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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525On-line version ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.60 no.2 Bogotá May/Aug. 2024  Epub May 01, 2024

https://doi.org/10.22380/2539472x.2626 

Artículos

“Amañarse por acá”: formas de quedarse en un “origen” boyacense de la migración rural

“Amañarse por acá”: Staying in an “Origin” of Rural Migration, in Boyacá

“Amañarse por aca”: formas de permanecer em uma “origem” boyacense da migração rural

Mónica Cuéllar Gempeler* 
http://orcid.org/0000-0003-4455-8156

*Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia. monicacuellarg@javeriana.edu.co. https://orcid.org/0000-0003-4455-8156


Resumen

Este artículo se pregunta por el esfuerzo que se requiere para quedarse en veredas boyacenses con una larga historia de migración rural, a partir de la exploración de los caminos de la palabra amañarse. En sintonía con la invitación a replantear la comprensión lineal de la migración, busca apreciar el trabajo repetitivo que se hace para sostener determinados presentes campesinos. Sugiere que el esfuerzo de quedarse es práctico, pero también narrativo. Propone, asimismo, que las palabras derivadas de amañarse se desenvuelven como una canción. Es una especie de canto que reconfigura los términos en los que se suelen contar las historias migratorias y que, insistiendo en regresar a lugares dibujados como un tipo de “pasado”, se abre sutilmente a la posibilidad de un futuro compartido y emplazado. Es, finalmente, un camino sonoro que nos invita a escuchar de otro modo la dificultad y el gusto de encontrar amaño.

Palabras clave: quedarse; migración rural; vida campesina; Boyacá (Colombia); narrativa; canción

Abstract

This paper seeks to understand the effort required to stay in rural areas of Boyacá with a long history of out-migration, by following the paths of the word amañarse. In tune with the invitation to reconsider the linear understanding of migration, it searches to appreciate the repetitive work made to sustain certain rural presents. It suggests that staying is a practical effort, but also an effort of narrative. It further proposes that the words of amañarse unfold in a way similar to a song. It is a kind of singing that reconfigures the terms in which migration stories tend to be told and that, insisting in returning to places rendered as a kind of “past”, opens subtly to the possibility of a shared future, emplaced. It is a sonic path that invites us to listen differently to the difficulty and the pleasure of finding amaño, of wanting to stay.

Keywords: staying; rural migration; peasant life; Boyacá (Colombia); narrative; song

Resumo

Este artigo se pergunta pelo esforço necessário para permanecer em aldeias de Boyacá com uma longa história de migração rural, a partir da exploração dos cami-nhos da palavra amañarse. Em sintonia com o convite a repensar a compreensão linear da migração, o texto procura valorizar o trabalho repetitivo que é feito para sustentar determinados presentes camponeses. Sugere que o esforço para permanecer é prático, mas também narrativo. Além disso, propõe que as palavras derivadas de amañarse se desenvolvem como uma música. É uma espécie de canto que reconfigura os termos em que habitualmente são contadas as histórias migratórias e que, insistindo no retorno a lugares desenhados como um tipo de “passado”, abre-se subtilmente à possibilidade de um futuro compartilhado e situado. É, por fim, um caminho sonoro que nos convida a ouvir de uma forma diferente a dificuldade e o prazer de encontrar amaño.

Palavras-chave: permanecer; migração rural; vida camponesa; Boyacá (Colômbia); narrativa; canção

Sobre el mediodía, desde una de las tiendas esquineras que dan contra el parque de la iglesia de San Miguel de Sema, la calle se ve desocupada. Su extensión pavimentada, de más o menos siete cuadras, en poco va a ser transitada por el montón de estudiantes que salen del colegio después de las dos. Anticipamos sus voces, las risas y los chismes, el gusto perceptible de entrelazar los codos como ganchos, el gesto de la mano que busca en el bolsillo del uniforme lo de un dulce o un helado, o lo del bus que acorta el regreso a las veredas. Por un rato la cabecera del pueblo se verá llena, pero ya me han enseñado a advertir en la plenitud una especie de espejismo: esa multitud joven se renueva cada año, pero no envejece acá. Casi todos los recién graduados se van, así como la generación que vino antes y la que vino antes de esa. Se van a ciudades o a otros campos a buscar su futuro. Se van a buscar una vida mejor.

En la tienda, antes de la masa de estudiantes y después de haber almorzado muy temprano, con Claudia Pineda soplamos y sorbemos tinto contra el sueño. Recién acabada la mañana, el pueblo todavía parece “un cementerio”, dice Claudia que “parece como muerto”; lo dice con la cabeza recostada sobre los brazos y los brazos sobre el mostrador de madera que, en este enero de 2017, según sus cálculos, debe tener cerca de cuarenta años, lo mismo que ella y yo. Ha estado parada desde el amanecer, sirviendo tintos, calentando arepas con queso, pendiente de quienes paran en la tienda antes de irse a trabajar o al llegar de ordeñar. Ya cada quien cogió su rumbo y estamos nomás las dos, luchando contra el peso que ya quiere cerrarnos los párpados. Desde su descanso sobre el mesón me pregunta: “¿Y usted sí se amaña por acá?”.

De cuando en cuando, Claudia va a traer de vuelta esta pregunta, y yo voy a volver a responder lo mismo, cada vez. No es que mi respuesta no la convenza, yo creo que Claudia sabe que aquí encontré amaño, aquí en San Miguel, aquí en esta cuadra al frente del parque de la iglesia, aquí en su tienda donde nos hicimos amigas hace ya más de diez años. Pero hay algo que nos va a devolver, en esas horas quietas, a ese cuestionamiento. Luego simplemente lo soltaremos, tomaremos más tinto, seguiremos charlando de todo y de nada, seguiremos pasando el tiempo juntas sobre esa calma adormilada que nos arrulla hacia el principio de la tarde. Ya nos volverá a encontrar, después, sobre el medio sueño de otro mediodía. ¿Y usted sí se amaña por acá?

En la oscilación de esta pregunta, quiero seguir el rastro de la palabra que acoge, de la palabra amañarse, con sus particulares sonoridades, los muchos significados que recoge y los caminos que despliega en su enunciación. Me propongo hacer esto partiendo de la manera como esta palabra da expresión al deseo de quedarse y considerando cómo lo hace junto al conocimiento de la migración rural que, desde el siglo XX, ha sido constante en el departamento de Boyacá (Colombia), donde se sitúa el municipio de San Miguel de Sema. A través de las formas de amañarse, me aproximo a esta historia migratoria desde un lugar que sería llamado “de origen”, apreciando los conocimientos y movimientos con los que se hace de este tipo de origen un destino. Busco así aprender de las personas que avivan un movimiento hacia el centro de presentes compartidos, si no hacia el tipo de “vida mejor” o de “futuro” que la gente ha tendido a buscar en otras partes.

Este escrito entonces se une al largo esfuerzo por replantear la comprensión lineal de la migración que, entendiendo el acto de migrar como un movimiento progresivo, conlleva la conceptualización de los lugares de los que se alejan los migrantes como una especie de pasado; se trata de una visión que, al tiempo, implica la comprensión del hecho de quedarse en estos lugares como un estancamiento (Dick 2010; Ralph y Staeheli 2011). En contraste con esta comprensión, y en línea con la propuesta de pensar en conjunto el desarraigo y el rearraigo como experiencias que nos ocupan tanto “en casa” como por fuera (Ahmed et al. 2003), como experiencias que incluso podemos vivir dentro de nuestros propios cuerpos, me adhiero a la idea de que migrar no es lo mismo que estar desapegado y quedarse no es lo mismo que estar quieto (Ahmed et al. 2003, 1). Así como la partida de los migrantes no siempre implica el quiebre de sus relaciones emplazadas, sino que más bien suele extenderse a lo largo de múltiples lazos transfronterizos (Kearney 1986; Sayad 1999; Schiller, Basch y Szanton 1995), el asentamiento de quienes se quedan, de quienes se resisten a cruzar algún tipo de frontera, no necesariamente se encuentra en tierra firme. Quedarse puede ser un esfuerzo constante, repetitivo, que se mueve en contra de las muchas corrientes que desarraigan (Schewel 2019): el esfuerzo de recuperar el lugar al que uno sabe que pertenece y que rara vez se puede dar por sentado (Cuéllar Gempeler 2020).

Quedarse es un trabajo práctico, material; es un trabajo que, quiero sugerir, también es narrativo. Nos arroja en la búsqueda de elaborar otros modos de decir lo que podemos ser, otro tipo de relatos que, al surgir de las texturas palpables de presentes cambiantes, no se dejen capturar por las narrativas dominantes (Stewart 2007). Me voy a referir aquí en especial a la narrativa del progreso que subyace a la comprensión lineal de la migración y que, en la configuración de un cronotopo modernista (Dick 2010), hace de aquellos lugares que se desvían de sus lógicas un pasado doblegado en el atraso; un pasado que por décadas se asoció a la vida rural colombiana (Fals Borda 1957; Gutiérrez de Pineda 1958) y del que, siguiendo la orientación de las lógicas progresistas, no podríamos sino alejarnos. Encontrar otra forma de moverse parece ser necesario para mantener ciertos emplazamientos campesinos, y es también una búsqueda que sucede en el lenguaje, que “está ‘preñado’ de materia” (Marx y Engels [1932] 2014, 25), que está preñado de historia (Yie 2022, 144), que es tangible y versátil, que crece en el mundo y entre la gente. Es la exploración de “un vocabulario para usar, para encontrar nuestro camino en él, para cambiarlo en la medida en que lo consideremos necesario, mientras seguimos haciendo nuestro lenguaje y nuestra historia” (Williams [1976] 2003, 28).

Es a esto a lo que me quiero acercar en este ensayo que, sobre la resonancia de la pregunta de Claudia, inicia con una descripción preliminar de lo que amañarse puede significar, siguiendo las voces de quienes usan esta palabra para afirmar su deseo de quedarse en San Miguel. En seguida, exploro la historia de migración rural desde este lugar, observando cómo ha moldeado las vidas de quienes han seguido sosteniendo allí su emplazamiento. Al cabo de este recuento histórico y de memoria oral, se perciben desigualdades estructurales que, sin ser resueltas, siguen sustentando un presente precario; un presente en cuyas fisuras se acelera la partida de algunos y donde otros, a la vez, siguen encontrando cómo quedarse. Pregunto, entonces, cómo amañarse, con los múltiples significados y prácticas que contiene, entra en el transcurso de esta historia, al tiempo que reformula los términos y la orientación en que suele contarse. Las otras orientaciones y otros ritmos que se anuncian se toman los últimos dos apartados que, escritos en torno a uno y otro canto, buscan fluir con sonoridades que acogen el gusto y el dolor de amañarse: el placer y la dificultad de encontrar cómo tomar lugar, voz y palabra en un mundo inestable.

Querer quedarse

Sobre la estufa de leña y bajo la mirada de Edilma Ruiz, una crema de ahuyama cogía calor y espesura. La luz de un bombillo apenas aclaraba la noche en la cocina de su casa, en una vereda del municipio de Tinjacá que colinda con San Miguel. Ya estábamos terminando de preparar la comida cuando le pregunté sobre la palabra amañarse, sobre este verbo reflexivo que, según algunas de sus acepciones oficiales, significa “adaptarse, acomodarse” o “acostumbrarse a la novedad de un ambiente o a una actividad” (RAE 2014). En San Miguel, esta es una palabra que suena en las historias que la gente cuenta sobre cómo se quedó en el pueblo, a pesar de que tantos de los suyos ya se fueron. Alzan los hombros e inclinan la cabeza, solo un poco y hacia un lado, cuando dicen: “Me amañé”. Como la pregunta de Claudia, es una afirmación que se repite, y de ahí venía la duda que entonces, esa noche del 2018 en la cocina, le transmití a Edilma. Con su paciencia generosa y con una cuchara de madera daba vueltas a la crema que ya empezaba a humear, y creo que daba vuelta también a los significados de esta palabra familiar. “Es querer quedarse. Es que le gustó tanto [un lugar o alguien] que quiere quedarse”. Amañarse, me dijo Edilma, “es de quedarse”.

Pocas veces se requiere examinar una palabra tan habitual como amañarse, para la que una no tiene tanto un significado a la mano, sino, diría yo, una sensación. Por eso debe ser que antes de describirla hay que removerla. De pronto por eso mismo, cuando se pronuncia, da pausa al impulso de pedir explicaciones. Eso me parece que hizo cuando mi amiga Natalia Mateus respondió con esta palabra a su tía, una vez que vino de visita desde el municipio de El Rosal. Cuando Natalia llegó a San Miguel, a estar cerca de sus padres y de sus hijas, lejos de un matrimonio recién terminado, venía de ese mismo pueblo que, impulsado por la industria de las flores, ha crecido a cuadras llenas de negocios y de gentes. La tía estaba parada al lado del negocio de Claudia, mirando hacia las calles desocupadas, y le preguntó cómo podía imaginarse una vida en San Miguel, en este lugar donde, según ella alcanzaba a ver, no había nada, ni nadie ni nada qué hacer. “Me amañé”. Algo parecido dijo Félix Roberto, justo después de contarme sobre los muchos viajes de trabajo que hizo, sobre las muchas oportunidades que tuvo para hacer una vida en otro lugar y sobre su decisión, una vez que se retiró de su trabajo como electricista en Bogotá, de regresar para siempre a San Miguel: “Yo conozco casi toda Colombia y no encontré amaño en ninguna otra parte”. Fue también con el vocabulario derivado de amañarse que Pioquinto Salinas respondió a sus familiares cuando le pidieron que se quedara a vivir con ellos en la ciudad, preocupados por el infarto que señaló que su salud, a sus más de ochenta años, ya no aguantaba el esfuerzo de mantener una finca por sí solo: “Yo no me amaño por allá”. Y Esperanza Parra recurrió a este verbo también el día en que me contó por qué, en algún momento de la segunda mitad del siglo XX, ella insistió en quedarse con su abuela en la casa de barro que ya empezaba a descascararse cuando su mamá y todas sus hermanas se fueron a trabajar como empleadas del servicio doméstico en Bogotá: “Yo me amañaba mucho con mi abuelita y ella ya no se amañaba sin yo”.

La palabra amañarse parece hacer el trabajo de un ancla con la que alguien asegura un emplazamiento justo cuando otros lo están jalando literalmente, aunque también sea afectuosamente, aunque sea solo discursivamente, hacia algún otro lugar. Cada una de estas veces, se formula y frena el curso de una conversación o de una línea de argumentación que cuestiona un asentamiento de algún modo deseado. Y entonces les da continuidad a vidas que quieren ser vividas en San Miguel, así como le da continuidad al día, mientras con Claudia tomamos tinto en el umbral entre la tarde y la mañana. Como me dijo Inés Dorado, un día en que estábamos sentadas junto al maizal de su casa en una vereda del municipio de Ráquira, mirando hacia las montañas que bordean los potreros donde hace años se extendía la laguna de Fúquene: “Amañarse es estar así, como estamos las dos, tranquilas”. Amañarse es una manera de estar juntas, de dejar que el tiempo pase, de dejar que la tarde nos alcance.

Como dijo Edilma, amañarse “es de quedarse”. Se trata de encontrar la manera de demorarse en un lugar. Al tiempo, se conjuga con la sensación de que uno debería irse, en contra de la impresión de que una debería moverse hacia algún otro lugar cambiante que parece tomar forma en relación con las geografías variables del progreso. En la primera mitad del siglo XX, este destino era, para San Miguel, la frontera agrícola que se expandía al norte del departamento del Tolima. A partir de la década de 1970, han sido la creciente ciudad de Bogotá y las zonas rurales que la circundan. Estas son las regiones hacia donde la gente de San Miguel ha tendido a moverse en el último siglo, moldeando con su partida las vidas de quienes se han seguido quedando. La mención de amañarse no se deja desligar de esta historia de migración: su enunciación la contiene, al tiempo que, en algunos sentidos, reconfigura los términos en que suele contarse. Para entender el trabajo que se hace al hablar de amañarse, parece necesario explorar cómo la partida de la gente ha dado una forma particular a lo que significa quedarse en estos campos boyacenses, a lo largo de cien años de migración rural.

Caminos de migrantes

La memoria más antigua que los habitantes de San Miguel guardan acerca de la historia migratoria de su región alcanza la década de 1920. En ese tiempo, la mayoría de los habitantes de las veredas que ahora componen este municipio eran campesinos sin tierra que trabajaban sin remuneración para los hacendados. Las haciendas abarcaban casi la totalidad del territorio y las familias campesinas, con pocas excepciones, habitaban pequeñas parcelas de estas propiedades como arrendatarios. En San Miguel, las haciendas monopolizaban las tierras que rodean la laguna de Fúquene: tierras planas, fértiles y además muy codiciadas porque los constantes esfuerzos por desecar este cuerpo de agua permitían expandir progresivamente los lindes de las fincas. Los hogares campesinos se encontraban en los terrenos de ladera de las mismas haciendas, en parcelas empinadas menos adecuadas para la agricultura. Dadas las condiciones de la tierra habitada por familias campesinas, las restricciones que las haciendas imponían a la producción dentro de esos predios y la negación a ampliar las parcelas de las fincas de sus trabajadores, los arrendatarios de estas veredas, así como sucedió a lo largo y ancho del país hasta mediados del siglo XX (Ocampo 2007, 315), tenían muy pocas posibilidades de mejorar sus condiciones de vida (LeGrand [1988] 2016, 136). Vivían además bajo la amenaza de perder sus hogares, por lo que a menudo se veían obligados a satisfacer las excesivas solicitudes de los hacendados (Franco 2007, 64).

A la luz del recuerdo de estas limitaciones se habla de la partida de los campesinos jóvenes que empezaron a migrar en la década de 1920 hacia Caldas y hacia el norte del Tolima, donde la industria del café estaba creciendo y agotando la mano de obra local disponible (LeGrand [1988] 2016, 47, 69; Ramírez y Tobasura 2004). Para la cosecha, los propietarios de las haciendas cafeteras mandaban a agentes de reclutamiento al campo de Boyacá, y estos llegaban a ofrecer transporte y buenos salarios para trabajadores temporales, ejerciendo así una forma voluntaria de enganche laboral (Ramírez y Tobasura 2004, 236). Las migraciones estacionales pronto se hicieron permanentes, a medida que los campesinos de Boyacá dejaban sus trabajos en las haciendas cafeteras para asentarse en zonas más frías y más al norte en el Tolima, donde, dada la expansión de la frontera agrícola, se podía acceder a tierras y a trabajo asalariado. Pronto los siguieron sus hermanos o sus familias enteras: el enganche trazaba un camino para escapar de las limitadas condiciones de vida que, en Boyacá, parecían inamovibles. Una vez que esta ruta fue cavada y conocida, empezó a ser transitada por todo tipo de razones: para escapar de las golpizas de padres y docentes, para terminar de romper con relaciones ya quebradas, para huir de la persecución de los seguidores del Partido Conservador, que predominaba en Boyacá (Ramírez y Tobasura 2004, 243-244).

Dado que las tierras boyacenses se quedaban sin mano de obra, los reclutadores que llegaban del Tolima empezaron a recibir amenazas de muerte (Ramírez y Tobasura 2004, 237-238). En este mismo contexto, así como lo recuerda la gente de San Miguel y tal como sucedía en otras regiones del país donde escaseaban los trabajadores (LeGrand [1988] 2016, 158), a finales de la década de 1920 y principios de los años 1930, algunas haciendas de San Miguel empezaron a ofrecer un modesto salario a sus arrendatarios. En algunos casos, incluso les vendieron pequeñas parcelas. Roberto Franco estimó que a partir de la década de 1940 empezó a darse la parcelación de las haciendas de la región que rodean la laguna de Fúquene (2007, 63).

Como lo dijo José García, quien a sus casi ochenta años trabaja como sepulturero en San Miguel, aunque la gente ahora recibía un dinero a cambio de su trabajo, todavía “era muy raro que alguien tuviera su propia tierra”. Los padres y abuelos de don José fueron arrendatarios toda la vida. Cuando los hacendados sí vendían parcelas de sus propiedades, estas solían ser terrenos suficientes para el autoconsumo, pero inadecuados para la agricultura comercial. De este modo aseguraban su monopolio del comercio agrícola y, en consecuencia, la dependencia de familias campesinas a los escasos salarios que ahora ofrecían. La dependencia de las fincas campesinas con respecto a las haciendas se sostenía también porque los campesinos generalmente compraban tierra a través de préstamos que se podían demorar décadas en pagar. Con pesadas deudas a cuestas, no lograban fácilmente ampliar las fincas que, más bien, solían hacerse más pequeñas, una vez que empezaban a heredar parcelas a las hijas y a los hijos. En el transcurso de estos cambios, los jóvenes siguieron transitando los caminos ya familiares para reasentarse en el Tolima, especialmente en el municipio de Murillo, donde crecía una comunidad de migrantes boyacenses (Ramírez y Tobasura 2004).

En los años que precedieron a la década de 1950, sin embargo, cuando la Violencia se intensificó en el campo del norte del Tolima, muchas personas de Boyacá que se habían reubicado allá empezaron a regresar. Así lo hizo el padre de Agustín Mendieta. Don Agustín, quien trabajó cuarenta años como celador del colegio de la cabecera de San Miguel, recuerda que su padre se había ido para el norte del Tolima alrededor de 1920 porque “allá es donde había trabajo”, pero en 1948, “cuando se exasperó la violencia”, tuvo que regresar a una tierra que había heredado de sus padres y que llevaba años abandonada. Algunos fragmentos de esta historia se repiten en la memoria de Floro Chacón, líder comunitario de la vereda de El Charco en San Miguel: sus padres habían migrado alrededor de 1920 al campo del Tolima, cerca de Murillo, donde él nació. Después de cumplir con el servicio militar, también a finales de la década de 1940, su hermano le advirtió que, siendo un hombre joven ya entrenado, uno u otro lado de la guerra lo iba a querer reclutar. Le dijo que, en ese momento, tenía “un pie en la cárcel y el otro en la tumba”. Don Floro regresó a San Miguel, “de vuelta” a la tierra de sus padres, aunque por primera vez.

No todo el mundo tuvo esa misma suerte. Muchos jóvenes de San Miguel perdieron la vida en tierras tolimenses. Azucena Ibagué, que también nació en el norte del Tolima, recuerda el escape apresurado de su familia luego de que sus tíos murieran y de que su padre recibiera una amenaza de muerte. A media noche empacaron lo que pudieron para regresar a Boyacá. Volvieron a la casa de la abuela materna de doña Azucena, una mujer anciana que, tal como ella la recuerda, no hubiera podido soportar la pérdida del único hijo que le quedaba vivo. Las tierras de San Miguel eran ahora un lugar de refugio, un lugar donde la vida se podía rehacer. “Si yo volviera a nacer”, dice doña Azucena, “nacería en San Miguel”.

Poco tiempo después de que algunos empezaran a regresar del Tolima, otros comenzaron a irse para Bogotá. Todos los hijos de don Agustín, don Floro y doña Azucena eventualmente siguieron este nuevo camino. Esto coincide con las cambiantes políticas gubernamentales que llegaron en las décadas que siguieron a la reforma agraria de 1961, bajo la cual la mayoría de campesinos de San Miguel y los municipios aledaños compraron su propia tierra (Franco 2007, 63). La redistribución de la tierra, sin embargo, se caracterizó por una lógica de préstamos que siguió endeudando a personas campesinas, cuyas tierras poco pudieron ampliarse bajo las políticas contrarreformistas que comenzaron a tomar lugar en la década de 1970, cuando se viró para privilegiar el desarrollo urbano y la mecanización del sector agropecuario, y para motivar la migración de los campesinos hacia la ciudad (CNMH 2016, 175). En este contexto nacional, Bogotá se convirtió en el principal centro hacia el que los jóvenes de San Miguel empezaron a moverse en la segunda mitad del siglo XX. A nivel local, su continua migración también se dio en relación con la transición de las haciendas desde la agricultura, que había predominado en sus tierras hasta ese momento, hacia la industria lechera, que requería menos mano de obra y que ya era prominente en ciudades vecinas.

Esta transición también se dio en fincas campesinas, donde la gente empezó a vender leche cruda a los camiones provenientes de ciudades aledañas. Este cambio respondió al hecho de que la agricultura campesina solía girar en su mayoría en torno a la familia y a que, con la migración constante de los jóvenes, ahora se hacía necesario contratar a más trabajadores, ya difíciles de encontrar, para poder mantener fincas productivas. El dinero invertido en mano de obra e insumos, normalmente a través de préstamos, no se podía recuperar con los bajos precios establecidos por los intermediarios. Cuidar un par de vacas, a veces no más que una, ofrecía una entrada más estable y cada vez más necesaria. Sin embargo, para poder sortear los diversos costos que esto implicaba, los habitantes de las lomas siguieron trabajando ocasionalmente y al jornal en las haciendas o las fincas de los ricos, en las grandes propiedades que se suelen extender en los potreros alrededor de la laguna de Fúquene, donde hoy en día algunas familias campesinas también han arrendado o adquirido pequeñas parcelas para tener su ganado.

Ese terreno plano es vulnerable a las inundaciones que causa la laguna cada vez que “recupera su territorio”, especialmente bajo las lluvias de las épocas de invierno. En la región, la inundación que más se recuerda es la del 2006, cuando las aguas alcanzaron el pie de loma. En algunos potreros se ahogó el ganado; en otros, cuando se empezaba a secar el agua, se pudrieron los pastos; en todo lado, la gente campesina se quedó sin una de sus principales fuentes de ingreso. Apenas la industria lechera empezaba a recuperarse, se volvió a quebrar bajo las inundaciones que sucedieron entre el 2010 y el 2012. En los años que siguieron, la migración de los jóvenes se intensificó. Ahora no estaban solamente yéndose a la ciudad, buscando trabajar, estudiar, tener algo de movilidad económica. Ahora también se estaban yendo a trabajar en áreas rurales cercanas que no hubieran sido afectadas tan fuertemente por las lluvias: los cultivos de cebolla de Aquitania, las minas de carbón de Guachetá, la industria de flores de El Rosal.

La población de San Miguel fue, entretanto, envejeciendo, así como ha sucedido en general en Boyacá, donde se encuentran los más altos índices en el país de envejecimiento en zonas rurales, en relación con la migración rural (DANE 2016, 723; Díaz Acero 2011; DNP 2015, 36-39; López et al. 2018). La mayoría de los sanmiguelenses hoy dedican sus días a ordeñar vacas y vender la leche cruda a los camiones que pasan diariamente por las carreteras ofreciendo un pago quincenal. Hay quienes montaron negocios en el pueblo, quienes hilan lana o tejen esparto, quienes recogen agraz y quienes trabajan en los invernaderos de tomate de Tinjacá. Pero, dada la escasez de trabajos remunerados, más allá de los que surgen esporádicamente en las grandes propiedades, algunas familias adineradas y la administración del municipio, la gente dice que, aparte del ordeño, y cuando la cosecha de agraz se acaba, “no hay nada que hacer”. Y, una vez que se formula, esta nada se expande mucho más allá de la falta de diversidad laboral: no hay oportunidades, ni empresas ni juventud. No hay mano de obra ni progreso. Una y otra vez se oye decir que no hay futuro. Desde esta perspectiva, quedarse de alguna manera es quedarse “atrás”: en el pasado que las lógicas del progreso por mucho tiempo ubicaron en el campo colombiano y, muy explícitamente, en el campo de Boyacá (Fals Borda 1957).

Desenvolverse

Con el conocimiento vivencial de esta historia de migración, los habitantes de San Miguel, sin embargo, hablan de amañarse: de querer quedarse. Al hacerlo, no contradicen exactamente los términos en los que esa historia suele contarse: los términos que hacen de San Miguel, entendido como un lugar “atrás”, un pueblo “sin futuro”. Quienes, amañados, se han seguido quedando, también han ayudado a sus hijos y nietos a partir para buscar “su futuro”; algunos sostienen ser los últimos habitantes de las veredas en las que viven, otros dicen que los campesinos de esta región se mueren de soledad y de tristeza (Cuéllar Gempeler 2021b). La mención de amañarse no es contraria a las lógicas del progreso que advierten en cualquier desvío de sus lógicas un decaimiento. Pero esta palabra, cuando se pronuncia, sí libera al hablante de la dinámica de la argumentación. Amañarse, querer quedarse, es una verdad que no se abre al debate. Uno no puede sino confiar, una vez que alguien lo afirma, en que de hecho se ha amañado a alguien o a algún lugar.

Algo se cierra al hablar de amañarse. Al mismo tiempo, toma forma algo más: una pausa, un ritmo acompasado que desacelera el paso de una conversación demasiado segura de sus propias conclusiones. En los términos de Stewart, ralentiza “el rápido salto al pensamiento representacional” (2007, 4), un salto a través del cual se estabiliza un presente siempre emergente dentro de una narrativa maestra como la del progreso o la del desarrollo, o, como escribe Stewart, “las cinco o siete o diez características que se usan para resumir y definir” la situación en que nos encontramos (1). Dentro de esta pausa, se abre un espacio para que algo distinto se desenvuelva. Esta fue la palabra que Edilma usó mientras seguíamos reflexionando sobre los significados de amañarse: todavía revolviendo la sopa y sus palabras, justo después de decir que amañarse “es de quedarse”, también describió su sentido como “poder desenvolverse” en un lugar en particular.

Este poder del que habla Edilma se recoge en las raíces de amañarse: en la palabra maña, que viene de la palabra en latín para “habilidad manual”, mania (RAE 2014). La idea de ser hábil también se condensa en uno de los sinónimos de amañarse: darse maña. Uno dice que se da maña para hacer algo difícil en particular, a fin de expresar que encontró el truco para que algo funcione, por ejemplo, para abrir una cerradura imperfecta. A ese “truco” también se le dice maña, y, mientras darse maña quiere decir que uno ha incorporado la habilidad que alguna cosa requiere, de esa cosa que requiere maña se dice que “tiene mañita”. La palabra maña, entonces, quiere decir habilidad, truco o hábito: darse maña tiene que ver con incorporar los hábitos, algunas de las formas mañosas de ser de alguien o de algo para poder relacionarse con ello. Los dos significados de amañarse que he mencionado (adaptarse o habituarse y darse maña) son reflexivos: hablan de acciones que ejercemos sobre nosotros mismos. Teniendo en cuenta que amañarse siempre es amañarse a alguien o a algo, y que uno siempre se da maña para algo en particular, estas son acciones que hacemos sobre nosotros mismos en relación con algo que nos excede: acciones para dejarnos transformar. Al pensar en ambos sentidos al tiempo, y junto con las maneras en que amañarse “es de quedarse”, quizás en esta acción cultivamos la habilidad para desenvolvernos hacia algo o alguien con quien nos queremos quedar.

Quienes se han seguido quedando en San Miguel hablan de las prácticas que hacen su emplazamiento posible con este vocabulario. Así lo hizo doña Inés cuando me contó que, en la década de 1970, todas sus hermanas se fueron, una por una, con menos de diez años, a vivir a la ciudad. Se escaparon en la madrugada, se metieron entre los matorrales para que los vecinos no las notaran y se montaron en un bus que no sabían a dónde iba. Iban “a donde fuera el bus”. Doña Inés dice que, entre las muchas razones por las que sus hermanas se fueron, estaba el problema de que ellas “no se amañaban al ordeño”. Y es que, para quedarse en San Miguel, en este pueblo lechero, hay que darse maña para ordeñar. La maña, dice doña Inés, es “relajarse”, dejar que los músculos del brazo se relajen al presionar con la mano los pezones de la vaca, y relajarse también con cada vaca, con que a veces pidan más o menos fuerza, o sean más o menos inquietas, con que cada una tenga sus propias mañas que uno debe incorporar en la firmeza de las piernas, y de la mano que aprieta y da el jalón hacia abajo. Amañarse en San Miguel también implica conocer las mañas de los arbustos de agraz que todavía crecen “por sí solos” en los montes de las fincas campesinas; hay que conocer sus ritmos dispares y perseguirlos, incorporarlos, dejar que les den forma a las caminatas que se hacen para recoger las frutas ácidas que se venden a los intermediarios (Cuéllar Gempeler 2021a).

En la alternancia de estas prácticas, entre ordeñar y recoger agraz, las personas campesinas sostienen su vida en las veredas; el dinero que se gana con la leche se reinvierte casi todo en el ganado, un poco de la leche se guarda para la casa y el poco efectivo que queda se suma al que se gana con el agraz o de trabajar un par de días para las haciendas o las fincas de los ricos. Así es, en otras palabras, que la gente se amaña en el sentido de darse maña, de incorporar las mañas necesarias para poder quedarse. Es como hacen que un lugar económica y geográficamente limitado siga siendo, aunque por el momento, habitable; es como se ocupan para seguir haciendo parte de un lugar que, junto con ellos, va cambiando.

Si amañarse tiene que ver con desenvolverse hacia algo o alguien con quien uno se quiere quedar, aquello hacia lo que nos movemos también cambia en el proceso (véase Anzola 2017). Esto se encuentra en el vocabulario derivado de amañarse, cuando se usa para expresar que algo ha cambiado de acuerdo con el deseo de alguien: por ejemplo, cuando se dice que una encuesta está amañada. En esta última formulación de las mañas con las que nos desenvolvemos está latente la idea de que amañarse implica un movimiento por entre las líneas de las maneras correctas, oficiales, legales de hacer las cosas. Siguiendo esta misma lógica, amañarse puede significar vivir en concubinato. Amañarse no es solo “de quedarse”, no es solo sobre “poder desenvolverse”; también se refiere a escabullirse por entre las líneas de las narrativas oficiales y de sus mandatos, de las maneras en que se espera que nos relacionemos entre nosotros y con el mundo que habitamos. Es hacer una vida cuyo motivo es “querer quedarse”, una vida motivada por este deseo que no se puede expresar fácilmente dentro de una narrativa como la del progreso, que ha dado forma a la comprensión del campo como un asunto del pasado y que, al mismo tiempo, nos pide incesantemente movernos hacia delante. No se puede enunciar sino con las mañas de amañarse, con esta palabra que, así como Arcadio Díaz Quiñones nos muestra que sucede con el verbo bregar, nos enseña “cómo se constituye un lugar, a la vez elusivo y específico, en el que el sujeto es capaz de tomar la palabra” (2000, 13).

De pronto es por los múltiples significados que se condensan en amañarse que esta palabra es difícil de definir. Pero tal vez esa densidad que tiene, ese peso que la hace funcionar como un ancla, consiste precisamente en todos los sentidos que se enredan en su enunciación. Con todos sus significados relacionados, en la pronunciación de amañarse, un deseo en particular (querer quedarse) se hace consustancial con el despliegue de una forma de estar en un lugar (de desenvolverse, de darse maña), y también con la constitución de ese lugar en el que uno quiere quedarse (un lugar que, al amañarse, uno puede seguir habitando). Hay algo holístico en amañarse, toda una constelación que se puede expresar con un solo aliento de tal manera que mantiene juntos deseos, prácticas y lugares, que acoge todo esto dentro de una misma palabra que no se deja pensar en términos lineales. Porque en esta palabra los fines (quedarse, amañarse) son también los medios (darse maña, amañarse); porque en amañarse el futuro se hace consustancial con el pasado en el lenguaje.

Por eso parece tan perfecto que, en otra formulación de lo que significa amañarse, cuando uno dice que está “haciendo mañita”, quiere decir que está “quemando el tiempo”, dándole continuidad a un momento que no tiene otro propósito, otro significado, otro punto que estar ahí, un rato más. Como me lo enseñaron en una charla en la que leí fragmentos de este escrito, hacer algo con maña es hacerlo despacio, despacito. Es tomarse su tiempito. Así es como la tarde nos alcanza, a Claudia y a mí, cuando tomamos café en su tienda sobre el silencio de los mediodías adormilados de San Miguel. Eso es lo que estábamos haciendo con doña Inés, ese día en que hablamos sobre amañarse. En esos momentos, no había nada que hacer, quizás ya era el momento de irse. Pero, amañadas en todo caso, haciendo nuestra propia mañita, pudimos saborear el placer sencillo de estar las dos ahí.

Amañarse da mucho gusto. Es un tipo de gusto que viene de aprender a demorarse y soltarse para fluir en el curso de las formas cambiantes y mañosas de las cosas, los lugares y las personas que “se dan maña para seguir siendo” (Suárez 2022, 201), que viven en relaciones que se enredan en su despliegue, todo en una atenta correspondencia (Ingold 2013), en un constante trabajo por responder a un mundo que nos acoge y nos excede. Pero, así como hay que aprender a abrir una cerradura que tiene mañita, amañarse en San Miguel implica aprender a moverse dentro de limitaciones estructurales que, hasta donde la historia deja ver, no van a cambiar en el futuro cercano. Este es un futuro próximo que no se puede dar por sentado, no en tanto San Miguel se siga presentando como un tipo de “pasado” del que uno no podría sino alejarse. Mientras que amañarse, esta forma de estar emplazados y juntos, esta forma de hablar, de estar así, ofrece una salida de la narrativa progresista que lleva a considerar a San Miguel como un lugar “sin futuro”, también dirige nuestra atención hacia la dificultad, el esfuerzo y el dolor que implica habitar un lugar desacoplado con los ritmos y las temporalidades del progreso.

Un lamento igual

Una mañana de noviembre del 2017, Joaquina Rodríguez se estaba sintiendo enferma. Todavía no se había levantado de la cama y, previendo que allí pasaría todo el día, me invitó a arrimar una silla al pie de ella. Estábamos en su casa, en la cabecera de San Miguel. Desde su ventana, se alcanzaba a ver la finca donde pasó su infancia. Me dijo que la mirara, pero sus propios ojos no se desviaban del techo de la habitación. A sus 85 años, estaba recordando cómo era vivir y trabajar allá, en esa finca, en la década de 1940. En ese tiempo, San Miguel todavía no era un pueblo lechero y la familia de doña Joaquina, como la mayoría de las familias de la región, dedicaba sus días a la agricultura. La situación de su familia, sin embargo, no era tan común: su padre fue uno de los pocos campesinos que pudieron comprar tierra antes de la década de 1960. De pronto por eso no se quedó en el norte del Tolima, aunque allá vivió algún tiempo. Tal vez por eso podía contratar trabajadores para mantener amplios cultivos de maíz, o quizás fue porque, como doña Joaquina más o menos recuerda, su padre a veces vendía ganado. Pero doña Joaquina recuerda también que no había dinero, más allá del que ella y sus hermanas conseguían vendiendo lana en el mercado de Chiquinquirá. A pesar de tener trabajadores, por lo general vecinos o familiares lejanos, la familia entera trabajaba, desde los niños hasta los abuelos: “Y acá”, dice, “se trabajaba ferozmente”.

“Sí, eso era mucho comer”. En la finca había papa, calabaza, frijol, habas, alverja, nabos, cebolla, zanahoria, cilantro, cebada y mucho maíz. Había mucho que comer y también montones de gente: las familias enteras “se dedicaban a estar ahí” y a trabajar juntas para sostener las fincas. En ese sentido, doña Joaquina lo recuerda como un tiempo de abundancia. “Pero mucho lo friegan a uno”. Ella y sus hermanas trabajaron desde que pudieron caminar, y diariamente molían el maíz con una piedra para hacer comida y bebidas para la familia y los trabajadores. Doña Joaquina se pasa los dedos por los bordes de sus manos callosas.

Eso era que uno brotaba sangre de las yemas de los dedos y de esto, así las manos, aquí. Eso era así, se volvía cada vejiga. ¡Eso era en piedra! No era en máquina ni era con tanta cosa, sino eso era sufriendo. Sí.

Doña Joaquina también retiene en su cuerpo el recuerdo de pies sangrantes y embarrados. Los caminos que conectaban las fincas campesinas con otros pueblos o mercados eran estrechos, largos y quebrados. Tenía que caminar cuatro horas para llegar a Chiquinquirá y cuatro para regresar. Cuando el día aclaraba, el sol se sentía pesado. Cuando llovía, las alpargatas se le enterraban en el lodo de los caminos y sus pies sangraban al tropiezo con pedregones. Al llegar a la casa, ya vendida la lana en madejas y comprada la piel de oveja para sacar más, a veces pasaba la noche en vela, alimentando el fuego donde se iba calentando el mute para el desayuno. Se acuerda de pasar la noche cantando con sus hermanas para distraer el sueño. Ya olvidó las canciones de esa vigía porque hace tiempos dejó de cantar.

Aun así, trató de recordarlas y, a medida que esforzaba la memoria, algo más ocupó su mente: una canción diferente, que había oído hacía poco. Es una canción, dijo, que “describe igualito cómo sufríamos”. Ese día, sin embargo, doña Joaquina no alcanzó a ubicar el nombre. No fue sino unas semanas después, cuando la volví a visitar, y con la ayuda de su hija, que la pudo nombrar. La canción se llama Camino de herradura y fue compuesta por Los Filipichines, un grupo de música carranguera del municipio de Tinjacá. Este día, sentada en la cocina con su hija y con su yerno que preparaban el almuerzo, doña Joaquina se sentía mejor. Su hija le sugirió cantarnos la canción, pero no quiso. Nos pusimos a buscarla en mi celular. La encontramos y la pusimos a sonar.

El ritmo de la canción, un merengue campesino, es alegre y ligero, el tipo de música que se baila a brincos. La letra, en cambio, describe una contemplación nostálgica. Habla sobre un hombre de Tinjacá que se fue “a buscar vida mejor”, un hombre que regresa, pero “solamente a recordar”. Recuerda el sufrimiento que vivió en el campo, caminando un camino acabado. La canción habla de una vida dura, y de verdad sí la describe “igualito” a como doña Joaquina la había contado: canta sobre el sol quemante, la lluvia y los caminos embarrados, los pies heridos, los caminos estrechos, el cansancio cotidiano. Al tiempo, expresa un lamento por la pérdida de una forma de vida campesina. De pronto por eso se encharcaron los ojos de doña Joaquina. En ese lamento también había algo igual.

Lloran los ranchos solitarios, no hay calor, muchos murieron de abandono y soledad. Los que nos fuimos a buscar vida mejor, hoy regresamos solamente a recordar.

Con no más que un murmullo, doña Joaquina recitó la letra, pero pronto su susurro se acuerpó. Con una voz carrasposa y vigorosa, doña Joaquina finalmente cantó. Y una vez que empezó, ya no pudo parar. Cantó guabinas que recordó haber escuchado cuando niña en el mercado de Chiquinquirá, canciones que aprendió de mujeres santandereanas que llegaban a la misa, fragmentos de coros que memorizó de joven en la iglesia de Tinjacá, versos que recordó que le gustaba cantar y tarareó pedacitos de canciones medio olvidadas. Era como si su voz de repente pudiera alcanzar un recuerdo que antes no había podido pronunciar, el rezago de un tiempo que no podía enunciar sino sostenida por esas resonancias que le llegaron de un lamento igual; un lamento que, compartido, ahora por fin podía tomar lugar.

Tiple viejo

En el canto de doña Joaquina una canción conjura otra, y aquí me atrevo a convocar una más: una canción sobre un tiple, el instrumento de doce cuerdas que siempre acompaña la música de los Andes colombianos. La canción se llama Tiple viejo y sonó por primera vez en el programa de radio Canta el pueblo que se transmitía desde Chiquinquirá una vez a la semana a principios de la década de 1980. El programa era conducido por el grupo de Los Carrangueros de Ráquira. En una sección del programa, Los Carrangueros les pedían a quienes los escuchaban que mandaran coplas originales, luego leían las que ya habían recibido y después las acogían en canciones; Tiple viejo fue una de esas. Fue hecha a partir de coplas enviadas por Abraham Forero, un “volquetero poeta”, como lo recuerda Jorge Velosa (1981), que muchas veces mandó sus poemas al programa. Ese día, Los Carrangueros cantaron las coplas de Tiple viejo sobre el ritmo de una guabina que tocaron con requinto, guacharaca, guitarra puntera y tiple. Lentamente, a veces arrastrando las vocales, la canción dice:

Necesito un tiple viejo

de don Jeremías Padilla.

Necesito un tiple viejo

de don Jeremías Padilla.

Quien lo tenga en San Alejo,

lo cambio por mi costilla.

Quien lo tenga en San Alejo,

lo cambio por mi costilla.

[…]

A ver si nos damos maña,

a ver si vuelve la vida.

A ver si nos damos maña,

a ver si vuelve la vida.

Llamándola con recuerdos,

al son de música antigua.

Llamándola con recuerdos,

al son de música antigua.

Hay una petición visceral en esta canción, un hombre dispuesto a entregar su propia costilla a cambio de un instrumento, de un tiple hecho por Jeremías Padilla, por este lutier colombiano que vivió en Bogotá en las primeras décadas del siglo XX y que hizo los tiples más famosos de su época y algunos de los más viejos que todavía circulan (Matallana Castellanos 2017). El hombre en la canción, así como lo dice repetidamente, está pidiendo un tiple viejo, quizás el tiple más viejo; un tipo de tiple, en cualquier caso, que nos deje ver si es que podemos llamar la vida. Puede que sí podamos, puede que no; esto es algo que nosotros -un “nosotros” que la canción convoca- estaremos “viendo”, si es que conseguimos ese tiple. Si sí, primero tendremos que ver si es que nos damos maña para tocar ese instrumento, para evocar recuerdos al son de música antigua. En relación con los sentidos de amañarse, tal vez la pregunta es si podremos darnos maña para poder desenvolvernos hacia un tipo de vida que parece, por el momento, fuera de nuestro alcance.

Lo que sabemos es que necesitamos el tiple para hacer juntos esta pregunta y que lo necesitamos con urgencia. Con la canción, un “nosotros” se conforma para expresar la necesidad de hacer que el pasado vuelva a ser tangible, que vuelva a estar tan cerca como para sentirlo, de tal manera que nos permita preguntar si podremos hacer un llamado que haga volver la vida.

Pero ¿no es cierto que la canción ya está trayendo esas texturas al presente, al pedir un tiple sobre el rasgado de un tiple, al pedir los ritmos de la música antigua sobre el ritmo de una música a la vez actual y antigua? ¿No parece como si estuviera ya incorporando los materiales del pasado, como si estuviera ya haciendo lo que está pidiendo, lo que quiere poder ver si puede hacer? ¿No es este, como tal vez diría el filósofo Stanley Cavell (2002, 114), un lenguaje que se ajusta a nuestras necesidades? Tal vez, al darnos maña o amañarnos, este es el tipo de transformación que ejercemos sobre nosotros mismos; una forma de devenir-con algo o con alguien con quien nos queremos quedar, de tal manera que, en la medida en que nos acercamos, sin saber cuál será el resultado de nuestro encuentro, nos convertimos, cada uno, en una parte del otro, acompañados por el canto (Stevenson 2017). El encuentro al que podríamos llegar a través de un tal acercamiento entonces sería algo así como un regreso; algo así como “volver” a nosotros mismos, ya que estamos siendo constituidos por ese otro al que nos estamos acercando. Tal vez esto es en lo que consiste esa pregunta sobre el regreso de la vida que parece motivar esta canción del tiple viejo.

Me pregunto, al oír esta canción, qué tipo de relación está intentando establecer con el pasado, por qué esta persona necesita los materiales del pasado para hacer este movimiento que puede hacer que vuelva la vida, que vuelva a este “nosotros” recién convocado. Se me ocurre que, en parte, lo que la canción convoca no es simplemente una vida compartida. Más bien, está convocando la posibilidad de una vida en el campo, una vida campesina que se siente fuera de alcance en determinados presentes; una vida que se encuentra en el pasado en los términos de la narrativa del progreso, también en la narrativa de la migración. Este es un tipo de vida, entonces, que no puede llegar a ser si nos seguimos moviendo hacia delante, hacia un cierto futuro que parece ser inalcanzable en lugares como San Miguel. Requiere que intentemos un relato diferente en el que ni el pasado ni el futuro se vean desde la distancia, en el que ambos se traigan más acá.

El pasado, en amañarse, así como esta canción nos muestra, está tomando forma en la medida en que nos aproximamos, en que nos permitimos ser afectados por ese otro a quien nos acercamos, en que nos permitimos ser transformados por quien nos vamos a encontrar otra vez, así sea por primera vez, ya marcados por el rastro de una historia compartida. Al mismo tiempo, mientras nos desenvolvemos, hay algo que queremos ver, hay algo que estamos preguntando: hay, finalmente, una pequeña apertura hacia un futuro que, así como la pregunta de Claudia, se despliega regresando.

¿Y usted sí se amaña por acá?

Regreso

Quedarse no es lo mismo que estar quieto. Requiere encontrar formas de moverse, saber desenvolverse para hacer de un cierto origen un destino. He intentado sugerir que este esfuerzo es práctico y también narrativo, que implica trabajar con el lenguaje de formas que se parecen menos al discurso argumentativo y más a una canción.

Darle voz a amañarse da lugar y también tiempo para encontrar otro modo de relacionarse unos con otros, con lugares y con la historia, inmiscuyéndose entre las líneas de limitaciones estructurales que parecen inamovibles, pero dentro de las que es posible moverse, siempre que se tenga conocimiento de sus formas, siempre que se tenga mañita. Se trata de saber cómo hacer para llamar la vida: para seguir encontrando posibilidades para vivir juntos aquí y así y, a pesar del tiempo que corre hacia adelante, con despacio. Se trata, finalmente, de solicitar “un futuro siempre en relación con el Otro” (Butler 2006, 72). Así es que en el sitio del origen se puede encontrar un destino compartido: eso que se puede llegar a ser en relación. Y esto se encuentra regresando, cada vez que otras fuerzas insisten en desplazarnos, así como sucede con las lógicas del progreso que distribuyen el futuro geográficamente, dislocando presentes emplazados.

He intentado acoplarme a la búsqueda por sostener este emplazamiento en este escrito, que entonces se encuentra anclado, amañado, a los particulares ritmos, senderos y sonoridades de San Miguel. Lo que ahí me han enseñado tiene, sin embargo, un alcance más amplio, dado que por el territorio colombiano se extienden tantos caminos transitados con el anhelo de poder regresar. Las formas que en este lugar boyacense se encuentran para quedarse resuenan entonces con aquellas que se han forjado en lugares afectados por el conflicto armado (Escobar 2003; Lederach 2019; Orrantia 2010) y con el trabajo de rehacer la vida en destinos obligados por la migración forzosa (Moreno Escárraga 2022), y podrían conversar también con la labor práctica y narrativa que distintas gentes hacen a lo largo de Latinoamérica por sostener presentes precarios (Dick 2010; Millar 2014). Aquí y allá, en situaciones de otro modo difícilmente comparables, se nos enseña que la modernidad desplaza (Escobar 2003, 163), destierra (Molano 2001), y que necesitamos aprender a transitar desvíos y habitar fisuras que se abren a la posibilidad de sostenernos juntos y juntas mientras tanto.

Así, en contra de poderosas corrientes, la voz que afirma amañarse despliega un sendero sonoro que regresa, al fin y al cabo, y no sin dificultad, al lugar de su enunciación. Es un camino campesino que puede guiarnos en el intento de reconocer el esfuerzo de quedarse en lugares afectados por la migración y por la precariedad que la acelera, de escuchar la palabra que se toma y que toma lugar aun cuando no se alza en resistencia, de responder a lamentos ajados sin desconocer el gusto palpable de encontrar amaño.

Finalmente, de tanto hablar sobre amañarse, de escribir y leer en voz alta apartados de este texto, ahora Claudia me devuelve su pregunta en chiste. En las cortas visitas que he podido hacer en los últimos años, mientras preparamos algo de comer o nos acomodamos para ver televisión, mientras caminamos por el pueblo o doblamos la ropa, mientras comemos con sus dos hijas y su esposo, llega la pregunta y nos da mucha risa. A todos cinco nos contagia una sola carcajada.

Agradecimientos

Estas palabras dependen de la generosidad de las personas de San Miguel de Sema, Tinjacá y Ráquira que han compartido conmigo su tiempo, sus relatos y una duradera amistad. El más grande agradecimiento para ellas. Agradezco al Fonds de Recherche du Québec - Société et Culture y a Colciencias por la financiación que hizo posible el proyecto doctoral del que surge este artículo. Fue una fortuna contar con los atentos comentarios de los o las evaluadoras de este texto y de los editores de esta revista, a quienes agradezco de verdad. Gracias inmensas a mis “lectores de confianza”, que siempre enriquecen mi vida y mis textos. Dedico este escrito a la memoria de Joaquina Rodríguez.

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Recibido: 08 de Junio de 2023; Aprobado: 31 de Octubre de 2023; Publicado: 01 de Mayo de 2024

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