aspectos se inscriben en lógicas administrativas y en trámites que han sido aprendidos por diversos representantes étnicos quienes, teniendo el abolengo o no, empiezan a formar parte de los espacios de representatividad comunitaria y agencian la constitución de cabildos y resguardos en diferentes territorios. Tal vez así se aprende a ser el otro.
Por ejemplo, mi papá hizo un proceso de los pastos aquí en Sibundoy. Él fue el que hizo el primer cabildo pasto después de mucho tiempo, póngale en el año dos mil, cuando se institucionalizan los pueblos pastos y quillacingas en Sibundoy. Fue el primer gobernador. Planteó la organización. (Comunicación personal con Olimpo Herrera, Sibundoy, 25 de enero de 2020)17
También, dentro del marco de los procesos de revitalización étnica, los programas que el Estado moviliza en los territorios suelen inscribir en los diálogos y debates secciones de la población que no necesariamente se integraron en la discusión, pero que cumplen con las condiciones para ser reconocidos a partir de las claves de la diversidad étnica. De esta manera, se configuran comunidades que, en busca de mejores condiciones económicas, encuentran en la adscripción étnica más oportunidades para participar en gestiones de redistribución de los recursos. Así como algunas situaciones de nuestra historia se han utilizado para participar en programas del Estado -como el desplazamiento forzado o la condición de víctima del conflicto-, la idea de asumir una nueva identidad se constituye en una alternativa más para fortalecer la participación política y comunitaria en varios territorios que hacen parte de los planes gubernamentales.
Como se ha referido antes, la idea de pertenecer a un grupo indígena en la historia del país se asoció por mucho tiempo -y todavía- con una especie de rótulo abyecto para identificar como salvajes o bárbaros a los diversos pueblos nativos americanos. Lo anterior permite proponer que la decisión de reconocerse como indígena aún representa una terrible herencia que muchas personas prefieren no tener, lo que constituye una especie de odiosa persistencia colonial. De esta manera, en el marco de un orden social que continuamente inventó mecanismos para procurar el blanqueamiento del estatus personal y familiar (Fanon 1973), la comprensión racializada de lo que significa ser indígena aún no se sincroniza con lo que propone el Diccionario de la lengua española, ya que para este cuerpo académico un indígena simplemente es un “originario del país de que se trata” (RAE 2024). Ahora bien, más allá de tener un fenotipo que pueda rotularse como propio de los herederos de los pueblos del pasado (Langebaek 2021), recordemos que la noción de raza biológica no puede describir a la especie humana, aunque las connotaciones políticas y económicas de la diferencia racial sigan determinando gran parte del orden social en nuestras instituciones.
Aunque estas descripciones no aspiran a consolidarse en una suerte de categorías identitarias, sí esperan, por un lado, aportar en la construcción de sentido que podemos encontrar en los complejos procesos de reconstrucción de la identidad étnica que se han operado en nuestros territorios, y, por el otro, enfrentar las paradojas que le proponen a nuestro orden social. En este punto es necesario ser reiterativos y poner énfasis en que a ninguna de estas categorías se accede por examen genético o biológico, pues la idea de raza en la especie humana ha sido descartada desde finales del siglo XIX (Zuberi 2013). La adscripción y el autorreconocimiento son cuestiones personales que dependen de múltiples factores y no necesariamente las decisiones personales coinciden con la apariencia fenotípica del sujeto observado.
Así, otra de las conclusiones que presenta la investigación tiene que ver con la posibilidad de pensar en el artificio de la identidad étnica construida en el marco de la invención de la tradición y las comunidades imaginadas que han sido frecuentemente descritas por las ciencias sociales. Y, bueno, más allá del plano meramente ficcional, comprender que esta matriz puede determinar las continuas suposiciones con que se construye nuestro orden social.
De acuerdo con esto, la investigación ha propuesto la consolidación de un supuesto orden social que se establece en el marco de las relaciones entre los sujetos que ocupan los distintos lugares que se describieron en el ecosistema educativo. Recordemos que, del mismo modo que la identidad es una decisión personal, muchas de las personas que ocupan roles determinados en los espacios educativos pueden reivindicar o no una adscripción étnica y, en consecuencia, determinar complejos modos de interacción. Sin embargo, gran parte de las decisiones que se toman, las discusiones que se generan y los desencuentros que aparecen obedecen a las suposiciones con que se operan las relaciones sociales.
Es así como suponemos que formamos parte de un Estado multicultural. Asimismo, suponemos que existen claves para educar a los otros de la nación con atención a la diferencia étnica y cultural de los pueblos indígenas. Suponemos que la educación debe adaptarse a las lógicas vernáculas y suponemos que hay técnicos especializados que pueden dar cuenta de modelos educativos. En el marco de las organizaciones indígenas se supone que el Estado es un agente omnipresente que debe responder por deudas históricas y tiene la capacidad de atender las realidades locales. En los espacios educativos los profesores suponen que los estudiantes aprenden y los estudiantes suponen que los profesores ostentan el saber.
No obstante, al buscar una perspectiva más amplia, esta descripción no es más que la revisión en un espacio particular de esa condición humana que está gobernada por la pretensión de saber y poder. En el plano de la investigación académica podríamos decir que suponemos que al describir un marco teórico y metodológico estaremos en la capacidad de referenciar algunos hallazgos y conclusiones. Hasta donde comprendo, la realidad ha dado muestras de ser mucho más compleja que una relación de causas y efectos muy bien definida. No obstante, esto no quiere decir que sea imposible o inútil todo esfuerzo por acercarse a la viscosa materialidad que conforma nuestra existencia. De hecho, es el camino que tenemos para construir y reconstruir los sentidos con que operamos sobre nuestras realidades y, en este ejercicio, reconocer los distintos actores, lugares y relaciones que ocurren en la implementación de programas educativos.