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Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica

Print version ISSN 2145-8987

perifrasis. rev.lit.teor.crit. vol.15 no.32 Bogotá May/Aug. 2024  Epub Apr 30, 2024

https://doi.org/10.25025/perifrasis202415.32.06 

Artículos

Biopolíticas e “inscrituras”: la poesía de Raúl Zurita como communitas del dolor

Biopolitics and Inscriptions: Raúl Zurita’s Poetry as a communitas of Pain

Biopolíticas e registros: a poesia de Raúl Zurita como communitas da dor

Paula Miranda Herrera1  *

1Pontifica Universidad Católica de Chile


Resumen

Este artículo analiza parte de la obra poética de Raúl Zurita, expresada tanto en algunos de sus poemarios como en sus “inscrituras” o inscripciones materiales, y también en sus automutilaciones corporales, para determinar las funciones de su arte frente a las prácticas biopolíticas neoliberales (Foucault, Agamben, Calveiro) y como apuesta por una communitas del dolor (Diéguez). Se explica el sentido y función que cumplen libros como Purgatorio (1982), Canto a su amor desaparecido (1985) y zurita/in memoriam (2007), e intervenciones como su verso “ni pena ni miedo” en el Desierto de Atacama, su presencia en memoriales o su intervención “El mar del dolor”, todo como formas diferenciadas de resistencia desde el arte, frente a estrategias del poder que pretendieron “dejar morir” a parte de la sociedad en el contexto de la dictadura militar en Chile (1973-1990) y también en otros contextos de violación a los derechos humanos.

Palabras clave Raúl Zurita; estudios literarios; poesía; land art; inscrituras; biopolítica; 1975-2018; Chile

Abstract

This article analyzes part of the poetic work of Raúl Zurita, expressed both in some of his poetry books and in his “inscriptions” or material inscriptions and in his corporal selfmutilations to determine the functions that his art fulfills in the face of neoliberal biopolitical practices (Foucault, Agamben, Calveiro) and as a bet for a communitas of pain (Diéguez). It explains the meaning and function of books such as Purgatorio (1982), Canto a su amor desaparecido (1985) and zurita/in memoriam (2007), or interventions such as her verse “ni pena ni miedo” in the Atacama Desert, her presence in memorials or her intervention “El mar del dolor”; all as differentiated forms of resistance from art, against strategies of power that tried to “let die” part of the society in the context of the military dictatorship in Chile (1973-1990) and also in other contexts of human rights violations.

Keywords Raúl Zurita; literary studies; poetry; land art; inscriptions; biopolitics; 1975-2018; Chile

Resumo

Este artigo analisa parte da obra poética de Raúl Zurita, expressada tanto em alguns de seus livros de poesias como em suas “inscrituras” ou registro materiais e também em suas automutilações corporais; A fim de determinar as funções que cumpre sua arte diante das praticas biopolíticas neoliberais (Foucalt, Agamben, Calveiro) e como aposta por uma comunidade da dor (Diéguez). Explica-se o sentido e função que cumprem livros como Purgatorio (1985), Canto a su amor desaparecido (1985) e zurita/in memoriam (2007), ou intervenções como seu verso “nem pena nem medo” no Deserto do Atacama, sua presença em memoriais ou sua intervenção “O mar da dor”; Todas como formas diferentes de resistencia a partir da arte diante de estratégias de poder que buscavam “deixar parte da sociedade morrer” no contexto da ditadura militar no Chile (1973-1990) e também em outros contextos de violações dos direitos humanos.

Palavras-chave Raúl Zurita; estudos literários; poesia; land art; inscrituras; biopolítica; 1975-2018; Chile

“Ahora Zurita —me largó —ya que de puro verso y desga-

rro pudiste entrar aquí, en nuestras pesadillas, ¿tú puedes

decirme dónde está mi hijo?”

(Canto a su amor desaparecido 7)

La poesía de Raúl Zurita (1950) y más específicamente el paratexto anterior, perteneciente a su libro de 1985, poetiza el espacio de duelo abierto implicado en la búsqueda irresoluta, por parte de sus familiares, de los detenidos desaparecidos en Chile. El testimonio poético no se limita aquí a la descripción ni a la denuncia de los hechos, sino que él mismo se constituye como un lugar de tensión y a la vez de respuesta frente a la violencia sistémica implicada en el flagelo de la desaparición forzosa. La voz ficticia (del familiar) desafía al poeta, inquiriéndole de entrada sobre la imposibilidad de encontrar aquellos cuerpos desaparecidos, a través de la poesía zuritiana, con cierto dejo de ironía cruel y de crítica mordaz, poniendo en duda su posible eficacia. Luego de estos versos, y también como paratexto, se encuentra la dedicatoria del libro, a las madres argentinas y chilenas de las víctimas de desaparición forzosa en el Cono Sur, a lo que se agrega la dimensión de los propios países como entes victimarios. Lo que “es reforzado por la imagen de la tortura, personificada en la expresión ‘a todos los tortura, palomos del amor’, bajo antítesis y ambigüedad máximas”. En estas agrupaciones antitéticas se iguala a los “tortura” (que pueden ser igualmente torturadores y torturados) y a “los palomos del amor” (Miranda e Ibáñez 145). Los enamorados serán analogados en la metáfora de los palomos, a países “asesinos”, sin que nadie pueda eludir su responsabilidad en esta cultura biopolítica del “dejar morir”. El poeta tiene plena conciencia además de la dificultad y de las contradicciones que implicará indagar en esta compleja zona de la memoria del horror, pero lo intentará reiteradamente a lo largo de toda su obra, colaborando así a construir una communitas moral desde la experiencia del dolor, a través de su arte.

En el contexto de la memoria o del registro de la violencia política ejercida por las dictaduras militares latinoamericanas en los años 70 y 80, ninguna palabra, ninguna obra de arte, puede remediar la pérdida de un ser querido en esas circunstancias, pero ello no significa que el trauma no pueda ser nombrado, representado o compartido, y que su escenificación permanente tenga, en muchos casos, un sentido de sanación y restitución para los deudos de esas víctimas. A propósito de la conmemoración en Chile de los 50 años del Golpe de Estado, ha circulado la premisa de que hay temas que es mejor no representar, pero también ocurre esto a propósito de las 90 000 desapariciones forzadas en once países de América Latina entre 1966-1986. O sea, la aceptación de una biopolítica (Foucault, Agamben) a nivel regional, en la que estos actos o los crímenes de los aparatos represivos se naturalizan como parte del pacto de una “gubernamentalidad”, que Foucault entendió como basada en el control de la población, por medio de una economía política que tiene como “instrumento técnico esencial los dispositivos de seguridad” (136).

Entenderé aquí la biopolítica, siguiendo a Pilar Calveiro, quien a su vez se basa en Agamben, como aquel conjunto de prácticas instauradas en Occidente para gobernar, regidas por el principio de distinción entre “aquellas vidas protegidas por el derecho de aquellas otras que pueden ser exterminadas sin que nadie responda por ellas” (142). Es Agamben quien sitúa el origen de este principio en el orden social romano, para el que la vida del homo sacer (hombre que ha sido condenado por el pueblo por un delito), estaba fuera del derecho humano y divino y por tanto su vida estaba sujeta a la “impunidad de matar(lo) y la exclusión del sacrificio” (Agamben 106). De esta manera, cualquiera podía asesinarlo sin que esto fuese considerado un homicidio. El mismo filósofo italiano dilucidó la ambivalencia del concepto “sagrado”, para vincularlo finalmente al poder soberano: “Sacer esto no es una fórmula de maldición religiosa que sanciona el carácter unheimlich, es decir a la vez augusto y abyecto de algo: es la formulación política originaria de la imposición del vínculo soberano” (Agamben 111). Por ello “…el fundamento primero del poder político es una vida a la que se puede dar muerte absolutamente, que se politiza por medio de su misma posibilidad de que se le dé muerte” (115). Una vida, la del homo sacer, cuya integridad depende de una suerte de estado de excepción político y no del orden jurídico o legal. Por tanto y según Calveiro, la biopolítica siempre se abocará “a la defensa de unas vidas a costa de otras. Por eso hablar de biopolítica es siempre referirnos a la relación inseparable entre vida y muerte, entre unas vidas y otras muertes” (142). Por eso también, y según la misma autora, referirse a la tanatopolítica o a la necropolítica (Mbembe) sería redundante conceptualmente, pues toda biopolítica se trataría “en definitiva, de una selección biológica y política de qué vidas vale la pena defender y cuáles se pueden eliminar directa o indirectamente” (143).

Entre las prácticas habituales de la biopolítica estaría la separación entre ciudadanos buenos (quienes merecen vivir) y los que son consideraros enemigos. Estos últimos serían sujetos de degradación y humillación, de recepción extrema de violencia corporal y psíquica, de deshumanización y asociación a la enfermedad (“hay que extirpar el cáncer marxista” decía Pinochet durante la dictadura en Chile) y finalmente, de muerte sin procesos judiciales. En el caso de la desaparición forzosa, el ejercicio biopolítico se ejercería más allá de la muerte, pues con ella se busca evitar que estos “enemigos” de la sociedad tengan un rito funerario y sus deudos puedan realizar su proceso de duelo. En todos estos casos, se aplicaría la máxima de Foucault y Agamben de “hacer vivir, dejar morir”.

Frente a este orden social de muerte, los medios tradicionales de comunicación, que hacen parte de este mismo sistema, reprimen y censuran cualquier intento que se haga por testimoniar o descolonizar la barbarie, legitimando así la biopolítica antes descrita. Pero las diversas acciones de los movimientos sociales de resistencia, incluidos los aportes de muchos artistas activistas o “artivistas”, han contrarrestado a lo largo de los siglos XX y XXI esta lógica, a través de la apuesta por una comunidad moral a través del arte. Ellos “configuran communitas a partir del dolor y donde, pese a todo, la imaginación no cesa de buscar estrategias para apostar por la vida” (Diéguez 42). Así, frente a la sentencia de T.W. Adorno: “Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie, se hace imposible escribir poesía en la actualidad” (29), estos artistas han respondido para testimoniar, alertar, participar y aportar a una communitas alternativa al poder biopolítico a través del arte. En muchos casos incluso “hay prácticas artísticas que se construyen como un desvío poético del imposible duelo” (44), tal y como lo ha demostrado Ileana Diéguez en Cuerpos sin duelo. Iconografías y teatralidades del dolor.

Me interesa analizar en particular la capacidad que posee la poesía de Raúl Zurita para responder a la biopolítica del dolor, desde una experiencia individual, física y psíquica, y que él asimila al trabajo en la obra del Paraíso (como alegoría) desde la encrucijada de la barbarie. Esa experiencia se registra siempre como algo colectivo, en la medida en que en su poesía se registran múltiples voces, tonos e intertextos, muchas veces en tensión y en la medida también que el propio poeta ha colaborado con distintas acciones en favor de las víctimas a través de su arte, que él definió en 1979 como esas “grandes ficciones colectivas” que producen vida (Qué es el paraíso. Antología…64). Zurita ha insistido en que su trabajo en la obra del Paraíso “no es solo un trabajo de arte”, sino que es un trabajo social y vital: “Significa asumir los contenidos concretos del dolor como una forma de corrección de la experiencia en base a un proyecto socialmente significativo de vida humana” (Qué es el paraíso. Antología…63). Así, su arte contribuiría a una communitas del dolor de evocación y alegoría de la vida, en el contexto de la cultura de muerte de las dictaduras y de la violencia sistémica actual.

Para Wittgenstein, según Ileana Diéguez, la afirmación “me duele” no es una declaración de un estado mental, es “una queja” y “Esa acción de queja, lejos de hacer el dolor incomunicable, propicia un lugar de encuentro a partir de reconocerse en experiencias de dolor” (24). Por ello, la misma autora distingue entre las comunidades jerarquizadas de Occidente y las communitas del dolor, desjerarquizadas y antiestructuras, basadas en la relación yo-tú y que Turner definió como una “comunión de individuos iguales, reunidos en una situación de encuentro totalmente contraria a lo que representan y convocan las estructuras, directamente involucradas con la ley” (60).

Planteo que Raúl Zurita, cuya obra se produce desde el año 1970, tanto en sus poemarios como en sus intervenciones in situ y en sus automutilaciones corporales, apuesta de una manera radical por la representación de los horrores de la biopolítica neoliberal, desde la lógica del testimonio y desde lo ritual, para aportar a una “communitas que se reconoce en la pérdida” (Diéguez 48). Pretendo precisar y explicar cuáles son las funciones fundamentales que ha cumplido esta poesía en los años posteriores al Golpe de Estado de 1973 en Chile, como respuesta poética a la biopolítica en dos momentos diferenciados: uno coyuntural, en sintonía con los años 80 (años de una intensa actividad, al menos en Chile, de los movimientos sociales de resistencia), y otro posterior, posdictatorial, en que el tono se vuelve desesperanzado, autoflagelante y de una desoladora violencia verbal. Ambos momentos son, en apariencia, divergentes entre sí, pero están alentados por un propósito en común: ese declarado por el poeta como “la teoría del sueño del Paraíso”, que es “nuestro derecho a un trabajo en la belleza” (Qué es el paraíso. Antología 64). Un Paraíso que, teniendo como sustrato los imaginarios bíblicos, los de la Divina Comedia o los utopistas, ha desplegado en más de treinta libros e inscrito (en sus diversas acciones de land art) los signos del horror, la desesperanza y la compasión humanas, tanto en la palabra como en el espacio físico, de ahí sus geoglifos en el desierto de Atacama con la inscritura “ni pena ni miedo” (2000) y sus astroglifos en los cielos de Nueva York (1982).

De esta manera, su obra, en los más diversos soportes, ha ido creando un lugar para la memoria del dolor, un gran repositorio del dolor, no solo artístico o poético, sino de nuevos sentidos (o significados) para la vida, y por lo mismo, una posibilidad concreta de una nueva forma social de experiencia, una forma efectiva de contrarrestar las prácticas biopolíticas neoliberales, expresadas fundamentalmente en el dolor y en el sufrimiento, productos de la violencia política ejercida hacia un sector específico de la población chilena.

Este dolor-horror infligido sistemáticamente durante los diecisiete años de la dictadura cívico-militar fue una estrategia para que la sociedad se separara, aislara y dejase de conversar, para que renunciara a soñar en otro tipo de pacto social. Como lo explica Ileana Diéguez en Cuerpos sin duelo, hoy la antropología social y ritual señala que la única alternativa a la encrucijada del trauma del dolor es la creación de una communitas (opuesta a la comunidad verticalista de Occidente), de un lugar para estar con los otros en relaciones de horizontalidad. Se trataría entonces de promover una comunidad moral, que nos redima del dolor, un dolor que se expresa con mayor radicalidad en dictadura, por los atroces crímenes de la “gubernamentalidad” (Foucault) neoliberal (Calveiro), pero que se prolonga en la violencia sistémica actual: genocidios, guerras, hambrunas, migraciones forzadas, refugiados, humillación laboral, desigualdad social, violencia doméstica, etc.

Las expresiones de esta biopolítica en la actualidad, encuentran su punto más crudo en los desplazamientos forzosos como consecuencia de las guerras. De ahí se explica la última intervención por parte de Zurita en la Bienal de Kochi, que lleva el nombre de “El mar del dolor” (2016). Allí el poeta crea un espacio en que los espectadores deben ingresar al mar (como puesta en escena) en el que murió Galip Kurdi, el niño sirio hermano de ese otro niño sirio (Aylan Kurdi) cuyo cuerpo de tres años de edad apareció en las playas de Turquía, luego de que su familia intentase llegar en bote a través del Mar Egeo para buscar refugio en Grecia. La intervención fue monumental en esa Bienal, con piscinas y paredes de yeso que cubrían ocho cuadras y siete metros de altura, y donde en algunos de los versos inscritos se leía: “Yo no soy su padre, pero Galip Kurdi es mi hijo”. El poeta chileno quiso con eso no solo compensar el horror implicado en este trágico acontecimiento, sino, sobre todo, enfrentar el dolor colectivo que causó la circulación masiva de la fotografía de Aylan Kurdi (tomada por la fotógrafa turca Nilüfer Demir) y también responder a la polémica fotografía del artista chino Ai Weiwei, quien posó imitando el cuerpo ya sin vida del pequeño niño sirio: “Joder con los artistas” (12), dirá el poeta en otro contexto, en su poema “1974” de zurita/in memoriam. El poeta tiene conciencia de las limitaciones que tendrá el lenguaje para expresar ese dolor y el inevitable sentido del morbo que connota la circulación de la fotografía: “Cualquier persona que haya experimentado alguna vez un sentimiento extremo de dolor o de angustia conoce ese corazón y sabe por ende que hay cosas que jamás tendrán acceso al lenguaje, que nunca podrán alcanzar el umbral de las palabras…” (Los poemas muertos 14).

1. Primera inscripción: las mutaciones

He preferido hablar acá más de “inscritura” zuritiana que de escritura, para comprender bajo un solo concepto tanto su escritura material realizada en el desierto, en el cielo y en otros soportes, como sus libros de poesía, en los que a su vez incluye iconotextos en los que se incluyen registros de algunas de estas intervenciones. Esto porque como metonimia de la mutación social que implicó la instauración del modelo neoliberal y sus prácticas biopolíticas en Chile, Zurita ha utilizado la imagen del país-paisaje como un dispositivo para enfrentar de la manera más efectiva posible el horror (Valero, Santini, Rovira, Olcina, Miranda y Rubio). Siguiendo esta línea, suscribo la idea de que “el paisaje es en ella —en su poesía— una estrategia para enfrentarse a la historia de la violencia, a la cultura del exterminio y de la derrota” (Miranda y Rubio 169).

En la tradición romántica la relación entre poesía y paisaje había sido entendida desde el “sentimiento de la naturaleza”, o sea, la naturaleza era entendida como un conjunto de sensaciones o estímulos que despertaban el sentimiento del artista. Pero esto cambió radicalmente a partir de la experiencia del horror de la dictadura y se expresó en Zurita en tres momentos diferenciados: un primer periodo, en que la dictadura ejerció violencia política de manera masiva y luego desde 1974, de manera sistemática y selectiva (a través de la DINA y de la CNI)1, correlacionado con los libros Purgatorio de 1979 y Anteparaíso de 1982; un segundo momento, todavía en dictadura, pero algo más esperanzador, encarnado en su libro Canto a su amor Desaparecido (1985), y que coincide en Chile con las primeras manifestaciones masivas de protestas en contra de la dictadura; y un tercer momento, de época posdictatorial y que pensaré aquí en torno al libro zurita/in memoriam/ (2007), texto repleto de autorrecriminaciones, en la persona de un Zura, ya no “zurita”, que testifica su personal calvario, de manera despiadada y sarcástica, con algo del tono de Purgatorio y con mucho de la poesía sucia de Nicanor Parra.

En su proyecto total, que consiste en más de treinta libros y en una decena de intervenciones de “artealización in situ” (Roger), el artista reacciona frente al horror (horroris) de la represión dictatorial y por la tortura de la que él mismo fue víctima, deseando comunicar su desajuste vital y artístico, como consecuencia de la mutación sistémica que implica la implementación en Chile del sistema neoliberal. Lo que desaparecerá en la poesía de Zurita será cualquier posibilidad de país, entendido como comunión de proyectos colectivos. Lo que sí habrá serán naciones en donde el poder se resuelve desde la biopolítica, expresada en colonialismos, devastación y extractivismo, como en este “nicho gráfico”: “Países sudamericanos que lloran. Habidos todos por día, padecimientos y países devoradores en nichos del Cuartel 13. De arenales, ciudades indias y mundos, levantaron las masacres y no hubo perdón, amistad ni ley…” (Canto a su amor desaparecido 19). Ese “nicherío” impide cualquier posibilidad de redención o cohesión social. Desde esta noción de país “roto”, la poesía será inspirada por fragmentos de morfologías naturales, grandes desiertos y montañas bocarriba o avanzado a paso veloz por el aire asfixiante de ese mismo país. Los modelos paisajísticos se evocarán desde la alucinación, el desvarío, la desesperanza y solo a ratos, desde la esperanza. Pero en la lucha de Zurita por recuperar algo después del arrasamiento de las naciones, el océano será siempre el Pacífico y el Desierto, el de Atacama y las montañas, de manera irrenunciable, la Cordillera de los Andes. Priman acá las imágenes de lo hórrido y del horror: por eso la presencia del nicho y los desiertos.

¿Pero cómo se articula esa mutación epistémica y sistémica? De muchas maneras, que aquí pensaré solo en dos dimensiones: como una inscritura en su cuerpo personal y otra, registrada en el cuerpo social.

2.Inscritura en el cuerpo: automutilaciones e inscripciones in situ

Su arte sobrepasa el libro de poemas en su realización moderna, para inscribirse en otras corporalidades, comenzando por la propia. Se trataría de una apuesta artística radical para hacer frente al flagelo al que son sometidas aquellas vidas que pueden ser destruidas “sin que nadie responda por ellas” (Calveiro 142). Todo comienza, en este sentido con “Áreas verdes”, poema de 1973 y con la trágica experiencia a nivel biográfico, una vez ocurrido el Golpe de Estado, de la tortura y el presidio del poeta durante veintiún días en el carguero Maipo. La primera representación de esa profunda herida será la inscripción en su propio rostro de una quemadura (realizada por él mismo con un fierro candente) en 1975, cuya fotografía se transforma para 1979 en la portada de su primer libro Purgatorio, y en el que agregará el verso “mi mejilla es el cielo estrellado y los lupanares de Chile”, escrito sobre su propio encefalograma (encefalograma de alguien sometido a un tratamiento siquiátrico; no era el de él mismo, pero en el libro simula serlo), uniendo ya aquí el cuerpo del país y el del poeta, bajo el sentido del horror y la degradación. Esa marca será el testimonio en su rostro del terror, del miedo y del sintentido que posee el acto de la tortura. Pero es mucho más que eso. Dice Zurita de esta acción:

Me acababan de botar de una micro por mi aspecto de indigente. Había estado preso en las bodegas del barco Maipo, era comunista, tenía 23 años y cuando me humillaron, me acordé de Jesús diciendo que había que poner la otra mejilla. Era un poeta no publicado, estaba solo y me marqué la cara. Allí empecé a escribir Purgatorio. Y comprendí que no tenía ya que marcar mi cara, sino marcar el cielo y el desierto con una visión que significara, al menos, el vislumbre de la felicidad. (Zurita ctd. en Serrano 24)

Aquí se atestigua, desde una subjetividad que es física y psíquica, emotiva, sentimental y vivencial, la degradación a la que ha sido sometido (“aspecto de indigente”) y la humillación de la que es víctima. Aquí el “dejar morir” de la biopolítica nos remite a ese subhumano que es abandonado a su suerte. Acá el “abandonar” implica también “marginar, extrañar, dejar, expulsar, apartar, excluir…” (Agamben 249), “antes que matar” (Calveiro 144). El ser que surge aquí es el animalizado y denigrado en su condición humana y no tanto el torturado o el desaparecido, aunque todos serán la expresión más brutal de la biopolítica neoliberal.

Frente a la clausura y la derrota, Zurita expresa su desesperación hiriendo su cuerpo físicamente. Además de la herida en la mejilla, se masturba en un baño público durante el acto “no puedo más” de Juan Dávila y se lanza amoniaco en sus ojos (en su hogar), intentando automutilarse en el plano corporal, para liberarse en el plano social. En ese gesto, el poeta constata la fractura, pero evidencia también un compromiso, una militancia, la apuesta por una communitas del dolor, pues “más allá del lamento, estas communitas se reconocen en la pérdida y en la indignación, la queja y la rabia” (Diéguez 54).

Creo, además, que su caso es único en su tipo, pues Zurita irá amalgamando en un proyecto de obra total, guiada por este sentido moral, diversas expresiones de su apuesta poética: exhibiría obras estampadas en otras materialidades (desierto, cuerpo, cielo, agua), algunas más permanentes, otras más efímeras; a esto se sumará el registro fotográfico de algunas de ellas que aparecen luego como iconotextos en algunos de sus libros, adquiriendo allí nuevos sentidos, tal y como lo ha estudiado Juan Soros. Así, a las automutilaciones se agregará la queja de Purgatorio, libro que implica la proyección sobre el paisaje de un estado individual de gran degradación mental.

Pero luego de sus automutilaciones, Zurita marcará el espacio geográfico: “Y comprendí que no tenía ya que marcar mi cara, sino marcar el cielo y el desierto” (Zurita ctd. en Serrano 24). Y marca entonces en el cielo, su nueva utopía: La Vida Nueva. En 1982 se estampan quince versos trazados con humo de aviones en los cielos de Queens, con humo blanco contra el azul profundo y solo leíbles-legibles desde la tierra del capitalismo. Estos versos se incluirán además en su libro Anteparaíso y las fotografías quedarán registradas en el último libro de la trilogía: La Vida nueva. Esta intervención en los cielos, la primera expresión de land art en sus proyectos, serán versos indelebles acerca de qué es “Dios” en los tiempos actuales, “mi Dios es mi amor de Dios” dirá en uno. El gesto es inscribir a Dios en el cielo, o más bien, su deseo de Dios, en un lugar asociado tradicionalmente a la presencia de Dios. Estos astroglifos, visibles momentáneamente por algunas horas desde el suelo se transformarán en 1993 en gigantescos geoglifos en el Desierto de Atacama, ahora solo visibles desde el cielo. En efecto, ya terminada la dictadura, Zurita realizó la inscritura monumental con máquinas retroexcavadoras de la frase manuscrita “ni pena ni miedo”. De carácter permanente, su extensión total es de tres kilómetros. Pero, qué significa “ni pena ni miedo”. Es una frase-promesa (palabraacción) que parafrasea, con mayor resignación y menor grandilocuencia la consigna “ni perdón ni olvido” de las agrupaciones de Derechos Humanos en Chile como una exigencia de justicia por los ejecutados, torturados y desaparecidos en Chile. Se trataría, pues, del deseo por vivir al menos sin pena y sin miedo, aunque sea negada la justicia e incluso la memoria. Tanto en el cielo como en el desierto, lugares utópicos por excelencia, quedan estos mensajes para el futuro. Lo que permanecerá será el desierto interpelando a crear, pese a todo, una communitas del dolor.

3. Inscripción de los versos de Canto a su amor desaparecido en el Memorial

Canto a su amor desaparecido fue escrito en plena dictadura y muestra, a través de diálogos intensos, amatorios en algunos casos y represivos en otros, el no lugar de los detenidos desaparecidos. Y lo hace, desde un tono elegiaco, coral, de redención y restitución a través del amor, creando alrededor de una pareja sin duelo, una communitas del dolor. Esto convierte al libro en una suerte de rito funerario para quienes no han podido recibir un funeral desde hace casi cincuenta años: los 1102 detenidos desaparecidos en Chile en tiempo de la dictadura. El poeta hace suyo así “el ritual del dolor” (Diéguez 50) y crea una communitas en el espacio público, en donde se ejerce el derecho a llorar y hacer duelo por los muertos. Aquí hablan ellos mismos, sus familiares, los victimarios y el paisaje, pues solo de manera coral se podrá evocar el horror de los desaparecidos.

Uno de los motivos fundamentales de Canto a su amor desaparecido es la relación de dos enamorados que no pueden encontrarse producto de la tortura y la muerte, y que solo lo logran a través de la trascendencia que les permite la materialidad de la naturaleza y claro, la fuerza redentora del amor: “Todo mi amor está aquí y se ha quedado: / Pegado a las rocas al mar y a las montañas / -Pegado, pegado a las rocas al mar y a las montañas…” (12). En medio de esta necrópolis que son los países del libro (según el pionero estudio de Edmundo Garrido) lo que prima es la imagen de los enamorados en los nicheríos de la muerte. En el libro, las voces de los amantes no podrán reencontrarse, pero se redimirán a través de la eternidad del canto, de su restitución a la naturaleza y del amor adherido a ella. Pero lo que tiene aún más importancia en relación con este libro, escrito durante las primeras protestas en contra de la dictadura de Pinochet (sin mencionar aquí toda la dimensión del canto o de la interpretación performática que ha hecho en diversas ocasiones el propio Zurita), es que uno de sus versos fue petrograbado en 1994 en el frontis del Memorial del Detenido Desaparecido y del Ejecutado Político, erigido en el patio 102 del Cementerio General: “Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas, al mar y a las montañas”. El verso resguarda, bajo esa frase-mantra y ritual, el doloroso listado de 1102 detenidos desaparecidos (a la izquierda del memorial) y de 2125 ejecutados políticos (a la derecha) dispuestos en dos columnas (con nombres y fechas de la desaparición o del asesinato) que resultan ser como nichos. Delante de los listados, se ubica la escultura del artista italo-chileno Claudio Di Girólamo, en que dos rostros, uno masculino y otro femenino, fusionados en rocas y de grandes dimensiones, han sido dispuestos a cada lado del memorial (la pareja de enamorados de Zurita, separados aquí por estos listados de la infamia y del dolor). Esos rostros permanecen con los ojos cerrados y solo el poderoso verso de Zurita los vuelve a la vida, a través de la energía vitalizadora de la naturaleza y de la palabra poética. Pero lo que es más significativo, es que algunos años después y por propia sugerencia de Raúl Zurita (a quien le producía cierto pudor ver su nombre “inscrito” allí como autor del verso) a Mireya García, presidenta en ese momento de la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos y de Detenidos Desaparecidos, estos deudos tomaron la decisión de borrar el nombre de Raúl Zurita del frontis, permaneciendo así la frase sin autoría y restituyéndose así con más fuerza a las voces silentes de las propias víctimas y de sus deudos.

4. Violencia verbal en zurita/in memoriam: “yo no escribo cosas bonitas”

Cuando leí por primera vez zurita/in memoriam, recordé instantáneamente los cuerpos, ya sin vida y amarrados con alambre (reducidos a carne deshumanizada y castigada), que tuvimos que mirar junto a mi hermana, horrorizadas, en la primavera de 1973 en la avenida Macul de Santiago de Chile, frente a una panadería, producto de prácticas biopolíticas sistemáticas de parte de la dictadura, de exhibir cuerpos masacrados. Mi mamá trató de taparnos los ojos sin conseguirlo y se quedó en total y pasmado silencio, sin cruzar la calle, sin comprar el pan. Luego de esa visión regresamos sin cruzar palabras a la casa, pero la imagen del horror había quedado pegada en la retina de mis cinco años y para siempre. Con el tiempo supe que esos cuerpos habían sido asesinados primero, y amarrados y exhibidos de dos en dos después, para infligir terror en la población sobreviviente, como una cruel práctica biopolítica de “escarmiento”. Nosotros éramos niñas de cinco años, hijos de personas que habían apoyado el proyecto de la Unidad Popular y que ahora, de la noche a la mañana, estaban siendo humilladas, perseguidas, despedidas y empobrecidas (“dejar morir”). Nadie nos explicó por qué ni cómo había ocurrido eso. Ya adolescente, en 1983, frente a esa misma panadería, levantábamos unas tímidas barricadas en contra de la dictadura, responsable de ese escarmiento macabro que había arruinado nuestras infancias. No había ya para entonces tanto miedo, pero sí mucho sufrimiento acumulado: pobreza, depresión, enfermedades, violencia y censura. Represión y recesión. Se estima que en dictadura el Estado torturó “a 28.459 chilenos, ejecutó a 2.125 e hizo desaparecer a otros 1.102” (Matamala). Siempre imaginé que esos cuerpos seguían pegados al pavimento, sin descanso. Jamás se conversó acerca del dolor de esos cuerpos: abandonados, humillados y, sobre todo, enajenados a sus deudos. Cerca de esa calle, y siempre en los 80, le pedimos a Raúl Zurita que leyera su poesía en la población CORVI, subido en unos cajones tomateros, en medio de la pobreza y la violencia, y allí su voz fue como un destello de esperanza, repleto de ternura y compasión hacia los que sufríamos, una vez más, una communitas del dolor. Los cuerpos del escarmiento se empezaban a disipar, su poética poderosa creaba vida y esperanza.

Los libros zurita/in memoriam (2007), Cuadernos de guerra (2009) y Las ciudades de agua (2007) fueron escritos según el propio poeta en un momento de gran ahogo y desesperanza, la misma que recorría al Chile de la posdictadura. Un paso previo para la liberación de esta memoria personal, había sido su autobiografía El día más blanco (1999) en que, el mar de piedras que era su torrente acumulado de palabras, lo llevaban una y otra vez al dolor de sus pérdidas: “No tenemos palabras para el dolor, para aferrar el corazón de mi otro, nuestro propio corazón ajeno y sin lágrimas” (23). Esa palabra que retorna permanentemente para aclarar la existencia, aspira en Zurita a la concretud. En el libro ensayístico sobre poesía y cultura, Los poemas muertos (2014), Zurita declara su deseo de que la poesía muera para que “las palabras puedan otra vez evocar y hacercotidiana la concretud, a veces terrible, de la existencia” (86), la aspiración a una palabraque se acerque lo más posible a aquello que nombra. Con esto, él podrá hacer frente aaquello que en el mismo libro ensayístico piensa como aquellas dimensiones (el extremosufrimiento y dolor) que jamás podrán siquiera acceder al lenguaje, aquello inenarrable.

En zurita/in memoriam esto adquiere ribetes más radicales, al hacer surgir al Zurita real (textual claro, pero bajo referencias y fechas reales), con su padre-fantasma, son su madre y su abuela Veli, con sus exesposas y sus hijos, con conocidos críticos de arte y opinólogos, todos recriminándole variados tipos de falta: “Qué chucha te crees, dime de una puta vez quién chucha te crees…--Eltit, D. en la nieves de Lincoyán 509” (89). La palabra sucia, el doggerel intencional y el malditismo (este último muy escaso en la poesía chilena, aunque Pezoa Véliz lo inaugure muy tempranamente), las expresiones feroces y efectistas, se equilibran con fragmentos algo más metafóricos y sutiles, mezclando sentidos de belleza y de crueldad en el mismo texto. Ese tono de waterpoems, como los llamaba Nicanor Parra, mezclado con lo elegíaco coral, ya había sido anunciado en Canto a su amor desaparecido. En el epígrafe inicial del libro de 1985, citado al inicio de este artículo, las madres de los detenidos desaparecidos habían ya interpelado al poeta con cierta violencia verbal: “Ahora Zurita—me largó— …¿puedes decirme adónde está mi hijo” (7), o más adelante y en el mismo libro, enmascarado en la voz de la detenida violentada: “Cómo te llamas buen culo bastarda chica, me preguntaron” (Canto a su amor desaparecido 13).

Sin embargo, en zurita/in memoriam, las montañas redentoras de Anteparaíso se han convertido en “reculeadas” montañas (70) y la tortura y desaparición de los países de Canto a su amor desaparecido se truecan en cuerpos, vidrios y países rotos, en felaciones y en recriminaciones de grueso calibre: “Un destripadero sin Dios y encima la mierda esa” (50), como reza el poema “Maipo”. Acá el ritual fúnebre es para el propio Zurita, real, de carne y hueso, pues él murió poco a poco en las humillaciones y violencias de las que fue víctima, por eso: “Él llora en el Memorial del dolor” (82) y el libro se hace IN MEMORIAM sobre todo de sí mismo. Pero esta violencia concreta se expresa también en el significante, aunque de manera más sutil que en Canto a su amor y que en otros libros: los sueños coinciden con el número de página y hay una provocativa interpelación al lector en la página 75, en la que se deja una línea en blanco para que el lector escriba una “obscenidad”, “la más gruesa y cochina que conozcas”.

Pero aún más vitalismo y dinamismo adquiere esa memoria del dolor en el poema “In memoriam con otro amanecer” del mismo libro, debido a su humor, su crítica mordaz, su tono personal, violento desde dentro y su marcado autobiografismo flagelante: “yo no escribo cosas bonitas” (25) dice en una mezcla de influencias entre Kurosawa y Cormac McCarthy. Por otra parte, el amor ha sido erradicado casi por completo de aquí, siendo reemplazado por recriminaciones, engaños y cuerpos violentados. El poema “Azul cobalto” trae a escena el encuentro del joven poeta con un también joven torturador, quien le cuenta a modo de anecdotario morboso, pornográfico y, bajo un tono de orgullo desprejuiciado, diversas escenas de tortura sexual hacia mujeres prisioneras. Es claro aquí el efecto que ha producido en el poeta fenoménico, su lectura de los informes sobre violación a los derechos humanos en tiempos de dictadura2, pero la crudeza impune de las palabras emitidas a través de un modo indirecto libro trasmite sensitivamente la crueldad de la biopolítica, más que la queja o el dolor de las víctimas: “Las cosas se ponen feroces; ratones en la vagina y todo eso” (24).

En el poema “1974”, por ejemplo, la situación de enunciación sitúa a Zurita ya vejado por el Golpe de Estado en muchos sentidos: prisionero en el Estadio de Playa Ancha, torturado en el Carguero Maipo, con su carrera de Ingeniería Civil en Estructuras suspendida, cesante y separado. Habría que recordar que la biopolítica dictatorial se expresó tanto en detenciones, torturas y represión hacia militantes, artistas y académicos, como en la interrupción de sus procesos vitales (por la exoneración, estigmatización o cancelación intempestiva de sus proyectos), lo que derivó, cuando no en la muerte, en exilios, deportaciones o vidas empobrecidas (ver testimonio de Hernán Valdés en Fantasmas Literarios). De esta sensación de despojo injusto surge el tono de rabia que contribuye a la creación de una communitas catártica e hipercrítica.

Vuelvo al poema “1974”, caracterizado por un relato fragmentario, en el formato de un diario íntimo. Con algo de delirio, en él se mezclan las muchas memorias dolorosas y amorosas del poeta. La crítica a la represión política se realiza en un formato atípico, lejos de todo lugar común sobre violencia política, victimizada o grandilocuente. Quien habla lo hace en un tono de coa mordaz y fría, de un gran efectismo: “..a la primera te guardaban y te jodiste. Que te liquidaran de una vez era lo de menos. Habrías dado hasta las gracias por ello” (zurita/in memoriam 12). Aquí la respuesta a la biopolítica adquiere el mismo tono de la violencia ejercida por ella y esas vidas que no valen nada, internalizan su minusvalía. La voz que testimonia preferirá ser “liquidada” en el momento de la detención, en lugar de ser torturada y cosificada: “a la primera te guardaban”. El poema agrega luego una segunda lexía de sentido. Se critica cierto arte epocal que, deseando representar el horror, ha caído en la más superficial de las frivolidades. En efecto, la artista Catalina Parra ha pintado de color rosado unas fotografías que han tomado fotógrafos alemanes, de cuerpos asesinados arrojados al río Mapocho y que luego serán exhibidos por los militares en su rivera, para escarmiento público. Un arte ingenuo sin ética, que al intervenir con color rosado los cuerpos flagelados en la fotografía, atenta éticamente contra su memoria: “Joder con los artistas”, concluye el poeta. Además, se igualan dos experiencias de distinto calibre, aunque ambas trágicas: la de los cuerpos exhibidos en el río Mapocho y la de los cuerpos que se acuestan engañando a un tercero: “Con la tipa me acosté una vez. Fue en el departamento donde vivían, al lado de la pieza de ambos, y al otro día los tres tomamos desayuno en el comedor … Todo una buena mierda en realidad” (12).

Pese a todo, en el poema “1974” hay un asomo de ternura hacia el final. Ella se encarna en el sueño que tiene Zurita con el padre de la artista, Nicanor Parra: “Me contestó el mismo Nicanor, perfectamente vivo y se le oía muy bien…Los cuerpos estaban pintados con un lápiz de cera rosado y parecían pequeñas flores rotas en medio del gris de la fotografía. Al lado corría el río. Como en un sueño” (12). El lápiz rosado, ridiculiza el infantilismo de la intervención y la vuelve indefensa. Hay redención en el tono, en la liberación del habla y de la conciencia, en los muchos registros que recorren el poema y el libro: diálogos adultos e infantiles, corriente de conciencia desatada, testimonio de abusos de poder, recriminaciones, peleas, deudas domésticas e históricas, acciones de arte mezcladas con acciones de vida, muertos que hablan y vivos que desean morir. Un gran ceremonial fúnebre, desatado y radical.

El 13 de agosto del año 2018, casi un año antes del estallido social de octubre de 2019 en Chile, Raúl Zurita volvió a generar una communitas del dolor, cuando inició un movimiento de destitución del Ministro de las Culturas, Mauricio Rojas, nombrado por el entonces presidente Sebastián Piñera y negacionista, quien había sostenido que el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Chile era un montaje. El poeta llamó a todos los artistas a boicotear cualquier evento en que él participara y el Ministro no alcanzó a estar un día en el cargo. Luego de esto, la comunidad de artistas en Chile declaró su triunfo en una conferencia y en un gran acto masivo, reconociendo a Zurita como el líder del movimiento, haciendo parte así, sin ninguna de obra de por medio, de la communitas del dolor y de la rabia. Sin embargo, mientras todos festejaban, el poeta fue más cauto. Dijo en la ocasión que la renuncia era “una victoria, pero una victoria dolorosa, porque no borra el gesto de haberlo nombrado” (Zurita ctd. en Periodista Digital), pues los memoriales o los poemarios no borran el hecho de que la barbarie haya sucedido.

Para concluir, habría que enfatizar entonces que todo el proyecto de Raúl Zurita, en sus distintos soportes y dimensiones, se ha enfrentado desde lo estético y ético a diversas estrategias de la biopolítica neoliberal, no solo para evidenciar el horror implicado en el principio de que hay vidas que deben ser preservadas y otras que pueden ser exterminadas en la más completa impunidad, sin que nadie tenga que responder por ellas (y no solo en el contexto de dictaduras), sino para proponer diversas alternativas a este flagelo, a través de la contribución y creación de una communitas del dolor que acompaña, crea y apuesta por la vida y la esperanza, a través de su arte, el que a veces se transforma en un memorial o en un lugar para el imposible rito funerario.

Mientras la inscritura de sus automutilaciones e instalaciones tienden a la monumentalidad del dolor y del duelo, sus poemarios han apostado por registrar desde diversas voces, testimonios y registros, una palabra colectiva de los sobrevivientes, de los victimarios y de quienes les fue arrebatada la vida. Esto explica la fotografía de la portada de zurita/in memoriam, que muestra la pasarela hacia la isla ceremonial de Aucar, en Quemchi (Chiloé). No ya un memorial del dolor, sino un puente tendido para la conversación, un cuerpo vivo que vocifera y se resiste a la biopolítica, una posibilidad para crear una precaria communitas del dolor, en el único lugar donde hoy es posible hacerla sin correr grandes peligros: en la palabra, desde la poesía. Esa palabra que Elicura Chihuaialaf ha pensado “no (ya) como un mero artificio lingüístico ... sino como un compromiso en el presente del Sueño y la Memoria” (Recado confidencial a los chilenos 78).

Así la obra de Raúl Zurita, inscrita en los más diversos soportes y materialidades, y acumulando sentidos a lo largo de los años, ha aportado significativamente a la resistencia y lucha contrahegemónica al poder de la biopolítica neoliberal, apostando por una communitas del dolor que es capaz de la compasión, la restitución y la construcción de un “proyecto socialmente significativo de vida humana” (64).

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Notas

1La DINA o Dirección de Inteligencia Nacional (1973 y 1977) y la Central Nacional de Informaciones o CNI (1977-1990) fueron organismos de inteligencia durante la dictadura de Pinochet.

2Ver los informes de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (Rettig 1990) y de Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Valech 2003-2011).

Recibido: 23 de Noviembre de 2023; Aprobado: 16 de Febrero de 2024; : 30 de Marzo de 2024

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Doctora en Literatura, Universidad de Chile.

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